Dilma y el arte de sobrevivir
Ante la crisis de su segundo gobierno, Dilma Rousseff atraviesa una tormenta política y podría ser destituida. Ha ganado la fama de dama de hierro y hay quienes creen que se sobrepondrá a la crisis, las críticas y hasta a un posible juicio.
Es 13 de diciembre de 2015. Y en el paseo adyacente a la playa de Copacabana miles de personas caminan juntas derritiéndose bajo el sol vertical de diciembre. Predominan los matrimonios de mediana edad, blancos de clases acomodadas, pero también hay mulatos jóvenes de la periferia. Todos acompañan con furia reivindicativa los gritos que salen de los altavoces del camión que encabeza la comitiva, escoltada por vendedores ambulantes que venden camisetas y pegatinas con una frase simple: “Fóra Dilma”. Es la cuarta oleada de manifestaciones contra Rousseff de 2015, con decenas de miles de personas en la calle pidiendo su salida. Ese año, el primero de su segundo mandato, la crisis económica golpeó de lleno al país. Petrobras, empresa de Brasil de capital mayoritariamente público, entró en barrena tras descubrirse una gigantesca red de corrupción que desencadenó una sucesión de operativos policiales contra sus directivos y cargos po- líticos vinculados al gobierno. Todo ello llevó la popularidad de Rousseff a niveles por debajo del diez por ciento. Y paralelamente, en octubre, el Tribunal de Cuentas desautorizó el balance contable del gobierno por irregularidades fiscales. Este último fue el motivo —teórico— para la apertura de un juicio político que puede terminar anticipadamente con su mandato. Cuando el presidente del Congreso anunció el 2 de diciembre de 2015 que aceptaba el pedido de impugnación de su mandato, Dilma se vio obligada a defenderse en una alocución pública: “Mi pasado y mi presente atestiguan mi incuestionable compromiso con las leyes y la cosa pública”, dijo.
La historia de Dilma Rousseff es la de una superviviente, una porfiada que alcanzó el puesto más importante de la república tras haber atravesado todas las etapas posibles para una política de su tiempo: militante universitaria, guerrillera clandestina, detenida, juzgada y presa durante la dictadura, cofundadora de partidos en la democracia, secretaria estatal, ministra federal y, finalmente, presidenta. En ese currículum sucinto se obvian los obstáculos vencidos que le han dado fama de dama de hierro, de gerente austera más que de dirigente política. Y con el detalle de que es mujer: podría pasar a la historia como presidenta destituida pero también es, al fin y al cabo, la primera presidenta de la historia de Brasil.
Pero el ejercicio de su gobierno, especialmente tras su reelección en 2 014, después del primer periodo que comenzó en 2010, ha puesto en juego su figura hasta el punto de dejarla a merced del impeachment. Las protestas y los índices negativos de su gestión harían pensar que Rousseff es un árbol a punto de caer. Aducen sus detractores que el principio de su mandato fue una mera prolongación de su mentor, Lula da Silva, que su imagen de dirigente tenaz se ha ido perdiendo en laberintos desconectados de la realidad, y que su honestidad a prueba de escándalos ha quedado en entredicho no por lo que haya podido hacer, sino por lo que podía saber y ocultó. Para quienes la defienden, Dilma sobrevivirá a los ataques, que adjudican al odio de los que no asumen su reelección, y aseguran que hay golpistas en las protestas. En la de Copacabana se veía, al final de la marcha, un camión flanqueado por dos hombres vestidos de soldados con una pancarta: “Intervención militar ya. sos Fuerzas Armadas”.
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El 14 de diciembre de 1947 nació en el hospital de São Lucas, en la ciudad de Belo Horizonte (Minas Gerais), Dilma Vana Rousseff. El segundo nombre se lo pusieron en honor a la hermana pequeña de su padre, Pedro Rousseff. Nacido en Bulgaria en 1900 como Pétar Roussev, huyó a Francia en 1929 por motivos desconocidos y se cambió el apellido sacándole la v y añadiéndole dos efes: Rousseff. Cuando después de la Segunda Guerra Mundial, tras un paso por Argentina, recaló en Brasil, le empezaron a llamar Pedro. Aquel hombre pálido y gigantón, que había dejado esposa e hijo en Bulgaria, se enamoró de una hija de ganaderos y se casó con ella. Se llamaba Dilma Jane, tenía 20 años y a sus padres no les hizo ni pizca de gracia que se fuera con aquel hombretón de 46. Para entonces, Pedro ya había trazado los contactos que labraron su fortuna como promotor inmobiliario en Belo Horizonte. Enseguida llegó la prole: el primer hijo, Igor; la segunda, Dilma, once meses después del primogénito; y la tercera, Zana, cuatro años más tarde. En las pocas fotos de familia que Pedro envió a Bulgaria posan los cinco sonrientes, la hija del medio con un gran lazo sujetando los tirabuzones negros, los mofletes generosos y los ojos muy fijos. Como sus hermanos y sus padres, viste ropas elegantes para la época y el país.
Empezaron viviendo en un departamento amplio, luego se mudaron a una casa en la calle Major Lopes, en el pudiente barrio de São Pedro. Tres empleadas la cuidaban. Además de las obligaciones escolares, el padre les impuso a los niños clases de piano y de francés. Como recordó la propia Dilma en varias ocasiones, su padre era socialista y ateo, pero cuando ella le dijo que quería hacer la primera comunión la matricularon en un colegio de monjas francesas, llamado Nuestra Señora de Sion. En el tiempo libre la familia Rousseff frecuentaba el Minas Tenis Club, donde Dilma jugaba al voley con los hijos de la gente bien, y en las vacaciones iban a la playa en el estado de Espírito Santo. Según su madre, la niña quería ser bailarina. Ella misma lo corroboraría, en una entrevista en 2008. “¿Y la política tiene algo de danza?”, le preguntaron. “Creo que tiene más de gimnasia, realmente.”
CONTINUAR LEYENDOEl gusto por el arte y la música clásica, que conserva hasta hoy, le vino por su padre, a quien acompañaba a conciertos y a la ópera en viajes a Río de Janeiro y São Paulo. También llegó por él la literatura. Con doce años le entregó una novela social de Émile Zola; después vendrían Balzac y los clásicos rusos.
A Pedro Rousseff lo rodeó siempre un halo de misterio en Brasil. Su escapada de Bulgaria, según les explicó Dilma Jane a sus hijos, se había debido a sus vinculaciones al Partido Comunista. No lo tiene tan claro el periodista Jamil Chade, autor de Rousseff, libro sobre los orígenes de la familia de Dilma.
—Que fuese refugiado político no es la versión más plausible. En Bulgaria sus familiares apuntaban a que había tenido lazos políticos, pero posiblemente se marchó más por temas económicos. Huyó, en una palabra. Es verdad, sin embargo, que fue él quien inculcó a Dilma sus primeras ideas sobre conciencia social y política.
La vida sin preocupaciones terminó de golpe en 1962, cuando un sábado Pedro se indispuso al llegar a casa. Fumador empedernido, murió esa misma noche de una angina de pecho. Dejó una fortuna patrimonial —quince inmuebles— y un vacío familiar, especialmente en su hija mayor, Dilma, de catorce años, que empezaba a virar de niña acomodada a joven con inquietudes latentes. El colegio Sion fue vendido, por lo que a ella la cambiaron al centro público más famoso de Belo Horizonte, el Colegio Estadual Central. Y entonces el cascarón se rompió definitivamente. En una entrevista de 2009 recordaría aquel capítulo: “Las monjas daban importancia a las cuestiones sociales. Pero cuando me cambié de colegio fue todo diferente. Si continuara abierto el Sion, yo tal vez hubiera hecho lo normal de aquella época y hoy sería profesora. Y yo no quería eso”.
