Pantano de promesas: Colinas de Santa Fe
Lydiette Carrión, Miguel León
Fotografía de Juan Pablo Ampudia / VII
Maestros, trabajadores industriales y pequeños comerciantes adquirieron una vivienda en Colinas de Santa Fe, en el puerto de Veracruz, uno de los cientos de fraccionamientos para los derechohabientes del Infonavit. Casas de unos cuantos metros, sin servicios, sin drenaje, producto de la construcción masiva que detonó una terrible política de financiamiento. Casas diseñadas para vender, no para vivir. Esta historia forma parte del especial «Vivienda en crisis».
Después de atravesar una barda medio derruida, entre maleza y lodo, como cruzando a otra realidad donde la atmósfera es casi sólida (por la humedad) y el sol está a plomo, en cuarenta o cincuenta pasos dejamos atrás Colinas de Santa Fe. Estamos en un vaso regulador que recibe el agua de las lluvias, los huracanes y las descargas de aguas negras de los fraccionamientos de interés social que circundan la zona, inhóspita para vivir. Alguna vez formó parte del manglar que protegía el puerto de Veracruz; hoy es a veces tierra firme, a veces una laguna de aguas negras, un pantano. Y en medio de esta área se erige una construcción en obra negra.
“¡Pásele a la casa, que ahí el sol da fuerte!”, dice Alejandro, un albañil vestido con una playera roja que tiene hoyitos de tan usada. El hombre invita a la casa, pero no es su dueño ni la habita. Está en el portal de una de las veinticuatro casas distribuidas en un complejo de dos líneas dúplex que no tiene nombre. Casas modelo de cuarenta metros cuadrados cada una, casas muestra. Después de ofrecerlas, Inmobiliaria Rojaysa pretendía levantar más viviendas aquí, pero los vecinos de junto, en Colinas de Santa Fe, se opusieron.
Alejandro vive en aquel fraccionamiento. Allá, con su esposa, su hijo y su nuera, renta por 1 500 pesos una casa un poco más pequeña que esta. No tiene un empleo formal. Se gana propinas a cambio de chapear la maleza, habilitar esta y otras casas muestra para que puedan ser invadidas, para que la gente que no puede comprar ni rentar en un esquema legal viva aquí. La casa en la que trabaja será habitada por una señora, Isabel, que se encuentra dentro, sentada en una cubeta invertida. Para conectar la luz, Alejandro habilitó un tren de diablitos. Primero conectó un poste de luz desde Colinas de Santa Fe hasta una casa que alguna vez perteneció al fraccionamiento. Se alcanza a ver a lo lejos: está deshabitada porque el pantano se la tragó. Actualmente está a medio hundir en esta superficie engañosa que a veces es lodo, a veces laguna y matorral. Pero volviendo a los diablitos, desde aquella casa hundida, el albañil colocó otro cable más hasta aquí, para que haya un foquito de luz en esta casa que ocupará la señora Isabel, un foco nomás, porque el cableado solo resiste para prender uno.
El albañil también ha cavado fosas sépticas en los minúsculos patios traseros de las casas, originalmente construidas sin ningún servicio, ni siquiera drenaje. En eso se parece mucho a lo que padecen los vecinos de junto, en Colinas de Santa Fe, al otro lado de la barda: casitas diseñadas para vender, no para vivir.
En la conversación hay otro hombre, a quien todos llaman el Sargento, que pronto se mudará aquí. Adela, la mujer que nos acompaña, le recrimina: “No vengan a vivir aquí. ¡Nosotros les impedimos que construyeran más casas y vendieran, ahora van a decir que es porque queríamos quedarnos con ellas!”.
El Sargento se ríe. “Mis perritos van a estar mejor aquí”, responde. “Mira todo esto”, y señala el pantano. Es hermoso. “Es para los animalitos”.
Adela entonces suelta un tropel de groserías amistosas. Ella no está de acuerdo, exige a las inmobiliarias, a las autoridades, al Infonavit que declaren que este lugar es inhabitable; que los reubiquen a un lugar digno.
