Hace unos días impartí una conferencia online sobre cómo es hacer periodismo en Cuba. Durante la charla tuve que detenerme a explicar las particularidades de la isla: un país donde de sus casi 12 millones de habitantes solo 4 millones y tanto acceden a internet y de ellos 1 millón y algo más lo hace frecuentemente, un país donde no está reconocida legalmente la propiedad privada sobre los medios de comunicación porque la Constitución de la República declara que el Estado y su Partido Comunista (único en la nación) son el amo y señor de la prensa, un país donde está negado el derecho de asociación y organización, un país donde decir que eres periodista independiente es evocar a Satanás.
Les comenté a los jóvenes periodistas latinoamericanos de mi misma edad que quisieron escucharme, un sábado, temprano, que no se asustaran, que para escribir en Cuba no había que ser un temerario ni ser valiente, que si bien nosotros teníamos todas esas cuestiones en contra, acá nadie nos iba a dar un tiro en la sien por descubrir o destapar algo, como sí les podía ocurrir a ellos en sus países y, por tanto, si alguien alguna vez les había dicho que es imposible hacer periodismo en esta isla, por el estado de las cosas, por los tentáculos del totalitarismo y de la dictadura o por lo que fuese, que supiesen que es mentira, que no es así. Los que no lo hacen, es sencillamente porque no quieren.
En la Cuba de hoy, el periodismo contra el poder (como debe ser todo periodismo serio y responsable) es un juego distinto al de hace dos décadas atrás, con reglas diferentes, con otros costes. Lo más grave que te puede pasar, por poner un ejemplo, es que alguna escuadrilla de agentes de la Seguridad del Estado decomise tus medios de trabajo: laptops, celular, grabadora. O que el jefe de esa escuadrilla te cite a su oficina o a una unidad policial para interrogarte por hacer tu trabajo. Suelen también echarte encima una suerte de presión psicológica que va desde intimidarte con represalias a tu familia y amigos más cercanos hasta vetarte la posibilidad de salir del país.
Para que lo vean más claro, les cuento esta anécdota de hace casi un año atrás (que les conté, por arribita, a los colegas de la Red Latam de jóvenes periodistas):
— Buenos días Abraham, le habla el Mayor Roberto Carlos.
— ¿Quién es el Mayor Roberto Carlos?
— Me hace falta verte.
— ¿Pero quién es el Mayor Roberto Carlos?
— ¿Dónde estás?
— No estoy en mi casa. Hoy yo no puedo. Si quieres mañana. ¿Pero quién es el Mayor Roberto Carlos?
— Yo sé que no estás en tú casa, yo estoy en la puerta y no sale nadie. ¿Dime dónde estás?
— Que le estoy diciendo que hoy no puedo.
— Abraham, no estás entendiendo. ¡Esto es una citación! Dime dónde estás y voy a buscarte enseguida.
— ¿Pero pasó algo? ¿Qué problema hay?
— Dime dónde estás y te explico.
La llamada entró desde un número privado. Yo terminaba de desayunar en casa de mi madre en Centro Habana. En mi barrio, en el Vedado, habían quitado la electricidad a las 8 am y mi laptop no estaba completamente cargada. Necesitaba escribir.
Diez minutos después de hablar por primera vez con el Mayor Roberto Carlos, un auto Lada blanco con chapa del Ministerio del Interior (MININT) se estacionó en el edificio colindante a casa de mi madre. Saqué la cabeza por la ventana. Los vi perdidos. Salí. Los atendí.
El Mayor Roberto Carlos llevaba unas botas deportivas, un jean verdoso, corroído, gastado en la parte de los muslos y con remiendos en la zona de la entrepierna. Por fin le descubría la figura: tipo pequeño, gordo, sin papada, como un oso de peluche, de manitas cortas, con un lunar en el rostro, pelado bien bajito, sin patillas sobre las orejas. Un tipo comprimido en winrar que juega a parecer ser gentil, que habla bajo, pausado. Lo acompañaba otro hombre. Su secuaz, el compañero de batería. Un muchacho joven, que no debía pasar los 25 años, de cabeza oblicua, dientes largos, de barbilla rasurada y epidermis porosa, en conclusión, un tipo extremadamente feo que no dirá una palabra durante las siguientes horas.
