Damián Ortega: Cómo desarmar el mundo
“Las buenas piezas te permiten entender de otra manera lo que ya existe —dice Damián Ortega en su estudio de Tlalpan—. Me interesa la no-intervención; no puedes forzar a que las cosas hagan lo que no quieren hacer”. La frase suena extraña en un goloso de los materiales que ha trabajado con yemas de huevo, […]
“Las buenas piezas te permiten entender de otra manera lo que ya existe —dice Damián Ortega en su estudio de Tlalpan—. Me interesa la no-intervención; no puedes forzar a que las cosas hagan lo que no quieren hacer”. La frase suena extraña en un goloso de los materiales que ha trabajado con yemas de huevo, rollos de cobre y juguetes chinos. Ortega no deja en paz ningún objeto. Si le muestras una pelota de golf, quiere saber qué tiene adentro. Pero no altera las cosas en forma definitiva. Lo que toca puede ser rearmado.
Cosmic Thing, la más célebre de sus piezas, es un Volkswagen que cuelga desarmado del techo: “Lo que más me gusta es que lo puedes volver a armar y llevártelo a tu casa”, comenta. Esta hipótesis es irrealizable porque la obra pertenece al museo de Los Ángeles, pero expresa la obsesión de hacer un arte provisional, reversible, que no cambie la naturaleza de las cosas.
Ortega habla con suavidad, mira el piso como si ahí pudiera encontrar alguna idea; luego sonríe en diagonal, convencido de que toda argumentación tiene algo de travesura y es otra forma de desordenar el mundo. Cuando una persona pasa frente a una puerta abierta, no resiste la tentación de asomarse. Él hace lo mismo, pero no necesita que la puerta esté abierta. Desde niño, le interesa conocer todo por dentro. Una licuadora es para él algo que puede desarmarse. Lo decisivo es que las partes puedan volver a armarse.
Gabriel Orozco le compró una pieza que expresa el gusto por entender el idioma como algo flexible, donde el sentido depende del orden o el desorden. Se trata de dieciocho letras de cemento que forman la frase “Conjunto habitacional”. “Quería mostrar que el lenguaje es una casa que puede cambiar de aspecto —dice Ortega—. Si desordenas las letras, creas un galimatías”.
Toda escritura contiene la posibilidad del caos y el sinsentido. Para el artista, que actualmente prepara una exposición en la casa de Sigmund Freud en Londres, la razón es una sintaxis. El inconsciente y la locura alteran esa sintaxis. De manera elocuente, en su casa de San Ángel, Orozco ha colocado la pieza de su amigo en significativo desorden: las letras no forman la frase “Conjunto habitacional” sino un acertijo que espera ser reordenado. La realidad es para Ortega un anagrama, una palabra que cambia de sentido cuando sus letras se reacomodan.
CONTINUAR LEYENDOLe pregunto si tiene obra de otros artistas y me muestra un solitario cuadro de Germán Venegas. “No colecciono porque me darían ganas de hacer algo con las piezas, como Rauschenberg, que borró totalmente un dibujo de De Kooning. ¿Ves esas máscaras? —señala las artesanías que cuelgan en la pared de sus estudio—. Quiero hacer algo con ellas”. El arte le interesa menos como resultado que como un impulso para hacer más arte.
Esta búsqueda resulta contagiosa. Al recorrer su estudio, todo comenzó a parecerme material artístico. En una mesa encontré unos rectángulos de hule suaves al tacto, color verde clorofila. Le pregunté para qué servían, esperando una respuesta altamente “creativa”: “Son para empacar las piezas”, sonrió, reconociendo la extravagancia de que algo tenga un uso común.
Hay muchas formas de clasificar a las personas. Una de ellas consiste en distinguir a los que vemos el paisaje de los que lo transfiguran para que lo veamos de otro modo. Ortega pertenece a la segunda categoría, pero en un sentido muy peculiar. A diferencia del decorador de interiores, que mejora las apariencias, él es un desordenador de interiores, que desarma los materiales en busca de su lógica secreta.
¿Cómo empezó la trayectoria del artista que ha llevado tortillas de maíz a la Tate Modern y un vocho desarmado a la Bienal de Venecia?
(In)tranquilos días en Tlalpan
Al sur de la ciudad de México, el barrio de Tlalpan conserva un aspecto pueblerino. Sus principales edificios son conventos, internados, manicomios y hospitales. Un lugar de reclusión o tranquila residencia. El escenario perfecto para una sorpresa.
En abril de 2011 un nuevo virus, el H1N1, desató alarma mundial. Durante varios días se habló de una posible pandemia acusada por el “virus mexicano” hasta que se adoptó una expresión más neutra, la “Gripe A”.
En las inciertas jornadas de contingencia, el secretario de Salud informó que la mayoría de las muertes sucedían en Tlalpan. ¿El apacible lugar de los conventos se había convertido en el zona más peligrosa del mundo?
Luego se supo que la mortandad no se debía a que los contagios ocurrieran ahí. La gente moría en Tlalpan porque es donde hay más hospitales. De cualquier forma, la alarma confirmó que la calma de ese barrio sólo es aparente.
A fines de los años ochenta Tlalpan fue sede de otra actividad viral, relacionada con el arte: el Taller de los Viernes, integrado por Gabriel Orozco, Gabriel Kuri, Abraham Cruzvillegas, el Dr. Lakra (Jerónimo López Ramírez) y Damián Ortega. Aunque el anfitrión era el carismático, hiperactivo y más experimentado Orozco, el grupo operó sin líder ni gurú, ajeno a la noción de jerarquía.
En los años ochenta, el arte mexicano ocurría en tres lugares básicos (el estudio, la galería, el museo), y las técnicas respondían a géneros precisos (el dibujo, el grabado, la pintura, la fotografía, la escultura). Los rebeldes de Tlalpan borraron estas demarcaciones. Lo mismo hicieron con la referencia a lo nacional y la idea de identidad, discutida obsesivamente por la cultura mexicana. La reflexión más conocida al respecto, El laberinto de la soledad (1950), de Octavio Paz, explora el carácter del mexicano y las condiciones que lo distinguen de otros pueblos. No es una búsqueda folclórica de lo “típico”, sino un intento de aceptar las peculiaridades locales para asumir sin complejos el cosmopolitismo y ser, de una vez por todas, “contemporáneos de todos los hombres”.
Paz escribió su ensayo en un clima de fervor nacionalista, poco después de que Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros pintaran los muros de los edificios públicos para que un pueblo analfabeto conociera su historia por medio de imágenes.
Este ejercicio de identificación produjo una saturación retórica. Como otros movimientos artísticos apoyados por el Estado, el muralismo transitó de la búsqueda de lo propio a la propaganda oficial.
