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Los estudios clínicos con psilocibina y otros psicodélicos que se realizan en universidades extranjeras generan entusiasmo por su potencial para aliviar una variedad de trastornos mentales. En México las personas se acercan a estas alternativas a través de rituales tradicionales indígenas, ceremonias contemporáneas o sesiones con terapeutas que trabajan a la sombra de la prohibición.
Entre las personas sentadas a la mesa, las palabras que se cruzan van sobre el viaje con “hongos mágicos” que está por suceder: unos dicen que será su primera vez con psicodélicos; otros, que ya han experimentado con la ayahuasca o que han comido hongos en el bosque, pero nunca en una ceremonia como ésta. Es una noche de diciembre de 2021 que apenas comienza. Es una casa grande en la periferia boscosa de Guadalajara, Jalisco, con libros de budismo en los estantes, arte wixárika en los muros y una televisión que transmite música evocativa y mandalas que cambian de formas.
Antonio, en una de las cabeceras, conoce a dos terceras partes del grupo: son amistades suyas, trabajadores de la empresa trasnacional que dirige y un hombre sexagenario que resulta ser su coach de vida. Todos lo escuchan cuando comparte que será su tercer ritual con hongos psicoactivos, que modifican el estado de conciencia. Cuenta que estuvo hace un mes, y hace dos, en esta casa y ahora ha vuelto con invitados porque la experiencia le cambió la vida a sus 47 años: logró erradicar una tos crónica que había sido intratable para una multitud de doctores. De un día para otro dejó de ser el hombre ansioso que no podía parar de toser.
“Me dijeron que era un problema gástrico que se me iba a los bronquios, que era una microfiltración pulmonar, que tenía que hacer dieta, operarme de una hernia. Tomé todo tipo de medicamentos”, relata el empresario días después en su oficina, en un veinteavo piso en el distrito financiero de la ciudad jalisciense. Tiene el tiempo contado y lo vigila con un Rolex en su muñeca izquierda. Los abogados de la compañía le aconsejaron no revelar su identidad en este reportaje, pero está dispuesto a compartir su historia: “Veo a los hongos como una medicina para el alma que más te ayuda que mil terapias”.
Antonio había escuchado sobre el poder curativo de los hongos, a través de amigos y de su cuñada psicóloga. Pero fue decisivo ver el documental Hongos fantásticos de Louie Schwartzberg, que protagoniza Paul Stamets, uno de los micólogos más reconocidos de Estados Unidos, quien dejó de ser tartamudo gracias a las sustancias psicoactivas de los hongos —la psilocibina y la psilocina—. La película terminó por convencerlo de hacer algo que nunca pensó: conducir de noche hacia la casa de un desconocido para ser parte de un ritual con psicodélicos. Este hombre que se define como pragmático, de pensamiento científico, sintió “el llamado” de los hongos. “Una de mis primeras visiones fue una espiral llena de mugre que se iba yendo, como si me estuvieran limpiando, me hubieran metido el cerebro a la lavadora y se fueran muchos pensamientos y capas de mugre que uno acumula por la coladera. Sentí que me ‘resetearon’ el CPU”, dice.
Antonio relata que en sus dos primeros viajes libró varias batallas con su ego. “Me di cuenta de que soy una persona extremadamente controladora y esa ansiedad se estaba somatizando en tos. La psilocibina me ha ayudado a ser más empático con mucha gente a mi alrededor y he sentido muchísima paz interior”, continúa. “Estoy más tranquilo, enfocado, en mi centro. Sigo muy absorbido en mi trabajo, pero con otro nivel de conciencia. Ahora veo las cosas de forma muy diferente”.
De vuelta en la antesala del ritual, la charla termina cuando reaparece Rodrigo, el anfitrión, un hombre en la cincuentena, con una arracada en una oreja y pulseras de chaquira wixárika en la muñeca. Cultivó en su propio laboratorio casero los hongos San Isidro (Psilocybe cubensis) que ahora reposan deshidratados y molidos, como un puñito de polvo color arena, en nueve vasos de vidrio marcados con el nombre de cada participante. “La psilocibina y la psilocina actúan más rápido si se combinan con algún cítrico”, explica, mientras rodea la mesa sirviendo cerca de una onza de jugo de naranja en cada vaso.
Las personas llegan por recomendaciones de boca en boca con Rodrigo, quien se define como un facilitador de “la medicina”. No es ningún chamán ni tiene las herramientas profesionales de un terapeuta, pero se convirtió en un entusiasta a los diecisiete años, cuando experimentó por primera vez sus efectos: “Desde entonces me he dado a la tarea de que todo el mundo coma hongos”. La diferencia es que antes debía esperar el temporal de lluvias para viajar a un bosque cercano, buscarlos, recolectarlos e intentar conservarlos; y ahora, desde hace algunos años, él mismo los cultiva. Por eso, también, Rodrigo solicita que no se revele su identidad: los hongos psilocibios están catalogados como sustancia prohibida en México y su producción es ilegal.
Durante sus palabras de bienvenida a la velada, el anfitrión comparte con sus “psiconautas” algunos datos a considerar antes de emprender el viaje introspectivo:
“Ustedes están viviendo la tercera ola de los psicodélicos: la primera fue la de nuestros antepasados indígenas; la segunda, la de los hippies en la década de 1960; y la de ahora, que está impulsada por los estudios científicos en Estados Unidos. Allá está muy cercana la despenalización por el empuje de los veteranos de guerra, que han superado el síndrome de estrés postraumático gracias a terapias con psilocibina y MDMA [éxtasis]”.
También habla del poder de la psilocibina para crear nuevas conexiones neuronales y asegura que ésta es una de las sustancias menos nocivas que existen. No hay registro alguno de secuelas negativas más allá de un breve “malviaje”. El efecto durará poco más de cuatro horas, advierte, “pero ustedes no se preocupen: de controlar el tiempo me encargo yo”.
Al final da algunas instrucciones: “El viaje es personal. Si van a llorar o a reír, por favor, que sea en el mayor silencio posible para no interrumpir a sus compañeros. Recuerden que ‘psicodelia’ significa ‘manifestación de la psique o del alma’, así que todo lo que vean, escuchen, sientan o perciban está dentro de ustedes […]. La palabra clave es ‘confianza’: no peleen con su mente, confíen en los honguitos y déjense llevar”.
Cada participante mezcla su dosis de tres gramos con el jugo de naranja y lo bebe. El facilitador consume lo mismo, aunque sólo una tercera parte, lo cual, dice, le permite estar conectado y alerta. Luego de aclarar dudas, las últimas visitas al baño, repartir cobijas y almohadas, Antonio y el resto se trasladan a un domo techado separado de la casa. El anfitrión lo denomina “capullo” por ser el lugar donde suceden las metamorfosis.
En el centro hay un círculo de nueve velas encendidas, una por persona, y frente a ellas el mismo número de colchonetas que forman un círculo mayor. Rodrigo les pide descalzarse, poner la cabeza hacia el centro y colocarse un antifaz sobre los ojos. Entonces dirige una meditación, que incluye la visualización de objetivos personales. Antes de poner una lista de música evocativa, les desea a todos un excelente viaje.
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Stanislav Grof, psiquiatra checo emigrado a Estados Unidos, uno de los pioneros en realizar psicoterapias asistidas con ácido lisérgico (LSD) en los años cincuenta y sesenta, vaticinó que los psicodélicos serían para la psiquiatría lo que el microscopio fue para la biología y el telescopio para la astronomía. Grof estaba convencido de que los psicodélicos clásicos —como la psilocibina de los hongos, la mescalina del peyote o del cactus de San Pedro, la dimetiltriptamina (DMT) de la ayahuasca o del sapo (Incilius o Bufo alvarius) y el compuesto sintético LSD— tenían el poder de revelar importantes procesos inconscientes de la mente humana, imperceptibles a la observación directa en circunstancias habituales. Las investigaciones de campo, sin embargo, se interrumpieron por la guerra contra las drogas que declaró el presidente Richard Nixon. Mientras su gobierno peleaba la guerra de Vietnam y el movimiento contracultural promovía las vivencias con LSD, el Congreso estadounidense aprobó la Ley de Sustancias Controladas de 1970. Un año después, la ONU emitió finalmente el convenio de prohibición de sustancias psicotrópicas que permanece hoy vigente en la mayor parte del planeta. Desde entonces los psicodélicos se encuentran en la “Lista 1” de estupefacientes controlados —la más restrictiva, que incluye también la heroína y la cocaína—, por ser “altamente dañinos para la sociedad”, por su “alto potencial de abuso” y por no tener “ningún uso médico conocido”. El gobierno de México se adhirió al convenio con una reserva: permitir el uso a los grupos indígenas que han utilizado históricamente plantas con algunas de estas sustancias en rituales “mágicorreligiosos”.
A pesar de la prohibición —y a contracorriente—, un puñado de científicos en países como Estados Unidos, Alemania o Suiza mantuvieron vivo el interés y, a partir de 1990, comenzaron a obtener permisos para reanudar los estudios clínicos con voluntarios. A inicios de 2006 la revista Psychopharmacology publicó el primer estudio doble ciego controlado por placebo, realizado por Roland Griffiths y tres colegas más de la Universidad Johns Hopkins. Ahí explicaban que, si bien los hongos psilocibios se habían usado durante siglos con fines religiosos, no existía hasta entonces conocimiento científico sistematizado. El estudio reportaba cambios positivos de conducta en treinta voluntarios que nunca habían consumido psicodélicos.
Más de dos décadas de investigaciones científicas han extendido el entusiasmo. Hoy se acepta que estos psicoactivos tienen el potencial de aliviar o curar una variedad de trastornos mentales. Una revisión histórica en Neuropsychopharmacology de 2017, que escribió Robin L. Carhart Harris, miembro del grupo de investigación psicodélica del Colegio Imperial de Londres, señala que los ensayos clínicos con psilocibina han mostrado eficacia para tratar trastornos de depresión, desórdenes obsesivo-compulsivos, ansiedad por el miedo a la muerte en enfermos terminales o adicciones a sustancias legales como el tabaco y el alcohol. Sin embargo, advierte, la gran mayoría de dichos estudios se ha hecho con muestras pequeñas que no permiten dar resultados conclusivos. Más adelante, Carhart-Harris explica la diferencia entre tratamientos con antidepresivos tradicionales y con psilocibina: mientras los primeros producen entumecimiento emocional, los segundos permiten una descarga o liberación de las emociones.
Todos los profesionales de la salud consultados por Gatopardo coinciden en que el consumo de psicodélicos con fines terapéuticos requiere del acompañamiento de un terapeuta con el cual profundizar la experiencia. Anja Loizaga-Velder, doctora en Psicología Médica por la Universidad de Heidelberg e investigadora en el posgrado de Ciencias Médicas y de la Salud en la UNAM, forma a terapeutas psicodélicos en Estados Unidos y los Países Bajos. Ella hace énfasis en la necesidad de aprender de las medicinas indígenas para expandir las herramientas terapéuticas en el campo de la salud mental. “Las plantas sagradas tocan diferentes niveles del ser humano, producen experiencias interconectadas a nivel del cuerpo, las emociones, la mente y el espíritu y tienen la capacidad de restablecer un equilibrio perdido”, dice.
“Plantas como el peyote son muy físicas”, explica Loizaga-Velder. “Muchas veces inducen un vómito que ayuda a desintoxicar; también a nivel físico, las personas sienten una reconexión con su cuerpo, aprecian lo importante que es no dañarlo”. En cuanto al mundo emocional, son comunes las “experiencias catárticas, como soltar un llanto reprimido, reencontrar la posibilidad de gozo o revivir momentos significativos con seres queridos. Las personas sienten empatía, ven la importancia de sus relaciones, reconocen la necesidad de perdonar o pedir perdón”. A nivel cognitivo, continúa, “se abre un espacio de autorreflexión donde uno puede verse a sí mismo desde otra perspectiva, ver cómo se autoengaña o se hace daño o cómo está atrapado en cierta manera de pensar”. Finalmente, en lo espiritual, “se generan experiencias místicas que tienen un enorme valor terapéutico”.
El psiquiatra Gilberto Palma escribe en un artículo en la revista Educación y Salud, de la Universidad Autónoma de Hidalgo: “Los hongos psilocibios nos ayudan a vislumbrar de forma mística” y enseguida advierte que es incorrecto llamarlos “alucinógenos”, pues todas las visiones tienen “un referente en el mundo y en la vida de la persona”. Palma ha explorado el efecto del consumo de psilocibios en más de 140 pacientes y escribe que éstos “suelen salir de la experiencia sintiéndose iluminados, con la claridad de saber la tarea que tienen por hacer, pero no les dura tanto el efecto; a las pocas semanas delatan que la experiencia que tuvieron no fue tan trascendente para generar un cambio profundo”.
La psicoterapeuta Karina Malpica también cuestiona la durabilidad de los efectos positivos: los estudios existentes, dice, no han hecho un seguimiento a pacientes en el largo plazo. Para la especialista, que vive en Tepoztlán, Morelos, es común recibir en su consultorio a personas que tuvieron malas experiencias, que “se quedaron en el malviaje y están sufriendo”. Lo anterior le sucede, sobre todo, a personas que fuman la sustancia extraída de las glándulas del Bufo alvarius, un sapo endémico del desierto de Sonora. “Creo que esta molécula (la 5-MeO-DMT) sí es mucho más desequilibrante de la química cerebral. Con otros psicodélicos, quizá a 10% de las personas le puede ir mal, pero con el sapo diría que es un cincuenta-cincuenta”, opina. En términos generales, agrega, quienes tengan antecedentes psicóticos, personales o familiares, deberían abstenerse de consumir psicodélicos. Quienes decidan experimentarlos deben saber que “exigen trabajar cosas muy profundas, por eso son una gran oportunidad para iniciar la psicoterapia”.
Las autoridades federales de Canadá despenalizaron la psilocibina y otros psicodélicos con fines terapéuticos en 2021. Un año antes, en la Unión Americana, lo mismo sucedió en Oregón y Washington D. C., mientras que otros estados avanzan en la misma dirección. Expertos calculan que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) aprobará las terapias con psilocibina a más tardar en 2026.
En México, en tanto, la investigación sobre el uso de los hongos es aún de corte antropológico. En septiembre de 2019 la Sociedad Mexicana de la Psilocibina convocó en la capital la primera marcha por la despenalización. Uno de sus miembros, el biólogo y monitor de neurofisiología Eros Quintero, cuenta que entregaron un pliego petitorio a la presidencia donde solicitaban la revisión del estatus de la prohibición con base en las evidencias científicas recientes. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador respondió en febrero de 2021 que no era un asunto de su jurisdicción y que, por tanto, lo turnarían a las cámaras de legisladores.
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Para ser un chamán y conducir sanaciones con hongos “hay que tener la conciencia limpia, ser puro”; eso permite ayudar a las personas y alejar “la maldad que se pueda presentar en el camino”, dicen Eloy y Elías, dos jóvenes mazatecos, descendientes de una etnia indígena del norte de Oaxaca conocida por su uso ceremonial de hongos psilocibios. Raymundo Durán Martínez, de 62 años, su papá y tío, respectivamente, escucha sonriente la charla sin participar mucho, ya que apenas habla español. “Como persona grande, él te va a guiar, te va a decir: ‘No vayas por ahí’, porque en la sesión hay muchas malas vibras”, asegura Elías. “Si alguien se quedara en el viaje, él ya sabe qué hacer: te agarra la cabeza como los [brujos] catemacos y te hace vomitar la enfermedad”, comenta Eloy, quien más adelante agrega: “A él nadie lo puede engañar, ya sea vampiro, bruja, naguales; lo que sea, el curandero va a saber”.
La conversación sucede en la cocina de la casa familiar, mientras la esposa de Raymundo sirve café y tamales y él responde a preguntas específicas, a través de la traducción de los chicos. Cuenta que en uno de sus viajes le “dijeron al oído” que a su cuñado alcohólico le quedaban siete días de vida, y fue verdad, “se cumplió”. En otro momento interviene en español: “El doctor de [la Ciudad de] México dijo a mi señora que tiene diabetes, pero no hay nada, los niños santos dicen que no hay enfermedad”. En esta cultura es común referirse así a los hongos, “niños santos”, cuyo nombre en mazateco es ndi-xi-tjo, que significa “los pequeños que brotan”.
Los rituales se realizan en un cuarto del segundo piso de esta casa de ladrillos grises y techos de lámina a las afueras de Huautla de Jiménez, Oaxaca, el pueblo que le reveló al mundo occidental la existencia de los hongos psicoactivos. En sus montañas, durante el temporal de lluvias, crecen más de veinte especies, de las doscientas que existen, que los indígenas han utilizado de forma ceremonial durante siglos con fines curativos y de adivinación. Diciembre no es temporada de hongos pero, aun así, varios habitantes del pueblo aseguran que es posible conseguir al menos una de tres variedades: Derrumbe (Psilocybe caerulescens), San Isidro (Psilocybe cubensis) o Pajarito (Psilocybe mexicana).
Aquí las ceremonias de sanación se hacen de noche, con luces apagadas y velas encendidas. Antes de comerlos, Raymundo hace una limpia con humo de copal; también dibuja cruces, a modo de protección, en los brazos de los participantes, con un polvo verde de tabaco al que llaman San Pedro. Sentados en el piso sobre cobijas, los participantes mastican los hongos enteros, en su forma original, y piden en silencio aquello que busquen: salud, sentir a familiares que estén lejos o ver algún evento del pasado o futuro. Raymundo reza en mazateco durante la ceremonia.
Desde la terraza se puede ver la pequeña milpa familiar sobre la falda del monte y la vista se pierde al fondo entre incontables picos de la orografía de la Sierra Mazateca, que muchas veces supera a las nubes en altura. Cuando las nubes se hacen más densas, el bosque se oscurece a pleno día.
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Huautla y su habitante más distinguida, la chamana mazateca María Sabina (1894–1985), se volvieron famosos a causa de Robert Gordon Wasson, un banquero y micólogo neoyorquino que llegó a este lugar en junio de 1955. “Somos los primeros hombres blancos desde que se tiene registro en comer hongos divinos […]. Ningún antropólogo ha descrito la escena de la que fuimos testigos”, escribió en la crónica que la revista Life publicaría dos años después. En su texto refleja que encontrar “un chamán auténtico” y no charlatanes ya era una preocupación entonces, como lo es aún hoy para los visitantes que llegan al pueblo. Wasson describe a María Sabina como “una curandera de primera categoría”, “una señora sin mancha” que le permitió al investigador y a su fotógrafo participar en una ceremonia que celebraba en su casa de adobe, sin imaginar que la inclusión de aquéllos cambiaría para siempre su historia y la de su comunidad.
Wasson y su esposa, Valentina, una pediatra nacida en Rusia, eran estudiosos aficionados del reino Fungi. Su fascinación comenzó cuando encontraron un conjunto de hongos comestibles en un paseo por las montañas del estado de Nueva York y, tras la experiencia, manifestaron reacciones encontradas ante el hallazgo: ella se hincó para presentar sus respetos a los hongos y él sintió repudio. Así llegaron a una hipótesis: a lo largo de la historia habían existido culturas micófilas y culturas micofóbicas. Desde entonces se preguntaron qué tipo de hongo podría provocar veneración y por qué, y comenzaron la investigación de su vida.
Luego de treinta años de búsqueda, los Wasson llegaron a la sierra oaxaqueña con la esperanza de participar en una velada tradicional con hongos psicoactivos, cuya existencia aún no habían podido confirmar. La primera pista la encontraron en un artículo de Richard Evans Schultes, un etnobotánico de Harvard, el primer científico en identificar que los antiguos mexicas tenían sus hongos sagrados, a los que llamaban teonanácatl (“carne de los dioses”). La segunda pista se las dio un misionero: la tradición estaba viva entre los pueblos mazatecas de las montañas del sur, aunque oculta. Las evidencias arqueológicas indican que los hongos, el peyote y otras plantas que alteran el estado de la conciencia han sido utilizados por comunidades como las mayas, olmecas, zapotecas, chinantecas, mixes, mazatecas y huicholas. “México representa la zona más rica del mundo, tanto en la diversidad de alucinógenos como en el uso que de ellos han hecho las sociedades aborígenes”, escribirían más tarde Evans Schultes y Albert Hoffmann, dos de los padres de la psicodelia moderna, en Plantas de los dioses. Orígenes del uso de alucinógenos (Fondo de Cultura Económica, 1979).
El artículo “Buscando el hongo mágico” que publicó Life en 1957 tuvo un enorme impacto en la cultura popular y en la comunidad psicodélica de la época. Para esta última, significó un hito similar al descubrimiento de los efectos del LSD por el químico suizo Albert Hoffman, en 1943. En el texto, Wasson describe sus experiencias tras consumir seis pares de hongos. El autor narra sus visiones con motivos artísticos, la sensación de extinción del tiempo, la vivencia de una “belleza inefable” y la armonía sonora en los cantos de la curandera. En un intento por proteger su identidad, María Sabina fue llamada Eva Méndez en ese artículo. Pero eso no impidió que Huautla se convirtiera en poco tiempo en un lugar de peregrinación para miles de entusiastas de la psicodelia, incluyendo, se dice, a celebridades como Bob Dylan, John Lennon y Mick Jagger.
La capilla dedicada a la Virgen de los Remedios en Huautla de Jiménez es un cubo amarillo con techo de lámina que tiene en un costado imágenes de Jesucristo y, en el otro, platos colmados de hongos y hierbas salvajes. También se encuentra en las afueras del pueblo montañoso de treinta mil habitantes, sobre la carretera María Sabina. Más adelante está una cabañita de madera, la última morada de la chamana, que falleció en 1985.
Ahora es la Casa Museo de María Sabina donde se alojan fotografías, sus huipiles y, en la habitación central, un altar con velas, copal, flores blancas y tabaco San Pedro. Una decena de obras de arte inspiradas en ella pueblan las paredes alrededor del altar, donadas por visitantes de varios países: “Éste lo hizo una amiga de [Ciudad de] México; éste, un chico de Argentina; éste, una muchacha de España”, señala Bernardino García Martínez, mejor conocido como Berna Sabina, un hombre de cuarenta años con el pelo negro al ras de la cabeza. Es uno de los bisnietos de María Sabina y custodio de este pequeño museo que mantiene vivo el legado de la “abuelita”, “maestra”, “guía” o “protectora”, como la llama en diversos momentos.
También él dirige ceremonias en este mismo lugar. “El que viene aquí con fe y respeto sanará su cuerpecito y puede descubrir todo con los hongos”, asegura. “Me han tocado experiencias muy bonitas con mis pacientes: yo tengo que abrir el portal, elevarlos con rezos y cantos y así puedo quitarles el mal que tienen”, dice después.
Los foráneos citadinos que pasean por el centro del pueblo son imanes para los vendedores de experiencias psicodélicas. “¿Quiere ‘niños santos’?”, pregunta un hombre que se acerca y ofrece la cantidad necesaria para dos viajes completos, quinientos pesos cada uno. Los tiene envueltos en hojas de plátano, pero se niega a mostrarlos porque “perderían su poder”. De paso aconseja estar alerta por los charlatanes que abundan, una advertencia que se vuelve común escuchar.
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Fabienne Ginon llegó hace veinte años a México y de inmediato se enamoró del país por su misticismo. Ella es una educadora y emprendedora francesa de 43 años, cuyo camino espiritual, explica, está relacionado con el uso de “plantas sagradas”. En octubre de 2020 viajó a Huautla de Jiménez junto con tres amigas para participar en un ritual de sanación conducido por Raymundo. No era la primera vez que Fabienne hacía el viaje para tomar hongos en un contexto ceremonial mazateca, pero sí era la primera vez que lo hacía con la guía de Raymundo. “Cuando hice la ceremonia con él, me llamó mucho la atención que pudo ver parte de mi viaje; reza y sí entra en una especie de trance. Está superconectado. He conocido varios abuelos y abuelas en muchos años y se me hicieron muy interesantes sus herramientas y forma de trabajo. Es como un vidente y los niños santos lo ayudan a encaminar la curación”, dice en una videollamada.
Fabienne cuenta que antes de iniciarse en el camino de los también llamados enteógenos (de la raíz griega “entheos”, que significa “Dios adentro”), era una persona con conductas depresivas y adictivas, y que tomar ayahuasca, peyote y hongos con fines terapéuticos le ha ayudado a ser más creativa en su profesión. Nacida en una familia de agricultores, la francesa se dedica a enseñar a niños pequeños a crear sus propios huertos. Desarrolló una metodología para que los chicos cuiden jardines comestibles de manera autónoma, la cual pone en práctica en varias escuelas de la capital mexicana y transmite en talleres presenciales a otros instructores en distintas ciudades del mundo. Ella y su proyecto aparecen en el documental El comienzo de la vida II, de Netflix, donde se presentan varias iniciativas que buscan acercar a los niños a la naturaleza. “Una vez que abres tu conciencia gracias a las ‘medicinas’, entonces más cosas pueden entrar. No es como una revelación o una visión. Más bien te convierten en una persona más consciente, más atenta, y puedes absorber lo que necesita ser absorbido”, explica Fabienne.
