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Las escenas ocultas de Maribel

Las escenas ocultas de Maribel

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Maribel Verdú fue la musa y fantasía sexual de toda una generación en España cuando apenas era una adolescente. Se convirtió en una actriz honesta y versátil gracias a dos mexicanos: Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro.

Hay escenas que parecen eso, una escena, pero que esconden muchas más.

En ésta, Julio (Gael García Bernal) y Tenoch (Diego Luna) beben cerveza y tequila en una palapa de Boca del Cielo (Roca Blanca, Puerto Escondido, en realidad) mientras se confiesan pecados sexuales. Luisa (Maribel Verdú) los mira y ríe. Los tres brindan. Luisa se levanta de la mesa y se dirige al jukebox. Desde el otro lado de la palapa, frente a una mesa de bebedores silenciosos, en el calor de la noche oaxaqueña, con el Pacífico llamando a la puerta, les pide a sus colegas de farra un número y una letra. Enseguida canta Marco Antonio Solís:“Te extraño más que nunca y no sé qué hacer/despierto y de recuerdo mal amanecer/espera otro día por vivir sin ti/el espejo no miente, me veo tan diferente/me haces falta tú”.

Los tres bailan. Luisa entre ambos. Pegados y restregándose hasta formar un solo cuerpo.

Es un plano secuencia, sin cortes, de siete minutos de duración. La escena que conduce al clímax final, al desenlace total, el trío sexual en una cabaña de madera, de Y tú mamá también, la película de Alfonso Cuarón que en el verano de 2001 rompió los récords de recaudación del cine mexicano y que calentó el otoño en todos los cines del mundo.

Pero la escena esconde mucho más.

Los dos días previos al rodaje Cuarón llevó a sus actores y a su equipo técnico a la misma palapa. Pidieron chelas y tequila. Bebieron. Rieron. Se emborracharon y bailaron. Improvisaban. Decían lo que les venía en gana. Al final de la segunda noche, el director les anunció que ya estaban preparados. Al día siguiente rodarían la escena. Sin alcohol. Deberían recuperar entonces las sensaciones que habían tenido esas dos noches de juerga. Recordar cada detalle para repetirlo. Cuando anunció acción, los tres lo hicieron: revivieron la víspera.

“Aquello fue lo más mágico que me ha pasado. Ahí ves lo listo que es Alfonso. Nos acordábamos de las cosas que habían pasado las noches anteriores. Si no, nunca se nos hubieran ocurrido. Fue maravilloso”. Maribel Verdú abre los brazos como si aún bailara junto al jukebox. No estamos en ese rincón paradisiaco de Oaxaca abierto al océano, sino bajo el calor seco y asfáltico del verano de Madrid, en una terraza frente al parque del Retiro, junto a su casa, en su cafetería de cabecera, donde saluda cariñosamente al camarero y pide una copa enorme de agua con hielo y una raja de limón. Se acaba de quitar las grandes gafas de sol de pasta tras las que había llegado parapetada. Viste un ligero vestido negro de gasa, por encima de las rodillas. Apenas luce maquillaje. Un toque de rímel, reciente, porque después se marchará a la carrera a una cena con amigos argentinos. “Esa noche yo estaba exultante, porque además llegaba Pedro [Larrañaga, su marido] a verme”, recuerda.

Cuarón fue quien le descubrió México. Hoy dice que es el país que más le gusta del mundo. “No puedes morirte sin ir. Es tan… ¡tan bestia todo!”, lo resume. “Siempre lo digo: allí todo es más grande. Las cucharas, los tenedores, los globos de una fiesta de cumpleaños… Todo es a lo bestia”.

Pero la escena escondía aún más.

En México, Maribel Verdú no sólo conoció un país al que ha vuelto repetidamente, por trabajo o, como dice, para “perderme por ahí”. La última vez, el año pasado, cuando entregó uno de los premios Fénix, que celebran ahora en noviembre su segunda edición y de los que se ha convertido en gran impulsora. Como dice: “El futuro de nuestro cine pasa por las coproducciones entre países latinos y por ampliar el público potencial al de los hispanohablantes del mundo entero. La unión hace la fuerza. Proyectos como los Fénix lo demuestran”. Pero en México, sobre todo, es donde Maribel Verdú cambió a Maribel Verdú.

“Esa escena en la que Maribel baila con Luna y García Bernal… ¡Ésa es ella! Ésa es Maribel: una chica con un vestido negro de tirantes, sin ninguna joya, sin maquillaje, con un poco de tequila, con otro poco de mar”. Me lo cuenta José Juan Rodríguez, que forma junto a Paco Casado una de las parejas de estilistas más conocidas de España. Ambos me reciben en su recoleto ático de la Colonia Retiro, un pequeño oasis de casas bajas y arbolitos en el centro de Madrid cerca de la zona donde vive Maribel. Además de sus estilistas personales, a quienes recurre para las sesiones de fotos (como la de esta portada) o para vestirse para una gala, Rodríguez y Casado son amigos de la actriz desde que se conocieron en 1991. Frente a su largo escritorio de madera clara, donde reposan los retratos de los próximos personajes a los que deben vestir para una revista, y sendos paquetes de los Marlboro rojos que fuman escalonadamente, ambos recuerdan cómo cambió a Maribel aquel rodaje. “Cuando regresó a España volvió guapa, sin maquillaje, con algo que nos volvía locos. Estaba salvaje. Le vino muy bien México. Y estar con gente como Cuarón o Diego y Gael. Aquello la acanalló mucho. Ella necesita tener gente al lado un poco canalla, que le haga beberse dos tequilas y salirse un poco de las normas”, me confiesan ambos. Entre aquellas botellas que bajaban raudas en la palapa oaxaqueña, Maribel se acanalló, como cuentan sus amigos. Dicen que cambió. Pero, sobre todo, lo hizo la actriz.

“Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”.

Maribel Verdú nació en Madrid en 1970. Hija de Gregorio, un vendedor de coches, y de María Isabel (Maribel, como ella), ama de casa. Cinco años después nacerían sus hermanas, gemelas. Creció primero en el extrarradio de Madrid, en la ciudad dormitorio de Alcorcón, al oeste. Pero pronto se trasladó a vivir con sus abuelos al céntrico barrio de Argüelles, zona habitual de estudiantes por su proximidad con la universidad. Allí acudía a un colegio de monjas.

Nadie en su familia era actor ni lo había sido. La mayoría, salvo sus padres, fueron profesores de universidad. Casi todos de letras. Maribel no sabía entonces lo que era ser actriz, pero sí que le gustaba disfrazarse y encerrarse en su habitación para leer en voz alta. “Qué novelera eres”, le decía su abuela. Se creía la protagonista de los cuentos que leía, y de los cojines del dormitorio resultaban el público y la crítica perfectos: nunca se quejaron. Cuando Maribel tenía trece años, una tía suya vio un anuncio de una agencia de modelos que buscaba nuevas caras infantiles. Su madre la apuntó. Enseguida empezó a hacer campañas para marcas de lana, para McDonald’s o para superficies comerciales. Tres años después, debutó en la televisión y en el cine. Entonces, aquella adolescente que nunca había actuado, y a la que nadie enseñó a actuar jamás, se convirtió en actriz. “Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”, me cuenta Maribel hoy. Habla como un torbellino. Prácticamente no hace falta preguntarle. Enlaza recuerdos y películas mientras gesticula. Coge la grabadora que he colocado frente a ella y la aleja. Se la acerco de nuevo y vuelve alejarla. Parece un duelo encubierto. Después me toca el brazo con la punta de los dedos para remarcar algo y los aparta rápido, como si se quemara. “Yo no he ido nunca a una escuela de actores. Pero siempre me ha gustado el cine, el teatro y, sobre todo, la literatura”, añade.

“Con 16 años eres un idiota integral. Y más en este oficio cuando te llega la fama”, me suelta, al otro lado del teléfono, Jorge Sanz. Él, además de uno de los actores más populares en España, es, como se considera, un hermano de Maribel. Un año mayor que ella, ambos empezaron en el cine a la vez, rodando tres películas juntos en aquellos primeros años y repitiendo después en tres ocasiones más. “Pero Maribel ha madurado muy inteligentemente. No como yo. Y en lo que no ha cambiado nada es que sigue siendo la misma actriz eficaz que hace todo parecer fácil. Y en eso ya era igual con 15 años”.

—¿Recuerda cómo besaba ella entonces?—Pues igual que yo. Igual de mal, quiero decir.

Sólo diez años después de que su tía hubiera visto aquel anuncio, Maribel ya había rodado 25 películas. También había crecido. La niña de los anuncios se convirtió primero en una adolescente y después en una joven impactante. Morena de densos rizos largos, curvilínea, exuberante. Un volcán. Además, no tenía problemas para desnudarse en pantalla. Ni para protagonizar escenas de sexo, con mejor o peor encaje en el guión, según el director. Memorables fueron las de Huevos de oro (Bigas Luna, 1993) con Javier Bardem.

Las revistas comenzaron a etiquetarla como la más deseada en España, como una bomba sexual, como un mito para los hombres y un montón de frases hechas similares más. Era el mundo antes de Internet. El morbo estaba en las páginas de las revistas donde las actrices posaban sugerentes, en los VHS o en la imaginación. En primavera de 1996 sus fotos para un anuncio de lencería adornaban las marquesinas de las paradas de autobuses de Madrid. Había hombres entonces que confesaban en artículos en el periódico que perdían el autobús por mirar a aquella Maribel de braguitas y sostén blanco que se insinuaba al otro lado del cristal. Pero el impacto fue incluso mayor. Durante la noche, los cristales eran apedreados y los pósters desaparecían. A la mañana siguiente volvían a colocarse. Hasta que el ayuntamiento y la firma que la había contratado decidieron que no podían permitirse más destrozos y cambiaron de campaña. Entre quienes apedrearon aquellas marquesinas estaba Sanz, su amigo y compañero. Aun hoy, 20 años después, presume de haber sido, junto a los cineastas David Trueba y Luis Alegre, quien arrojó la primera piedra, el precursor de aquel “fenómeno viral” previo a Internet y a las redes sociales. “Ahí fue cuando Maribel se convirtió en un mito sexual. Y ella tomó conciencia de ello”, recuerda el actor.

La llamada ese mismo año del director Ricardo Franco (fallecido en 1998) para hacer La buena estrella inició el cambio que se confirmaría definitivamente en aquella playa de Oaxaca. Maribel interpretaba a Marina, una prostituta tuerta. Fue nominada por tercera vez al premio Goya de la Academia de Cine española. No se lo dieron. Pero su perfil público empezó a cambiar. Las firmas de moda que hasta entonces no querían dejar sus vestidos a la actriz para las galas comenzaron a ofrecerle sus diseños. También apareció en su vida Pedro Larrañaga, productor teatral y miembro de una de las sagas de actores más conocidas de España. Se casaron en 1999 y hoy forman una de las parejas más sólidas del tambaleante mundo sentimental del cine. De hecho, cuando le pregunto a la actriz quién es para ella un héroe en la vida real responde, sin dudar, que su marido. “Me ha ayudado mucho a ser como soy. Es un tío con una cabeza maravillosa. Llevo 16 años con él y me sigue fascinando”, confiesa.

Palacio de Bellas Artes. 21 de marzo de 2007. Por los altavoces llega el anuncio: “La señora Maribel Verdú”. La actriz sube al escenario. Vestido negro con escote palabra de honor y abultados volantes en la falda. Lleva el pelo recogido. Llora. Se tapa la boca con la mano. Balbucea e intenta dar las gracias. Acaba de ganar el premio Ariel como mejor actriz por El laberinto del fauno. Se lo agradece a Cuarón, “sin el cual no hubiese tenido la oportunidad de conocer este país que me brinda satisfacciones una detrás de otra”. Y al director, Guillermo del Toro, “mi gordo maravilloso que cada vez está más flaco”, como le llama. Termina con un “¡viva México!” acelerado, aflautado, ahogado, mientras levanta la estatuilla de ese hombre marcial, desnudo y altivo que es el Ariel.

Pero la escena esconde algo más.

La llamada de Del Toro resultó crucial para la actriz. Y tú mamá también fue un éxito, nominación a mejor guión original en los Oscar incluida. A Maribel le da fama internacional. Pero tras aquel rodaje el cambio que quiere no termina de producirse. La nueva Maribel no encuentra los papeles que necesita. No recibe los guiones que espera. Enlaza entonces algunos proyectos menores y mientras tanto se desespera. Para matar el tiempo hace petit point y colorea mandalas, esas formas geométricas indias que representan el universo y son herramientas para la concentración y la meditación. Completa hasta dos al día. Le puede la ansiedad interior, querer acabar algo según se empieza. Ése es, como cuentan quienes la conocen bien, uno de los rasgos de su carácter. Si le gusta una serie de televisión, se traga media temporada del tirón una noche. Si necesita aprender inglés, se zambulle en intensas clases particulares y desconecta de todo.

Así sucedió cuando Francis Ford 
Coppola la llamó en 2008 para rodar 
Tetro. La española llegó a aprender más inglés del que el director necesitaba para su personaje. Cuando terminó el rodaje, se olvidó del idioma, lo dejó aparcado. “Para todo es muy impulsiva. Cualquier exceso sabemos que tiene una fecha de caducidad, y que después se pasará al lado contrario”, lo resume Rodríguez. Maribel quería entonces, sobre todo, que pasara el tiempo. Y que lo hiciera rápido.

Sin embargo, durante ese tiempo a su buzón siguen llegando ofertas. Tras rodar con Cuarón los grandes estudios de Hollywood se fijan en ella y la tantean. “Eran películas como de tía en plan maciza, de guerrera con espada. Pero yo no quería meterme en ese mundo. A veces he pensado que fui tonta, porque hubiera ganado mucha pasta y a lo mejor eso me hubiera permitido producir aquí alguna película. Pero ya había tenido que hacer muchas cintas en otros momentos de mi vida, cuando empezaba, porque no me quedaba otro remedio. Así que tras rodar Y tu mamá… decidí que quería hacer sólo aquello que de verdad me gustara y me diera prestigio”, cuenta la actriz.

—¿Cómo tuvo tan claro que quería rechazar las ofertas de Hollywood?—No lo sé. Aunque fue clarísimo. Y eso que aquí, sin embargo, no me ofrecían nada interesante, sólo bodrios. Pero sabía que no podía hacer cualquier cosa. La espera fue guay, porque después hice El laberinto del fauno. ¡Y desde ahí ya no he vuelto a dar un beso con lengua en la pantalla! Curiosamente, no me han ofrecido ningún guión sexual más. De hecho, a veces pienso: “Joder, tampoco es eso, ¿no?”.

Verdú ríe abiertamente mientras despliega esa boca tan suya, amplia como una vela y de grandes dientes perfectamente alineados. Habla con una naturalidad poco habitual. Repite “tío” con frecuencia, para aludir al periodista, o como coletilla, y el adjetivo “bestial”. Y sonríe. Incluso cuando recuerda aquella etapa de sequía en la que sufría porque no terminaba de consolidarse el cambio en su carrera. Hasta que llamó Del Toro. Hasta que interpretó a Mercedes, una criada al servicio de un despiadado capitán falangista en la Guerra Civil española. Hasta que le dieron el Ariel. “Yo no me lo podía creer. Estaba acostumbrada a perder. Nunca me habían dado premios. Y entonces dijeron mi nombre… Aún recuerdo que en mi butaca en el Palacio tenía al lado a Guillermo, delante a Cuarón y detrás a Iñárritu”.

—Ya sólo le falta entonces que le llame Iñárritu…—No, ya lo hizo… Pero no pude trabajar con él por un problema de calendario.

Y sonríe.

El laberinto… del director mexicano fue la confirmación que Maribel necesitaba de que no se había equivocado. “Me encontré a una Maribel muy dolida. Cuando le ofrecí el papel me preguntó si lo hacía de verdad o si estaba valorando a otras actrices. Le dije que sí, que la quería a ella”, me cuenta Del Toro. “Y me respondió muy conmovida que a ella nunca le ofrecían papeles así”. El cineasta ha parado la agenda de promoción de su nueva película, Crimson Peak, para hablar de Maribel, la actriz que, según me confiesa “es una presencia única en el cine mundial”. La había conocido cuando rodó Y tu mamá…, pero se había quedado prendado de ella con Amantes, de Vicente Aranda, diez años antes. El mexicano no vio el cuerpo y el deseo, sino “la vulnerabilidad” que también mostraba la actriz. Con Y tu mamá… lo confirmó: le gustaba la Maribel de las escenas más calladas, la fuerza interna que se le intuía.

Cuando la fichó, algunas personas en España, como el productor Andrés Vicente Gómez, criticaron su decisión. Le dijeron que se equivocaba, que Maribel pasaba una mala racha y que le perjudicaría en la taquilla. “Pero no me importaba absolutamente nada. Mi intuición me decía que era perfecta”, afirma orgulloso.

Durante aquel rodaje el director no sólo le aconsejó a la española, una devora-libros-empedernida, novelas de su adorado Charles Dickens. También le recomendó que escogiera películas diferentes, proyectos que no se hubieran hecho antes. Que buscara, como me lo explica, “las películas que la necesitaban a ella, y no las que ella necesitaba. Proyectos huérfanos, que nadie quisiera hacer, pero que con ella se potenciaran”. Maribel tomó nota de todo. De los libros de Dickens, para combinarlos con la novela rusa del siglo XIX que tanto le gusta, y del consejo sobre el cine que debía rodar.

Desde entonces ha hecho 16 películas más. La filmografía de Verdú es tan extensa que ella misma reconoce haber olvidado algunos de sus trabajos. Desde entonces ha rodado en España tres películas con la directora Gracia Querejeta (Siete mesas de billar francés, 15 años y un día y Felices 140) y planea hacer una cuarta. También con afamados directores como Gonzalo Suárez (Oviedo express) o José Luis Cuerda (Los girasoles ciegos). Ha trabajado de nuevo en México (La zona, del uruguayo Rodrigo Plá, “un ser acojonante”, como lo define ella). Y en Argentina, donde acaba de hacer Sin hijos, una comedia de Ariel Winograd; donde se filmó Tetro, la primera película que Coppola escribía después de 40 años y donde este otoño rueda —en península Valdés— El faro de las orcas, con Gastón Pauls, la historia real de Beto, un hombre que ha conseguido establecer amistad con las ballenas. En 2012 estrenó, además, Blancanieves, el éxito del año, del director Pablo Berger. Cine mudo y en blanco y negro en el que el cuento de Blancanieves se convierte en una historia de madrastra, plazas de toros y enanos toreros. El proyecto que mejor ha cumplido el consejo de Del Toro.

“Aún recuerdo el día que le presenté el guión a Maribel. Habíamos quedado al mediodía en una cafetería cerca del Retiro. Yo fui un poco antes y me senté mirando hacia la puerta. Cuando apareció sentí que entraba a cámara lenta y que un foco la seguía. Fue la primera vez que la vi en persona y pensé que era una aparición. Un flechazo absoluto. Desde entonces continúa la magia”, recuerda Berger. Armado con un ventilador para combatir el calor de la capital española, el director prepara ya su nueva película, que Verdú protagonizará y que espera rodar el próximo año. Ya la conoce. Ha preparado el guión (aunque pide no desvelar aún nada del proyecto) pensando en ella. Y sabe que mientras no haya que madrugar para rodar, trabajar con la madrileña volverá a resultar fácil. “Es una mujer de acción. Quiere hacer. Quiere probar. Le gusta trabajar desde el placer, desde la diversión. Se toma el rodaje como un juego”, me explica. “Para un director es muy sencillo trabajar con ella porque entiende la maquinaria. Sabe cómo funciona un rodaje mejor que yo y lo que necesita cada técnico. E intenta ayudar a todos”.

Desde aquella fábula que era el fauno a Maribel también le ha acompañado la crítica. Incluso cuando las películas no resultaban tan buenas como se esperaba. “Lo único que encuentro salvable en este penoso naufragio es la interpretación de Maribel Verdú, alguien que trasmite vida y autenticidad en medio de tanta impostura, de situaciones forzadas y personajes huecos”, escribió el crítico del diario El País, Carlos Boyero, sobre Tetro. En una de las primeras escenas de aquella película, los dos personajes principales que interpretan Vincent Gallo y Alden Ehrenreich hablan de Maribel. “¿A que se parece a Ava Gardner?”, le pregunta uno al otro. “Pero no, no se parece a Ava, ella sólo me recuerda a Maribel. Es única. Y tiene esa belleza… ¿Cómo puedo decirlo…? Bueno, ¡es que es mi tipo de mujer!”, me confiesa, por correo electrónico, el propio Coppola. Que un director de su fama se preste enseguida a participar en un perfil sobre la actriz, a pesar de las duras críticas que recibió su obra, resulta revelador. “A ella le gusta disfrutar de la vida. Y además logra que sea contagioso. Siempre está dispuesta a ayudar y ansiosa por hacer algo maravilloso. Trabajamos muy duro y muy juntos todos. Hubo muchos retos y complicaciones. Pero Maribel nunca fue uno de ellos”, añade el cineasta.

Y también, al fin, llegaron los premios. El Ariel fue el primer gran reconocimiento que recibió. Pero en España no la premiaron tampoco por El laberinto… Verdú sumó con aquella película su cuarta nominación al Goya; y la cuarta noche que se marchó de la entrega sin llevarse el busto en bronce del pintor. La primera vez fue en 1992, por Amantes, pero Maribel era aún joven. Aquella noche terminó sirviendo copas en la discoteca de moda de la capital, Oh! Madrid, uno de los clubes donde la noche post Movida madrileña bullía. La gente se acercaba a pedir una bebida y ella les atendía. A quien la reconocía ella le respondía: “Que no, qué pesados, toda la noche igual, que no soy Maribel Verdú”. Pero sí, lo era. Ni siquiera se había quitado el vestido que llevaba en la ceremonia.

Con la cuarta nominación fue diferente. Ya no era aquella Maribel en efervescencia total, que descubría la noche (y a sus habitantes) de Madrid, que enlazaba papeles unos con otros. Ya era la Maribel del cambio de Oaxaca. La Maribel del fauno. Y se cansó. A sus amigos les mascullaba entonces que debían haberla premiado ya y que no volvería a ninguna gala más. El director Fernando Trueba, que la conocía desde que vio su potencial aún como adolescente y la fichó para El año de las luces en 1986, apagó su ira. “Volverás, porque para eso estáis las actrices. Es tu papel. Fíjate en las grandes actrices de Hollywood que cada año van a los Oscar y no les dan premios”, le dijo. Un año más tarde Maribel volvía a estar nominada, por Siete mesas de billar francés. Y, esta vez, sí ganó. Pocos meses después le daban, además, la Medalla de Oro de la Academia y el Premio Nacional de cine. Y en 2012 volvía a ganar otro Goya por Blancanieves.

El 28 de marzo de 2004, el escritor valenciano Manuel Vicent publicó en El País una columna que se titulaba Las olas. En ella escribía: “Si en medio de un gran temporal el navegante piensa que el mar encrespado forma un todo absoluto, el ánimo sobrecogido por la grandeza de la adversidad entregará muy pronto sus fuerzas al abismo; en cambio, si olvida que el mar es un monstruo insondable y concentra su pensamiento en la ola concreta que se acerca y dedica todo el esfuerzo 
a esquivar su zarpazo y realiza sobre él una victoria singular, llegará el momento en que el mar se calme y el barco volverá a navegar de modo placentero”.

Verdú quitó recientemente aquella columna de su nevera. Estaba ya el papel marchito y arrugado. La había visto cientos de veces. Cada vez que abría el frigorífico buscando uno de los botes de mayonesa, siempre de la marca Calvé, con la que come todo, que lleva a los viajes y que pide en los rodajes, se topaba con ella. Ola a ola. Momento a momento. Vicent la había publicado, sin saberlo, en esa etapa baja en la que Maribel Verdú había cambiado a la Maribel Verdú que los españoles habíamos conocido.