El Colegio Estadual Central era conocido por educar a los hijos de la burguesía liberal de Belo Horizonte. En ese momento también servía de incubadora a un incipiente movimiento estudiantil que poco después tomaría las armas. Tras aprobar el examen de ingreso, Dilma comenzó el curso en una fecha clave para Brasil, marzo de 1964. Dos semanas después del inicio de las clases se produjo el golpe militar que originó una dictadura que se prolongaría por veintiún años.
Belo Horizonte era una ciudad abierta, con un toque cosmopolita. Fundada sesenta años antes para dotar de una capital moderna a Minas Gerais, un estado del tamaño de Francia. Allí se estableció rápidamente una burguesía complementada por oleadas migratorias europeas.
—Nosotros siempre decíamos que la casa de los Rousseff era de los pocos sitios donde se podían encontrar libros de Jorge Amado, y por eso hacíamos reuniones en su casa —dice Helvécio Ratton, cineasta, exguerrillero exiliado y amigo de Dilma refiriéndose al autor brasileño, comunista y perseguido durante años en su propio país.
—Estudiábamos con mucha frecuencia en su casa, que parecía tener cierto misterio. Ya no vivía el padre, pero tampoco conocí nunca a su hermano ni a su hermana. La única que aparecía siempre era su madre, siempre encantadora —afirma el artista y periodista Darío Menezes, compañero y amigo de adolescencia.
En plenos sesenta, con la ebullición política e ideológica a flor de piel, Belo Horizonte vio eclosionar a una generación que le daría al país una gran cantidad de personajes públicos de la cultura y la política.
—En Belo Horizonte daba la impresión de que no había tanta desigualdad social como en las otras grandes ciudades brasileñas —dice Helvécio Ratton—. Había mucha gente con inquietudes, una ciudad muy conectada al mundo. Es además un lugar donde las esquinas, los bares son muy importantes, todo se cocía allí.
Precisamente de la unión de ambas cosas salió el Clube da Esquina, un colectivo musical que fusionaba la música popular brasileña con los Beatles y el jazz con la herencia latinoamericana. Estaba liderado por Milton Nascimento y tres hermanos, los Borges. Uno de ellos, Márcio, fue compañero de colegio y amigo de tardes adolescentes con Dilma.
—La conocí cuando llevaba uniforme del colegio, falda gris y camisa blanca con corbata, en casa de un compañero que estaba en el movimiento estudiantil. Nos hicimos amigos en una época en que hacíamos fiestas todos los fines de semana, pero sin dinero. Íbamos a la casa de los Rousseff y asaltábamos la nevera de Doña Dilma, y nos dábamos un banquete de mendigos, con restos del almuerzo familiar. Dilminha era muy dedicada a los amigos. Una vez tuve un accidente y tuve que guardar tres meses de cama, y siempre venía a verme junto a una amiga a casa, siempre habladora, dulce y simpática.
Si Dilma era Dilminha, Márcio era Marcinho. Así le puso la propia presidenta, que en un reencuentro cuarenta años después lo sorprendió recordándole aquella tarde en que los Borges y Milton Nascimento le mostraron una canción, aún a medio pergeñar, que luego se haría famosa en Brasil:
—Íbamos juntos y a la altura del Parque Municipal, ustedes pararon a tocar —me dijo Dilma—. Sacaron la guitarra de la funda y tocaron una canción que me hizo llorar, era una de las primeras que componían —recordó. Y entonces tarareó la melodía inicial de Vera Cruz.
Dilma le buscó un apodo ad hoc, por su afición al cine: Marcinho Godard, por el director de la Nouvelle Vague, ídolo de la época en el Centro de Estudios Cinematográficos, otro punto de encuentro juvenil.
—Allí veíamos miles de películas y luego hacíamos coloquios. Dilminha era brillante, siempre guardaba algo inteligente en las opiniones sobre el cine —dice Márcio Borges.
Era el momento en que se unía ocio e ideología y, cuentan los protagonistas, se empezaba a vislumbrar la lucha armada como única forma posible de resistencia al golpe del 31 de marzo de 1964, que ya había instaurado una dictadura militar. La propia Rousseff diría, ya como presidenta, que las grandes influencias de aquella generación venían de campos diversos: el existencialismo, la Nouvelle Vague y la revolución cubana. En ese contexto surgieron bares como el Butcheco, un precario local, disimulado y sin cartel, que servía para financiar a la Polop, la organización político-obrera (de ahí el acrónimo), donde empezó su militancia Rousseff, en 1965. Habían transcurrido tres años desde la muerte de su padre y el mundo había cambiado por completo para una Dilma ya casi adulta, a la que también le salió al paso el amor.
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«Ahora parece diametralmente opuesta, sus razonamientos no siguen líneas rectas.»
Claudio Galeno Linhares, periodista, regresó a su Belo Horizonte natal después de pasar una temporada en una cárcel de Río a finales de 1964 por actividades subversivas. En la capital mineira se alojó en la pensión de Odete, lugar que frecuentaban los grupos izquierdistas de la ciudad. Allí también aparecían algunas chicas del Colegio Estadual Central que empezaban a militar en la izquierda estudiantil. Entre ellas estaba Dilma, que se dedicaba a hablar de literatura, cine y música. Empezaron a salir cuando él ya estaba inmerso en la lucha armada. Se casaron en 1967, un día cualquiera: “No llevé velo ni tiara, así que me puse un abrigo verde, lindo, y fui directa al notario”, confesó Dilma. Su madre les dio un departamento y en él vivieron, primero normalmente, luego en la clandestinidad. Alta, flaca, desgarbada, Dilma llevaba el pelo corto y voluminoso. Mucho pantalón y poco vestido, algún collar o pendientes. Pero lo que atraía a las personas eran otros atributos.
—No era una mujer bonita, tenía un cuerpo extraño, y lentes de fondo de botella. No tenía charme carnal, pero era muy in- teresante, y puedes creerlo, tenía muy buen carácter —dice Menezes, comparando el ayer y la fama de ríspida que arrastra la presidenta hoy—. Era muy inteligente, culta, coherente y fluida para hablar en público. Ahora parece diametralmente opuesta, sus razonamientos no siguen líneas rectas, pero en aquel momento lo tenía todo muy claro en su discurso.
Ingresó en la Facultad de Economía, la más conocida de la Universidad Federal de Minas Gerais, pero según cuentan sus compañeros, no estaba tan pendiente de las clases y las perdía a veces por la intensidad de la militancia.
—Mucho de lo que hacíamos aquellos años era fruto de un entorno de fermentación política y cultural —asegura Helvécio Ratton—. El otro día me preguntaba por qué entré en una organización revolucionaria, y concluí que era posible transformar Brasil según lo que decía el librito de Régis Debray.
El “librito” se titula ¿Revolución en la Revolución? y lo escribió aquel joven periodista francés desplazado a América Latina que abogaba por una lucha armada formada por pequeños grupos guerrilleros, que “accionarían el motor de la revolución”. El relato fue asumido por aquellos jóvenes militantes de Belo Horizonte, con el detalle de que, casi sin excepción, eran de extracción burguesa. En cualquier caso, el camino llevaba a la resistencia armada y para ello hacía falta financiación. Y a alguien se le ocurrió que lo más fácil era atracar bancos. Según la versión más extendida, dentro de la Polop Rousseff se dedicaba a la impresión clandestina de O Piquete, órgano subversivo de la organización. Ella siempre ha negado su participación en asaltos a bancos. Sin embargo, según Darío Menezes, Dilma también llevó a cabo aquellas acciones:
—Ella no lo admite hoy, pero también lo hizo. Por mi cuenta yo hice cuatro asaltos, y ella estaba en la línea del frente, de los que entraban al banco. Éramos muchos, porque imagina la logística de aquello en una época sin móviles, sin radio. Y eso que el botín no era mucho dinero, lo necesario apenas para financiar armas, municiones y supervivencia.