Gabriel Orozco nació en 1962. Es hijo del muralista Mario Orozco Rivera, que militó en el Partido Comunista Mexicano y colaboró con David Alfaro Siqueiros. El más conocido artista conceptual mexicano se formó en el núcleo duro del nacionalismo. Esto le permitió rechazarlo con conocimiento de causa e iniciar una travesía sin mapas definidos.
El padre de Damián Ortega es el actor Héctor Ortega, quien conoció al muralista Mario Orozco Rivera en Xalapa, justo el día en que nació su hijo Gabriel. Héctor se había autoexiliado de la compañía de Alejandro Jodorowsky; aprovechando que estaba en Xalapa le llevó flores a su amiga Cristina, madre de Gabriel. Cinco años después nacería Damián, inquebrantable amigo de Gabriel. ¿Qué título podría llevar la historia que narrara estas coincidencias? El primero que viene a la mente es Cosmic Thing.
Como Orozco, Ortega creció en una familia vinculada con el arte. Su madre, María Asunción Stoupignan, es maestra en una escuela activa y su padre siempre ha vinculado el teatro con una postura izquierdista. En compañía de Alfonso Arau creó un inolvidable superhéroe de cómic, la respuesta vernácula a Superman: El Águila Descalza.
Arau y Ortega entendieron que en México la épica sólo puede ser irónica. El país del águila está sumido en la pobreza; en consecuencia, su vengador anónimo no puede usar zapatos.
De manera inolvidable, Héctor Ortega protagonizó una corrosiva sátira política: Muerte accidental de un anarquista, de Darío Fo. No es casual que su hijo comenzara su trayectoria como caricaturista en el periódico La Jornada. Algunas de sus piezas conservan esa fibra ácida, como señala con acierto el cronista y novelista Fabrizio Mejía Madrid: “En Movimiento falso (1999) tres barriles de petróleo giran uno sobre el otro con un precario equilibrio. Es casi un cartón político en el periódico”.
La enseñanza formal más importante que Ortega recibió en esos años provino del caricaturista y ensayista Rafael Barajas El Fisgón, autor de estudios esenciales sobre la iconografía popular, como La historia de un país en caricatura (Conaculta, 2000) y Posada: mito y mitote (FCE, 2009). Conversé con él del alumno que pasó de la vida en cuadritos de historieta al arte sin territorio definido: “Desde muy pronto, Damián fue un excelente monero y combinó los cartones con propuestas artísticas. Recuerdo una pieza que hizo en cerámica y a la que le dimos la contraportada de El Chamuco. El líder vitalicio del sindicato de electricistas, la Güera Rodríguez Alcaine, había dicho una frase maravillosa: ‘El chiste no es mear sino hacer espuma’. Con eso se refería a que lo importante en política es hacer ruido. Damián hizo una escultura en la que retrataba a la Güera como el Manneken Pis de Bruselas, meándose en un tarro de cerveza. Ahí se condensaban el arte, la sátira política, la historia de la escultura y la caricatura. Hay una larga lista de pintores que han sido grandes caricaturistas: Manet, Daumier, Salce, Orozco… Damián comenzó en esa línea, pero luego se clavó en el arte conceptual”.
Ortega guarda buen recuerdo de los años en que distorsionaba la realidad con el afilado punzón del caricaturista, pero no se arrepiente de haberse trasladado a otro medio. “Sentí que mi trabajo tendía hacia una postura de propaganda negativa y dejaba de ser analítico e incluso dejaba de tener sentido del humor. Dejé la caricatura porque no me interesa la propaganda combativa”, explica: “Tarde o temprano, el caricaturista asume una postura que debe defender y de ahí no se mueve. Yo lo hice y sentí que [eso] me empezaba a cagar. Eso era divulgación, no pensamiento”.
El Fisgón defiende la variedad expresiva del género del que es maestro y que enseñó a Ortega: “Ser congruente no significa ser reiterativo ni tener fe ciega en algo; se trata de entender la realidad desde un lugar definido, pero la realidad cambia mucho. Damián prefirió acercarse a los cambios de la realidad para entenderlos desde el arte en vez de continuar con la perspectiva del monero. En las dos cosas ha sido muy bueno”.
Ortega no tuvo que militar en un partido para hacer proselitismo. De niño, convenció a su hermano Juan Cristian, once meses mayor que él, para que desarmara aparatos. Fue la primera “comisión artística” que hizo en su vida: Juan Cristian convertía cualquier electrodoméstico en un montón de piezas y recibía el regaño correspondiente. Mientras tanto, Damián estudiaba las partes y las imaginaba ensambladas de otro modo.
A los dieciséis años logró otro triunfo estratégico: convenció a sus padres de abandonar la escuela, convirtiéndose en drop-out por acuerdo familiar.
Cuando todavía estaba en el Colegio Madrid, conoció a Arnold Belkin, que pintaba el mural en el auditorio de la escuela, e hizo otro por su cuenta. Pintó a la Virgen de Guadalupe junto a un chavo banda que no tenía acceso al colegio: “Era algo espantoso”, comenta con ironía: “Para colmo, fue totalmente malinterpretado. Yo quería mostrar a la Virgen como parte de la colonización española, pero los Padres de Familia, que eran republicanos laicos, pensaron que se trataba de una celebración del catolicismo. Hubo un escandalazo y tuve que cubrir a la Virgen con pintura blanca. Alguien escribió encima la palabra ‘CENSURADO’. Aunque era una cosa horrible, yo me sentía halagado”.
Cuesta trabajo asociar al amable Ortega con el enfant terrible deseoso de escandalizar con su pintura: “La verdad es que me gustaba una chava que no me pelaba. Quería llamar su atención. Esa obra fue un caso de tensión sexual contenida”.
El director de teatro Antonio Castro, condiscípulo del Colegio Madrid, atestiguó sus inicios como artista: “Fuimos muy cercanos en una época en que los dos teníamos novias restauradoras —recuerda—. Las fiestas de los restauradores eran atroces. Se reunían a oír a los Doors ante una mesa con muchos Cheetos y una sola caguama. Yo sólo iba si sabía que también iría Damián. Él era divertidísimo y me quedaba muy claro que sería un espléndido caricaturista. Lo que no alcanzaba a ver era su talento artístico. Recuerdo que una vez llegué a su casa. Nos había invitado a comer y, en vez de poner la mesa, había desarmado una moto Carabela y tenías las piezas desperdigadas por todas partes. Lo encontré angustiado ante esas piezas y eso me generó una angustia tremenda a mí también: ‘¿Qué va a ser de Damián?’, pensé. Cuando vi el Volkswagen explotado todo cobró sentido. Él sabía que estaba buscando algo especial pero aún no lo encontraba o no nos lo mostraba. Esa manera de atreverse a hacer algo distinto es formidable. Lo más importante es que en el camino no ha perdido el humor del caricaturista. En sus piezas siempre hay algo de ingeniería tercermundista. Hace esculturas con tortillas o ‘descompone’ objetos. Esa chafez ingeniosa es su sello y el de su país.