Su historia es la misma que la de otros complejos habitacionales en México, abandonados, plagados de problemas de construcción, sin servicios públicos, cuyos habitantes —aquellos que no han salido huyendo— viven atrapados en esta realidad. La señora Isabel, como el Sargento y su vecino el albañil, todos ellos sobreviven juntos en este pantano.
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En 2017, Richard Marosi, periodista de Los Angeles Times, se dedicó a documentar los resultados del megafraude inmobiliario que cometió la empresa Homex. Fraccionamientos inhabitables por todo el país: casas como estas, minúsculas, mal construidas, inhóspitas. En una breve llamada telefónica, el periodista confirma a Gatopardo: “Colinas de Santa Fe fue uno de los fraccionamientos en peor estado que vi en todo el país”; aunque reconoce que hay otros con problemas severos, mantener a raya aguas negras añade una situación muy particular.
El origen de tantos fraccionamientos invivibles se remonta a la primera década de los años 2000. El actual director del Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (Infonavit), Carlos Martínez Velázquez, lo platica con mayor claridad, así que dejemos los pantanos a un lado para ir un momento a las oficinas del Infonavit en la Ciudad de México, en un edificio diseñado en los setenta por los arquitectos Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky, que se considera patrimonio artístico nacional. En el último piso, el cuarto, está la oficina del titular: un espacio donde cabría dos veces la casita en la que estábamos. Martínez Velázquez es un joven millennial egresado del ITAM; tuvo cargos de medio nivel en la oficina de la presidencia de Felipe Calderón y también con Enrique Peña Nieto. Él es la elección de la 4T para poner en orden el Infonavit.
Martínez sitúa el inicio del problema inmobiliario en la década de los noventa, cuando la crisis económica de 1994 —conocida como el “error de diciembre”— pegó con fuerza en la esfera hipotecaria y de la construcción y mucha gente perdió sus casas.
Entonces, el Infonavit se unió al Sistema de Ahorro para el Retiro por medio de un sistema de pensiones que puso fin a una gran bolsa bancaria que concentraba todas las aportaciones de la clase trabajadora y las individualizó en cuentas de ahorro. Pero lo que fue decisivo, a finales de los noventa, fue la idea, promovida después con total empuje en el sexenio de Vicente Fox, de impulsar un “mercado inmobiliario”. Fox creó comisiones, reestructuró instancias, facilitó créditos e inyectó muchísimo dinero. Fue así como, en unos pocos años, México pasó de tener muy pocas constructoras a tener miles desperdigadas por todo el país; sin embargo, hubo dos que destacaron: Casas Geo y Homex. Esta última construyó Colinas de Santa Fe. “Pero todo esto no se vio aparejado con un ordenamiento territorial”, explica Martínez Velázquez, “y tienes luego el ‘veneno’, que es el famoso subsidio a la vivienda”. Por un lado, el Infonavit facilitaba créditos a aquellos trabajadores que adquirían este tipo de viviendas de interés social y, por otro, el Gobierno federal inyectaba indirectamente dinero a las mismas constructoras. “Entre 2007 y 2009, la Comisión Nacional de la Vivienda, perteneciente al Gobierno federal, otorgó subsidios para la compra de vivienda nueva, generalmente entre los trabajadores de menores ingresos. Si bien, estos iban encaminados al trabajador, en los hechos, esta situación causó sobreprecios de las casas, cuyas ganancias finales quedaron en manos de las constructoras y desarrolladores de vivienda”, responde por escrito la oficina de prensa del Infonavit.