San José del Pacífico es otro de los pueblos de la sierra oaxaqueña conocido por sus hongos que expanden la conciencia. Cerca de allí, en medio del bosque, Yannina Thomassiny, otra mujer sin miedo a hablar, tuvo su primer “viaje fuerte”. Ella es comunicadora y facilitadora de experiencias con la secreción del sapo, una sustancia que no está tipificada en la legislación mexicana. “Siempre me han gustado el LSD, los hongos, la ayahuasca, el sapo… mi camino de autoconocimiento va de la mano de estas medicinas. Así como hay gente que hace yoga o meditación, para mí los psicodélicos son la vía de aprendizaje”, afirma en su casa de la Ciudad de México. Allí mismo, en la azotea, ella y su pareja acondicionaron un espacio —una habitación con tapetes y un mural con motivos y colores psicodélicos— donde las personas llegan para “fumar sapito” y sumergirse en un viaje que dura entre quince y veinte minutos.
Yannina se dedicaba al periodismo cuando escuchó por primera vez hablar de un sapo del desierto sonorense cuyas secreciones contienen DMT, una sustancia también conocida como “la molécula de Dios”. Viajó al norte de México con la idea de hacer un reportaje al respecto, que nunca publicó. Pero sí logró probar el sapo. “Fue la revelación de mi existencia. Sentí que me desenmarañó, me desenredó, me curó en quince minutos”, recuerda. “Al regresar, pensé: ‘Esto puede cambiar al mundo’. Si toda la gente se permitiera fumar sapo alguna vez en su vida, probablemente la humanidad sería más conectada, más compasiva, nos dejaríamos de tantos pedos”.
Hace nueve años Yannina dejó el periodismo para dedicarse a estudiar y compartir el sapo. La experiencia supone un cambio de vida radical, dice: “Hay gente que la comprende y la integra fácilmente y otra que no sabe qué hacer con ese entendimiento”.
“Me enamoré de esta medicina porque no hay un dogma, no hay religión ni una forma específica de practicarla. Todos los que nos dedicamos al sapo hemos tenido que entender la medicina fumándola, entrando en esas dimensiones para comprender lo que habita ahí adentro,
volviéndonos antropólogos de las emociones humanas”.
En diciembre de 2018 Yannina retomó su oficio al comenzar un pódcast para difundir información en español sobre enteógenos. Tres años después —y justo el día de su aniversario— Sabiduría psicodélica amaneció en la lista de los cinco más escuchados de América Latina.
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Óscar abre la puerta del vivero donde trabaja y camina entre las filas de árboles ficus que él mismo sembró y que, tarde o temprano, darán sombra en alguna calle de Guadalajara. El dueño de esta empresa de arbolado público, su jefe, fue quien le regaló el primer tratamiento de microdosis de hongos psilocibios, una cápsula blanda que contiene 0.2 gramos de hongo San Isidro deshidratado, una cantidad que no altera los sentidos y le permite funcionar de manera habitual. Las elabora Rodrigo, el fungicultor del inicio de esta historia, quien además ofrece macrodosis de tres gramos en sus veladas.
Óscar comenzó a tomar microdosis, un día sí y dos no, desde enero de 2021. “Tenía mucho miedo y no quería entrarle a las veladas”, cuenta el biólogo de veintinueve años, que vivió con depresión crónica y pensamientos suicidas recurrentes; a veces no pasaban ni quince segundos tras despertar para que su mente comenzara a darle vueltas a la posibilidad. “Después de veinte días empecé a sentir ciertos cambios: menos depresión, un poco más positivo, más energía, y a ver las cosas de manera un poquito diferente. Cuando terminé el segundo mes, un día me desperté y todos los problemas parecían de la mitad de su tamaño: el mundo tenía más color”, relata Óscar, sonriente.
Las moléculas psicoactivas de los hongos y otros enteógenos son casi idénticas a la molécula de la serotonina, uno de los principales mensajeros químicos del cerebro, conocido como “el neurotransmisor de la felicidad”. Su descubrimiento, a mediados del siglo XX, permitió crear los antidepresivos clásicos como el Prozac (fluoxetina), que tratan la depresión al aumentar los niveles de serotonina en el cerebro. Aún no existen muchos estudios rigurosos sobre la efectividad de las microdosis de sustancias psicoactivas. La revista Science publicó un artículo, en noviembre de 2021, en el que participó el micólogo Stamets, donde se concluye que los adultos que siguen este tipo de protocolos reportaron menores niveles de ansiedad y depresión respecto a un grupo control.
Por el contrario, los efectos de macrodosis se han estudiado con las tecnologías más avanzadas. Gracias a los escáneres que miden la actividad cerebral, los investigadores psicodélicos de la Universidad Johns Hopkins o del Colegio Imperial de Londres han comprobado que un cerebro alterado con enteógenos crea nuevas y múltiples conexiones entre regiones que normalmente no se comunican, lo cual genera cerebros más flexibles e interconectados. Las redes de la visión y la memoria, por ejemplo, pueden enlazarse de manera directa, permitiendo ver con claridad las emociones, miedos o deseos reprimidos. Estas nuevas conexiones también son responsables de la sinestesia, un fenómeno mental en el que se puede escuchar colores o ver sonidos.
Todo lo anterior sucede, en parte, gracias a que estas sustancias apagan temporalmente una red neuronal que se encuentra la mayoría del tiempo activa en el cerebro humano adulto. Se le conoce como la “red neuronal por defecto” (RND), pues mantiene el control cuando no hay ninguna otra tarea mental que ejecutar. Actúa como un nodo central que organiza los flujos de información, como el director de orquesta en el complejo concierto del cerebro. Michael Pollan, periodista y profesor de Harvard, lo explica a detalle en decenas de páginas de su libro Cómo cambiar tu mente (Debate, 2018). Ahí dice que la RND presenta su mayor actividad cuando alguien está inmerso en procesos metacognitivos: el acto de recordar el pasado o imaginar el futuro, autorreflexiones, preocupaciones o proyecciones mentales. Se ha demostrado que en los niños pequeños o en los meditadores experimentados se encuentra más silenciada y que presenta hiperactividad en quienes sufren trastornos mentales.
“Pensar todo el tiempo en tus problemas, en tu pasado o en el futuro, llega a ser incapacitante para las personas con depresión o ansiedad”, dice Eros Quintero, monitor de neurofisiología. “El apagado de la RND ofrece una ventana de oportunidad: cuando uno regresa de la experiencia psicodélica, esta red se vuelve a activar, pero más cercana a las condiciones normales, como un ‘reseteo’, lo que da a los pacientes un descanso para ver las cosas en perspectiva y una oportunidad para trabajar en psicoterapia”.
Los resultados positivos de tomar psilocibina en cantidades mínimas animaron a Óscar a probar la experiencia psicodélica completa, en macrodosis. “El primer mes después de la [primera] velada fue una luna de miel, como si todos los problemas no importaran… Logré bloquear el pensamiento suicida”, recuerda. Sus sesiones posteriores fueron más confrontativas: “Los honguitos me dijeron: ‘Ya te dejamos relajarte, ahora sí vamos a trabajar en las broncas’”. Desde marzo de 2021 ha procurado tomar hongos en dosis completas al menos una vez al mes y no le preocupa contemplar ese ritmo como una forma de vida: “Soy depresivo desde los doce años y mi cerebro degrada muy rápido la serotonina. Tal vez podría espaciar las tomas un poco y trabajar en los problemas por mí mismo… pero para mí ha sido una panacea saber que existe esa ayuda para sentirme bien”.
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Itzel cruza avenida Reforma, una de las principales arterias de la Ciudad de México, entre cientos de peatones. Es una acción ordinaria que hace seis meses era incapaz de hacer sola. Su miedo a la gente desconocida se originó cuando tenía entre tres o cuatro años y estuvo perdida durante varias horas en el puerto de Acapulco. “Iba con una tía, había mucha gente; en algún momento la perdí y seguí caminando. Me encontraron en otra playa cinco horas después. Salir a la calle sola me empezó a aterrar, yo no quería salir si no era con alguien”, relata la joven de veintitrés años. Su mamá, Fabiola, quien la acompaña a esta entrevista, lo confirma: “Era muy reservada, muy seria. Estaba deprimida, no quería salir, se la vivía encerrada en su cuarto”. Pero eso cambió por completo casi veinte años después, luego de una sesión terapéutica con hongos psilocibios.
Otra de sus tías, psicóloga, le recomendó “borrarse el trauma” y la contactó con un profesional en Tepoztlán, de nombre Eduardo, un psicoterapeuta Gestalt que también supervisa experiencias psicodélicas individuales. A diferencia de las veladas ceremoniales, este tratamiento incluye cuatro sesiones de preparación y cuatro posteriores de integración. Eduardo tiene una lista de espera de seis meses.
“En las sesiones previas revisamos la intención y usamos herramientas somáticas para hacerlo no sólo desde la cabeza, sino también desde el corazón; es un trabajo para que el paciente vaya profundizando y reconozca la verdadera intención”, explica el terapeuta. Estas experiencias, como las llama, suceden en su casa, que se encuentra en este pueblo montañoso, rodeado por el bosque, donde tiene una habitación para que se hospede el paciente. Eduardo prefiere que las experiencias ocurran a la luz del día, cuando “la energía es más limpia, más clara”. Él considera que su misión no es ser un guía sino crear “un contenedor” donde el paciente pueda sentirse tranquilo y en paz.
Para eso pone especial atención en elementos como flores, esencias, una lista de música evocativa que ha ido creando durante años o un ritual frente al fuego, previo a la toma de una dosis (personalizada), donde se recuerda la intención que busca cada paciente. Después, dice, la curación queda en manos de la “medicina” y, sobre todo, del “sanador interior”, un concepto acuñado por Stanislav Grof para referirse a la inteligencia inconsciente que existe en cada persona.
Al respecto, Anja Loizaga-Velder, la formadora de terapeutas psicodélicos, dice: “El terapeuta no debe intervenir en el sentido de dirigir la medicina. Parece que hay una sabiduría interior que, en un buen contexto de preparación y acompañamiento, va a sacar a la superficie justo lo que el paciente puede asimilar”.
La experta defiende su utilización siempre y cuando sea con la compañía de personas capacitadas, pues también existen riesgos potenciales: “La misma sustancia que en un buen contexto puede sanar, en uno malo puede crear una enfermedad o exacerbar una patología”. Un mal contexto, continúa, podría relacionarse con tener grupos demasiado grandes donde no hay suficiente contención para cada participante. El terapeuta, chamán o facilitador debe poder hacer filtros, personalizar las dosis y comprometerse a acompañar al paciente en la integración posterior. Sin estas condiciones pueden ocurrir accidentes: trastornos de sueño, estrés postraumático, disociaciones, enfermedades psicosomáticas o crisis de ansiedad. Con un buen acompañamiento, en cambio, se tratan dichos efectos y no quedan secuelas negativas.
“Un bebé puede nacer sin necesidad de una partera y, a pesar de que haya una mala partera, puede haber muchos partos sin problemas. Pero una buena partera sabe intervenir cuando es necesario y salvar vidas, y eso sólo se da con suficiente entrenamiento. Es muy similar con los psicodélicos: hay muchísimas experiencias que pueden resultar exitosas sin necesidad de acompañamiento, pero a veces pueden existir complicaciones”, dice la psicóloga Loizaga-Velder.
La experiencia de Itzel fue una de esas sesiones luminosas, sin contratiempos. “Generalmente se tocan lugares difíciles, pero no fue el caso de Iztel”, dice Eduardo, su terapeuta. “Ella más bien contactó con lugares amorosos, con la naturaleza, entró en un lugar de mucha paz y conciencia”. Sucedió en junio de 2021, con la presencia de Eduardo y de su pareja, Jimena. Antes de beber el té de hongos que le prepararon, Itzel contactó con su intención: “Quiero salir sola, quiero que se vaya ese miedo”, escribió en un papel que después colocó en un altar junto a las flores y una vela. Recuerda que en algún momento de su viaje introspectivo sintió como si alguien la estuviera esperando en el bosque: “Me invadió una sensación de tristeza, no vi nada, pero sentí a mi tía, la persona que me perdió y que ya falleció. Me hizo llorar, fueron lágrimas de sanación”.
En la segunda parte de la experiencia ocurrió algo inusual. Itzel le pidió que la llevaran a la calle para ver gente. “Nunca salimos de aquí, pero Itzel lo necesitaba”, comenta Eduardo. Él condujo el auto y los tres bajaron a caminar entre la gente que paseaba esa tarde de sábado por la avenida principal del pueblo. “Yo iba feliz, todo era amor, como si fuera una bebé que nunca hubiera visto una persona en su vida”, recuerda la paciente.
Fue una caminata llena de entendimientos. Su terapeuta apunta: “Se dio cuenta de que no pasaba nada, de que la gente ni siquiera le hacía caso. Iba rompiendo creencias, veía sus miedos desde un lugar de conciencia expandida y eso lo cambia todo”.
La joven muestra el honguito tatuado que tiene junto al codo derecho, que se hizo varios años antes, casi como una premonición. La niña perdida se reencontró a sí misma: “Los hongos me regresaron a la vida”, dice Itzel.
Eugenia Coppel. Periodista independiente. Fue finalista del Premio Roche de Periodismo en Salud 2019 por el trabajo colectivo “México diabético”. Ha trabajado como reportera en El País América, El Mundo, Milenio, El Informador y mexico.com, y colaborado con Esquire, PlayGround, Magis, Territorio y Gatopardo, entre otros. Es licenciada en Estudios Internacionales por la Universidad de Guadalajara y cursó el Máster en Periodismo del diario El Mundo y la Universidad San Pablo CEU, en Madrid, becada por la Fundación Carolina. Es autora del libro fotográfico Ciclovista Guadalajara. Descubrir la ciudad en bicicleta (Editorial Universitaria, 2011).
Manuel Vargas. Creció en un pueblo muy pequeño donde los relatos fantásticos relacionados con el mundo natural construían la cultura popular. Por ese motivo, en su obra la selva, los animales y el misterio son temas recurrentes. Es licenciado en Artes con especialidad en Diseño. Su trayectoria profesional rápidamente se orientó hacia el trabajo creativo y la ilustración para revistas y libros. Ha trabajado en proyectos para Facebook, Soho House Europa y Slowdown, entre otros. Su trabajo ha sido exhibido en Venezuela, México, Argentina, Ecuador, Polonia.
Los estudios clínicos con psilocibina y otros psicodélicos que se realizan en universidades extranjeras generan entusiasmo por su potencial para aliviar una variedad de trastornos mentales. En México las personas se acercan a estas alternativas a través de rituales tradicionales indígenas, ceremonias contemporáneas o sesiones con terapeutas que trabajan a la sombra de la prohibición.
Entre las personas sentadas a la mesa, las palabras que se cruzan van sobre el viaje con “hongos mágicos” que está por suceder: unos dicen que será su primera vez con psicodélicos; otros, que ya han experimentado con la ayahuasca o que han comido hongos en el bosque, pero nunca en una ceremonia como ésta. Es una noche de diciembre de 2021 que apenas comienza. Es una casa grande en la periferia boscosa de Guadalajara, Jalisco, con libros de budismo en los estantes, arte wixárika en los muros y una televisión que transmite música evocativa y mandalas que cambian de formas.
Antonio, en una de las cabeceras, conoce a dos terceras partes del grupo: son amistades suyas, trabajadores de la empresa trasnacional que dirige y un hombre sexagenario que resulta ser su coach de vida. Todos lo escuchan cuando comparte que será su tercer ritual con hongos psicoactivos, que modifican el estado de conciencia. Cuenta que estuvo hace un mes, y hace dos, en esta casa y ahora ha vuelto con invitados porque la experiencia le cambió la vida a sus 47 años: logró erradicar una tos crónica que había sido intratable para una multitud de doctores. De un día para otro dejó de ser el hombre ansioso que no podía parar de toser.
“Me dijeron que era un problema gástrico que se me iba a los bronquios, que era una microfiltración pulmonar, que tenía que hacer dieta, operarme de una hernia. Tomé todo tipo de medicamentos”, relata el empresario días después en su oficina, en un veinteavo piso en el distrito financiero de la ciudad jalisciense. Tiene el tiempo contado y lo vigila con un Rolex en su muñeca izquierda. Los abogados de la compañía le aconsejaron no revelar su identidad en este reportaje, pero está dispuesto a compartir su historia: “Veo a los hongos como una medicina para el alma que más te ayuda que mil terapias”.
Antonio había escuchado sobre el poder curativo de los hongos, a través de amigos y de su cuñada psicóloga. Pero fue decisivo ver el documental Hongos fantásticos de Louie Schwartzberg, que protagoniza Paul Stamets, uno de los micólogos más reconocidos de Estados Unidos, quien dejó de ser tartamudo gracias a las sustancias psicoactivas de los hongos —la psilocibina y la psilocina—. La película terminó por convencerlo de hacer algo que nunca pensó: conducir de noche hacia la casa de un desconocido para ser parte de un ritual con psicodélicos. Este hombre que se define como pragmático, de pensamiento científico, sintió “el llamado” de los hongos. “Una de mis primeras visiones fue una espiral llena de mugre que se iba yendo, como si me estuvieran limpiando, me hubieran metido el cerebro a la lavadora y se fueran muchos pensamientos y capas de mugre que uno acumula por la coladera. Sentí que me ‘resetearon’ el CPU”, dice.
Antonio relata que en sus dos primeros viajes libró varias batallas con su ego. “Me di cuenta de que soy una persona extremadamente controladora y esa ansiedad se estaba somatizando en tos. La psilocibina me ha ayudado a ser más empático con mucha gente a mi alrededor y he sentido muchísima paz interior”, continúa. “Estoy más tranquilo, enfocado, en mi centro. Sigo muy absorbido en mi trabajo, pero con otro nivel de conciencia. Ahora veo las cosas de forma muy diferente”.
De vuelta en la antesala del ritual, la charla termina cuando reaparece Rodrigo, el anfitrión, un hombre en la cincuentena, con una arracada en una oreja y pulseras de chaquira wixárika en la muñeca. Cultivó en su propio laboratorio casero los hongos San Isidro (Psilocybe cubensis) que ahora reposan deshidratados y molidos, como un puñito de polvo color arena, en nueve vasos de vidrio marcados con el nombre de cada participante. “La psilocibina y la psilocina actúan más rápido si se combinan con algún cítrico”, explica, mientras rodea la mesa sirviendo cerca de una onza de jugo de naranja en cada vaso.
Las personas llegan por recomendaciones de boca en boca con Rodrigo, quien se define como un facilitador de “la medicina”. No es ningún chamán ni tiene las herramientas profesionales de un terapeuta, pero se convirtió en un entusiasta a los diecisiete años, cuando experimentó por primera vez sus efectos: “Desde entonces me he dado a la tarea de que todo el mundo coma hongos”. La diferencia es que antes debía esperar el temporal de lluvias para viajar a un bosque cercano, buscarlos, recolectarlos e intentar conservarlos; y ahora, desde hace algunos años, él mismo los cultiva. Por eso, también, Rodrigo solicita que no se revele su identidad: los hongos psilocibios están catalogados como sustancia prohibida en México y su producción es ilegal.
Durante sus palabras de bienvenida a la velada, el anfitrión comparte con sus “psiconautas” algunos datos a considerar antes de emprender el viaje introspectivo:
“Ustedes están viviendo la tercera ola de los psicodélicos: la primera fue la de nuestros antepasados indígenas; la segunda, la de los hippies en la década de 1960; y la de ahora, que está impulsada por los estudios científicos en Estados Unidos. Allá está muy cercana la despenalización por el empuje de los veteranos de guerra, que han superado el síndrome de estrés postraumático gracias a terapias con psilocibina y MDMA [éxtasis]”.
También habla del poder de la psilocibina para crear nuevas conexiones neuronales y asegura que ésta es una de las sustancias menos nocivas que existen. No hay registro alguno de secuelas negativas más allá de un breve “malviaje”. El efecto durará poco más de cuatro horas, advierte, “pero ustedes no se preocupen: de controlar el tiempo me encargo yo”.
Al final da algunas instrucciones: “El viaje es personal. Si van a llorar o a reír, por favor, que sea en el mayor silencio posible para no interrumpir a sus compañeros. Recuerden que ‘psicodelia’ significa ‘manifestación de la psique o del alma’, así que todo lo que vean, escuchen, sientan o perciban está dentro de ustedes […]. La palabra clave es ‘confianza’: no peleen con su mente, confíen en los honguitos y déjense llevar”.
Cada participante mezcla su dosis de tres gramos con el jugo de naranja y lo bebe. El facilitador consume lo mismo, aunque sólo una tercera parte, lo cual, dice, le permite estar conectado y alerta. Luego de aclarar dudas, las últimas visitas al baño, repartir cobijas y almohadas, Antonio y el resto se trasladan a un domo techado separado de la casa. El anfitrión lo denomina “capullo” por ser el lugar donde suceden las metamorfosis.
En el centro hay un círculo de nueve velas encendidas, una por persona, y frente a ellas el mismo número de colchonetas que forman un círculo mayor. Rodrigo les pide descalzarse, poner la cabeza hacia el centro y colocarse un antifaz sobre los ojos. Entonces dirige una meditación, que incluye la visualización de objetivos personales. Antes de poner una lista de música evocativa, les desea a todos un excelente viaje.
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Stanislav Grof, psiquiatra checo emigrado a Estados Unidos, uno de los pioneros en realizar psicoterapias asistidas con ácido lisérgico (LSD) en los años cincuenta y sesenta, vaticinó que los psicodélicos serían para la psiquiatría lo que el microscopio fue para la biología y el telescopio para la astronomía. Grof estaba convencido de que los psicodélicos clásicos —como la psilocibina de los hongos, la mescalina del peyote o del cactus de San Pedro, la dimetiltriptamina (DMT) de la ayahuasca o del sapo (Incilius o Bufo alvarius) y el compuesto sintético LSD— tenían el poder de revelar importantes procesos inconscientes de la mente humana, imperceptibles a la observación directa en circunstancias habituales. Las investigaciones de campo, sin embargo, se interrumpieron por la guerra contra las drogas que declaró el presidente Richard Nixon. Mientras su gobierno peleaba la guerra de Vietnam y el movimiento contracultural promovía las vivencias con LSD, el Congreso estadounidense aprobó la Ley de Sustancias Controladas de 1970. Un año después, la ONU emitió finalmente el convenio de prohibición de sustancias psicotrópicas que permanece hoy vigente en la mayor parte del planeta. Desde entonces los psicodélicos se encuentran en la “Lista 1” de estupefacientes controlados —la más restrictiva, que incluye también la heroína y la cocaína—, por ser “altamente dañinos para la sociedad”, por su “alto potencial de abuso” y por no tener “ningún uso médico conocido”. El gobierno de México se adhirió al convenio con una reserva: permitir el uso a los grupos indígenas que han utilizado históricamente plantas con algunas de estas sustancias en rituales “mágicorreligiosos”.
A pesar de la prohibición —y a contracorriente—, un puñado de científicos en países como Estados Unidos, Alemania o Suiza mantuvieron vivo el interés y, a partir de 1990, comenzaron a obtener permisos para reanudar los estudios clínicos con voluntarios. A inicios de 2006 la revista Psychopharmacology publicó el primer estudio doble ciego controlado por placebo, realizado por Roland Griffiths y tres colegas más de la Universidad Johns Hopkins. Ahí explicaban que, si bien los hongos psilocibios se habían usado durante siglos con fines religiosos, no existía hasta entonces conocimiento científico sistematizado. El estudio reportaba cambios positivos de conducta en treinta voluntarios que nunca habían consumido psicodélicos.
Más de dos décadas de investigaciones científicas han extendido el entusiasmo. Hoy se acepta que estos psicoactivos tienen el potencial de aliviar o curar una variedad de trastornos mentales. Una revisión histórica en Neuropsychopharmacology de 2017, que escribió Robin L. Carhart Harris, miembro del grupo de investigación psicodélica del Colegio Imperial de Londres, señala que los ensayos clínicos con psilocibina han mostrado eficacia para tratar trastornos de depresión, desórdenes obsesivo-compulsivos, ansiedad por el miedo a la muerte en enfermos terminales o adicciones a sustancias legales como el tabaco y el alcohol. Sin embargo, advierte, la gran mayoría de dichos estudios se ha hecho con muestras pequeñas que no permiten dar resultados conclusivos. Más adelante, Carhart-Harris explica la diferencia entre tratamientos con antidepresivos tradicionales y con psilocibina: mientras los primeros producen entumecimiento emocional, los segundos permiten una descarga o liberación de las emociones.