”Dirigí a su papá en 1822. El año en que fuimos imperio. Héctor se toma más en serio a sí mismo; como todo gran cómico es un moralista. En cambio, Damián se pitorrea de sí mismo. Quedó contentísimo de que su mural del Madrid se borrara; no todo mundo renuncia de inmediato a lo que ha hecho”.
Ortega se mueve con rara sencillez en la hoguera de las vanidades del arte. La atención con que escucha a los demás forma parte de una singular estrategia de persuasión: genera tanta confianza que te dan ganas de prestarle tu casa para que la desarregle.
Pasajero en tránsito
Las alteraciones de la realidad propuestas por la generación de Kuri, Cruzvillegas, Orozco y Ortega no fueron entendidas de inmediato. En parte, esto se debió a que México vive en estado de instalación permanente. La imaginación popular convierte todo desecho en adorno. En una ciudad donde los zapatos viejos cuelgan de los cables de luz y los árboles se decoran con chicles masticados, no siempre es fácil distinguir la condición excepcional del instalador.
En 1989, Gabriel Orozco y Guillermo Santamarina organizaron en el ex convento del Desierto de los Leones la exposición “A propósito”, pionera en presentar instalaciones. Visité esa muestra con un desconcierto superior al entusiasmo. Era divertido ver tantas cosas “ahí tiradas”, pero la mayoría de los visitantes carecíamos de referencias para compararlas con algo más o para hacer las asociaciones típicas de la crítica y discutir si era posible tirarlas de otro modo. Faltaba mucho para que los curiosos fuéramos adiestrados por los nuevos artistas.
En 1993, Ortega participó con otros artistas en el proyecto “Temístocles 44”, que aprovechó una casa en Polanco condenada a la demolición para presentar obras que no encontraban acomodo en otro sitio. Por ahí pasaron también Eduardo Abaroa, Mauricio Rocha, Pablo Vargas, Sofía Taboas y el propio Guillermo Santamarina. Aquella sede del nuevo arte era necesariamente efímera, pues sería derrumbada, y eso contribuyó a su dinamismo; la revista y las discusiones que se fraguaron en ese espacio tenían la urgencia de lo que surge de un entorno amenazado.
En 1999, para romper con el circuito tradicional de las galerías, el Taller de los Viernes expuso en el mercado de Medellín, de la colonia Roma. Junto a puestos de frutas y verduras, Ortega exhibió unos transformers reforzados con jícamas, cebollas y pinzas de jaibas. “Quería mostrar un ecosistema del futuro —explica— con partes que fueran biodegradables. Había leído que en el futuro las naves espaciales podrían tener partes naturales para alimentarse a sí mismas y traté de mostrar eso con robots que se transfiguraban, no sólo de manera mecánica sino vegetal”. Desde entonces tenía claro que no hay nada tan futurista como el uso alterno de lo natural.
La exposición fue la primera aparición pública de la galería kurimanzutto y llevó el apropiado título de “Economía de mercado” y tuvo la clase de éxito que tienen los vendedores de sopes o artesanías. “Un cuate quiso comprar todas las obras de un jalón y reaccionamos como las marchantas: no se las vendimos; si no, ¿qué íbamos a vender luego?”.
El virus que en México no resultaba muy visible cobró fuerza en Estados Unidos y Europa, y Damián Ortega se convirtió en uno de sus principales portadores.
El desplazamiento se ha convertido en uno de sus principales recursos de trabajo. Incluso las cosas inmanentes, sólidas, adquieren en sus manos irónica condición mudable. Nada parece más estable que un monumento; en consecuencia, Ortega construyó una estatua con rueditas, el Obelisco portátil, un testimonio en busca de testigo.
“No me interesa el uso heroico del espacio público, como hacían los muralistas; prefiero que las intervenciones parezcan anónimas, hechas por cualquiera, y que sean desmontables o portátiles, transitorias. No me interesa la intervención grandilocuente o megalómana, prefiero hacer inserciones virales, alterar puntos focales, como en la acupuntura”.
La idea de los símbolos provisionales también está presente en América, nuevo orden, en la que practica una doble traducción. El término “América” no se refiere ahí al continente, sino a una marca de acumuladores para coches. Además, se trata de un diseño modificable. El artista trazó la silueta del acumulador en un conjunto de ladrillos (el “mapa” del objeto) y los ladrillos se pueden mover al modo de un cubo Rubik, convirtiendo al “mapa” en un diseño abstracto.
En La sociedad sin relato (2010), Néstor García Canclini observa que buena parte de los artistas contemporáneos están “basados” en una ciudad pero trabajan en muchas otras. Esto no sólo significa una mayor circulación y promoción de la obra, sino que aporta nuevos desafíos estéticos. Para el creador “deslocalizado”, lo más atractivo no es llevar piezas de un lado a otro, sino sortear obstáculos reales e imaginarios y trabajar con materiales y estímulos distintos. El nomadismo es un recurso artístico.
En ocasiones, este traslado tiene consecuencias políticas. Es el caso de Pirámide invertida. Si los mayas y los aztecas concibieron templos como montañas sagradas orientadas hacia el cosmos, Ortega creó en España, país de los conquistadores, una pirámide hundida en la tierra, construida como un vestigio arqueológico que nació ya enterrado.
El viajero no puede ser refractario a la forma más elemental del desplazamiento, la caminata. A Ortega le interesa no sólo el lugar del arte sino la forma en que es recorrido. En la casa-museo del arquitecto Luis Barragán descubrió que el piso estaba más gastado en unos sitios que en otros, revelando las rutas preferidas de los visitantes, y testimonió en fotografías estas huellas de la predilección.
Lo mismo hizo en Brasilia, ciudad planeada con tal racionalismo que no tomó en cuenta las emociones de la gente que tiene prisa. En vez de recorrer los ejes trazados por el arquitecto Oscar Niemeyer, los caminantes presurosos buscan atajos en el césped, dejando un rastro de sus pisadas. Ortega documentó esos “pasos sin gente”, registrando el uso alterno, es decir, verdadero, de la sede del poder brasileño.
Este interés por el desplazamiento también atañe a la mirada. Una de sus piezas más sugerentes, tan sencilla como un jardín zen, es un ejercicio de perspectiva: Línea continua. Ortega trazó una raya blanca en un bloque de rocas. Vista de frente, la línea sube y baja como un electrocardiograma. Vista de lado, es una recta. Paradoja de la mirada: los ojos ordenan lo que ven.