Cuando la Polop empezó a disolverse, todos pasaron a un nuevo grupo llamado Comando de Liberación Nacional, Colina. Era 1968 y el plan era tomar las armas para llegar al poder. Pero la dictadura tenía otros planes: el 13 de diciembre decretó el Acto Institucional número 5, el infausto AI-5, que autorizaba al presidente —militar— de la República a disolver el Congreso nacional. Y así lo hizo ese mismo día, inaugurando la época más oscura de la historia reciente de Brasil. En enero de 1969, un asalto perpetrado por guerrilleros del Colina acabó con la detención de un amigo de Dilma y de Galeno, que huirían a Río, ya amparados por la organización guerrillera en un piso clandestino. Poco después, Galeno fue de nuevo desplazado a Porto Alegre y Dilma se quedó a cargo de la logística en la organización: llevaba armas, dinero, documentos. En una de esas reuniones tuvo un flechazo con otro hombre: se llamaba Carlos Franklin Paixão de Araújo. Hijo de comunistas, él mismo comunista desde joven —tenía ya 31 años—, con historia en prisiones de la dictadura, terminó en el mismo departamento donde estaba Dilma en Río. Él mismo lo cuenta por teléfono desde Porto Alegre.
—La llamábamos Estela, era su apodo, no sabía su nombre. Y yo era Max. Fue en una reunión previa a la de la unificación de Colina con el VPR, otro grupo, que sentí un flechazo. Al día siguiente, tras otra reunión, le dije directamente que me resultaba muy atractiva. Ella me advirtió de que estaba casada. Al final terminamos entregándonos toda la pasión y poco después empezamos a vivir juntos.
Cuando volvió a ver a Galeno, Dilma no tardó en decirle sin rodeos que estaba enamorada de otra persona. Él también se había echado una amante. Al poco tiempo, Galeno salió de Brasil por la puerta grande para un guerrillero: desviando un avión comercial hacia La Habana. Hoy vive en Nicaragua. Dilma y su nueva pareja se incorporaron al nuevo grupo resultante de la enésima fusión de siglas. Se llamó var-Palmares, y en ella la actual presidenta tuvo un destacado papel. Según los informes de la dictadura, era “uno de los cerebros de los esquemas revolucionarios de la izquierda radical, la Juana de Arco de la subversión”. La propia Dilma glosó así su vida en el documental del cineasta Silvio Tendler, Utopía o barbarie, que retrató aquella generación: “Los que vivimos en la clandestinidad teníamos una gran alegría de vivir. Como decía un amigo mío, dormías sobre doscientos mil dólares y pasabas necesidad, pero comías queso con guayabada y te alcanzaba”.
Todo aquello quedaría marcado a fuego cuando fue trasladada por la organización a São Paulo, a finales de 1969, mientras Max se quedaba en Río. Hoy el propio Araújo lo recuerda.
—Pasaron poco más de dos meses desde que se fue cuando cayó presa. Qué pavor, mi mujer en la cárcel, pensé cuando leí el titular de los periódicos. Sólo en ese momento conocí su nombre real: Dilma Rousseff.
***
A José Olavo Leite Ribeiro le brotan todos los demonios del pasado cuando se le pregunta por la tortura. Le llama “o pau”, literalmente “el palo”. Lo relata desde São Paulo con emoción contenida.
—Durante muchísimo tiempo cargué con sentimiento de culpa. Yo creo que aún hoy lo tengo. Ellos ponían en práctica una técnica según la cual tenías que escribir toda tu historia a mano cada día. Tú escribías, y cualquier divergencia que hubiera con la versión anterior te mandaban a la tortura. Si olvidabas o cambiabas algo, ibas a la tortura, para o pau.
—¿Y por qué carga con culpa?
—Porque no debería haber hablado. Pero no estaba preparado para morir por la causa. Te dejaban perdido a golpes desde el momento en que te metían preso, y no paraban de darte hasta que confesaras algo.
Olavo tiene una mochila extra: su declaración provocó la detención de una compañera que después se convirtió en presidenta de Brasil. Por teléfono su voz suena joven, aunque se acerca a los 70 años. Su historia comenzó en agosto de 1969, cuando conoció a Dilma Rousseff —bajo los nombres de Luiza, Vanda, Stela, Marina—, unos meses antes de su detención, cuando militaban en var-Palmares. Según Olavo, Dilma era la líder de la organización en São Paulo.
—Trabajé cuatro meses para ella. Era una militante muy dedicada, inteligente. Ahora dicen que trata mal a subalternos, pero en aquel momento era muy tranquila y nunca tuve malentendidos. Nos dedicábamos a hacer inteligencia, información, y les facilitábamos documentación a los clandestinos. Le gustaba hacer reuniones largas, y parece que como presidenta continúa con ese perfil. Desde el punto de vista intelectual no era brillante, pero estudiaba y leía muchísimo, llamaba la atención.
Al comenzar 1970 Olavo cayó preso en São Paulo. Dos semanas más tarde estaba ya muy debilitado por la tortura y el encierro en una celda sin luz y visitas continuas a la sala de tortura. El 16 de enero lo sacaron a la calle a que enseñara el punto, el lugar donde se citaba con otros militantes de la guerrilla.
—A Dilma la detuvieron porque yo abrí el punto, o sea, aparecí con la policía en nuestro lugar de encuentro. Era un bar en el centro de la ciudad. Ya me iba con los policías cuando apareció ella. Me dio tiempo a decirle que huyese, que estábamos rodeados, y ella salió y se metió en una tienda contigua. Pero alguien del dispositivo la vio desde el otro lado de la calle y la detuvieron. En su día yo dije, cuando me preguntaron, que ella estaba armada. Cuando era candidata presidencial lo negó, pero yo recuerdo que sí lo estaba.
“Por la mañana fui al encuentro del compañero y no estaba, lo que era mala señal. No debería haber ido al otro lugar por la tarde”, afirmó Dilma en una entrevista cuando era ministra. “Me detuvieron por ser absolutamente incompetente”, confesó a Silvio Tendler en su documental. Pero la culpa por delatarla nunca se le fue de encima a Olavo Ribeiro. Al salir de prisión, éste huyó de São Paulo y se refugió en el interior de Minas Gerais. Rehizo su vida, se casó con otra exmilitante y perdió los contactos con el resto de los compañeros, incluida Dilma.
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La foto más famosa de la presidenta es, en realidad, la ficha policial de una joven recién detenida. Tomada en el siniestro Departamento de Orden Político Social (DOPS) aquel día de enero de 1970, muestra a una chica con peinado de chico rebelde, con lentes de pasta negra y cristal grueso. Semblante serio pero apacible, vestida con una camisa a cuadros, sostiene con las manos un cartel con el número 3023. Así se inició el pasaje de Dilma por las cárceles brasileñas. En total fueron dos años y diez meses que empezaron con las torturas. Duraron veintidós días en los que recibió choques eléctricos, padeció simulaciones de fusilamiento y golpes que le produjeron hemorragias en el útero y pérdida de dientes. Sólo una vez dio abiertamente detalles sobre la tortura. Fue en 2003 al periodista Luiz Maklouf: “Empezaban con palmatoria (nota: una especie de raqueta de madera con mango largo, que servía para golpear y aturdir inicialmente al torturado). Luego me mandaron sacar la ropa y me pusieron en el pau de arara (nota: barra de hierro atravesada entre las muñecas atadas y las rodillas dobladas sobre la barra, que se colocaba entre dos mesas para dejar colgar el cuerpo a un palmo del suelo). También estaba la silla del dragón (nota: silla eléctrica). Me daban descargas en todos lados: pies, manos, parte interna de los muslos, en las orejas. En la cabeza, un horror. En los pezones. Entonces te orinas, te cagas encima… Los primeros días estaba exhausta, me quería desmayar porque no aguantaba tanta corriente. Empecé a tener hemorragias. Te dejan, y entonces empiezas a tiritar de frío, porque estás desnuda. Y entonces vuelven”.