Todos los profesionales de la salud consultados por Gatopardo coinciden en que el consumo de psicodélicos con fines terapéuticos requiere del acompañamiento de un terapeuta con el cual profundizar la experiencia. Anja Loizaga-Velder, doctora en Psicología Médica por la Universidad de Heidelberg e investigadora en el posgrado de Ciencias Médicas y de la Salud en la UNAM, forma a terapeutas psicodélicos en Estados Unidos y los Países Bajos. Ella hace énfasis en la necesidad de aprender de las medicinas indígenas para expandir las herramientas terapéuticas en el campo de la salud mental. “Las plantas sagradas tocan diferentes niveles del ser humano, producen experiencias interconectadas a nivel del cuerpo, las emociones, la mente y el espíritu y tienen la capacidad de restablecer un equilibrio perdido”, dice.
“Plantas como el peyote son muy físicas”, explica Loizaga-Velder. “Muchas veces inducen un vómito que ayuda a desintoxicar; también a nivel físico, las personas sienten una reconexión con su cuerpo, aprecian lo importante que es no dañarlo”. En cuanto al mundo emocional, son comunes las “experiencias catárticas, como soltar un llanto reprimido, reencontrar la posibilidad de gozo o revivir momentos significativos con seres queridos. Las personas sienten empatía, ven la importancia de sus relaciones, reconocen la necesidad de perdonar o pedir perdón”. A nivel cognitivo, continúa, “se abre un espacio de autorreflexión donde uno puede verse a sí mismo desde otra perspectiva, ver cómo se autoengaña o se hace daño o cómo está atrapado en cierta manera de pensar”. Finalmente, en lo espiritual, “se generan experiencias místicas que tienen un enorme valor terapéutico”.
El psiquiatra Gilberto Palma escribe en un artículo en la revista Educación y Salud, de la Universidad Autónoma de Hidalgo: “Los hongos psilocibios nos ayudan a vislumbrar de forma mística” y enseguida advierte que es incorrecto llamarlos “alucinógenos”, pues todas las visiones tienen “un referente en el mundo y en la vida de la persona”. Palma ha explorado el efecto del consumo de psilocibios en más de 140 pacientes y escribe que éstos “suelen salir de la experiencia sintiéndose iluminados, con la claridad de saber la tarea que tienen por hacer, pero no les dura tanto el efecto; a las pocas semanas delatan que la experiencia que tuvieron no fue tan trascendente para generar un cambio profundo”.
La psicoterapeuta Karina Malpica también cuestiona la durabilidad de los efectos positivos: los estudios existentes, dice, no han hecho un seguimiento a pacientes en el largo plazo. Para la especialista, que vive en Tepoztlán, Morelos, es común recibir en su consultorio a personas que tuvieron malas experiencias, que “se quedaron en el malviaje y están sufriendo”. Lo anterior le sucede, sobre todo, a personas que fuman la sustancia extraída de las glándulas del Bufo alvarius, un sapo endémico del desierto de Sonora. “Creo que esta molécula (la 5-MeO-DMT) sí es mucho más desequilibrante de la química cerebral. Con otros psicodélicos, quizá a 10% de las personas le puede ir mal, pero con el sapo diría que es un cincuenta-cincuenta”, opina. En términos generales, agrega, quienes tengan antecedentes psicóticos, personales o familiares, deberían abstenerse de consumir psicodélicos. Quienes decidan experimentarlos deben saber que “exigen trabajar cosas muy profundas, por eso son una gran oportunidad para iniciar la psicoterapia”.
Las autoridades federales de Canadá despenalizaron la psilocibina y otros psicodélicos con fines terapéuticos en 2021. Un año antes, en la Unión Americana, lo mismo sucedió en Oregón y Washington D. C., mientras que otros estados avanzan en la misma dirección. Expertos calculan que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) aprobará las terapias con psilocibina a más tardar en 2026.
En México, en tanto, la investigación sobre el uso de los hongos es aún de corte antropológico. En septiembre de 2019 la Sociedad Mexicana de la Psilocibina convocó en la capital la primera marcha por la despenalización. Uno de sus miembros, el biólogo y monitor de neurofisiología Eros Quintero, cuenta que entregaron un pliego petitorio a la presidencia donde solicitaban la revisión del estatus de la prohibición con base en las evidencias científicas recientes. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador respondió en febrero de 2021 que no era un asunto de su jurisdicción y que, por tanto, lo turnarían a las cámaras de legisladores.
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Para ser un chamán y conducir sanaciones con hongos “hay que tener la conciencia limpia, ser puro”; eso permite ayudar a las personas y alejar “la maldad que se pueda presentar en el camino”, dicen Eloy y Elías, dos jóvenes mazatecos, descendientes de una etnia indígena del norte de Oaxaca conocida por su uso ceremonial de hongos psilocibios. Raymundo Durán Martínez, de 62 años, su papá y tío, respectivamente, escucha sonriente la charla sin participar mucho, ya que apenas habla español. “Como persona grande, él te va a guiar, te va a decir: ‘No vayas por ahí’, porque en la sesión hay muchas malas vibras”, asegura Elías. “Si alguien se quedara en el viaje, él ya sabe qué hacer: te agarra la cabeza como los [brujos] catemacos y te hace vomitar la enfermedad”, comenta Eloy, quien más adelante agrega: “A él nadie lo puede engañar, ya sea vampiro, bruja, naguales; lo que sea, el curandero va a saber”.
La conversación sucede en la cocina de la casa familiar, mientras la esposa de Raymundo sirve café y tamales y él responde a preguntas específicas, a través de la traducción de los chicos. Cuenta que en uno de sus viajes le “dijeron al oído” que a su cuñado alcohólico le quedaban siete días de vida, y fue verdad, “se cumplió”. En otro momento interviene en español: “El doctor de [la Ciudad de] México dijo a mi señora que tiene diabetes, pero no hay nada, los niños santos dicen que no hay enfermedad”. En esta cultura es común referirse así a los hongos, “niños santos”, cuyo nombre en mazateco es ndi-xi-tjo, que significa “los pequeños que brotan”.
Los rituales se realizan en un cuarto del segundo piso de esta casa de ladrillos grises y techos de lámina a las afueras de Huautla de Jiménez, Oaxaca, el pueblo que le reveló al mundo occidental la existencia de los hongos psicoactivos. En sus montañas, durante el temporal de lluvias, crecen más de veinte especies, de las doscientas que existen, que los indígenas han utilizado de forma ceremonial durante siglos con fines curativos y de adivinación. Diciembre no es temporada de hongos pero, aun así, varios habitantes del pueblo aseguran que es posible conseguir al menos una de tres variedades: Derrumbe (Psilocybe caerulescens), San Isidro (Psilocybe cubensis) o Pajarito (Psilocybe mexicana).
Aquí las ceremonias de sanación se hacen de noche, con luces apagadas y velas encendidas. Antes de comerlos, Raymundo hace una limpia con humo de copal; también dibuja cruces, a modo de protección, en los brazos de los participantes, con un polvo verde de tabaco al que llaman San Pedro. Sentados en el piso sobre cobijas, los participantes mastican los hongos enteros, en su forma original, y piden en silencio aquello que busquen: salud, sentir a familiares que estén lejos o ver algún evento del pasado o futuro. Raymundo reza en mazateco durante la ceremonia.
Desde la terraza se puede ver la pequeña milpa familiar sobre la falda del monte y la vista se pierde al fondo entre incontables picos de la orografía de la Sierra Mazateca, que muchas veces supera a las nubes en altura. Cuando las nubes se hacen más densas, el bosque se oscurece a pleno día.
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Huautla y su habitante más distinguida, la chamana mazateca María Sabina (1894–1985), se volvieron famosos a causa de Robert Gordon Wasson, un banquero y micólogo neoyorquino que llegó a este lugar en junio de 1955. “Somos los primeros hombres blancos desde que se tiene registro en comer hongos divinos […]. Ningún antropólogo ha descrito la escena de la que fuimos testigos”, escribió en la crónica que la revista Life publicaría dos años después. En su texto refleja que encontrar “un chamán auténtico” y no charlatanes ya era una preocupación entonces, como lo es aún hoy para los visitantes que llegan al pueblo. Wasson describe a María Sabina como “una curandera de primera categoría”, “una señora sin mancha” que le permitió al investigador y a su fotógrafo participar en una ceremonia que celebraba en su casa de adobe, sin imaginar que la inclusión de aquéllos cambiaría para siempre su historia y la de su comunidad.
Wasson y su esposa, Valentina, una pediatra nacida en Rusia, eran estudiosos aficionados del reino Fungi. Su fascinación comenzó cuando encontraron un conjunto de hongos comestibles en un paseo por las montañas del estado de Nueva York y, tras la experiencia, manifestaron reacciones encontradas ante el hallazgo: ella se hincó para presentar sus respetos a los hongos y él sintió repudio. Así llegaron a una hipótesis: a lo largo de la historia habían existido culturas micófilas y culturas micofóbicas. Desde entonces se preguntaron qué tipo de hongo podría provocar veneración y por qué, y comenzaron la investigación de su vida.
Luego de treinta años de búsqueda, los Wasson llegaron a la sierra oaxaqueña con la esperanza de participar en una velada tradicional con hongos psicoactivos, cuya existencia aún no habían podido confirmar. La primera pista la encontraron en un artículo de Richard Evans Schultes, un etnobotánico de Harvard, el primer científico en identificar que los antiguos mexicas tenían sus hongos sagrados, a los que llamaban teonanácatl (“carne de los dioses”). La segunda pista se las dio un misionero: la tradición estaba viva entre los pueblos mazatecas de las montañas del sur, aunque oculta. Las evidencias arqueológicas indican que los hongos, el peyote y otras plantas que alteran el estado de la conciencia han sido utilizados por comunidades como las mayas, olmecas, zapotecas, chinantecas, mixes, mazatecas y huicholas. “México representa la zona más rica del mundo, tanto en la diversidad de alucinógenos como en el uso que de ellos han hecho las sociedades aborígenes”, escribirían más tarde Evans Schultes y Albert Hoffmann, dos de los padres de la psicodelia moderna, en Plantas de los dioses. Orígenes del uso de alucinógenos (Fondo de Cultura Económica, 1979).
El artículo “Buscando el hongo mágico” que publicó Life en 1957 tuvo un enorme impacto en la cultura popular y en la comunidad psicodélica de la época. Para esta última, significó un hito similar al descubrimiento de los efectos del LSD por el químico suizo Albert Hoffman, en 1943. En el texto, Wasson describe sus experiencias tras consumir seis pares de hongos. El autor narra sus visiones con motivos artísticos, la sensación de extinción del tiempo, la vivencia de una “belleza inefable” y la armonía sonora en los cantos de la curandera. En un intento por proteger su identidad, María Sabina fue llamada Eva Méndez en ese artículo. Pero eso no impidió que Huautla se convirtiera en poco tiempo en un lugar de peregrinación para miles de entusiastas de la psicodelia, incluyendo, se dice, a celebridades como Bob Dylan, John Lennon y Mick Jagger.
La capilla dedicada a la Virgen de los Remedios en Huautla de Jiménez es un cubo amarillo con techo de lámina que tiene en un costado imágenes de Jesucristo y, en el otro, platos colmados de hongos y hierbas salvajes. También se encuentra en las afueras del pueblo montañoso de treinta mil habitantes, sobre la carretera María Sabina. Más adelante está una cabañita de madera, la última morada de la chamana, que falleció en 1985.
Ahora es la Casa Museo de María Sabina donde se alojan fotografías, sus huipiles y, en la habitación central, un altar con velas, copal, flores blancas y tabaco San Pedro. Una decena de obras de arte inspiradas en ella pueblan las paredes alrededor del altar, donadas por visitantes de varios países: “Éste lo hizo una amiga de [Ciudad de] México; éste, un chico de Argentina; éste, una muchacha de España”, señala Bernardino García Martínez, mejor conocido como Berna Sabina, un hombre de cuarenta años con el pelo negro al ras de la cabeza. Es uno de los bisnietos de María Sabina y custodio de este pequeño museo que mantiene vivo el legado de la “abuelita”, “maestra”, “guía” o “protectora”, como la llama en diversos momentos.
También él dirige ceremonias en este mismo lugar. “El que viene aquí con fe y respeto sanará su cuerpecito y puede descubrir todo con los hongos”, asegura. “Me han tocado experiencias muy bonitas con mis pacientes: yo tengo que abrir el portal, elevarlos con rezos y cantos y así puedo quitarles el mal que tienen”, dice después.
Los foráneos citadinos que pasean por el centro del pueblo son imanes para los vendedores de experiencias psicodélicas. “¿Quiere ‘niños santos’?”, pregunta un hombre que se acerca y ofrece la cantidad necesaria para dos viajes completos, quinientos pesos cada uno. Los tiene envueltos en hojas de plátano, pero se niega a mostrarlos porque “perderían su poder”. De paso aconseja estar alerta por los charlatanes que abundan, una advertencia que se vuelve común escuchar.
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Fabienne Ginon llegó hace veinte años a México y de inmediato se enamoró del país por su misticismo. Ella es una educadora y emprendedora francesa de 43 años, cuyo camino espiritual, explica, está relacionado con el uso de “plantas sagradas”. En octubre de 2020 viajó a Huautla de Jiménez junto con tres amigas para participar en un ritual de sanación conducido por Raymundo. No era la primera vez que Fabienne hacía el viaje para tomar hongos en un contexto ceremonial mazateca, pero sí era la primera vez que lo hacía con la guía de Raymundo. “Cuando hice la ceremonia con él, me llamó mucho la atención que pudo ver parte de mi viaje; reza y sí entra en una especie de trance. Está superconectado. He conocido varios abuelos y abuelas en muchos años y se me hicieron muy interesantes sus herramientas y forma de trabajo. Es como un vidente y los niños santos lo ayudan a encaminar la curación”, dice en una videollamada.
Fabienne cuenta que antes de iniciarse en el camino de los también llamados enteógenos (de la raíz griega “entheos”, que significa “Dios adentro”), era una persona con conductas depresivas y adictivas, y que tomar ayahuasca, peyote y hongos con fines terapéuticos le ha ayudado a ser más creativa en su profesión. Nacida en una familia de agricultores, la francesa se dedica a enseñar a niños pequeños a crear sus propios huertos. Desarrolló una metodología para que los chicos cuiden jardines comestibles de manera autónoma, la cual pone en práctica en varias escuelas de la capital mexicana y transmite en talleres presenciales a otros instructores en distintas ciudades del mundo. Ella y su proyecto aparecen en el documental El comienzo de la vida II, de Netflix, donde se presentan varias iniciativas que buscan acercar a los niños a la naturaleza. “Una vez que abres tu conciencia gracias a las ‘medicinas’, entonces más cosas pueden entrar. No es como una revelación o una visión. Más bien te convierten en una persona más consciente, más atenta, y puedes absorber lo que necesita ser absorbido”, explica Fabienne.
San José del Pacífico es otro de los pueblos de la sierra oaxaqueña conocido por sus hongos que expanden la conciencia. Cerca de allí, en medio del bosque, Yannina Thomassiny, otra mujer sin miedo a hablar, tuvo su primer “viaje fuerte”. Ella es comunicadora y facilitadora de experiencias con la secreción del sapo, una sustancia que no está tipificada en la legislación mexicana. “Siempre me han gustado el LSD, los hongos, la ayahuasca, el sapo… mi camino de autoconocimiento va de la mano de estas medicinas. Así como hay gente que hace yoga o meditación, para mí los psicodélicos son la vía de aprendizaje”, afirma en su casa de la Ciudad de México. Allí mismo, en la azotea, ella y su pareja acondicionaron un espacio —una habitación con tapetes y un mural con motivos y colores psicodélicos— donde las personas llegan para “fumar sapito” y sumergirse en un viaje que dura entre quince y veinte minutos.
Yannina se dedicaba al periodismo cuando escuchó por primera vez hablar de un sapo del desierto sonorense cuyas secreciones contienen DMT, una sustancia también conocida como “la molécula de Dios”. Viajó al norte de México con la idea de hacer un reportaje al respecto, que nunca publicó. Pero sí logró probar el sapo. “Fue la revelación de mi existencia. Sentí que me desenmarañó, me desenredó, me curó en quince minutos”, recuerda. “Al regresar, pensé: ‘Esto puede cambiar al mundo’. Si toda la gente se permitiera fumar sapo alguna vez en su vida, probablemente la humanidad sería más conectada, más compasiva, nos dejaríamos de tantos pedos”.
Hace nueve años Yannina dejó el periodismo para dedicarse a estudiar y compartir el sapo. La experiencia supone un cambio de vida radical, dice: “Hay gente que la comprende y la integra fácilmente y otra que no sabe qué hacer con ese entendimiento”.
“Me enamoré de esta medicina porque no hay un dogma, no hay religión ni una forma específica de practicarla. Todos los que nos dedicamos al sapo hemos tenido que entender la medicina fumándola, entrando en esas dimensiones para comprender lo que habita ahí adentro,
volviéndonos antropólogos de las emociones humanas”.
En diciembre de 2018 Yannina retomó su oficio al comenzar un pódcast para difundir información en español sobre enteógenos. Tres años después —y justo el día de su aniversario— Sabiduría psicodélica amaneció en la lista de los cinco más escuchados de América Latina.
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Óscar abre la puerta del vivero donde trabaja y camina entre las filas de árboles ficus que él mismo sembró y que, tarde o temprano, darán sombra en alguna calle de Guadalajara. El dueño de esta empresa de arbolado público, su jefe, fue quien le regaló el primer tratamiento de microdosis de hongos psilocibios, una cápsula blanda que contiene 0.2 gramos de hongo San Isidro deshidratado, una cantidad que no altera los sentidos y le permite funcionar de manera habitual. Las elabora Rodrigo, el fungicultor del inicio de esta historia, quien además ofrece macrodosis de tres gramos en sus veladas.
Óscar comenzó a tomar microdosis, un día sí y dos no, desde enero de 2021. “Tenía mucho miedo y no quería entrarle a las veladas”, cuenta el biólogo de veintinueve años, que vivió con depresión crónica y pensamientos suicidas recurrentes; a veces no pasaban ni quince segundos tras despertar para que su mente comenzara a darle vueltas a la posibilidad. “Después de veinte días empecé a sentir ciertos cambios: menos depresión, un poco más positivo, más energía, y a ver las cosas de manera un poquito diferente. Cuando terminé el segundo mes, un día me desperté y todos los problemas parecían de la mitad de su tamaño: el mundo tenía más color”, relata Óscar, sonriente.
Las moléculas psicoactivas de los hongos y otros enteógenos son casi idénticas a la molécula de la serotonina, uno de los principales mensajeros químicos del cerebro, conocido como “el neurotransmisor de la felicidad”. Su descubrimiento, a mediados del siglo XX, permitió crear los antidepresivos clásicos como el Prozac (fluoxetina), que tratan la depresión al aumentar los niveles de serotonina en el cerebro. Aún no existen muchos estudios rigurosos sobre la efectividad de las microdosis de sustancias psicoactivas. La revista Science publicó un artículo, en noviembre de 2021, en el que participó el micólogo Stamets, donde se concluye que los adultos que siguen este tipo de protocolos reportaron menores niveles de ansiedad y depresión respecto a un grupo control.
Por el contrario, los efectos de macrodosis se han estudiado con las tecnologías más avanzadas. Gracias a los escáneres que miden la actividad cerebral, los investigadores psicodélicos de la Universidad Johns Hopkins o del Colegio Imperial de Londres han comprobado que un cerebro alterado con enteógenos crea nuevas y múltiples conexiones entre regiones que normalmente no se comunican, lo cual genera cerebros más flexibles e interconectados. Las redes de la visión y la memoria, por ejemplo, pueden enlazarse de manera directa, permitiendo ver con claridad las emociones, miedos o deseos reprimidos. Estas nuevas conexiones también son responsables de la sinestesia, un fenómeno mental en el que se puede escuchar colores o ver sonidos.
Todo lo anterior sucede, en parte, gracias a que estas sustancias apagan temporalmente una red neuronal que se encuentra la mayoría del tiempo activa en el cerebro humano adulto. Se le conoce como la “red neuronal por defecto” (RND), pues mantiene el control cuando no hay ninguna otra tarea mental que ejecutar. Actúa como un nodo central que organiza los flujos de información, como el director de orquesta en el complejo concierto del cerebro. Michael Pollan, periodista y profesor de Harvard, lo explica a detalle en decenas de páginas de su libro Cómo cambiar tu mente (Debate, 2018). Ahí dice que la RND presenta su mayor actividad cuando alguien está inmerso en procesos metacognitivos: el acto de recordar el pasado o imaginar el futuro, autorreflexiones, preocupaciones o proyecciones mentales. Se ha demostrado que en los niños pequeños o en los meditadores experimentados se encuentra más silenciada y que presenta hiperactividad en quienes sufren trastornos mentales.
“Pensar todo el tiempo en tus problemas, en tu pasado o en el futuro, llega a ser incapacitante para las personas con depresión o ansiedad”, dice Eros Quintero, monitor de neurofisiología. “El apagado de la RND ofrece una ventana de oportunidad: cuando uno regresa de la experiencia psicodélica, esta red se vuelve a activar, pero más cercana a las condiciones normales, como un ‘reseteo’, lo que da a los pacientes un descanso para ver las cosas en perspectiva y una oportunidad para trabajar en psicoterapia”.
Los resultados positivos de tomar psilocibina en cantidades mínimas animaron a Óscar a probar la experiencia psicodélica completa, en macrodosis. “El primer mes después de la [primera] velada fue una luna de miel, como si todos los problemas no importaran… Logré bloquear el pensamiento suicida”, recuerda. Sus sesiones posteriores fueron más confrontativas: “Los honguitos me dijeron: ‘Ya te dejamos relajarte, ahora sí vamos a trabajar en las broncas’”. Desde marzo de 2021 ha procurado tomar hongos en dosis completas al menos una vez al mes y no le preocupa contemplar ese ritmo como una forma de vida: “Soy depresivo desde los doce años y mi cerebro degrada muy rápido la serotonina. Tal vez podría espaciar las tomas un poco y trabajar en los problemas por mí mismo… pero para mí ha sido una panacea saber que existe esa ayuda para sentirme bien”.
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Itzel cruza avenida Reforma, una de las principales arterias de la Ciudad de México, entre cientos de peatones. Es una acción ordinaria que hace seis meses era incapaz de hacer sola. Su miedo a la gente desconocida se originó cuando tenía entre tres o cuatro años y estuvo perdida durante varias horas en el puerto de Acapulco. “Iba con una tía, había mucha gente; en algún momento la perdí y seguí caminando. Me encontraron en otra playa cinco horas después. Salir a la calle sola me empezó a aterrar, yo no quería salir si no era con alguien”, relata la joven de veintitrés años. Su mamá, Fabiola, quien la acompaña a esta entrevista, lo confirma: “Era muy reservada, muy seria. Estaba deprimida, no quería salir, se la vivía encerrada en su cuarto”. Pero eso cambió por completo casi veinte años después, luego de una sesión terapéutica con hongos psilocibios.
Otra de sus tías, psicóloga, le recomendó “borrarse el trauma” y la contactó con un profesional en Tepoztlán, de nombre Eduardo, un psicoterapeuta Gestalt que también supervisa experiencias psicodélicas individuales. A diferencia de las veladas ceremoniales, este tratamiento incluye cuatro sesiones de preparación y cuatro posteriores de integración. Eduardo tiene una lista de espera de seis meses.
“En las sesiones previas revisamos la intención y usamos herramientas somáticas para hacerlo no sólo desde la cabeza, sino también desde el corazón; es un trabajo para que el paciente vaya profundizando y reconozca la verdadera intención”, explica el terapeuta. Estas experiencias, como las llama, suceden en su casa, que se encuentra en este pueblo montañoso, rodeado por el bosque, donde tiene una habitación para que se hospede el paciente. Eduardo prefiere que las experiencias ocurran a la luz del día, cuando “la energía es más limpia, más clara”. Él considera que su misión no es ser un guía sino crear “un contenedor” donde el paciente pueda sentirse tranquilo y en paz.
