El vapor de las ilusiones: España en crisis
Una masa de alemanes, ingleses, rusos y asiáticos —sombreritos Gilligan y una gazuza de fotos— arma fila frente a las escaleras del Museo del Prado. Un rebaño de otros turistas culturales baja a la carrera, de salida, los mismos peldaños. —¿Adónde ahora? —A Sabatini, que no tengo fotos. El turista cultural —el turista— es un […]
Una masa de alemanes, ingleses, rusos y asiáticos —sombreritos Gilligan y una gazuza de fotos— arma fila frente a las escaleras del Museo del Prado. Un rebaño de otros turistas culturales baja a la carrera, de salida, los mismos peldaños.
—¿Adónde ahora?
—A Sabatini, que no tengo fotos.
El turista cultural —el turista— es un coleccionista de ladrillos. Su rutina consiste en revivir una época echando el ojo sobre la arquitectura —las ruinas, el vestigio— de su cultura. El turista cultural —el turista— forma pelotones de tenis Nike y trota por siete colecciones del Louvre bajo las plaquetas de los muros de las casonas de una Roma de Vespas histéricas disparando el iPhone. El turista sube y baja Teotihuacan, Tulum, Uxmal. El turista cultural —el turista— busca la reliquia y la llena de gente.
El turista de crisis —un periodista— es un buscador de huecos entre el ladrillo y, como su par cultural, cuando visita un sitio procura revivir una época ojeando las ruinas, los vestigios de su cultura. Pero, por lo general, las ruinas arquitectónicas que halla el turista de crisis son bastante nuevas, muy modernas y, ciertamente, solitarias. El turista de crisis visita edificios vacíos. El turista de crisis visita el presente, y en el presente, y en las crisis, la gente no está. No quiere estar, quiere irse.
Bienvenidos a España.
En la primavera boreal regresé por una semana a España para participar en un congreso de periodismo en Huesca, en el centro de Aragón, territorio donde vagaba Don Quijote. Madrid tenía un sol macilento y las gentes conversaban con sordina. En varios edificios había carteles de renta y en muchas paredes se ofrecían los afiches del menester doméstico: pintor que pinta por menos precio que otros, plomeros que garantizan servicio y precio incomparables, señoras que cuidan niños a precios sin competencia. Gente que se ofrece por menos de lo que vale: una crisis.
Conozco El Prado, conozco Sabatini, Sol, la Puerta de Alcalá, las calles torcidas de la noche. Visité Madrid varias veces pero habían pasado seis años desde mi última estadía: tenía la mirada fresca del que puede comparar. Y tenía, frente a mí, una crisis para hacer turismo de ella.
Caminé para ver y contar ladrillos, gente que sobra, dinero que no hay.
De 2005 a 2009, España creyó que podría albergar a sus habitantes, sus migrantes y los vacacionistas noreuropeos de pieles ansiosas de sol, así que las constructoras levantaron y los bancos financiaron ochocientos mil departamentos y casas nuevas. No había techo para el techo. La vieja Hispania era una gema brillante de la Unión Europea. Zara tomaba el mundo; Telefónica, las energéticas y las constructoras de América Latina, y primero el Real Madrid y después el Barcelona conquistaban el fervor del planeta futbol. España, iberismo cachondo, era lúbrica.
Entre 2006 y 2007, cuando visitaba Madrid a menudo por mis estudios de maestría, mis amigos vivían a grito y plata. Víctor, que trabajaba en una constructora, había comprado un piso y quería refinanciarlo a más años y menos tasa. Un compañero de estudios planeaba comprar una casa de vacaciones en Valencia. Un tercer amigo mantenía un departamento en Madrid y trabajaba en Barcelona, donde también buscaba comprar. Tenían treinta y pocos años, la sonrisa de la vida por delante, trabajos en bancos internacionales, empresas de energía, sus propios negocios de óptica, autopartes, asesorías. Quien no estaba a la pesca de un trabajo mejor pagado, esperaba un bono gordo junto a las uvas de fin de año.