Ahora está, como dice, “en una racha estupenda. Contenta y con proyectos interesantísimos, porque los personajes que me ofrecen me siguen gustando. Vas cumpliendo años y piensas: ‘Ay, a ver qué pasa ahora…’. Pero de momento los papeles me gustan, tienen aristas, son interesantes…”.

Su representante, Trini Solano, con quien Maribel mantiene además una estrecha amistad, y que es la única persona, además de ella, que lee los guiones que le llegan, me había advertido que le cansan las entrevistas largas (aunque ella lo niega). Pero puede entenderse. Habla muchísimo. Se vuelca en cada respuesta. Parece incluso disfrutar de la charla. Ante una actriz, claro, a uno le queda la duda de si estará interpretando a un personaje, a la Maribel Verdú interrogada por un periodista. Pero sus amigos confirman que no, que no lo hace. Como dice Casado, “es bastante transparente. Lo que se ve, más o menos, es lo que hay. Esa forma de hablar… Esa excitación...”. Ella misma se define como una persona clara, nada retorcida. “¿Ha visto el personaje de la mujer de la película Perdida, de David Fincher?”, me pregunta. “¡Hooostia! Hay muchas mujeres así. Pero yo jamás podría llegar ni a subir el primer escalón de eso”.

—Bueno, eso tendría que contrastarlo con su marido, ¿no?—No, no, en serio. Es imposible discutir conmigo. A mí lo que más me gusta del mundo y lo que me gustaría que recordasen de mí el día que falte es el buen ambiente que creo, el buen rollo, las risas, la buena disposición. No soporto ir a un rodaje en el que haya tensión o discusiones o en el que el director grite. Porque me pongo a llorar en una esquina o me voy a casa. Y lo he hecho: me he ido a mi casa o al hotel.

La actriz Carmen Ruiz ha trabajado en dos películas con ella, Gente de mala calidad (Juan Cavestany, 2008) y Fin (Jorge Torregrossa, 2012). En sendos rodajes trabaron una amistad, como la define, “impresionante, de una química brutal”. Para Maribel el cine es su casa y sus mejores amigos forman parte de la industria. Son su familia. Como Carmen, que no duda en aprovechar uno de los descansos de la obra de teatro que prepara en Madrid para hablar de su amiga Maribel. Sobre todo, de la actriz. “Es una más, en el mejor de los sentidos. Con todo el equipo. Es cariñosa y generosa. Tiene una niña dentro y derrocha energía y simpatía. Todo lo que hace es de verdad. En eso hemos conectado mucho las dos. Tenemos poca intensidad por las cosas”, cuenta.

"No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más."

Maribel dice de sí misma que es “poco consciente” de quién es. “Y prefiero ser así”, añade.

—¿Cómo se logra eso?—Cariño, relativizando todo... Y sabiendo que todos vamos a acabar en el mismo lugar. Que hoy estás aquí y mañana al otro lado. Y que todo da la vuelta siempre.—¿Ha sido así siempre o ha debido aprenderlo?—Siempre.—¿Es ambiciosa?—Sólo en el terreno personal. Sólo quiero ser muy feliz en mi vida.—¿Y en el profesional no?—Sí, pero para hacer buenos papeles y trabajar con buenos directores. Y, sobre todo, repetir con los directores con los que ya lo he hecho, que es lo que más ilusión me hace. Porque eso significa mucho.—¿Con quién le gustaría rodar?—Quiero trabajar con Rodrigo García. Y por encima de todo con [Juan José] Campanella. Algún día lo haremos. Porque además somos amigos y se lo he dicho y me ha respondido que sí. Y me encantaría repetir con el gordo [Del Toro] y con Cuarón.—¿Qué papel no le ha llegado aún que le gustaría recibir?—No lo sé, porque nunca pienso en eso. Si no estás toda la vida esperando ese papel. A mí me van llegando y me voy ilusionando con los personajes.—¿Piensa en cómo serán los que le llegarán en el futuro? ¿Tiene miedo?—No. No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más.—¿De verdad?—Sí, porque si no sería aterrador... Eso decía aquella columna de Vicent.

Cambia el agua por una cerveza fría 
y enciende un cigarrillo de liar. Cae la tarde en Madrid y el calor se apacigua. Sigue hablando con el mismo énfasis. Se recuesta en la silla. Mueve los brazos. No es aquella Maribel de las marquesinas. Está delgada y lleva el pelo recogido. Pero es Maribel Verdú. Dicen sus amigos, bromeando, que a finales de los noventa empezó a “secarse”. Así definen el cambio anatómico que vivió. La Maribel voluptuosa dejó paso a una Maribel más afilada de rasgos marcados en la que esos grandes ojos oscuros que la definen y esa boca tan suya, tan de España ya, tan de una generación entera, resaltaban aún más. Fue la transformación total. Cambiaron los papeles y cambió la mujer. Incluso su estilo. La Maribel más sensual se escoró hacia el lado contrario. José Juan y Paco, sus amigos y estilistas, la ayudaron con la transformación. “No fue algo consciente ni lo pidió ella. Así es la vida. Cuando llevas mucho tiempo haciendo algo, sin darte cuenta, te vas al otro extremo”, cuenta José Juan. En Maribel se traduce en que empezó a lucir estilismos de cuellos cerrados y vestidos de manga larga. “Fue una de las primeras que los llevó”, recuerda el estilista. “Pero es que vestirla es muy fácil: sus ojos y su sonrisa son sus grandes atractivos”. Ahora quieren volver a darle una vuelta de tuerca al personaje. Abrirla. Hacerle que insinúe más. Que deje atrás esos cuellos caja y vuelva a lucir escote. “Ella al principio no quería. Pero le estamos insistiendo en que enseñe un poco porque está muy bien”, añade.

Ahí, eso sí, se topan con la otra Maribel, la más personal. La mujer que no soporta que le pregunten en las entrevistas por qué no ha querido ser madre. La “bomba sexual” de los viejos titulares que madura y ahora se obsesiona con que sus brazos ya no están tan firmes, o con que su rostro tiene alguna arruga o sus piernas no son como las de otras mujeres que ve en las revistas… Hasta que alguien, como Paco, ante tanta pega, ante la retahíla de quejas, la frena y le suelta: “Llevas razón, Maribel, estás horrible, quédate en casa encerrada y no salgas”. Y ella, entonces, ríe. Y, por supuesto les hace caso. Y se empieza a vestir de nuevo con prendas más sugerentes. Lo quiera o no, lo oculte o no, Maribel Verdú forma parte, como lo define su amigo Jorge Sanz, “de la memoria sentimental de toda una generación”. Más aún, añade, “porque tal y como está madurando, hace que siga siendo ese referente sexual”.

La actriz me confiesa hoy que desde hace unos años se siente “profundamente querida y considerada”. Una fórmula complicada de lograr porque, dice, “si te muestras muy cercana se te ve como de la casa y entonces es difícil ser considerada”. Como reconoce también, no fue así siempre. Aunque afirma que las críticas nunca le han afectado en exceso, recuerda aún las malas, “sobre todo al comienzo de mi carrera, cuando decían: ‘Ya está aquí la tetona otra vez mostrándolo todo…’”.

Pero, sobre todo, se acuerda de una de ellas: fue la que hizo el célebre crítico teatral Eduardo Haro Tecglen en el verano de 1989, cuando Maribel aún no había cumplido los 19. Ella representaba con el popular y televisivo actor Antonio Resines (hoy presidente de la Academia del Cine) el Miles gloriosus, de Plauto, dirigidos por Alonso de Santos. Teatro puro y clásico. Al día siguiente, el crítico destripaba la obra. “Antonio Resines no sabe hacer teatro”, escribía en El País. “Maribel Verdú no existe”, sentenciaba. Pero no. Una escena esconde a veces otras ocultas. Y ahí se equivocó el crítico. Maribel Verdú sí existe. Siempre lo ha hecho.

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Maribel Verdú fue la musa y fantasía sexual de toda una generación en España cuando apenas era una adolescente. Se convirtió en una actriz honesta y versátil gracias a dos mexicanos: Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro.

Hay escenas que parecen eso, una escena, pero que esconden muchas más.

En ésta, Julio (Gael García Bernal) y Tenoch (Diego Luna) beben cerveza y tequila en una palapa de Boca del Cielo (Roca Blanca, Puerto Escondido, en realidad) mientras se confiesan pecados sexuales. Luisa (Maribel Verdú) los mira y ríe. Los tres brindan. Luisa se levanta de la mesa y se dirige al jukebox. Desde el otro lado de la palapa, frente a una mesa de bebedores silenciosos, en el calor de la noche oaxaqueña, con el Pacífico llamando a la puerta, les pide a sus colegas de farra un número y una letra. Enseguida canta Marco Antonio Solís:“Te extraño más que nunca y no sé qué hacer/despierto y de recuerdo mal amanecer/espera otro día por vivir sin ti/el espejo no miente, me veo tan diferente/me haces falta tú”.

Los tres bailan. Luisa entre ambos. Pegados y restregándose hasta formar un solo cuerpo.

Es un plano secuencia, sin cortes, de siete minutos de duración. La escena que conduce al clímax final, al desenlace total, el trío sexual en una cabaña de madera, de Y tú mamá también, la película de Alfonso Cuarón que en el verano de 2001 rompió los récords de recaudación del cine mexicano y que calentó el otoño en todos los cines del mundo.

Pero la escena esconde mucho más.

Los dos días previos al rodaje Cuarón llevó a sus actores y a su equipo técnico a la misma palapa. Pidieron chelas y tequila. Bebieron. Rieron. Se emborracharon y bailaron. Improvisaban. Decían lo que les venía en gana. Al final de la segunda noche, el director les anunció que ya estaban preparados. Al día siguiente rodarían la escena. Sin alcohol. Deberían recuperar entonces las sensaciones que habían tenido esas dos noches de juerga. Recordar cada detalle para repetirlo. Cuando anunció acción, los tres lo hicieron: revivieron la víspera.

“Aquello fue lo más mágico que me ha pasado. Ahí ves lo listo que es Alfonso. Nos acordábamos de las cosas que habían pasado las noches anteriores. Si no, nunca se nos hubieran ocurrido. Fue maravilloso”. Maribel Verdú abre los brazos como si aún bailara junto al jukebox. No estamos en ese rincón paradisiaco de Oaxaca abierto al océano, sino bajo el calor seco y asfáltico del verano de Madrid, en una terraza frente al parque del Retiro, junto a su casa, en su cafetería de cabecera, donde saluda cariñosamente al camarero y pide una copa enorme de agua con hielo y una raja de limón. Se acaba de quitar las grandes gafas de sol de pasta tras las que había llegado parapetada. Viste un ligero vestido negro de gasa, por encima de las rodillas. Apenas luce maquillaje. Un toque de rímel, reciente, porque después se marchará a la carrera a una cena con amigos argentinos. “Esa noche yo estaba exultante, porque además llegaba Pedro [Larrañaga, su marido] a verme”, recuerda.

Cuarón fue quien le descubrió México. Hoy dice que es el país que más le gusta del mundo. “No puedes morirte sin ir. Es tan… ¡tan bestia todo!”, lo resume. “Siempre lo digo: allí todo es más grande. Las cucharas, los tenedores, los globos de una fiesta de cumpleaños… Todo es a lo bestia”.

Pero la escena escondía aún más.

En México, Maribel Verdú no sólo conoció un país al que ha vuelto repetidamente, por trabajo o, como dice, para “perderme por ahí”. La última vez, el año pasado, cuando entregó uno de los premios Fénix, que celebran ahora en noviembre su segunda edición y de los que se ha convertido en gran impulsora. Como dice: “El futuro de nuestro cine pasa por las coproducciones entre países latinos y por ampliar el público potencial al de los hispanohablantes del mundo entero. La unión hace la fuerza. Proyectos como los Fénix lo demuestran”. Pero en México, sobre todo, es donde Maribel Verdú cambió a Maribel Verdú.

“Esa escena en la que Maribel baila con Luna y García Bernal… ¡Ésa es ella! Ésa es Maribel: una chica con un vestido negro de tirantes, sin ninguna joya, sin maquillaje, con un poco de tequila, con otro poco de mar”. Me lo cuenta José Juan Rodríguez, que forma junto a Paco Casado una de las parejas de estilistas más conocidas de España. Ambos me reciben en su recoleto ático de la Colonia Retiro, un pequeño oasis de casas bajas y arbolitos en el centro de Madrid cerca de la zona donde vive Maribel. Además de sus estilistas personales, a quienes recurre para las sesiones de fotos (como la de esta portada) o para vestirse para una gala, Rodríguez y Casado son amigos de la actriz desde que se conocieron en 1991. Frente a su largo escritorio de madera clara, donde reposan los retratos de los próximos personajes a los que deben vestir para una revista, y sendos paquetes de los Marlboro rojos que fuman escalonadamente, ambos recuerdan cómo cambió a Maribel aquel rodaje. “Cuando regresó a España volvió guapa, sin maquillaje, con algo que nos volvía locos. Estaba salvaje. Le vino muy bien México. Y estar con gente como Cuarón o Diego y Gael. Aquello la acanalló mucho. Ella necesita tener gente al lado un poco canalla, que le haga beberse dos tequilas y salirse un poco de las normas”, me confiesan ambos. Entre aquellas botellas que bajaban raudas en la palapa oaxaqueña, Maribel se acanalló, como cuentan sus amigos. Dicen que cambió. Pero, sobre todo, lo hizo la actriz.

“Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”.

Maribel Verdú nació en Madrid en 1970. Hija de Gregorio, un vendedor de coches, y de María Isabel (Maribel, como ella), ama de casa. Cinco años después nacerían sus hermanas, gemelas. Creció primero en el extrarradio de Madrid, en la ciudad dormitorio de Alcorcón, al oeste. Pero pronto se trasladó a vivir con sus abuelos al céntrico barrio de Argüelles, zona habitual de estudiantes por su proximidad con la universidad. Allí acudía a un colegio de monjas.

Nadie en su familia era actor ni lo había sido. La mayoría, salvo sus padres, fueron profesores de universidad. Casi todos de letras. Maribel no sabía entonces lo que era ser actriz, pero sí que le gustaba disfrazarse y encerrarse en su habitación para leer en voz alta. “Qué novelera eres”, le decía su abuela. Se creía la protagonista de los cuentos que leía, y de los cojines del dormitorio resultaban el público y la crítica perfectos: nunca se quejaron. Cuando Maribel tenía trece años, una tía suya vio un anuncio de una agencia de modelos que buscaba nuevas caras infantiles. Su madre la apuntó. Enseguida empezó a hacer campañas para marcas de lana, para McDonald’s o para superficies comerciales. Tres años después, debutó en la televisión y en el cine. Entonces, aquella adolescente que nunca había actuado, y a la que nadie enseñó a actuar jamás, se convirtió en actriz. “Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”, me cuenta Maribel hoy. Habla como un torbellino. Prácticamente no hace falta preguntarle. Enlaza recuerdos y películas mientras gesticula. Coge la grabadora que he colocado frente a ella y la aleja. Se la acerco de nuevo y vuelve alejarla. Parece un duelo encubierto. Después me toca el brazo con la punta de los dedos para remarcar algo y los aparta rápido, como si se quemara. “Yo no he ido nunca a una escuela de actores. Pero siempre me ha gustado el cine, el teatro y, sobre todo, la literatura”, añade.

“Con 16 años eres un idiota integral. Y más en este oficio cuando te llega la fama”, me suelta, al otro lado del teléfono, Jorge Sanz. Él, además de uno de los actores más populares en España, es, como se considera, un hermano de Maribel. Un año mayor que ella, ambos empezaron en el cine a la vez, rodando tres películas juntos en aquellos primeros años y repitiendo después en tres ocasiones más. “Pero Maribel ha madurado muy inteligentemente. No como yo. Y en lo que no ha cambiado nada es que sigue siendo la misma actriz eficaz que hace todo parecer fácil. Y en eso ya era igual con 15 años”.

—¿Recuerda cómo besaba ella entonces?—Pues igual que yo. Igual de mal, quiero decir.

Sólo diez años después de que su tía hubiera visto aquel anuncio, Maribel ya había rodado 25 películas. También había crecido. La niña de los anuncios se convirtió primero en una adolescente y después en una joven impactante. Morena de densos rizos largos, curvilínea, exuberante. Un volcán. Además, no tenía problemas para desnudarse en pantalla. Ni para protagonizar escenas de sexo, con mejor o peor encaje en el guión, según el director. Memorables fueron las de Huevos de oro (Bigas Luna, 1993) con Javier Bardem.

Las revistas comenzaron a etiquetarla como la más deseada en España, como una bomba sexual, como un mito para los hombres y un montón de frases hechas similares más. Era el mundo antes de Internet. El morbo estaba en las páginas de las revistas donde las actrices posaban sugerentes, en los VHS o en la imaginación. En primavera de 1996 sus fotos para un anuncio de lencería adornaban las marquesinas de las paradas de autobuses de Madrid. Había hombres entonces que confesaban en artículos en el periódico que perdían el autobús por mirar a aquella Maribel de braguitas y sostén blanco que se insinuaba al otro lado del cristal. Pero el impacto fue incluso mayor. Durante la noche, los cristales eran apedreados y los pósters desaparecían. A la mañana siguiente volvían a colocarse. Hasta que el ayuntamiento y la firma que la había contratado decidieron que no podían permitirse más destrozos y cambiaron de campaña. Entre quienes apedrearon aquellas marquesinas estaba Sanz, su amigo y compañero. Aun hoy, 20 años después, presume de haber sido, junto a los cineastas David Trueba y Luis Alegre, quien arrojó la primera piedra, el precursor de aquel “fenómeno viral” previo a Internet y a las redes sociales. “Ahí fue cuando Maribel se convirtió en un mito sexual. Y ella tomó conciencia de ello”, recuerda el actor.

La llamada ese mismo año del director Ricardo Franco (fallecido en 1998) para hacer La buena estrella inició el cambio que se confirmaría definitivamente en aquella playa de Oaxaca. Maribel interpretaba a Marina, una prostituta tuerta. Fue nominada por tercera vez al premio Goya de la Academia de Cine española. No se lo dieron. Pero su perfil público empezó a cambiar. Las firmas de moda que hasta entonces no querían dejar sus vestidos a la actriz para las galas comenzaron a ofrecerle sus diseños. También apareció en su vida Pedro Larrañaga, productor teatral y miembro de una de las sagas de actores más conocidas de España. Se casaron en 1999 y hoy forman una de las parejas más sólidas del tambaleante mundo sentimental del cine. De hecho, cuando le pregunto a la actriz quién es para ella un héroe en la vida real responde, sin dudar, que su marido. “Me ha ayudado mucho a ser como soy. Es un tío con una cabeza maravillosa. Llevo 16 años con él y me sigue fascinando”, confiesa.

Palacio de Bellas Artes. 21 de marzo de 2007. Por los altavoces llega el anuncio: “La señora Maribel Verdú”. La actriz sube al escenario. Vestido negro con escote palabra de honor y abultados volantes en la falda. Lleva el pelo recogido. Llora. Se tapa la boca con la mano. Balbucea e intenta dar las gracias. Acaba de ganar el premio Ariel como mejor actriz por El laberinto del fauno. Se lo agradece a Cuarón, “sin el cual no hubiese tenido la oportunidad de conocer este país que me brinda satisfacciones una detrás de otra”. Y al director, Guillermo del Toro, “mi gordo maravilloso que cada vez está más flaco”, como le llama. Termina con un “¡viva México!” acelerado, aflautado, ahogado, mientras levanta la estatuilla de ese hombre marcial, desnudo y altivo que es el Ariel.

Pero la escena esconde algo más.

La llamada de Del Toro resultó crucial para la actriz. Y tú mamá también fue un éxito, nominación a mejor guión original en los Oscar incluida. A Maribel le da fama internacional. Pero tras aquel rodaje el cambio que quiere no termina de producirse. La nueva Maribel no encuentra los papeles que necesita. No recibe los guiones que espera. Enlaza entonces algunos proyectos menores y mientras tanto se desespera. Para matar el tiempo hace petit point y colorea mandalas, esas formas geométricas indias que representan el universo y son herramientas para la concentración y la meditación. Completa hasta dos al día. Le puede la ansiedad interior, querer acabar algo según se empieza. Ése es, como cuentan quienes la conocen bien, uno de los rasgos de su carácter. Si le gusta una serie de televisión, se traga media temporada del tirón una noche. Si necesita aprender inglés, se zambulle en intensas clases particulares y desconecta de todo.

Así sucedió cuando Francis Ford 
Coppola la llamó en 2008 para rodar 
Tetro. La española llegó a aprender más inglés del que el director necesitaba para su personaje. Cuando terminó el rodaje, se olvidó del idioma, lo dejó aparcado. “Para todo es muy impulsiva. Cualquier exceso sabemos que tiene una fecha de caducidad, y que después se pasará al lado contrario”, lo resume Rodríguez. Maribel quería entonces, sobre todo, que pasara el tiempo. Y que lo hiciera rápido.

Sin embargo, durante ese tiempo a su buzón siguen llegando ofertas. Tras rodar con Cuarón los grandes estudios de Hollywood se fijan en ella y la tantean. “Eran películas como de tía en plan maciza, de guerrera con espada. Pero yo no quería meterme en ese mundo. A veces he pensado que fui tonta, porque hubiera ganado mucha pasta y a lo mejor eso me hubiera permitido producir aquí alguna película. Pero ya había tenido que hacer muchas cintas en otros momentos de mi vida, cuando empezaba, porque no me quedaba otro remedio. Así que tras rodar Y tu mamá… decidí que quería hacer sólo aquello que de verdad me gustara y me diera prestigio”, cuenta la actriz.

—¿Cómo tuvo tan claro que quería rechazar las ofertas de Hollywood?—No lo sé. Aunque fue clarísimo. Y eso que aquí, sin embargo, no me ofrecían nada interesante, sólo bodrios. Pero sabía que no podía hacer cualquier cosa. La espera fue guay, porque después hice El laberinto del fauno. ¡Y desde ahí ya no he vuelto a dar un beso con lengua en la pantalla! Curiosamente, no me han ofrecido ningún guión sexual más. De hecho, a veces pienso: “Joder, tampoco es eso, ¿no?”.

Verdú ríe abiertamente mientras despliega esa boca tan suya, amplia como una vela y de grandes dientes perfectamente alineados. Habla con una naturalidad poco habitual. Repite “tío” con frecuencia, para aludir al periodista, o como coletilla, y el adjetivo “bestial”. Y sonríe. Incluso cuando recuerda aquella etapa de sequía en la que sufría porque no terminaba de consolidarse el cambio en su carrera. Hasta que llamó Del Toro. Hasta que interpretó a Mercedes, una criada al servicio de un despiadado capitán falangista en la Guerra Civil española. Hasta que le dieron el Ariel. “Yo no me lo podía creer. Estaba acostumbrada a perder. Nunca me habían dado premios. Y entonces dijeron mi nombre… Aún recuerdo que en mi butaca en el Palacio tenía al lado a Guillermo, delante a Cuarón y detrás a Iñárritu”.

—Ya sólo le falta entonces que le llame Iñárritu…—No, ya lo hizo… Pero no pude trabajar con él por un problema de calendario.

Y sonríe.