En Atlas portátil de América Latina (2012), Graciela Speranza analiza el arte contemporáneo a partir de sus desplazamientos: “A diferencia del archivo, que necesariamente lo antecede, [el atlas] elige un momento dado, apunta a un argumento y procede por cortes violentos para exponer las diferencias”. El crítico es hoy más un cartógrafo repentino que un historiador.
Ortega vivió tres meses en Lisboa para estudiar los espacios vacíos en los edificios de la ciudad. Ha viajado a África, ha expuesto en lo que Truman Capote llamaba “The Trinidad” (París-Londres-Nueva York), ha vivido un año en Brasil y siete en Berlín. Sin embargo, el viajero frecuente no se libró del síndrome de Ulises: tarde o temprano debía regresar.
En su caso, salir de México no fue un escape, sino una educación. Con el tiempo sería posible planear una operación de retorno. Mónica Manzutto y José Kuri crearon la galería kurimanzutto, que primero operó de forma itinerante y ahora tiene un santuario para las nuevas tendencias del arte en la colonia San Miguel Chapultepec, diseñado por el arquitecto Alberto Kalach. “La galería fue una forma de trabajar en equipo sin perder individualidad”, dice Ortega.
El mexicano que emigra suele ser visto con una mezcla de admiración y recelo. Conoce otra realidad, que por un complejo atávico juzgamos superior a la nuestra, pero sospechamos que ya se convirtió en el mamón que no quiere estar con nosotros (“y regresa con su chamarrita nueva”, apunta Damián).
En su obra de teatro Más pequeños que el Guggenheim (2012), Alejandro Ricaño, dramaturgo nacido en 1983, capta a la perfección las ilusiones y los miedos de un grupo de artistas que viajan a Europa para realizar su sueño artístico y fracasan estrepitosamente. En Bilbao cobran conciencia de su pequeñez: “En la tarde se nos ocurrió ir al Guggenheim, sólo por fuera, claro, porque nuestros últimos cinco euros los gastaste en una puta horchata valenciana artificial para ver el brazo biónico de la máquina de mierda ésa. Así es que ahí nos quedamos, contemplando ese jodido muro inmenso de placas de titanio, cuando descubrí nuestro reflejo. Y éramos insignificantes. Me dio una clara dimensión de nosotros frente a ese… mundo al que queríamos entrar. Y supe que no teníamos posibilidades, que era mejor volver”.
De manera dramática, el joven artista puede convertirse en una mancha reflejada en la marea de titanio del Guggenheim. Damián Ortega no se conformaría con conocer la superficie del arte moderno. El destripador de aparatos se metería en sus entrañas.
Sospechosos comunes
Hay relaciones de trabajo en las que una figura, por talentosa que sea, debe responder preguntas acerca de otra. Paul McCartney no se libra de hablar de John Lennon, del mismo modo en que Adolfo Bioy Casares no se libró de hablar de Jorge Luis Borges. Ortega lleva con elegancia el hecho, en apariencia inmodificable, de ser asociado con Gabriel Orozco: “Eso pasa mucho, pero básicamente en México —sonríe—. Éste es un país piramidal y la gente busca figuras que seguir. Cuando hice Cosmic Thing no faltó quien dijera que era un derivado del Citroën de Gabriel. Yo sabía que eso pasaría, hay muchas envidias en México, para mí estaba muy clara la referencia pero también las diferencias, las ideas propias que están en esta pieza. En mi opinión esto genera un diálogo con obras similares pero distintas.
“Gabriel tiene un carácter muy fuerte, que le permitió abrirse paso; es obvio que tiene un temperamento de líder natural, siempre lo ha tenido, desde chavito en el futbol [donde conquistó su apodo de el Pájaro por Prudencio el Pajarito Cortés, futbolista de los años setenta], lo mismo hizo en la escuela como maestro. Tengo la idea de que es un profesional del poder, pero nunca ha querido ser un patriarca. Aprendió mucho de la experiencia de su papá. Mario Orozco Rivera tenía una personalidad increíble, desde muy joven trabajó en un circo, cantaba y tocaba la guitarra, era muy buen dibujante, fue ayudante de Siqueiros. Pero también estaba a la sombra del gran muralista, y Gabriel lo vio luchar para encontrar su propia personalidad y espacio”.
El afecto y la generosidad de Ortega hacia su amigo se plasmaron en un cuaderno ilustrado, Pájaro para principiantes, donde recuperó su talento de caricaturista para contar la historia de Gabriel Orozco, desde los difíciles días del comienzo hasta la consagración internacional. La amistad se ha mantenido en las altas y en las bajas: “No ha sido fácil pero lo hemos logrado. En alguna ocasión me preguntaron con cierta malicia si quería alcanzar a Gabriel. Les dije que nunca hemos estado lejos; somos amigos y estamos cerca para discutir y festejar lo que ha hecho. Una de las razones por las que me fui siete años a Berlín fue para buscar un camino en circuitos donde Gabriel no está tan presente. La verdad es que en los primeros diez años fue durísimo que todo lo que yo hacía fuera visto como una copia de él. También le he aprendido mucho a Abraham Cruzvillegas y a Gabriel Kuri. Son muchos años de estar juntos en clases de natación y cada quien va depurando su propio lenguaje, procesando su información. El castigo criticón que recibí al principio tenía que ver sobre todo con que yo usaba objetos cotidianos, igual que Gabriel. Pero eso es parte del arte contemporáneo en general, la gente ha ido aprendiendo a ver lo que hacemos y a distinguir.
“Gabriel se puede poner sin problemas en el centro de una situación, pero las discusiones y la tensión también nos ha estimulado. Gabriel y yo tuvimos un diálogo reciente en [la revista] Art in America donde hablamos de los muralistas, que también pasaron por muchas polémicas. Aunque parezca raro, hay algo de ellos en nuestro trabajo, sobre todo en la idea de ‘campo expandido’, la pintura que sale de la pared hacia la escultura y la instalación. Esto lo ves claramente en los murales de Chapingo. La relación con el espacio público como un espacio político ha sido muy importante. En la caricatura también eso está muy claro: el tiempo y el lugar son decisivos en lo que haces. Lo mismo sucede en la escultura y la instalación.
”Gabriel y yo no seguimos una escuela ni una academia, ni siquiera tenemos un estilo. Eso lo decía El Fisgón en sus clases: ‘Cuando tienes un estilo, comienza a determinarte y termina por encerrarte en una relación totalmente dependiente’. Hay pintores a los que ya sólo les encargan las obras que tienen su sello de marca y eso es una limitación terrible”.
Ortega pasó por ese peligro en 2002, cuando su vocho “explotado” cautivó a la Bienal de Venecia: “Fue un cabronazo y lo más raro es que de pronto todo mundo sabía más que yo de mi trabajo. Todo mundo me quería guiar hacia otras piezas parecidas pero a su conveniencia. Me ofrecieron hacer lo mismo con un Volvo, un Fiat o un Fórmula 1. No acepté, pero Dodge copió la idea en un anuncio”.