La abundancia era acuática. Teníamos caña y tapas de media tarde y, por las noches, subíamos y bajábamos Chueca y Malasaña cruzándonos con ejecutivos de pocos veintes que bebían Glenlivet y fumaban Romeo y Julieta como si así hubiera sido desde Castilla y Aragón. Uno de esos días, un colega ecuatoriano quiso saber si nadie veía derroche, si no tenían la sensación de estar viviendo de prestado con la anuencia de la Unión Europea, si eso con pico de burbuja, inflación de burbuja y que hacía fffsss de burbuja era eso: burbuja. Lo miraron como un latinoamericano desvariado, acostumbrado a golpearse la frente contra las crisis.
Un año después era 2008 y la burbuja que parecía burbuja dejó de hacer fffsss e hizo bum.
La crisis, esa colección de ladrillos sin uso.
En 2009, los promotores de vivienda de Madrid calcularon que el inventario de casas y departamentos vacíos llegaba a setecientos sesenta mil en todo el país. Mucho, pero había esperanza: pronosticaban que el excedente sería absorbido para —. En marzo de este año, sin embargo, la agencia de calificaciones Moody’s dijo que, bueno, tal vez, el sobrante de viviendas duraría hasta ‘. Y, para la misma época, la Fundación de Cajas de Ahorros dijo que, bueno, tal vez, haya techos sin ocupar hasta 2025.
Una crisis es eso: vacío. Un exceso de ladrillo nuevo en desuso y de gente vieja usada.
El vacío es también caminar sobre las nubes. El vapor de las ilusiones.
Mi abuela, una italiana que fue pobre, decía: «No se cuentan los frijoles hasta tenerlos en la mano».
En España plantaron frijoles mágicos para subir bien alto en el cielo. Les llamaron aeropuertos.
Al aeropuerto de Castellón, donde hundieron ciento cincuenta millones de euros, lo inauguraron con pompa y banda en marzo de 2011. Mil quinientas personas fueron en autobús a ver el corte de cintas. Años después, Castellón no tiene aviones y no tiene —porque nunca tuvo— permiso para navegación. Lo que tiene —por tener— es una estatua colosal inspirada en su promotor, un presidente provincial, Carlos Fabra. El ego de Fabra es de metal y pesa veinte toneladas.
Al aeropuerto de Ciudad Real —mil millones de euros— lo cerraron en 2012. En Córdoba expropiaron terrenos para ampliar la pista en espera de los turistas, que nunca vinieron. Al de Murcia-Corvera lo trazaron entusiasmados por la proliferación de resorts y los campos de golf, pero los viajeros del norte de Europa llegaron menos veces que los matorrales que se esparcen entre el estacionamiento sin autos y la pista sin aviones.
Y luego está Lleida: noventa y cinco millones de euros para apenas cuatro vuelos semanales. El informativo Veinte minutos mostró que, con el último avión, el concesionario abre el restaurante del aeropuerto para que los habitantes de la ciudad tomen cenas al aire libre. El dj que las ameniza dice haber pinchado en bodas y todo tipo de fiestas pero, como eso, nada.
«Eso» es —llenar el vacío o— seguir cayendo.
Tres tristes trenes trasiegan trochas sin trucos en la trastera.
Tren rápido núm. 1: AVE (por Alta Velocidad Española) entre Madrid y Huesca, en el norte de España. Valles y colinas que empiezan a verdear, tractores nuevos, casonas de cien años. Aquí y allá, molinos de viento: pinchos blancos, lustrosos como cerámicas que parecen creados por un diseñador de Apple.
Eso era España —sigue siendo— hasta hace poco: la modernidad clavando la pica en la tierra profunda de las tradiciones. Una prueba de que el pasado puede —debe— quedar detrás.
Tren rápido núm. 2: Primero, el agrado. En la pequeña estación de la pequeña Huesca todo está limpio, todo parece a medida y bien usado, funcional. Hay un tráfico saludable de público. Luego, la desazón. En la monumental estación de la gran Zaragoza todo está limpio, todo es descomunal y desmedido, casi sin usar, cuidado pero disfuncional. Es martes, son las cuatro de la tarde y soy la única persona —en toda la estación— para parar el viento pirineico que chifla por los andenes. Un monumento pensado para otra época, otro ejemplo del mito del crecimiento infinito de las habichuelas mágicas. Una pena.