El laberinto… del director mexicano fue la confirmación que Maribel necesitaba de que no se había equivocado. “Me encontré a una Maribel muy dolida. Cuando le ofrecí el papel me preguntó si lo hacía de verdad o si estaba valorando a otras actrices. Le dije que sí, que la quería a ella”, me cuenta Del Toro. “Y me respondió muy conmovida que a ella nunca le ofrecían papeles así”. El cineasta ha parado la agenda de promoción de su nueva película, Crimson Peak, para hablar de Maribel, la actriz que, según me confiesa “es una presencia única en el cine mundial”. La había conocido cuando rodó Y tu mamá…, pero se había quedado prendado de ella con Amantes, de Vicente Aranda, diez años antes. El mexicano no vio el cuerpo y el deseo, sino “la vulnerabilidad” que también mostraba la actriz. Con Y tu mamá… lo confirmó: le gustaba la Maribel de las escenas más calladas, la fuerza interna que se le intuía.

Cuando la fichó, algunas personas en España, como el productor Andrés Vicente Gómez, criticaron su decisión. Le dijeron que se equivocaba, que Maribel pasaba una mala racha y que le perjudicaría en la taquilla. “Pero no me importaba absolutamente nada. Mi intuición me decía que era perfecta”, afirma orgulloso.

Durante aquel rodaje el director no sólo le aconsejó a la española, una devora-libros-empedernida, novelas de su adorado Charles Dickens. También le recomendó que escogiera películas diferentes, proyectos que no se hubieran hecho antes. Que buscara, como me lo explica, “las películas que la necesitaban a ella, y no las que ella necesitaba. Proyectos huérfanos, que nadie quisiera hacer, pero que con ella se potenciaran”. Maribel tomó nota de todo. De los libros de Dickens, para combinarlos con la novela rusa del siglo XIX que tanto le gusta, y del consejo sobre el cine que debía rodar.

Desde entonces ha hecho 16 películas más. La filmografía de Verdú es tan extensa que ella misma reconoce haber olvidado algunos de sus trabajos. Desde entonces ha rodado en España tres películas con la directora Gracia Querejeta (Siete mesas de billar francés, 15 años y un día y Felices 140) y planea hacer una cuarta. También con afamados directores como Gonzalo Suárez (Oviedo express) o José Luis Cuerda (Los girasoles ciegos). Ha trabajado de nuevo en México (La zona, del uruguayo Rodrigo Plá, “un ser acojonante”, como lo define ella). Y en Argentina, donde acaba de hacer Sin hijos, una comedia de Ariel Winograd; donde se filmó Tetro, la primera película que Coppola escribía después de 40 años y donde este otoño rueda —en península Valdés— El faro de las orcas, con Gastón Pauls, la historia real de Beto, un hombre que ha conseguido establecer amistad con las ballenas. En 2012 estrenó, además, Blancanieves, el éxito del año, del director Pablo Berger. Cine mudo y en blanco y negro en el que el cuento de Blancanieves se convierte en una historia de madrastra, plazas de toros y enanos toreros. El proyecto que mejor ha cumplido el consejo de Del Toro.

“Aún recuerdo el día que le presenté el guión a Maribel. Habíamos quedado al mediodía en una cafetería cerca del Retiro. Yo fui un poco antes y me senté mirando hacia la puerta. Cuando apareció sentí que entraba a cámara lenta y que un foco la seguía. Fue la primera vez que la vi en persona y pensé que era una aparición. Un flechazo absoluto. Desde entonces continúa la magia”, recuerda Berger. Armado con un ventilador para combatir el calor de la capital española, el director prepara ya su nueva película, que Verdú protagonizará y que espera rodar el próximo año. Ya la conoce. Ha preparado el guión (aunque pide no desvelar aún nada del proyecto) pensando en ella. Y sabe que mientras no haya que madrugar para rodar, trabajar con la madrileña volverá a resultar fácil. “Es una mujer de acción. Quiere hacer. Quiere probar. Le gusta trabajar desde el placer, desde la diversión. Se toma el rodaje como un juego”, me explica. “Para un director es muy sencillo trabajar con ella porque entiende la maquinaria. Sabe cómo funciona un rodaje mejor que yo y lo que necesita cada técnico. E intenta ayudar a todos”.

Desde aquella fábula que era el fauno a Maribel también le ha acompañado la crítica. Incluso cuando las películas no resultaban tan buenas como se esperaba. “Lo único que encuentro salvable en este penoso naufragio es la interpretación de Maribel Verdú, alguien que trasmite vida y autenticidad en medio de tanta impostura, de situaciones forzadas y personajes huecos”, escribió el crítico del diario El País, Carlos Boyero, sobre Tetro. En una de las primeras escenas de aquella película, los dos personajes principales que interpretan Vincent Gallo y Alden Ehrenreich hablan de Maribel. “¿A que se parece a Ava Gardner?”, le pregunta uno al otro. “Pero no, no se parece a Ava, ella sólo me recuerda a Maribel. Es única. Y tiene esa belleza… ¿Cómo puedo decirlo…? Bueno, ¡es que es mi tipo de mujer!”, me confiesa, por correo electrónico, el propio Coppola. Que un director de su fama se preste enseguida a participar en un perfil sobre la actriz, a pesar de las duras críticas que recibió su obra, resulta revelador. “A ella le gusta disfrutar de la vida. Y además logra que sea contagioso. Siempre está dispuesta a ayudar y ansiosa por hacer algo maravilloso. Trabajamos muy duro y muy juntos todos. Hubo muchos retos y complicaciones. Pero Maribel nunca fue uno de ellos”, añade el cineasta.

Y también, al fin, llegaron los premios. El Ariel fue el primer gran reconocimiento que recibió. Pero en España no la premiaron tampoco por El laberinto… Verdú sumó con aquella película su cuarta nominación al Goya; y la cuarta noche que se marchó de la entrega sin llevarse el busto en bronce del pintor. La primera vez fue en 1992, por Amantes, pero Maribel era aún joven. Aquella noche terminó sirviendo copas en la discoteca de moda de la capital, Oh! Madrid, uno de los clubes donde la noche post Movida madrileña bullía. La gente se acercaba a pedir una bebida y ella les atendía. A quien la reconocía ella le respondía: “Que no, qué pesados, toda la noche igual, que no soy Maribel Verdú”. Pero sí, lo era. Ni siquiera se había quitado el vestido que llevaba en la ceremonia.

Con la cuarta nominación fue diferente. Ya no era aquella Maribel en efervescencia total, que descubría la noche (y a sus habitantes) de Madrid, que enlazaba papeles unos con otros. Ya era la Maribel del cambio de Oaxaca. La Maribel del fauno. Y se cansó. A sus amigos les mascullaba entonces que debían haberla premiado ya y que no volvería a ninguna gala más. El director Fernando Trueba, que la conocía desde que vio su potencial aún como adolescente y la fichó para El año de las luces en 1986, apagó su ira. “Volverás, porque para eso estáis las actrices. Es tu papel. Fíjate en las grandes actrices de Hollywood que cada año van a los Oscar y no les dan premios”, le dijo. Un año más tarde Maribel volvía a estar nominada, por Siete mesas de billar francés. Y, esta vez, sí ganó. Pocos meses después le daban, además, la Medalla de Oro de la Academia y el Premio Nacional de cine. Y en 2012 volvía a ganar otro Goya por Blancanieves.

El 28 de marzo de 2004, el escritor valenciano Manuel Vicent publicó en El País una columna que se titulaba Las olas. En ella escribía: “Si en medio de un gran temporal el navegante piensa que el mar encrespado forma un todo absoluto, el ánimo sobrecogido por la grandeza de la adversidad entregará muy pronto sus fuerzas al abismo; en cambio, si olvida que el mar es un monstruo insondable y concentra su pensamiento en la ola concreta que se acerca y dedica todo el esfuerzo 
a esquivar su zarpazo y realiza sobre él una victoria singular, llegará el momento en que el mar se calme y el barco volverá a navegar de modo placentero”.

Verdú quitó recientemente aquella columna de su nevera. Estaba ya el papel marchito y arrugado. La había visto cientos de veces. Cada vez que abría el frigorífico buscando uno de los botes de mayonesa, siempre de la marca Calvé, con la que come todo, que lleva a los viajes y que pide en los rodajes, se topaba con ella. Ola a ola. Momento a momento. Vicent la había publicado, sin saberlo, en esa etapa baja en la que Maribel Verdú había cambiado a la Maribel Verdú que los españoles habíamos conocido.

Ahora está, como dice, “en una racha estupenda. Contenta y con proyectos interesantísimos, porque los personajes que me ofrecen me siguen gustando. Vas cumpliendo años y piensas: ‘Ay, a ver qué pasa ahora…’. Pero de momento los papeles me gustan, tienen aristas, son interesantes…”.

Su representante, Trini Solano, con quien Maribel mantiene además una estrecha amistad, y que es la única persona, además de ella, que lee los guiones que le llegan, me había advertido que le cansan las entrevistas largas (aunque ella lo niega). Pero puede entenderse. Habla muchísimo. Se vuelca en cada respuesta. Parece incluso disfrutar de la charla. Ante una actriz, claro, a uno le queda la duda de si estará interpretando a un personaje, a la Maribel Verdú interrogada por un periodista. Pero sus amigos confirman que no, que no lo hace. Como dice Casado, “es bastante transparente. Lo que se ve, más o menos, es lo que hay. Esa forma de hablar… Esa excitación...”. Ella misma se define como una persona clara, nada retorcida. “¿Ha visto el personaje de la mujer de la película Perdida, de David Fincher?”, me pregunta. “¡Hooostia! Hay muchas mujeres así. Pero yo jamás podría llegar ni a subir el primer escalón de eso”.

—Bueno, eso tendría que contrastarlo con su marido, ¿no?—No, no, en serio. Es imposible discutir conmigo. A mí lo que más me gusta del mundo y lo que me gustaría que recordasen de mí el día que falte es el buen ambiente que creo, el buen rollo, las risas, la buena disposición. No soporto ir a un rodaje en el que haya tensión o discusiones o en el que el director grite. Porque me pongo a llorar en una esquina o me voy a casa. Y lo he hecho: me he ido a mi casa o al hotel.

La actriz Carmen Ruiz ha trabajado en dos películas con ella, Gente de mala calidad (Juan Cavestany, 2008) y Fin (Jorge Torregrossa, 2012). En sendos rodajes trabaron una amistad, como la define, “impresionante, de una química brutal”. Para Maribel el cine es su casa y sus mejores amigos forman parte de la industria. Son su familia. Como Carmen, que no duda en aprovechar uno de los descansos de la obra de teatro que prepara en Madrid para hablar de su amiga Maribel. Sobre todo, de la actriz. “Es una más, en el mejor de los sentidos. Con todo el equipo. Es cariñosa y generosa. Tiene una niña dentro y derrocha energía y simpatía. Todo lo que hace es de verdad. En eso hemos conectado mucho las dos. Tenemos poca intensidad por las cosas”, cuenta.

"No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más."

Maribel dice de sí misma que es “poco consciente” de quién es. “Y prefiero ser así”, añade.

—¿Cómo se logra eso?—Cariño, relativizando todo... Y sabiendo que todos vamos a acabar en el mismo lugar. Que hoy estás aquí y mañana al otro lado. Y que todo da la vuelta siempre.—¿Ha sido así siempre o ha debido aprenderlo?—Siempre.—¿Es ambiciosa?—Sólo en el terreno personal. Sólo quiero ser muy feliz en mi vida.—¿Y en el profesional no?—Sí, pero para hacer buenos papeles y trabajar con buenos directores. Y, sobre todo, repetir con los directores con los que ya lo he hecho, que es lo que más ilusión me hace. Porque eso significa mucho.—¿Con quién le gustaría rodar?—Quiero trabajar con Rodrigo García. Y por encima de todo con [Juan José] Campanella. Algún día lo haremos. Porque además somos amigos y se lo he dicho y me ha respondido que sí. Y me encantaría repetir con el gordo [Del Toro] y con Cuarón.—¿Qué papel no le ha llegado aún que le gustaría recibir?—No lo sé, porque nunca pienso en eso. Si no estás toda la vida esperando ese papel. A mí me van llegando y me voy ilusionando con los personajes.—¿Piensa en cómo serán los que le llegarán en el futuro? ¿Tiene miedo?—No. No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más.—¿De verdad?—Sí, porque si no sería aterrador... Eso decía aquella columna de Vicent.

Cambia el agua por una cerveza fría 
y enciende un cigarrillo de liar. Cae la tarde en Madrid y el calor se apacigua. Sigue hablando con el mismo énfasis. Se recuesta en la silla. Mueve los brazos. No es aquella Maribel de las marquesinas. Está delgada y lleva el pelo recogido. Pero es Maribel Verdú. Dicen sus amigos, bromeando, que a finales de los noventa empezó a “secarse”. Así definen el cambio anatómico que vivió. La Maribel voluptuosa dejó paso a una Maribel más afilada de rasgos marcados en la que esos grandes ojos oscuros que la definen y esa boca tan suya, tan de España ya, tan de una generación entera, resaltaban aún más. Fue la transformación total. Cambiaron los papeles y cambió la mujer. Incluso su estilo. La Maribel más sensual se escoró hacia el lado contrario. José Juan y Paco, sus amigos y estilistas, la ayudaron con la transformación. “No fue algo consciente ni lo pidió ella. Así es la vida. Cuando llevas mucho tiempo haciendo algo, sin darte cuenta, te vas al otro extremo”, cuenta José Juan. En Maribel se traduce en que empezó a lucir estilismos de cuellos cerrados y vestidos de manga larga. “Fue una de las primeras que los llevó”, recuerda el estilista. “Pero es que vestirla es muy fácil: sus ojos y su sonrisa son sus grandes atractivos”. Ahora quieren volver a darle una vuelta de tuerca al personaje. Abrirla. Hacerle que insinúe más. Que deje atrás esos cuellos caja y vuelva a lucir escote. “Ella al principio no quería. Pero le estamos insistiendo en que enseñe un poco porque está muy bien”, añade.

Ahí, eso sí, se topan con la otra Maribel, la más personal. La mujer que no soporta que le pregunten en las entrevistas por qué no ha querido ser madre. La “bomba sexual” de los viejos titulares que madura y ahora se obsesiona con que sus brazos ya no están tan firmes, o con que su rostro tiene alguna arruga o sus piernas no son como las de otras mujeres que ve en las revistas… Hasta que alguien, como Paco, ante tanta pega, ante la retahíla de quejas, la frena y le suelta: “Llevas razón, Maribel, estás horrible, quédate en casa encerrada y no salgas”. Y ella, entonces, ríe. Y, por supuesto les hace caso. Y se empieza a vestir de nuevo con prendas más sugerentes. Lo quiera o no, lo oculte o no, Maribel Verdú forma parte, como lo define su amigo Jorge Sanz, “de la memoria sentimental de toda una generación”. Más aún, añade, “porque tal y como está madurando, hace que siga siendo ese referente sexual”.

La actriz me confiesa hoy que desde hace unos años se siente “profundamente querida y considerada”. Una fórmula complicada de lograr porque, dice, “si te muestras muy cercana se te ve como de la casa y entonces es difícil ser considerada”. Como reconoce también, no fue así siempre. Aunque afirma que las críticas nunca le han afectado en exceso, recuerda aún las malas, “sobre todo al comienzo de mi carrera, cuando decían: ‘Ya está aquí la tetona otra vez mostrándolo todo…’”.

Pero, sobre todo, se acuerda de una de ellas: fue la que hizo el célebre crítico teatral Eduardo Haro Tecglen en el verano de 1989, cuando Maribel aún no había cumplido los 19. Ella representaba con el popular y televisivo actor Antonio Resines (hoy presidente de la Academia del Cine) el Miles gloriosus, de Plauto, dirigidos por Alonso de Santos. Teatro puro y clásico. Al día siguiente, el crítico destripaba la obra. “Antonio Resines no sabe hacer teatro”, escribía en El País. “Maribel Verdú no existe”, sentenciaba. Pero no. Una escena esconde a veces otras ocultas. Y ahí se equivocó el crítico. Maribel Verdú sí existe. Siempre lo ha hecho.

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Las escenas ocultas de Maribel

Las escenas ocultas de Maribel

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Maribel Verdú fue la musa y fantasía sexual de toda una generación en España cuando apenas era una adolescente. Se convirtió en una actriz honesta y versátil gracias a dos mexicanos: Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro.

Hay escenas que parecen eso, una escena, pero que esconden muchas más.

En ésta, Julio (Gael García Bernal) y Tenoch (Diego Luna) beben cerveza y tequila en una palapa de Boca del Cielo (Roca Blanca, Puerto Escondido, en realidad) mientras se confiesan pecados sexuales. Luisa (Maribel Verdú) los mira y ríe. Los tres brindan. Luisa se levanta de la mesa y se dirige al jukebox. Desde el otro lado de la palapa, frente a una mesa de bebedores silenciosos, en el calor de la noche oaxaqueña, con el Pacífico llamando a la puerta, les pide a sus colegas de farra un número y una letra. Enseguida canta Marco Antonio Solís:“Te extraño más que nunca y no sé qué hacer/despierto y de recuerdo mal amanecer/espera otro día por vivir sin ti/el espejo no miente, me veo tan diferente/me haces falta tú”.

Los tres bailan. Luisa entre ambos. Pegados y restregándose hasta formar un solo cuerpo.

Es un plano secuencia, sin cortes, de siete minutos de duración. La escena que conduce al clímax final, al desenlace total, el trío sexual en una cabaña de madera, de Y tú mamá también, la película de Alfonso Cuarón que en el verano de 2001 rompió los récords de recaudación del cine mexicano y que calentó el otoño en todos los cines del mundo.

Pero la escena esconde mucho más.

Los dos días previos al rodaje Cuarón llevó a sus actores y a su equipo técnico a la misma palapa. Pidieron chelas y tequila. Bebieron. Rieron. Se emborracharon y bailaron. Improvisaban. Decían lo que les venía en gana. Al final de la segunda noche, el director les anunció que ya estaban preparados. Al día siguiente rodarían la escena. Sin alcohol. Deberían recuperar entonces las sensaciones que habían tenido esas dos noches de juerga. Recordar cada detalle para repetirlo. Cuando anunció acción, los tres lo hicieron: revivieron la víspera.

“Aquello fue lo más mágico que me ha pasado. Ahí ves lo listo que es Alfonso. Nos acordábamos de las cosas que habían pasado las noches anteriores. Si no, nunca se nos hubieran ocurrido. Fue maravilloso”. Maribel Verdú abre los brazos como si aún bailara junto al jukebox. No estamos en ese rincón paradisiaco de Oaxaca abierto al océano, sino bajo el calor seco y asfáltico del verano de Madrid, en una terraza frente al parque del Retiro, junto a su casa, en su cafetería de cabecera, donde saluda cariñosamente al camarero y pide una copa enorme de agua con hielo y una raja de limón. Se acaba de quitar las grandes gafas de sol de pasta tras las que había llegado parapetada. Viste un ligero vestido negro de gasa, por encima de las rodillas. Apenas luce maquillaje. Un toque de rímel, reciente, porque después se marchará a la carrera a una cena con amigos argentinos. “Esa noche yo estaba exultante, porque además llegaba Pedro [Larrañaga, su marido] a verme”, recuerda.

Cuarón fue quien le descubrió México. Hoy dice que es el país que más le gusta del mundo. “No puedes morirte sin ir. Es tan… ¡tan bestia todo!”, lo resume. “Siempre lo digo: allí todo es más grande. Las cucharas, los tenedores, los globos de una fiesta de cumpleaños… Todo es a lo bestia”.

Pero la escena escondía aún más.

En México, Maribel Verdú no sólo conoció un país al que ha vuelto repetidamente, por trabajo o, como dice, para “perderme por ahí”. La última vez, el año pasado, cuando entregó uno de los premios Fénix, que celebran ahora en noviembre su segunda edición y de los que se ha convertido en gran impulsora. Como dice: “El futuro de nuestro cine pasa por las coproducciones entre países latinos y por ampliar el público potencial al de los hispanohablantes del mundo entero. La unión hace la fuerza. Proyectos como los Fénix lo demuestran”. Pero en México, sobre todo, es donde Maribel Verdú cambió a Maribel Verdú.

“Esa escena en la que Maribel baila con Luna y García Bernal… ¡Ésa es ella! Ésa es Maribel: una chica con un vestido negro de tirantes, sin ninguna joya, sin maquillaje, con un poco de tequila, con otro poco de mar”. Me lo cuenta José Juan Rodríguez, que forma junto a Paco Casado una de las parejas de estilistas más conocidas de España. Ambos me reciben en su recoleto ático de la Colonia Retiro, un pequeño oasis de casas bajas y arbolitos en el centro de Madrid cerca de la zona donde vive Maribel. Además de sus estilistas personales, a quienes recurre para las sesiones de fotos (como la de esta portada) o para vestirse para una gala, Rodríguez y Casado son amigos de la actriz desde que se conocieron en 1991. Frente a su largo escritorio de madera clara, donde reposan los retratos de los próximos personajes a los que deben vestir para una revista, y sendos paquetes de los Marlboro rojos que fuman escalonadamente, ambos recuerdan cómo cambió a Maribel aquel rodaje. “Cuando regresó a España volvió guapa, sin maquillaje, con algo que nos volvía locos. Estaba salvaje. Le vino muy bien México. Y estar con gente como Cuarón o Diego y Gael. Aquello la acanalló mucho. Ella necesita tener gente al lado un poco canalla, que le haga beberse dos tequilas y salirse un poco de las normas”, me confiesan ambos. Entre aquellas botellas que bajaban raudas en la palapa oaxaqueña, Maribel se acanalló, como cuentan sus amigos. Dicen que cambió. Pero, sobre todo, lo hizo la actriz.

“Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”.

Maribel Verdú nació en Madrid en 1970. Hija de Gregorio, un vendedor de coches, y de María Isabel (Maribel, como ella), ama de casa. Cinco años después nacerían sus hermanas, gemelas. Creció primero en el extrarradio de Madrid, en la ciudad dormitorio de Alcorcón, al oeste. Pero pronto se trasladó a vivir con sus abuelos al céntrico barrio de Argüelles, zona habitual de estudiantes por su proximidad con la universidad. Allí acudía a un colegio de monjas.

Nadie en su familia era actor ni lo había sido. La mayoría, salvo sus padres, fueron profesores de universidad. Casi todos de letras. Maribel no sabía entonces lo que era ser actriz, pero sí que le gustaba disfrazarse y encerrarse en su habitación para leer en voz alta. “Qué novelera eres”, le decía su abuela. Se creía la protagonista de los cuentos que leía, y de los cojines del dormitorio resultaban el público y la crítica perfectos: nunca se quejaron. Cuando Maribel tenía trece años, una tía suya vio un anuncio de una agencia de modelos que buscaba nuevas caras infantiles. Su madre la apuntó. Enseguida empezó a hacer campañas para marcas de lana, para McDonald’s o para superficies comerciales. Tres años después, debutó en la televisión y en el cine. Entonces, aquella adolescente que nunca había actuado, y a la que nadie enseñó a actuar jamás, se convirtió en actriz. “Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”, me cuenta Maribel hoy. Habla como un torbellino. Prácticamente no hace falta preguntarle. Enlaza recuerdos y películas mientras gesticula. Coge la grabadora que he colocado frente a ella y la aleja. Se la acerco de nuevo y vuelve alejarla. Parece un duelo encubierto. Después me toca el brazo con la punta de los dedos para remarcar algo y los aparta rápido, como si se quemara. “Yo no he ido nunca a una escuela de actores. Pero siempre me ha gustado el cine, el teatro y, sobre todo, la literatura”, añade.

“Con 16 años eres un idiota integral. Y más en este oficio cuando te llega la fama”, me suelta, al otro lado del teléfono, Jorge Sanz. Él, además de uno de los actores más populares en España, es, como se considera, un hermano de Maribel. Un año mayor que ella, ambos empezaron en el cine a la vez, rodando tres películas juntos en aquellos primeros años y repitiendo después en tres ocasiones más. “Pero Maribel ha madurado muy inteligentemente. No como yo. Y en lo que no ha cambiado nada es que sigue siendo la misma actriz eficaz que hace todo parecer fácil. Y en eso ya era igual con 15 años”.