Para eso pone especial atención en elementos como flores, esencias, una lista de música evocativa que ha ido creando durante años o un ritual frente al fuego, previo a la toma de una dosis (personalizada), donde se recuerda la intención que busca cada paciente. Después, dice, la curación queda en manos de la “medicina” y, sobre todo, del “sanador interior”, un concepto acuñado por Stanislav Grof para referirse a la inteligencia inconsciente que existe en cada persona.
Al respecto, Anja Loizaga-Velder, la formadora de terapeutas psicodélicos, dice: “El terapeuta no debe intervenir en el sentido de dirigir la medicina. Parece que hay una sabiduría interior que, en un buen contexto de preparación y acompañamiento, va a sacar a la superficie justo lo que el paciente puede asimilar”.
La experta defiende su utilización siempre y cuando sea con la compañía de personas capacitadas, pues también existen riesgos potenciales: “La misma sustancia que en un buen contexto puede sanar, en uno malo puede crear una enfermedad o exacerbar una patología”. Un mal contexto, continúa, podría relacionarse con tener grupos demasiado grandes donde no hay suficiente contención para cada participante. El terapeuta, chamán o facilitador debe poder hacer filtros, personalizar las dosis y comprometerse a acompañar al paciente en la integración posterior. Sin estas condiciones pueden ocurrir accidentes: trastornos de sueño, estrés postraumático, disociaciones, enfermedades psicosomáticas o crisis de ansiedad. Con un buen acompañamiento, en cambio, se tratan dichos efectos y no quedan secuelas negativas.
“Un bebé puede nacer sin necesidad de una partera y, a pesar de que haya una mala partera, puede haber muchos partos sin problemas. Pero una buena partera sabe intervenir cuando es necesario y salvar vidas, y eso sólo se da con suficiente entrenamiento. Es muy similar con los psicodélicos: hay muchísimas experiencias que pueden resultar exitosas sin necesidad de acompañamiento, pero a veces pueden existir complicaciones”, dice la psicóloga Loizaga-Velder.
La experiencia de Itzel fue una de esas sesiones luminosas, sin contratiempos. “Generalmente se tocan lugares difíciles, pero no fue el caso de Iztel”, dice Eduardo, su terapeuta. “Ella más bien contactó con lugares amorosos, con la naturaleza, entró en un lugar de mucha paz y conciencia”. Sucedió en junio de 2021, con la presencia de Eduardo y de su pareja, Jimena. Antes de beber el té de hongos que le prepararon, Itzel contactó con su intención: “Quiero salir sola, quiero que se vaya ese miedo”, escribió en un papel que después colocó en un altar junto a las flores y una vela. Recuerda que en algún momento de su viaje introspectivo sintió como si alguien la estuviera esperando en el bosque: “Me invadió una sensación de tristeza, no vi nada, pero sentí a mi tía, la persona que me perdió y que ya falleció. Me hizo llorar, fueron lágrimas de sanación”.
En la segunda parte de la experiencia ocurrió algo inusual. Itzel le pidió que la llevaran a la calle para ver gente. “Nunca salimos de aquí, pero Itzel lo necesitaba”, comenta Eduardo. Él condujo el auto y los tres bajaron a caminar entre la gente que paseaba esa tarde de sábado por la avenida principal del pueblo. “Yo iba feliz, todo era amor, como si fuera una bebé que nunca hubiera visto una persona en su vida”, recuerda la paciente.
Fue una caminata llena de entendimientos. Su terapeuta apunta: “Se dio cuenta de que no pasaba nada, de que la gente ni siquiera le hacía caso. Iba rompiendo creencias, veía sus miedos desde un lugar de conciencia expandida y eso lo cambia todo”.
La joven muestra el honguito tatuado que tiene junto al codo derecho, que se hizo varios años antes, casi como una premonición. La niña perdida se reencontró a sí misma: “Los hongos me regresaron a la vida”, dice Itzel.
Eugenia Coppel. Periodista independiente. Fue finalista del Premio Roche de Periodismo en Salud 2019 por el trabajo colectivo “México diabético”. Ha trabajado como reportera en El País América, El Mundo, Milenio, El Informador y mexico.com, y colaborado con Esquire, PlayGround, Magis, Territorio y Gatopardo, entre otros. Es licenciada en Estudios Internacionales por la Universidad de Guadalajara y cursó el Máster en Periodismo del diario El Mundo y la Universidad San Pablo CEU, en Madrid, becada por la Fundación Carolina. Es autora del libro fotográfico Ciclovista Guadalajara. Descubrir la ciudad en bicicleta (Editorial Universitaria, 2011).
Manuel Vargas. Creció en un pueblo muy pequeño donde los relatos fantásticos relacionados con el mundo natural construían la cultura popular. Por ese motivo, en su obra la selva, los animales y el misterio son temas recurrentes. Es licenciado en Artes con especialidad en Diseño. Su trayectoria profesional rápidamente se orientó hacia el trabajo creativo y la ilustración para revistas y libros. Ha trabajado en proyectos para Facebook, Soho House Europa y Slowdown, entre otros. Su trabajo ha sido exhibido en Venezuela, México, Argentina, Ecuador, Polonia.
Los estudios clínicos con psilocibina y otros psicodélicos que se realizan en universidades extranjeras generan entusiasmo por su potencial para aliviar una variedad de trastornos mentales. En México las personas se acercan a estas alternativas a través de rituales tradicionales indígenas, ceremonias contemporáneas o sesiones con terapeutas que trabajan a la sombra de la prohibición.
Entre las personas sentadas a la mesa, las palabras que se cruzan van sobre el viaje con “hongos mágicos” que está por suceder: unos dicen que será su primera vez con psicodélicos; otros, que ya han experimentado con la ayahuasca o que han comido hongos en el bosque, pero nunca en una ceremonia como ésta. Es una noche de diciembre de 2021 que apenas comienza. Es una casa grande en la periferia boscosa de Guadalajara, Jalisco, con libros de budismo en los estantes, arte wixárika en los muros y una televisión que transmite música evocativa y mandalas que cambian de formas.
Antonio, en una de las cabeceras, conoce a dos terceras partes del grupo: son amistades suyas, trabajadores de la empresa trasnacional que dirige y un hombre sexagenario que resulta ser su coach de vida. Todos lo escuchan cuando comparte que será su tercer ritual con hongos psicoactivos, que modifican el estado de conciencia. Cuenta que estuvo hace un mes, y hace dos, en esta casa y ahora ha vuelto con invitados porque la experiencia le cambió la vida a sus 47 años: logró erradicar una tos crónica que había sido intratable para una multitud de doctores. De un día para otro dejó de ser el hombre ansioso que no podía parar de toser.
“Me dijeron que era un problema gástrico que se me iba a los bronquios, que era una microfiltración pulmonar, que tenía que hacer dieta, operarme de una hernia. Tomé todo tipo de medicamentos”, relata el empresario días después en su oficina, en un veinteavo piso en el distrito financiero de la ciudad jalisciense. Tiene el tiempo contado y lo vigila con un Rolex en su muñeca izquierda. Los abogados de la compañía le aconsejaron no revelar su identidad en este reportaje, pero está dispuesto a compartir su historia: “Veo a los hongos como una medicina para el alma que más te ayuda que mil terapias”.
Antonio había escuchado sobre el poder curativo de los hongos, a través de amigos y de su cuñada psicóloga. Pero fue decisivo ver el documental Hongos fantásticos de Louie Schwartzberg, que protagoniza Paul Stamets, uno de los micólogos más reconocidos de Estados Unidos, quien dejó de ser tartamudo gracias a las sustancias psicoactivas de los hongos —la psilocibina y la psilocina—. La película terminó por convencerlo de hacer algo que nunca pensó: conducir de noche hacia la casa de un desconocido para ser parte de un ritual con psicodélicos. Este hombre que se define como pragmático, de pensamiento científico, sintió “el llamado” de los hongos. “Una de mis primeras visiones fue una espiral llena de mugre que se iba yendo, como si me estuvieran limpiando, me hubieran metido el cerebro a la lavadora y se fueran muchos pensamientos y capas de mugre que uno acumula por la coladera. Sentí que me ‘resetearon’ el CPU”, dice.
Antonio relata que en sus dos primeros viajes libró varias batallas con su ego. “Me di cuenta de que soy una persona extremadamente controladora y esa ansiedad se estaba somatizando en tos. La psilocibina me ha ayudado a ser más empático con mucha gente a mi alrededor y he sentido muchísima paz interior”, continúa. “Estoy más tranquilo, enfocado, en mi centro. Sigo muy absorbido en mi trabajo, pero con otro nivel de conciencia. Ahora veo las cosas de forma muy diferente”.
De vuelta en la antesala del ritual, la charla termina cuando reaparece Rodrigo, el anfitrión, un hombre en la cincuentena, con una arracada en una oreja y pulseras de chaquira wixárika en la muñeca. Cultivó en su propio laboratorio casero los hongos San Isidro (Psilocybe cubensis) que ahora reposan deshidratados y molidos, como un puñito de polvo color arena, en nueve vasos de vidrio marcados con el nombre de cada participante. “La psilocibina y la psilocina actúan más rápido si se combinan con algún cítrico”, explica, mientras rodea la mesa sirviendo cerca de una onza de jugo de naranja en cada vaso.
Las personas llegan por recomendaciones de boca en boca con Rodrigo, quien se define como un facilitador de “la medicina”. No es ningún chamán ni tiene las herramientas profesionales de un terapeuta, pero se convirtió en un entusiasta a los diecisiete años, cuando experimentó por primera vez sus efectos: “Desde entonces me he dado a la tarea de que todo el mundo coma hongos”. La diferencia es que antes debía esperar el temporal de lluvias para viajar a un bosque cercano, buscarlos, recolectarlos e intentar conservarlos; y ahora, desde hace algunos años, él mismo los cultiva. Por eso, también, Rodrigo solicita que no se revele su identidad: los hongos psilocibios están catalogados como sustancia prohibida en México y su producción es ilegal.
Durante sus palabras de bienvenida a la velada, el anfitrión comparte con sus “psiconautas” algunos datos a considerar antes de emprender el viaje introspectivo:
“Ustedes están viviendo la tercera ola de los psicodélicos: la primera fue la de nuestros antepasados indígenas; la segunda, la de los hippies en la década de 1960; y la de ahora, que está impulsada por los estudios científicos en Estados Unidos. Allá está muy cercana la despenalización por el empuje de los veteranos de guerra, que han superado el síndrome de estrés postraumático gracias a terapias con psilocibina y MDMA [éxtasis]”.
También habla del poder de la psilocibina para crear nuevas conexiones neuronales y asegura que ésta es una de las sustancias menos nocivas que existen. No hay registro alguno de secuelas negativas más allá de un breve “malviaje”. El efecto durará poco más de cuatro horas, advierte, “pero ustedes no se preocupen: de controlar el tiempo me encargo yo”.
Al final da algunas instrucciones: “El viaje es personal. Si van a llorar o a reír, por favor, que sea en el mayor silencio posible para no interrumpir a sus compañeros. Recuerden que ‘psicodelia’ significa ‘manifestación de la psique o del alma’, así que todo lo que vean, escuchen, sientan o perciban está dentro de ustedes […]. La palabra clave es ‘confianza’: no peleen con su mente, confíen en los honguitos y déjense llevar”.
Cada participante mezcla su dosis de tres gramos con el jugo de naranja y lo bebe. El facilitador consume lo mismo, aunque sólo una tercera parte, lo cual, dice, le permite estar conectado y alerta. Luego de aclarar dudas, las últimas visitas al baño, repartir cobijas y almohadas, Antonio y el resto se trasladan a un domo techado separado de la casa. El anfitrión lo denomina “capullo” por ser el lugar donde suceden las metamorfosis.
En el centro hay un círculo de nueve velas encendidas, una por persona, y frente a ellas el mismo número de colchonetas que forman un círculo mayor. Rodrigo les pide descalzarse, poner la cabeza hacia el centro y colocarse un antifaz sobre los ojos. Entonces dirige una meditación, que incluye la visualización de objetivos personales. Antes de poner una lista de música evocativa, les desea a todos un excelente viaje.
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Stanislav Grof, psiquiatra checo emigrado a Estados Unidos, uno de los pioneros en realizar psicoterapias asistidas con ácido lisérgico (LSD) en los años cincuenta y sesenta, vaticinó que los psicodélicos serían para la psiquiatría lo que el microscopio fue para la biología y el telescopio para la astronomía. Grof estaba convencido de que los psicodélicos clásicos —como la psilocibina de los hongos, la mescalina del peyote o del cactus de San Pedro, la dimetiltriptamina (DMT) de la ayahuasca o del sapo (Incilius o Bufo alvarius) y el compuesto sintético LSD— tenían el poder de revelar importantes procesos inconscientes de la mente humana, imperceptibles a la observación directa en circunstancias habituales. Las investigaciones de campo, sin embargo, se interrumpieron por la guerra contra las drogas que declaró el presidente Richard Nixon. Mientras su gobierno peleaba la guerra de Vietnam y el movimiento contracultural promovía las vivencias con LSD, el Congreso estadounidense aprobó la Ley de Sustancias Controladas de 1970. Un año después, la ONU emitió finalmente el convenio de prohibición de sustancias psicotrópicas que permanece hoy vigente en la mayor parte del planeta. Desde entonces los psicodélicos se encuentran en la “Lista 1” de estupefacientes controlados —la más restrictiva, que incluye también la heroína y la cocaína—, por ser “altamente dañinos para la sociedad”, por su “alto potencial de abuso” y por no tener “ningún uso médico conocido”. El gobierno de México se adhirió al convenio con una reserva: permitir el uso a los grupos indígenas que han utilizado históricamente plantas con algunas de estas sustancias en rituales “mágicorreligiosos”.
A pesar de la prohibición —y a contracorriente—, un puñado de científicos en países como Estados Unidos, Alemania o Suiza mantuvieron vivo el interés y, a partir de 1990, comenzaron a obtener permisos para reanudar los estudios clínicos con voluntarios. A inicios de 2006 la revista Psychopharmacology publicó el primer estudio doble ciego controlado por placebo, realizado por Roland Griffiths y tres colegas más de la Universidad Johns Hopkins. Ahí explicaban que, si bien los hongos psilocibios se habían usado durante siglos con fines religiosos, no existía hasta entonces conocimiento científico sistematizado. El estudio reportaba cambios positivos de conducta en treinta voluntarios que nunca habían consumido psicodélicos.
Más de dos décadas de investigaciones científicas han extendido el entusiasmo. Hoy se acepta que estos psicoactivos tienen el potencial de aliviar o curar una variedad de trastornos mentales. Una revisión histórica en Neuropsychopharmacology de 2017, que escribió Robin L. Carhart Harris, miembro del grupo de investigación psicodélica del Colegio Imperial de Londres, señala que los ensayos clínicos con psilocibina han mostrado eficacia para tratar trastornos de depresión, desórdenes obsesivo-compulsivos, ansiedad por el miedo a la muerte en enfermos terminales o adicciones a sustancias legales como el tabaco y el alcohol. Sin embargo, advierte, la gran mayoría de dichos estudios se ha hecho con muestras pequeñas que no permiten dar resultados conclusivos. Más adelante, Carhart-Harris explica la diferencia entre tratamientos con antidepresivos tradicionales y con psilocibina: mientras los primeros producen entumecimiento emocional, los segundos permiten una descarga o liberación de las emociones.
Todos los profesionales de la salud consultados por Gatopardo coinciden en que el consumo de psicodélicos con fines terapéuticos requiere del acompañamiento de un terapeuta con el cual profundizar la experiencia. Anja Loizaga-Velder, doctora en Psicología Médica por la Universidad de Heidelberg e investigadora en el posgrado de Ciencias Médicas y de la Salud en la UNAM, forma a terapeutas psicodélicos en Estados Unidos y los Países Bajos. Ella hace énfasis en la necesidad de aprender de las medicinas indígenas para expandir las herramientas terapéuticas en el campo de la salud mental. “Las plantas sagradas tocan diferentes niveles del ser humano, producen experiencias interconectadas a nivel del cuerpo, las emociones, la mente y el espíritu y tienen la capacidad de restablecer un equilibrio perdido”, dice.
“Plantas como el peyote son muy físicas”, explica Loizaga-Velder. “Muchas veces inducen un vómito que ayuda a desintoxicar; también a nivel físico, las personas sienten una reconexión con su cuerpo, aprecian lo importante que es no dañarlo”. En cuanto al mundo emocional, son comunes las “experiencias catárticas, como soltar un llanto reprimido, reencontrar la posibilidad de gozo o revivir momentos significativos con seres queridos. Las personas sienten empatía, ven la importancia de sus relaciones, reconocen la necesidad de perdonar o pedir perdón”. A nivel cognitivo, continúa, “se abre un espacio de autorreflexión donde uno puede verse a sí mismo desde otra perspectiva, ver cómo se autoengaña o se hace daño o cómo está atrapado en cierta manera de pensar”. Finalmente, en lo espiritual, “se generan experiencias místicas que tienen un enorme valor terapéutico”.
El psiquiatra Gilberto Palma escribe en un artículo en la revista Educación y Salud, de la Universidad Autónoma de Hidalgo: “Los hongos psilocibios nos ayudan a vislumbrar de forma mística” y enseguida advierte que es incorrecto llamarlos “alucinógenos”, pues todas las visiones tienen “un referente en el mundo y en la vida de la persona”. Palma ha explorado el efecto del consumo de psilocibios en más de 140 pacientes y escribe que éstos “suelen salir de la experiencia sintiéndose iluminados, con la claridad de saber la tarea que tienen por hacer, pero no les dura tanto el efecto; a las pocas semanas delatan que la experiencia que tuvieron no fue tan trascendente para generar un cambio profundo”.
La psicoterapeuta Karina Malpica también cuestiona la durabilidad de los efectos positivos: los estudios existentes, dice, no han hecho un seguimiento a pacientes en el largo plazo. Para la especialista, que vive en Tepoztlán, Morelos, es común recibir en su consultorio a personas que tuvieron malas experiencias, que “se quedaron en el malviaje y están sufriendo”. Lo anterior le sucede, sobre todo, a personas que fuman la sustancia extraída de las glándulas del Bufo alvarius, un sapo endémico del desierto de Sonora. “Creo que esta molécula (la 5-MeO-DMT) sí es mucho más desequilibrante de la química cerebral. Con otros psicodélicos, quizá a 10% de las personas le puede ir mal, pero con el sapo diría que es un cincuenta-cincuenta”, opina. En términos generales, agrega, quienes tengan antecedentes psicóticos, personales o familiares, deberían abstenerse de consumir psicodélicos. Quienes decidan experimentarlos deben saber que “exigen trabajar cosas muy profundas, por eso son una gran oportunidad para iniciar la psicoterapia”.
Las autoridades federales de Canadá despenalizaron la psilocibina y otros psicodélicos con fines terapéuticos en 2021. Un año antes, en la Unión Americana, lo mismo sucedió en Oregón y Washington D. C., mientras que otros estados avanzan en la misma dirección. Expertos calculan que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) aprobará las terapias con psilocibina a más tardar en 2026.
En México, en tanto, la investigación sobre el uso de los hongos es aún de corte antropológico. En septiembre de 2019 la Sociedad Mexicana de la Psilocibina convocó en la capital la primera marcha por la despenalización. Uno de sus miembros, el biólogo y monitor de neurofisiología Eros Quintero, cuenta que entregaron un pliego petitorio a la presidencia donde solicitaban la revisión del estatus de la prohibición con base en las evidencias científicas recientes. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador respondió en febrero de 2021 que no era un asunto de su jurisdicción y que, por tanto, lo turnarían a las cámaras de legisladores.
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Para ser un chamán y conducir sanaciones con hongos “hay que tener la conciencia limpia, ser puro”; eso permite ayudar a las personas y alejar “la maldad que se pueda presentar en el camino”, dicen Eloy y Elías, dos jóvenes mazatecos, descendientes de una etnia indígena del norte de Oaxaca conocida por su uso ceremonial de hongos psilocibios. Raymundo Durán Martínez, de 62 años, su papá y tío, respectivamente, escucha sonriente la charla sin participar mucho, ya que apenas habla español. “Como persona grande, él te va a guiar, te va a decir: ‘No vayas por ahí’, porque en la sesión hay muchas malas vibras”, asegura Elías. “Si alguien se quedara en el viaje, él ya sabe qué hacer: te agarra la cabeza como los [brujos] catemacos y te hace vomitar la enfermedad”, comenta Eloy, quien más adelante agrega: “A él nadie lo puede engañar, ya sea vampiro, bruja, naguales; lo que sea, el curandero va a saber”.
La conversación sucede en la cocina de la casa familiar, mientras la esposa de Raymundo sirve café y tamales y él responde a preguntas específicas, a través de la traducción de los chicos. Cuenta que en uno de sus viajes le “dijeron al oído” que a su cuñado alcohólico le quedaban siete días de vida, y fue verdad, “se cumplió”. En otro momento interviene en español: “El doctor de [la Ciudad de] México dijo a mi señora que tiene diabetes, pero no hay nada, los niños santos dicen que no hay enfermedad”. En esta cultura es común referirse así a los hongos, “niños santos”, cuyo nombre en mazateco es ndi-xi-tjo, que significa “los pequeños que brotan”.
Los rituales se realizan en un cuarto del segundo piso de esta casa de ladrillos grises y techos de lámina a las afueras de Huautla de Jiménez, Oaxaca, el pueblo que le reveló al mundo occidental la existencia de los hongos psicoactivos. En sus montañas, durante el temporal de lluvias, crecen más de veinte especies, de las doscientas que existen, que los indígenas han utilizado de forma ceremonial durante siglos con fines curativos y de adivinación. Diciembre no es temporada de hongos pero, aun así, varios habitantes del pueblo aseguran que es posible conseguir al menos una de tres variedades: Derrumbe (Psilocybe caerulescens), San Isidro (Psilocybe cubensis) o Pajarito (Psilocybe mexicana).
Aquí las ceremonias de sanación se hacen de noche, con luces apagadas y velas encendidas. Antes de comerlos, Raymundo hace una limpia con humo de copal; también dibuja cruces, a modo de protección, en los brazos de los participantes, con un polvo verde de tabaco al que llaman San Pedro. Sentados en el piso sobre cobijas, los participantes mastican los hongos enteros, en su forma original, y piden en silencio aquello que busquen: salud, sentir a familiares que estén lejos o ver algún evento del pasado o futuro. Raymundo reza en mazateco durante la ceremonia.
Desde la terraza se puede ver la pequeña milpa familiar sobre la falda del monte y la vista se pierde al fondo entre incontables picos de la orografía de la Sierra Mazateca, que muchas veces supera a las nubes en altura. Cuando las nubes se hacen más densas, el bosque se oscurece a pleno día.
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Huautla y su habitante más distinguida, la chamana mazateca María Sabina (1894–1985), se volvieron famosos a causa de Robert Gordon Wasson, un banquero y micólogo neoyorquino que llegó a este lugar en junio de 1955. “Somos los primeros hombres blancos desde que se tiene registro en comer hongos divinos […]. Ningún antropólogo ha descrito la escena de la que fuimos testigos”, escribió en la crónica que la revista Life publicaría dos años después. En su texto refleja que encontrar “un chamán auténtico” y no charlatanes ya era una preocupación entonces, como lo es aún hoy para los visitantes que llegan al pueblo. Wasson describe a María Sabina como “una curandera de primera categoría”, “una señora sin mancha” que le permitió al investigador y a su fotógrafo participar en una ceremonia que celebraba en su casa de adobe, sin imaginar que la inclusión de aquéllos cambiaría para siempre su historia y la de su comunidad.
Wasson y su esposa, Valentina, una pediatra nacida en Rusia, eran estudiosos aficionados del reino Fungi. Su fascinación comenzó cuando encontraron un conjunto de hongos comestibles en un paseo por las montañas del estado de Nueva York y, tras la experiencia, manifestaron reacciones encontradas ante el hallazgo: ella se hincó para presentar sus respetos a los hongos y él sintió repudio. Así llegaron a una hipótesis: a lo largo de la historia habían existido culturas micófilas y culturas micofóbicas. Desde entonces se preguntaron qué tipo de hongo podría provocar veneración y por qué, y comenzaron la investigación de su vida.