La idea de hacer un “mercado de vivienda” funcionó: entre 2001 y 2012, el Infonavit otorgó casi cinco millones de créditos. El problema fue que la inmensa mayoría de estas casas eran completamente inhóspitas: estaban mal construidas, erigidas en terrenos y espacios inadecuados y hasta peligrosos; hogares minúsculos, idénticos, multiplicados por miles y alejados de las redes de infraestructura de las ciudades. Unidades habitacionales terribles, como Colinas de Santa Fe. “Cuando llegamos [al Infonavit], las ciudades mexicanas habían expandido seis veces su mancha urbana, cuando la población había crecido dos veces”, dice Martínez Velázquez. Este informe del Instituto Nacional del Suelo Sustentable lo corrobora: entre 1980 y 2017, la población urbana creció a una tasa promedio anual de 2.4%, mientras que la superficie de sus ciudades lo hizo a un ritmo de 5.4%, es decir, 2.3 veces más rápido.
Y el “veneno”, el subsidio, hizo crecer como hongos bajo la lluvia a innumerables constructoras, unas muy grandes. Las mayores, Homex (del empresario sinaloense Eustaquio de Nicolás), Urbi (del mexiquense Cuauhtémoc Pérez Román) y Casas Geo (de Luis Orvañanos Lascuráin, de la capital). Pero también hubo empresas medianas o locales. Por ejemplo, en Veracruz, Intra (de la familia Ruiz), Provisa (del empresario Carlos Ramírez Capó) y La Purísima (de la familia Exsome), cuyos integrantes han ocupado diversos cargos en la política local, en el PRI y, actualmente, en Morena.
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Cuando las casitas de Colinas de Santa Fe se pusieron en venta, en 2007, el proyecto fue muy bien recibido. Homex, por aquel entonces, estaba en la cúspide y cotizaba en la bolsa de valores de Nueva York. Era considerada una empresa modelo. Maestros de la Universidad Veracruzana adquirieron una vivienda, trabajadores de las zonas industriales, pequeños comerciantes del puerto, pescadores. Todo trabajador que cotizara en el Infonavit y tuviera suficientes puntos —años trabajados en empresas o instituciones, así como los pesos de salarios retenidos durante décadas— podría solicitar el crédito al que, por ley, tiene derecho y adquirir una casa propia. El sueño no fue solo de la gente de Veracruz; también de trabajadores de otros estados, como Puebla o la Ciudad de México, que compraron aquí. El plan expuesto sobre maquetas, que se mostraba a los interesados en una oficina con aire acondicionado, presumía una ubicación tentadora: el desarrollo se concibió a treinta minutos en automóvil del malecón y sus tardes de danzón en la explanada del Zócalo, de las nieves del Güero Güero, las playas con vistas al fuerte de San Juan de Ulúa y hasta del café La Parroquia y sus afamados lecheros. El proyecto era ideal para los turistas que fijan sus planes de Semana Santa en el puerto del Golfo de México, con su carnaval y Festival de la Salsa. Una casa de descanso propia es mucho mejor que rentar un cuarto de hotel por quinientos pesos la noche, a un costado de la central de camiones, en habitaciones con climas que medio funcionan, donde las discusiones y el sexo se filtran por las paredes.
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Adela Blanco y su familia son del puerto. Su ascendencia es innegable: cabello ensortijado, andar porteño, piel oscura y lozana bajo el sol, voz grave y fuerte, salpicada de “malas palabras”, el hablar característico que comparten el puerto y Alvarado. Su esposo cotizaba en el Infonavit, así que decidieron forjar ahí el patrimonio para sus dos hijos: una de las 4 900 casas, distribuidas en 41 hectáreas, de Colinas de Santa Fe. Cuando finalmente se instalaron, en 2007, Adela miró su casa con satisfacción: noventa metros cuadrados de terreno, donde cabían un garaje, un pequeño patio de servicio y una casita de amplios sesenta metros cuadrados, en un solo piso, con dos habitaciones. Era bastante grande para los estándares de otras unidades que surgían por el país.
Pero luego miró hacia el final de la calle, ahí donde terminaba el fraccionamiento: descubrió unos terrenos cenagosos, inundados, que parecían mirar demasiado cerca su flamante hogar. “¿Ahí qué es?”, preguntó. Los empleados de Homex la tranquilizaron. La empresa iba a bardear la ciénaga y quedarían una laguna y también un circuito para hacer ejercicio y pasear; hablaron de instalar bancas y palapas. Adela probablemente sonrió.