—¿Recuerda cómo besaba ella entonces?—Pues igual que yo. Igual de mal, quiero decir.

Sólo diez años después de que su tía hubiera visto aquel anuncio, Maribel ya había rodado 25 películas. También había crecido. La niña de los anuncios se convirtió primero en una adolescente y después en una joven impactante. Morena de densos rizos largos, curvilínea, exuberante. Un volcán. Además, no tenía problemas para desnudarse en pantalla. Ni para protagonizar escenas de sexo, con mejor o peor encaje en el guión, según el director. Memorables fueron las de Huevos de oro (Bigas Luna, 1993) con Javier Bardem.

Las revistas comenzaron a etiquetarla como la más deseada en España, como una bomba sexual, como un mito para los hombres y un montón de frases hechas similares más. Era el mundo antes de Internet. El morbo estaba en las páginas de las revistas donde las actrices posaban sugerentes, en los VHS o en la imaginación. En primavera de 1996 sus fotos para un anuncio de lencería adornaban las marquesinas de las paradas de autobuses de Madrid. Había hombres entonces que confesaban en artículos en el periódico que perdían el autobús por mirar a aquella Maribel de braguitas y sostén blanco que se insinuaba al otro lado del cristal. Pero el impacto fue incluso mayor. Durante la noche, los cristales eran apedreados y los pósters desaparecían. A la mañana siguiente volvían a colocarse. Hasta que el ayuntamiento y la firma que la había contratado decidieron que no podían permitirse más destrozos y cambiaron de campaña. Entre quienes apedrearon aquellas marquesinas estaba Sanz, su amigo y compañero. Aun hoy, 20 años después, presume de haber sido, junto a los cineastas David Trueba y Luis Alegre, quien arrojó la primera piedra, el precursor de aquel “fenómeno viral” previo a Internet y a las redes sociales. “Ahí fue cuando Maribel se convirtió en un mito sexual. Y ella tomó conciencia de ello”, recuerda el actor.

La llamada ese mismo año del director Ricardo Franco (fallecido en 1998) para hacer La buena estrella inició el cambio que se confirmaría definitivamente en aquella playa de Oaxaca. Maribel interpretaba a Marina, una prostituta tuerta. Fue nominada por tercera vez al premio Goya de la Academia de Cine española. No se lo dieron. Pero su perfil público empezó a cambiar. Las firmas de moda que hasta entonces no querían dejar sus vestidos a la actriz para las galas comenzaron a ofrecerle sus diseños. También apareció en su vida Pedro Larrañaga, productor teatral y miembro de una de las sagas de actores más conocidas de España. Se casaron en 1999 y hoy forman una de las parejas más sólidas del tambaleante mundo sentimental del cine. De hecho, cuando le pregunto a la actriz quién es para ella un héroe en la vida real responde, sin dudar, que su marido. “Me ha ayudado mucho a ser como soy. Es un tío con una cabeza maravillosa. Llevo 16 años con él y me sigue fascinando”, confiesa.

Palacio de Bellas Artes. 21 de marzo de 2007. Por los altavoces llega el anuncio: “La señora Maribel Verdú”. La actriz sube al escenario. Vestido negro con escote palabra de honor y abultados volantes en la falda. Lleva el pelo recogido. Llora. Se tapa la boca con la mano. Balbucea e intenta dar las gracias. Acaba de ganar el premio Ariel como mejor actriz por El laberinto del fauno. Se lo agradece a Cuarón, “sin el cual no hubiese tenido la oportunidad de conocer este país que me brinda satisfacciones una detrás de otra”. Y al director, Guillermo del Toro, “mi gordo maravilloso que cada vez está más flaco”, como le llama. Termina con un “¡viva México!” acelerado, aflautado, ahogado, mientras levanta la estatuilla de ese hombre marcial, desnudo y altivo que es el Ariel.

Pero la escena esconde algo más.

La llamada de Del Toro resultó crucial para la actriz. Y tú mamá también fue un éxito, nominación a mejor guión original en los Oscar incluida. A Maribel le da fama internacional. Pero tras aquel rodaje el cambio que quiere no termina de producirse. La nueva Maribel no encuentra los papeles que necesita. No recibe los guiones que espera. Enlaza entonces algunos proyectos menores y mientras tanto se desespera. Para matar el tiempo hace petit point y colorea mandalas, esas formas geométricas indias que representan el universo y son herramientas para la concentración y la meditación. Completa hasta dos al día. Le puede la ansiedad interior, querer acabar algo según se empieza. Ése es, como cuentan quienes la conocen bien, uno de los rasgos de su carácter. Si le gusta una serie de televisión, se traga media temporada del tirón una noche. Si necesita aprender inglés, se zambulle en intensas clases particulares y desconecta de todo.

Así sucedió cuando Francis Ford 
Coppola la llamó en 2008 para rodar 
Tetro. La española llegó a aprender más inglés del que el director necesitaba para su personaje. Cuando terminó el rodaje, se olvidó del idioma, lo dejó aparcado. “Para todo es muy impulsiva. Cualquier exceso sabemos que tiene una fecha de caducidad, y que después se pasará al lado contrario”, lo resume Rodríguez. Maribel quería entonces, sobre todo, que pasara el tiempo. Y que lo hiciera rápido.

Sin embargo, durante ese tiempo a su buzón siguen llegando ofertas. Tras rodar con Cuarón los grandes estudios de Hollywood se fijan en ella y la tantean. “Eran películas como de tía en plan maciza, de guerrera con espada. Pero yo no quería meterme en ese mundo. A veces he pensado que fui tonta, porque hubiera ganado mucha pasta y a lo mejor eso me hubiera permitido producir aquí alguna película. Pero ya había tenido que hacer muchas cintas en otros momentos de mi vida, cuando empezaba, porque no me quedaba otro remedio. Así que tras rodar Y tu mamá… decidí que quería hacer sólo aquello que de verdad me gustara y me diera prestigio”, cuenta la actriz.

—¿Cómo tuvo tan claro que quería rechazar las ofertas de Hollywood?—No lo sé. Aunque fue clarísimo. Y eso que aquí, sin embargo, no me ofrecían nada interesante, sólo bodrios. Pero sabía que no podía hacer cualquier cosa. La espera fue guay, porque después hice El laberinto del fauno. ¡Y desde ahí ya no he vuelto a dar un beso con lengua en la pantalla! Curiosamente, no me han ofrecido ningún guión sexual más. De hecho, a veces pienso: “Joder, tampoco es eso, ¿no?”.

Verdú ríe abiertamente mientras despliega esa boca tan suya, amplia como una vela y de grandes dientes perfectamente alineados. Habla con una naturalidad poco habitual. Repite “tío” con frecuencia, para aludir al periodista, o como coletilla, y el adjetivo “bestial”. Y sonríe. Incluso cuando recuerda aquella etapa de sequía en la que sufría porque no terminaba de consolidarse el cambio en su carrera. Hasta que llamó Del Toro. Hasta que interpretó a Mercedes, una criada al servicio de un despiadado capitán falangista en la Guerra Civil española. Hasta que le dieron el Ariel. “Yo no me lo podía creer. Estaba acostumbrada a perder. Nunca me habían dado premios. Y entonces dijeron mi nombre… Aún recuerdo que en mi butaca en el Palacio tenía al lado a Guillermo, delante a Cuarón y detrás a Iñárritu”.

—Ya sólo le falta entonces que le llame Iñárritu…—No, ya lo hizo… Pero no pude trabajar con él por un problema de calendario.

Y sonríe.

El laberinto… del director mexicano fue la confirmación que Maribel necesitaba de que no se había equivocado. “Me encontré a una Maribel muy dolida. Cuando le ofrecí el papel me preguntó si lo hacía de verdad o si estaba valorando a otras actrices. Le dije que sí, que la quería a ella”, me cuenta Del Toro. “Y me respondió muy conmovida que a ella nunca le ofrecían papeles así”. El cineasta ha parado la agenda de promoción de su nueva película, Crimson Peak, para hablar de Maribel, la actriz que, según me confiesa “es una presencia única en el cine mundial”. La había conocido cuando rodó Y tu mamá…, pero se había quedado prendado de ella con Amantes, de Vicente Aranda, diez años antes. El mexicano no vio el cuerpo y el deseo, sino “la vulnerabilidad” que también mostraba la actriz. Con Y tu mamá… lo confirmó: le gustaba la Maribel de las escenas más calladas, la fuerza interna que se le intuía.

Cuando la fichó, algunas personas en España, como el productor Andrés Vicente Gómez, criticaron su decisión. Le dijeron que se equivocaba, que Maribel pasaba una mala racha y que le perjudicaría en la taquilla. “Pero no me importaba absolutamente nada. Mi intuición me decía que era perfecta”, afirma orgulloso.

Durante aquel rodaje el director no sólo le aconsejó a la española, una devora-libros-empedernida, novelas de su adorado Charles Dickens. También le recomendó que escogiera películas diferentes, proyectos que no se hubieran hecho antes. Que buscara, como me lo explica, “las películas que la necesitaban a ella, y no las que ella necesitaba. Proyectos huérfanos, que nadie quisiera hacer, pero que con ella se potenciaran”. Maribel tomó nota de todo. De los libros de Dickens, para combinarlos con la novela rusa del siglo XIX que tanto le gusta, y del consejo sobre el cine que debía rodar.

Desde entonces ha hecho 16 películas más. La filmografía de Verdú es tan extensa que ella misma reconoce haber olvidado algunos de sus trabajos. Desde entonces ha rodado en España tres películas con la directora Gracia Querejeta (Siete mesas de billar francés, 15 años y un día y Felices 140) y planea hacer una cuarta. También con afamados directores como Gonzalo Suárez (Oviedo express) o José Luis Cuerda (Los girasoles ciegos). Ha trabajado de nuevo en México (La zona, del uruguayo Rodrigo Plá, “un ser acojonante”, como lo define ella). Y en Argentina, donde acaba de hacer Sin hijos, una comedia de Ariel Winograd; donde se filmó Tetro, la primera película que Coppola escribía después de 40 años y donde este otoño rueda —en península Valdés— El faro de las orcas, con Gastón Pauls, la historia real de Beto, un hombre que ha conseguido establecer amistad con las ballenas. En 2012 estrenó, además, Blancanieves, el éxito del año, del director Pablo Berger. Cine mudo y en blanco y negro en el que el cuento de Blancanieves se convierte en una historia de madrastra, plazas de toros y enanos toreros. El proyecto que mejor ha cumplido el consejo de Del Toro.

“Aún recuerdo el día que le presenté el guión a Maribel. Habíamos quedado al mediodía en una cafetería cerca del Retiro. Yo fui un poco antes y me senté mirando hacia la puerta. Cuando apareció sentí que entraba a cámara lenta y que un foco la seguía. Fue la primera vez que la vi en persona y pensé que era una aparición. Un flechazo absoluto. Desde entonces continúa la magia”, recuerda Berger. Armado con un ventilador para combatir el calor de la capital española, el director prepara ya su nueva película, que Verdú protagonizará y que espera rodar el próximo año. Ya la conoce. Ha preparado el guión (aunque pide no desvelar aún nada del proyecto) pensando en ella. Y sabe que mientras no haya que madrugar para rodar, trabajar con la madrileña volverá a resultar fácil. “Es una mujer de acción. Quiere hacer. Quiere probar. Le gusta trabajar desde el placer, desde la diversión. Se toma el rodaje como un juego”, me explica. “Para un director es muy sencillo trabajar con ella porque entiende la maquinaria. Sabe cómo funciona un rodaje mejor que yo y lo que necesita cada técnico. E intenta ayudar a todos”.

Desde aquella fábula que era el fauno a Maribel también le ha acompañado la crítica. Incluso cuando las películas no resultaban tan buenas como se esperaba. “Lo único que encuentro salvable en este penoso naufragio es la interpretación de Maribel Verdú, alguien que trasmite vida y autenticidad en medio de tanta impostura, de situaciones forzadas y personajes huecos”, escribió el crítico del diario El País, Carlos Boyero, sobre Tetro. En una de las primeras escenas de aquella película, los dos personajes principales que interpretan Vincent Gallo y Alden Ehrenreich hablan de Maribel. “¿A que se parece a Ava Gardner?”, le pregunta uno al otro. “Pero no, no se parece a Ava, ella sólo me recuerda a Maribel. Es única. Y tiene esa belleza… ¿Cómo puedo decirlo…? Bueno, ¡es que es mi tipo de mujer!”, me confiesa, por correo electrónico, el propio Coppola. Que un director de su fama se preste enseguida a participar en un perfil sobre la actriz, a pesar de las duras críticas que recibió su obra, resulta revelador. “A ella le gusta disfrutar de la vida. Y además logra que sea contagioso. Siempre está dispuesta a ayudar y ansiosa por hacer algo maravilloso. Trabajamos muy duro y muy juntos todos. Hubo muchos retos y complicaciones. Pero Maribel nunca fue uno de ellos”, añade el cineasta.

Y también, al fin, llegaron los premios. El Ariel fue el primer gran reconocimiento que recibió. Pero en España no la premiaron tampoco por El laberinto… Verdú sumó con aquella película su cuarta nominación al Goya; y la cuarta noche que se marchó de la entrega sin llevarse el busto en bronce del pintor. La primera vez fue en 1992, por Amantes, pero Maribel era aún joven. Aquella noche terminó sirviendo copas en la discoteca de moda de la capital, Oh! Madrid, uno de los clubes donde la noche post Movida madrileña bullía. La gente se acercaba a pedir una bebida y ella les atendía. A quien la reconocía ella le respondía: “Que no, qué pesados, toda la noche igual, que no soy Maribel Verdú”. Pero sí, lo era. Ni siquiera se había quitado el vestido que llevaba en la ceremonia.

Con la cuarta nominación fue diferente. Ya no era aquella Maribel en efervescencia total, que descubría la noche (y a sus habitantes) de Madrid, que enlazaba papeles unos con otros. Ya era la Maribel del cambio de Oaxaca. La Maribel del fauno. Y se cansó. A sus amigos les mascullaba entonces que debían haberla premiado ya y que no volvería a ninguna gala más. El director Fernando Trueba, que la conocía desde que vio su potencial aún como adolescente y la fichó para El año de las luces en 1986, apagó su ira. “Volverás, porque para eso estáis las actrices. Es tu papel. Fíjate en las grandes actrices de Hollywood que cada año van a los Oscar y no les dan premios”, le dijo. Un año más tarde Maribel volvía a estar nominada, por Siete mesas de billar francés. Y, esta vez, sí ganó. Pocos meses después le daban, además, la Medalla de Oro de la Academia y el Premio Nacional de cine. Y en 2012 volvía a ganar otro Goya por Blancanieves.

El 28 de marzo de 2004, el escritor valenciano Manuel Vicent publicó en El País una columna que se titulaba Las olas. En ella escribía: “Si en medio de un gran temporal el navegante piensa que el mar encrespado forma un todo absoluto, el ánimo sobrecogido por la grandeza de la adversidad entregará muy pronto sus fuerzas al abismo; en cambio, si olvida que el mar es un monstruo insondable y concentra su pensamiento en la ola concreta que se acerca y dedica todo el esfuerzo 
a esquivar su zarpazo y realiza sobre él una victoria singular, llegará el momento en que el mar se calme y el barco volverá a navegar de modo placentero”.

Verdú quitó recientemente aquella columna de su nevera. Estaba ya el papel marchito y arrugado. La había visto cientos de veces. Cada vez que abría el frigorífico buscando uno de los botes de mayonesa, siempre de la marca Calvé, con la que come todo, que lleva a los viajes y que pide en los rodajes, se topaba con ella. Ola a ola. Momento a momento. Vicent la había publicado, sin saberlo, en esa etapa baja en la que Maribel Verdú había cambiado a la Maribel Verdú que los españoles habíamos conocido.

Ahora está, como dice, “en una racha estupenda. Contenta y con proyectos interesantísimos, porque los personajes que me ofrecen me siguen gustando. Vas cumpliendo años y piensas: ‘Ay, a ver qué pasa ahora…’. Pero de momento los papeles me gustan, tienen aristas, son interesantes…”.

Su representante, Trini Solano, con quien Maribel mantiene además una estrecha amistad, y que es la única persona, además de ella, que lee los guiones que le llegan, me había advertido que le cansan las entrevistas largas (aunque ella lo niega). Pero puede entenderse. Habla muchísimo. Se vuelca en cada respuesta. Parece incluso disfrutar de la charla. Ante una actriz, claro, a uno le queda la duda de si estará interpretando a un personaje, a la Maribel Verdú interrogada por un periodista. Pero sus amigos confirman que no, que no lo hace. Como dice Casado, “es bastante transparente. Lo que se ve, más o menos, es lo que hay. Esa forma de hablar… Esa excitación...”. Ella misma se define como una persona clara, nada retorcida. “¿Ha visto el personaje de la mujer de la película Perdida, de David Fincher?”, me pregunta. “¡Hooostia! Hay muchas mujeres así. Pero yo jamás podría llegar ni a subir el primer escalón de eso”.

—Bueno, eso tendría que contrastarlo con su marido, ¿no?—No, no, en serio. Es imposible discutir conmigo. A mí lo que más me gusta del mundo y lo que me gustaría que recordasen de mí el día que falte es el buen ambiente que creo, el buen rollo, las risas, la buena disposición. No soporto ir a un rodaje en el que haya tensión o discusiones o en el que el director grite. Porque me pongo a llorar en una esquina o me voy a casa. Y lo he hecho: me he ido a mi casa o al hotel.

La actriz Carmen Ruiz ha trabajado en dos películas con ella, Gente de mala calidad (Juan Cavestany, 2008) y Fin (Jorge Torregrossa, 2012). En sendos rodajes trabaron una amistad, como la define, “impresionante, de una química brutal”. Para Maribel el cine es su casa y sus mejores amigos forman parte de la industria. Son su familia. Como Carmen, que no duda en aprovechar uno de los descansos de la obra de teatro que prepara en Madrid para hablar de su amiga Maribel. Sobre todo, de la actriz. “Es una más, en el mejor de los sentidos. Con todo el equipo. Es cariñosa y generosa. Tiene una niña dentro y derrocha energía y simpatía. Todo lo que hace es de verdad. En eso hemos conectado mucho las dos. Tenemos poca intensidad por las cosas”, cuenta.

"No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más."

Maribel dice de sí misma que es “poco consciente” de quién es. “Y prefiero ser así”, añade.

—¿Cómo se logra eso?—Cariño, relativizando todo... Y sabiendo que todos vamos a acabar en el mismo lugar. Que hoy estás aquí y mañana al otro lado. Y que todo da la vuelta siempre.—¿Ha sido así siempre o ha debido aprenderlo?—Siempre.—¿Es ambiciosa?—Sólo en el terreno personal. Sólo quiero ser muy feliz en mi vida.—¿Y en el profesional no?—Sí, pero para hacer buenos papeles y trabajar con buenos directores. Y, sobre todo, repetir con los directores con los que ya lo he hecho, que es lo que más ilusión me hace. Porque eso significa mucho.—¿Con quién le gustaría rodar?—Quiero trabajar con Rodrigo García. Y por encima de todo con [Juan José] Campanella. Algún día lo haremos. Porque además somos amigos y se lo he dicho y me ha respondido que sí. Y me encantaría repetir con el gordo [Del Toro] y con Cuarón.—¿Qué papel no le ha llegado aún que le gustaría recibir?—No lo sé, porque nunca pienso en eso. Si no estás toda la vida esperando ese papel. A mí me van llegando y me voy ilusionando con los personajes.—¿Piensa en cómo serán los que le llegarán en el futuro? ¿Tiene miedo?—No. No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más.—¿De verdad?—Sí, porque si no sería aterrador... Eso decía aquella columna de Vicent.

Cambia el agua por una cerveza fría 
y enciende un cigarrillo de liar. Cae la tarde en Madrid y el calor se apacigua. Sigue hablando con el mismo énfasis. Se recuesta en la silla. Mueve los brazos. No es aquella Maribel de las marquesinas. Está delgada y lleva el pelo recogido. Pero es Maribel Verdú. Dicen sus amigos, bromeando, que a finales de los noventa empezó a “secarse”. Así definen el cambio anatómico que vivió. La Maribel voluptuosa dejó paso a una Maribel más afilada de rasgos marcados en la que esos grandes ojos oscuros que la definen y esa boca tan suya, tan de España ya, tan de una generación entera, resaltaban aún más. Fue la transformación total. Cambiaron los papeles y cambió la mujer. Incluso su estilo. La Maribel más sensual se escoró hacia el lado contrario. José Juan y Paco, sus amigos y estilistas, la ayudaron con la transformación. “No fue algo consciente ni lo pidió ella. Así es la vida. Cuando llevas mucho tiempo haciendo algo, sin darte cuenta, te vas al otro extremo”, cuenta José Juan. En Maribel se traduce en que empezó a lucir estilismos de cuellos cerrados y vestidos de manga larga. “Fue una de las primeras que los llevó”, recuerda el estilista. “Pero es que vestirla es muy fácil: sus ojos y su sonrisa son sus grandes atractivos”. Ahora quieren volver a darle una vuelta de tuerca al personaje. Abrirla. Hacerle que insinúe más. Que deje atrás esos cuellos caja y vuelva a lucir escote. “Ella al principio no quería. Pero le estamos insistiendo en que enseñe un poco porque está muy bien”, añade.

Ahí, eso sí, se topan con la otra Maribel, la más personal. La mujer que no soporta que le pregunten en las entrevistas por qué no ha querido ser madre. La “bomba sexual” de los viejos titulares que madura y ahora se obsesiona con que sus brazos ya no están tan firmes, o con que su rostro tiene alguna arruga o sus piernas no son como las de otras mujeres que ve en las revistas… Hasta que alguien, como Paco, ante tanta pega, ante la retahíla de quejas, la frena y le suelta: “Llevas razón, Maribel, estás horrible, quédate en casa encerrada y no salgas”. Y ella, entonces, ríe. Y, por supuesto les hace caso. Y se empieza a vestir de nuevo con prendas más sugerentes. Lo quiera o no, lo oculte o no, Maribel Verdú forma parte, como lo define su amigo Jorge Sanz, “de la memoria sentimental de toda una generación”. Más aún, añade, “porque tal y como está madurando, hace que siga siendo ese referente sexual”.

La actriz me confiesa hoy que desde hace unos años se siente “profundamente querida y considerada”. Una fórmula complicada de lograr porque, dice, “si te muestras muy cercana se te ve como de la casa y entonces es difícil ser considerada”. Como reconoce también, no fue así siempre. Aunque afirma que las críticas nunca le han afectado en exceso, recuerda aún las malas, “sobre todo al comienzo de mi carrera, cuando decían: ‘Ya está aquí la tetona otra vez mostrándolo todo…’”.

Pero, sobre todo, se acuerda de una de ellas: fue la que hizo el célebre crítico teatral Eduardo Haro Tecglen en el verano de 1989, cuando Maribel aún no había cumplido los 19. Ella representaba con el popular y televisivo actor Antonio Resines (hoy presidente de la Academia del Cine) el Miles gloriosus, de Plauto, dirigidos por Alonso de Santos. Teatro puro y clásico. Al día siguiente, el crítico destripaba la obra. “Antonio Resines no sabe hacer teatro”, escribía en El País. “Maribel Verdú no existe”, sentenciaba. Pero no. Una escena esconde a veces otras ocultas. Y ahí se equivocó el crítico. Maribel Verdú sí existe. Siempre lo ha hecho.

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Las escenas ocultas de Maribel

Las escenas ocultas de Maribel

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Maribel Verdú fue la musa y fantasía sexual de toda una generación en España cuando apenas era una adolescente. Se convirtió en una actriz honesta y versátil gracias a dos mexicanos: Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro.