Luego de treinta años de búsqueda, los Wasson llegaron a la sierra oaxaqueña con la esperanza de participar en una velada tradicional con hongos psicoactivos, cuya existencia aún no habían podido confirmar. La primera pista la encontraron en un artículo de Richard Evans Schultes, un etnobotánico de Harvard, el primer científico en identificar que los antiguos mexicas tenían sus hongos sagrados, a los que llamaban teonanácatl (“carne de los dioses”). La segunda pista se las dio un misionero: la tradición estaba viva entre los pueblos mazatecas de las montañas del sur, aunque oculta. Las evidencias arqueológicas indican que los hongos, el peyote y otras plantas que alteran el estado de la conciencia han sido utilizados por comunidades como las mayas, olmecas, zapotecas, chinantecas, mixes, mazatecas y huicholas. “México representa la zona más rica del mundo, tanto en la diversidad de alucinógenos como en el uso que de ellos han hecho las sociedades aborígenes”, escribirían más tarde Evans Schultes y Albert Hoffmann, dos de los padres de la psicodelia moderna, en Plantas de los dioses. Orígenes del uso de alucinógenos (Fondo de Cultura Económica, 1979).
El artículo “Buscando el hongo mágico” que publicó Life en 1957 tuvo un enorme impacto en la cultura popular y en la comunidad psicodélica de la época. Para esta última, significó un hito similar al descubrimiento de los efectos del LSD por el químico suizo Albert Hoffman, en 1943. En el texto, Wasson describe sus experiencias tras consumir seis pares de hongos. El autor narra sus visiones con motivos artísticos, la sensación de extinción del tiempo, la vivencia de una “belleza inefable” y la armonía sonora en los cantos de la curandera. En un intento por proteger su identidad, María Sabina fue llamada Eva Méndez en ese artículo. Pero eso no impidió que Huautla se convirtiera en poco tiempo en un lugar de peregrinación para miles de entusiastas de la psicodelia, incluyendo, se dice, a celebridades como Bob Dylan, John Lennon y Mick Jagger.
La capilla dedicada a la Virgen de los Remedios en Huautla de Jiménez es un cubo amarillo con techo de lámina que tiene en un costado imágenes de Jesucristo y, en el otro, platos colmados de hongos y hierbas salvajes. También se encuentra en las afueras del pueblo montañoso de treinta mil habitantes, sobre la carretera María Sabina. Más adelante está una cabañita de madera, la última morada de la chamana, que falleció en 1985.
Ahora es la Casa Museo de María Sabina donde se alojan fotografías, sus huipiles y, en la habitación central, un altar con velas, copal, flores blancas y tabaco San Pedro. Una decena de obras de arte inspiradas en ella pueblan las paredes alrededor del altar, donadas por visitantes de varios países: “Éste lo hizo una amiga de [Ciudad de] México; éste, un chico de Argentina; éste, una muchacha de España”, señala Bernardino García Martínez, mejor conocido como Berna Sabina, un hombre de cuarenta años con el pelo negro al ras de la cabeza. Es uno de los bisnietos de María Sabina y custodio de este pequeño museo que mantiene vivo el legado de la “abuelita”, “maestra”, “guía” o “protectora”, como la llama en diversos momentos.
También él dirige ceremonias en este mismo lugar. “El que viene aquí con fe y respeto sanará su cuerpecito y puede descubrir todo con los hongos”, asegura. “Me han tocado experiencias muy bonitas con mis pacientes: yo tengo que abrir el portal, elevarlos con rezos y cantos y así puedo quitarles el mal que tienen”, dice después.
Los foráneos citadinos que pasean por el centro del pueblo son imanes para los vendedores de experiencias psicodélicas. “¿Quiere ‘niños santos’?”, pregunta un hombre que se acerca y ofrece la cantidad necesaria para dos viajes completos, quinientos pesos cada uno. Los tiene envueltos en hojas de plátano, pero se niega a mostrarlos porque “perderían su poder”. De paso aconseja estar alerta por los charlatanes que abundan, una advertencia que se vuelve común escuchar.
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Fabienne Ginon llegó hace veinte años a México y de inmediato se enamoró del país por su misticismo. Ella es una educadora y emprendedora francesa de 43 años, cuyo camino espiritual, explica, está relacionado con el uso de “plantas sagradas”. En octubre de 2020 viajó a Huautla de Jiménez junto con tres amigas para participar en un ritual de sanación conducido por Raymundo. No era la primera vez que Fabienne hacía el viaje para tomar hongos en un contexto ceremonial mazateca, pero sí era la primera vez que lo hacía con la guía de Raymundo. “Cuando hice la ceremonia con él, me llamó mucho la atención que pudo ver parte de mi viaje; reza y sí entra en una especie de trance. Está superconectado. He conocido varios abuelos y abuelas en muchos años y se me hicieron muy interesantes sus herramientas y forma de trabajo. Es como un vidente y los niños santos lo ayudan a encaminar la curación”, dice en una videollamada.
Fabienne cuenta que antes de iniciarse en el camino de los también llamados enteógenos (de la raíz griega “entheos”, que significa “Dios adentro”), era una persona con conductas depresivas y adictivas, y que tomar ayahuasca, peyote y hongos con fines terapéuticos le ha ayudado a ser más creativa en su profesión. Nacida en una familia de agricultores, la francesa se dedica a enseñar a niños pequeños a crear sus propios huertos. Desarrolló una metodología para que los chicos cuiden jardines comestibles de manera autónoma, la cual pone en práctica en varias escuelas de la capital mexicana y transmite en talleres presenciales a otros instructores en distintas ciudades del mundo. Ella y su proyecto aparecen en el documental El comienzo de la vida II, de Netflix, donde se presentan varias iniciativas que buscan acercar a los niños a la naturaleza. “Una vez que abres tu conciencia gracias a las ‘medicinas’, entonces más cosas pueden entrar. No es como una revelación o una visión. Más bien te convierten en una persona más consciente, más atenta, y puedes absorber lo que necesita ser absorbido”, explica Fabienne.
San José del Pacífico es otro de los pueblos de la sierra oaxaqueña conocido por sus hongos que expanden la conciencia. Cerca de allí, en medio del bosque, Yannina Thomassiny, otra mujer sin miedo a hablar, tuvo su primer “viaje fuerte”. Ella es comunicadora y facilitadora de experiencias con la secreción del sapo, una sustancia que no está tipificada en la legislación mexicana. “Siempre me han gustado el LSD, los hongos, la ayahuasca, el sapo… mi camino de autoconocimiento va de la mano de estas medicinas. Así como hay gente que hace yoga o meditación, para mí los psicodélicos son la vía de aprendizaje”, afirma en su casa de la Ciudad de México. Allí mismo, en la azotea, ella y su pareja acondicionaron un espacio —una habitación con tapetes y un mural con motivos y colores psicodélicos— donde las personas llegan para “fumar sapito” y sumergirse en un viaje que dura entre quince y veinte minutos.
Yannina se dedicaba al periodismo cuando escuchó por primera vez hablar de un sapo del desierto sonorense cuyas secreciones contienen DMT, una sustancia también conocida como “la molécula de Dios”. Viajó al norte de México con la idea de hacer un reportaje al respecto, que nunca publicó. Pero sí logró probar el sapo. “Fue la revelación de mi existencia. Sentí que me desenmarañó, me desenredó, me curó en quince minutos”, recuerda. “Al regresar, pensé: ‘Esto puede cambiar al mundo’. Si toda la gente se permitiera fumar sapo alguna vez en su vida, probablemente la humanidad sería más conectada, más compasiva, nos dejaríamos de tantos pedos”.
Hace nueve años Yannina dejó el periodismo para dedicarse a estudiar y compartir el sapo. La experiencia supone un cambio de vida radical, dice: “Hay gente que la comprende y la integra fácilmente y otra que no sabe qué hacer con ese entendimiento”.
“Me enamoré de esta medicina porque no hay un dogma, no hay religión ni una forma específica de practicarla. Todos los que nos dedicamos al sapo hemos tenido que entender la medicina fumándola, entrando en esas dimensiones para comprender lo que habita ahí adentro,
volviéndonos antropólogos de las emociones humanas”.
En diciembre de 2018 Yannina retomó su oficio al comenzar un pódcast para difundir información en español sobre enteógenos. Tres años después —y justo el día de su aniversario— Sabiduría psicodélica amaneció en la lista de los cinco más escuchados de América Latina.
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Óscar abre la puerta del vivero donde trabaja y camina entre las filas de árboles ficus que él mismo sembró y que, tarde o temprano, darán sombra en alguna calle de Guadalajara. El dueño de esta empresa de arbolado público, su jefe, fue quien le regaló el primer tratamiento de microdosis de hongos psilocibios, una cápsula blanda que contiene 0.2 gramos de hongo San Isidro deshidratado, una cantidad que no altera los sentidos y le permite funcionar de manera habitual. Las elabora Rodrigo, el fungicultor del inicio de esta historia, quien además ofrece macrodosis de tres gramos en sus veladas.
Óscar comenzó a tomar microdosis, un día sí y dos no, desde enero de 2021. “Tenía mucho miedo y no quería entrarle a las veladas”, cuenta el biólogo de veintinueve años, que vivió con depresión crónica y pensamientos suicidas recurrentes; a veces no pasaban ni quince segundos tras despertar para que su mente comenzara a darle vueltas a la posibilidad. “Después de veinte días empecé a sentir ciertos cambios: menos depresión, un poco más positivo, más energía, y a ver las cosas de manera un poquito diferente. Cuando terminé el segundo mes, un día me desperté y todos los problemas parecían de la mitad de su tamaño: el mundo tenía más color”, relata Óscar, sonriente.
Las moléculas psicoactivas de los hongos y otros enteógenos son casi idénticas a la molécula de la serotonina, uno de los principales mensajeros químicos del cerebro, conocido como “el neurotransmisor de la felicidad”. Su descubrimiento, a mediados del siglo XX, permitió crear los antidepresivos clásicos como el Prozac (fluoxetina), que tratan la depresión al aumentar los niveles de serotonina en el cerebro. Aún no existen muchos estudios rigurosos sobre la efectividad de las microdosis de sustancias psicoactivas. La revista Science publicó un artículo, en noviembre de 2021, en el que participó el micólogo Stamets, donde se concluye que los adultos que siguen este tipo de protocolos reportaron menores niveles de ansiedad y depresión respecto a un grupo control.
Por el contrario, los efectos de macrodosis se han estudiado con las tecnologías más avanzadas. Gracias a los escáneres que miden la actividad cerebral, los investigadores psicodélicos de la Universidad Johns Hopkins o del Colegio Imperial de Londres han comprobado que un cerebro alterado con enteógenos crea nuevas y múltiples conexiones entre regiones que normalmente no se comunican, lo cual genera cerebros más flexibles e interconectados. Las redes de la visión y la memoria, por ejemplo, pueden enlazarse de manera directa, permitiendo ver con claridad las emociones, miedos o deseos reprimidos. Estas nuevas conexiones también son responsables de la sinestesia, un fenómeno mental en el que se puede escuchar colores o ver sonidos.
Todo lo anterior sucede, en parte, gracias a que estas sustancias apagan temporalmente una red neuronal que se encuentra la mayoría del tiempo activa en el cerebro humano adulto. Se le conoce como la “red neuronal por defecto” (RND), pues mantiene el control cuando no hay ninguna otra tarea mental que ejecutar. Actúa como un nodo central que organiza los flujos de información, como el director de orquesta en el complejo concierto del cerebro. Michael Pollan, periodista y profesor de Harvard, lo explica a detalle en decenas de páginas de su libro Cómo cambiar tu mente (Debate, 2018). Ahí dice que la RND presenta su mayor actividad cuando alguien está inmerso en procesos metacognitivos: el acto de recordar el pasado o imaginar el futuro, autorreflexiones, preocupaciones o proyecciones mentales. Se ha demostrado que en los niños pequeños o en los meditadores experimentados se encuentra más silenciada y que presenta hiperactividad en quienes sufren trastornos mentales.
“Pensar todo el tiempo en tus problemas, en tu pasado o en el futuro, llega a ser incapacitante para las personas con depresión o ansiedad”, dice Eros Quintero, monitor de neurofisiología. “El apagado de la RND ofrece una ventana de oportunidad: cuando uno regresa de la experiencia psicodélica, esta red se vuelve a activar, pero más cercana a las condiciones normales, como un ‘reseteo’, lo que da a los pacientes un descanso para ver las cosas en perspectiva y una oportunidad para trabajar en psicoterapia”.
Los resultados positivos de tomar psilocibina en cantidades mínimas animaron a Óscar a probar la experiencia psicodélica completa, en macrodosis. “El primer mes después de la [primera] velada fue una luna de miel, como si todos los problemas no importaran… Logré bloquear el pensamiento suicida”, recuerda. Sus sesiones posteriores fueron más confrontativas: “Los honguitos me dijeron: ‘Ya te dejamos relajarte, ahora sí vamos a trabajar en las broncas’”. Desde marzo de 2021 ha procurado tomar hongos en dosis completas al menos una vez al mes y no le preocupa contemplar ese ritmo como una forma de vida: “Soy depresivo desde los doce años y mi cerebro degrada muy rápido la serotonina. Tal vez podría espaciar las tomas un poco y trabajar en los problemas por mí mismo… pero para mí ha sido una panacea saber que existe esa ayuda para sentirme bien”.
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Itzel cruza avenida Reforma, una de las principales arterias de la Ciudad de México, entre cientos de peatones. Es una acción ordinaria que hace seis meses era incapaz de hacer sola. Su miedo a la gente desconocida se originó cuando tenía entre tres o cuatro años y estuvo perdida durante varias horas en el puerto de Acapulco. “Iba con una tía, había mucha gente; en algún momento la perdí y seguí caminando. Me encontraron en otra playa cinco horas después. Salir a la calle sola me empezó a aterrar, yo no quería salir si no era con alguien”, relata la joven de veintitrés años. Su mamá, Fabiola, quien la acompaña a esta entrevista, lo confirma: “Era muy reservada, muy seria. Estaba deprimida, no quería salir, se la vivía encerrada en su cuarto”. Pero eso cambió por completo casi veinte años después, luego de una sesión terapéutica con hongos psilocibios.
Otra de sus tías, psicóloga, le recomendó “borrarse el trauma” y la contactó con un profesional en Tepoztlán, de nombre Eduardo, un psicoterapeuta Gestalt que también supervisa experiencias psicodélicas individuales. A diferencia de las veladas ceremoniales, este tratamiento incluye cuatro sesiones de preparación y cuatro posteriores de integración. Eduardo tiene una lista de espera de seis meses.
“En las sesiones previas revisamos la intención y usamos herramientas somáticas para hacerlo no sólo desde la cabeza, sino también desde el corazón; es un trabajo para que el paciente vaya profundizando y reconozca la verdadera intención”, explica el terapeuta. Estas experiencias, como las llama, suceden en su casa, que se encuentra en este pueblo montañoso, rodeado por el bosque, donde tiene una habitación para que se hospede el paciente. Eduardo prefiere que las experiencias ocurran a la luz del día, cuando “la energía es más limpia, más clara”. Él considera que su misión no es ser un guía sino crear “un contenedor” donde el paciente pueda sentirse tranquilo y en paz.
Para eso pone especial atención en elementos como flores, esencias, una lista de música evocativa que ha ido creando durante años o un ritual frente al fuego, previo a la toma de una dosis (personalizada), donde se recuerda la intención que busca cada paciente. Después, dice, la curación queda en manos de la “medicina” y, sobre todo, del “sanador interior”, un concepto acuñado por Stanislav Grof para referirse a la inteligencia inconsciente que existe en cada persona.
Al respecto, Anja Loizaga-Velder, la formadora de terapeutas psicodélicos, dice: “El terapeuta no debe intervenir en el sentido de dirigir la medicina. Parece que hay una sabiduría interior que, en un buen contexto de preparación y acompañamiento, va a sacar a la superficie justo lo que el paciente puede asimilar”.
La experta defiende su utilización siempre y cuando sea con la compañía de personas capacitadas, pues también existen riesgos potenciales: “La misma sustancia que en un buen contexto puede sanar, en uno malo puede crear una enfermedad o exacerbar una patología”. Un mal contexto, continúa, podría relacionarse con tener grupos demasiado grandes donde no hay suficiente contención para cada participante. El terapeuta, chamán o facilitador debe poder hacer filtros, personalizar las dosis y comprometerse a acompañar al paciente en la integración posterior. Sin estas condiciones pueden ocurrir accidentes: trastornos de sueño, estrés postraumático, disociaciones, enfermedades psicosomáticas o crisis de ansiedad. Con un buen acompañamiento, en cambio, se tratan dichos efectos y no quedan secuelas negativas.
“Un bebé puede nacer sin necesidad de una partera y, a pesar de que haya una mala partera, puede haber muchos partos sin problemas. Pero una buena partera sabe intervenir cuando es necesario y salvar vidas, y eso sólo se da con suficiente entrenamiento. Es muy similar con los psicodélicos: hay muchísimas experiencias que pueden resultar exitosas sin necesidad de acompañamiento, pero a veces pueden existir complicaciones”, dice la psicóloga Loizaga-Velder.
La experiencia de Itzel fue una de esas sesiones luminosas, sin contratiempos. “Generalmente se tocan lugares difíciles, pero no fue el caso de Iztel”, dice Eduardo, su terapeuta. “Ella más bien contactó con lugares amorosos, con la naturaleza, entró en un lugar de mucha paz y conciencia”. Sucedió en junio de 2021, con la presencia de Eduardo y de su pareja, Jimena. Antes de beber el té de hongos que le prepararon, Itzel contactó con su intención: “Quiero salir sola, quiero que se vaya ese miedo”, escribió en un papel que después colocó en un altar junto a las flores y una vela. Recuerda que en algún momento de su viaje introspectivo sintió como si alguien la estuviera esperando en el bosque: “Me invadió una sensación de tristeza, no vi nada, pero sentí a mi tía, la persona que me perdió y que ya falleció. Me hizo llorar, fueron lágrimas de sanación”.
En la segunda parte de la experiencia ocurrió algo inusual. Itzel le pidió que la llevaran a la calle para ver gente. “Nunca salimos de aquí, pero Itzel lo necesitaba”, comenta Eduardo. Él condujo el auto y los tres bajaron a caminar entre la gente que paseaba esa tarde de sábado por la avenida principal del pueblo. “Yo iba feliz, todo era amor, como si fuera una bebé que nunca hubiera visto una persona en su vida”, recuerda la paciente.
Fue una caminata llena de entendimientos. Su terapeuta apunta: “Se dio cuenta de que no pasaba nada, de que la gente ni siquiera le hacía caso. Iba rompiendo creencias, veía sus miedos desde un lugar de conciencia expandida y eso lo cambia todo”.
La joven muestra el honguito tatuado que tiene junto al codo derecho, que se hizo varios años antes, casi como una premonición. La niña perdida se reencontró a sí misma: “Los hongos me regresaron a la vida”, dice Itzel.
Eugenia Coppel. Periodista independiente. Fue finalista del Premio Roche de Periodismo en Salud 2019 por el trabajo colectivo “México diabético”. Ha trabajado como reportera en El País América, El Mundo, Milenio, El Informador y mexico.com, y colaborado con Esquire, PlayGround, Magis, Territorio y Gatopardo, entre otros. Es licenciada en Estudios Internacionales por la Universidad de Guadalajara y cursó el Máster en Periodismo del diario El Mundo y la Universidad San Pablo CEU, en Madrid, becada por la Fundación Carolina. Es autora del libro fotográfico Ciclovista Guadalajara. Descubrir la ciudad en bicicleta (Editorial Universitaria, 2011).
Manuel Vargas. Creció en un pueblo muy pequeño donde los relatos fantásticos relacionados con el mundo natural construían la cultura popular. Por ese motivo, en su obra la selva, los animales y el misterio son temas recurrentes. Es licenciado en Artes con especialidad en Diseño. Su trayectoria profesional rápidamente se orientó hacia el trabajo creativo y la ilustración para revistas y libros. Ha trabajado en proyectos para Facebook, Soho House Europa y Slowdown, entre otros. Su trabajo ha sido exhibido en Venezuela, México, Argentina, Ecuador, Polonia.
Los estudios clínicos con psilocibina y otros psicodélicos que se realizan en universidades extranjeras generan entusiasmo por su potencial para aliviar una variedad de trastornos mentales. En México las personas se acercan a estas alternativas a través de rituales tradicionales indígenas, ceremonias contemporáneas o sesiones con terapeutas que trabajan a la sombra de la prohibición.
Entre las personas sentadas a la mesa, las palabras que se cruzan van sobre el viaje con “hongos mágicos” que está por suceder: unos dicen que será su primera vez con psicodélicos; otros, que ya han experimentado con la ayahuasca o que han comido hongos en el bosque, pero nunca en una ceremonia como ésta. Es una noche de diciembre de 2021 que apenas comienza. Es una casa grande en la periferia boscosa de Guadalajara, Jalisco, con libros de budismo en los estantes, arte wixárika en los muros y una televisión que transmite música evocativa y mandalas que cambian de formas.
Antonio, en una de las cabeceras, conoce a dos terceras partes del grupo: son amistades suyas, trabajadores de la empresa trasnacional que dirige y un hombre sexagenario que resulta ser su coach de vida. Todos lo escuchan cuando comparte que será su tercer ritual con hongos psicoactivos, que modifican el estado de conciencia. Cuenta que estuvo hace un mes, y hace dos, en esta casa y ahora ha vuelto con invitados porque la experiencia le cambió la vida a sus 47 años: logró erradicar una tos crónica que había sido intratable para una multitud de doctores. De un día para otro dejó de ser el hombre ansioso que no podía parar de toser.
“Me dijeron que era un problema gástrico que se me iba a los bronquios, que era una microfiltración pulmonar, que tenía que hacer dieta, operarme de una hernia. Tomé todo tipo de medicamentos”, relata el empresario días después en su oficina, en un veinteavo piso en el distrito financiero de la ciudad jalisciense. Tiene el tiempo contado y lo vigila con un Rolex en su muñeca izquierda. Los abogados de la compañía le aconsejaron no revelar su identidad en este reportaje, pero está dispuesto a compartir su historia: “Veo a los hongos como una medicina para el alma que más te ayuda que mil terapias”.
Antonio había escuchado sobre el poder curativo de los hongos, a través de amigos y de su cuñada psicóloga. Pero fue decisivo ver el documental Hongos fantásticos de Louie Schwartzberg, que protagoniza Paul Stamets, uno de los micólogos más reconocidos de Estados Unidos, quien dejó de ser tartamudo gracias a las sustancias psicoactivas de los hongos —la psilocibina y la psilocina—. La película terminó por convencerlo de hacer algo que nunca pensó: conducir de noche hacia la casa de un desconocido para ser parte de un ritual con psicodélicos. Este hombre que se define como pragmático, de pensamiento científico, sintió “el llamado” de los hongos. “Una de mis primeras visiones fue una espiral llena de mugre que se iba yendo, como si me estuvieran limpiando, me hubieran metido el cerebro a la lavadora y se fueran muchos pensamientos y capas de mugre que uno acumula por la coladera. Sentí que me ‘resetearon’ el CPU”, dice.
Antonio relata que en sus dos primeros viajes libró varias batallas con su ego. “Me di cuenta de que soy una persona extremadamente controladora y esa ansiedad se estaba somatizando en tos. La psilocibina me ha ayudado a ser más empático con mucha gente a mi alrededor y he sentido muchísima paz interior”, continúa. “Estoy más tranquilo, enfocado, en mi centro. Sigo muy absorbido en mi trabajo, pero con otro nivel de conciencia. Ahora veo las cosas de forma muy diferente”.
De vuelta en la antesala del ritual, la charla termina cuando reaparece Rodrigo, el anfitrión, un hombre en la cincuentena, con una arracada en una oreja y pulseras de chaquira wixárika en la muñeca. Cultivó en su propio laboratorio casero los hongos San Isidro (Psilocybe cubensis) que ahora reposan deshidratados y molidos, como un puñito de polvo color arena, en nueve vasos de vidrio marcados con el nombre de cada participante. “La psilocibina y la psilocina actúan más rápido si se combinan con algún cítrico”, explica, mientras rodea la mesa sirviendo cerca de una onza de jugo de naranja en cada vaso.
Las personas llegan por recomendaciones de boca en boca con Rodrigo, quien se define como un facilitador de “la medicina”. No es ningún chamán ni tiene las herramientas profesionales de un terapeuta, pero se convirtió en un entusiasta a los diecisiete años, cuando experimentó por primera vez sus efectos: “Desde entonces me he dado a la tarea de que todo el mundo coma hongos”. La diferencia es que antes debía esperar el temporal de lluvias para viajar a un bosque cercano, buscarlos, recolectarlos e intentar conservarlos; y ahora, desde hace algunos años, él mismo los cultiva. Por eso, también, Rodrigo solicita que no se revele su identidad: los hongos psilocibios están catalogados como sustancia prohibida en México y su producción es ilegal.