En aquel momento los nuevos propietarios estaban contentos: el fraccionamiento tenía calles amplias, de modo que, al caer la tarde, cuando el sol dejaba de quemar y se volvía solo una caricia en la piel, los vecinos sacaban al portón las hamacas, las mecedoras. Siete mil familias estaban cumpliendo el sueño que muchos comparten: tener una casa propia que heredarles a sus hijos. Adela hasta montó en el portal de su casa un restaurante de mariscos, La Perla Negra. Sin embargo, a las pocas semanas, la luz se fue durante siete días. Y ese fue el primer anuncio.
La instalación eléctrica de la mayoría de las casas estaba mal hecha o eso indicaban los constantes cortes de luz y el tronar de los transformadores eléctricos. Pero es difícil determinar si el problema radicaba solo ahí o si también se debía a la humedad incontrolable que trepaba por las paredes y que, a pesar de ser construcciones nuevas, provocaba que los azulejos del baño se botaran y los muros sudaran agua que propinaba inesperados toques eléctricos a sus habitantes. Hasta la fecha, los problemas de electricidad continúan.
Cuando la luz se iba y luego regresaba, los cortos provocaban incendios. Como le sucedió a una vecina que dejó encendida su computadora y salió por un momento. En cuestión de minutos llegó una descarga eléctrica y la casa se incendió. Protección Civil no quiso avalar que el siniestro no había sido culpa de ella —y, de este modo, obligar al Infonavit a restituirle el dinero de las reparaciones—. La Comisión Federal de Electricidad (CFE) alegó negligencia de la mujer: no haber apagado su computadora. “Pero ¿quién apaga su computadora para salir a la tienda?”, se pregunta Adela.
Los incendios provocados por esa combinación fatal de cableado de tercera y humedad se volvieron frecuentes. Dan cuenta de ello las notas periodísticas de las manifestaciones y protestas de los vecinos. La casa aledaña a la propiedad de Adela también se quemó. Hasta la fecha está abandonada y el hollín del incendio aún sigue en la fachada.
Luego vinieron las inundaciones.
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Esa ciénaga que Adela veía al final de su calle es la laguna de Villarín, donde se encuentran las casas muestra que habilita el albañil. La laguna no se menciona en los mapas, pero quienes viven aquí la conocen con ese nombre. Se trata del vaso regulador de la zona, un espacio que la naturaleza ha destinado a tupirse de matorrales durante el estío y convertirse en pantano y laguna durante lluvias y huracanes que, de manera periódica o inesperada, asolan al puerto. Y eso es Veracruz: esteros que se inundan con advertencia y sin ella.
La laguna de Villarín no solo recibe el agua de la naturaleza, ahora también gestiona las descargas residuales de otros fraccionamientos de la zona norte del puerto que se construyeron a partir de los años 2000: Geo Villas Los Pinos (secciones I, II y III), Campanario, Oasis, La Herradura, Río Medio (del 1 al 5), Torrentes, Casas Ponti, Jardines de Santa Fe y Valle Dorado. Fraccionamientos terribles que se reproducen y se articulan. “Colinas quizá sea el peor”, dice Richard Marosi, “pero quién sabe”. Definitivamente no es el único.
La laguna se ha desbordado en muchas ocasiones y cubierto las casas más cercanas. En una de ellas vivió Greta, la hija de Adela, una joven comerciante de veintiocho años, de rostro delicado y pelo ensortijado. Greta cuenta que le dio setenta mil pesos al que era su vecino para que se la traspasara y ahí se mudó con su hijita aún bebé.