— Abraham, hace falta que nos acompañes a mi unidad. Tenemos que hacerte unas preguntas y tenemos que ocuparte tú celular y tú laptop. Si no los tienes aquí, ahora mismo tenemos que ir a buscarlos, diles a tus abuelos que no hay problemas, invéntales algo y diles que todo está bien y que te vas conmigo para que no se queden preocupados— dijo el Mayor Roberto Carlos, con voz calmada, una vez que se bajó del Lada junto a su secuaz mudo.
— ¿Esto por qué es? ¿Ustedes no tienen una orden de registro?— horas después, en el cuarto de interrogatorio, Roberto Carlos me explicaría que, según la Constitución de la República de Cuba que data de 1976 y que se encuentra en la actualidad en un proceso de reforma, las citaciones investigativas policiales y las órdenes de registro pueden notificarse de dos maneras: oral o por escrito.
— Te estamos explicando que son solo unas preguntas. ¿Quieres que hable con tus abuelos para que no se queden preocupados?
— Ok.
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Jorge Royan © vía Wikimedia Commons[/caption]
En ese instante, aproveché y subí a uno de los cuartos de la planta alta. Llamé a mi padre que hacía pocos meses se había jubilado del MININT. Le expliqué la situación. Me dijo que no dejara que me cargaran, que lo esperara, que en unos minutos llegaría. Mi hermana, que en ese momento era oficial del MININT, estaba en su casa y lo acompañó. Después me enteraré que el jefe de mi hermana la había llamado a las 7 am para decirle que ese día, precisamente ese día, iba a verla con otras dos compañeras de trabajo para ver cómo estaba llevando el embarazo. Mi hermana estaba a punto de dar a luz y durante todos esos meses de licencia de maternidad no había recibido ninguna llamada de su jefe. Su visita estaba relacionada conmigo.
El jefe le dijo que todo iba a ir bien, que no me pasaría nada, que no se preocupara, que me iban a detener porque llevaban meses vigilándome y habían comprobado que yo, su hermano, andaba en malos pasos: que formo parte de un proyecto “subversivo” que lleva por nombre “El Estornudo”, que me gano la vida escribiendo como freelance para medios extranjeros y eso no está bien porque debería escribir para el periódico Granma, que soy muy duro en mis artículos con el gobierno y que crítico en exceso al país, que he cenado con amigos extranjeros, con diplomáticos foráneos también y que estuve en la celebración del 4 de julio en la residencia del embajador de los Estados Unidos y que antes había ido a la sede de esa embajada a algún asunto que ellos desconocían y que querían, obvio, saber. Todo eso, visto así, por plecas y en frío, me convertía en un tipo peligroso y me ponía los focos de la seguridad encima.
Mi padre y mi hermana llegaron bien rápido. Me fueron encima y me preguntaron que qué había hecho. Nada, les respondí. Luego mi padre se dirigió al Mayor Roberto Carlos y le preguntó si yo había cometido algún delito, que qué sucedía, que para dónde me llevaban. El Mayor respondió que solo tenía que hacerme unas preguntas, que en unas horas me traerían de vuelta. Mi padre le dijo que él fue durante 39 años miembro de la Seguridad del Estado, que sabe, de sobras, que ellos dicen una cosa y hacen otra, que bien podía pasarme como a mucha otra gente que les han dicho que se los llevan para aclarar algo y terminan pasando años hasta que vuelven a ver la luz del sol.
Ese diálogo se extendió por una media hora y lo presencié desde un sillón. Terminé levantándome, cansado, abrumado de tanta platica vacía, tomé mi mochila con mi laptop dentro y les dije a mi padre y al Mayor Roberto Carlos que termináramos ya, que me llevaran a donde tenían que llevarme y que me hicieran las preguntas que me tuvieran que hacer. Que saliéramos de esto de una vez.
El secuaz mudo me abrió una de las puertas traseras del Lada y se montó junto conmigo dejando vacante uno de los asientos delanteros. Los cristales del auto estaban clausurados y no entraba ni una gota de aire. De reojo vi como mi padre, mi hermana y mis abuelos se quedaron observando desde la acera como el carro soviético se largaba. Les dije adiós como si me fuera de viaje.
***
— Abraham, ¿y tú celular?
— Aquí lo tengo, en el bolsillo.
— Apágalo.
Después de minutos de silencio, el Mayor Roberto Carlos quiso ir tomándole el pulso a mi nerviosismo.
— ¿Fuiste al estadio ayer?
—Ya no voy al estadio. No vale la pena. En Cuba el béisbol está muerto.
