Tiempo de lectura: 6 minutosPensemos un momento en el cuerpo como un lugar extraño al que acabamos de llegar para habitarlo. Está dotado con un equipo de sentidos que nos envía información del exterior, de sus dimensiones y formas que van cambiando desde el nacimiento hasta nuestra muerte. Llamo a este pensamiento para acercarnos a nuestro edificio corporal con nuevas miradas, aunque nosotros seamos sobre todo cuerpo y no sea posible nuestra existencia una vez que éste perece y su contenido comienza a formar parte de otras realidades materiales.
Pero supongamos que somos un ente que habita un contenedor llamado cuerpo. Cuando mencionamos esa palabra, se erige en nuestra imaginación una silueta, un contorno que va cambiando hasta la última mirada consiente que dirigimos. Sobre todo, sus rasgos exteriores, en particular el del rostro, forman parte fundamental de la identidad. Existe también toda una serie de características que se escapan a la vista. No conocemos los órganos internos y mucho menos estamos conscientes de los procesos complejos que ahí ocurren como el pensamiento. “Mi cerebro sabe de mí, yo no sé nada de él”, apuntaba José Saramago en la novela Historia del cerco de Lisboa, y lo mismo podemos decir de muchos de los sistemas y órganos que habitan nuestro cuerpo, que llevan y traen información vital de nosotros, sin que podamos enterarnos de la existencia de su funcionamiento, hasta que fallan o cuando son objeto de estudio.
Por distintas características evolutivas que nos despojaron gran parte del pelo como protección térmica en nuestra piel, en la interacción con el clima y el entorno necesitamos cubrirnos; esa necesidad se convirtió con el tiempo en algo indisolublemente ligado a las manifestaciones culturales. Por medio de los elementos que nos cubren manifestamos pertenencias colectivas y también marcamos el carácter individual. En muchas tradiciones, los elementos con los que nos cubrimos son apoyos en la lectura del género que se nos asigna socialmente, y estas asociaciones pueden llegar a ser tan estrictas que una prenda como la falda sea tan impensable en un hombre. La vestimenta y la colocación de un rebozo, por ejemplo, puede lanzar mensajes que indique si una mujer es casada o soltera en ciertas tradiciones. Las características de un vestido blanco de boda en la tradición occidental hacen impensable ese atuendo para otra ocasión. Lo mismo sucede con los sistemas de opresión, la vestimenta se utiliza como un auxiliar en la lectura social que adscribe nuestros cuerpos a categorías de raza y clase.
La vestimenta ha cambiado a través del tiempo y se manifiesta de maneras distintas en otras tantas culturas, que influyen unas a otras. Los materiales y la vestimenta se han vuelto lienzos en los que se plasman manifestaciones estéticas de las culturas del mundo. Siendo tan importante, la vestimenta no escapa de los sistemas de opresión que ordenan la realidad. En tiempos pasados, la confección de la vestimenta occidental estaba ligada a un oficio artesanal que producía prendas personalizadas a una escala moderada; esta realidad ha sido trastocada, como todo, por la producción capitalista en serie. En la actualidad, la industria de la ropa es una de las más contaminantes en concordancia con la destrucción del medio ambiente tan asociada al sistema de producción capitalista. En una de esas contradicciones tan propias del capitalismo, la producción de ropa exclusiva con diseños especiales, personalizados e irrepetibles se ha vuelto accesible solo a las clases más privilegiadas.
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Desde otras tradiciones textiles, muchos pueblos y comunidades indígenas han continuado con la confección a pequeña escala, aunque su vestimenta tradicional en un sistema racista haya sido empujada a un proceso de pérdida. Hasta los años cuarenta del siglo XX, en mi comunidad se documentaba la elaboración de esa vestimenta tradicional mesoamericana que es el huipil confeccionado en telar de cintura. Cada uno de los hilos de los lienzos son colocados por un trabajo manual. La pérdida del huipil (hace no más de 90 años en mi comunidad) es una de las manifestaciones de la lectura racista de la vestimenta y sus efectos. Ese fenómeno tiene como consecuencia la adopción de ropa industrial producida en serie que ahora explica por qué yo no porte cotidianamente el huipil correspondiente a la tradición mixe de mi comunidad. Esa vestimenta se confecciona ahora con manta y no con los lienzos elaborados en telar de cintura, aunque sigue cumpliendo con la labor fundamental de identificarme con mi colectivo y comunidad cada vez que lo porto. Las opresiones estructurales que nos ha arrebatado territorios e idiomas nos han desplazado también del cuerpo muchas de nuestras tradiciones textiles. Ariadna Solís, una especialista zapoteca en el tema ha escrito sobre la relación entre los textiles y el racismo en México.
En uno de esos giros propios del capitalismo, las prendas que ayudaron a una lectura racial del cuerpo de las mujeres indígenas son después apropiados por la categoría opresora, en fenómenos de apropiación cultural indebida o en abierto plagio. Las prendas de tradiciones despreciadas se inscriben así en un sistema de mercado distinto y en una lógica cultural ajena, como muy bien ha descrito la politóloga mixe Tajëëw Díaz Robles en sus reflexiones sobre el plagio de patrones gráficos de la blusa tradicional de su comunidad. Estas opresiones que se dan entre categorías opresoras y los pueblos racializados como inferiores, en cuanto a tradiciones de vestimenta, han sido cada vez más descritas y documentadas.
