López Obrador no asistió porque los presidentes de Venezuela, Nicaragua y Cuba no fueron invitados. ¿Tiene algún mérito su postura?, ¿qué significa esto para nuestra relación con EUA?, ¿qué oportunidades ganó o perdió México?
El 6 de junio la secretaria de Prensa de la Casa Blanca defendió la postura de no invitar a Cuba, Nicaragua y Venezuela a la Cumbre de las Américas porque el gobierno de Estados Unidos “no cree que se deba invitar a los dictadores”. El presidente López Obrador había elevado el perfil mediático de esta decisión al declarar que él no asistiría si no se incluía a todos los jefes de Estado de la región, aun a los que no fueron electos democráticamente. Al no concretarse esas invitaciones, el presidente de México cumplió su amenaza y no asistió a la Cumbre de las Américas, que se celebra cada tres años y tuvo lugar en esta ocasión en Los Ángeles, del 6 al 10 de junio. ¿Tiene mérito el argumento del presidente López Obrador?, ¿valía la pena llevarlo al extremo de no asistir personalmente a la Cumbre? ¿Qué gana y qué pierde México con esta decisión? y ¿cuál es el balance de esta reunión interamericana?
En la misma conferencia de prensa de la Casa Blanca, algunos periodistas le preguntaron a la secretaria Jean-Pierre cómo reconciliar esa postura con los rumores sobre un viaje del presidente Biden a Arabia Saudita. La secretaria respondió que “si el presidente determina que está en el interés de Estados Unidos interactuar con un líder extranjero y que esa interacción puede generar resultados, entonces lo hará”. Más allá del muy cuestionable doble estándar, sentarse a la mesa con todos los jefes de Estado de América Latina y el Caribe está en el interés de Estados Unidos. La migración irregular a ese país, el tráfico de drogas y de armas y la creciente presencia de China en la región son algunas de las agendas para las cuales es insostenible obviar a cualquier país de la región, por no mencionar el reciente déficit en los suministros de petróleo de Estados Unidos y el consiguiente acercamiento a Venezuela. Está también en el interés de todos los países de América Latina y el Caribe mantener el diálogo abierto con el poderoso vecino del norte y definir una agenda hemisférica u base en intereses compartidos. A fin de cuentas, tenemos una vecindad ineludible con Estados Unidos y retos comunes para los cuales requerimos su colaboración y en los que nos podemos beneficiar de sus recursos.
A pesar de la importancia de mantener el diálogo hemisférico, la Cumbre de las Américas es el único espacio que se presta a que esta interacción tenga lugar con la presencia de todos los países de la región. Aunque la Organización de los Estados Americanos (OEA) es la organización interamericana por excelencia, Cuba no participa en la misma desde 1962, el gobierno de Nicolás Maduro desde 2019 y Nicaragua se encuentra en proceso de abandonarla, tras denunciar el tratado constitutivo de la OEA en noviembre de 2021. En cambio, en la Cumbre de las Américas existe la posibilidad de contar con la participación de todos los países del hemisferio, como ocurrió en la de 2015.
Además de las motivaciones estratégicas, existen al menos dos fuertes argumentos normativos para sostener que Estados Unidos no debería tomarse la libertad de definir unilateralmente la lista de invitados a la Cumbre de las Américas. El primero tiene que ver con la institucionalidad del foro en cuestión. En la Declaración de Québec (2001), los Estados participantes decidieron que “cualquier alteración o ruptura inconstitucional del orden democrático en un Estado del hemisferio constituye un obstáculo insuperable para [su] participación en el proceso de Cumbres de las Américas”. Sin embargo, acordaron “llevar a cabo consultas en el caso de una ruptura del sistema democrático de un país que participa en el proceso de las Cumbres”. Es decir, la decisión de no invitar a un país a participar debería ser colectiva, no unilateral. El canciller Marcelo Ebrard tiene razón al sostener que “la Cumbre de las Américas es o debería ser de todos, no de quienes la hospedan”.
El segundo argumento normativo se refiere a los principios del derecho internacional de no intervención e igualdad soberana de los Estados. La defensa de estos principios, así como la convicción de que el multilateralismo se nutre de la participación de todos, se han traducido en un llamado a la participación universal de los Estados en estos organismos, independientemente de su tipo de régimen. Hay, por supuesto, una discusión interesante sobre si debería sostenerse la participación universal aun cuando entra en tensión con la protección y promoción de la democracia y los derechos humanos. Sin embargo, no cabe duda de que la inclusión de todos los Estados es un argumento persuasivo y, en el caso de México, congruente con su tradición diplomática de defensa de estos principios del derecho internacional. En el caso interamericano, cabe recordar, por ejemplo, que México se opuso a la suspensión de Cuba de la OEA en 1962.
Por tanto, existen justificaciones estratégicas y normativas relevantes para que el gobierno de México defienda que se invite a todos los países de la región a la Cumbre de las Américas. No es ni una ocurrencia ni una defensa de las reprobables dictaduras de nuestro continente. Sin embargo, no valía la pena llevar esta defensa al extremo de que el presidente se negara a asistir a la Cumbre y a que lo hiciera de manera tan pública. México no tenía nada que ganar en materia de política exterior y sí algo que perder al antagonizar como lo hizo.
