Archivo Gabriel García Márquez, un asombroso legado vivo

Un legado vivo

Cuando la obra de un artista es de verdad importante, su impacto rebasa los límites de su disciplina

Tiempo de lectura: 13 minutos

Existe una fotografía en la que Gabriel García Márquez aparece sentado escribiendo Cien años de soledad. Al centro de la imagen está el escritor, con la sonrisa a medias de quien ha sido retratado mientras pensaba en otra cosa y con los brazos apoyados en una pequeña mesa atiborrada de papeles y plumas. Al lado de una lámpara plegable, sobre la mesa reina su célebre máquina de escribir Smith Corona gris, que le ha dado la vuelta al mundo en exhibiciones y bibliotecas junto con la medalla que recibió cuando ganó el Premio Nobel en 1982.

La foto data de octubre 1965 y fue tomada por Guillermo Angulo en una casa al sur de la Ciudad de México, esa ciudad deshecha, gris, monstruosa, como la llamó José Emilio Pacheco, que con los años se volvería el hogar de Gabo y su familia, su “otra patria distinta”. Fue en este país (más específicamente manejando un auto en la carretera rumbo a Acapulco) que la primera frase de Cien años de soledad le apareció en la cabeza y con ella como punto de partida, se sentó a escribir y no paró hasta terminar, dieciocho meses más tarde, la novela más icónica de su obra literaria.

La historia de La casa, como se llamó Cien años de soledad, es en realidad muchas historias. Una de ellas había comenzado hacia mediados de 1948, cuando García Márquez vivía todavía en Cartagena como escritor y periodista en El Universal y entre sus relatos se asomaba ya la semilla que germinaría definitivamente en su novela. “Es, en cierto modo, la primera novela que empecé a escribir a los diecisiete años, pero ahora ampliada”, le confesó al crítico chileno Luis Harss en 1965. O puede contarse también la historia del proceso de publicación del libro, que arranca cuando, en agosto de 1966, Gabo y su esposa Mercedes fueron a la oficina de correos de San Ángel para enviarle hasta Buenos Aires la versión terminada del libro a Francisco Porrúa, entonces director de la editorial Sudamericana. De los ochenta y dos pesos que costaba el envío completo ellos sólo tenían cincuenta y tres, así que tuvieron que dividir las hojas para mandar un primer paquete y volver después a hacer lo propio con la segunda parte. “Y otro libro mejor”, dice una nota del mismo García Márquez publicada en El País, “sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo con nuestros dos hijos durante ese tiempo en que no gané ni un centavo. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa”.

Dentro y fuera de su obra narrativa, Gabriel García Márquez hizo uso de todas las herramientas que tuvo a la mano para contar la vida. Fue, al mismo tiempo, un periodista cuya voz resonó en la ficción y un escritor que exploró el mundo con elementos de investigación. ¿Qué fue primero, literatura o periodismo? La frontera es, por supuesto, difusa. Y establecerla con exactitud no tiene demasiada importancia, porque lo esencial para Gabo fue consolidar la hermandad entre géneros hasta el punto donde no se sabe muy bien dónde comienza uno y termina el otro: “Mis libros son libros de periodista, aunque se vea poco”, escribió en 1991, “tienen una cantidad de investigación y de comprobación de datos y de rigor histórico, de fidelidad a los hechos, que en el fondo son grandes reportajes novelados o fantásticos, pero el método de investigación y de manejo de la información y los hechos es de periodista”. Para escribir Cien años de soledad, por ejemplo, consultó una enorme cantidad de libros de filosofía, alquimia, medicina y botánica (y no sólo él mismo, sino que encargaba la tarea a amigos cercanos: a José Emilio Pacheco que averiguara cómo estaba eso de la piedra filosofal, a Juan Vicente Melo que estudiara un poco sobre las propiedades de las plantas, y un largo etcétera). Los conocimientos reunidos, cuidadosamente investigados, se trenzaban entonces con la ficción. Porque eso sí, quizá la intención o los formatos cambien, pero hay una certeza que cruza, como flecha a toda velocidad, la totalidad de la obra de García Márquez: para narrar una historia como se debe se necesita mucha imaginación.

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Aunque García Márquez nació en Aracataca, Colombia, en 1927, es casi absurdo considerarlo simplemente un escritor colombiano. Además de su fecha y ciudad de nacimiento, hay ciertos datos sobre su nacionalidad y las particularidades geográficas de su vida que vienen al cuento: en 1961 se mudó a México con su esposa Mercedes Barcha y su hijo Rodrigo, donde trabajó como editor, periodista y guionista de cine (incluso fue actor, en 1965, con un breve papel en la película En este pueblo no hay ladrones, basada en un cuento suyo del mismo nombre) y, acaso más importante, conoció poco a poco a los amigos que habrían de convertirse en algunos de sus interlocutores intelectuales más cercanos y testigos privilegiados de su trayectoria. Su vida, que no conoció fronteras, orbitó después entre la Ciudad de México, Cartagena, La Habana, París. “Es transatlántico, es español, es hispanoamericano”, dijo su buen amigo Carlos Fuentes, “piensa y escribe en español, aunque se reconoce en el rostro del mundo”.

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