El costo de producción de Cosmic Thing fue de cuatro mil dólares, algo muy barato, si tomamos en cuenta la dimensión de la obra y lo que cuesta producir fuera de México. Después de Venecia, el coche desmembrado podía convertirse un negocio de franquicia. Para no ser rehén de su obra, Ortega planeó diversas formas de desactivarla.
Me habla del tema mientras veo un rincón de su estudio donde cuelga un amasijo de llaves. Entre ellas está la de un Volkswagen sedán: Cosmic Thing.
El vocho forma parte esencial de la cultura popular mexicana. El “coche del pueblo”, orgullo tecnológico del nazismo, adquirió en nuestro país otro significado. Durante décadas fue el auto más barato y el preferido de los taxistas y, siguiendo una iniciativa sexenal, fue pintado de verde para lucir “ecológico”. Si todo automóvil es un símbolo de estatus, el económico VW se prestigió con modificaciones artesanales que produjeron el vocho “achaparrado”, con “quemacocos” o “tuneado”. El Escarabajo alemán conservó su silueta inconfundible, pero asimiló toda clase de adornos y aditamentos.
Sin embargo, nadie intervino más el vocho que los ladrones de autopartes. El coche más común de México también era el más desmontable. Ortega conoció a unos jóvenes mecánicos a los que les bastaron cuatro horas para desarmarlo por completo. Cosmic Thing reaccionó a lo que ya estaba en el ambiente mexicano: el vocho como un modelo para desarmar. El artista se dio cuenta de que el desmontaje automotriz también pertenecía a la artesanía popular mexicana.
Durante años, todos los Volkswagen sedán del mundo se fabricaron en Puebla. Cosmic Thing coincidió con el fin de la cadena, brindando el testamento de una tecnología.
Desde antes de tener éxito con la pieza, el artista planeó el progresivo desmontaje de su idea. Escarabajo, pieza que alude al apodo original del vehículo (Käfer), consta de cuatro llantas que sobresalen un poco del césped y sugieren un vocho enterrado, un coche patas arriba.
El proceso continuó en 2005 con el auténtico entierro del coche, cerca de la fábrica que lo vio nacer. El ciclo biológico se había cumplido: del big bang inicial al rito funerario. Sin embargo, en el país de Pedro Páramo los muertos viven. Hacía falta una resurrección. En 2006, el vocho regresó como Un fantasma, reconocible por sus siluetas de cromo.
Ortega escapó a la tentación de ser un acaudalado instalador automotriz; soportó las comparaciones de su vocho con las piezas de Gabriel Orozco y Betsabé Romero (que ha hecho notables trabajos con autopartes), y siguió su camino: “No quería encasillarme como el artista que desarma coches y cuelga cosas”.
El precio de la tortilla
¿De qué vive alguien que rechaza la oferta de desarmar un Volvo? “No estoy en contra de las becas, tuve la de Jóvenes Creadores y fue una maravilla, pero creo que las becas son adictivas; al rato ya sólo haces un proyecto si primero tienes una beca. Hay gente que se obsesiona con ese tema; quieres discutir con ellos los problemas del país y te dicen que se necesitan más becas. El gran problema de esos apoyos es que no generan secuelas, no ayudan a crear una industria del arte ni un público que la respalde”.
Para la inmensa mayoría de la gente, el mercado del arte es una cosmogonía inescrutable. El crítico australiano Robert Hughes, que animó la revista Time con sus vibrantes comentarios, solía decir: “Aparte del de las drogas, el del arte es el mercado más grande y menos reglamentado del mundo… Tener una fantasía y pagar 135 millones de dólares por ella no la hace necesariamente cierta”.
Resulta extraño que una pieza conceptual adquiera el precio de un radiotelescopio. Ortega matiza la importancia comercial de la vanguardia: “En las subastas los precios de artistas muertos como Picasso o Picabia casi siempre valen mucho más que una obra nueva. Hacer Cosmic Thing fue barato pero entonces era una lanototota para mí. Cuando se vendió yo me quedé con unos diez mil dólares. Con eso renté un departamento por un año en Copacabana”.
Sin tener gran experiencia al respecto, le digo que se necesita más de diez mil dólares para vivir un año en Brasil. De manera típica, me contesta con una frase de Marcel Duchamp, el gurú que incluso le sirve para la teoría económica: “Lo importante no es cuánto ganas sino cuánto gastas”.
Los costos de producción del arte moderno pueden ir de la caja de zapatos de Gabriel Orozco, que no le costó nada al artista, a la calavera de platino recubierta de diamantes de Demian Hirst, materiales que costaron 25 millones y medio de dólares.
En ese inmoderado horizonte, ciertos artistas se resisten a ser evaluados por el lápiz óptico y procuran que la estética no se confunda con el precio y otros adoptan el gélido cinismo de Andy Warhol, dandi del mercadeo: “Hacer dinero es arte”.
Parecería difícil comerciar con productos que no siempre se comprenden, pero el medio artístico ha dedicado buena parte de su inventiva a la tarea de venderse a sí mismo. “La gran creación del arte contemporáneo es haber inventado el mercado del arte contemporáneo”, comenta el escritor argentino Alan Pauls.
El Fisgón ha discutido con Ortega acerca de este tema. Tienen un origen común como caricaturistas de la izquierda mexicana y ambos se oponen a que la creatividad tenga una rotunda condición de mercancía. Sin embargo, para El Fisgón, el arte de vanguardia ya no puede escapar a los designios del consumo: “Es muy limitante depender de la moda. En lo formal, el arte moderno parece de vanguardia, pero a fin de cuentas acaba siendo conformista porque se adecúa totalmente al mercado. En el medio de las bienales y las galerías incluso los gestos de disidencia o de crítica política son parte del discurso aceptado. Un ejemplo clarísimo son los grafiteros, o figuras como Basquiat, que comienza pintando en las calles y es llevado por Andy Warhol al mundo de las ventas. El artista de vanguardia cada vez depende menos de sí mismo. Cuando entras a un museo, primero tienes que leer al curador para saber lo que significan esos materiales y luego tienes que saber quién lo compró para saber cuánto valen. El artista es juzgado con criterios que no tienen que ver con su lenguaje”.
El caricaturista de La Jornada argumenta en forma extensiva y detallada, con el gusto de quien sombrea minuciosamente un dibujo: “Las vanguardias comenzaron anunciando una nueva era. Fue el impulso del dadaismo, el cubismo y todos los demás. La paradoja es que esa protesta contra el sistema es hoy la nueva academia. El gran descubrimiento del mercado es que el modelo de ruptura con lo establecido se puede perpetuar dentro del mercado. Y esto nos lleva a otra paradoja: el mercado es un desastre, los banqueros han demostrado ser ineptos y corruptos, pero el arte supuestamente de vanguardia sigue obedeciendo la lógica de ese error”.