Hay escenas que parecen eso, una escena, pero que esconden muchas más.

En ésta, Julio (Gael García Bernal) y Tenoch (Diego Luna) beben cerveza y tequila en una palapa de Boca del Cielo (Roca Blanca, Puerto Escondido, en realidad) mientras se confiesan pecados sexuales. Luisa (Maribel Verdú) los mira y ríe. Los tres brindan. Luisa se levanta de la mesa y se dirige al jukebox. Desde el otro lado de la palapa, frente a una mesa de bebedores silenciosos, en el calor de la noche oaxaqueña, con el Pacífico llamando a la puerta, les pide a sus colegas de farra un número y una letra. Enseguida canta Marco Antonio Solís:“Te extraño más que nunca y no sé qué hacer/despierto y de recuerdo mal amanecer/espera otro día por vivir sin ti/el espejo no miente, me veo tan diferente/me haces falta tú”.

Los tres bailan. Luisa entre ambos. Pegados y restregándose hasta formar un solo cuerpo.

Es un plano secuencia, sin cortes, de siete minutos de duración. La escena que conduce al clímax final, al desenlace total, el trío sexual en una cabaña de madera, de Y tú mamá también, la película de Alfonso Cuarón que en el verano de 2001 rompió los récords de recaudación del cine mexicano y que calentó el otoño en todos los cines del mundo.

Pero la escena esconde mucho más.

Los dos días previos al rodaje Cuarón llevó a sus actores y a su equipo técnico a la misma palapa. Pidieron chelas y tequila. Bebieron. Rieron. Se emborracharon y bailaron. Improvisaban. Decían lo que les venía en gana. Al final de la segunda noche, el director les anunció que ya estaban preparados. Al día siguiente rodarían la escena. Sin alcohol. Deberían recuperar entonces las sensaciones que habían tenido esas dos noches de juerga. Recordar cada detalle para repetirlo. Cuando anunció acción, los tres lo hicieron: revivieron la víspera.

“Aquello fue lo más mágico que me ha pasado. Ahí ves lo listo que es Alfonso. Nos acordábamos de las cosas que habían pasado las noches anteriores. Si no, nunca se nos hubieran ocurrido. Fue maravilloso”. Maribel Verdú abre los brazos como si aún bailara junto al jukebox. No estamos en ese rincón paradisiaco de Oaxaca abierto al océano, sino bajo el calor seco y asfáltico del verano de Madrid, en una terraza frente al parque del Retiro, junto a su casa, en su cafetería de cabecera, donde saluda cariñosamente al camarero y pide una copa enorme de agua con hielo y una raja de limón. Se acaba de quitar las grandes gafas de sol de pasta tras las que había llegado parapetada. Viste un ligero vestido negro de gasa, por encima de las rodillas. Apenas luce maquillaje. Un toque de rímel, reciente, porque después se marchará a la carrera a una cena con amigos argentinos. “Esa noche yo estaba exultante, porque además llegaba Pedro [Larrañaga, su marido] a verme”, recuerda.

Cuarón fue quien le descubrió México. Hoy dice que es el país que más le gusta del mundo. “No puedes morirte sin ir. Es tan… ¡tan bestia todo!”, lo resume. “Siempre lo digo: allí todo es más grande. Las cucharas, los tenedores, los globos de una fiesta de cumpleaños… Todo es a lo bestia”.

Pero la escena escondía aún más.

En México, Maribel Verdú no sólo conoció un país al que ha vuelto repetidamente, por trabajo o, como dice, para “perderme por ahí”. La última vez, el año pasado, cuando entregó uno de los premios Fénix, que celebran ahora en noviembre su segunda edición y de los que se ha convertido en gran impulsora. Como dice: “El futuro de nuestro cine pasa por las coproducciones entre países latinos y por ampliar el público potencial al de los hispanohablantes del mundo entero. La unión hace la fuerza. Proyectos como los Fénix lo demuestran”. Pero en México, sobre todo, es donde Maribel Verdú cambió a Maribel Verdú.

“Esa escena en la que Maribel baila con Luna y García Bernal… ¡Ésa es ella! Ésa es Maribel: una chica con un vestido negro de tirantes, sin ninguna joya, sin maquillaje, con un poco de tequila, con otro poco de mar”. Me lo cuenta José Juan Rodríguez, que forma junto a Paco Casado una de las parejas de estilistas más conocidas de España. Ambos me reciben en su recoleto ático de la Colonia Retiro, un pequeño oasis de casas bajas y arbolitos en el centro de Madrid cerca de la zona donde vive Maribel. Además de sus estilistas personales, a quienes recurre para las sesiones de fotos (como la de esta portada) o para vestirse para una gala, Rodríguez y Casado son amigos de la actriz desde que se conocieron en 1991. Frente a su largo escritorio de madera clara, donde reposan los retratos de los próximos personajes a los que deben vestir para una revista, y sendos paquetes de los Marlboro rojos que fuman escalonadamente, ambos recuerdan cómo cambió a Maribel aquel rodaje. “Cuando regresó a España volvió guapa, sin maquillaje, con algo que nos volvía locos. Estaba salvaje. Le vino muy bien México. Y estar con gente como Cuarón o Diego y Gael. Aquello la acanalló mucho. Ella necesita tener gente al lado un poco canalla, que le haga beberse dos tequilas y salirse un poco de las normas”, me confiesan ambos. Entre aquellas botellas que bajaban raudas en la palapa oaxaqueña, Maribel se acanalló, como cuentan sus amigos. Dicen que cambió. Pero, sobre todo, lo hizo la actriz.

“Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”.

Maribel Verdú nació en Madrid en 1970. Hija de Gregorio, un vendedor de coches, y de María Isabel (Maribel, como ella), ama de casa. Cinco años después nacerían sus hermanas, gemelas. Creció primero en el extrarradio de Madrid, en la ciudad dormitorio de Alcorcón, al oeste. Pero pronto se trasladó a vivir con sus abuelos al céntrico barrio de Argüelles, zona habitual de estudiantes por su proximidad con la universidad. Allí acudía a un colegio de monjas.

Nadie en su familia era actor ni lo había sido. La mayoría, salvo sus padres, fueron profesores de universidad. Casi todos de letras. Maribel no sabía entonces lo que era ser actriz, pero sí que le gustaba disfrazarse y encerrarse en su habitación para leer en voz alta. “Qué novelera eres”, le decía su abuela. Se creía la protagonista de los cuentos que leía, y de los cojines del dormitorio resultaban el público y la crítica perfectos: nunca se quejaron. Cuando Maribel tenía trece años, una tía suya vio un anuncio de una agencia de modelos que buscaba nuevas caras infantiles. Su madre la apuntó. Enseguida empezó a hacer campañas para marcas de lana, para McDonald’s o para superficies comerciales. Tres años después, debutó en la televisión y en el cine. Entonces, aquella adolescente que nunca había actuado, y a la que nadie enseñó a actuar jamás, se convirtió en actriz. “Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”, me cuenta Maribel hoy. Habla como un torbellino. Prácticamente no hace falta preguntarle. Enlaza recuerdos y películas mientras gesticula. Coge la grabadora que he colocado frente a ella y la aleja. Se la acerco de nuevo y vuelve alejarla. Parece un duelo encubierto. Después me toca el brazo con la punta de los dedos para remarcar algo y los aparta rápido, como si se quemara. “Yo no he ido nunca a una escuela de actores. Pero siempre me ha gustado el cine, el teatro y, sobre todo, la literatura”, añade.

“Con 16 años eres un idiota integral. Y más en este oficio cuando te llega la fama”, me suelta, al otro lado del teléfono, Jorge Sanz. Él, además de uno de los actores más populares en España, es, como se considera, un hermano de Maribel. Un año mayor que ella, ambos empezaron en el cine a la vez, rodando tres películas juntos en aquellos primeros años y repitiendo después en tres ocasiones más. “Pero Maribel ha madurado muy inteligentemente. No como yo. Y en lo que no ha cambiado nada es que sigue siendo la misma actriz eficaz que hace todo parecer fácil. Y en eso ya era igual con 15 años”.

—¿Recuerda cómo besaba ella entonces?—Pues igual que yo. Igual de mal, quiero decir.

Sólo diez años después de que su tía hubiera visto aquel anuncio, Maribel ya había rodado 25 películas. También había crecido. La niña de los anuncios se convirtió primero en una adolescente y después en una joven impactante. Morena de densos rizos largos, curvilínea, exuberante. Un volcán. Además, no tenía problemas para desnudarse en pantalla. Ni para protagonizar escenas de sexo, con mejor o peor encaje en el guión, según el director. Memorables fueron las de Huevos de oro (Bigas Luna, 1993) con Javier Bardem.

Las revistas comenzaron a etiquetarla como la más deseada en España, como una bomba sexual, como un mito para los hombres y un montón de frases hechas similares más. Era el mundo antes de Internet. El morbo estaba en las páginas de las revistas donde las actrices posaban sugerentes, en los VHS o en la imaginación. En primavera de 1996 sus fotos para un anuncio de lencería adornaban las marquesinas de las paradas de autobuses de Madrid. Había hombres entonces que confesaban en artículos en el periódico que perdían el autobús por mirar a aquella Maribel de braguitas y sostén blanco que se insinuaba al otro lado del cristal. Pero el impacto fue incluso mayor. Durante la noche, los cristales eran apedreados y los pósters desaparecían. A la mañana siguiente volvían a colocarse. Hasta que el ayuntamiento y la firma que la había contratado decidieron que no podían permitirse más destrozos y cambiaron de campaña. Entre quienes apedrearon aquellas marquesinas estaba Sanz, su amigo y compañero. Aun hoy, 20 años después, presume de haber sido, junto a los cineastas David Trueba y Luis Alegre, quien arrojó la primera piedra, el precursor de aquel “fenómeno viral” previo a Internet y a las redes sociales. “Ahí fue cuando Maribel se convirtió en un mito sexual. Y ella tomó conciencia de ello”, recuerda el actor.

La llamada ese mismo año del director Ricardo Franco (fallecido en 1998) para hacer La buena estrella inició el cambio que se confirmaría definitivamente en aquella playa de Oaxaca. Maribel interpretaba a Marina, una prostituta tuerta. Fue nominada por tercera vez al premio Goya de la Academia de Cine española. No se lo dieron. Pero su perfil público empezó a cambiar. Las firmas de moda que hasta entonces no querían dejar sus vestidos a la actriz para las galas comenzaron a ofrecerle sus diseños. También apareció en su vida Pedro Larrañaga, productor teatral y miembro de una de las sagas de actores más conocidas de España. Se casaron en 1999 y hoy forman una de las parejas más sólidas del tambaleante mundo sentimental del cine. De hecho, cuando le pregunto a la actriz quién es para ella un héroe en la vida real responde, sin dudar, que su marido. “Me ha ayudado mucho a ser como soy. Es un tío con una cabeza maravillosa. Llevo 16 años con él y me sigue fascinando”, confiesa.

Palacio de Bellas Artes. 21 de marzo de 2007. Por los altavoces llega el anuncio: “La señora Maribel Verdú”. La actriz sube al escenario. Vestido negro con escote palabra de honor y abultados volantes en la falda. Lleva el pelo recogido. Llora. Se tapa la boca con la mano. Balbucea e intenta dar las gracias. Acaba de ganar el premio Ariel como mejor actriz por El laberinto del fauno. Se lo agradece a Cuarón, “sin el cual no hubiese tenido la oportunidad de conocer este país que me brinda satisfacciones una detrás de otra”. Y al director, Guillermo del Toro, “mi gordo maravilloso que cada vez está más flaco”, como le llama. Termina con un “¡viva México!” acelerado, aflautado, ahogado, mientras levanta la estatuilla de ese hombre marcial, desnudo y altivo que es el Ariel.

Pero la escena esconde algo más.

La llamada de Del Toro resultó crucial para la actriz. Y tú mamá también fue un éxito, nominación a mejor guión original en los Oscar incluida. A Maribel le da fama internacional. Pero tras aquel rodaje el cambio que quiere no termina de producirse. La nueva Maribel no encuentra los papeles que necesita. No recibe los guiones que espera. Enlaza entonces algunos proyectos menores y mientras tanto se desespera. Para matar el tiempo hace petit point y colorea mandalas, esas formas geométricas indias que representan el universo y son herramientas para la concentración y la meditación. Completa hasta dos al día. Le puede la ansiedad interior, querer acabar algo según se empieza. Ése es, como cuentan quienes la conocen bien, uno de los rasgos de su carácter. Si le gusta una serie de televisión, se traga media temporada del tirón una noche. Si necesita aprender inglés, se zambulle en intensas clases particulares y desconecta de todo.

Así sucedió cuando Francis Ford 
Coppola la llamó en 2008 para rodar 
Tetro. La española llegó a aprender más inglés del que el director necesitaba para su personaje. Cuando terminó el rodaje, se olvidó del idioma, lo dejó aparcado. “Para todo es muy impulsiva. Cualquier exceso sabemos que tiene una fecha de caducidad, y que después se pasará al lado contrario”, lo resume Rodríguez. Maribel quería entonces, sobre todo, que pasara el tiempo. Y que lo hiciera rápido.

Sin embargo, durante ese tiempo a su buzón siguen llegando ofertas. Tras rodar con Cuarón los grandes estudios de Hollywood se fijan en ella y la tantean. “Eran películas como de tía en plan maciza, de guerrera con espada. Pero yo no quería meterme en ese mundo. A veces he pensado que fui tonta, porque hubiera ganado mucha pasta y a lo mejor eso me hubiera permitido producir aquí alguna película. Pero ya había tenido que hacer muchas cintas en otros momentos de mi vida, cuando empezaba, porque no me quedaba otro remedio. Así que tras rodar Y tu mamá… decidí que quería hacer sólo aquello que de verdad me gustara y me diera prestigio”, cuenta la actriz.

—¿Cómo tuvo tan claro que quería rechazar las ofertas de Hollywood?—No lo sé. Aunque fue clarísimo. Y eso que aquí, sin embargo, no me ofrecían nada interesante, sólo bodrios. Pero sabía que no podía hacer cualquier cosa. La espera fue guay, porque después hice El laberinto del fauno. ¡Y desde ahí ya no he vuelto a dar un beso con lengua en la pantalla! Curiosamente, no me han ofrecido ningún guión sexual más. De hecho, a veces pienso: “Joder, tampoco es eso, ¿no?”.

Verdú ríe abiertamente mientras despliega esa boca tan suya, amplia como una vela y de grandes dientes perfectamente alineados. Habla con una naturalidad poco habitual. Repite “tío” con frecuencia, para aludir al periodista, o como coletilla, y el adjetivo “bestial”. Y sonríe. Incluso cuando recuerda aquella etapa de sequía en la que sufría porque no terminaba de consolidarse el cambio en su carrera. Hasta que llamó Del Toro. Hasta que interpretó a Mercedes, una criada al servicio de un despiadado capitán falangista en la Guerra Civil española. Hasta que le dieron el Ariel. “Yo no me lo podía creer. Estaba acostumbrada a perder. Nunca me habían dado premios. Y entonces dijeron mi nombre… Aún recuerdo que en mi butaca en el Palacio tenía al lado a Guillermo, delante a Cuarón y detrás a Iñárritu”.

—Ya sólo le falta entonces que le llame Iñárritu…—No, ya lo hizo… Pero no pude trabajar con él por un problema de calendario.

Y sonríe.

El laberinto… del director mexicano fue la confirmación que Maribel necesitaba de que no se había equivocado. “Me encontré a una Maribel muy dolida. Cuando le ofrecí el papel me preguntó si lo hacía de verdad o si estaba valorando a otras actrices. Le dije que sí, que la quería a ella”, me cuenta Del Toro. “Y me respondió muy conmovida que a ella nunca le ofrecían papeles así”. El cineasta ha parado la agenda de promoción de su nueva película, Crimson Peak, para hablar de Maribel, la actriz que, según me confiesa “es una presencia única en el cine mundial”. La había conocido cuando rodó Y tu mamá…, pero se había quedado prendado de ella con Amantes, de Vicente Aranda, diez años antes. El mexicano no vio el cuerpo y el deseo, sino “la vulnerabilidad” que también mostraba la actriz. Con Y tu mamá… lo confirmó: le gustaba la Maribel de las escenas más calladas, la fuerza interna que se le intuía.

Cuando la fichó, algunas personas en España, como el productor Andrés Vicente Gómez, criticaron su decisión. Le dijeron que se equivocaba, que Maribel pasaba una mala racha y que le perjudicaría en la taquilla. “Pero no me importaba absolutamente nada. Mi intuición me decía que era perfecta”, afirma orgulloso.

Durante aquel rodaje el director no sólo le aconsejó a la española, una devora-libros-empedernida, novelas de su adorado Charles Dickens. También le recomendó que escogiera películas diferentes, proyectos que no se hubieran hecho antes. Que buscara, como me lo explica, “las películas que la necesitaban a ella, y no las que ella necesitaba. Proyectos huérfanos, que nadie quisiera hacer, pero que con ella se potenciaran”. Maribel tomó nota de todo. De los libros de Dickens, para combinarlos con la novela rusa del siglo XIX que tanto le gusta, y del consejo sobre el cine que debía rodar.

Desde entonces ha hecho 16 películas más. La filmografía de Verdú es tan extensa que ella misma reconoce haber olvidado algunos de sus trabajos. Desde entonces ha rodado en España tres películas con la directora Gracia Querejeta (Siete mesas de billar francés, 15 años y un día y Felices 140) y planea hacer una cuarta. También con afamados directores como Gonzalo Suárez (Oviedo express) o José Luis Cuerda (Los girasoles ciegos). Ha trabajado de nuevo en México (La zona, del uruguayo Rodrigo Plá, “un ser acojonante”, como lo define ella). Y en Argentina, donde acaba de hacer Sin hijos, una comedia de Ariel Winograd; donde se filmó Tetro, la primera película que Coppola escribía después de 40 años y donde este otoño rueda —en península Valdés— El faro de las orcas, con Gastón Pauls, la historia real de Beto, un hombre que ha conseguido establecer amistad con las ballenas. En 2012 estrenó, además, Blancanieves, el éxito del año, del director Pablo Berger. Cine mudo y en blanco y negro en el que el cuento de Blancanieves se convierte en una historia de madrastra, plazas de toros y enanos toreros. El proyecto que mejor ha cumplido el consejo de Del Toro.

“Aún recuerdo el día que le presenté el guión a Maribel. Habíamos quedado al mediodía en una cafetería cerca del Retiro. Yo fui un poco antes y me senté mirando hacia la puerta. Cuando apareció sentí que entraba a cámara lenta y que un foco la seguía. Fue la primera vez que la vi en persona y pensé que era una aparición. Un flechazo absoluto. Desde entonces continúa la magia”, recuerda Berger. Armado con un ventilador para combatir el calor de la capital española, el director prepara ya su nueva película, que Verdú protagonizará y que espera rodar el próximo año. Ya la conoce. Ha preparado el guión (aunque pide no desvelar aún nada del proyecto) pensando en ella. Y sabe que mientras no haya que madrugar para rodar, trabajar con la madrileña volverá a resultar fácil. “Es una mujer de acción. Quiere hacer. Quiere probar. Le gusta trabajar desde el placer, desde la diversión. Se toma el rodaje como un juego”, me explica. “Para un director es muy sencillo trabajar con ella porque entiende la maquinaria. Sabe cómo funciona un rodaje mejor que yo y lo que necesita cada técnico. E intenta ayudar a todos”.

Desde aquella fábula que era el fauno a Maribel también le ha acompañado la crítica. Incluso cuando las películas no resultaban tan buenas como se esperaba. “Lo único que encuentro salvable en este penoso naufragio es la interpretación de Maribel Verdú, alguien que trasmite vida y autenticidad en medio de tanta impostura, de situaciones forzadas y personajes huecos”, escribió el crítico del diario El País, Carlos Boyero, sobre Tetro. En una de las primeras escenas de aquella película, los dos personajes principales que interpretan Vincent Gallo y Alden Ehrenreich hablan de Maribel. “¿A que se parece a Ava Gardner?”, le pregunta uno al otro. “Pero no, no se parece a Ava, ella sólo me recuerda a Maribel. Es única. Y tiene esa belleza… ¿Cómo puedo decirlo…? Bueno, ¡es que es mi tipo de mujer!”, me confiesa, por correo electrónico, el propio Coppola. Que un director de su fama se preste enseguida a participar en un perfil sobre la actriz, a pesar de las duras críticas que recibió su obra, resulta revelador. “A ella le gusta disfrutar de la vida. Y además logra que sea contagioso. Siempre está dispuesta a ayudar y ansiosa por hacer algo maravilloso. Trabajamos muy duro y muy juntos todos. Hubo muchos retos y complicaciones. Pero Maribel nunca fue uno de ellos”, añade el cineasta.

Y también, al fin, llegaron los premios. El Ariel fue el primer gran reconocimiento que recibió. Pero en España no la premiaron tampoco por El laberinto… Verdú sumó con aquella película su cuarta nominación al Goya; y la cuarta noche que se marchó de la entrega sin llevarse el busto en bronce del pintor. La primera vez fue en 1992, por Amantes, pero Maribel era aún joven. Aquella noche terminó sirviendo copas en la discoteca de moda de la capital, Oh! Madrid, uno de los clubes donde la noche post Movida madrileña bullía. La gente se acercaba a pedir una bebida y ella les atendía. A quien la reconocía ella le respondía: “Que no, qué pesados, toda la noche igual, que no soy Maribel Verdú”. Pero sí, lo era. Ni siquiera se había quitado el vestido que llevaba en la ceremonia.

Con la cuarta nominación fue diferente. Ya no era aquella Maribel en efervescencia total, que descubría la noche (y a sus habitantes) de Madrid, que enlazaba papeles unos con otros. Ya era la Maribel del cambio de Oaxaca. La Maribel del fauno. Y se cansó. A sus amigos les mascullaba entonces que debían haberla premiado ya y que no volvería a ninguna gala más. El director Fernando Trueba, que la conocía desde que vio su potencial aún como adolescente y la fichó para El año de las luces en 1986, apagó su ira. “Volverás, porque para eso estáis las actrices. Es tu papel. Fíjate en las grandes actrices de Hollywood que cada año van a los Oscar y no les dan premios”, le dijo. Un año más tarde Maribel volvía a estar nominada, por Siete mesas de billar francés. Y, esta vez, sí ganó. Pocos meses después le daban, además, la Medalla de Oro de la Academia y el Premio Nacional de cine. Y en 2012 volvía a ganar otro Goya por Blancanieves.

El 28 de marzo de 2004, el escritor valenciano Manuel Vicent publicó en El País una columna que se titulaba Las olas. En ella escribía: “Si en medio de un gran temporal el navegante piensa que el mar encrespado forma un todo absoluto, el ánimo sobrecogido por la grandeza de la adversidad entregará muy pronto sus fuerzas al abismo; en cambio, si olvida que el mar es un monstruo insondable y concentra su pensamiento en la ola concreta que se acerca y dedica todo el esfuerzo 
a esquivar su zarpazo y realiza sobre él una victoria singular, llegará el momento en que el mar se calme y el barco volverá a navegar de modo placentero”.

Verdú quitó recientemente aquella columna de su nevera. Estaba ya el papel marchito y arrugado. La había visto cientos de veces. Cada vez que abría el frigorífico buscando uno de los botes de mayonesa, siempre de la marca Calvé, con la que come todo, que lleva a los viajes y que pide en los rodajes, se topaba con ella. Ola a ola. Momento a momento. Vicent la había publicado, sin saberlo, en esa etapa baja en la que Maribel Verdú había cambiado a la Maribel Verdú que los españoles habíamos conocido.