Durante sus palabras de bienvenida a la velada, el anfitrión comparte con sus “psiconautas” algunos datos a considerar antes de emprender el viaje introspectivo:
“Ustedes están viviendo la tercera ola de los psicodélicos: la primera fue la de nuestros antepasados indígenas; la segunda, la de los hippies en la década de 1960; y la de ahora, que está impulsada por los estudios científicos en Estados Unidos. Allá está muy cercana la despenalización por el empuje de los veteranos de guerra, que han superado el síndrome de estrés postraumático gracias a terapias con psilocibina y MDMA [éxtasis]”.
También habla del poder de la psilocibina para crear nuevas conexiones neuronales y asegura que ésta es una de las sustancias menos nocivas que existen. No hay registro alguno de secuelas negativas más allá de un breve “malviaje”. El efecto durará poco más de cuatro horas, advierte, “pero ustedes no se preocupen: de controlar el tiempo me encargo yo”.
Al final da algunas instrucciones: “El viaje es personal. Si van a llorar o a reír, por favor, que sea en el mayor silencio posible para no interrumpir a sus compañeros. Recuerden que ‘psicodelia’ significa ‘manifestación de la psique o del alma’, así que todo lo que vean, escuchen, sientan o perciban está dentro de ustedes […]. La palabra clave es ‘confianza’: no peleen con su mente, confíen en los honguitos y déjense llevar”.
Cada participante mezcla su dosis de tres gramos con el jugo de naranja y lo bebe. El facilitador consume lo mismo, aunque sólo una tercera parte, lo cual, dice, le permite estar conectado y alerta. Luego de aclarar dudas, las últimas visitas al baño, repartir cobijas y almohadas, Antonio y el resto se trasladan a un domo techado separado de la casa. El anfitrión lo denomina “capullo” por ser el lugar donde suceden las metamorfosis.
En el centro hay un círculo de nueve velas encendidas, una por persona, y frente a ellas el mismo número de colchonetas que forman un círculo mayor. Rodrigo les pide descalzarse, poner la cabeza hacia el centro y colocarse un antifaz sobre los ojos. Entonces dirige una meditación, que incluye la visualización de objetivos personales. Antes de poner una lista de música evocativa, les desea a todos un excelente viaje.
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Stanislav Grof, psiquiatra checo emigrado a Estados Unidos, uno de los pioneros en realizar psicoterapias asistidas con ácido lisérgico (LSD) en los años cincuenta y sesenta, vaticinó que los psicodélicos serían para la psiquiatría lo que el microscopio fue para la biología y el telescopio para la astronomía. Grof estaba convencido de que los psicodélicos clásicos —como la psilocibina de los hongos, la mescalina del peyote o del cactus de San Pedro, la dimetiltriptamina (DMT) de la ayahuasca o del sapo (Incilius o Bufo alvarius) y el compuesto sintético LSD— tenían el poder de revelar importantes procesos inconscientes de la mente humana, imperceptibles a la observación directa en circunstancias habituales. Las investigaciones de campo, sin embargo, se interrumpieron por la guerra contra las drogas que declaró el presidente Richard Nixon. Mientras su gobierno peleaba la guerra de Vietnam y el movimiento contracultural promovía las vivencias con LSD, el Congreso estadounidense aprobó la Ley de Sustancias Controladas de 1970. Un año después, la ONU emitió finalmente el convenio de prohibición de sustancias psicotrópicas que permanece hoy vigente en la mayor parte del planeta. Desde entonces los psicodélicos se encuentran en la “Lista 1” de estupefacientes controlados —la más restrictiva, que incluye también la heroína y la cocaína—, por ser “altamente dañinos para la sociedad”, por su “alto potencial de abuso” y por no tener “ningún uso médico conocido”. El gobierno de México se adhirió al convenio con una reserva: permitir el uso a los grupos indígenas que han utilizado históricamente plantas con algunas de estas sustancias en rituales “mágicorreligiosos”.
A pesar de la prohibición —y a contracorriente—, un puñado de científicos en países como Estados Unidos, Alemania o Suiza mantuvieron vivo el interés y, a partir de 1990, comenzaron a obtener permisos para reanudar los estudios clínicos con voluntarios. A inicios de 2006 la revista Psychopharmacology publicó el primer estudio doble ciego controlado por placebo, realizado por Roland Griffiths y tres colegas más de la Universidad Johns Hopkins. Ahí explicaban que, si bien los hongos psilocibios se habían usado durante siglos con fines religiosos, no existía hasta entonces conocimiento científico sistematizado. El estudio reportaba cambios positivos de conducta en treinta voluntarios que nunca habían consumido psicodélicos.
Más de dos décadas de investigaciones científicas han extendido el entusiasmo. Hoy se acepta que estos psicoactivos tienen el potencial de aliviar o curar una variedad de trastornos mentales. Una revisión histórica en Neuropsychopharmacology de 2017, que escribió Robin L. Carhart Harris, miembro del grupo de investigación psicodélica del Colegio Imperial de Londres, señala que los ensayos clínicos con psilocibina han mostrado eficacia para tratar trastornos de depresión, desórdenes obsesivo-compulsivos, ansiedad por el miedo a la muerte en enfermos terminales o adicciones a sustancias legales como el tabaco y el alcohol. Sin embargo, advierte, la gran mayoría de dichos estudios se ha hecho con muestras pequeñas que no permiten dar resultados conclusivos. Más adelante, Carhart-Harris explica la diferencia entre tratamientos con antidepresivos tradicionales y con psilocibina: mientras los primeros producen entumecimiento emocional, los segundos permiten una descarga o liberación de las emociones.
Todos los profesionales de la salud consultados por Gatopardo coinciden en que el consumo de psicodélicos con fines terapéuticos requiere del acompañamiento de un terapeuta con el cual profundizar la experiencia. Anja Loizaga-Velder, doctora en Psicología Médica por la Universidad de Heidelberg e investigadora en el posgrado de Ciencias Médicas y de la Salud en la UNAM, forma a terapeutas psicodélicos en Estados Unidos y los Países Bajos. Ella hace énfasis en la necesidad de aprender de las medicinas indígenas para expandir las herramientas terapéuticas en el campo de la salud mental. “Las plantas sagradas tocan diferentes niveles del ser humano, producen experiencias interconectadas a nivel del cuerpo, las emociones, la mente y el espíritu y tienen la capacidad de restablecer un equilibrio perdido”, dice.
“Plantas como el peyote son muy físicas”, explica Loizaga-Velder. “Muchas veces inducen un vómito que ayuda a desintoxicar; también a nivel físico, las personas sienten una reconexión con su cuerpo, aprecian lo importante que es no dañarlo”. En cuanto al mundo emocional, son comunes las “experiencias catárticas, como soltar un llanto reprimido, reencontrar la posibilidad de gozo o revivir momentos significativos con seres queridos. Las personas sienten empatía, ven la importancia de sus relaciones, reconocen la necesidad de perdonar o pedir perdón”. A nivel cognitivo, continúa, “se abre un espacio de autorreflexión donde uno puede verse a sí mismo desde otra perspectiva, ver cómo se autoengaña o se hace daño o cómo está atrapado en cierta manera de pensar”. Finalmente, en lo espiritual, “se generan experiencias místicas que tienen un enorme valor terapéutico”.
El psiquiatra Gilberto Palma escribe en un artículo en la revista Educación y Salud, de la Universidad Autónoma de Hidalgo: “Los hongos psilocibios nos ayudan a vislumbrar de forma mística” y enseguida advierte que es incorrecto llamarlos “alucinógenos”, pues todas las visiones tienen “un referente en el mundo y en la vida de la persona”. Palma ha explorado el efecto del consumo de psilocibios en más de 140 pacientes y escribe que éstos “suelen salir de la experiencia sintiéndose iluminados, con la claridad de saber la tarea que tienen por hacer, pero no les dura tanto el efecto; a las pocas semanas delatan que la experiencia que tuvieron no fue tan trascendente para generar un cambio profundo”.
La psicoterapeuta Karina Malpica también cuestiona la durabilidad de los efectos positivos: los estudios existentes, dice, no han hecho un seguimiento a pacientes en el largo plazo. Para la especialista, que vive en Tepoztlán, Morelos, es común recibir en su consultorio a personas que tuvieron malas experiencias, que “se quedaron en el malviaje y están sufriendo”. Lo anterior le sucede, sobre todo, a personas que fuman la sustancia extraída de las glándulas del Bufo alvarius, un sapo endémico del desierto de Sonora. “Creo que esta molécula (la 5-MeO-DMT) sí es mucho más desequilibrante de la química cerebral. Con otros psicodélicos, quizá a 10% de las personas le puede ir mal, pero con el sapo diría que es un cincuenta-cincuenta”, opina. En términos generales, agrega, quienes tengan antecedentes psicóticos, personales o familiares, deberían abstenerse de consumir psicodélicos. Quienes decidan experimentarlos deben saber que “exigen trabajar cosas muy profundas, por eso son una gran oportunidad para iniciar la psicoterapia”.
Las autoridades federales de Canadá despenalizaron la psilocibina y otros psicodélicos con fines terapéuticos en 2021. Un año antes, en la Unión Americana, lo mismo sucedió en Oregón y Washington D. C., mientras que otros estados avanzan en la misma dirección. Expertos calculan que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) aprobará las terapias con psilocibina a más tardar en 2026.
En México, en tanto, la investigación sobre el uso de los hongos es aún de corte antropológico. En septiembre de 2019 la Sociedad Mexicana de la Psilocibina convocó en la capital la primera marcha por la despenalización. Uno de sus miembros, el biólogo y monitor de neurofisiología Eros Quintero, cuenta que entregaron un pliego petitorio a la presidencia donde solicitaban la revisión del estatus de la prohibición con base en las evidencias científicas recientes. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador respondió en febrero de 2021 que no era un asunto de su jurisdicción y que, por tanto, lo turnarían a las cámaras de legisladores.
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Para ser un chamán y conducir sanaciones con hongos “hay que tener la conciencia limpia, ser puro”; eso permite ayudar a las personas y alejar “la maldad que se pueda presentar en el camino”, dicen Eloy y Elías, dos jóvenes mazatecos, descendientes de una etnia indígena del norte de Oaxaca conocida por su uso ceremonial de hongos psilocibios. Raymundo Durán Martínez, de 62 años, su papá y tío, respectivamente, escucha sonriente la charla sin participar mucho, ya que apenas habla español. “Como persona grande, él te va a guiar, te va a decir: ‘No vayas por ahí’, porque en la sesión hay muchas malas vibras”, asegura Elías. “Si alguien se quedara en el viaje, él ya sabe qué hacer: te agarra la cabeza como los [brujos] catemacos y te hace vomitar la enfermedad”, comenta Eloy, quien más adelante agrega: “A él nadie lo puede engañar, ya sea vampiro, bruja, naguales; lo que sea, el curandero va a saber”.
La conversación sucede en la cocina de la casa familiar, mientras la esposa de Raymundo sirve café y tamales y él responde a preguntas específicas, a través de la traducción de los chicos. Cuenta que en uno de sus viajes le “dijeron al oído” que a su cuñado alcohólico le quedaban siete días de vida, y fue verdad, “se cumplió”. En otro momento interviene en español: “El doctor de [la Ciudad de] México dijo a mi señora que tiene diabetes, pero no hay nada, los niños santos dicen que no hay enfermedad”. En esta cultura es común referirse así a los hongos, “niños santos”, cuyo nombre en mazateco es ndi-xi-tjo, que significa “los pequeños que brotan”.
Los rituales se realizan en un cuarto del segundo piso de esta casa de ladrillos grises y techos de lámina a las afueras de Huautla de Jiménez, Oaxaca, el pueblo que le reveló al mundo occidental la existencia de los hongos psicoactivos. En sus montañas, durante el temporal de lluvias, crecen más de veinte especies, de las doscientas que existen, que los indígenas han utilizado de forma ceremonial durante siglos con fines curativos y de adivinación. Diciembre no es temporada de hongos pero, aun así, varios habitantes del pueblo aseguran que es posible conseguir al menos una de tres variedades: Derrumbe (Psilocybe caerulescens), San Isidro (Psilocybe cubensis) o Pajarito (Psilocybe mexicana).
Aquí las ceremonias de sanación se hacen de noche, con luces apagadas y velas encendidas. Antes de comerlos, Raymundo hace una limpia con humo de copal; también dibuja cruces, a modo de protección, en los brazos de los participantes, con un polvo verde de tabaco al que llaman San Pedro. Sentados en el piso sobre cobijas, los participantes mastican los hongos enteros, en su forma original, y piden en silencio aquello que busquen: salud, sentir a familiares que estén lejos o ver algún evento del pasado o futuro. Raymundo reza en mazateco durante la ceremonia.
Desde la terraza se puede ver la pequeña milpa familiar sobre la falda del monte y la vista se pierde al fondo entre incontables picos de la orografía de la Sierra Mazateca, que muchas veces supera a las nubes en altura. Cuando las nubes se hacen más densas, el bosque se oscurece a pleno día.
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Huautla y su habitante más distinguida, la chamana mazateca María Sabina (1894–1985), se volvieron famosos a causa de Robert Gordon Wasson, un banquero y micólogo neoyorquino que llegó a este lugar en junio de 1955. “Somos los primeros hombres blancos desde que se tiene registro en comer hongos divinos […]. Ningún antropólogo ha descrito la escena de la que fuimos testigos”, escribió en la crónica que la revista Life publicaría dos años después. En su texto refleja que encontrar “un chamán auténtico” y no charlatanes ya era una preocupación entonces, como lo es aún hoy para los visitantes que llegan al pueblo. Wasson describe a María Sabina como “una curandera de primera categoría”, “una señora sin mancha” que le permitió al investigador y a su fotógrafo participar en una ceremonia que celebraba en su casa de adobe, sin imaginar que la inclusión de aquéllos cambiaría para siempre su historia y la de su comunidad.
Wasson y su esposa, Valentina, una pediatra nacida en Rusia, eran estudiosos aficionados del reino Fungi. Su fascinación comenzó cuando encontraron un conjunto de hongos comestibles en un paseo por las montañas del estado de Nueva York y, tras la experiencia, manifestaron reacciones encontradas ante el hallazgo: ella se hincó para presentar sus respetos a los hongos y él sintió repudio. Así llegaron a una hipótesis: a lo largo de la historia habían existido culturas micófilas y culturas micofóbicas. Desde entonces se preguntaron qué tipo de hongo podría provocar veneración y por qué, y comenzaron la investigación de su vida.
Luego de treinta años de búsqueda, los Wasson llegaron a la sierra oaxaqueña con la esperanza de participar en una velada tradicional con hongos psicoactivos, cuya existencia aún no habían podido confirmar. La primera pista la encontraron en un artículo de Richard Evans Schultes, un etnobotánico de Harvard, el primer científico en identificar que los antiguos mexicas tenían sus hongos sagrados, a los que llamaban teonanácatl (“carne de los dioses”). La segunda pista se las dio un misionero: la tradición estaba viva entre los pueblos mazatecas de las montañas del sur, aunque oculta. Las evidencias arqueológicas indican que los hongos, el peyote y otras plantas que alteran el estado de la conciencia han sido utilizados por comunidades como las mayas, olmecas, zapotecas, chinantecas, mixes, mazatecas y huicholas. “México representa la zona más rica del mundo, tanto en la diversidad de alucinógenos como en el uso que de ellos han hecho las sociedades aborígenes”, escribirían más tarde Evans Schultes y Albert Hoffmann, dos de los padres de la psicodelia moderna, en Plantas de los dioses. Orígenes del uso de alucinógenos (Fondo de Cultura Económica, 1979).
El artículo “Buscando el hongo mágico” que publicó Life en 1957 tuvo un enorme impacto en la cultura popular y en la comunidad psicodélica de la época. Para esta última, significó un hito similar al descubrimiento de los efectos del LSD por el químico suizo Albert Hoffman, en 1943. En el texto, Wasson describe sus experiencias tras consumir seis pares de hongos. El autor narra sus visiones con motivos artísticos, la sensación de extinción del tiempo, la vivencia de una “belleza inefable” y la armonía sonora en los cantos de la curandera. En un intento por proteger su identidad, María Sabina fue llamada Eva Méndez en ese artículo. Pero eso no impidió que Huautla se convirtiera en poco tiempo en un lugar de peregrinación para miles de entusiastas de la psicodelia, incluyendo, se dice, a celebridades como Bob Dylan, John Lennon y Mick Jagger.
La capilla dedicada a la Virgen de los Remedios en Huautla de Jiménez es un cubo amarillo con techo de lámina que tiene en un costado imágenes de Jesucristo y, en el otro, platos colmados de hongos y hierbas salvajes. También se encuentra en las afueras del pueblo montañoso de treinta mil habitantes, sobre la carretera María Sabina. Más adelante está una cabañita de madera, la última morada de la chamana, que falleció en 1985.
Ahora es la Casa Museo de María Sabina donde se alojan fotografías, sus huipiles y, en la habitación central, un altar con velas, copal, flores blancas y tabaco San Pedro. Una decena de obras de arte inspiradas en ella pueblan las paredes alrededor del altar, donadas por visitantes de varios países: “Éste lo hizo una amiga de [Ciudad de] México; éste, un chico de Argentina; éste, una muchacha de España”, señala Bernardino García Martínez, mejor conocido como Berna Sabina, un hombre de cuarenta años con el pelo negro al ras de la cabeza. Es uno de los bisnietos de María Sabina y custodio de este pequeño museo que mantiene vivo el legado de la “abuelita”, “maestra”, “guía” o “protectora”, como la llama en diversos momentos.
También él dirige ceremonias en este mismo lugar. “El que viene aquí con fe y respeto sanará su cuerpecito y puede descubrir todo con los hongos”, asegura. “Me han tocado experiencias muy bonitas con mis pacientes: yo tengo que abrir el portal, elevarlos con rezos y cantos y así puedo quitarles el mal que tienen”, dice después.
Los foráneos citadinos que pasean por el centro del pueblo son imanes para los vendedores de experiencias psicodélicas. “¿Quiere ‘niños santos’?”, pregunta un hombre que se acerca y ofrece la cantidad necesaria para dos viajes completos, quinientos pesos cada uno. Los tiene envueltos en hojas de plátano, pero se niega a mostrarlos porque “perderían su poder”. De paso aconseja estar alerta por los charlatanes que abundan, una advertencia que se vuelve común escuchar.
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Fabienne Ginon llegó hace veinte años a México y de inmediato se enamoró del país por su misticismo. Ella es una educadora y emprendedora francesa de 43 años, cuyo camino espiritual, explica, está relacionado con el uso de “plantas sagradas”. En octubre de 2020 viajó a Huautla de Jiménez junto con tres amigas para participar en un ritual de sanación conducido por Raymundo. No era la primera vez que Fabienne hacía el viaje para tomar hongos en un contexto ceremonial mazateca, pero sí era la primera vez que lo hacía con la guía de Raymundo. “Cuando hice la ceremonia con él, me llamó mucho la atención que pudo ver parte de mi viaje; reza y sí entra en una especie de trance. Está superconectado. He conocido varios abuelos y abuelas en muchos años y se me hicieron muy interesantes sus herramientas y forma de trabajo. Es como un vidente y los niños santos lo ayudan a encaminar la curación”, dice en una videollamada.
Fabienne cuenta que antes de iniciarse en el camino de los también llamados enteógenos (de la raíz griega “entheos”, que significa “Dios adentro”), era una persona con conductas depresivas y adictivas, y que tomar ayahuasca, peyote y hongos con fines terapéuticos le ha ayudado a ser más creativa en su profesión. Nacida en una familia de agricultores, la francesa se dedica a enseñar a niños pequeños a crear sus propios huertos. Desarrolló una metodología para que los chicos cuiden jardines comestibles de manera autónoma, la cual pone en práctica en varias escuelas de la capital mexicana y transmite en talleres presenciales a otros instructores en distintas ciudades del mundo. Ella y su proyecto aparecen en el documental El comienzo de la vida II, de Netflix, donde se presentan varias iniciativas que buscan acercar a los niños a la naturaleza. “Una vez que abres tu conciencia gracias a las ‘medicinas’, entonces más cosas pueden entrar. No es como una revelación o una visión. Más bien te convierten en una persona más consciente, más atenta, y puedes absorber lo que necesita ser absorbido”, explica Fabienne.
San José del Pacífico es otro de los pueblos de la sierra oaxaqueña conocido por sus hongos que expanden la conciencia. Cerca de allí, en medio del bosque, Yannina Thomassiny, otra mujer sin miedo a hablar, tuvo su primer “viaje fuerte”. Ella es comunicadora y facilitadora de experiencias con la secreción del sapo, una sustancia que no está tipificada en la legislación mexicana. “Siempre me han gustado el LSD, los hongos, la ayahuasca, el sapo… mi camino de autoconocimiento va de la mano de estas medicinas. Así como hay gente que hace yoga o meditación, para mí los psicodélicos son la vía de aprendizaje”, afirma en su casa de la Ciudad de México. Allí mismo, en la azotea, ella y su pareja acondicionaron un espacio —una habitación con tapetes y un mural con motivos y colores psicodélicos— donde las personas llegan para “fumar sapito” y sumergirse en un viaje que dura entre quince y veinte minutos.
Yannina se dedicaba al periodismo cuando escuchó por primera vez hablar de un sapo del desierto sonorense cuyas secreciones contienen DMT, una sustancia también conocida como “la molécula de Dios”. Viajó al norte de México con la idea de hacer un reportaje al respecto, que nunca publicó. Pero sí logró probar el sapo. “Fue la revelación de mi existencia. Sentí que me desenmarañó, me desenredó, me curó en quince minutos”, recuerda. “Al regresar, pensé: ‘Esto puede cambiar al mundo’. Si toda la gente se permitiera fumar sapo alguna vez en su vida, probablemente la humanidad sería más conectada, más compasiva, nos dejaríamos de tantos pedos”.
Hace nueve años Yannina dejó el periodismo para dedicarse a estudiar y compartir el sapo. La experiencia supone un cambio de vida radical, dice: “Hay gente que la comprende y la integra fácilmente y otra que no sabe qué hacer con ese entendimiento”.
“Me enamoré de esta medicina porque no hay un dogma, no hay religión ni una forma específica de practicarla. Todos los que nos dedicamos al sapo hemos tenido que entender la medicina fumándola, entrando en esas dimensiones para comprender lo que habita ahí adentro,
volviéndonos antropólogos de las emociones humanas”.
En diciembre de 2018 Yannina retomó su oficio al comenzar un pódcast para difundir información en español sobre enteógenos. Tres años después —y justo el día de su aniversario— Sabiduría psicodélica amaneció en la lista de los cinco más escuchados de América Latina.
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Óscar abre la puerta del vivero donde trabaja y camina entre las filas de árboles ficus que él mismo sembró y que, tarde o temprano, darán sombra en alguna calle de Guadalajara. El dueño de esta empresa de arbolado público, su jefe, fue quien le regaló el primer tratamiento de microdosis de hongos psilocibios, una cápsula blanda que contiene 0.2 gramos de hongo San Isidro deshidratado, una cantidad que no altera los sentidos y le permite funcionar de manera habitual. Las elabora Rodrigo, el fungicultor del inicio de esta historia, quien además ofrece macrodosis de tres gramos en sus veladas.
Óscar comenzó a tomar microdosis, un día sí y dos no, desde enero de 2021. “Tenía mucho miedo y no quería entrarle a las veladas”, cuenta el biólogo de veintinueve años, que vivió con depresión crónica y pensamientos suicidas recurrentes; a veces no pasaban ni quince segundos tras despertar para que su mente comenzara a darle vueltas a la posibilidad. “Después de veinte días empecé a sentir ciertos cambios: menos depresión, un poco más positivo, más energía, y a ver las cosas de manera un poquito diferente. Cuando terminé el segundo mes, un día me desperté y todos los problemas parecían de la mitad de su tamaño: el mundo tenía más color”, relata Óscar, sonriente.
Las moléculas psicoactivas de los hongos y otros enteógenos son casi idénticas a la molécula de la serotonina, uno de los principales mensajeros químicos del cerebro, conocido como “el neurotransmisor de la felicidad”. Su descubrimiento, a mediados del siglo XX, permitió crear los antidepresivos clásicos como el Prozac (fluoxetina), que tratan la depresión al aumentar los niveles de serotonina en el cerebro. Aún no existen muchos estudios rigurosos sobre la efectividad de las microdosis de sustancias psicoactivas. La revista Science publicó un artículo, en noviembre de 2021, en el que participó el micólogo Stamets, donde se concluye que los adultos que siguen este tipo de protocolos reportaron menores niveles de ansiedad y depresión respecto a un grupo control.