Desde la perspectiva de Ortega, el papel corrosivo del mercado existe pero debe ser matizado: “Es cierto que el capitalismo lo devora todo; devoró el jipismo, devoró el punk, al Che Guevara, el Guernica, todo lo neutraliza, lo coopta y lo convierte en consumo. Al mismo tiempo, la masificación no puede ser satanizada; muchas de las cosas que he conocido en mi vida son parte de ese fenómeno”.
Ortega ha trabajado con materiales tan comunes como las tortillas tostadas con las que creó la escultura geométrica que se exhibió en la Modern Tate y que se vio intervenida por las infaltables hormigas. La pieza no podía ser más barata ni más evanescente y, sin embargo, no vale lo mismo que una docena de tortillas. ¿Cómo se fija el valor de la obra? ¿Determina eso la actitud del artista?
“Hoy en día la base para producir un proyecto en una exposición multitudinaria como Documenta puede llegar a ser de sesenta mil dólares, pero hay que tener mucho cuidado con el dinero que se utiliza”, Ortega trata de situarse en una postura intermedia entre la visión crítica de su antiguo maestro, El Fisgón, y los excesos del mercado: “Una obra sobreproducida es una vulgaridad espantosa. La calavera con diamantes de Demian Hirst alteró el mercado no sólo del arte, sino de los diamantes. Nadie podía comprarla y Hirst probablemente tuvo que comprársela a sí mismo para guardarla. Es algo difícil de entender. A mí me interesa vender piezas para tener libertad de trabajar, pero si suben demasiado de precio, nadie las puede comprar y todo se paraliza”.
Al trabajar en distintos países se ha sorprendido con el derroche de dinero en nombre del arte: “Cuando expuse en el Georges Pompidou, pedí que movieran una pared de tablarroca unos cuantos metros. Necesitaba más espacio para mi pieza, la solución parecía sencilla y ellos no pusieron peros. ¡Luego supe que la mano de obra había costado doce mil euros! En cada sitio te tienes que adaptar a las condiciones económicas, no necesariamente para estar de acuerdo con ellas”.
El artista que en 1999 expuso cerca de un puesto de pollos en el mercado de Medellín no deja de asombrarse de los vaivenes de la economía. Invitado a exponer en la galería londinense White Cube, en un espacio llamado Inside, ofreció una respuesta outside. Diseñó un laberinto de viviendas con desechos de construcción y lo colocó en el parque frente a la galería. La instalación, que llevó el nombre de Materia y espíritu, imitaba las construcciones informales del tercer mundo; sin embargo, en Londres es prácticamente imposible conseguir materiales de desperdicio. El ensamblaje no se hizo con desechos sino con antigüedades. Resultó más fácil recabar piezas de bazar que basuras. Los materiales acabaron por darle otro sentido a la obra: un laberinto victoriano para mendigos postindustriales.
Le pregunto si no le molesta que las piezas se queden en colecciones privadas, lejos de la mirada pública: “No, porque generalmente los coleccionistas tienen obligación de prestar las obras para las exposiciones; además, a ellos les puede convenir que se vean. Eso se establece por contrato. Con el tiempo he aprendido algo muy curioso. No siempre la gente que parece la más alivianada apoya al arte. Conozco gente de izquierda, con la que tengo muchas afinidades, pero a veces es superdogmática en temas estéticos y jamás coleccionaría cosas nuevas. En cambio, hay gente que es muy conservadora en política, pero apuesta por la vanguardia en el arte y tiene colecciones muy atrevidas”.
¿Qué tan importante es el contexto social o el país de origen? “Es algo decisivo. Ahora los brasileños y los chinos están de moda. Tienen sus propios mercados y eso los sube de precio, pero sobre todo son países de los que se habla mucho y que generan grandes expectativas y eso acaba por influir en la percepción del arte”.
Durante demasiado tiempo, el arte mexicano ha querido prosperar a base de subsidios, premios y decretos. Los egresados del Taller de los Viernes no sólo rechazaron las búsquedas de sus predecesores, sino la idea del artista necesariamente ligado al presupuesto. Ortega ha dirigido algunos dardos contra el oficialismo en la pintura. En la calle Barranca del Muerto se alza una serie de esculturas de Sebastián, emblema del artista patrocinado con dineros públicos y de la geometría convertida en discurso de la modernidad institucional. Ortega decidió encapucharlas con máscaras de Power Rangers vendidas por indigentes a unos metros de distancia, una forma de tapar el arte oficial con la economía informal.
En otros proyectos, el antiguo caricaturista que se formó con la historieta Marx para principiantes, de Rius, ha tratado de ejercer la crítica dentro del sistema artístico. En Nueve tipos de terreno, obra de 2007, reinterpreta con ladrillos El arte de la guerra, de Sun Tzu. La ocupación del espacio sigue los preceptos de la estrategia militar china, pero los “soldados” son las más elementales piezas de construcción. Marx se refería al “ejército industrial de reserva” para los desempleados que representaban la cantera del empleo. Eso son los ladrillos en un lote baldío: materia disponible.
La serie Misterios del capital (2006) opera en la misma sintonía. La primera pieza es un bloque de concreto de 80 x 80 x 80. Al modo del dinero, el monto se “traduce” en unidades más pequeñas hasta llegar a piezas de 5 x 5 x 5, equivalentes a centavos.
La irrealidad del dinero, tan presente en la vida diaria como en el mercado del arte, obliga a recordar la pregunta de Bertolt Brecht: “¿Qué es asaltar un banco comparado con fundarlo?”. Las transacciones financieras son la forma más habitual del delito.
Ortega mantiene una perspectiva crítica dentro de los circuitos establecidos del arte moderno. Para algunos esto puede ser ambivalente o contradictorio; para otros, es la mejor manera de discutir el tema sin perder presencia en el circuito del arte.
El creador de Cosmic Thing no es ni un terrorista ni un kamikaze que se inmola en nombre de la pureza. De manera sugerente, el sesgo político de sus obras permite dialogar con artistas de generaciones anteriores, que han operado en los márgenes de los grandes museos.
El catalán Antoni Muntadas (nacido en 1942), conocido por unir la búsqueda estética con la reflexión política, creó una pieza que puede ser vista como una versión bidimensional de Misterios del capital. El cartel The Bank: Inside the Counting House es una alucinada revelación de los abusos bancarios. Cada vez que se cambia una divisa, el banco cobra una comisión. Muntadas calculó el número de transacciones que serían necesarias para que un billete de 100 dólares desapareciera por completo a fuerza de comisiones. Contrastada contra la sombra de un reloj de arena, se ofrece la lista de cambios de una divisa a otra hasta que el billete se convierte en nada. Esta pieza sobre la especulación financiera podría llevar el título de Lost in Translation.