Una mañana de 2012, los vecinos la levantaron de su cama con urgencia. Ella abrió los ojos y vio que su cuartito estaba inundado, el agua llegaba al nivel del colchón. Su bebé estaba ahí, dormida sobre la cama. “Si mi hija se hubiera rodado…, no quiero ni pensar… ¡No me habría dado cuenta!”, dice con angustia, aunque de esto ya han pasado años. Después de eso, Greta abandonó esa casa e invadió otra en un terreno un poco más elevado.
El día que visitamos a Adela, a mediados de junio de 2021, justo frente a su casa, había una coladera destapada en la que se veía excremento secándose al sol. “¡Ahora tengo que limpiar toda la ‘calabaza’!”, se quejaba a gritos.
El olor es insoportable, aunque hay casas que lo pasan peor.
A tres o cuatro calles de ahí, unos vecinos de edad avanzada sufren un registro de drenaje anegado justo en la puerta de su casa. Por alguna razón, la constructora lo puso ahí. Debido a los problemas del drenaje, todo se inunda, y de esta caja de desagüe brota perennemente agua negra. La vecina, Miriam, una mujer muy blanca y pecosa, de unos sesenta años, ha colocado unos ladrillos que corren en líneas paralelas para que su esposo, ciego, pueda salir de la casa sin pisar la mierda. Pero cuando le preguntan, Miriam parece tener vergüenza de su realidad, de su casa. Prefiere no quejarse demasiado.
Al agua que brota del registro se suma la que corre justo frente a la banqueta. A cuatro metros de ahí, el pavimento se quebró donde probablemente alguna vez hubo una tapa de alcantarilla de cemento. Ahora hay una suerte de laguna de un metro de diámetro. En plena calle. Y huele a mierda.
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Como en la canción infantil en la que se van sumando elefantes, al problema de la humedad, las inundaciones, la electricidad y el agua se suma el drenaje: hasta la fecha, las 4 900 casas de Colinas de Sante Fe no tienen drenaje adecuado.
Luis Román Campa Pérez, director de Obras Públicas del Ayuntamiento de Veracruz, lo explica: Colinas de Santa Fe se construyó en la zona norte del puerto, pero muy lejos de todo. Lejos de las redes de servicio. “El problema es que nunca se municipalizó. Se vendieron las casas, pero no se municipalizó”. De las 4 900 viviendas, “casi todas están vendidas”; aunque no todas estén habitadas, explica, tienen dueño. Y, en efecto, los vecinos reclaman ese problema: es necesario municipalizar para tener acceso a servicios, escuelas. A veces Veracruz o a veces el municipio colindante, La Antigua, atienden los reclamos; muchas veces los habitantes ni siquiera saben a qué municipio pertenecen.
Y aunque el ayuntamiento de Veracruz en este momento quisiera municipalizar, no es posible. “No se puede llevar a cabo en este momento, aunque existiera la voluntad del municipio. Simplemente porque hay obras de infraestructura que no fueron concluidas: el caso específico de la planta de tratamiento, una deuda millonaria de la Conagua; la situación legal del pozo, parece ser que no existe la concesión del pozo de agua. Todo esto se debe arreglar con la Conagua. Por el lado de la CFE, hay problemas de adeudos”, dice el funcionario. Y nadie se hace responsable.
En junio de 2021, el Ayuntamiento de Veracruz pagó medio millón de pesos (de un total de tres millones y medio que Homex adeudaba a la CFE) para que la dependencia federal devolviera la energía eléctrica y pudiera funcionar una bomba que saca agua de un pozo profundo para abastecer a los habitantes. De acuerdo con el laberinto legal, sería a Homex, la empresa, a la que le correspondería arreglar todo esto.
Pero “Homex ya no existe”, remata Campa Pérez.