Dilma se presentó ante sus compañeras de detención simplemente como Vanda. Al duodécimo día de tortura, el 28 de enero, el diario Folha de São Paulo publicó: “Operación Bandeirante desbarata Grupo Palmares”. Allí se pormenorizaba la historia de Dilma Vana Rousseff Linhares alias “Luiza”. Así fue como su nuevo marido, Carlos Araújo, conoció su nombre real y de paso supo que no la vería en mucho tiempo. Aunque a final de cuentas no fue tanto:
—A mí me detuvieron en agosto —rememora Araújo—. Me tuvieron 75 días preso y luego me llevaron a un juez, y allí coincidí con ella por primera vez. Más tarde coincidimos por fin en el presidio Tiradentes, en São Paulo. Para entonces yo había conocido a su madre, doña Dilma, que terminó haciéndose amiga de mi madre en las visitas. Había un pabellón masculino y otro femenino y a los casados les dejaban verse en privado. Pero nosotros no lo estábamos, así que nuestras madres se encargaron de presionar al director de la cárcel para que nos dejara vernos. Un día el jefe, imagino que cansado, las puso a ellas de testigos y nos casó. Así que nuestro certificado de matrimonio está firmado por el director de una prisión de la dictadura.
En esos encuentros Carlos y Dilma hicieron planes de futuro, pero quedaban largos meses de detención, que Rousseff trataba de acortar junto a sus compañeras de la llamada Torre de las Doncellas, el ala más apartada del pabellón femenino. El estado de la prisión era deplorable. Así lo recuerda también una de las mejores amigas de Dilma, que ha pasado por todas las etapas junto a ella desde la adolescencia. Eleonora Menicucci ha sido ministra de Política de la Mujer en el actual gobierno, y tras la última reforma su cargo es el de Secretaria Especial. Cuenta, desde Brasilia, cómo sufrió junto a Dilma en aquella Torre.
—Sufrimos humillaciones, torturas, pero después redoblábamos nuestras esperanzas al llegar a la Torre de las Doncellas. Allí la vida era muy sufrida pero a la vez muy reflexiva. Estudiábamos todos los días. Conversábamos mucho, tomábamos el sol, veíamos televisión, hacíamos cursillos de varias materias… Con Dilma pasó tiempo sin que nos viéramos después de aquello, pero cuando nos reencontramos en São Paulo nos dimos cuenta de que lo que pasamos juntas nos unió para el resto de la vida.
La sentenciaron a seis años de prisión. El Tribunal Superior Militar le redujo la pena a tres, que terminaron quedando en dos años y diez meses. Aquella audiencia de la Primera Auditoría Militar fue inmortalizada por otra fotografía célebre. En ella se ve, al fondo, a dos oficiales tapándose los ojos para no quedar registrados. Dilma tiene el mismo pelo corto de antes de entrar en prisión, pero está muchísimo más delgada, debido a la disfunción tiroidea que desarrolló y que le provocó alteraciones de peso a lo largo de su vida. A fines de 1972 salió de la cárcel. Tenía 25 años.
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Carlos Araújo habla desde su casa de siempre en Porto Alegre. En el mismo espacio donde hoy envejece también creció con su familia y fue el lugar al que acudió Dilma Rousseff al salir de la cárcel. La casa de Araújo, sobre el río Guaíba, mantiene el halo místico de entonces.
—Aquellos meses que pasaron desde su salida hasta la mía —cuenta Araújo— , Dilma vivió con mis padres aquí. Y la verdad, siempre me tuvo muy cerca, porque desde el patio se ve la isla donde estaba el presidio en el que yo estaba detenido. Qué ironía.
Cuando al fin él quedó libre, iniciaron una nueva vida en Porto Alegre. En 1976 tuvieron a su única hija, Paula, mientras empezaban a desarrollar sus carreras: Carlos como abogado de gente sin recursos, Dilma como becaria en la Fundación de Economía y Estadística (FEE) del gobierno de Río Grande del Sur. El trabajo lo perdió cuando su nombre apareció en una lista negra para proscribir a cuadros guerrilleros reinsertados en la función pública. Al mismo tiempo, decidió volver a la Facultad de Economía. Y continuaba la militancia en su casa, que se convirtió en el centro de movimientos pro-amnistía, grupos sindicales y el mdb, partido de oposición a la dictadura. Muchas veces, recuerda Carlos Araújo, aquello condicionó la vida familiar.
—La militancia política perjudicó un poco la relación con nuestra hija. Muchas veces tenía que quedarse con una niñera, pero por fortuna creció maravillosamente y nuestra relación es perfecta.
La maternidad de Dilma fue sui géneris en un inicio y, de hecho, al poco de nacer Paula se matriculó en la Unicamp, en Campinas, cerca de São Paulo, y se la llevó para poder estudiar sin interrupciones. Aquella época es recordada por Luiz Gonzaga Belluzzo, profesor de Rousseff y uno de los economistas más renombrados de la izquierda brasileña.
—Fue mi alumna dos veces, con veinte años de diferencia, porque en 1998 hizo un doctorado aquí también. Pero en el 79 hizo el curso de economía política. No terminó la tesis, pero acabó los créditos, y la verdad, tenía mérito lo que hacía. Venía con su hija y se quedaba en un piso de alquiler. En clase era muy atenta pero no participaba demasiado, aunque demostraba cierto liderazgo cuando se hacían reuniones.
Se acercaba el final de la década de los setenta y la dictadura continuaba, en una versión cada vez más edulcorada: se derogó el AI-5, lo que distendió las amarras de la “seguridad nacional”. Se aplazaban las elecciones directas, pero se permitía la vuelta de líderes opositores exiliados. Entre ellos, el histórico dirigente de izquierdas Leonel Brizola. Junto a él, Dilma y Carlos participarían en la refundación del Partido Trabalhista Brasileiro, el ptb. En 1980 crearían, también con Brizola, el Partido Democrático Trabalhista, pdt, con el que Araújo fue diputado estatal tres veces. Ella actuaba como asesora pero empezaba a tejer sus propios lazos políticos mientras el régimen se descomponía con la transición a un gobierno civil en 1985. Fue en el Ayuntamiento donde consiguió su primer cargo oficial, como Secretaria Municipal de Hacienda, y desde 1988 ya no abandonó la gestión pública: fue directora general de la Cámara Municipal de Porto Alegre, presidenta de la FEE entre 1990 y 1993 y secretaria de Energía, Minas y Comunicaciones, cargo que repetiría en 1999, lo que la llevaría a ser conocida por Lula da Silva.
En lo personal, las cosas no iban tan bien. Una crisis irreversible hizo que le pusiese las maletas a su marido en la puerta de casa: Carlos Araújo no sólo se había metido en una relación extramatrimonial, sino que había dejado embarazada a su amante, la madre de Rodrigo, el hijo que hoy forma parte de la “familia extendida” de Rousseff. Si siempre ha mantenido una cordial relación con Claudio Galeno y familia, con Araújo y sus otros hijos todavía ha ido más allá. En la época presidencial, de hecho, se ha llevado de vacaciones no sólo a su madre, Dona Dilma, y su hija Paula, sino también al propio Carlos con sus dos hijos y su compañera actual. La relación con Araújo sólo se mantuvo deteriorada durante un par de años desde la separación, e incluso después volvieron a intentarlo hasta desistir en el año 1999. Diez años después, en una entrevista a la revista Marie Claire, dijo: “La separación siempre es difícil. Pero nos quedamos solas a los 30, no a los 60”. Poco después, Dilma mantuvo otra relación con un ingeniero llamado Luiz Oscar Becker, la única conocida —pero no reconocida— aparte de sus dos maridos. Cuando le preguntaron si salía con alguien respondió a medias: “Lo importante no es estar de novia, sino estar enamorada”.
—Después de veintitantos años y tantas cosas pasadas, con la separación ella hizo su vida y yo la mía, pero el vínculo se mantuvo muy fuerte. Las lágrimas fueron absorbidas y ahora tenemos una relación óptima —dice Carlos Araújo.