El sentido de la ironía, la crítica política y el interés por descubrir cómo un idioma se traduce en otro son esenciales a la imaginación de Muntadas. En Misterios del capital, Ortega da volumen a las mismas ideas. La disolución de la economía se aborda en un sentido material: hay quienes disponen de un bloque gigante al día y quienes pasan la vida aspirando al bloque más pequeño (a propósito de esto, el artista aporta una elocuente estadística: una celebridad del basquetbol gana en un segundo de publicidad de zapatos deportivos lo mismo que 666 personas ganan en un año por fabricar esos zapatos).
It’s a mirror
Después de siete años en Berlín, Ortega ha vuelto a México. Aunque se instaló en Tlalpan, prefiere ver esto como un accidente y no como una señal de que regresó a su origen artístico. No reivindica la pertenencia a un sitio definido ni se preocupa por mostrar un pedigrí mexicano. Su relación artesanal con la materia le debe mucho a un país donde la mano de obra es barata, accesible y sumamente versátil, y su humorística combinación de elementos (la “chafez tercermundista”, como la llama Antonio Castro) alude a la tecnología vernácula, donde la turbina de un avión se repara con un alambrito, pero no busca el color local.
Buena parte de su trabajo está dedicado a trasvasar ideas de otros creadores. Recientemente construyó una réplica a escala de una pieza monumental de Alexander Calder, con la variante de que en uno de los extremos tiene el mango de un machete, lo cual convierte a la escultura en una herramienta que disecciona el espacio. Además, ha desarrollado un excepcional proyecto editorial: Alias. Fiel a su nombre, el catálogo pone en contacto diversas personalidades artísticas. De manera emblemática, uno de los libros reúne conversaciones con Duchamp y cada una de ellas fue traducida por un artista distinto.
Trazar el perfil de un artista significa, más que describir su vida anecdótica, descifrar su mente y la lógica que anima sus obras. Si algo define a Ortega es la búsqueda de lenguajes alternos y la posibilidad de decir cosas distintas con elementos ya constituidos.
Curiosamente, no se interesa en dominar idiomas. Prefiere mantener con ellos una relación tentativa, juguetona, experimental. Estuvo años en Berlín sin aprender alemán. En sus catálogos suele reproducir fragmentos de sus cuadernos, escritos con una caligrafía nerviosa y atractiva, y faltas de ortografía que delatan al rebelde que no acabó la preparatoria. Le pregunto si ve esto como un gesto transgresor: “Para nada, es una huevonería de mi parte, una señal de la mala educación que tengo. Con el tiempo se ha vuelto una especie de statement para salir con decoro de una falta. Decían que Joyce reinventaba el lenguaje para desquitarse de él…”.
Le recuerdo lo que Paz escribió sobre las palabras: “Chillen, putas”. “Hice una pieza sobre ese poema —me responde—. Se exhibió en un sótano en París; en una tina llena de agua puse recipientes con leche y vino que se mezclaban con cualquier vibración”.
¿En qué medida ignorar o conocer a medias una lengua permite tener más libertades con ella? “Yo más bien me meto en problemas con los idiomas”, sonríe, se rasca la cabeza, baja la mirada, en el tono evasivo de quien se pone al margen de cualquier pretensión teórica o académica. “Con el inglés me pasa lo mismo que con la ortografía. Al principio, cuando tenía que hablar en público me pasaba una semana muerto de pánico. Ahora ya no me pasa tanto y a veces hasta disfruto mis tropezones. Una vez quise decir en inglés ‘es mi error’ y dije ‘it’s a mirror’ ”, suelta una carcajada, disfrutando el accidente que verifica su estética: el equívoco como espejo del artista.
Para Ortega, las herramientas son un lenguaje. El serrucho es una obra. Una de sus piezas más conocidas, El controlador del universo (2007), muestra herramientas suspendidas, en fuga, animadas por una energía centrífuga. La instalación debe su título al mural que Diego Rivera pintó en Rockefeller Center y ha dado pie a algunos malentendidos. Diego entendía el progreso tecnológico como un paso decisivo en la liberación de la clase obrera. Ortega es más escéptico; no celebra las herramientas y alerta contra la posibilidad de que adquieran una dinámica propia. En su caso, el título de El controlador del universo es irónico. Nada más fuera de control que ese universo en expansión.
Hace poco Ortega viajó a Nigeria en busca de las herramientas más antiguas del planeta, que no están en manos del hombre sino de un grupo de chimpancés.
Me muestra una delgada rama que trajo de ahí. Fue mordida en un extremo por un primate. Veo con asombro el resultado: una especie de brocha que sirve para sacar hormigas de sus túneles bajo la tierra.
“Los científicos diseñaron un lenguaje para comunicarse con señas con los chimpancés —relata—. Lo increíble es que una hembra le había enseñado ese idioma a su cría. Eso no formaba parte de un experimento; fue un proceso evolutivo natural. El lenguaje se había vuelto útil para los monos”.
De manera sugerente, la convivencia con los chimpancés lo llevó a concebir un alfabeto que puede ser visto como anterior o posterior a la razón, un alfabeto del inconsciente, integrado por herramientas fabulosas, sin aplicación definida, que se expondrán en el consultorio londinense del doctor Freud.
Esto me lleva a preguntarle por sus sueños. Responde decepcionado: “Casi nunca me acuerdo de mucho de lo que sueño y, cuando me acuerdo, todo es muy austero; a lo más, veo a alguien con un cuchillo detrás de una puerta… en cambio, tengo una amiga que sueña que está en la Segunda Guerra Mundial; sus sueños tienen mucha producción”, sonríe con envidia.
Es posible que Ortega sueñe cosas sencillas en la noche porque dedica su jornada a imaginar desaforadas posibilidades para lo cotidiano; la falta de imágenes oníricas puede ser vista como el reverso, el lado B, de las imágenes atrapadas en la vida diaria. Una de sus preocupaciones es la vida interior de las herramientas. Nada más lógico que un utensilio de trabajo esté exhausto. Es el caso de Pico cansado (1997), herramienta que se dobla, pues ha sido vertebrada por el artista. Si el Lavabo suave de Claes Oldenburg traduce lo duro en blando, Ortega exterioriza el interior, la “psicología” de una herramienta.
Materia dispuesta
En su obra Conjunto habitacional, cada letra es un lugar que al combinarse con otros crea un “lugar de lugares”. Hablar significa combinar espacios; con los mismos elementos creamos un sitio diferente.