Tren rápido núm. 3: AVE entre Huesca y Madrid. Gumersindo Alonso, un colega, cuenta que unos días atrás escuchaba a una mujer hablar a los gritos por su teléfono móvil. Era una señora algo mayor, de provincias, voz sin algodones.
—Que estoy en el AVE — decía la señora muy señorona— ¿Que cómo es? Pues cómo va a ser: normalito.
—»Normalito», dijo, como si el AVE hubiera estado aquí toda la vida —dijo Gumersindo—. No valoramos lo que tenemos.
El triste tren del atraso, a trancas, no trasiega tan atrás.
Hace un tiempo, un banquero me dijo en Washington que, si quería, si se me antojaba, si me aventuraba, podía comprar un caserón de dos plantas, antiguo, en Galicia, por menos de cien mil euros.
—Los españoles están caídos del hambre.
—¿Sí?
—Ya no gritan tanto.
No le creí mucho, pero en abril, The New York Times invitaba a sus lectores millonarios a unirse a rusos y chinos en la cacería de propiedades en Barcelona. Un agente de bienes raíces decía que los precios estaban desmoronados un 35% y que seguirían en los pisos por un par de años. Y si suben, no volverán a los niveles de 2007 cuando eran, muy apropiadamente para Barcelunya, surrealistas.
En las crisis se gana y pierde la voz. La disfonía que sucede a la protesta enojada o el silencio del que —porque el horizonte no parece tener línea— ni quiere hablar.
Cuando llegué a Madrid, el Rastro y Chueca no rebosaban de paseantes y sonaban disfónicos. Además de los rumanos de unos años atrás, quienes ahora pedían en la calle, hablaban español castizo. Un tipo atlético, pelo y barba rubios, vestido con ropa de deportista despellejada por el uso, pedía unas monedas echado en la vereda con desgano. Al lado, dos perros de pelos largos, antes blancos ahora gris, enredados. Al frente, visible por entre las piernas de los paseantes, un latino en un taburete que toca —tópico— «El cóndor pasa» con guitarra y sikus.
—Ya con esa canción —retó el godo—. Vete a otro lado, que me espantas a los perros.
—Vete tú —devolvió el otro, bajito, marrón, migrante—, que tenemos el mismo derecho de estar aquí los dos.
Dos jodidos en guerra. Los nuevos gritones.
Según un estudio de la ONG Intermón Oxfam, a fines de 2012, en España había dieciocho millones de personas en riesgo de pobreza y exclusión social. El bienestar precedente, decía el informe, recién volvería en un cuarto de siglo. El problema es, entonces, el mientras tanto, pues en una década esos cuatro de cada diez españoles hoy en riesgo serían —¡hostias!— pobres.
En el Congreso de Periodismo, en Huesca, un joven aspirante a desempleado —periodista— dijo desde el público que en España hay pobreza como en América Latina. Los cinco periodistas latinoamericanos que ocupábamos el panel nos miramos entre risas.
¿Puede la escasa pobreza europea ser la clase media de mucha América Latina?
Es viernes, son tapas de Ávila y es el bar Los Torreznos, en Salamanca. La chica de la barra me saluda en un castizo arrastrado, barriobajero: es latinoamericana pero se afana para jugar de local. Pido un montadito de queso de cabra, piquillos, jamón y boquerones, una Cruzcampo. Nota mi acento, me mira fijo.
La siguiente vez que crucemos palabras su acento será paisa.
—Está difícil.
—¿Mucho?
—Mucho, pero igual se come, eh. Esto no es como allá.
—La española sigue siendo una sociedad ofensivamente próspera. Más que crisis económica, España —las Españas—, lo que tiene, es una crisis de personalidad.