La unidad policial a la que nos dirigimos queda en las calles 100 y Aldabo. Para entrar tuve que dejar mi teléfono —ya apagado— con un oficial en la entrada del sitio. El Mayor Roberto Carlos le ordenó al secuaz mudo que me llevara a la parte trasera y que me sentara allí. Pocos instantes después me presentó a otro oficial.
— Abraham, te presento a X, no recuerdo el nombre, él es el perito que se encargará de revisar tu teléfono y tu laptop. Entrégales las contraseñas.
Se las di en un puro acto burocrático porque ni X apuntó las contraseñas, ni a X le hacían falta, era solo un protocolo de rigor preestablecido para vender una imagen de trasparencia.
— Abraham, ¿qué tienes en los bolsillos?
— La billetera y las llaves de mi casa.
— Sácalas.
— Toma.
— Quítate la gorra y el reloj también.
— Ya.
— Échalos en tu mochila y espérame un minuto.
El Mayor Roberto Carlos se marchó con mis pertenencias por un pasillo alargado y regresó en 10 o 15 minutos.
— Vamos, acompáñame.
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Jorge Royan © vía Wikimedia Commons[/caption]
***
— ¿Eres hipertenso?
— No.
— Si te sientes mal, me avisas y llamamos a un doctor y una enfermera que tenemos en un puesto médico y que están a nuestra disposición.
— Tranquilo, estoy bien.
Ese fue el inicio del interrogatorio. El cuarto era pequeño, solo cabían dos butacas que me sirvieron para dormir, un sofá donde estaba sentado el Mayor Roberto Carlos, una mesita de cristal y sobre ella una computadora de escritorio marca Hanel. Un aire acondicionado de una tonelada marcaba 23 grados Celsius, pero todo era muy estrecho, me sentí como si estuviera en Alaska.
— ¿Por qué publicaste “Cuba y su ejército de troles”?
— Por lo mismo que he escrito otras cosas, supongo.
El Mayor Roberto Carlos comenzó una disertación donde me explicó que ese texto revela información sobre el funcionamiento del MININT y que el enemigo puede usarla en contra de ellos, que todo el mundo sabe que los cibercombatientes existen y que son organizados por las instituciones estatales y no solo por el MININT, pero que yo no debí escribir eso porque era mejor que el enemigo se lo imaginara y no lo leyera tan explícito, tan claro, que yo se los puse en bandeja.
— Además, eso de troles me suena a un bicho raro, feo. Tú te acuerdas de los muñequitos de “David el nomo”.
— Claro, yo era fan de esos muñes.
— Pues a esos troles, grandes y feos y tontos, son a lo que me suena tu artículo.
— Pero troll es un término que se utiliza en las redes sociales para referirse a los perfiles y las cuentas falsas.
— Sí, pero yo no sé nada de eso. Y cuando leo me parece que lo que quieres es burlarte y eso no está bien Abraham, porque tú sabes bien que estás regulado migratoriamente, que no puedes salir del país hasta el 2021 y que si sigues escribiendo esas cosas, lo que te vas a buscar, es que, en vez de salir en 5 años, salgas en 15 o en 20 o no salgas nunca. Abraham, este país no tiene fronteras. ¿Por dónde te vas a ir? ¿En un helicóptero? ¿Tú has presentado solicitudes de viaje?
— Sí, a varios países, pero siempre me la han denegado.
— Y te la seguirán denegando. Tienes que tener paciencia hasta 2021 y no puedes seguir metiéndote en las patas de los caballos porque te vas a enredar. ¿Por qué ustedes en El Estornudo critican tanto al país?
— Nosotros hacemos periodismo. Reflejamos la realidad del país.
— Pero ustedes nada más le ven manchas al sol. ¿Por qué ustedes no escriben del bloqueo?
— Porque ustedes no me dejan salir del país y yo no puedo ir a New York a ver la votación y las sesiones de la ONU. Y porque en caso de que pudiera, Bruno Rodríguez no me iba a dar ninguna entrevista.
— Pero es que ustedes son ilegales. ¿Tú sabes que ustedes son una organización ilegal? Que en Cuba los medios de prensa tienen que responder al estado según la Constitución de la República.
— Ilegal no, alegal. Nosotros estamos en internet. Lo que tiene que pasar es que acaben de aprobar la ley de prensa que dicen que Díaz-Canel está aprobando. Aunque en cualquier momento ustedes nos bloquean, (meses después, en febrero de 2018, fue bloqueado el acceso a El Estornudo desde Cuba) ¿Verdad?