Brasil, mientras, iba cambiando desde el fin de la dictadura: mientras se sucedían los gobiernos de centro-derecha, ascendía Luiz Inácio Lula da Silva al frente del joven Partido de los Trabajadores (pt). Lula da Silva fue candidato a presidente durante la crisis del apagón, que en 2001 mantuvo al Brasil de Fernando Henrique Cardoso bajo mínimos en término de energía, con racionamiento en gran parte del país. Pero mientras eso ocurría, en Río Grande do Sul la oferta eléctrica se incrementaba casi un 50 por ciento por las políticas de la secretaria Rousseff. Entre otras cosas, porque había conseguido hacer una entente entre las compañías privadas y las estatales. Su trabajo llamó la atención de Lula, que la reclutó para coordinar el programa del área de energía de cara a las elecciones de 2002. Recién ingresada al pt, y anónima en la campaña, Dilma apenas apareció cuatro segundos en uno de los videos de propaganda. Después de tres elecciones perdidas, Lula ganó ésa. Asumió en enero de 2003 y nombró ministra de Minas y Energía a una completa desconocida para los brasileños.
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En 2008, ya como ministra de la Casa Civil (un cargo que equivale al de la jefatura de gabinete), Dilma vivió un flashback inducido por un político opositor. El 7 de mayo de 2008 se celebró una sesión de la comisión que investigaba un presunto dosier de espionaje al expresidente Fernando Henrique Cardoso. Al ser jefa de gabinete, la responsabilidad última sobre el dosier era de Dilma Rousseff. Ella era el centro de atención en la mesa del estrado de la sala de la comisión. Enfrente, el senador de oposición José Agripino, insinuó que ella podía estar mintiendo. La base del senador para cuestionar la palabra de Rousseff era una entrevista en la que ella decía que en los interrogatorios de la dictadura mentía para no incriminar a sus compañeros de guerrilla. Dilma escuchó atenta, los globos oculares aumentados por las dioptrías de los anteojos, pendientes pesados, pelo largo y voluminoso, traje de chaqueta verde. Cuando tomó la palabra, con voz elevada, dijo: “Estuve tres años en la cárcel y fui bárbaramente torturada, senador. Cualquier persona que ose decir la verdad a los interrogadores comprometería la vida de sus iguales (…) Yo me enorgullezco de haber mentido, senador, porque mentir bajo tortura no es fácil. Frente a la tortura, quien tiene coraje y dignidad, miente. Este diálogo con usted es democrático, no es un diálogo entre mi cuello y la horca, senador. Cualquier comparación entre la dictadura y la democracia sólo puede partir de quien no da valor a la democracia. Y creo que usted y yo estábamos en momentos diferentes de nuestra vida en 1970”.
Si alguien desconocía el origen de aquella ministra de perfil técnico, que se había ganado fama de seca como titular de Minas y Energía en los dos primeros años del gobierno de Lula entre 2003 y 2005, allí estaba en todo su esplendor. Durante esos años, Lula recorría el país inaugurando obras y esparciendo abrazos a alcaldes y gobernadores mientras a su lado aparecía ella, firme y seria. En 2005, cuando el primer gran escándalo de corrupción asoló el palacio de Planalto de la era Lula, con el descubrimiento del mensalão (una trama de pago de mensualidades a diputados de otros partidos a cambio de votos de apoyo al gobierno), empezaron a caer las primeras figuras del entorno del presidente. Rousseff, en cambio, salió fortalecida y ocupó el lugar del ministro de la Casa Civil, José Dirceu, cuando éste dimitió por el escándalo. Era junio de 2005 y se mantendría hasta el fin del segundo mandato de Lula da Silva, en 2010.
—Durante sus años como ministra de Energía yo era periodista y ella fuente, hasta que me tocó entrar en el gobierno, con ella ya asentada en la Casa Civil
—dice Franklin Martins, exministro de Comunicación Social y también exguerrillero—. Nos veíamos todos los días y Lula despachaba con nosotros permanentemente. Creo que nos gustaba la forma de trabajar el uno del otro. Mi admiración por ella era, sobre todo, por su enorme competencia, por su detallismo, era obsesiva por la minucia. Reconozco que eso garantizaba un resultado consistente en los proyectos que presentábamos. Incluso creo que por eso ella perdía un poco la noción de lo político.
Entre las cuestiones que manejaba Dilma como ministra da Casa Civil estaban los presupuestos para infraestructuras. Y entre la maraña de ministerios y secretarías del gigante burocrático brasileño, Rousseff conseguía abrirse camino pese a mostrarse puntillosa hasta el límite, para desesperación de pares y colaboradores. El mejor ejemplo de ello, dice Martins, es uno de los hitos del lulismo, el hallazgo en 2007 de una bolsa gigantesca de petróleo bajo el manto submarino frente a las costas de Brasil, llamada pré-sal.
—El trabajo de Rousseff para definir el marco regulatorio del pré-sal fue extraordinario desde el punto de vista técnico, jurídico e institucional. Sólo por eso Dilma merecería ser recordada. Para mí está claro que su trabajo en la Casa Civil fue lo que la llevó a la presidencia.
En 2006, Lula fue reelegido a pesar de las acusaciones de corrupción que rodeaban al gobierno, y gracias a los positivos números macroeconómicos y la transferencia de renta a los más humildes. La primavera brasileña florecía en todo su fulgor. El semanario liberal británico The Economist plantó en 2009 en su portada un Cristo Redentor transfigurado en cohete: “Brasil despega”. Además, el país fue nombrado sede del Mundial de futbol de — y los Juegos Olímpicos de 2016. Brasil sorteó incluso la crisis mundial de 2008, entre otras cosas, por un elemento que terminó de catapultar a Dilma: el Programa de Aceleración del Crecimiento (PAC). La idea de Lula era que Rousseff reuniese bajo ese programa los grandes proyectos de infraestructura, especialmente en el área de saneamiento y vivienda. La ambición era invertir más de cien mil millones de dólares hasta 2010 en obras que dejasen un legado visible, especialmente en las áreas más vulnerables. Pese al incumplimiento de plazos y los sobrecostes, el pac era un motor de popularidad para el gobierno y especialmente para la ministra de la Casa Civil. Rousseff estaba en la cresta de la ola del país de moda. Y eso lo percibió Lula da Silva, que empezó a deslizar a sus colaboradores que Dilma sería una buena presidenta. Aunque el presidente nunca le había hablado de su intención de candidatearla, ella lo conversó con su exmarido y su hija en un restaurante en Porto Alegre, como recuerda el propio Carlos Araújo:
—En realidad, meses antes de que Lula se lo hiciese saber Dilma me confesó: “Creo que él quiere que yo sea candidata, aunque no me ha dicho nada”. Luego, en navidad, nos lo dijo a nuestra hija y a mí. No lo esperaba, pero cuando lo comunicó tampoco fue sorprendente.
Cuando ya sabía que iba a ser la aspirante, Rousseff se sometió a algunas cirugías: se operó la vista para sacarse las gafas, se retiró unas arrugas sobre la boca y redujo las ojeras. A eso le añadió un nuevo corte de pelo, más parecido al actual. La candidatura se lanzó oficialmente en junio de 2010, con Lula en guayabera roja alzando el brazo de su elegida y una ovación cerrada en la Convención Nacional del partido. Aunque Dilma no era la más conocida para el gran público, la repercusión de sus obras para las capas más humildes y la maquinaria electoral del PT la hicieron subir como la espuma. Y a la vez, los críticos pusieron la lupa sobre ella. Se fijaron en su estilo gris para vestir, su peinado con kilos de laca, su dentadura de piano, sus gestos desafiantes —el dedo señalador, la mano de advertencia— y por supuesto, su discurso. Si en la época de militancia destacaban su organización mental a la hora de hablar, ahora la oposición y sus seguidores se daban un festín con sus meandros orales, sus muletillas para ganar tiempo mientras preparaba la siguiente frase, sus indefiniciones.