Éste es Roberto Valencia, habitante casual de Vitoria-Gasteiz, ojos del color cenizo del cielo de Galicia, paciente padre de Alejandra, de Soyapango, doce años invertidos en Centroamérica, hijo de Euskadi, tierra de buen mar para la mesa, periodista de varios lugares.
—¿Qué quiere decir «ofensivamente próspera»?
—Acá todos se quejan de lo mal que están, pero todos tienen salud y educación «de calidad» garantizadas. Internet, paro, subvenciones, pensiones. Muchas de ellas son palabras prohibidas allá, abajo. No soy yo quien va a negar que se han dado algunos pasos atrás y que habrá verdaderos dramas personales, me late que puntuales y los menos publicitados, pero…
—Pero.
—Pero incluso ahora, que se habla tanto de crisis y de «pobreza», se hace tomando cañas y tapas a dos euros, cuando no gintonics a seis cada uno. En fin, que esto sigue siendo Europa. Como Argentina.
Hay crisis de pan y crisis de gintonics. Y es tentador —y a veces certero— ver a ambas protagonizadas por ciudadanos de distinto pelaje. Hay gente que pierde el trabajo y la casa, que sufre y que muere en la «jodienda» y en el «paraíso», pero también hay jerarquías: las crisis no afectan a todos, no igualan. Una crisis en Guatemala o Nicaragua hunde más en las infames enfermedades, el atraso, el olor a mierda: ¿qué político te sacará ventajas, estarás vivo en diez años, Xolotli? Una crisis en Madrid recorta la compra del supermercado, somete el ego a la ignominia personal del seguro de desempleo, mete incertidumbre: ¿cómo pagarás el piso, de qué vivirás hasta tu retiro, José Agustín?
Es curioso que una crisis —que es bien visible— sea también etérea: se respire. En ese estado atmosférico, si hay una crisis que se orea en protesta y otra que se calla, hay también una crisis que se canta.
Debiera existir un índice vocal de crisis: cuántos guitarristas, tríos de música de cámara, trompetistas y flautistas, chicas con chelo y jubilados con órganos Korg tocan sevillanas, pasodobles, tangos, valses por las monedas de la compasión.
Rápido recuento de pocas horas: a la salida de la estación de Metro de Justicia un flaco aporrea «Humo sobre el agua» en una guitarra eléctrica. A sus pies, un cartel de cartón: «Situación precaria». En Gregorio Marañón, un gordo con coleta, suéter y jeans negros, ataca con «Dinero por nada», de Dire Straits. Al frente de la librería FNAC, un quinteto clásico termina el tango «Por una cabeza». Estrofa final:
Basta de carreras, se acabó la timba,
un final reñido yo no vuelvo a ver,
pero si algún pingo llega a ser fija el domingo,
yo me juego entero, qué le voy a hacer.
Rifarse todo. Las monedas de la compasión.
Me dice Carlos Dada, uno de los periodistas del Congreso, salvadoreño, dos medialunas de insomne de tiempo completo bajo los ojos, director del periódico digital El Faro, hombre de buena risa:
—La década del boom y la falta de memoria de la sociedad española han hecho que esta situación los tome por sorpresa, y que no vean la salida. La crisis es real y grave; pero la percepción, y la depresión, es mucho mayor.
Estudio del Instituto Nacional de Estadística, abril de 2013: el parado español tiene un cuarto de catalá y otro de andalú. Es un hombre soltero en la plenitud de sus fuerzas —30 a 35 años— aunque no plenamente formado —60% apenas completó secundaria—. La mitad perdió su empleo hace más de un año.
Mientras leo el reporte, veo que El País ilustró las estadísticas pintando la infografía de color morado. El color del golpe, de la sangre que se estanca.
Compartimos tren con Alberto Salcedo Ramos, cronista heredero de la Barranquilla de Gabriel García Márquez, premio de casi todo —Rey de España, Simón Bolívar, Sociedad Interamericana de Prensa—, fino oído para escuchar, músico de palabras. Miramos España a un lado y a otro. Yo voy a Madrid, él pasará por Zaragoza y Barcelona.