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En 2002, un empresario inmobiliario de Chicago, de apellido Zell, quiso participar de la llave de dinero que Fox abrió a las inmobiliarias en México. Así buscó y halló en Sinaloa una pequeña empresa de construcción llamada Homex, propiedad de cuatro hermanos con el apellido De Nicolás. Uno de ellos, Eustaquio, amigo del expresidente Enrique Peña Nieto desde que eran estudiantes en la Universidad Panamericana, recibiría contratos de obra pública durante dicha administración, como documentó Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad. “Zell, a través de su Equity International Investment Fund I, les proporcionó un impulso de capital de 32 millones de dólares”, narra Richard Marosi en sus reportajes. De acuerdo con el Inegi, entre 2008 y 2009, el sector vivienda se mantuvo en el 6% del PIB nacional.
Esto le abrió la puerta a Homex a otros fondos de inversión e, incluso, a cotizar en Wall Street. Recibió dinero del Banco Mundial y hasta las pensiones en Estados Unidos invirtieron miles de millones de dólares. Homex se dedicó a comprar terrenos muy baratos en las periferias de las ciudades y a construir casas todavía más baratas: casas que colocaban a la venta en hasta 140 000 pesos de contado, pero que probablemente costaban mucho menos. Uno de esos casos fue Colinas de Santa Fe. Sin embargo, para 2013, esta burbuja de bonanza y euforia se reventó: en todas las partes del país los fraccionamientos construidos por Homex presentaron problemas. La empresa se declaró en bancarrota.
Carlos Martínez Velázquez, director del Infonavit, explica que el gobierno de Peña Nieto (2012-2018) fue el primero en tratar de poner orden en el desarrollo inmobiliario; decretó que las empresas ya no podrían construir en cualquier lugar, sino dentro de los polígonos designados, donde ya había servicios. Esto implicó que las inmobiliarias, que ya habían comprado hectáreas de terrenos en otros lados, de pronto se quedaran sin nada: sin tierras, sin financiamiento. Muchas de ellas quebraron.
Sin embargo, hay otras versiones: J. (omitimos su nombre para evitar una represalia laboral) fue empleado en un bufete de arquitectos. Él recuerda cómo en su lugar de trabajo se dedicaban a justificar que los territorios fueran aptos para construir: si había una tienda de conveniencia, eso contaba como mercado; si había una Farmacia Guadalajara, eso servía para justificar servicios médicos. La corrupción nunca se detuvo.
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Construcciones deficientes, incendios, inundaciones. Promesas incumplidas que a estas alturas suenan a burla. Pocos o ningún espacio público, como jardines o parques. La infraestructura educativa, raquítica. Por ejemplo, durante once años, doscientos niños de Colinas recibieron clases hacinados en dos casitas que se habían habilitado como escuela. Hasta antes de la pandemia, por seguridad y por espacio, salían por turnos a la calle para el recreo o rendir honores a la bandera, hasta que el 23 de octubre de 2021, la Secretaría de Educación entregó seis aulas en esta escuela, por una inversión de tres millones de pesos.
El transporte público apenas llega a Colinas, y eso porque la gente se manifestó durante varios días. Esta situación, en la que una constructora se compromete a hacer las gestiones de municipalización y después no las hace, se presentó a lo largo y ancho del país con diversas empresas constructoras. Pero en esta unidad de Veracruz, Homex jamás las llevó a cabo.
Y para 2009 se sumó la inseguridad: fueron los años más duros de la violencia generalizada de la “guerra contra el narcotráfico”. Quienes pudieron abandonar su casa lo hicieron; los fuereños perdieron sus puntos del Infonavit y probablemente a muchos les siguen descontando de su sueldo. Las calles permanecían en silencio y oscuridad, y fue entonces cuando comenzaron a aparecer cuerpos por las mañanas. Al olor de cañería se sumó el de cadáver. No eran asesinatos cometidos ahí o, al menos, no todos, pero el fraccionamiento se volvió un buen lugar para que la delincuencia organizada se deshiciera de sus víctimas.