Pero, antes de que todo eso sucediera, Dilma hacía rato que había reunido a Carlos Araújo, su exmarido, y a su hija, en el mismo restaurante de siempre en Porto Alegre, para comunicarles que tenía una enfermedad grave:
—Nos llevó a ese mismo gabinete y nos confesó que tenía un cáncer —dice Araújo—. “Son los primeros que lo saben y lo vamos a superar juntos.” Claro, nosotros seguimos siendo su familia, aunque estemos separados.
Todo había empezado con el descubrimiento de un pequeño bulto bajo la axila en un examen rutinario por parte del doctor Roberto Kalil, el mismo de Lula. El 3 de abril de 2009 ingresó para que le extirparan un nódulo de 2 centímetros. Dos semanas después se confirmaba el linfoma y enseguida decidieron anunciarlo a los periodistas. En la política informativa tuvo mucho que ver Franklin Martins:
—Lo tratamos todo de forma muy natural. En la víspera del día que se anunció teníamos que ir a Goiás a inaugurar algo, no vino ella. Lula me dijo: “Tenemos un problema. Dilma se hizo unos exámenes y ha resultado tener un cáncer”. Le pregunté si era grave. Se giró hacia mí y me dijo: “Un cáncer es un cáncer”. Me dijo también que sólo lo sabían el médico y la familia. “Yo, y ahora tú”. Entonces dije que la mejor cosa era asumir públicamente aquello, y decidimos dar una rueda de prensa en cuanto saliera del hospital.
Dilma apareció en horario estelar de televisión, en la Rede Globo, mostrando las desnudeces de la fatalidad. Dijo: “Enfrento esta enfermedad para salir más fuerte”. Y así lo hizo, sin esconder la quimioterapia, la caída del cabello, la peluca que imitaba su peinado, la hinchazón que le producía el tratamiento. A principios de 2010, antes de que se lanzara oficialmente su candidatura, el cáncer remitió y, una vez vencida la enfermedad, declaró en una entrevista: “El cáncer asusta porque está asociado a la muerte. Mi experiencia fue casi contraria. Para mí está unido a la capacidad de superación”. Eso fue todo lo que dijo al respecto. Así se fortaleció la figura de Dilma, a quien se apuntaló en campaña como la “guerrera” que sale victoriosa de los continuos desafíos, desde la tortura hasta el cáncer, sin freno hasta llegar a Planalto.
Lula da Silva fue un elemento clave de la campaña, tanto entre bastidores como en primera línea. Enardecía a las masas en los mítines, fustigaba a los rivales, y hablaba de Dilma como presidenta cuando, según los sondeos, ni siquiera era conocida. Las calles se llenaron de carteles con la cara de Lula junto a su ministra más poderosa. Desde entonces, los porcentajes de apoyo a Rousseff no pararon de subir hasta que la euforia se desató en el hotel Alvorada la noche del 31 de octubre de 2010, cuando se anunció su triunfo en segunda vuelta, con 56% de votos frente a 44% de su rival, José Serra, del psdb. Cerca de medianoche, Rousseff bajó desde la habitación en la que había seguido el recuento hasta el centro de conferencias del subsuelo donde la esperaban simpatizantes, compañeros y periodistas de todo el mundo. En el trayecto desde el ascensor hasta el estrado Dilma repartió besos y abrazos entre estrellas y banderas rojas y cánticos sindicales. Cuando llegó al escenario, ya en vivo por las principales televisiones, todo se volvió mucho más neutro. Y Dilma empezó a dar su primer discurso como presidenta electa: “Llamo a las empresas, a los políticos, iglesias y universidades para que le pongan remedio a la desigualdad. No podemos descansar mientras haya brasileños con hambre o viviendo en la calle”. En cuanto terminó, bajó del palco y fue a festejar en privado con sus colaboradores y, sobre todo, con su padrino. Pero una vez que se instaló en Planalto, la influencia del expresidente sobre ella se convirtió en un flanco débil al que apuntaban sus críticos, que cuestionaban su capacidad de liderazgo, acusándola de marioneta de Lula: “Si realmente hay una transferencia de votos entre Lula y Dilma, entonces ésta va a sacar 80 por ciento. Lo importante no es transferir votos, sino tener voluntad política propia y capacidad de liderazgo”, dijo a unas horas de la elección el expresidente Fernando Henrique Cardoso.
Edinho Silva es el actual ministro de Comunicación Social y uno de los hombres más próximos a Lula y Dilma. Desde su despacho de Brasilia analiza algo que él entiende como mito infundado:
—Repetiré lo que dice la presidenta: quien espera que ella tenga desavenencias con Lula da Silva, que espere sentado. La relación entre ambos es de gran respeto mutuo y eso continuará por siempre.
Su plan de gobierno incluyó una larga lista de propuestas sociales, educativas y sanitarias (eliminar la pobreza extrema, dotar de agua potable a toda la población, construir escuelas técnicas y miles de guarderías, expandir centros de salud primarios por todo Brasil) junto a medidas macroeconómicas orientadas a buscar el crecimiento pero sin perder la atención sobre el control fiscal y la inflación. Un año después de llegar al Planalto, la popularidad de Dilma se disparó a índices superiores a los de su mentor.
La sombra del expresidente conllevaba también aceptar muchos cargos de mandatarios que venían de aquella gestión. Pero enseguida se vio que el carácter de la presidenta no hacía concesiones y mostró su cara más severa: durante el primer año de mandato exigió las dimisiones de hasta siete ministros, que habían sido altos cargos en la época de Lula, por acusaciones de corrupción: Antonio Palocci, Alfredo Nascimento, Wagner Rossi, Pedro Novais, Orlando Silva, Carlos Lupi y Mário Negromonte. Cada vez que aparecía sombra de duda sobre alguno, le exigía la salida: hacía limpieza. Esa palabra en portugués, faxina, también quedó pegada a la figura de Dilma, de quien se decía que se ponía furiosa cada vez que alguien llamaba a su despacho para darle noticias de corrupción. En una entrevista con la periodista Patricia Poeta, de TV Globo a fines de 2011, Rousseff intentaba sacudirse ese papel.
—¿Está usted haciendo limpieza en el gobierno?
—Creo que es una palabra equivocada. Porque la limpieza la haces a las seis de la mañana y a las ocho terminas. En cambio el control del dinero público en la actividad presidencial jamás acaba. No acabas con la corrupción, haces que sea cada vez más difícil, por eso no es una limpieza.
Pese a los buenos resultados en los sondeos de popularidad, el gobierno no consiguió que el país creciera a las tasas de la década anterior: 2.7% en 2011, 0.9% en 2012. Las mediocres cifras fueron interpretados por el gobierno como un rebote de la crisis internacional de 2008. Pero la economía brasileña empezaba a hacer agua, con caídas en las inversiones que el gobierno consiguió mitigar con entrada de capital por concesiones millonarias en servicios públicos. Fue momentáneo el respiro, porque los indicadores se ponían en rojo y las curvas de los gráficos descendían sin final. En enero de 2013 comenzó un movimiento de protestas provocado en un primer momento por el aumento del transporte público urbano. En São Paulo, donde se inició todo, había habido una subida de 7%, inferior a la inflación de aquel año, pero los manifestantes decidieron que no se podía tolerar un aumento en un servicio público ya de por sí caro (un pasaje de autobús costaba, al cambio, 1,20 dólares). Aquel germen, que en realidad tenía como objetivo a alcaldes y gobernadores, terminó llegando a la presidenta, y el apogeo de las protestas llegó cuando, en ese contexto económico, se evidenció el despilfarro en la organización del Mundial y los Juegos Olímpicos. Los manifestantes, que al principio fueron sobre todo estudiantes de izquierdas, sostenían que había que pedir más escuelas y hospitales y menos estadios. Pero el 18 de junio de 2013 la protesta se extendió y más de un millón de personas marcharon simultáneamente en cuatrocientas localidades. Las consecuencias fueron inmediatas: al día siguiente once grandes ciudades renunciaron a la subida del transporte, y en algunos casos incluso rebajaron el precio. El espíritu apartidista y espontáneo de la movilización amplificó el mensaje. Derechas, izquierdas, viejos y jóvenes empezaron a agruparse tras las pancartas. Los disturbios que se generaban al final de las marchas provocaron un efecto en la presidenta que resultó inesperado para la mayoría.