Que México se abstenga de participar en este foro interamericano con el más alto nivel de representación ni posiciona a nuestro país como líder regional ni amplía su margen de autonomía frente a Estados Unidos. Con respecto al primer punto, el gobierno federal ha buscado posicionar a México como el líder que impulsará la creación de un nuevo orden interamericano, sustituyendo a la OEA por otra organización regional a través de la cual haya –a la vez– mayor integración regional y mayor respeto a la soberanía de los países, y en la cual Estados Unidos no sea el país dominante. Más allá de si dicha sustitución es posible o deseable, resulta paradójico que el gobierno de México pretenda impulsar el interamericanismo minimizando el interamericanismo. Tanto las ideas mencionadas –a las cuales el canciller Marcelo Ebrard considera parte de “la doctrina López Obrador”– como la defensa de la participación de toda la región en la Cumbre de las Américas habrían resonado más en Los Ángeles, en boca del presidente de México. Un llamado así hicieron, por ejemplo, los presidentes Alberto Fernández de Argentina y Gabriel Boric de Chile, quienes decidieron asistir, pero en sus discursos señalaron que “el hecho de ser país anfitrión de la Cumbre no otorga la capacidad de imponer un ‘derecho de admisión’”, en el caso del primero, y que “la exclusión sólo fomenta el aislamiento y no da resultados”, en el caso del segundo.
En cambio, cuando en vez de tener un discurso articulado y propositivo se recurre a una serie de dimes y diretes a golpe de conferencias de prensa, más fácilmente se distorsiona el mensaje de fondo y se desacredita al interlocutor. Así, lo que pudo haber sido un planteamiento interesante sobre el futuro del interamericanismo y el papel de México en el mismo, terminó siendo una serie de acusaciones sobre una inexistente defensa de las dictaduras de la región y un ríspido intercambio con algunos actores clave del gobierno estadounidense.
Algo similar ocurre con el ejercicio de la autonomía de México en materia de política exterior. Es cierto que nuestro país tiene una larga historia de emplear los foros multilaterales para ejercer contrapesos frente a Estados Unidos. La relación entre ambos países es profundamente asimétrica, y los organismos multilaterales, donde los costos son más bajos que en otros espacios, le han servido a México a lo largo de la historia para plantear su autonomía en oposición a Estados Unidos. Esto se ha manifestado en forma de votos en sentido contrario al preferido por los gobiernos estadounidenses —por ejemplo, el mencionado voto sobre Cuba en la OEA— o a través del impulso a agendas de interés para México que serían aún más difíciles de negociar en el plano bilateral —como la negociación de una convención interamericana contra el tráfico ilícito de armas de fuego en los años noventa—. Así, la defensa de la participación de toda la región en la Cumbre de las Américas puede interpretarse como un valioso ejercicio de autonomía frente a Estados Unidos. Sin embargo, en diplomacia la forma es fondo, y vale la pena preguntarse si este ejercicio habría sido más persuasivo no a través del boicot de López Obrador y los chismes matutinos, sino con un presidente que, por ejemplo, diera un discurso contundente en la Cumbre sobre la agenda regional y otros temas de interés para México, y que se reuniera con la muy importante diáspora mexicana en Estados Unidos, a la cual interpela poco.
Con respecto a los costos de que el presidente López Obrador no haya asistido a la Cumbre, el gobierno de Biden parece estar dispuesto a no darle demasiada importancia. Tan es así que ambos mandatarios tendrán una reunión bilateral en julio de este año. Probablemente nunca sabremos qué tanto se vio afectada la buena voluntad de la contraparte estadounidense hacia el gobierno de México por este altercado. Eso sí, la inasistencia de López Obrador a la Cumbre de las Américas les ha dado más municiones para atacar a México a los sectores del Partido Republicano que han encontrado un rédito electoral en antagonizar con los gobiernos de nuestro país y con las y los mexicanos. Por ejemplo, el senador Marco Rubio no desperdició la oportunidad para señalar que el presidente López Obrador le ha entregado el país a los cárteles de drogas y que es un apologista de las dictaduras. El presidente también inició una muy explícita e innecesaria confrontación con el senador demócrata Robert Menendez por oponerse a la inclusión de Cuba en la Cumbre. Menendez preside el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos y bien podría ser un aliado de México. Aunque estos costos eran fácilmente evitables, es cierto que difícilmente cambiarán el rumbo de la relación bilateral.
En suma, la inasistencia de López Obrador a la Cumbre de las Américas no fue ni una catástrofe para nuestra política exterior ni un triunfo diplomático. La interdependencia entre México y Estados Unidos es tan grande que un desaire de este tipo difícilmente puede volverse un punto de quiebre en la relación entre ambos países. La Cumbre de las Américas tuvo lugar, México estuvo bien representado por el canciller Marcelo Ebrard y el gobierno contribuyó y se sumó a las iniciativas acordadas. Entre estas destacan la Alianza para la Prosperidad Económica en las Américas y la Declaración de Los Ángeles sobre Migración y Protección, las cuales, a pesar de abordar temáticas cruciales, carecen desafortunadamente de propuestas concretas. El balance general de la Cumbre de las Américas es similar al del actuar de México: ni una catástrofe ni un triunfo.
Volviendo a nuestro país, la defensa de la participación universal en la Cumbre tiene su mérito, pero estuvo mal ejecutada en este caso y no abona al pretendido liderazgo de México en la definición del futuro de las relaciones interamericanas. Si al presidente López Obrador no le interesaba asistir a la Cumbre de las Américas, lo cual, cabe recordar, es congruente con su visión de que la mejor política exterior es la interior, la decisión pudo haberse manejado de manera más diplomática y discreta. Si acaso hay una lección que México puede extraer de este episodio es que a nuestra política exterior le va mejor cuando no se define en las conferencias matutinas.