Colinas de Santa Fe, a pesar de ser uno de los peores fraudes cometidos contra los trabajadores de Veracruz, no es famoso por esto, sino porque a un lado del fraccionamiento se localizó el cementerio clandestino más grande de América Latina. De 2016 a la fecha, las madres de personas desaparecidas han encontrado ahí 156 fosas con casi trescientos cráneos, además de algunos cuerpos sin cabeza y miles de fragmentos óseos. La noticia le dio la vuelta al mundo: “Las fosas de Colinas de Santa Fe”, señalan innumerables reportajes.
Al hablar de las fosas, Adela se duele y se enoja.
“Eso nos afectó mucho. Mucho. A la gente de aquí, si pedía trabajo y decía que vivía en Colinas de Santa Fe, no le daban el empleo. Además, las fosas no están en Colinas. Pero así se popularizó. Esos terrenos son parte de la ampliación del puerto”, recalca.
En el fraccionamiento de Adela nunca se construyeron las áreas prometidas, como los asadores o las palapas. Pero en las fosas, el crimen organizado cavó, al centro, una “alberca” (o así la denominaron las autoridades veracruzanas), para lo cual se usaron retroexcavadoras.
Entre las aguas residuales, los incendios y los muertos, quien pudo se fue.
Los profesores universitarios prefirieron perder su dinero, los trabajadores de Puebla o de la capital abandonaron sus casas de descanso, los empleados perdieron sus puntos y ahorros. Y en Colinas quedaron los que no podían irse.
“Esta es una cárcel económica”, resume Adela.
Y más pronto que tarde llegaron los invasores a habitar casas que no les pertenecen, sin contratos de renta. En el caso de Colinas, la prensa veracruzana los ha señalado como una fuente de problemas y les atribuye la inseguridad.
“¡Qué bueno que me preguntas por ellos!”, dice Adela. “Esos que todos llaman ‘invasores’ son mis vecinos. Sin ellos estaríamos peor. Sin ellos no habría nadie. Yo tendría que limpiar toda la ‘calabaza’ que se desbordó, este día, yo sola. No tendríamos una Farmacia Guadalajara. Incluso mi propia hija —y señala a Greta— es invasora”, dice.
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Seis años atrás, en 2015, y pese a todos los problemas, Inmobiliaria Rojaysa se presentó y revivió un proyecto que era de Homex: ampliar el fraccionamiento. Algo singular de esta empresa es que tiene el mismo apoderado legal que Homex, Jaime Robles. Así que los constructores levantaron en medio del pantano sus casas muestra: veinticuatro casas en dos líneas dúplex, diminutas, de cuarenta metros cuadrados, que promovían el proyecto de un nuevo fraccionamiento de 1 750 casas. Ahí, de nuevo, en el pantano.
Pero los vecinos de Colinas de Santa Fe se opusieron: si construían sobre el pantano, las casas se hundirían más, las calles se inundarían aún más: nuevas y viejas. Pues bien, las casitas quedaron en obra negra. Estas son las que Alejandro, el albañil de la playera roja agujereada, habilita colgando diablos de electricidad y excavando fosas sépticas.
La mujer que paga los servicios del albañil se llama Isabel, una mujer de pocas palabras y de unos cincuenta y pocos años. Está sentada sobre una cubeta, adentro de la vivienda, el único asiento, y desde ahí explica que habitará esta casa con su hijo de veinte años. “Poco a poquito ahí va la cosa”, dice, mientras señala dos cables, uno rojo y uno negro, que desembocan en un enchufe; el único en toda la propiedad, resultado del cableado pirata que el albañil Alejandro ha sustraído de otra casa en abandono.
Cuando preguntamos si va a conectar alguna extensión para que puedan conectar más aparatos, el albañil sonríe mostrando los dientes y explica que eso es imposible. Si hay un enchufe es porque podrá conectarse un solo aparato eléctrico a la vez o el resultado será otro corto; un enchufe que pueda resistir un ventilador, acaso una televisión, un foquito de luz. Es decir, Isabel deberá decidir entre contrarrestar el calor, que alcanza los cuarenta grados en verano, alumbrarse para prevenir un robo o ver la telenovela.