El 21 de junio, tres días después de que la imagen de una multitud trepándose al Congreso Nacional en Brasilia diera la vuelta al mundo, Dilma Rousseff salió a darles la razón en cadena nacional: “La grandeza de las manifestaciones confirman la energía de nuestra democracia, la fuerza de la voz de la calle y el civismo de nuestra población. Mi generación sabe cuánto nos costó eso. Y ahora quiero decir que mi gobierno los está escuchando. Es bueno ver a tantos jóvenes y adultos defendiendo un país mejor. Brasil está orgulloso de ellos”, dijo. El guiño no evitó, sin embargo, que se abriese la espita del descontento y los sectores antipetistas, volcados a la derecha del arco político, también empezaron a mostrar su desaprobación a la presidenta. Ocurrió de forma notoria durante la inauguración de la Copa Confederaciones de futbol de 2013, cuando se vivió una escena que tomó por sorpresa al entonces presidente de la fifa, Joseph Blatter. En el estadio Mané Garrincha de Brasilia, el 15 de junio de 2013, la multitud empezó a abuchear cuando ambos aparecieron en las pantallas gigantes, con los equipos de Brasil y Japón alineados sobre el campo. Blatter dio la bienvenida y fue acallado por un coro de abucheos cuando presentó a la presidenta. Cuando eso sucedió, el expresidente de la FIFA dijo:
—Amigos del futbol brasileño, ¿dónde está el respeto y el fair play, por favor?
El PT se defendió diciendo que quienes silbaban eran una “elite blanca” que podía pagar las entradas para ver los partidos y que no representaban al pueblo. Un año después, en la inauguración de la Copa del Mundo, el 13 de junio de 2 014, en São Paulo, se repitió la situación. Tras la ceremonia, el locutor pidió un aplauso para los trabajadores que habían construido los estadios. Una vez terminaron las palmas, comenzaron los insultos y cánticos contra la presidenta, que no dio ningún discurso. Al día siguiente se desquitó: “No me voy a dejar perturbar por agresiones verbales, ni me voy a dejar atemorizar por insultos que no deberían ser escuchados por niños y familias. En mi vida personal enfrenté situaciones del más alto grado de dificultad, ya no agresiones verbales, sino físicas. El pueblo brasileño no actúa así, no piensa así y no siente así. El pueblo es civilizado y extremadamente generoso y educado. Esto no me debilita”.
—La presidenta cortó los lazos con la sociedad, no escucha los movimientos sociales críticos, sólo los sectores cooptados. Y por eso no tiene condiciones políticas para liderar los cambios necesarios en Brasil —dice Apolo Heringer Lisboa, excompañero de guerrilla, fundador del PT y actual militante ecologista crítico con la gestión de Rousseff.
Los movimientos verdes siempre le han echado en cara su dudosa sensibilidad con el medio ambiente. La aprobación para la construcción de Belo Monte, la tercera mayor presa del mundo, le daría a Brasil, en opinión de Dilma, megavatios a raudales de una forma limpia y renovable a un precio barato. Pero llevándose por delante miles de hectáreas de selva, desplazando a decenas de comunidades indígenas y sin garantías de eficiencia. No ayuda tampoco que Rousseff haya escogido como ministra de agricultura a Kátia Abreu, una férrea defensora de los grandes terratenientes y contraria al Movimiento Sin Tierra, asociado, de hecho, al PT de la presidenta.
«Es una mujer tallada en la lucha y por lo tanto solidaria y honesta, ética y pre ocupada por la desigualdad social».
Y afloró con rapidez otro problema: la corrupción. Primero con la sentencia, en 2013, del caso mensalão, por el que fueron condenados en firme grandes nombres del pt. Y ya en 2 014, con la explosión de la trama del Lava-Jato, también llamado caso petrolão, que aún continúa. Esas investigaciones por el desvío sistemático de dinero en la petrolera Petrobras llevaron a Rousseff a desmentir que ella supiese de los manejos sucios. Según quedó demostrado, altos directivos de la empresa y políticos de su partido recibían sobornos de las mayores compañías contratistas del país a cambio de jugosos contratos. Hasta la fecha se han calculado en dos mil millones de dólares esos sobornos.
—No creo que esté personalmente envuelta en esquemas de corrupción, pero sabe lo que hacía el partido —asegura Apolo Heringer Lisboa—. Cuesta creer que como jefa de la Casa Civil o como presidente del Consejo de Petrobras no hubiera nunca desconfiado. Y como presidenta debería haber actuado por obligación legal, pues de lo contrario cometería un delito de responsabilidad.
Son muchos los testimonios que ponen la mano en el fuego por la honestidad de la presidenta.
—Es una mujer tallada en la lucha y por lo tanto solidaria y honesta, ética y pre ocupada por la desigualdad social —dice Eleonora Menicucci.
Frente a la pregunta de si en su mandato podría haber profundizado en torno al tema de los derechos humanos durante la dictadura, remite a la Comisión Nacional de la Verdad, instituida por Dilma en 2011. En Brasil rige una ley de amnistía de 1979, refrendada en 2010, que ha permitido dejar sin juzgar los crímenes de Estado. Por ello, y después de ochenta audiencias públicas y de un informe de tres mil páginas, Menicucci defiende a la Comisión y a Rousseff:
—Eso es lo que conseguimos hacer y creo que cumplió su papel. Se escribió la historia a partir de nosotros, los presos y torturados, los familiares de los muertos y los desaparecidos. Nosotros le hemos dado una voz a la historia que no tenía.
Cuando presentó el informe en diciembre de 2 014, en una ceremonia en el palacio de Planalto, Rousseff dijo: “Las nuevas generaciones merecían la verdad y sobre todo la merecían aquellos que perdieron familiares, amigos, compañeros, y que siguen sufriendo…” Y acto seguido se echó a llorar, con las cámaras en directo, los flashes ametrallando, los aplausos de la sala pisando el silencio ante el micrófono.
Poco se sabe de la vida privada actual de la presidenta. Sus mayores gustos permanecen desde adolescente: la literatura, la música clásica y el arte. Según confesó en 2009 a la revista Claudia, descarga pinturas de internet y forma su galería virtual. También se dio algún lujo inconfensable, como un paseo furtivo en moto por Brasilia junto a un asesor burlando su propia custodia hace unos años. Con el dispositivo de seguridad relajado en los viajes, también se permite alguna escapada a la ópera, al cine o teatro. Más asiduas son las caminatas con alguno de sus tres perros. Y, más recientemente, los recorridos largos en bicicleta por las proximidades del lago Paranoá, en Brasilia. La familia ha crecido pero la política no le permite disfrutar del todo: Dilma ejerce de abuela sólo cuando se puede escapar a Porto Alegre para ver a sus nietos Gabriel, de cuatro años, y Guilherme, nacido en enero de 2016. En Brasilia, en Planalto, vive con su madre, Dilma Jane, con problemas de salud en los últimos tiempos. Cuando puede tomarse unos días, acude a la base oficial de Aratu, en Bahía.