Ahora está, como dice, “en una racha estupenda. Contenta y con proyectos interesantísimos, porque los personajes que me ofrecen me siguen gustando. Vas cumpliendo años y piensas: ‘Ay, a ver qué pasa ahora…’. Pero de momento los papeles me gustan, tienen aristas, son interesantes…”.

Su representante, Trini Solano, con quien Maribel mantiene además una estrecha amistad, y que es la única persona, además de ella, que lee los guiones que le llegan, me había advertido que le cansan las entrevistas largas (aunque ella lo niega). Pero puede entenderse. Habla muchísimo. Se vuelca en cada respuesta. Parece incluso disfrutar de la charla. Ante una actriz, claro, a uno le queda la duda de si estará interpretando a un personaje, a la Maribel Verdú interrogada por un periodista. Pero sus amigos confirman que no, que no lo hace. Como dice Casado, “es bastante transparente. Lo que se ve, más o menos, es lo que hay. Esa forma de hablar… Esa excitación...”. Ella misma se define como una persona clara, nada retorcida. “¿Ha visto el personaje de la mujer de la película Perdida, de David Fincher?”, me pregunta. “¡Hooostia! Hay muchas mujeres así. Pero yo jamás podría llegar ni a subir el primer escalón de eso”.

—Bueno, eso tendría que contrastarlo con su marido, ¿no?—No, no, en serio. Es imposible discutir conmigo. A mí lo que más me gusta del mundo y lo que me gustaría que recordasen de mí el día que falte es el buen ambiente que creo, el buen rollo, las risas, la buena disposición. No soporto ir a un rodaje en el que haya tensión o discusiones o en el que el director grite. Porque me pongo a llorar en una esquina o me voy a casa. Y lo he hecho: me he ido a mi casa o al hotel.

La actriz Carmen Ruiz ha trabajado en dos películas con ella, Gente de mala calidad (Juan Cavestany, 2008) y Fin (Jorge Torregrossa, 2012). En sendos rodajes trabaron una amistad, como la define, “impresionante, de una química brutal”. Para Maribel el cine es su casa y sus mejores amigos forman parte de la industria. Son su familia. Como Carmen, que no duda en aprovechar uno de los descansos de la obra de teatro que prepara en Madrid para hablar de su amiga Maribel. Sobre todo, de la actriz. “Es una más, en el mejor de los sentidos. Con todo el equipo. Es cariñosa y generosa. Tiene una niña dentro y derrocha energía y simpatía. Todo lo que hace es de verdad. En eso hemos conectado mucho las dos. Tenemos poca intensidad por las cosas”, cuenta.

"No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más."

Maribel dice de sí misma que es “poco consciente” de quién es. “Y prefiero ser así”, añade.

—¿Cómo se logra eso?—Cariño, relativizando todo... Y sabiendo que todos vamos a acabar en el mismo lugar. Que hoy estás aquí y mañana al otro lado. Y que todo da la vuelta siempre.—¿Ha sido así siempre o ha debido aprenderlo?—Siempre.—¿Es ambiciosa?—Sólo en el terreno personal. Sólo quiero ser muy feliz en mi vida.—¿Y en el profesional no?—Sí, pero para hacer buenos papeles y trabajar con buenos directores. Y, sobre todo, repetir con los directores con los que ya lo he hecho, que es lo que más ilusión me hace. Porque eso significa mucho.—¿Con quién le gustaría rodar?—Quiero trabajar con Rodrigo García. Y por encima de todo con [Juan José] Campanella. Algún día lo haremos. Porque además somos amigos y se lo he dicho y me ha respondido que sí. Y me encantaría repetir con el gordo [Del Toro] y con Cuarón.—¿Qué papel no le ha llegado aún que le gustaría recibir?—No lo sé, porque nunca pienso en eso. Si no estás toda la vida esperando ese papel. A mí me van llegando y me voy ilusionando con los personajes.—¿Piensa en cómo serán los que le llegarán en el futuro? ¿Tiene miedo?—No. No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más.—¿De verdad?—Sí, porque si no sería aterrador... Eso decía aquella columna de Vicent.

Cambia el agua por una cerveza fría 
y enciende un cigarrillo de liar. Cae la tarde en Madrid y el calor se apacigua. Sigue hablando con el mismo énfasis. Se recuesta en la silla. Mueve los brazos. No es aquella Maribel de las marquesinas. Está delgada y lleva el pelo recogido. Pero es Maribel Verdú. Dicen sus amigos, bromeando, que a finales de los noventa empezó a “secarse”. Así definen el cambio anatómico que vivió. La Maribel voluptuosa dejó paso a una Maribel más afilada de rasgos marcados en la que esos grandes ojos oscuros que la definen y esa boca tan suya, tan de España ya, tan de una generación entera, resaltaban aún más. Fue la transformación total. Cambiaron los papeles y cambió la mujer. Incluso su estilo. La Maribel más sensual se escoró hacia el lado contrario. José Juan y Paco, sus amigos y estilistas, la ayudaron con la transformación. “No fue algo consciente ni lo pidió ella. Así es la vida. Cuando llevas mucho tiempo haciendo algo, sin darte cuenta, te vas al otro extremo”, cuenta José Juan. En Maribel se traduce en que empezó a lucir estilismos de cuellos cerrados y vestidos de manga larga. “Fue una de las primeras que los llevó”, recuerda el estilista. “Pero es que vestirla es muy fácil: sus ojos y su sonrisa son sus grandes atractivos”. Ahora quieren volver a darle una vuelta de tuerca al personaje. Abrirla. Hacerle que insinúe más. Que deje atrás esos cuellos caja y vuelva a lucir escote. “Ella al principio no quería. Pero le estamos insistiendo en que enseñe un poco porque está muy bien”, añade.

Ahí, eso sí, se topan con la otra Maribel, la más personal. La mujer que no soporta que le pregunten en las entrevistas por qué no ha querido ser madre. La “bomba sexual” de los viejos titulares que madura y ahora se obsesiona con que sus brazos ya no están tan firmes, o con que su rostro tiene alguna arruga o sus piernas no son como las de otras mujeres que ve en las revistas… Hasta que alguien, como Paco, ante tanta pega, ante la retahíla de quejas, la frena y le suelta: “Llevas razón, Maribel, estás horrible, quédate en casa encerrada y no salgas”. Y ella, entonces, ríe. Y, por supuesto les hace caso. Y se empieza a vestir de nuevo con prendas más sugerentes. Lo quiera o no, lo oculte o no, Maribel Verdú forma parte, como lo define su amigo Jorge Sanz, “de la memoria sentimental de toda una generación”. Más aún, añade, “porque tal y como está madurando, hace que siga siendo ese referente sexual”.

La actriz me confiesa hoy que desde hace unos años se siente “profundamente querida y considerada”. Una fórmula complicada de lograr porque, dice, “si te muestras muy cercana se te ve como de la casa y entonces es difícil ser considerada”. Como reconoce también, no fue así siempre. Aunque afirma que las críticas nunca le han afectado en exceso, recuerda aún las malas, “sobre todo al comienzo de mi carrera, cuando decían: ‘Ya está aquí la tetona otra vez mostrándolo todo…’”.

Pero, sobre todo, se acuerda de una de ellas: fue la que hizo el célebre crítico teatral Eduardo Haro Tecglen en el verano de 1989, cuando Maribel aún no había cumplido los 19. Ella representaba con el popular y televisivo actor Antonio Resines (hoy presidente de la Academia del Cine) el Miles gloriosus, de Plauto, dirigidos por Alonso de Santos. Teatro puro y clásico. Al día siguiente, el crítico destripaba la obra. “Antonio Resines no sabe hacer teatro”, escribía en El País. “Maribel Verdú no existe”, sentenciaba. Pero no. Una escena esconde a veces otras ocultas. Y ahí se equivocó el crítico. Maribel Verdú sí existe. Siempre lo ha hecho.

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Las escenas ocultas de Maribel

Las escenas ocultas de Maribel

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2015
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Maribel Verdú fue la musa y fantasía sexual de toda una generación en España cuando apenas era una adolescente. Se convirtió en una actriz honesta y versátil gracias a dos mexicanos: Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro.

Hay escenas que parecen eso, una escena, pero que esconden muchas más.

En ésta, Julio (Gael García Bernal) y Tenoch (Diego Luna) beben cerveza y tequila en una palapa de Boca del Cielo (Roca Blanca, Puerto Escondido, en realidad) mientras se confiesan pecados sexuales. Luisa (Maribel Verdú) los mira y ríe. Los tres brindan. Luisa se levanta de la mesa y se dirige al jukebox. Desde el otro lado de la palapa, frente a una mesa de bebedores silenciosos, en el calor de la noche oaxaqueña, con el Pacífico llamando a la puerta, les pide a sus colegas de farra un número y una letra. Enseguida canta Marco Antonio Solís:“Te extraño más que nunca y no sé qué hacer/despierto y de recuerdo mal amanecer/espera otro día por vivir sin ti/el espejo no miente, me veo tan diferente/me haces falta tú”.

Los tres bailan. Luisa entre ambos. Pegados y restregándose hasta formar un solo cuerpo.

Es un plano secuencia, sin cortes, de siete minutos de duración. La escena que conduce al clímax final, al desenlace total, el trío sexual en una cabaña de madera, de Y tú mamá también, la película de Alfonso Cuarón que en el verano de 2001 rompió los récords de recaudación del cine mexicano y que calentó el otoño en todos los cines del mundo.

Pero la escena esconde mucho más.

Los dos días previos al rodaje Cuarón llevó a sus actores y a su equipo técnico a la misma palapa. Pidieron chelas y tequila. Bebieron. Rieron. Se emborracharon y bailaron. Improvisaban. Decían lo que les venía en gana. Al final de la segunda noche, el director les anunció que ya estaban preparados. Al día siguiente rodarían la escena. Sin alcohol. Deberían recuperar entonces las sensaciones que habían tenido esas dos noches de juerga. Recordar cada detalle para repetirlo. Cuando anunció acción, los tres lo hicieron: revivieron la víspera.

“Aquello fue lo más mágico que me ha pasado. Ahí ves lo listo que es Alfonso. Nos acordábamos de las cosas que habían pasado las noches anteriores. Si no, nunca se nos hubieran ocurrido. Fue maravilloso”. Maribel Verdú abre los brazos como si aún bailara junto al jukebox. No estamos en ese rincón paradisiaco de Oaxaca abierto al océano, sino bajo el calor seco y asfáltico del verano de Madrid, en una terraza frente al parque del Retiro, junto a su casa, en su cafetería de cabecera, donde saluda cariñosamente al camarero y pide una copa enorme de agua con hielo y una raja de limón. Se acaba de quitar las grandes gafas de sol de pasta tras las que había llegado parapetada. Viste un ligero vestido negro de gasa, por encima de las rodillas. Apenas luce maquillaje. Un toque de rímel, reciente, porque después se marchará a la carrera a una cena con amigos argentinos. “Esa noche yo estaba exultante, porque además llegaba Pedro [Larrañaga, su marido] a verme”, recuerda.

Cuarón fue quien le descubrió México. Hoy dice que es el país que más le gusta del mundo. “No puedes morirte sin ir. Es tan… ¡tan bestia todo!”, lo resume. “Siempre lo digo: allí todo es más grande. Las cucharas, los tenedores, los globos de una fiesta de cumpleaños… Todo es a lo bestia”.

Pero la escena escondía aún más.

En México, Maribel Verdú no sólo conoció un país al que ha vuelto repetidamente, por trabajo o, como dice, para “perderme por ahí”. La última vez, el año pasado, cuando entregó uno de los premios Fénix, que celebran ahora en noviembre su segunda edición y de los que se ha convertido en gran impulsora. Como dice: “El futuro de nuestro cine pasa por las coproducciones entre países latinos y por ampliar el público potencial al de los hispanohablantes del mundo entero. La unión hace la fuerza. Proyectos como los Fénix lo demuestran”. Pero en México, sobre todo, es donde Maribel Verdú cambió a Maribel Verdú.

“Esa escena en la que Maribel baila con Luna y García Bernal… ¡Ésa es ella! Ésa es Maribel: una chica con un vestido negro de tirantes, sin ninguna joya, sin maquillaje, con un poco de tequila, con otro poco de mar”. Me lo cuenta José Juan Rodríguez, que forma junto a Paco Casado una de las parejas de estilistas más conocidas de España. Ambos me reciben en su recoleto ático de la Colonia Retiro, un pequeño oasis de casas bajas y arbolitos en el centro de Madrid cerca de la zona donde vive Maribel. Además de sus estilistas personales, a quienes recurre para las sesiones de fotos (como la de esta portada) o para vestirse para una gala, Rodríguez y Casado son amigos de la actriz desde que se conocieron en 1991. Frente a su largo escritorio de madera clara, donde reposan los retratos de los próximos personajes a los que deben vestir para una revista, y sendos paquetes de los Marlboro rojos que fuman escalonadamente, ambos recuerdan cómo cambió a Maribel aquel rodaje. “Cuando regresó a España volvió guapa, sin maquillaje, con algo que nos volvía locos. Estaba salvaje. Le vino muy bien México. Y estar con gente como Cuarón o Diego y Gael. Aquello la acanalló mucho. Ella necesita tener gente al lado un poco canalla, que le haga beberse dos tequilas y salirse un poco de las normas”, me confiesan ambos. Entre aquellas botellas que bajaban raudas en la palapa oaxaqueña, Maribel se acanalló, como cuentan sus amigos. Dicen que cambió. Pero, sobre todo, lo hizo la actriz.

“Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”.

Maribel Verdú nació en Madrid en 1970. Hija de Gregorio, un vendedor de coches, y de María Isabel (Maribel, como ella), ama de casa. Cinco años después nacerían sus hermanas, gemelas. Creció primero en el extrarradio de Madrid, en la ciudad dormitorio de Alcorcón, al oeste. Pero pronto se trasladó a vivir con sus abuelos al céntrico barrio de Argüelles, zona habitual de estudiantes por su proximidad con la universidad. Allí acudía a un colegio de monjas.

Nadie en su familia era actor ni lo había sido. La mayoría, salvo sus padres, fueron profesores de universidad. Casi todos de letras. Maribel no sabía entonces lo que era ser actriz, pero sí que le gustaba disfrazarse y encerrarse en su habitación para leer en voz alta. “Qué novelera eres”, le decía su abuela. Se creía la protagonista de los cuentos que leía, y de los cojines del dormitorio resultaban el público y la crítica perfectos: nunca se quejaron. Cuando Maribel tenía trece años, una tía suya vio un anuncio de una agencia de modelos que buscaba nuevas caras infantiles. Su madre la apuntó. Enseguida empezó a hacer campañas para marcas de lana, para McDonald’s o para superficies comerciales. Tres años después, debutó en la televisión y en el cine. Entonces, aquella adolescente que nunca había actuado, y a la que nadie enseñó a actuar jamás, se convirtió en actriz. “Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”, me cuenta Maribel hoy. Habla como un torbellino. Prácticamente no hace falta preguntarle. Enlaza recuerdos y películas mientras gesticula. Coge la grabadora que he colocado frente a ella y la aleja. Se la acerco de nuevo y vuelve alejarla. Parece un duelo encubierto. Después me toca el brazo con la punta de los dedos para remarcar algo y los aparta rápido, como si se quemara. “Yo no he ido nunca a una escuela de actores. Pero siempre me ha gustado el cine, el teatro y, sobre todo, la literatura”, añade.

“Con 16 años eres un idiota integral. Y más en este oficio cuando te llega la fama”, me suelta, al otro lado del teléfono, Jorge Sanz. Él, además de uno de los actores más populares en España, es, como se considera, un hermano de Maribel. Un año mayor que ella, ambos empezaron en el cine a la vez, rodando tres películas juntos en aquellos primeros años y repitiendo después en tres ocasiones más. “Pero Maribel ha madurado muy inteligentemente. No como yo. Y en lo que no ha cambiado nada es que sigue siendo la misma actriz eficaz que hace todo parecer fácil. Y en eso ya era igual con 15 años”.

—¿Recuerda cómo besaba ella entonces?—Pues igual que yo. Igual de mal, quiero decir.

Sólo diez años después de que su tía hubiera visto aquel anuncio, Maribel ya había rodado 25 películas. También había crecido. La niña de los anuncios se convirtió primero en una adolescente y después en una joven impactante. Morena de densos rizos largos, curvilínea, exuberante. Un volcán. Además, no tenía problemas para desnudarse en pantalla. Ni para protagonizar escenas de sexo, con mejor o peor encaje en el guión, según el director. Memorables fueron las de Huevos de oro (Bigas Luna, 1993) con Javier Bardem.

Las revistas comenzaron a etiquetarla como la más deseada en España, como una bomba sexual, como un mito para los hombres y un montón de frases hechas similares más. Era el mundo antes de Internet. El morbo estaba en las páginas de las revistas donde las actrices posaban sugerentes, en los VHS o en la imaginación. En primavera de 1996 sus fotos para un anuncio de lencería adornaban las marquesinas de las paradas de autobuses de Madrid. Había hombres entonces que confesaban en artículos en el periódico que perdían el autobús por mirar a aquella Maribel de braguitas y sostén blanco que se insinuaba al otro lado del cristal. Pero el impacto fue incluso mayor. Durante la noche, los cristales eran apedreados y los pósters desaparecían. A la mañana siguiente volvían a colocarse. Hasta que el ayuntamiento y la firma que la había contratado decidieron que no podían permitirse más destrozos y cambiaron de campaña. Entre quienes apedrearon aquellas marquesinas estaba Sanz, su amigo y compañero. Aun hoy, 20 años después, presume de haber sido, junto a los cineastas David Trueba y Luis Alegre, quien arrojó la primera piedra, el precursor de aquel “fenómeno viral” previo a Internet y a las redes sociales. “Ahí fue cuando Maribel se convirtió en un mito sexual. Y ella tomó conciencia de ello”, recuerda el actor.

La llamada ese mismo año del director Ricardo Franco (fallecido en 1998) para hacer La buena estrella inició el cambio que se confirmaría definitivamente en aquella playa de Oaxaca. Maribel interpretaba a Marina, una prostituta tuerta. Fue nominada por tercera vez al premio Goya de la Academia de Cine española. No se lo dieron. Pero su perfil público empezó a cambiar. Las firmas de moda que hasta entonces no querían dejar sus vestidos a la actriz para las galas comenzaron a ofrecerle sus diseños. También apareció en su vida Pedro Larrañaga, productor teatral y miembro de una de las sagas de actores más conocidas de España. Se casaron en 1999 y hoy forman una de las parejas más sólidas del tambaleante mundo sentimental del cine. De hecho, cuando le pregunto a la actriz quién es para ella un héroe en la vida real responde, sin dudar, que su marido. “Me ha ayudado mucho a ser como soy. Es un tío con una cabeza maravillosa. Llevo 16 años con él y me sigue fascinando”, confiesa.

Palacio de Bellas Artes. 21 de marzo de 2007. Por los altavoces llega el anuncio: “La señora Maribel Verdú”. La actriz sube al escenario. Vestido negro con escote palabra de honor y abultados volantes en la falda. Lleva el pelo recogido. Llora. Se tapa la boca con la mano. Balbucea e intenta dar las gracias. Acaba de ganar el premio Ariel como mejor actriz por El laberinto del fauno. Se lo agradece a Cuarón, “sin el cual no hubiese tenido la oportunidad de conocer este país que me brinda satisfacciones una detrás de otra”. Y al director, Guillermo del Toro, “mi gordo maravilloso que cada vez está más flaco”, como le llama. Termina con un “¡viva México!” acelerado, aflautado, ahogado, mientras levanta la estatuilla de ese hombre marcial, desnudo y altivo que es el Ariel.

Pero la escena esconde algo más.

La llamada de Del Toro resultó crucial para la actriz. Y tú mamá también fue un éxito, nominación a mejor guión original en los Oscar incluida. A Maribel le da fama internacional. Pero tras aquel rodaje el cambio que quiere no termina de producirse. La nueva Maribel no encuentra los papeles que necesita. No recibe los guiones que espera. Enlaza entonces algunos proyectos menores y mientras tanto se desespera. Para matar el tiempo hace petit point y colorea mandalas, esas formas geométricas indias que representan el universo y son herramientas para la concentración y la meditación. Completa hasta dos al día. Le puede la ansiedad interior, querer acabar algo según se empieza. Ése es, como cuentan quienes la conocen bien, uno de los rasgos de su carácter. Si le gusta una serie de televisión, se traga media temporada del tirón una noche. Si necesita aprender inglés, se zambulle en intensas clases particulares y desconecta de todo.

Así sucedió cuando Francis Ford 
Coppola la llamó en 2008 para rodar 
Tetro. La española llegó a aprender más inglés del que el director necesitaba para su personaje. Cuando terminó el rodaje, se olvidó del idioma, lo dejó aparcado. “Para todo es muy impulsiva. Cualquier exceso sabemos que tiene una fecha de caducidad, y que después se pasará al lado contrario”, lo resume Rodríguez. Maribel quería entonces, sobre todo, que pasara el tiempo. Y que lo hiciera rápido.

Sin embargo, durante ese tiempo a su buzón siguen llegando ofertas. Tras rodar con Cuarón los grandes estudios de Hollywood se fijan en ella y la tantean. “Eran películas como de tía en plan maciza, de guerrera con espada. Pero yo no quería meterme en ese mundo. A veces he pensado que fui tonta, porque hubiera ganado mucha pasta y a lo mejor eso me hubiera permitido producir aquí alguna película. Pero ya había tenido que hacer muchas cintas en otros momentos de mi vida, cuando empezaba, porque no me quedaba otro remedio. Así que tras rodar Y tu mamá… decidí que quería hacer sólo aquello que de verdad me gustara y me diera prestigio”, cuenta la actriz.

—¿Cómo tuvo tan claro que quería rechazar las ofertas de Hollywood?—No lo sé. Aunque fue clarísimo. Y eso que aquí, sin embargo, no me ofrecían nada interesante, sólo bodrios. Pero sabía que no podía hacer cualquier cosa. La espera fue guay, porque después hice El laberinto del fauno. ¡Y desde ahí ya no he vuelto a dar un beso con lengua en la pantalla! Curiosamente, no me han ofrecido ningún guión sexual más. De hecho, a veces pienso: “Joder, tampoco es eso, ¿no?”.

Verdú ríe abiertamente mientras despliega esa boca tan suya, amplia como una vela y de grandes dientes perfectamente alineados. Habla con una naturalidad poco habitual. Repite “tío” con frecuencia, para aludir al periodista, o como coletilla, y el adjetivo “bestial”. Y sonríe. Incluso cuando recuerda aquella etapa de sequía en la que sufría porque no terminaba de consolidarse el cambio en su carrera. Hasta que llamó Del Toro. Hasta que interpretó a Mercedes, una criada al servicio de un despiadado capitán falangista en la Guerra Civil española. Hasta que le dieron el Ariel. “Yo no me lo podía creer. Estaba acostumbrada a perder. Nunca me habían dado premios. Y entonces dijeron mi nombre… Aún recuerdo que en mi butaca en el Palacio tenía al lado a Guillermo, delante a Cuarón y detrás a Iñárritu”.

—Ya sólo le falta entonces que le llame Iñárritu…—No, ya lo hizo… Pero no pude trabajar con él por un problema de calendario.

Y sonríe.