Por el contrario, los efectos de macrodosis se han estudiado con las tecnologías más avanzadas. Gracias a los escáneres que miden la actividad cerebral, los investigadores psicodélicos de la Universidad Johns Hopkins o del Colegio Imperial de Londres han comprobado que un cerebro alterado con enteógenos crea nuevas y múltiples conexiones entre regiones que normalmente no se comunican, lo cual genera cerebros más flexibles e interconectados. Las redes de la visión y la memoria, por ejemplo, pueden enlazarse de manera directa, permitiendo ver con claridad las emociones, miedos o deseos reprimidos. Estas nuevas conexiones también son responsables de la sinestesia, un fenómeno mental en el que se puede escuchar colores o ver sonidos.
Todo lo anterior sucede, en parte, gracias a que estas sustancias apagan temporalmente una red neuronal que se encuentra la mayoría del tiempo activa en el cerebro humano adulto. Se le conoce como la “red neuronal por defecto” (RND), pues mantiene el control cuando no hay ninguna otra tarea mental que ejecutar. Actúa como un nodo central que organiza los flujos de información, como el director de orquesta en el complejo concierto del cerebro. Michael Pollan, periodista y profesor de Harvard, lo explica a detalle en decenas de páginas de su libro Cómo cambiar tu mente (Debate, 2018). Ahí dice que la RND presenta su mayor actividad cuando alguien está inmerso en procesos metacognitivos: el acto de recordar el pasado o imaginar el futuro, autorreflexiones, preocupaciones o proyecciones mentales. Se ha demostrado que en los niños pequeños o en los meditadores experimentados se encuentra más silenciada y que presenta hiperactividad en quienes sufren trastornos mentales.
“Pensar todo el tiempo en tus problemas, en tu pasado o en el futuro, llega a ser incapacitante para las personas con depresión o ansiedad”, dice Eros Quintero, monitor de neurofisiología. “El apagado de la RND ofrece una ventana de oportunidad: cuando uno regresa de la experiencia psicodélica, esta red se vuelve a activar, pero más cercana a las condiciones normales, como un ‘reseteo’, lo que da a los pacientes un descanso para ver las cosas en perspectiva y una oportunidad para trabajar en psicoterapia”.
Los resultados positivos de tomar psilocibina en cantidades mínimas animaron a Óscar a probar la experiencia psicodélica completa, en macrodosis. “El primer mes después de la [primera] velada fue una luna de miel, como si todos los problemas no importaran… Logré bloquear el pensamiento suicida”, recuerda. Sus sesiones posteriores fueron más confrontativas: “Los honguitos me dijeron: ‘Ya te dejamos relajarte, ahora sí vamos a trabajar en las broncas’”. Desde marzo de 2021 ha procurado tomar hongos en dosis completas al menos una vez al mes y no le preocupa contemplar ese ritmo como una forma de vida: “Soy depresivo desde los doce años y mi cerebro degrada muy rápido la serotonina. Tal vez podría espaciar las tomas un poco y trabajar en los problemas por mí mismo… pero para mí ha sido una panacea saber que existe esa ayuda para sentirme bien”.
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Itzel cruza avenida Reforma, una de las principales arterias de la Ciudad de México, entre cientos de peatones. Es una acción ordinaria que hace seis meses era incapaz de hacer sola. Su miedo a la gente desconocida se originó cuando tenía entre tres o cuatro años y estuvo perdida durante varias horas en el puerto de Acapulco. “Iba con una tía, había mucha gente; en algún momento la perdí y seguí caminando. Me encontraron en otra playa cinco horas después. Salir a la calle sola me empezó a aterrar, yo no quería salir si no era con alguien”, relata la joven de veintitrés años. Su mamá, Fabiola, quien la acompaña a esta entrevista, lo confirma: “Era muy reservada, muy seria. Estaba deprimida, no quería salir, se la vivía encerrada en su cuarto”. Pero eso cambió por completo casi veinte años después, luego de una sesión terapéutica con hongos psilocibios.
Otra de sus tías, psicóloga, le recomendó “borrarse el trauma” y la contactó con un profesional en Tepoztlán, de nombre Eduardo, un psicoterapeuta Gestalt que también supervisa experiencias psicodélicas individuales. A diferencia de las veladas ceremoniales, este tratamiento incluye cuatro sesiones de preparación y cuatro posteriores de integración. Eduardo tiene una lista de espera de seis meses.
“En las sesiones previas revisamos la intención y usamos herramientas somáticas para hacerlo no sólo desde la cabeza, sino también desde el corazón; es un trabajo para que el paciente vaya profundizando y reconozca la verdadera intención”, explica el terapeuta. Estas experiencias, como las llama, suceden en su casa, que se encuentra en este pueblo montañoso, rodeado por el bosque, donde tiene una habitación para que se hospede el paciente. Eduardo prefiere que las experiencias ocurran a la luz del día, cuando “la energía es más limpia, más clara”. Él considera que su misión no es ser un guía sino crear “un contenedor” donde el paciente pueda sentirse tranquilo y en paz.
Para eso pone especial atención en elementos como flores, esencias, una lista de música evocativa que ha ido creando durante años o un ritual frente al fuego, previo a la toma de una dosis (personalizada), donde se recuerda la intención que busca cada paciente. Después, dice, la curación queda en manos de la “medicina” y, sobre todo, del “sanador interior”, un concepto acuñado por Stanislav Grof para referirse a la inteligencia inconsciente que existe en cada persona.
Al respecto, Anja Loizaga-Velder, la formadora de terapeutas psicodélicos, dice: “El terapeuta no debe intervenir en el sentido de dirigir la medicina. Parece que hay una sabiduría interior que, en un buen contexto de preparación y acompañamiento, va a sacar a la superficie justo lo que el paciente puede asimilar”.
La experta defiende su utilización siempre y cuando sea con la compañía de personas capacitadas, pues también existen riesgos potenciales: “La misma sustancia que en un buen contexto puede sanar, en uno malo puede crear una enfermedad o exacerbar una patología”. Un mal contexto, continúa, podría relacionarse con tener grupos demasiado grandes donde no hay suficiente contención para cada participante. El terapeuta, chamán o facilitador debe poder hacer filtros, personalizar las dosis y comprometerse a acompañar al paciente en la integración posterior. Sin estas condiciones pueden ocurrir accidentes: trastornos de sueño, estrés postraumático, disociaciones, enfermedades psicosomáticas o crisis de ansiedad. Con un buen acompañamiento, en cambio, se tratan dichos efectos y no quedan secuelas negativas.
“Un bebé puede nacer sin necesidad de una partera y, a pesar de que haya una mala partera, puede haber muchos partos sin problemas. Pero una buena partera sabe intervenir cuando es necesario y salvar vidas, y eso sólo se da con suficiente entrenamiento. Es muy similar con los psicodélicos: hay muchísimas experiencias que pueden resultar exitosas sin necesidad de acompañamiento, pero a veces pueden existir complicaciones”, dice la psicóloga Loizaga-Velder.
La experiencia de Itzel fue una de esas sesiones luminosas, sin contratiempos. “Generalmente se tocan lugares difíciles, pero no fue el caso de Iztel”, dice Eduardo, su terapeuta. “Ella más bien contactó con lugares amorosos, con la naturaleza, entró en un lugar de mucha paz y conciencia”. Sucedió en junio de 2021, con la presencia de Eduardo y de su pareja, Jimena. Antes de beber el té de hongos que le prepararon, Itzel contactó con su intención: “Quiero salir sola, quiero que se vaya ese miedo”, escribió en un papel que después colocó en un altar junto a las flores y una vela. Recuerda que en algún momento de su viaje introspectivo sintió como si alguien la estuviera esperando en el bosque: “Me invadió una sensación de tristeza, no vi nada, pero sentí a mi tía, la persona que me perdió y que ya falleció. Me hizo llorar, fueron lágrimas de sanación”.
En la segunda parte de la experiencia ocurrió algo inusual. Itzel le pidió que la llevaran a la calle para ver gente. “Nunca salimos de aquí, pero Itzel lo necesitaba”, comenta Eduardo. Él condujo el auto y los tres bajaron a caminar entre la gente que paseaba esa tarde de sábado por la avenida principal del pueblo. “Yo iba feliz, todo era amor, como si fuera una bebé que nunca hubiera visto una persona en su vida”, recuerda la paciente.
Fue una caminata llena de entendimientos. Su terapeuta apunta: “Se dio cuenta de que no pasaba nada, de que la gente ni siquiera le hacía caso. Iba rompiendo creencias, veía sus miedos desde un lugar de conciencia expandida y eso lo cambia todo”.
La joven muestra el honguito tatuado que tiene junto al codo derecho, que se hizo varios años antes, casi como una premonición. La niña perdida se reencontró a sí misma: “Los hongos me regresaron a la vida”, dice Itzel.
Eugenia Coppel. Periodista independiente. Fue finalista del Premio Roche de Periodismo en Salud 2019 por el trabajo colectivo “México diabético”. Ha trabajado como reportera en El País América, El Mundo, Milenio, El Informador y mexico.com, y colaborado con Esquire, PlayGround, Magis, Territorio y Gatopardo, entre otros. Es licenciada en Estudios Internacionales por la Universidad de Guadalajara y cursó el Máster en Periodismo del diario El Mundo y la Universidad San Pablo CEU, en Madrid, becada por la Fundación Carolina. Es autora del libro fotográfico Ciclovista Guadalajara. Descubrir la ciudad en bicicleta (Editorial Universitaria, 2011).
Manuel Vargas. Creció en un pueblo muy pequeño donde los relatos fantásticos relacionados con el mundo natural construían la cultura popular. Por ese motivo, en su obra la selva, los animales y el misterio son temas recurrentes. Es licenciado en Artes con especialidad en Diseño. Su trayectoria profesional rápidamente se orientó hacia el trabajo creativo y la ilustración para revistas y libros. Ha trabajado en proyectos para Facebook, Soho House Europa y Slowdown, entre otros. Su trabajo ha sido exhibido en Venezuela, México, Argentina, Ecuador, Polonia.
Los estudios clínicos con psilocibina y otros psicodélicos que se realizan en universidades extranjeras generan entusiasmo por su potencial para aliviar una variedad de trastornos mentales. En México las personas se acercan a estas alternativas a través de rituales tradicionales indígenas, ceremonias contemporáneas o sesiones con terapeutas que trabajan a la sombra de la prohibición.
Entre las personas sentadas a la mesa, las palabras que se cruzan van sobre el viaje con “hongos mágicos” que está por suceder: unos dicen que será su primera vez con psicodélicos; otros, que ya han experimentado con la ayahuasca o que han comido hongos en el bosque, pero nunca en una ceremonia como ésta. Es una noche de diciembre de 2021 que apenas comienza. Es una casa grande en la periferia boscosa de Guadalajara, Jalisco, con libros de budismo en los estantes, arte wixárika en los muros y una televisión que transmite música evocativa y mandalas que cambian de formas.
Antonio, en una de las cabeceras, conoce a dos terceras partes del grupo: son amistades suyas, trabajadores de la empresa trasnacional que dirige y un hombre sexagenario que resulta ser su coach de vida. Todos lo escuchan cuando comparte que será su tercer ritual con hongos psicoactivos, que modifican el estado de conciencia. Cuenta que estuvo hace un mes, y hace dos, en esta casa y ahora ha vuelto con invitados porque la experiencia le cambió la vida a sus 47 años: logró erradicar una tos crónica que había sido intratable para una multitud de doctores. De un día para otro dejó de ser el hombre ansioso que no podía parar de toser.
“Me dijeron que era un problema gástrico que se me iba a los bronquios, que era una microfiltración pulmonar, que tenía que hacer dieta, operarme de una hernia. Tomé todo tipo de medicamentos”, relata el empresario días después en su oficina, en un veinteavo piso en el distrito financiero de la ciudad jalisciense. Tiene el tiempo contado y lo vigila con un Rolex en su muñeca izquierda. Los abogados de la compañía le aconsejaron no revelar su identidad en este reportaje, pero está dispuesto a compartir su historia: “Veo a los hongos como una medicina para el alma que más te ayuda que mil terapias”.
Antonio había escuchado sobre el poder curativo de los hongos, a través de amigos y de su cuñada psicóloga. Pero fue decisivo ver el documental Hongos fantásticos de Louie Schwartzberg, que protagoniza Paul Stamets, uno de los micólogos más reconocidos de Estados Unidos, quien dejó de ser tartamudo gracias a las sustancias psicoactivas de los hongos —la psilocibina y la psilocina—. La película terminó por convencerlo de hacer algo que nunca pensó: conducir de noche hacia la casa de un desconocido para ser parte de un ritual con psicodélicos. Este hombre que se define como pragmático, de pensamiento científico, sintió “el llamado” de los hongos. “Una de mis primeras visiones fue una espiral llena de mugre que se iba yendo, como si me estuvieran limpiando, me hubieran metido el cerebro a la lavadora y se fueran muchos pensamientos y capas de mugre que uno acumula por la coladera. Sentí que me ‘resetearon’ el CPU”, dice.
Antonio relata que en sus dos primeros viajes libró varias batallas con su ego. “Me di cuenta de que soy una persona extremadamente controladora y esa ansiedad se estaba somatizando en tos. La psilocibina me ha ayudado a ser más empático con mucha gente a mi alrededor y he sentido muchísima paz interior”, continúa. “Estoy más tranquilo, enfocado, en mi centro. Sigo muy absorbido en mi trabajo, pero con otro nivel de conciencia. Ahora veo las cosas de forma muy diferente”.
De vuelta en la antesala del ritual, la charla termina cuando reaparece Rodrigo, el anfitrión, un hombre en la cincuentena, con una arracada en una oreja y pulseras de chaquira wixárika en la muñeca. Cultivó en su propio laboratorio casero los hongos San Isidro (Psilocybe cubensis) que ahora reposan deshidratados y molidos, como un puñito de polvo color arena, en nueve vasos de vidrio marcados con el nombre de cada participante. “La psilocibina y la psilocina actúan más rápido si se combinan con algún cítrico”, explica, mientras rodea la mesa sirviendo cerca de una onza de jugo de naranja en cada vaso.
Las personas llegan por recomendaciones de boca en boca con Rodrigo, quien se define como un facilitador de “la medicina”. No es ningún chamán ni tiene las herramientas profesionales de un terapeuta, pero se convirtió en un entusiasta a los diecisiete años, cuando experimentó por primera vez sus efectos: “Desde entonces me he dado a la tarea de que todo el mundo coma hongos”. La diferencia es que antes debía esperar el temporal de lluvias para viajar a un bosque cercano, buscarlos, recolectarlos e intentar conservarlos; y ahora, desde hace algunos años, él mismo los cultiva. Por eso, también, Rodrigo solicita que no se revele su identidad: los hongos psilocibios están catalogados como sustancia prohibida en México y su producción es ilegal.
Durante sus palabras de bienvenida a la velada, el anfitrión comparte con sus “psiconautas” algunos datos a considerar antes de emprender el viaje introspectivo:
“Ustedes están viviendo la tercera ola de los psicodélicos: la primera fue la de nuestros antepasados indígenas; la segunda, la de los hippies en la década de 1960; y la de ahora, que está impulsada por los estudios científicos en Estados Unidos. Allá está muy cercana la despenalización por el empuje de los veteranos de guerra, que han superado el síndrome de estrés postraumático gracias a terapias con psilocibina y MDMA [éxtasis]”.
También habla del poder de la psilocibina para crear nuevas conexiones neuronales y asegura que ésta es una de las sustancias menos nocivas que existen. No hay registro alguno de secuelas negativas más allá de un breve “malviaje”. El efecto durará poco más de cuatro horas, advierte, “pero ustedes no se preocupen: de controlar el tiempo me encargo yo”.
Al final da algunas instrucciones: “El viaje es personal. Si van a llorar o a reír, por favor, que sea en el mayor silencio posible para no interrumpir a sus compañeros. Recuerden que ‘psicodelia’ significa ‘manifestación de la psique o del alma’, así que todo lo que vean, escuchen, sientan o perciban está dentro de ustedes […]. La palabra clave es ‘confianza’: no peleen con su mente, confíen en los honguitos y déjense llevar”.
Cada participante mezcla su dosis de tres gramos con el jugo de naranja y lo bebe. El facilitador consume lo mismo, aunque sólo una tercera parte, lo cual, dice, le permite estar conectado y alerta. Luego de aclarar dudas, las últimas visitas al baño, repartir cobijas y almohadas, Antonio y el resto se trasladan a un domo techado separado de la casa. El anfitrión lo denomina “capullo” por ser el lugar donde suceden las metamorfosis.
En el centro hay un círculo de nueve velas encendidas, una por persona, y frente a ellas el mismo número de colchonetas que forman un círculo mayor. Rodrigo les pide descalzarse, poner la cabeza hacia el centro y colocarse un antifaz sobre los ojos. Entonces dirige una meditación, que incluye la visualización de objetivos personales. Antes de poner una lista de música evocativa, les desea a todos un excelente viaje.
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Stanislav Grof, psiquiatra checo emigrado a Estados Unidos, uno de los pioneros en realizar psicoterapias asistidas con ácido lisérgico (LSD) en los años cincuenta y sesenta, vaticinó que los psicodélicos serían para la psiquiatría lo que el microscopio fue para la biología y el telescopio para la astronomía. Grof estaba convencido de que los psicodélicos clásicos —como la psilocibina de los hongos, la mescalina del peyote o del cactus de San Pedro, la dimetiltriptamina (DMT) de la ayahuasca o del sapo (Incilius o Bufo alvarius) y el compuesto sintético LSD— tenían el poder de revelar importantes procesos inconscientes de la mente humana, imperceptibles a la observación directa en circunstancias habituales. Las investigaciones de campo, sin embargo, se interrumpieron por la guerra contra las drogas que declaró el presidente Richard Nixon. Mientras su gobierno peleaba la guerra de Vietnam y el movimiento contracultural promovía las vivencias con LSD, el Congreso estadounidense aprobó la Ley de Sustancias Controladas de 1970. Un año después, la ONU emitió finalmente el convenio de prohibición de sustancias psicotrópicas que permanece hoy vigente en la mayor parte del planeta. Desde entonces los psicodélicos se encuentran en la “Lista 1” de estupefacientes controlados —la más restrictiva, que incluye también la heroína y la cocaína—, por ser “altamente dañinos para la sociedad”, por su “alto potencial de abuso” y por no tener “ningún uso médico conocido”. El gobierno de México se adhirió al convenio con una reserva: permitir el uso a los grupos indígenas que han utilizado históricamente plantas con algunas de estas sustancias en rituales “mágicorreligiosos”.
A pesar de la prohibición —y a contracorriente—, un puñado de científicos en países como Estados Unidos, Alemania o Suiza mantuvieron vivo el interés y, a partir de 1990, comenzaron a obtener permisos para reanudar los estudios clínicos con voluntarios. A inicios de 2006 la revista Psychopharmacology publicó el primer estudio doble ciego controlado por placebo, realizado por Roland Griffiths y tres colegas más de la Universidad Johns Hopkins. Ahí explicaban que, si bien los hongos psilocibios se habían usado durante siglos con fines religiosos, no existía hasta entonces conocimiento científico sistematizado. El estudio reportaba cambios positivos de conducta en treinta voluntarios que nunca habían consumido psicodélicos.
Más de dos décadas de investigaciones científicas han extendido el entusiasmo. Hoy se acepta que estos psicoactivos tienen el potencial de aliviar o curar una variedad de trastornos mentales. Una revisión histórica en Neuropsychopharmacology de 2017, que escribió Robin L. Carhart Harris, miembro del grupo de investigación psicodélica del Colegio Imperial de Londres, señala que los ensayos clínicos con psilocibina han mostrado eficacia para tratar trastornos de depresión, desórdenes obsesivo-compulsivos, ansiedad por el miedo a la muerte en enfermos terminales o adicciones a sustancias legales como el tabaco y el alcohol. Sin embargo, advierte, la gran mayoría de dichos estudios se ha hecho con muestras pequeñas que no permiten dar resultados conclusivos. Más adelante, Carhart-Harris explica la diferencia entre tratamientos con antidepresivos tradicionales y con psilocibina: mientras los primeros producen entumecimiento emocional, los segundos permiten una descarga o liberación de las emociones.
Todos los profesionales de la salud consultados por Gatopardo coinciden en que el consumo de psicodélicos con fines terapéuticos requiere del acompañamiento de un terapeuta con el cual profundizar la experiencia. Anja Loizaga-Velder, doctora en Psicología Médica por la Universidad de Heidelberg e investigadora en el posgrado de Ciencias Médicas y de la Salud en la UNAM, forma a terapeutas psicodélicos en Estados Unidos y los Países Bajos. Ella hace énfasis en la necesidad de aprender de las medicinas indígenas para expandir las herramientas terapéuticas en el campo de la salud mental. “Las plantas sagradas tocan diferentes niveles del ser humano, producen experiencias interconectadas a nivel del cuerpo, las emociones, la mente y el espíritu y tienen la capacidad de restablecer un equilibrio perdido”, dice.
“Plantas como el peyote son muy físicas”, explica Loizaga-Velder. “Muchas veces inducen un vómito que ayuda a desintoxicar; también a nivel físico, las personas sienten una reconexión con su cuerpo, aprecian lo importante que es no dañarlo”. En cuanto al mundo emocional, son comunes las “experiencias catárticas, como soltar un llanto reprimido, reencontrar la posibilidad de gozo o revivir momentos significativos con seres queridos. Las personas sienten empatía, ven la importancia de sus relaciones, reconocen la necesidad de perdonar o pedir perdón”. A nivel cognitivo, continúa, “se abre un espacio de autorreflexión donde uno puede verse a sí mismo desde otra perspectiva, ver cómo se autoengaña o se hace daño o cómo está atrapado en cierta manera de pensar”. Finalmente, en lo espiritual, “se generan experiencias místicas que tienen un enorme valor terapéutico”.
El psiquiatra Gilberto Palma escribe en un artículo en la revista Educación y Salud, de la Universidad Autónoma de Hidalgo: “Los hongos psilocibios nos ayudan a vislumbrar de forma mística” y enseguida advierte que es incorrecto llamarlos “alucinógenos”, pues todas las visiones tienen “un referente en el mundo y en la vida de la persona”. Palma ha explorado el efecto del consumo de psilocibios en más de 140 pacientes y escribe que éstos “suelen salir de la experiencia sintiéndose iluminados, con la claridad de saber la tarea que tienen por hacer, pero no les dura tanto el efecto; a las pocas semanas delatan que la experiencia que tuvieron no fue tan trascendente para generar un cambio profundo”.
La psicoterapeuta Karina Malpica también cuestiona la durabilidad de los efectos positivos: los estudios existentes, dice, no han hecho un seguimiento a pacientes en el largo plazo. Para la especialista, que vive en Tepoztlán, Morelos, es común recibir en su consultorio a personas que tuvieron malas experiencias, que “se quedaron en el malviaje y están sufriendo”. Lo anterior le sucede, sobre todo, a personas que fuman la sustancia extraída de las glándulas del Bufo alvarius, un sapo endémico del desierto de Sonora. “Creo que esta molécula (la 5-MeO-DMT) sí es mucho más desequilibrante de la química cerebral. Con otros psicodélicos, quizá a 10% de las personas le puede ir mal, pero con el sapo diría que es un cincuenta-cincuenta”, opina. En términos generales, agrega, quienes tengan antecedentes psicóticos, personales o familiares, deberían abstenerse de consumir psicodélicos. Quienes decidan experimentarlos deben saber que “exigen trabajar cosas muy profundas, por eso son una gran oportunidad para iniciar la psicoterapia”.
Las autoridades federales de Canadá despenalizaron la psilocibina y otros psicodélicos con fines terapéuticos en 2021. Un año antes, en la Unión Americana, lo mismo sucedió en Oregón y Washington D. C., mientras que otros estados avanzan en la misma dirección. Expertos calculan que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) aprobará las terapias con psilocibina a más tardar en 2026.
En México, en tanto, la investigación sobre el uso de los hongos es aún de corte antropológico. En septiembre de 2019 la Sociedad Mexicana de la Psilocibina convocó en la capital la primera marcha por la despenalización. Uno de sus miembros, el biólogo y monitor de neurofisiología Eros Quintero, cuenta que entregaron un pliego petitorio a la presidencia donde solicitaban la revisión del estatus de la prohibición con base en las evidencias científicas recientes. El gobierno de Andrés Manuel López Obrador respondió en febrero de 2021 que no era un asunto de su jurisdicción y que, por tanto, lo turnarían a las cámaras de legisladores.