— ¿Qué tienen ustedes contra Díaz-Canel (aún no era Presidente)? ¿Por qué lo critican tanto? ¿Por qué tú cuando hablas de Fidel, no te refieres a él como el Comandante en Jefe y solo pones Fidel Castro? ¿Por qué tú cuando hablas de Raúl, no te refieres a él como el General de Ejército y solo pones Raúl Castro? ¿Por qué utilizas el término de régimen castrista?
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***
— Espérame un minuto, regreso enseguida. Voy a ver lo del almuerzo. ¿Vas a almorzar, no?
— Bueno...
El Mayor Roberto Carlos salió del cuarto y regresó en un aproximado de media hora. Luego haría lo mismo un par de veces más y cada vez tardaría más tiempo y más tiempo. En esos intervalos, no me quedó opción: me acurruqué en una de las butacas, subí los pies y cerré los ojos.
El ruido de la puerta me despertó.
—Abraham, baje los pies y siéntese bien. No estás en la playa. Vamos a almorzar.
Caminamos por un trillo de cemento sobre un pasto que nos llevó directo a un comedor. Me senté solo en una mesa y una señora me trajo un plato de arroz amarillo con pollo y una vasija plástica con una sopa con fideos. Lo primero que probé es la sopa. Está helada. La dejé intacta. Después probé una, dos, tres y hasta cuatro cucharadas de arroz con trozos de pollo que fui deshuesando hasta que me topé con que había una parte del pollo que tenía sangre, sangre cocinada y no le di un bocado más a aquel plato. Tomé agua y esperé a que el Mayor Roberto Carlos me volviera a recoger.
Caminando de vuelta al cuarto de interrogatorio, el Mayor Roberto Carlos volvió a la carga.
— ¿Almorzaste?
— Más o menos, la comida estaba fría.
— ¿Ah sí? Y eso que te pusiste de suerte, que viniste el día del pollo. Pero claro, sabes lo que pasa, que yo sé que la comida de nosotros no es tan buena como la que tú comes con los diplomáticos.
— ¿De qué hablas?
— Tranquilo, entra y espérame que todavía hay cosas por hablar.
— Estuve cerca de una hora esperando por el Mayor Roberto Carlos. Cuando regresó, volvió con el rifle cargado.
— Háblame de Carlos Manuel Álvarez.
— Carlos Manuel es mi hermano.
— Sí, pero háblame de él.
— ¿Qué quieres saber?
— ¿Qué quiso decir cuando dijo que en Cuba había una corrupción moral?
— Eso tienes que preguntárselo a él, él fue el que lo dijo.
— Sí, pero qué quiso decir.
— Supongo que se refería a la degradación de este país, a la prostitución moral de los cubanos y a la prostitución moral del ejercicio del periodismo en Cuba, no sé, pregúntale a él.
— Dime de El Estornudo, de dónde sacan el dinero.
— Nosotros llevamos casi ya dos años sin dinero.
— Dime la verdad.
— Esa es la verdad.
— ¿Y por el premio ese que ganaron no les dieron dinero? ¿Me vas a decir que no también?
— Ese premio no fue a la revista, fue a un texto de la revista y el dinero es para el que escribió el texto.
— ¿Quién es?
— Jorge Carrasco.
— ¿Qué hace Jorge Carrasco?
— Vive en Miami.
— ¿Qué hace en Miami?
— Lo que hacen todos los cubanos en Miami, ganarse la vida trabajando, en lo que sea. Hoy Jorge es periodista de la BBC.
— Tú sabes lo que pasa con ustedes, que ustedes están en el centro, no están ni para allá ni para acá, no están ni con nosotros, la Revolución, ni con el enemigo, y ese es el gran temor de nosotros, que ustedes se corran para allá porque tienen tendencia a eso.
— Nosotros no tenemos tendencia a nada. Nosotros hacemos periodismo y ya. Cuando hay que criticar se critica y cuando hay que alabar se alaba. ¿No leíste esta semana el artículo sobre Somos +?
— Eso es lo que hace falta, que hagan esas cosas, que trabajen con nosotros. Eliecer Ávila es una yegua abierta.
— Yo hace rato que quiero escribir algo sobre las Damas de Blanco. Pero no sé cómo llegarles porque ustedes me van a cargar a mí también como a ellas.
— ¿Quieres que te ayude?