Afuera de la casa de Isabel se encuentra el Sargento, como lo llaman porque fue miembro del Ejército, aunque desertó. El Sargento tiene cincuenta años, vive en una casa invadida de Colinas, pero su plan es mudarse pronto a estas casitas dúplex que quedaron sin nombre. Es un hombre risueño y de dientes grandes, dicharachero y ruidoso. Ha adoptado un titipuchal de perros callejeros y ya no caben en su casa actual. Aquí en el pantano hay espacio de sobra para ellos. Además, dice, le gusta la naturaleza:
“Miren qué bello es…, ¡qué verde es!”, exclama, y señala con ambas manos el pantano. Observamos los alrededores: sí, es bello. El calor a plomo y la humedad que trepa por el aire; los mosquitos, el canto de los pájaros. El pantano. Hay iguanas, cocodrilos, víboras, lagartijas de todo tipo. Muy bello, a pesar de los mosquitos. Pero, con los temporales, cuando llega un huracán o las lluvias arrecian, este lugar cumplirá su función: se inundará.
“Está bello, pero no es para que vivamos nosotros”, dice Adela.
El Sargento acusa a Isabel: “Esa mujer reclamó ocho casas y ahora las anda ofreciendo a quince mil pesos cada una. Estas casas son para quien las necesite, ¡no para que la señora ande haciendo negocios!”.
Pero Adela revira: “¿Y tú? Tú también andas invadiendo ¡y ya tienes casa!”.
El Sargento se ríe.
Ellos, Isabel, el Sargento y otros más, quieren mudarse aquí, pero por el momento el único departamento que realmente está habitado en este conjunto en obra negra es uno muy escondido en la parte superior. Ahí han hecho su hogar una pareja de mujeres y su hijita. Ellas no se encuentran en este momento, han salido a trabajar. Han amarrado su puerta con un mecate. Dos mujeres adultas y una niña. Solas por las noches en este lugar tan lejos de todo.
“La necesidad”, replican sus vecinos.
LYDIETTE CARRIÓN. Periodista independiente. Se licenció en Ciencias de la Comunicación por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y es egresada de la Escuela de Escritores de la SOGEM, donde impartió clases de periodismo narrativo. Sus reportajes se pueden consultar en la sección de investigaciones especiales de El Universal y en Pie de Página; en este último, es editora. Durante seis años documentó historias de violencia de género, desapariciones y feminicidios para El Universal Gráfico, su libro La fosa de agua (2018) es producto de esa investigación. En 2019, en colaboración con periodistas de Venezuela, Colombia, España y México, ganó el Premio Gabriel García Márquez de la Fundación Gabo, en la categoría de Innovación.
MIGUEL LEÓN. Periodista originario de Río Blanco, Veracruz. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Veracruzana (UV). Actualmente se desempeña como reportero en La Silla Rota, E-Consulta Veracruz y es colaborador en Pie de Página. Su carrera inició en 2016 documentando historias de desapariciones y desapariciones forzadas. A la fecha, su trabajo se centra en temas sobre derechos humanos, corrupción, seguridad y justicia. En 2017 ganó el Premio Nacional de Periodismo en la categoría noticia por el reportaje titulado «El campo de exterminio que el gobierno de Veracruz ocultó».
JUAN PABLO AMPUDIA. Fotógrafo mexicano. Su trabajo se centra en las secuelas de problemas sociales y ambientales en América Latina. Los primeros años de su carrera trabajó en proyectos personales y narrativas sociales relacionadas con la identidad. Al volverse más consciente sobre el impacto que tiene nuestra dieta en el medio ambiente, documentó la mayor pérdida de la selva amazónica. Ha colaborado en diversos proyectos sobre violaciones a los derechos humanos y delitos ambientales. Actualmente, forma parte de la agencia de fotografía VII y trabaja en un proyecto que explora las amenazas que enfrenta la Península de Yucatán, y su inminente impacto cultural y ecológico por la deforestación, la agroindustria, y el voraz desarrollo inmobiliario.
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