En estas dinámicas complejas, quisiera llamar la atención sobre un fenómeno muy propio de la producción industrial de la vestimenta, en la que la división de la ropa por tallas tiene un lugar muy importante. La clasificación por tallas numeradas sólo puede explicarse dentro de la lógica de la producción industrial, en la que las prendas se ajustan a las siluetas de múltiples cuerpos (al tiempo que la talla ha sido un elemento de control y noción de belleza en la cultura hegemónica). En contraste, si pensamos en la vestimenta típicamente asociada a la cultura griega, podemos observar que prendas como el quitón o el himatión eran piezas textiles que se ajustaban mediante pliegues, nudos o ceñidores al cuerpo humano. Otro tanto podemos ver como el sari, un lienzo de tela que se ajusta al cuerpo y al cual se ciñe. A diferencia de las presiones que recibe el cuerpo de las mujeres en occidente, para encajar en un determinado número de talla con la que se actualiza también una opresión de género, la tradición de la vestimenta de otras culturas se mantiene en la lógica del ceñido (donde es la prenda la que se adapta al cuerpo).
Por un lado, ceñir las prendas o los lienzos al cuerpo y, por otro, luchar por encajar en una talla determinada, despliegan lógicas completamente distintas, si no es que opuestas. Aún en la tradición occidental, en una producción artesanal personalizada con un sastre o costurera, que se realiza según las medidas de cada persona, la clasificación por tallas pierde sentido. Es la producción capitalista en serie y masiva la que ha hecho de la clasificación precisa y numérica por tallas una necesidad fundamental.
El huipil, aunque existe en diversos tamaños, forma parte del tipo de prendas que no replica las curvas de la silueta humana y que en muchas tradiciones también pasa por un proceso de ceñido al cuerpo por medios de diversos mecanismos cada vez que nos vestimos con él. Mi amiga, la politóloga k’iche’ Gladys Tzul, me hablaba de una prenda llamada “corte” con que viste cotidianamente la parte inferior de su cuerpo, éstas son similares a los enredos y los pozahuancos de varias tradiciones de pueblos indígenas en México. Los cortes, los enredos y los pozahuancos se colocan envolviendo el cuerpo y se fijan con ceñidores de materiales diversos, en contraste con la lógica de las tallas de las faldas. De nuevo, son los lienzos, las prendas, los textiles que se ciñen a las personas y no las personas que necesitan entrar en prendas que siguen las curvas de la silueta humana previamente establecidas por tallas.
En las relaciones polémicas que los diseñadores (no indígenas) establecen con las prendas de tradiciones propias de pueblos indígenas, observo una necesidad de traducir esta vocación que se ciñe al cuerpo a una lógica gobernada por las tallas. Hace poco me encontré con un video promocional de una marca etnofashion que fue eliminado tiempo después a raíz de las críticas que recibió. En este video se decía que la marca ofrecía piezas tradicionales de pueblos indígenas ya “estilizadas” para evitar así la «cuadradez» propia de los huipiles y de la ropa tradicional que impedía que la figura de las mujeres luciera. El uso del verbo estilizar aplicado a las intervenciones en los huipiles y otras prendas tradicionales me parece un eufemismo que oculta un desprecio que implica la idea de que, antes de intervenirlas, estas prendas no estaban estilizadas. Los huipiles y las múltiples prendas de los pueblos indígenas ya están estilizados según el gusto de la tradición en la que fueron creados; son una manifestación estilística de la cultura a la que pertenecen. Hablando de este tema con la lingüista Gabriela Pérez Báez, ella utilizó un verbo innovador más adecuado: ensiluetar. Lo que hacen sobre todo estas marcas no es estilizar algo que ya está estilizado en su propio sistema y tradición; llaman estilizar a traducir de una lógica en la que una prenda se ciñe y adapta al cuerpo, a otra en la que es la prenda la que toma la forma de la silueta que se ordena por tallas.
Además del uso bastante frecuente del verbo estilizar, se utiliza también modernizar como si no se tratara de piezas que utilizan personas de otras culturas que son contemporáneas. En todo caso, se trata de adaptar esas prendas al gusto y a la lógica de los patrones occidentales. Tras el uso de estos verbos, se oculta más bien la idea de que las prendas solo pueden estar estilizadas y ser modernas si se adaptan al sistema de vestimenta occidental o a la lógica impulsada por la producción capitalista de la ropa en serie en la que la clasificación por tallas es precisa y necesaria para su consumo.
Por fortuna y a pesar de la opresión estructural, aún persisten las tradiciones de vestimenta, en las que el acto de ceñir, envolver, o adaptar prendas al cuerpo (con la ayuda de pliegues, broches, cintos u otros tipos de bellos ceñidores) sigue vigente.