El laberinto… del director mexicano fue la confirmación que Maribel necesitaba de que no se había equivocado. “Me encontré a una Maribel muy dolida. Cuando le ofrecí el papel me preguntó si lo hacía de verdad o si estaba valorando a otras actrices. Le dije que sí, que la quería a ella”, me cuenta Del Toro. “Y me respondió muy conmovida que a ella nunca le ofrecían papeles así”. El cineasta ha parado la agenda de promoción de su nueva película, Crimson Peak, para hablar de Maribel, la actriz que, según me confiesa “es una presencia única en el cine mundial”. La había conocido cuando rodó Y tu mamá…, pero se había quedado prendado de ella con Amantes, de Vicente Aranda, diez años antes. El mexicano no vio el cuerpo y el deseo, sino “la vulnerabilidad” que también mostraba la actriz. Con Y tu mamá… lo confirmó: le gustaba la Maribel de las escenas más calladas, la fuerza interna que se le intuía.

Cuando la fichó, algunas personas en España, como el productor Andrés Vicente Gómez, criticaron su decisión. Le dijeron que se equivocaba, que Maribel pasaba una mala racha y que le perjudicaría en la taquilla. “Pero no me importaba absolutamente nada. Mi intuición me decía que era perfecta”, afirma orgulloso.

Durante aquel rodaje el director no sólo le aconsejó a la española, una devora-libros-empedernida, novelas de su adorado Charles Dickens. También le recomendó que escogiera películas diferentes, proyectos que no se hubieran hecho antes. Que buscara, como me lo explica, “las películas que la necesitaban a ella, y no las que ella necesitaba. Proyectos huérfanos, que nadie quisiera hacer, pero que con ella se potenciaran”. Maribel tomó nota de todo. De los libros de Dickens, para combinarlos con la novela rusa del siglo XIX que tanto le gusta, y del consejo sobre el cine que debía rodar.

Desde entonces ha hecho 16 películas más. La filmografía de Verdú es tan extensa que ella misma reconoce haber olvidado algunos de sus trabajos. Desde entonces ha rodado en España tres películas con la directora Gracia Querejeta (Siete mesas de billar francés, 15 años y un día y Felices 140) y planea hacer una cuarta. También con afamados directores como Gonzalo Suárez (Oviedo express) o José Luis Cuerda (Los girasoles ciegos). Ha trabajado de nuevo en México (La zona, del uruguayo Rodrigo Plá, “un ser acojonante”, como lo define ella). Y en Argentina, donde acaba de hacer Sin hijos, una comedia de Ariel Winograd; donde se filmó Tetro, la primera película que Coppola escribía después de 40 años y donde este otoño rueda —en península Valdés— El faro de las orcas, con Gastón Pauls, la historia real de Beto, un hombre que ha conseguido establecer amistad con las ballenas. En 2012 estrenó, además, Blancanieves, el éxito del año, del director Pablo Berger. Cine mudo y en blanco y negro en el que el cuento de Blancanieves se convierte en una historia de madrastra, plazas de toros y enanos toreros. El proyecto que mejor ha cumplido el consejo de Del Toro.

“Aún recuerdo el día que le presenté el guión a Maribel. Habíamos quedado al mediodía en una cafetería cerca del Retiro. Yo fui un poco antes y me senté mirando hacia la puerta. Cuando apareció sentí que entraba a cámara lenta y que un foco la seguía. Fue la primera vez que la vi en persona y pensé que era una aparición. Un flechazo absoluto. Desde entonces continúa la magia”, recuerda Berger. Armado con un ventilador para combatir el calor de la capital española, el director prepara ya su nueva película, que Verdú protagonizará y que espera rodar el próximo año. Ya la conoce. Ha preparado el guión (aunque pide no desvelar aún nada del proyecto) pensando en ella. Y sabe que mientras no haya que madrugar para rodar, trabajar con la madrileña volverá a resultar fácil. “Es una mujer de acción. Quiere hacer. Quiere probar. Le gusta trabajar desde el placer, desde la diversión. Se toma el rodaje como un juego”, me explica. “Para un director es muy sencillo trabajar con ella porque entiende la maquinaria. Sabe cómo funciona un rodaje mejor que yo y lo que necesita cada técnico. E intenta ayudar a todos”.

Desde aquella fábula que era el fauno a Maribel también le ha acompañado la crítica. Incluso cuando las películas no resultaban tan buenas como se esperaba. “Lo único que encuentro salvable en este penoso naufragio es la interpretación de Maribel Verdú, alguien que trasmite vida y autenticidad en medio de tanta impostura, de situaciones forzadas y personajes huecos”, escribió el crítico del diario El País, Carlos Boyero, sobre Tetro. En una de las primeras escenas de aquella película, los dos personajes principales que interpretan Vincent Gallo y Alden Ehrenreich hablan de Maribel. “¿A que se parece a Ava Gardner?”, le pregunta uno al otro. “Pero no, no se parece a Ava, ella sólo me recuerda a Maribel. Es única. Y tiene esa belleza… ¿Cómo puedo decirlo…? Bueno, ¡es que es mi tipo de mujer!”, me confiesa, por correo electrónico, el propio Coppola. Que un director de su fama se preste enseguida a participar en un perfil sobre la actriz, a pesar de las duras críticas que recibió su obra, resulta revelador. “A ella le gusta disfrutar de la vida. Y además logra que sea contagioso. Siempre está dispuesta a ayudar y ansiosa por hacer algo maravilloso. Trabajamos muy duro y muy juntos todos. Hubo muchos retos y complicaciones. Pero Maribel nunca fue uno de ellos”, añade el cineasta.

Y también, al fin, llegaron los premios. El Ariel fue el primer gran reconocimiento que recibió. Pero en España no la premiaron tampoco por El laberinto… Verdú sumó con aquella película su cuarta nominación al Goya; y la cuarta noche que se marchó de la entrega sin llevarse el busto en bronce del pintor. La primera vez fue en 1992, por Amantes, pero Maribel era aún joven. Aquella noche terminó sirviendo copas en la discoteca de moda de la capital, Oh! Madrid, uno de los clubes donde la noche post Movida madrileña bullía. La gente se acercaba a pedir una bebida y ella les atendía. A quien la reconocía ella le respondía: “Que no, qué pesados, toda la noche igual, que no soy Maribel Verdú”. Pero sí, lo era. Ni siquiera se había quitado el vestido que llevaba en la ceremonia.

Con la cuarta nominación fue diferente. Ya no era aquella Maribel en efervescencia total, que descubría la noche (y a sus habitantes) de Madrid, que enlazaba papeles unos con otros. Ya era la Maribel del cambio de Oaxaca. La Maribel del fauno. Y se cansó. A sus amigos les mascullaba entonces que debían haberla premiado ya y que no volvería a ninguna gala más. El director Fernando Trueba, que la conocía desde que vio su potencial aún como adolescente y la fichó para El año de las luces en 1986, apagó su ira. “Volverás, porque para eso estáis las actrices. Es tu papel. Fíjate en las grandes actrices de Hollywood que cada año van a los Oscar y no les dan premios”, le dijo. Un año más tarde Maribel volvía a estar nominada, por Siete mesas de billar francés. Y, esta vez, sí ganó. Pocos meses después le daban, además, la Medalla de Oro de la Academia y el Premio Nacional de cine. Y en 2012 volvía a ganar otro Goya por Blancanieves.

El 28 de marzo de 2004, el escritor valenciano Manuel Vicent publicó en El País una columna que se titulaba Las olas. En ella escribía: “Si en medio de un gran temporal el navegante piensa que el mar encrespado forma un todo absoluto, el ánimo sobrecogido por la grandeza de la adversidad entregará muy pronto sus fuerzas al abismo; en cambio, si olvida que el mar es un monstruo insondable y concentra su pensamiento en la ola concreta que se acerca y dedica todo el esfuerzo 
a esquivar su zarpazo y realiza sobre él una victoria singular, llegará el momento en que el mar se calme y el barco volverá a navegar de modo placentero”.

Verdú quitó recientemente aquella columna de su nevera. Estaba ya el papel marchito y arrugado. La había visto cientos de veces. Cada vez que abría el frigorífico buscando uno de los botes de mayonesa, siempre de la marca Calvé, con la que come todo, que lleva a los viajes y que pide en los rodajes, se topaba con ella. Ola a ola. Momento a momento. Vicent la había publicado, sin saberlo, en esa etapa baja en la que Maribel Verdú había cambiado a la Maribel Verdú que los españoles habíamos conocido.

Ahora está, como dice, “en una racha estupenda. Contenta y con proyectos interesantísimos, porque los personajes que me ofrecen me siguen gustando. Vas cumpliendo años y piensas: ‘Ay, a ver qué pasa ahora…’. Pero de momento los papeles me gustan, tienen aristas, son interesantes…”.

Su representante, Trini Solano, con quien Maribel mantiene además una estrecha amistad, y que es la única persona, además de ella, que lee los guiones que le llegan, me había advertido que le cansan las entrevistas largas (aunque ella lo niega). Pero puede entenderse. Habla muchísimo. Se vuelca en cada respuesta. Parece incluso disfrutar de la charla. Ante una actriz, claro, a uno le queda la duda de si estará interpretando a un personaje, a la Maribel Verdú interrogada por un periodista. Pero sus amigos confirman que no, que no lo hace. Como dice Casado, “es bastante transparente. Lo que se ve, más o menos, es lo que hay. Esa forma de hablar… Esa excitación...”. Ella misma se define como una persona clara, nada retorcida. “¿Ha visto el personaje de la mujer de la película Perdida, de David Fincher?”, me pregunta. “¡Hooostia! Hay muchas mujeres así. Pero yo jamás podría llegar ni a subir el primer escalón de eso”.

—Bueno, eso tendría que contrastarlo con su marido, ¿no?—No, no, en serio. Es imposible discutir conmigo. A mí lo que más me gusta del mundo y lo que me gustaría que recordasen de mí el día que falte es el buen ambiente que creo, el buen rollo, las risas, la buena disposición. No soporto ir a un rodaje en el que haya tensión o discusiones o en el que el director grite. Porque me pongo a llorar en una esquina o me voy a casa. Y lo he hecho: me he ido a mi casa o al hotel.

La actriz Carmen Ruiz ha trabajado en dos películas con ella, Gente de mala calidad (Juan Cavestany, 2008) y Fin (Jorge Torregrossa, 2012). En sendos rodajes trabaron una amistad, como la define, “impresionante, de una química brutal”. Para Maribel el cine es su casa y sus mejores amigos forman parte de la industria. Son su familia. Como Carmen, que no duda en aprovechar uno de los descansos de la obra de teatro que prepara en Madrid para hablar de su amiga Maribel. Sobre todo, de la actriz. “Es una más, en el mejor de los sentidos. Con todo el equipo. Es cariñosa y generosa. Tiene una niña dentro y derrocha energía y simpatía. Todo lo que hace es de verdad. En eso hemos conectado mucho las dos. Tenemos poca intensidad por las cosas”, cuenta.

"No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más."

Maribel dice de sí misma que es “poco consciente” de quién es. “Y prefiero ser así”, añade.

—¿Cómo se logra eso?—Cariño, relativizando todo... Y sabiendo que todos vamos a acabar en el mismo lugar. Que hoy estás aquí y mañana al otro lado. Y que todo da la vuelta siempre.—¿Ha sido así siempre o ha debido aprenderlo?—Siempre.—¿Es ambiciosa?—Sólo en el terreno personal. Sólo quiero ser muy feliz en mi vida.—¿Y en el profesional no?—Sí, pero para hacer buenos papeles y trabajar con buenos directores. Y, sobre todo, repetir con los directores con los que ya lo he hecho, que es lo que más ilusión me hace. Porque eso significa mucho.—¿Con quién le gustaría rodar?—Quiero trabajar con Rodrigo García. Y por encima de todo con [Juan José] Campanella. Algún día lo haremos. Porque además somos amigos y se lo he dicho y me ha respondido que sí. Y me encantaría repetir con el gordo [Del Toro] y con Cuarón.—¿Qué papel no le ha llegado aún que le gustaría recibir?—No lo sé, porque nunca pienso en eso. Si no estás toda la vida esperando ese papel. A mí me van llegando y me voy ilusionando con los personajes.—¿Piensa en cómo serán los que le llegarán en el futuro? ¿Tiene miedo?—No. No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más.—¿De verdad?—Sí, porque si no sería aterrador... Eso decía aquella columna de Vicent.

Cambia el agua por una cerveza fría 
y enciende un cigarrillo de liar. Cae la tarde en Madrid y el calor se apacigua. Sigue hablando con el mismo énfasis. Se recuesta en la silla. Mueve los brazos. No es aquella Maribel de las marquesinas. Está delgada y lleva el pelo recogido. Pero es Maribel Verdú. Dicen sus amigos, bromeando, que a finales de los noventa empezó a “secarse”. Así definen el cambio anatómico que vivió. La Maribel voluptuosa dejó paso a una Maribel más afilada de rasgos marcados en la que esos grandes ojos oscuros que la definen y esa boca tan suya, tan de España ya, tan de una generación entera, resaltaban aún más. Fue la transformación total. Cambiaron los papeles y cambió la mujer. Incluso su estilo. La Maribel más sensual se escoró hacia el lado contrario. José Juan y Paco, sus amigos y estilistas, la ayudaron con la transformación. “No fue algo consciente ni lo pidió ella. Así es la vida. Cuando llevas mucho tiempo haciendo algo, sin darte cuenta, te vas al otro extremo”, cuenta José Juan. En Maribel se traduce en que empezó a lucir estilismos de cuellos cerrados y vestidos de manga larga. “Fue una de las primeras que los llevó”, recuerda el estilista. “Pero es que vestirla es muy fácil: sus ojos y su sonrisa son sus grandes atractivos”. Ahora quieren volver a darle una vuelta de tuerca al personaje. Abrirla. Hacerle que insinúe más. Que deje atrás esos cuellos caja y vuelva a lucir escote. “Ella al principio no quería. Pero le estamos insistiendo en que enseñe un poco porque está muy bien”, añade.

Ahí, eso sí, se topan con la otra Maribel, la más personal. La mujer que no soporta que le pregunten en las entrevistas por qué no ha querido ser madre. La “bomba sexual” de los viejos titulares que madura y ahora se obsesiona con que sus brazos ya no están tan firmes, o con que su rostro tiene alguna arruga o sus piernas no son como las de otras mujeres que ve en las revistas… Hasta que alguien, como Paco, ante tanta pega, ante la retahíla de quejas, la frena y le suelta: “Llevas razón, Maribel, estás horrible, quédate en casa encerrada y no salgas”. Y ella, entonces, ríe. Y, por supuesto les hace caso. Y se empieza a vestir de nuevo con prendas más sugerentes. Lo quiera o no, lo oculte o no, Maribel Verdú forma parte, como lo define su amigo Jorge Sanz, “de la memoria sentimental de toda una generación”. Más aún, añade, “porque tal y como está madurando, hace que siga siendo ese referente sexual”.

La actriz me confiesa hoy que desde hace unos años se siente “profundamente querida y considerada”. Una fórmula complicada de lograr porque, dice, “si te muestras muy cercana se te ve como de la casa y entonces es difícil ser considerada”. Como reconoce también, no fue así siempre. Aunque afirma que las críticas nunca le han afectado en exceso, recuerda aún las malas, “sobre todo al comienzo de mi carrera, cuando decían: ‘Ya está aquí la tetona otra vez mostrándolo todo…’”.

Pero, sobre todo, se acuerda de una de ellas: fue la que hizo el célebre crítico teatral Eduardo Haro Tecglen en el verano de 1989, cuando Maribel aún no había cumplido los 19. Ella representaba con el popular y televisivo actor Antonio Resines (hoy presidente de la Academia del Cine) el Miles gloriosus, de Plauto, dirigidos por Alonso de Santos. Teatro puro y clásico. Al día siguiente, el crítico destripaba la obra. “Antonio Resines no sabe hacer teatro”, escribía en El País. “Maribel Verdú no existe”, sentenciaba. Pero no. Una escena esconde a veces otras ocultas. Y ahí se equivocó el crítico. Maribel Verdú sí existe. Siempre lo ha hecho.

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Las escenas ocultas de Maribel

Las escenas ocultas de Maribel

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Maribel Verdú fue la musa y fantasía sexual de toda una generación en España cuando apenas era una adolescente. Se convirtió en una actriz honesta y versátil gracias a dos mexicanos: Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Hay escenas que parecen eso, una escena, pero que esconden muchas más.

En ésta, Julio (Gael García Bernal) y Tenoch (Diego Luna) beben cerveza y tequila en una palapa de Boca del Cielo (Roca Blanca, Puerto Escondido, en realidad) mientras se confiesan pecados sexuales. Luisa (Maribel Verdú) los mira y ríe. Los tres brindan. Luisa se levanta de la mesa y se dirige al jukebox. Desde el otro lado de la palapa, frente a una mesa de bebedores silenciosos, en el calor de la noche oaxaqueña, con el Pacífico llamando a la puerta, les pide a sus colegas de farra un número y una letra. Enseguida canta Marco Antonio Solís:“Te extraño más que nunca y no sé qué hacer/despierto y de recuerdo mal amanecer/espera otro día por vivir sin ti/el espejo no miente, me veo tan diferente/me haces falta tú”.

Los tres bailan. Luisa entre ambos. Pegados y restregándose hasta formar un solo cuerpo.

Es un plano secuencia, sin cortes, de siete minutos de duración. La escena que conduce al clímax final, al desenlace total, el trío sexual en una cabaña de madera, de Y tú mamá también, la película de Alfonso Cuarón que en el verano de 2001 rompió los récords de recaudación del cine mexicano y que calentó el otoño en todos los cines del mundo.

Pero la escena esconde mucho más.

Los dos días previos al rodaje Cuarón llevó a sus actores y a su equipo técnico a la misma palapa. Pidieron chelas y tequila. Bebieron. Rieron. Se emborracharon y bailaron. Improvisaban. Decían lo que les venía en gana. Al final de la segunda noche, el director les anunció que ya estaban preparados. Al día siguiente rodarían la escena. Sin alcohol. Deberían recuperar entonces las sensaciones que habían tenido esas dos noches de juerga. Recordar cada detalle para repetirlo. Cuando anunció acción, los tres lo hicieron: revivieron la víspera.

“Aquello fue lo más mágico que me ha pasado. Ahí ves lo listo que es Alfonso. Nos acordábamos de las cosas que habían pasado las noches anteriores. Si no, nunca se nos hubieran ocurrido. Fue maravilloso”. Maribel Verdú abre los brazos como si aún bailara junto al jukebox. No estamos en ese rincón paradisiaco de Oaxaca abierto al océano, sino bajo el calor seco y asfáltico del verano de Madrid, en una terraza frente al parque del Retiro, junto a su casa, en su cafetería de cabecera, donde saluda cariñosamente al camarero y pide una copa enorme de agua con hielo y una raja de limón. Se acaba de quitar las grandes gafas de sol de pasta tras las que había llegado parapetada. Viste un ligero vestido negro de gasa, por encima de las rodillas. Apenas luce maquillaje. Un toque de rímel, reciente, porque después se marchará a la carrera a una cena con amigos argentinos. “Esa noche yo estaba exultante, porque además llegaba Pedro [Larrañaga, su marido] a verme”, recuerda.

Cuarón fue quien le descubrió México. Hoy dice que es el país que más le gusta del mundo. “No puedes morirte sin ir. Es tan… ¡tan bestia todo!”, lo resume. “Siempre lo digo: allí todo es más grande. Las cucharas, los tenedores, los globos de una fiesta de cumpleaños… Todo es a lo bestia”.

Pero la escena escondía aún más.

En México, Maribel Verdú no sólo conoció un país al que ha vuelto repetidamente, por trabajo o, como dice, para “perderme por ahí”. La última vez, el año pasado, cuando entregó uno de los premios Fénix, que celebran ahora en noviembre su segunda edición y de los que se ha convertido en gran impulsora. Como dice: “El futuro de nuestro cine pasa por las coproducciones entre países latinos y por ampliar el público potencial al de los hispanohablantes del mundo entero. La unión hace la fuerza. Proyectos como los Fénix lo demuestran”. Pero en México, sobre todo, es donde Maribel Verdú cambió a Maribel Verdú.

“Esa escena en la que Maribel baila con Luna y García Bernal… ¡Ésa es ella! Ésa es Maribel: una chica con un vestido negro de tirantes, sin ninguna joya, sin maquillaje, con un poco de tequila, con otro poco de mar”. Me lo cuenta José Juan Rodríguez, que forma junto a Paco Casado una de las parejas de estilistas más conocidas de España. Ambos me reciben en su recoleto ático de la Colonia Retiro, un pequeño oasis de casas bajas y arbolitos en el centro de Madrid cerca de la zona donde vive Maribel. Además de sus estilistas personales, a quienes recurre para las sesiones de fotos (como la de esta portada) o para vestirse para una gala, Rodríguez y Casado son amigos de la actriz desde que se conocieron en 1991. Frente a su largo escritorio de madera clara, donde reposan los retratos de los próximos personajes a los que deben vestir para una revista, y sendos paquetes de los Marlboro rojos que fuman escalonadamente, ambos recuerdan cómo cambió a Maribel aquel rodaje. “Cuando regresó a España volvió guapa, sin maquillaje, con algo que nos volvía locos. Estaba salvaje. Le vino muy bien México. Y estar con gente como Cuarón o Diego y Gael. Aquello la acanalló mucho. Ella necesita tener gente al lado un poco canalla, que le haga beberse dos tequilas y salirse un poco de las normas”, me confiesan ambos. Entre aquellas botellas que bajaban raudas en la palapa oaxaqueña, Maribel se acanalló, como cuentan sus amigos. Dicen que cambió. Pero, sobre todo, lo hizo la actriz.

“Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”.

Maribel Verdú nació en Madrid en 1970. Hija de Gregorio, un vendedor de coches, y de María Isabel (Maribel, como ella), ama de casa. Cinco años después nacerían sus hermanas, gemelas. Creció primero en el extrarradio de Madrid, en la ciudad dormitorio de Alcorcón, al oeste. Pero pronto se trasladó a vivir con sus abuelos al céntrico barrio de Argüelles, zona habitual de estudiantes por su proximidad con la universidad. Allí acudía a un colegio de monjas.

Nadie en su familia era actor ni lo había sido. La mayoría, salvo sus padres, fueron profesores de universidad. Casi todos de letras. Maribel no sabía entonces lo que era ser actriz, pero sí que le gustaba disfrazarse y encerrarse en su habitación para leer en voz alta. “Qué novelera eres”, le decía su abuela. Se creía la protagonista de los cuentos que leía, y de los cojines del dormitorio resultaban el público y la crítica perfectos: nunca se quejaron. Cuando Maribel tenía trece años, una tía suya vio un anuncio de una agencia de modelos que buscaba nuevas caras infantiles. Su madre la apuntó. Enseguida empezó a hacer campañas para marcas de lana, para McDonald’s o para superficies comerciales. Tres años después, debutó en la televisión y en el cine. Entonces, aquella adolescente que nunca había actuado, y a la que nadie enseñó a actuar jamás, se convirtió en actriz. “Cuarón me dijo una vez que sólo hay una manera de actuar, que es hacerlo desde la verdad, desde la honestidad. Y que así es como lo hago yo”, me cuenta Maribel hoy. Habla como un torbellino. Prácticamente no hace falta preguntarle. Enlaza recuerdos y películas mientras gesticula. Coge la grabadora que he colocado frente a ella y la aleja. Se la acerco de nuevo y vuelve alejarla. Parece un duelo encubierto. Después me toca el brazo con la punta de los dedos para remarcar algo y los aparta rápido, como si se quemara. “Yo no he ido nunca a una escuela de actores. Pero siempre me ha gustado el cine, el teatro y, sobre todo, la literatura”, añade.

“Con 16 años eres un idiota integral. Y más en este oficio cuando te llega la fama”, me suelta, al otro lado del teléfono, Jorge Sanz. Él, además de uno de los actores más populares en España, es, como se considera, un hermano de Maribel. Un año mayor que ella, ambos empezaron en el cine a la vez, rodando tres películas juntos en aquellos primeros años y repitiendo después en tres ocasiones más. “Pero Maribel ha madurado muy inteligentemente. No como yo. Y en lo que no ha cambiado nada es que sigue siendo la misma actriz eficaz que hace todo parecer fácil. Y en eso ya era igual con 15 años”.