Muy poco ha trascendido de su relación con su hermano Igor, que vive en el interior de Minas Gerais. Su nombre apareció en los medios tras una acusación de nepotismo durante la campaña por la reelección de Dilma en —, después desmentida. En el primer debate entre Dilma y el opositor Aécio Neves, éste dijo que Igor había sido contratado en 2003 por el alcalde de Belo Horizonte y que nunca apareció para trabajar. La presidenta aseguró que nunca le había ofrecido trabajo a su hermano y que él no lo hubiera aceptado. Nunca han mantenido una relación estrecha. En 2011 Igor dio una entrevista a O Globo en la que dijo: “En la campaña de 2010 fui a tres actos políticos de Dilma. En uno me quedé al fondo. En los otros, me acerqué. Lógicamente me reconoció. Es mi hermana”. Su otra hermana, Zana, falleció en 1977, con 26 años. Según contó el hermano, “su muerte afectó a toda la familia”, pero tampoco se tiene constancia de que hubiese tenido una relación cercana con Dilma. Y queda Luben, el medio hermano búlgaro, el hijo que su padre dejó en Europa antes de emigrar, con el que mantuvo correspondencia durante algunos años. Cuando viajó Bulgaria, ya como presidenta, fue demasiado tarde para hablar con él: sólo pudo rendir visita a su tumba en Sofía.
La Dilma de hoy, cerca de cumplir 70 años, tiene la piel cada vez más dura, coincidiendo con los peores años de su gobierno. Cuando comenzaba el año electoral de — se instaló en el país la crisis económica y ése fue un año de crecimiento cero (0.1%, en realidad). La producción industrial se contrajo en un tercio, el consumo se desplomó y el desempleo y los precios subieron. En plena crisis internacional del petróleo, a dos meses de la elección, Brasil entró en recesión. Era un país fundido en términos macroeconómicos. Y las capas medias y altas sumaban a ese descontento su indignación por la corrupción. Parecía que la reeleción no estaría al alcance de Dilma y fue, de hecho, la campaña más encarnizada que se recuerda en democracia, con debates durísimos entre la propia Rousseff, Aécio Neves y Marina Silva, que sustituyó a Eduardo Campos, fallecido en accidente de helicóptero cuando ya era candidato.
Pero la estrategia del especialista en campañas del pt, João Santana (que fue detenido a finales de febrero por el escándalo Lava-Jato), de atacar para no tener que defenderse, salió bien. Se presentó a Dilma como una mujer que se impuso a la dictadura, un “corazón valiente”, y venció a Neves en el ballotage por tres millones de votos, que en Brasil son apenas tres puntos porcentuales. Votó más por ella, como siempre, el electorado humilde que el rico, el norte más que el sur. Pero con su victoria convenció a quienes decían que no era una política hecha para las urnas, sino para los despachos.
—Alguien que milita desde los 60 es imposible que no sea una política sólida —abunda Edinho Silva—. Es una gran gestora, pero también una gran líder. Si llegó a donde está hoy es precisamente por su trayectoria militante. Y eso ha hecho que en estos momentos de dificultades sea ella quien lidere las maniobras políticas del gobierno.
Varias veces los medios resaltaron su supuesto carácter irascible. Esto se leía en O Globo en 2012: “Muy exigente, Dilma detesta repetir órdenes y no esconde su ira. Su fuerte temperamento es conocido por sus ayudantes más próximos, que la conocen desde hace años”.
Hace dos semanas, en un acto, ella quería citar el nombre de un alcalde, pero como no recibió el papel con su nombre fue ríspida, frente a todos, cuando el empleado se lo pasó: “¡Ya no hace falta!” El diario también relataba que varios ministros se quejaban del carácter de Rousseff, sus broncas y personalidad irritable. Ella le dijo a Rede TV: “He llegado a la conclusión de que parece que soy la única mujer autoritaria rodeada de hombres suaves. Hay un poco de machismo ahí”.
Según sus colaboradores, no digiere bien que no se hagan las cosas tal como ella quiere. Eso, apunta un asistente, puede costar una bronca en voz alta. Como dijo una vez un diputado del PT en São Paulo, “Dilma es superdemocrática, desde el momento en que estés de acuerdo al ciento por ciento con ella”. “Ella es mandona de verdad, llega a ser fastidiosa”, afirmó otro ministro, que prefirió no decir su nombre, en 2011 a la revista Época. La misma noche en que ganó su reelección, frente a la evidente división del electorado, Dilma compareció en plan cándido: “Quiero ser mejor presidenta de lo que he sido hasta ahora”, dijo. Dos meses después, en su toma de posesión, abundó en la conciliación. Como cuatro años antes, dio el paseo triunfal en un Rolls-Royce descapotable junto a su hija, que hacía las veces de primera dama, pero su estampa era muy diferente. Con un vestido de encaje blanco su figura lucía mucho más delgada. En su asunción, Rousseff empezaba el año pidiendo un pacto contra la corrupción y el apoyo del Parlamento.
Nada de eso consiguió. Más bien, se acentuaron los problemas. Ni siquiera el nuevo gabinete, en el que destacaba un ministro de economía de corte neoliberal, Joaquim Levy, hizo que la economía cambiase el rumbo. Propugnó medidas de ajuste fiscal para corregir errores de gestión, pero se encontró con la resistencia de sectores del PT que lo acusaron de acentuar la recesión, y en diciembre de 2015 dimitió. Fue el año más difícil para Dilma desde que es presidenta. Se calcula que la economía brasileña se habrá contraído alrededor de 3 por ciento. Si hace un lustro Brasil parecía estar en una continua cresta de ola, según las previsiones del propio Banco Central Brasileño, hechas en enero, el país encogerá en 2016 2.95 por ciento. Según el FMI, 3.5 por ciento. Y en 2017 se quedaría estancado, sin crecimiento. The Economist, el semanario británico que en 2009 había puesto en órbita al Cristo carioca por el gran momento de Brasil, publicó un número con una portada similar y opuesta a la vez: la misma foto del cohete-Redentor pero en trayectoria descendente: “¿Brasil lo ha estropeado todo?”, se preguntaba.
Pero más allá de las portadas ingeniosas y los números fríos, el país que prometía todo cinco años atrás se hunde por una combinación de factores económicos y políticos que provocan un efecto dominó. Baja el pib, sube la inflación, aumenta el desempleo. El Estado interviene, a los mercados no les gusta, baja la bolsa, rebajan la nota las agencias de inversión, se hunde el dólar. Recortan salarios, se eliminan empleos públicos, suben los impuestos, se ajustan los presupuestos, sufren los programas sociales. Y así en un bucle todavía sin final que hace preguntarse si la promesa de un Brasil pujante no sería un espejismo sin cimientos, una economía recalentada por el consumo que en cinco años volvió a estado de hibernación.
Hoy, en año olímpico, el país que ha gastado diez mil millones de dólares en preparar el evento de los Juegos ahora apura los recortes en infraestructuras y estadios. Del crecimiento más grande y sostenido a la peor crisis desde los años 30. De una estabilidad política inédita con un partido de izquierdas en el poder durante más de una década a la ingobernabilidad por los pedidos de impeachment. Y, con todo, Rousseff continúa al frente. La capacidad para mantenerse a flote, dicen personas próximas a ella, es directamente proporcional a la furia con que reacciona cada vez que se conocen nuevos hechos de corrupción relacionados con la trama de Lava-Jato. En julio de 2015 la presidenta se puso hecha una fiera cuando el propietario de utc, una gran constructora brasileña, dijo que había donado dinero negro a su campaña presidencial. Según publicó el diario Folha de São Paulo, los gritos se escucharon hasta el otro lado de Brasilia: “No voy a pagar por eso. Quien lo hizo, que lo pague. No debo nada a nadie, no voy a pagar la mierda de otros”, aseguran que dijo.
Algunos acompañantes políticos del gobierno, aliados desde la época de Lula, se han vuelto contra Rousseff y la presidenta está contra las cuerdas esperando que se resuelva si la enjuician políticamente o no. El contexto de hostilidad extrema le ha ayudado, sin embargo. Quien la conoce bien asegura que está en su salsa, que su terquedad hace que, si la desafían, salte y ataque. Que mejora ante la adversidad, y gana.
—Ella es fuertísima, sabe lo que quiere y no se deja dominar por los acontecimientos —dice su exmarido Carlos Araújo—. Cualquier persona estaría vencida con la mitad de los problemas que tiene ella, pero no ocurre lo mismo con Dilma. Ni ocurrirá.
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