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Para ser un chamán y conducir sanaciones con hongos “hay que tener la conciencia limpia, ser puro”; eso permite ayudar a las personas y alejar “la maldad que se pueda presentar en el camino”, dicen Eloy y Elías, dos jóvenes mazatecos, descendientes de una etnia indígena del norte de Oaxaca conocida por su uso ceremonial de hongos psilocibios. Raymundo Durán Martínez, de 62 años, su papá y tío, respectivamente, escucha sonriente la charla sin participar mucho, ya que apenas habla español. “Como persona grande, él te va a guiar, te va a decir: ‘No vayas por ahí’, porque en la sesión hay muchas malas vibras”, asegura Elías. “Si alguien se quedara en el viaje, él ya sabe qué hacer: te agarra la cabeza como los [brujos] catemacos y te hace vomitar la enfermedad”, comenta Eloy, quien más adelante agrega: “A él nadie lo puede engañar, ya sea vampiro, bruja, naguales; lo que sea, el curandero va a saber”.
La conversación sucede en la cocina de la casa familiar, mientras la esposa de Raymundo sirve café y tamales y él responde a preguntas específicas, a través de la traducción de los chicos. Cuenta que en uno de sus viajes le “dijeron al oído” que a su cuñado alcohólico le quedaban siete días de vida, y fue verdad, “se cumplió”. En otro momento interviene en español: “El doctor de [la Ciudad de] México dijo a mi señora que tiene diabetes, pero no hay nada, los niños santos dicen que no hay enfermedad”. En esta cultura es común referirse así a los hongos, “niños santos”, cuyo nombre en mazateco es ndi-xi-tjo, que significa “los pequeños que brotan”.
Los rituales se realizan en un cuarto del segundo piso de esta casa de ladrillos grises y techos de lámina a las afueras de Huautla de Jiménez, Oaxaca, el pueblo que le reveló al mundo occidental la existencia de los hongos psicoactivos. En sus montañas, durante el temporal de lluvias, crecen más de veinte especies, de las doscientas que existen, que los indígenas han utilizado de forma ceremonial durante siglos con fines curativos y de adivinación. Diciembre no es temporada de hongos pero, aun así, varios habitantes del pueblo aseguran que es posible conseguir al menos una de tres variedades: Derrumbe (Psilocybe caerulescens), San Isidro (Psilocybe cubensis) o Pajarito (Psilocybe mexicana).
Aquí las ceremonias de sanación se hacen de noche, con luces apagadas y velas encendidas. Antes de comerlos, Raymundo hace una limpia con humo de copal; también dibuja cruces, a modo de protección, en los brazos de los participantes, con un polvo verde de tabaco al que llaman San Pedro. Sentados en el piso sobre cobijas, los participantes mastican los hongos enteros, en su forma original, y piden en silencio aquello que busquen: salud, sentir a familiares que estén lejos o ver algún evento del pasado o futuro. Raymundo reza en mazateco durante la ceremonia.
Desde la terraza se puede ver la pequeña milpa familiar sobre la falda del monte y la vista se pierde al fondo entre incontables picos de la orografía de la Sierra Mazateca, que muchas veces supera a las nubes en altura. Cuando las nubes se hacen más densas, el bosque se oscurece a pleno día.
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Huautla y su habitante más distinguida, la chamana mazateca María Sabina (1894–1985), se volvieron famosos a causa de Robert Gordon Wasson, un banquero y micólogo neoyorquino que llegó a este lugar en junio de 1955. “Somos los primeros hombres blancos desde que se tiene registro en comer hongos divinos […]. Ningún antropólogo ha descrito la escena de la que fuimos testigos”, escribió en la crónica que la revista Life publicaría dos años después. En su texto refleja que encontrar “un chamán auténtico” y no charlatanes ya era una preocupación entonces, como lo es aún hoy para los visitantes que llegan al pueblo. Wasson describe a María Sabina como “una curandera de primera categoría”, “una señora sin mancha” que le permitió al investigador y a su fotógrafo participar en una ceremonia que celebraba en su casa de adobe, sin imaginar que la inclusión de aquéllos cambiaría para siempre su historia y la de su comunidad.
Wasson y su esposa, Valentina, una pediatra nacida en Rusia, eran estudiosos aficionados del reino Fungi. Su fascinación comenzó cuando encontraron un conjunto de hongos comestibles en un paseo por las montañas del estado de Nueva York y, tras la experiencia, manifestaron reacciones encontradas ante el hallazgo: ella se hincó para presentar sus respetos a los hongos y él sintió repudio. Así llegaron a una hipótesis: a lo largo de la historia habían existido culturas micófilas y culturas micofóbicas. Desde entonces se preguntaron qué tipo de hongo podría provocar veneración y por qué, y comenzaron la investigación de su vida.
Luego de treinta años de búsqueda, los Wasson llegaron a la sierra oaxaqueña con la esperanza de participar en una velada tradicional con hongos psicoactivos, cuya existencia aún no habían podido confirmar. La primera pista la encontraron en un artículo de Richard Evans Schultes, un etnobotánico de Harvard, el primer científico en identificar que los antiguos mexicas tenían sus hongos sagrados, a los que llamaban teonanácatl (“carne de los dioses”). La segunda pista se las dio un misionero: la tradición estaba viva entre los pueblos mazatecas de las montañas del sur, aunque oculta. Las evidencias arqueológicas indican que los hongos, el peyote y otras plantas que alteran el estado de la conciencia han sido utilizados por comunidades como las mayas, olmecas, zapotecas, chinantecas, mixes, mazatecas y huicholas. “México representa la zona más rica del mundo, tanto en la diversidad de alucinógenos como en el uso que de ellos han hecho las sociedades aborígenes”, escribirían más tarde Evans Schultes y Albert Hoffmann, dos de los padres de la psicodelia moderna, en Plantas de los dioses. Orígenes del uso de alucinógenos (Fondo de Cultura Económica, 1979).
El artículo “Buscando el hongo mágico” que publicó Life en 1957 tuvo un enorme impacto en la cultura popular y en la comunidad psicodélica de la época. Para esta última, significó un hito similar al descubrimiento de los efectos del LSD por el químico suizo Albert Hoffman, en 1943. En el texto, Wasson describe sus experiencias tras consumir seis pares de hongos. El autor narra sus visiones con motivos artísticos, la sensación de extinción del tiempo, la vivencia de una “belleza inefable” y la armonía sonora en los cantos de la curandera. En un intento por proteger su identidad, María Sabina fue llamada Eva Méndez en ese artículo. Pero eso no impidió que Huautla se convirtiera en poco tiempo en un lugar de peregrinación para miles de entusiastas de la psicodelia, incluyendo, se dice, a celebridades como Bob Dylan, John Lennon y Mick Jagger.
La capilla dedicada a la Virgen de los Remedios en Huautla de Jiménez es un cubo amarillo con techo de lámina que tiene en un costado imágenes de Jesucristo y, en el otro, platos colmados de hongos y hierbas salvajes. También se encuentra en las afueras del pueblo montañoso de treinta mil habitantes, sobre la carretera María Sabina. Más adelante está una cabañita de madera, la última morada de la chamana, que falleció en 1985.
Ahora es la Casa Museo de María Sabina donde se alojan fotografías, sus huipiles y, en la habitación central, un altar con velas, copal, flores blancas y tabaco San Pedro. Una decena de obras de arte inspiradas en ella pueblan las paredes alrededor del altar, donadas por visitantes de varios países: “Éste lo hizo una amiga de [Ciudad de] México; éste, un chico de Argentina; éste, una muchacha de España”, señala Bernardino García Martínez, mejor conocido como Berna Sabina, un hombre de cuarenta años con el pelo negro al ras de la cabeza. Es uno de los bisnietos de María Sabina y custodio de este pequeño museo que mantiene vivo el legado de la “abuelita”, “maestra”, “guía” o “protectora”, como la llama en diversos momentos.
También él dirige ceremonias en este mismo lugar. “El que viene aquí con fe y respeto sanará su cuerpecito y puede descubrir todo con los hongos”, asegura. “Me han tocado experiencias muy bonitas con mis pacientes: yo tengo que abrir el portal, elevarlos con rezos y cantos y así puedo quitarles el mal que tienen”, dice después.
Los foráneos citadinos que pasean por el centro del pueblo son imanes para los vendedores de experiencias psicodélicas. “¿Quiere ‘niños santos’?”, pregunta un hombre que se acerca y ofrece la cantidad necesaria para dos viajes completos, quinientos pesos cada uno. Los tiene envueltos en hojas de plátano, pero se niega a mostrarlos porque “perderían su poder”. De paso aconseja estar alerta por los charlatanes que abundan, una advertencia que se vuelve común escuchar.
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Fabienne Ginon llegó hace veinte años a México y de inmediato se enamoró del país por su misticismo. Ella es una educadora y emprendedora francesa de 43 años, cuyo camino espiritual, explica, está relacionado con el uso de “plantas sagradas”. En octubre de 2020 viajó a Huautla de Jiménez junto con tres amigas para participar en un ritual de sanación conducido por Raymundo. No era la primera vez que Fabienne hacía el viaje para tomar hongos en un contexto ceremonial mazateca, pero sí era la primera vez que lo hacía con la guía de Raymundo. “Cuando hice la ceremonia con él, me llamó mucho la atención que pudo ver parte de mi viaje; reza y sí entra en una especie de trance. Está superconectado. He conocido varios abuelos y abuelas en muchos años y se me hicieron muy interesantes sus herramientas y forma de trabajo. Es como un vidente y los niños santos lo ayudan a encaminar la curación”, dice en una videollamada.
Fabienne cuenta que antes de iniciarse en el camino de los también llamados enteógenos (de la raíz griega “entheos”, que significa “Dios adentro”), era una persona con conductas depresivas y adictivas, y que tomar ayahuasca, peyote y hongos con fines terapéuticos le ha ayudado a ser más creativa en su profesión. Nacida en una familia de agricultores, la francesa se dedica a enseñar a niños pequeños a crear sus propios huertos. Desarrolló una metodología para que los chicos cuiden jardines comestibles de manera autónoma, la cual pone en práctica en varias escuelas de la capital mexicana y transmite en talleres presenciales a otros instructores en distintas ciudades del mundo. Ella y su proyecto aparecen en el documental El comienzo de la vida II, de Netflix, donde se presentan varias iniciativas que buscan acercar a los niños a la naturaleza. “Una vez que abres tu conciencia gracias a las ‘medicinas’, entonces más cosas pueden entrar. No es como una revelación o una visión. Más bien te convierten en una persona más consciente, más atenta, y puedes absorber lo que necesita ser absorbido”, explica Fabienne.
San José del Pacífico es otro de los pueblos de la sierra oaxaqueña conocido por sus hongos que expanden la conciencia. Cerca de allí, en medio del bosque, Yannina Thomassiny, otra mujer sin miedo a hablar, tuvo su primer “viaje fuerte”. Ella es comunicadora y facilitadora de experiencias con la secreción del sapo, una sustancia que no está tipificada en la legislación mexicana. “Siempre me han gustado el LSD, los hongos, la ayahuasca, el sapo… mi camino de autoconocimiento va de la mano de estas medicinas. Así como hay gente que hace yoga o meditación, para mí los psicodélicos son la vía de aprendizaje”, afirma en su casa de la Ciudad de México. Allí mismo, en la azotea, ella y su pareja acondicionaron un espacio —una habitación con tapetes y un mural con motivos y colores psicodélicos— donde las personas llegan para “fumar sapito” y sumergirse en un viaje que dura entre quince y veinte minutos.
Yannina se dedicaba al periodismo cuando escuchó por primera vez hablar de un sapo del desierto sonorense cuyas secreciones contienen DMT, una sustancia también conocida como “la molécula de Dios”. Viajó al norte de México con la idea de hacer un reportaje al respecto, que nunca publicó. Pero sí logró probar el sapo. “Fue la revelación de mi existencia. Sentí que me desenmarañó, me desenredó, me curó en quince minutos”, recuerda. “Al regresar, pensé: ‘Esto puede cambiar al mundo’. Si toda la gente se permitiera fumar sapo alguna vez en su vida, probablemente la humanidad sería más conectada, más compasiva, nos dejaríamos de tantos pedos”.
Hace nueve años Yannina dejó el periodismo para dedicarse a estudiar y compartir el sapo. La experiencia supone un cambio de vida radical, dice: “Hay gente que la comprende y la integra fácilmente y otra que no sabe qué hacer con ese entendimiento”.
“Me enamoré de esta medicina porque no hay un dogma, no hay religión ni una forma específica de practicarla. Todos los que nos dedicamos al sapo hemos tenido que entender la medicina fumándola, entrando en esas dimensiones para comprender lo que habita ahí adentro,
volviéndonos antropólogos de las emociones humanas”.
En diciembre de 2018 Yannina retomó su oficio al comenzar un pódcast para difundir información en español sobre enteógenos. Tres años después —y justo el día de su aniversario— Sabiduría psicodélica amaneció en la lista de los cinco más escuchados de América Latina.
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Óscar abre la puerta del vivero donde trabaja y camina entre las filas de árboles ficus que él mismo sembró y que, tarde o temprano, darán sombra en alguna calle de Guadalajara. El dueño de esta empresa de arbolado público, su jefe, fue quien le regaló el primer tratamiento de microdosis de hongos psilocibios, una cápsula blanda que contiene 0.2 gramos de hongo San Isidro deshidratado, una cantidad que no altera los sentidos y le permite funcionar de manera habitual. Las elabora Rodrigo, el fungicultor del inicio de esta historia, quien además ofrece macrodosis de tres gramos en sus veladas.
Óscar comenzó a tomar microdosis, un día sí y dos no, desde enero de 2021. “Tenía mucho miedo y no quería entrarle a las veladas”, cuenta el biólogo de veintinueve años, que vivió con depresión crónica y pensamientos suicidas recurrentes; a veces no pasaban ni quince segundos tras despertar para que su mente comenzara a darle vueltas a la posibilidad. “Después de veinte días empecé a sentir ciertos cambios: menos depresión, un poco más positivo, más energía, y a ver las cosas de manera un poquito diferente. Cuando terminé el segundo mes, un día me desperté y todos los problemas parecían de la mitad de su tamaño: el mundo tenía más color”, relata Óscar, sonriente.
Las moléculas psicoactivas de los hongos y otros enteógenos son casi idénticas a la molécula de la serotonina, uno de los principales mensajeros químicos del cerebro, conocido como “el neurotransmisor de la felicidad”. Su descubrimiento, a mediados del siglo XX, permitió crear los antidepresivos clásicos como el Prozac (fluoxetina), que tratan la depresión al aumentar los niveles de serotonina en el cerebro. Aún no existen muchos estudios rigurosos sobre la efectividad de las microdosis de sustancias psicoactivas. La revista Science publicó un artículo, en noviembre de 2021, en el que participó el micólogo Stamets, donde se concluye que los adultos que siguen este tipo de protocolos reportaron menores niveles de ansiedad y depresión respecto a un grupo control.
Por el contrario, los efectos de macrodosis se han estudiado con las tecnologías más avanzadas. Gracias a los escáneres que miden la actividad cerebral, los investigadores psicodélicos de la Universidad Johns Hopkins o del Colegio Imperial de Londres han comprobado que un cerebro alterado con enteógenos crea nuevas y múltiples conexiones entre regiones que normalmente no se comunican, lo cual genera cerebros más flexibles e interconectados. Las redes de la visión y la memoria, por ejemplo, pueden enlazarse de manera directa, permitiendo ver con claridad las emociones, miedos o deseos reprimidos. Estas nuevas conexiones también son responsables de la sinestesia, un fenómeno mental en el que se puede escuchar colores o ver sonidos.
Todo lo anterior sucede, en parte, gracias a que estas sustancias apagan temporalmente una red neuronal que se encuentra la mayoría del tiempo activa en el cerebro humano adulto. Se le conoce como la “red neuronal por defecto” (RND), pues mantiene el control cuando no hay ninguna otra tarea mental que ejecutar. Actúa como un nodo central que organiza los flujos de información, como el director de orquesta en el complejo concierto del cerebro. Michael Pollan, periodista y profesor de Harvard, lo explica a detalle en decenas de páginas de su libro Cómo cambiar tu mente (Debate, 2018). Ahí dice que la RND presenta su mayor actividad cuando alguien está inmerso en procesos metacognitivos: el acto de recordar el pasado o imaginar el futuro, autorreflexiones, preocupaciones o proyecciones mentales. Se ha demostrado que en los niños pequeños o en los meditadores experimentados se encuentra más silenciada y que presenta hiperactividad en quienes sufren trastornos mentales.
“Pensar todo el tiempo en tus problemas, en tu pasado o en el futuro, llega a ser incapacitante para las personas con depresión o ansiedad”, dice Eros Quintero, monitor de neurofisiología. “El apagado de la RND ofrece una ventana de oportunidad: cuando uno regresa de la experiencia psicodélica, esta red se vuelve a activar, pero más cercana a las condiciones normales, como un ‘reseteo’, lo que da a los pacientes un descanso para ver las cosas en perspectiva y una oportunidad para trabajar en psicoterapia”.
Los resultados positivos de tomar psilocibina en cantidades mínimas animaron a Óscar a probar la experiencia psicodélica completa, en macrodosis. “El primer mes después de la [primera] velada fue una luna de miel, como si todos los problemas no importaran… Logré bloquear el pensamiento suicida”, recuerda. Sus sesiones posteriores fueron más confrontativas: “Los honguitos me dijeron: ‘Ya te dejamos relajarte, ahora sí vamos a trabajar en las broncas’”. Desde marzo de 2021 ha procurado tomar hongos en dosis completas al menos una vez al mes y no le preocupa contemplar ese ritmo como una forma de vida: “Soy depresivo desde los doce años y mi cerebro degrada muy rápido la serotonina. Tal vez podría espaciar las tomas un poco y trabajar en los problemas por mí mismo… pero para mí ha sido una panacea saber que existe esa ayuda para sentirme bien”.
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Itzel cruza avenida Reforma, una de las principales arterias de la Ciudad de México, entre cientos de peatones. Es una acción ordinaria que hace seis meses era incapaz de hacer sola. Su miedo a la gente desconocida se originó cuando tenía entre tres o cuatro años y estuvo perdida durante varias horas en el puerto de Acapulco. “Iba con una tía, había mucha gente; en algún momento la perdí y seguí caminando. Me encontraron en otra playa cinco horas después. Salir a la calle sola me empezó a aterrar, yo no quería salir si no era con alguien”, relata la joven de veintitrés años. Su mamá, Fabiola, quien la acompaña a esta entrevista, lo confirma: “Era muy reservada, muy seria. Estaba deprimida, no quería salir, se la vivía encerrada en su cuarto”. Pero eso cambió por completo casi veinte años después, luego de una sesión terapéutica con hongos psilocibios.
Otra de sus tías, psicóloga, le recomendó “borrarse el trauma” y la contactó con un profesional en Tepoztlán, de nombre Eduardo, un psicoterapeuta Gestalt que también supervisa experiencias psicodélicas individuales. A diferencia de las veladas ceremoniales, este tratamiento incluye cuatro sesiones de preparación y cuatro posteriores de integración. Eduardo tiene una lista de espera de seis meses.
“En las sesiones previas revisamos la intención y usamos herramientas somáticas para hacerlo no sólo desde la cabeza, sino también desde el corazón; es un trabajo para que el paciente vaya profundizando y reconozca la verdadera intención”, explica el terapeuta. Estas experiencias, como las llama, suceden en su casa, que se encuentra en este pueblo montañoso, rodeado por el bosque, donde tiene una habitación para que se hospede el paciente. Eduardo prefiere que las experiencias ocurran a la luz del día, cuando “la energía es más limpia, más clara”. Él considera que su misión no es ser un guía sino crear “un contenedor” donde el paciente pueda sentirse tranquilo y en paz.
Para eso pone especial atención en elementos como flores, esencias, una lista de música evocativa que ha ido creando durante años o un ritual frente al fuego, previo a la toma de una dosis (personalizada), donde se recuerda la intención que busca cada paciente. Después, dice, la curación queda en manos de la “medicina” y, sobre todo, del “sanador interior”, un concepto acuñado por Stanislav Grof para referirse a la inteligencia inconsciente que existe en cada persona.
Al respecto, Anja Loizaga-Velder, la formadora de terapeutas psicodélicos, dice: “El terapeuta no debe intervenir en el sentido de dirigir la medicina. Parece que hay una sabiduría interior que, en un buen contexto de preparación y acompañamiento, va a sacar a la superficie justo lo que el paciente puede asimilar”.
La experta defiende su utilización siempre y cuando sea con la compañía de personas capacitadas, pues también existen riesgos potenciales: “La misma sustancia que en un buen contexto puede sanar, en uno malo puede crear una enfermedad o exacerbar una patología”. Un mal contexto, continúa, podría relacionarse con tener grupos demasiado grandes donde no hay suficiente contención para cada participante. El terapeuta, chamán o facilitador debe poder hacer filtros, personalizar las dosis y comprometerse a acompañar al paciente en la integración posterior. Sin estas condiciones pueden ocurrir accidentes: trastornos de sueño, estrés postraumático, disociaciones, enfermedades psicosomáticas o crisis de ansiedad. Con un buen acompañamiento, en cambio, se tratan dichos efectos y no quedan secuelas negativas.
“Un bebé puede nacer sin necesidad de una partera y, a pesar de que haya una mala partera, puede haber muchos partos sin problemas. Pero una buena partera sabe intervenir cuando es necesario y salvar vidas, y eso sólo se da con suficiente entrenamiento. Es muy similar con los psicodélicos: hay muchísimas experiencias que pueden resultar exitosas sin necesidad de acompañamiento, pero a veces pueden existir complicaciones”, dice la psicóloga Loizaga-Velder.
La experiencia de Itzel fue una de esas sesiones luminosas, sin contratiempos. “Generalmente se tocan lugares difíciles, pero no fue el caso de Iztel”, dice Eduardo, su terapeuta. “Ella más bien contactó con lugares amorosos, con la naturaleza, entró en un lugar de mucha paz y conciencia”. Sucedió en junio de 2021, con la presencia de Eduardo y de su pareja, Jimena. Antes de beber el té de hongos que le prepararon, Itzel contactó con su intención: “Quiero salir sola, quiero que se vaya ese miedo”, escribió en un papel que después colocó en un altar junto a las flores y una vela. Recuerda que en algún momento de su viaje introspectivo sintió como si alguien la estuviera esperando en el bosque: “Me invadió una sensación de tristeza, no vi nada, pero sentí a mi tía, la persona que me perdió y que ya falleció. Me hizo llorar, fueron lágrimas de sanación”.
En la segunda parte de la experiencia ocurrió algo inusual. Itzel le pidió que la llevaran a la calle para ver gente. “Nunca salimos de aquí, pero Itzel lo necesitaba”, comenta Eduardo. Él condujo el auto y los tres bajaron a caminar entre la gente que paseaba esa tarde de sábado por la avenida principal del pueblo. “Yo iba feliz, todo era amor, como si fuera una bebé que nunca hubiera visto una persona en su vida”, recuerda la paciente.
Fue una caminata llena de entendimientos. Su terapeuta apunta: “Se dio cuenta de que no pasaba nada, de que la gente ni siquiera le hacía caso. Iba rompiendo creencias, veía sus miedos desde un lugar de conciencia expandida y eso lo cambia todo”.
La joven muestra el honguito tatuado que tiene junto al codo derecho, que se hizo varios años antes, casi como una premonición. La niña perdida se reencontró a sí misma: “Los hongos me regresaron a la vida”, dice Itzel.
Eugenia Coppel. Periodista independiente. Fue finalista del Premio Roche de Periodismo en Salud 2019 por el trabajo colectivo “México diabético”. Ha trabajado como reportera en El País América, El Mundo, Milenio, El Informador y mexico.com, y colaborado con Esquire, PlayGround, Magis, Territorio y Gatopardo, entre otros. Es licenciada en Estudios Internacionales por la Universidad de Guadalajara y cursó el Máster en Periodismo del diario El Mundo y la Universidad San Pablo CEU, en Madrid, becada por la Fundación Carolina. Es autora del libro fotográfico Ciclovista Guadalajara. Descubrir la ciudad en bicicleta (Editorial Universitaria, 2011).
Manuel Vargas. Creció en un pueblo muy pequeño donde los relatos fantásticos relacionados con el mundo natural construían la cultura popular. Por ese motivo, en su obra la selva, los animales y el misterio son temas recurrentes. Es licenciado en Artes con especialidad en Diseño. Su trayectoria profesional rápidamente se orientó hacia el trabajo creativo y la ilustración para revistas y libros. Ha trabajado en proyectos para Facebook, Soho House Europa y Slowdown, entre otros. Su trabajo ha sido exhibido en Venezuela, México, Argentina, Ecuador, Polonia.
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