<i>Aftersun</i>, el nuevo éxito del cine escocés

<i>Aftersun</i>, el nuevo éxito del cine escocés

17
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22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Aftersun, Charlotte Wells.

La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
Aftersun, Charlotte Wells.

Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

Charlotte Wells
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Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

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La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
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Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

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Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

Aftersun, Charlotte Wells.

La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
Aftersun, Charlotte Wells.

Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

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Aftersun, Charlotte Wells.

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La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
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Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

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<i>Aftersun</i>, el nuevo éxito del cine escocés

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
17
.
11
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
Aftersun, Charlotte Wells.

Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

Charlotte Wells
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Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
Aftersun, Charlotte Wells.

Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

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Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
Aftersun, Charlotte Wells.

Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

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Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

Texto de
Fotografía de
Realización de
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La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
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Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

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<i>Aftersun</i>, el nuevo éxito del cine escocés

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Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Aftersun, Charlotte Wells.
17
.
11
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
Aftersun, Charlotte Wells.

Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

Charlotte Wells
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Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
Aftersun, Charlotte Wells.

Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

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Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
Aftersun, Charlotte Wells.

Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

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La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
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Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

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Ganadora del premio del jurado French Touch en la Semana de la Crítica de Cannes, la película de la escocesa Charlotte Wells se estrena en salas de cine mexicanas. Aunque <i>Aftersun</i> sugiere la influencia de importantes cineastas escocesas, en cierta medida parece también moldeada por las tendencias contemporáneas; sin embargo esta no es razón para despreciarla sino para encontrar en este debut la posibilidad de experimentos mayores en un futuro.

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La popularidad supone, para cualquier espectador, un obstáculo. Frente a la aprobación de un público masivo, es decir, de miles o hasta millones de entidades que reaccionan con una emoción similar al mismo estímulo, uno se pregunta si es alguna discapacidad la que nos impide ver lo que fascina a tanta gente. Otra reacción típica es el separatismo: si yo no lo vi es porque no está. En ambos casos se nos olvida que todo objeto en la realidad es un fenómeno sometido por la percepción. Si una película triunfa entre la mayor parte de su público es porque complace algo que a lo mejor una minoría no privilegia entre sus necesidades. Y funciona así a la inversa: por eso a muchos nos emocionaría ver la hipotética película serbia de ocho horas, en blanco y negro, contada por una paloma, de la que se burlaba hace no mucho una tiktokera. Al enfrentarse entre sí, nuestras necesidades cinematográficas revelan la diferencia en nuestras convicciones y, con ello, cierta tensión.

Me parece que Aftersun (2022), de la debutante escocesa Charlotte Wells, plantea este problema. Las primeras reacciones a la película han sido tremendamente positivas o, por el contrario, desdeñosas ante lo que se percibe como un engaño. Quizá la división se deba a que la película satisface la necesidad de identificarse mientras, en el estilo, asume la influencia de cineastas escocesas como Lynne Ramsay o Margaret Tait, sin abandonar del todo el convencionalismo y la tendencia contemporánea a la nostalgia. Wells parece buscar una complacencia absoluta y, si bien la película pierde peso por ello, no me atrevería a despreciar sus esfuerzos.

La mayor parte de Aftersun se sitúa en un hotel en Turquía durante lo que podría ser finales de los noventa o principios del siglo XXI, la primera de varias ambigüedades que presenta la película. Calum (Paul Mescal) y su hija preadolescente, Sophie (Frankie Corio), pasan ahí un verano juntos pero ellos no representan un presente sucediendo frente a nosotros —como casi todo el cine, aunque se ubique en el pasado— sino una distorsión en la memoria de la Sophie adulta, que parece reconstruir los momentos entre un video de aquella vacación y otro. En ellos se explora la paternidad como máscara y la aparición de la diferencia y el deseo. Las imágenes significan una forma de la memoria.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

No me sorprende que la película haya sido distribuida por A24, un estudio que se asume como marginal en Estados Unidos pero que ha logrado encontrar la popularidad a partir de un sistema, a pesar de todo, similar al del Hollywood dorado. El tono, las tramas y hasta la fotografía y el montaje de las películas de A24 se parecen entre sí, tal como lo hicieron los clásicos de gánsteres de Warner, o de horror en Universal. Los logros individuales de las películas han llegado a ser notables pero pareciera que la compañía, más que empujar títulos diversos, genuinamente independientes, está intentando definir el estilo de su tiempo y explotarlo. Si bien sería exagerado decir que la homogeneidad entre sus películas es absoluta, también sería iluso pensar que tantas similitudes —destacan en este sentido sus películas de horror grisáceas, basadas en alegorías de nuestras sociedades— son una mera coincidencia. El cine es el producto de A24, y el estilo de cada película, ya sea encontrado en producciones ajenas que distribuye, o que lo cause al financiarlas, es una expresión de su marca.