— No, gracias.
— ¿Ustedes saben que a gente como ustedes son a los que el enemigo les apunta? A los jóvenes, inteligentes y talentosos que salieron de la universidad, a los que no están revolucionariamente probados, a los que escriben y hablan bonito, ¿eh?
— Bueno… yo no tengo enemigo.
— Pero nosotros sí. Y aunque tú no lo creas, detrás del dinero ese que tú dices que no cobras pero que sí cobras, está la USAID, que está comprobado y más que comprobado que son subcontratistas de la CIA y que ese dinero forma parte de los 30 millones de dólares que los Estados Unidos invierten para la subversión política ideológica en Cuba año tras año. Y esa fórmula no es nueva, mira la primavera árabe, mira a Yugoslavia que la dividió en 5 países.
— (Silencio).
— ¿Quién es Z?
— Una amiga.
— ¿Ella es la que les subvenciona el dinero de la revista?
— Ya le dije que en la revista no tenemos dinero.
— ¿Quién es W?
— Otra amiga, es periodista como yo, de ahí nos conocemos.
— ¿A quién te ha presentado?
— A nadie. Oye, pero ustedes están bien informados. Me tienen penetrado. ¿En El Estornudo tienen un chivato, eh?
— Uno no, cuatro.
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***
— ¿Puedo ir al baño?
— Sí, ven.
Salimos y caminamos por un patio lleno de árboles frondosos. Sobresalían unas palmas enormes que el Mayor Roberto Carlos iba mirando. Sin quitarles la vista dijo:
— Lo más preciado que tiene el hombre es su libertad. No sé cómo la gente atreve a jugar con ella. Lo peor que le puede pasar a alguien es caer en la privación de la libertad.
Justo al lado del baño había dos cuadros. En uno estaba Fidel Castro, vestido de civil con un chándal deportivo, apuntándole a quien le miraba con el dedo índice de la mano derecha. En el otro, también estaba Fidel, pero entrelazándole las manos a su hermano Raúl Castro, vestidos, ambos, con uniforme verde de campaña.
Cuando regresamos al cuarto, el Mayor Roberto Carlos sacó un archivo de papeles. Una hoja estaba por fuera de los bordes, no había quedado bien doblada. Era una foto que no pude descifrar, debajo tenía unas líneas escritas, debió haber sido una ficha de alguien cercano a mí. Mi actitud es preocupante, dijo, porque ellos habían comprobado que yo ejercía influencia sobre veinte y tantas personas a mi alrededor. Alegó que El Estornudo tiene seguidores, influencia.
No tenía ni idea de la hora que era. El Mayor Roberto Carlos hablaba sin parar de la Revolución Cubana y de Fidel y Raúl y el enemigo histórico y de lo humanistas que son los órganos del MININT a pesar, según él, de que sean una institución de carácter represivo. También me dijo que cuidara a mi hermana, a mi familia, que yo con mi actitud la estaba perjudicando, que mi familia es una familia revolucionaria y que por qué tenía que ser yo la oveja negra.
Al final, el Mayor Roberto Carlos me hizo escribir en unas hojas blancas todo lo que hablamos durante las 11 horas de interrogatorio, no les bastó con intervenir mi laptop y mi teléfono celular, con ver toda mi información, con grabarme, además de todo eso, tuve que escribir todo lo que hablamos.
— No escatimes escribiendo que bastante sé que escribes.
Las 11 horas me cupieron en una hoja y media.
— ¿Pero esto nada más?
— Esto nada más.
Leyó y se fue. Regresó al rato con lo mismo que yo había escrito, pero en una versión mecanografiada. Me pidió que firmara el documento. Trajo consigo también un acta de advertencia que anunciaba que en caso de que volviera a escribir sobre el funcionamiento y las tareas del MININT o que denigrara la imagen de alguna de las figuras políticas del país, iba a ser procesado penalmente.
— Pero dime algo, confiésame, por qué es ahora que me detienen si la revista está desde marzo de 2016.
— Porque este es el momento exacto.
— Momento exacto de qué.
— Momento exacto de amarrarlos. Abraham, entiende, nosotros tenemos el poder, si yo quiero te meto preso, por feo, por lo que sea. Recapacita, entra en caja. Vas por una carretera manejando a 200 km y va a venir una curva y te vas a estrellar.
— (Silencio).
— Abraham, escúchame, nunca podrás tumbar una pared a piñazos.
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