—¿Recuerda cómo besaba ella entonces?—Pues igual que yo. Igual de mal, quiero decir.

Sólo diez años después de que su tía hubiera visto aquel anuncio, Maribel ya había rodado 25 películas. También había crecido. La niña de los anuncios se convirtió primero en una adolescente y después en una joven impactante. Morena de densos rizos largos, curvilínea, exuberante. Un volcán. Además, no tenía problemas para desnudarse en pantalla. Ni para protagonizar escenas de sexo, con mejor o peor encaje en el guión, según el director. Memorables fueron las de Huevos de oro (Bigas Luna, 1993) con Javier Bardem.

Las revistas comenzaron a etiquetarla como la más deseada en España, como una bomba sexual, como un mito para los hombres y un montón de frases hechas similares más. Era el mundo antes de Internet. El morbo estaba en las páginas de las revistas donde las actrices posaban sugerentes, en los VHS o en la imaginación. En primavera de 1996 sus fotos para un anuncio de lencería adornaban las marquesinas de las paradas de autobuses de Madrid. Había hombres entonces que confesaban en artículos en el periódico que perdían el autobús por mirar a aquella Maribel de braguitas y sostén blanco que se insinuaba al otro lado del cristal. Pero el impacto fue incluso mayor. Durante la noche, los cristales eran apedreados y los pósters desaparecían. A la mañana siguiente volvían a colocarse. Hasta que el ayuntamiento y la firma que la había contratado decidieron que no podían permitirse más destrozos y cambiaron de campaña. Entre quienes apedrearon aquellas marquesinas estaba Sanz, su amigo y compañero. Aun hoy, 20 años después, presume de haber sido, junto a los cineastas David Trueba y Luis Alegre, quien arrojó la primera piedra, el precursor de aquel “fenómeno viral” previo a Internet y a las redes sociales. “Ahí fue cuando Maribel se convirtió en un mito sexual. Y ella tomó conciencia de ello”, recuerda el actor.

La llamada ese mismo año del director Ricardo Franco (fallecido en 1998) para hacer La buena estrella inició el cambio que se confirmaría definitivamente en aquella playa de Oaxaca. Maribel interpretaba a Marina, una prostituta tuerta. Fue nominada por tercera vez al premio Goya de la Academia de Cine española. No se lo dieron. Pero su perfil público empezó a cambiar. Las firmas de moda que hasta entonces no querían dejar sus vestidos a la actriz para las galas comenzaron a ofrecerle sus diseños. También apareció en su vida Pedro Larrañaga, productor teatral y miembro de una de las sagas de actores más conocidas de España. Se casaron en 1999 y hoy forman una de las parejas más sólidas del tambaleante mundo sentimental del cine. De hecho, cuando le pregunto a la actriz quién es para ella un héroe en la vida real responde, sin dudar, que su marido. “Me ha ayudado mucho a ser como soy. Es un tío con una cabeza maravillosa. Llevo 16 años con él y me sigue fascinando”, confiesa.

Palacio de Bellas Artes. 21 de marzo de 2007. Por los altavoces llega el anuncio: “La señora Maribel Verdú”. La actriz sube al escenario. Vestido negro con escote palabra de honor y abultados volantes en la falda. Lleva el pelo recogido. Llora. Se tapa la boca con la mano. Balbucea e intenta dar las gracias. Acaba de ganar el premio Ariel como mejor actriz por El laberinto del fauno. Se lo agradece a Cuarón, “sin el cual no hubiese tenido la oportunidad de conocer este país que me brinda satisfacciones una detrás de otra”. Y al director, Guillermo del Toro, “mi gordo maravilloso que cada vez está más flaco”, como le llama. Termina con un “¡viva México!” acelerado, aflautado, ahogado, mientras levanta la estatuilla de ese hombre marcial, desnudo y altivo que es el Ariel.

Pero la escena esconde algo más.

La llamada de Del Toro resultó crucial para la actriz. Y tú mamá también fue un éxito, nominación a mejor guión original en los Oscar incluida. A Maribel le da fama internacional. Pero tras aquel rodaje el cambio que quiere no termina de producirse. La nueva Maribel no encuentra los papeles que necesita. No recibe los guiones que espera. Enlaza entonces algunos proyectos menores y mientras tanto se desespera. Para matar el tiempo hace petit point y colorea mandalas, esas formas geométricas indias que representan el universo y son herramientas para la concentración y la meditación. Completa hasta dos al día. Le puede la ansiedad interior, querer acabar algo según se empieza. Ése es, como cuentan quienes la conocen bien, uno de los rasgos de su carácter. Si le gusta una serie de televisión, se traga media temporada del tirón una noche. Si necesita aprender inglés, se zambulle en intensas clases particulares y desconecta de todo.

Así sucedió cuando Francis Ford 
Coppola la llamó en 2008 para rodar 
Tetro. La española llegó a aprender más inglés del que el director necesitaba para su personaje. Cuando terminó el rodaje, se olvidó del idioma, lo dejó aparcado. “Para todo es muy impulsiva. Cualquier exceso sabemos que tiene una fecha de caducidad, y que después se pasará al lado contrario”, lo resume Rodríguez. Maribel quería entonces, sobre todo, que pasara el tiempo. Y que lo hiciera rápido.

Sin embargo, durante ese tiempo a su buzón siguen llegando ofertas. Tras rodar con Cuarón los grandes estudios de Hollywood se fijan en ella y la tantean. “Eran películas como de tía en plan maciza, de guerrera con espada. Pero yo no quería meterme en ese mundo. A veces he pensado que fui tonta, porque hubiera ganado mucha pasta y a lo mejor eso me hubiera permitido producir aquí alguna película. Pero ya había tenido que hacer muchas cintas en otros momentos de mi vida, cuando empezaba, porque no me quedaba otro remedio. Así que tras rodar Y tu mamá… decidí que quería hacer sólo aquello que de verdad me gustara y me diera prestigio”, cuenta la actriz.

—¿Cómo tuvo tan claro que quería rechazar las ofertas de Hollywood?—No lo sé. Aunque fue clarísimo. Y eso que aquí, sin embargo, no me ofrecían nada interesante, sólo bodrios. Pero sabía que no podía hacer cualquier cosa. La espera fue guay, porque después hice El laberinto del fauno. ¡Y desde ahí ya no he vuelto a dar un beso con lengua en la pantalla! Curiosamente, no me han ofrecido ningún guión sexual más. De hecho, a veces pienso: “Joder, tampoco es eso, ¿no?”.

Verdú ríe abiertamente mientras despliega esa boca tan suya, amplia como una vela y de grandes dientes perfectamente alineados. Habla con una naturalidad poco habitual. Repite “tío” con frecuencia, para aludir al periodista, o como coletilla, y el adjetivo “bestial”. Y sonríe. Incluso cuando recuerda aquella etapa de sequía en la que sufría porque no terminaba de consolidarse el cambio en su carrera. Hasta que llamó Del Toro. Hasta que interpretó a Mercedes, una criada al servicio de un despiadado capitán falangista en la Guerra Civil española. Hasta que le dieron el Ariel. “Yo no me lo podía creer. Estaba acostumbrada a perder. Nunca me habían dado premios. Y entonces dijeron mi nombre… Aún recuerdo que en mi butaca en el Palacio tenía al lado a Guillermo, delante a Cuarón y detrás a Iñárritu”.

—Ya sólo le falta entonces que le llame Iñárritu…—No, ya lo hizo… Pero no pude trabajar con él por un problema de calendario.

Y sonríe.

El laberinto… del director mexicano fue la confirmación que Maribel necesitaba de que no se había equivocado. “Me encontré a una Maribel muy dolida. Cuando le ofrecí el papel me preguntó si lo hacía de verdad o si estaba valorando a otras actrices. Le dije que sí, que la quería a ella”, me cuenta Del Toro. “Y me respondió muy conmovida que a ella nunca le ofrecían papeles así”. El cineasta ha parado la agenda de promoción de su nueva película, Crimson Peak, para hablar de Maribel, la actriz que, según me confiesa “es una presencia única en el cine mundial”. La había conocido cuando rodó Y tu mamá…, pero se había quedado prendado de ella con Amantes, de Vicente Aranda, diez años antes. El mexicano no vio el cuerpo y el deseo, sino “la vulnerabilidad” que también mostraba la actriz. Con Y tu mamá… lo confirmó: le gustaba la Maribel de las escenas más calladas, la fuerza interna que se le intuía.

Cuando la fichó, algunas personas en España, como el productor Andrés Vicente Gómez, criticaron su decisión. Le dijeron que se equivocaba, que Maribel pasaba una mala racha y que le perjudicaría en la taquilla. “Pero no me importaba absolutamente nada. Mi intuición me decía que era perfecta”, afirma orgulloso.

Durante aquel rodaje el director no sólo le aconsejó a la española, una devora-libros-empedernida, novelas de su adorado Charles Dickens. También le recomendó que escogiera películas diferentes, proyectos que no se hubieran hecho antes. Que buscara, como me lo explica, “las películas que la necesitaban a ella, y no las que ella necesitaba. Proyectos huérfanos, que nadie quisiera hacer, pero que con ella se potenciaran”. Maribel tomó nota de todo. De los libros de Dickens, para combinarlos con la novela rusa del siglo XIX que tanto le gusta, y del consejo sobre el cine que debía rodar.

Desde entonces ha hecho 16 películas más. La filmografía de Verdú es tan extensa que ella misma reconoce haber olvidado algunos de sus trabajos. Desde entonces ha rodado en España tres películas con la directora Gracia Querejeta (Siete mesas de billar francés, 15 años y un día y Felices 140) y planea hacer una cuarta. También con afamados directores como Gonzalo Suárez (Oviedo express) o José Luis Cuerda (Los girasoles ciegos). Ha trabajado de nuevo en México (La zona, del uruguayo Rodrigo Plá, “un ser acojonante”, como lo define ella). Y en Argentina, donde acaba de hacer Sin hijos, una comedia de Ariel Winograd; donde se filmó Tetro, la primera película que Coppola escribía después de 40 años y donde este otoño rueda —en península Valdés— El faro de las orcas, con Gastón Pauls, la historia real de Beto, un hombre que ha conseguido establecer amistad con las ballenas. En 2012 estrenó, además, Blancanieves, el éxito del año, del director Pablo Berger. Cine mudo y en blanco y negro en el que el cuento de Blancanieves se convierte en una historia de madrastra, plazas de toros y enanos toreros. El proyecto que mejor ha cumplido el consejo de Del Toro.

“Aún recuerdo el día que le presenté el guión a Maribel. Habíamos quedado al mediodía en una cafetería cerca del Retiro. Yo fui un poco antes y me senté mirando hacia la puerta. Cuando apareció sentí que entraba a cámara lenta y que un foco la seguía. Fue la primera vez que la vi en persona y pensé que era una aparición. Un flechazo absoluto. Desde entonces continúa la magia”, recuerda Berger. Armado con un ventilador para combatir el calor de la capital española, el director prepara ya su nueva película, que Verdú protagonizará y que espera rodar el próximo año. Ya la conoce. Ha preparado el guión (aunque pide no desvelar aún nada del proyecto) pensando en ella. Y sabe que mientras no haya que madrugar para rodar, trabajar con la madrileña volverá a resultar fácil. “Es una mujer de acción. Quiere hacer. Quiere probar. Le gusta trabajar desde el placer, desde la diversión. Se toma el rodaje como un juego”, me explica. “Para un director es muy sencillo trabajar con ella porque entiende la maquinaria. Sabe cómo funciona un rodaje mejor que yo y lo que necesita cada técnico. E intenta ayudar a todos”.

Desde aquella fábula que era el fauno a Maribel también le ha acompañado la crítica. Incluso cuando las películas no resultaban tan buenas como se esperaba. “Lo único que encuentro salvable en este penoso naufragio es la interpretación de Maribel Verdú, alguien que trasmite vida y autenticidad en medio de tanta impostura, de situaciones forzadas y personajes huecos”, escribió el crítico del diario El País, Carlos Boyero, sobre Tetro. En una de las primeras escenas de aquella película, los dos personajes principales que interpretan Vincent Gallo y Alden Ehrenreich hablan de Maribel. “¿A que se parece a Ava Gardner?”, le pregunta uno al otro. “Pero no, no se parece a Ava, ella sólo me recuerda a Maribel. Es única. Y tiene esa belleza… ¿Cómo puedo decirlo…? Bueno, ¡es que es mi tipo de mujer!”, me confiesa, por correo electrónico, el propio Coppola. Que un director de su fama se preste enseguida a participar en un perfil sobre la actriz, a pesar de las duras críticas que recibió su obra, resulta revelador. “A ella le gusta disfrutar de la vida. Y además logra que sea contagioso. Siempre está dispuesta a ayudar y ansiosa por hacer algo maravilloso. Trabajamos muy duro y muy juntos todos. Hubo muchos retos y complicaciones. Pero Maribel nunca fue uno de ellos”, añade el cineasta.

Y también, al fin, llegaron los premios. El Ariel fue el primer gran reconocimiento que recibió. Pero en España no la premiaron tampoco por El laberinto… Verdú sumó con aquella película su cuarta nominación al Goya; y la cuarta noche que se marchó de la entrega sin llevarse el busto en bronce del pintor. La primera vez fue en 1992, por Amantes, pero Maribel era aún joven. Aquella noche terminó sirviendo copas en la discoteca de moda de la capital, Oh! Madrid, uno de los clubes donde la noche post Movida madrileña bullía. La gente se acercaba a pedir una bebida y ella les atendía. A quien la reconocía ella le respondía: “Que no, qué pesados, toda la noche igual, que no soy Maribel Verdú”. Pero sí, lo era. Ni siquiera se había quitado el vestido que llevaba en la ceremonia.

Con la cuarta nominación fue diferente. Ya no era aquella Maribel en efervescencia total, que descubría la noche (y a sus habitantes) de Madrid, que enlazaba papeles unos con otros. Ya era la Maribel del cambio de Oaxaca. La Maribel del fauno. Y se cansó. A sus amigos les mascullaba entonces que debían haberla premiado ya y que no volvería a ninguna gala más. El director Fernando Trueba, que la conocía desde que vio su potencial aún como adolescente y la fichó para El año de las luces en 1986, apagó su ira. “Volverás, porque para eso estáis las actrices. Es tu papel. Fíjate en las grandes actrices de Hollywood que cada año van a los Oscar y no les dan premios”, le dijo. Un año más tarde Maribel volvía a estar nominada, por Siete mesas de billar francés. Y, esta vez, sí ganó. Pocos meses después le daban, además, la Medalla de Oro de la Academia y el Premio Nacional de cine. Y en 2012 volvía a ganar otro Goya por Blancanieves.

El 28 de marzo de 2004, el escritor valenciano Manuel Vicent publicó en El País una columna que se titulaba Las olas. En ella escribía: “Si en medio de un gran temporal el navegante piensa que el mar encrespado forma un todo absoluto, el ánimo sobrecogido por la grandeza de la adversidad entregará muy pronto sus fuerzas al abismo; en cambio, si olvida que el mar es un monstruo insondable y concentra su pensamiento en la ola concreta que se acerca y dedica todo el esfuerzo 
a esquivar su zarpazo y realiza sobre él una victoria singular, llegará el momento en que el mar se calme y el barco volverá a navegar de modo placentero”.

Verdú quitó recientemente aquella columna de su nevera. Estaba ya el papel marchito y arrugado. La había visto cientos de veces. Cada vez que abría el frigorífico buscando uno de los botes de mayonesa, siempre de la marca Calvé, con la que come todo, que lleva a los viajes y que pide en los rodajes, se topaba con ella. Ola a ola. Momento a momento. Vicent la había publicado, sin saberlo, en esa etapa baja en la que Maribel Verdú había cambiado a la Maribel Verdú que los españoles habíamos conocido.

Ahora está, como dice, “en una racha estupenda. Contenta y con proyectos interesantísimos, porque los personajes que me ofrecen me siguen gustando. Vas cumpliendo años y piensas: ‘Ay, a ver qué pasa ahora…’. Pero de momento los papeles me gustan, tienen aristas, son interesantes…”.

Su representante, Trini Solano, con quien Maribel mantiene además una estrecha amistad, y que es la única persona, además de ella, que lee los guiones que le llegan, me había advertido que le cansan las entrevistas largas (aunque ella lo niega). Pero puede entenderse. Habla muchísimo. Se vuelca en cada respuesta. Parece incluso disfrutar de la charla. Ante una actriz, claro, a uno le queda la duda de si estará interpretando a un personaje, a la Maribel Verdú interrogada por un periodista. Pero sus amigos confirman que no, que no lo hace. Como dice Casado, “es bastante transparente. Lo que se ve, más o menos, es lo que hay. Esa forma de hablar… Esa excitación...”. Ella misma se define como una persona clara, nada retorcida. “¿Ha visto el personaje de la mujer de la película Perdida, de David Fincher?”, me pregunta. “¡Hooostia! Hay muchas mujeres así. Pero yo jamás podría llegar ni a subir el primer escalón de eso”.

—Bueno, eso tendría que contrastarlo con su marido, ¿no?—No, no, en serio. Es imposible discutir conmigo. A mí lo que más me gusta del mundo y lo que me gustaría que recordasen de mí el día que falte es el buen ambiente que creo, el buen rollo, las risas, la buena disposición. No soporto ir a un rodaje en el que haya tensión o discusiones o en el que el director grite. Porque me pongo a llorar en una esquina o me voy a casa. Y lo he hecho: me he ido a mi casa o al hotel.

La actriz Carmen Ruiz ha trabajado en dos películas con ella, Gente de mala calidad (Juan Cavestany, 2008) y Fin (Jorge Torregrossa, 2012). En sendos rodajes trabaron una amistad, como la define, “impresionante, de una química brutal”. Para Maribel el cine es su casa y sus mejores amigos forman parte de la industria. Son su familia. Como Carmen, que no duda en aprovechar uno de los descansos de la obra de teatro que prepara en Madrid para hablar de su amiga Maribel. Sobre todo, de la actriz. “Es una más, en el mejor de los sentidos. Con todo el equipo. Es cariñosa y generosa. Tiene una niña dentro y derrocha energía y simpatía. Todo lo que hace es de verdad. En eso hemos conectado mucho las dos. Tenemos poca intensidad por las cosas”, cuenta.

"No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más."

Maribel dice de sí misma que es “poco consciente” de quién es. “Y prefiero ser así”, añade.

—¿Cómo se logra eso?—Cariño, relativizando todo... Y sabiendo que todos vamos a acabar en el mismo lugar. Que hoy estás aquí y mañana al otro lado. Y que todo da la vuelta siempre.—¿Ha sido así siempre o ha debido aprenderlo?—Siempre.—¿Es ambiciosa?—Sólo en el terreno personal. Sólo quiero ser muy feliz en mi vida.—¿Y en el profesional no?—Sí, pero para hacer buenos papeles y trabajar con buenos directores. Y, sobre todo, repetir con los directores con los que ya lo he hecho, que es lo que más ilusión me hace. Porque eso significa mucho.—¿Con quién le gustaría rodar?—Quiero trabajar con Rodrigo García. Y por encima de todo con [Juan José] Campanella. Algún día lo haremos. Porque además somos amigos y se lo he dicho y me ha respondido que sí. Y me encantaría repetir con el gordo [Del Toro] y con Cuarón.—¿Qué papel no le ha llegado aún que le gustaría recibir?—No lo sé, porque nunca pienso en eso. Si no estás toda la vida esperando ese papel. A mí me van llegando y me voy ilusionando con los personajes.—¿Piensa en cómo serán los que le llegarán en el futuro? ¿Tiene miedo?—No. No quiero vivir con miedo. El futuro próximo inmediato es de aquí al domingo. No me planteo más.—¿De verdad?—Sí, porque si no sería aterrador... Eso decía aquella columna de Vicent.

Cambia el agua por una cerveza fría 
y enciende un cigarrillo de liar. Cae la tarde en Madrid y el calor se apacigua. Sigue hablando con el mismo énfasis. Se recuesta en la silla. Mueve los brazos. No es aquella Maribel de las marquesinas. Está delgada y lleva el pelo recogido. Pero es Maribel Verdú. Dicen sus amigos, bromeando, que a finales de los noventa empezó a “secarse”. Así definen el cambio anatómico que vivió. La Maribel voluptuosa dejó paso a una Maribel más afilada de rasgos marcados en la que esos grandes ojos oscuros que la definen y esa boca tan suya, tan de España ya, tan de una generación entera, resaltaban aún más. Fue la transformación total. Cambiaron los papeles y cambió la mujer. Incluso su estilo. La Maribel más sensual se escoró hacia el lado contrario. José Juan y Paco, sus amigos y estilistas, la ayudaron con la transformación. “No fue algo consciente ni lo pidió ella. Así es la vida. Cuando llevas mucho tiempo haciendo algo, sin darte cuenta, te vas al otro extremo”, cuenta José Juan. En Maribel se traduce en que empezó a lucir estilismos de cuellos cerrados y vestidos de manga larga. “Fue una de las primeras que los llevó”, recuerda el estilista. “Pero es que vestirla es muy fácil: sus ojos y su sonrisa son sus grandes atractivos”. Ahora quieren volver a darle una vuelta de tuerca al personaje. Abrirla. Hacerle que insinúe más. Que deje atrás esos cuellos caja y vuelva a lucir escote. “Ella al principio no quería. Pero le estamos insistiendo en que enseñe un poco porque está muy bien”, añade.

Ahí, eso sí, se topan con la otra Maribel, la más personal. La mujer que no soporta que le pregunten en las entrevistas por qué no ha querido ser madre. La “bomba sexual” de los viejos titulares que madura y ahora se obsesiona con que sus brazos ya no están tan firmes, o con que su rostro tiene alguna arruga o sus piernas no son como las de otras mujeres que ve en las revistas… Hasta que alguien, como Paco, ante tanta pega, ante la retahíla de quejas, la frena y le suelta: “Llevas razón, Maribel, estás horrible, quédate en casa encerrada y no salgas”. Y ella, entonces, ríe. Y, por supuesto les hace caso. Y se empieza a vestir de nuevo con prendas más sugerentes. Lo quiera o no, lo oculte o no, Maribel Verdú forma parte, como lo define su amigo Jorge Sanz, “de la memoria sentimental de toda una generación”. Más aún, añade, “porque tal y como está madurando, hace que siga siendo ese referente sexual”.

La actriz me confiesa hoy que desde hace unos años se siente “profundamente querida y considerada”. Una fórmula complicada de lograr porque, dice, “si te muestras muy cercana se te ve como de la casa y entonces es difícil ser considerada”. Como reconoce también, no fue así siempre. Aunque afirma que las críticas nunca le han afectado en exceso, recuerda aún las malas, “sobre todo al comienzo de mi carrera, cuando decían: ‘Ya está aquí la tetona otra vez mostrándolo todo…’”.

Pero, sobre todo, se acuerda de una de ellas: fue la que hizo el célebre crítico teatral Eduardo Haro Tecglen en el verano de 1989, cuando Maribel aún no había cumplido los 19. Ella representaba con el popular y televisivo actor Antonio Resines (hoy presidente de la Academia del Cine) el Miles gloriosus, de Plauto, dirigidos por Alonso de Santos. Teatro puro y clásico. Al día siguiente, el crítico destripaba la obra. “Antonio Resines no sabe hacer teatro”, escribía en El País. “Maribel Verdú no existe”, sentenciaba. Pero no. Una escena esconde a veces otras ocultas. Y ahí se equivocó el crítico. Maribel Verdú sí existe. Siempre lo ha hecho.

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