Tiempo de lectura: 5 minutosLa primera vez que me cortaron el cabello tenía 16 años, y durante ese año fui también por primera vez al mar. La mayor parte del tiempo había llevado el cabello recogido en dos trenzas, del mismo modo que mi abuela lo llevó toda la vida y de la misma manera en la que su mamá lo lleva en las dos fotos que conozco. En algún momento del trenzado cotidiano se incorporaban dos lazos al cabello que se iban tejiendo y con los que se formaban dos moños a modo de adorno final.
El cuero cabelludo quedaba a la vista como un arroyo que divide el pelo en dos alas que terminan trenzadas. Wääynëtuu, “el camino del cabello”, así le llamamos en mixe a esa línea que atraviesa el cráneo. Este arroyo de piel se acostumbra tanto al sol de modo que, si un día se te ocurre cambiarlo de lugar, la piel, expuesta por primera vez al sol, enrojece y se produce un ardor insoportable que te obliga a dividir el cabello en la línea de siempre, la acostumbrada. A mí no me gustaba que me hicieran esa línea justo en medio de la cabeza, lo prefería donde de pequeña lo había dejado mi abuela, un poco hacia el lado derecho porque me parecía más interesante esa ligera asimetría.
Se ha escrito bastante sobre la importancia del cabello para las mujeres indígenas y no puedo evitar relacionarlo con las reflexiones de distintas mujeres afrodescendientes —entre ellas la escritora afrojaponesa de Veracruz, Jumko Okata— que hacen sobre la valoración de su cabello al que, a diferencia del lacio de las mujeres blancas, se ha calificado históricamente como cabello malo y desarreglado. Desde esta experiencia, la reivindicación del cabello afro se ha convertido en una resistencia contra el racismo leído no solo en la piel sino en las características capilares. Mientras que el cabello “afro”, o las trenzas en las que se lo han recogido históricamente las mujeres afrodescendientes, ha sido leído como algo antiestético e indeseable por el sistema racista, se lee distinto como algo positivo cuando se lo apropian indebidamente personas blancas que no han sufrido racismo por el mismo hecho.
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Más que el liso del cabello fue la forma de llevarlo lo que me reveló que, tras esas dos trenzas, había significados en un mundo que estaba comenzando a descifrar. Durante los primeros días en la ciudad y después de haberme cortado el cabello por primera vez, mostré algunas fotos de mi infancia a compañeros recién conocidos: ¿por qué llevas el cabello como la india María?, preguntaron con cierto énfasis que adiviné peyorativo. Hablé brevemente del tema con algunas compañeras que me explicaron la lectura y las implicaciones del hasta entonces sencillo hecho de trenzar mi cabello en dos. Mientras que el grosor de las trenzas era un rasgo muy apreciado en el contexto en el que crecí, las mismas trenzas eran aquí interpretadas como un marcador de pertenencia a una categoría racializada y homogénea: la de india. A pesar de que no en todos los pueblos indígenas las mujeres han llevado tradicionalmente el cabello en dos trenzas, éstas han sido leídas así desde las lentes del racismo. Me explicaron también que las únicas ocasiones en que las mujeres —en otro contexto— llevan el pelo en dos trenzas y adornadas con lazos eran el día de Corpus Christi o el Día de la Mula en el que se suele disfrazar a las niñas de indias, el 20 de noviembre en representaciones de la Revolución Mexicana o cuando aparecían en algún bailable folclórico en contextos escolares.
Además del grosor de las trenzas, el largo del cabello era también muy apreciado en el contexto en el que crecí; muchas de las conversaciones de las mujeres giraban en torno de los cuidados que había que tener para que creciera lo mejor posible; ésta era la razón por la que acudir a hacerse un corte de cabello no era una actividad que se considerara primordial y que explica por qué mi abuela nunca se lo cortó. Yo no tuve opciones, tuve que cortarlo cuando tenía 16 años porque su cuidado me demandaba mucho tiempo y, según me dijeron, mis nuevas actividades ya no me lo permitirían.
Mi cabello, que llegaba casi hasta la rodilla, después del corte quedó hasta la cintura. En algunas ocasiones especiales, mi abuela nos dejaba llevar el pelo suelto y mi hermana, que sí tenía trenzas considerablemente gruesas, recibía muchos elogios. A pesar del corte inicial que fue muy doloroso simbólicamente hablando, mi cabello aún podía considerarse largo así que, en alguna oportunidad especial, lo dejé suelto. Fue entonces que aprendí algo más cuando alguien, entre broma y burla, me dijo una frase que evidenciaba la manera en la que la lectura de los cuerpos categoriza a las mujeres dentro de un sistema patriarcal, clasista y colonial: “cabello a la cintura, chacha segura”. Me recomendaron que mejor me hiciera un corte. En conversación con mujeres de mi familia que fueron trabajadoras domésticas en las ciudades, me relataron que la presión por parte de sus empleadoras para que se deshicieran del cabello largo y de las trenzas fue siempre bastante considerable, bajo el argumento de que el cuidado de un cabello tan largo les restaba tiempo para dedicarse a su trabajo.
Sin embargo, las resistencias laten de maneras insospechadas. Hace un tiempo conocí a una amiga cuya abuela había sido una mujer mixe, que décadas atrás había migrado a la Ciudad de México como empleada doméstica. Aun cuando mi amiga no heredó la lengua y había crecido en un contexto cultural muy distinto, un gesto sutil relacionado con el cabello la relacionaba con ella: siempre, después de bañarse o peinarse, mi amiga —al igual que lo hacemos muchas mujeres mixes— recogía cada uno de los cabellos que habían caído al suelo o quedado en el cepillo, juntos hacía un ovillo anudado que colocaba en una bolsa. Ella me contó que había aprendido este gesto de su madre y que lo interpretaba como parte de los cuidados cotidianos, pero había advertido que no todas las mujeres lo hacían.
Cuando compartí departamento con mujeres no indígenas en la ciudad, me di cuenta también que este hábito no era generalizado. La búsqueda casi obsesiva de nuestro cabello en el suelo y en el cepillo para juntarlos después en un pequeño enredo se relaciona con una bella y antigua idea: cuando las mujeres mixes mueren, el alma, nuestro änmëjä’än, recoge todo lo que le perteneció al cuerpo en este mundo, y hacen juntas el viaje final cobijadas por cada uno de sus cabellos. Para evitar que el alma pierda demasiado tiempo recuperando cada uno de los que fueron cayendo a lo largo de su vida, los buscamos inmediatamente después de bañarnos o peinarnos para formar un ovillo que las mujeres mayores depositaban en los huecos que se formaban entre los adobes de las casas, y éstos se colocaban después en algún rincón del ataúd. Cuando se lo expliqué a mi amiga, la conmovió el hecho de que, a pesar de que el racismo y la discriminación ejercida sobre su abuela le habían impedido abrevar de muchos elementos culturales mixes, ese pequeño gesto cotidiano con su cabello la unía al cabello de su abuela a quien habían obligado a deshacerse de sus dos trenzas.
A pesar de que, por los avatares de la vida, no he podido conservar todos los ovillos de cabello que he recolectado a lo largo de los años, sé que se encuentran juntos en algún lugar y que será más fácil para mi alma hallarlos y arroparse con ellos antes de emprender el viaje final.