Esta dinámica es muy clara en la autoconstrucción, donde los materiales se ajustan a la necesidad. “A diferencia del arquitecto, que concibe una obra de fuera hacia dentro, quien construye su propia casa lo hace de dentro hacia fuera”, explica Ortega. Las nociones de fachada, adornos o vista exterior le resultan irrelevantes. Como el proceso se hace por etapas y los materiales suben de precio, conviene comprar de una vez todos los ladrillos sin saber a ciencia cierta cómo se usarán. Este work in progress determinado por la incertidumbre dio lugar a una de las más llamativas series de Ortega: fotografías de casas brasileñas con ladrillos apilados junto a sus muros. Como corolario a esta pesquisa visual, hizo su propio homenaje a la autoconstrucción. En un gesto poético, suprimió la casa y se quedó sólo con el material sobrante, destinado a una futura ampliación. El título de esta pieza de 2003 es elocuente: Materia en reposo. Ahí el lenguaje plástico alcanza un insólito grado de quietud. Como en la novela de H. G. Wells estamos ante algo que importa, no por lo que muestra, sino por lo que anuncia: La forma de las cosas que vendrán.
García Canclini alude con acierto a la noción de “inminencia” para caracterizar las búsquedas más interesantes del arte contemporáneo, que parecen a punto de convertirse en otra cosa. Materia en reposo es un ejemplo superior de este procedimiento.
El estudio en Tlalpan gira actualmente en torno a una serie consagrada al alfabeto. Vi la obra en proceso, en diciembre de 2012, y casi terminada en abril de 2013. El artista pidió a su madre que trazara letras con su caligrafía de maestra de escuela. Luego las convirtió en relieves. 27 serpentinas de metal, de aspecto confuso, retorcido, penden del techo; arriba de cada una de ellas hay una lámpara. Lo significativo —la revelación— es la sombra que se refleja en el piso: un trazo caligráfico. La metáfora es contundente: el lenguaje proviene de signos enredados, abstrusos, impulsos indescifrables. Vistas en relieve, las “letras” parecen tripas, son fierros sin sentido. En cambio, su sombra representa una aventura del orden: un idioma.
La instalación resume (hasta donde eso es posible en un artista múltiple) una estética. Ortega ha buscado alfabetos en los más diversos materiales (tortillas, huevos, transformers, pelotas de golf, refacciones de automóvil, mazorcas, monedas, montes de arcilla, sal). Ahora muestra el abecedario como si se descubriera por primera vez. La pieza está más cerca de la filología de lo que podría pensarse. En su análisis de la lectura en el siglo XII (En el viñedo del texto), Ivan Illich recuerda que la palabra “página” significa viñedo. En latín, legere es “reunir”, “cosechar”, “recoger”. La relación entre el cultivo y el texto resulta aun más clara en alemán, según señala Illich: “La palabra alemana para la letra es buchstab. Stab significa ‘vara, rama’… buchstaben lesen connotaba el recoger varas”. Ortega da expresión gráfica al origen de la escritura: sus relieves de metal cuelgan como ramas amputadas a un árbol; en el piso, la luz cosecha la escritura de las sombras.
Al regresar a México, después de siete años en Berlín, Damián recuperó su interés por los textiles. Trabaja telares al modo de mapas (la cartografía urbana, la circulación de la sangre) o cronogramas (partituras donde las escalas son unidades de tiempo). Pide a una costurera que zurza durante un lapso determinado con un color y siga con otro durante un lapso distinto. Al pautar cronológicamente los recorridos de la aguja, obtiene un resultado cromático aleatorio: un tapiz del tiempo.
La idea de duración opera de distintos modos en su mente. Le interesa la obsolescencia de lo nuevo, la tecnología como algo fosilizado, arqueológico (de ahí que haya creado cámaras y otros aparatos en cemento), pero también crea piezas velozmente perecederas, con alimentos y productos de la “canasta básica”.
De acuerdo con el filósofo inglés Simon Critchley, el arte contemporáneo está atrapado entre la “bienalización y la banalización”. En su ensayo “Absolutamente demasiado”, escribe: “El artista contemporáneo se ha convertido en el modelo aspiracional del nuevo trabajador: creativo, no convencional, flexible, nómada, creador de valor y en viaje permanente. En un paradigma laboral posfordista definido por el trabajo inmaterial, los artistas son los empresarios perfectos y encarnan la nueva bohemización falsa del lugar de trabajo. Ser artista contemporáneo parece divertidísimo: es como ser estrella de rock en los setenta, salvo que uno puede llegar a vivir algunos años más”.
Critchley describe las ventajas creativas del artista y el atractivo role model que representa (la vida de Keith Richards sin adicciones terminales ni problemas con la policía). También advierte sobre el peligro de que eso acabe por ser una moda, una tendencia tan agradable como banal.
Todo arte genuino se opone a su tiempo y su circunstancia. El gran fracaso de quien propone novedades consiste en ser aceptado de manera unánime. Surgidas como una apuesta radical, las instalaciones corren el riesgo de convertirse en piezas populares, incapaces de alterar al espectador, adornos en el parque temático de la modernidad. A veces parece más transgresor volver al museo que salir de él.
Para superar la entropía en la que ha caído buena parte del arte contemporáneo, Critchley propone una estética de “lo monstruoso, lo insoportable, lo irreconciliable y lo inquietante en extremo”.
Esta salida de emergencia brinda una alternativa que parece fugaz. El asco y la repugnancia son categorías sociales; lo que escandaliza a una generación puede complacer a la siguiente. Preconizar una vanguardia del disgusto depende menos del talento y la inventiva estética que del repudio a los consensos culturales. Así, el remedio que Critchley propone a los artistas resulta problemático, pues no juzga el valor intrínseco de las piezas sino el impacto que pueden tener en el gusto. A la larga, toda obra creada para desestabilizar los complejos, los tabúes y las ideas establecidas, acaba siendo esclava del modelo ante el cual reacciona y de la época que pretende alterar.
La respuesta de Ortega es más tranquila y más profunda. Como Francis Ponge al escribir su poética de lo cotidiano, se pone “de parte de las cosas”, indaga la gramática que subyace en la materia para desordenar después los símbolos conocidos. En esta nueva Babel las lenguas no se confunden; anuncian nuevas posibilidades; lo más importante no es lo que dicen ahora, sino lo que dirán mañana. El futuro ya está aquí, pero debe ser descifrado.
“No hay que alterar el mundo —repite Damián, mientras sostiene la vara masticada por un chimpancé—, sólo hay que desarmarlo”.
El principal impacto que produce una obra de arte es que, a partir de ella, la realidad se aparece como una extensión de esa obra. Después de leer El Proceso, la realidad se vuelve kafkiana.
Al salir del estudio en Tlalpan, vi piezas sueltas por todas partes, El mundo había perdido sus tornillos. Armado de una caja de herramientas, Damián Ortega se ha propuesto repararlo. \\
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