Aftersun embona en el proyecto de A24 al coincidir con la fórmula nostálgica de Everything, everywhere, all at once (2022) y el minimalismo feminista de Joanna Hogg y Kelly Reichardt. También brota por ahí una adolescencia queer a la Barry Jenkins —productor de Aftersun— en Moonlight (2016). Esto no quiere decir que la película no pertenezca a Wells, que la escribió y dirigió como una autoficción. Más bien significa que alcanzó la distribución porque, de manera voluntaria o fortuita, se inscribió en las tendencias contemporáneas, lo cual la hace sospechosa para muchos.

La reconstrucción del fin de siglo más o menos reciente afecta a quienes lo vivimos: Sophie, una niña extrovertida y juguetona, le tiene un cariño particular a las maquinitas y se sube a una con forma de motocicleta para competir con otro niño. Muchos británicos encontrarán en este tipo de vacación un recuerdo clásico de aquel tiempo, completado por las canciones de Blur, Chumbawumba, R.E.M. y Queen, acompañados de David Bowie, por no menospreciar la infaltable “Macarena”. Wells logra con esto una identificación similar a la de películas como Roma (2018), de Alfonso Cuarón, que usan los detalles de un tiempo para insertarse en otro; el público encuentra en las imágenes cinematográficas una forma de retar al tiempo y recuperar su pasado.

Aftersun, (2022), Charlotte Wells.

Esto es parte del aparato afectivo de una película que presenta, además, una paternidad idealizada: Calum es comprensivo con Sophie, le da independencia para explorar el hotel sola y le pide que le cuente en un futuro de los muchachos que conozca y de las drogas que use. Entre sus libros hay manuales de tai chi y meditación y, lo más extraño de todo, una recopilación de textos, cuentos y poemas de la cineasta Margaret Tait. Con ello, Wells parece hablarnos más de sus intenciones que de los intereses de Calum, pero antes de llegar a ello, hay que notar los quiebres en la idea romántica de este personaje. Así como lo visualiza prudente y sabio, Sophie también recuerda o imagina a su padre llorando solo o sumergiéndose en el mar, quizá con la intención de suicidarse. Si bien el sueño del padre bueno domina la narrativa, Wells la complementa, o quizás hasta podríamos decir que la combate, con estas imágenes que deshacen la fantasía y nos regresan a la realidad por medio del sufrimiento oculto de Calum.

Esta fractura, esta tensión, encuentra otra salida en el estilo de la película. Aquí es donde entran a cuento no solo Tait, sino también Ramsay, Reichardt y Hogg: Wells parece aspirar a una filmografía mínima, sutil y sincera, como la de ellas. De nuevo, la directora escocesa obedece a las tendencias pero logra escenas notables por su capacidad de abarcar significados complejos con decisiones casi imperceptibles. En una de ellas Sophie duerme dentro de la habitación del hotel mientras Calum, separado de ella por una puerta de vidrio, toma aire en el balcón. Wells enfatiza la perspectiva de Sophie como la dominante en Aftersun al escuchar su respiración y al silenciar por completo los ruidos del exterior: padre e hija están juntos pero separados por el divorcio, por las luchas internas de Calum, por la falta de dinero, por la puerta.

Aftersun, de Charlotte Wells
Aftersun, Charlotte Wells.

Lynne Ramsay exploró algo similar en su cortometraje Gasman (1997), en el que también la pequeña protagonista era señalada como la narradora sin necesidad de una voz en off. De Tait, a quien Wells cita directamente, parecen venir imágenes táctiles de lo cotidiano, pero si la gran directora vanguardista filmó los dedos de su madre desenvolviendo un dulce en Portrait of Ga (1952), su admiradora se fija en los cuerpos adolescentes como signo de la sexualidad emergente, o en el barro que se untan Calum y Sophie en un baño térmico, que podría ser el mismo donde se embelleció Cleopatra.

En contraste con sus influencias, Wells es menos sofisticada: es más difícil comprender las primeras escenas de Gasman, con sus imágenes de cuerpos recortados, y aunque la cotidianidad de Tait parece definir varias escenas de Wells, su montaje es más acelerado y más decidido a narrar, a simbolizar. Wells se arriesga menos y tal vez por ello atraiga ataques, pero también aplausos entre quienes privilegian la identificación sobre el formalismo. ¿Deberíamos ver a Aftersun como una película popular con cierta ambición?, ¿o como un cine subversivo pero temeroso de quedarse sin público? No es necesario escoger porque, de algún modo, Wells hace las dos cosas y produce una tensión que, a pesar de todo, sugiere la posibilidad de una filmografía más autónoma y sobre todo libre. En vez de desconfianza, prefiero darle tiempo.

Charlotte Wells
Aftersun, Charlotte Wells.
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