Un día, a poco tiempo de recibir el premio Ortega y Gasset en la península, me dirá:
—Yo les dije a algunos españoles en un almuerzo: nosotros en América llevamos cinco siglos en crisis, en parte por culpa de ustedes, y no nos quejamos tanto. Ustedes hablan de crisis pero acá uno puede caminar de madrugada por una calle y no lo matan con un destornillador en la barriga para robarle el teléfono celular. Reducir la crisis a lo estrictamente económico sigue siendo una forma de codicia.
Escenas de la TV del mundo viejo. Diciembre de 2012, una semana antes de Navidad. En las veredas que merodean la Calle de Alcalá, una periodista de El Mundo pregunta: «Vamos, que qué tanto se siente la crisis».
Señor con cara de ser torturado por sus memorias, sobretodo negro, corbata azul, chalina, dice, poco convincente: «Sí, por supuesto, pago más el IVA, la seguridad social… Muy mal, muy mal, sí».
Hombre joven que repara electrodomésticos: «Yo reparo electrodomésticos y, bueno, en la reparación de electrodomésticos…».
Caballero con pinta de abuelo, gorra de abuelo, cara de almacenero jubilado:
«Cincuenta por cien», dice, y mira a la esposa, los pelos rubios de peluquería. «¿Que menos? —vuelve al micrófono—. Menos —sonríe—. Bueno, mucho no, ¿vale?», ríe.
Crisis.
¿Crisis?
Olga Lucía Lozano es colombiana, habla tranquila, ríe fuerte, es la creativa detrás de La Silla Vacía, un proyecto digital de investigaciones que en España dejó muchos labios formando una «o» entre periodistas sin empleo, con miedo a perderlo o convertidos —contra su voluntad— en emprendedores.
—De ida y de vuelta la crisis pareciera tener una presencia más fuerte en los discursos de los españoles que el mundo real. Hay crisis en las palabras, en los relatos y en las quejas constantes. Hay señales en los espacios a medio construir, en los escenarios deshabitados y las señales que deja en el negocio urbanístico o en lo que muchos consideran el esplendor citadino. Pero, en contraste con los que no vamos y volvemos de las crisis, sino que convivimos con ella en las ciudades de América Latina, no parece tan duro.
La estación de Metro de Diego de León está fría. Es marzo, un cantante canta, el pasaje pasa. Tiene una barba agresiva y el pelo corto y un sombrerito, y tiene la guitarra y los jeans negros a la pierna y el suéter gris y llos tenis rojos. A sus pies, la caja de la guitarra cuenta un billete de cinco euros, diez o quince monedas y una calcomanía con la «A» anárquica.
El cantante tendrá treinta y pocos años, acento andaluz y temblor de cantejondo en la voz:
Pasa la vida y no has notado que has vivido,
cuando pasa la vida y no has notado que has vivido,
cuando pasa la vida, pasa la vida.
Tus ilusiones y tus bellos sueños, todo se olvida
tus ilusiones y tus bellos sueños, todo se olvida.
Pasa la gente —pasa la vida—, nadie deja nada.
Las palabras hacen el mundo.
El río Valparaíso es el límite norte del pueblo más pobre de España, en Zamora, en la tierra del vino, a pocos kilómetros de la frontera noroeste con Portugal. En el lugar había fronda y, en el pasado pasado, cuando moros y cristianos se daban en la madre, bajo las arboledas se escondían los bandoleros para asaltar al viajero distraído. Ahora quien lo asaltó fueron un alcalde y su hijo.
En marzo de 2012, la BBC produjo una historia sobre el pueblo, un lunar donde viven doscientas cuarenta personas que habían acumulado una deuda de 4.6 millones de euros. Felix Roncero, su alcalde, dijo que su predecesor se rifó el dinero. El hijo habría organizado fiestas, celebraciones, malgastaba la plata en construcciones, pagaba salarios pero no la deuda a la seguridad social. El pueblo fue embargado: lotes, casas, el bar. La ley evitó que también lo fueran la alcaldía y la residencia de ancianos donde una veintena de hombres y mujeres en sillas de rueda se empastan con papillas.
El pueblo, porque las palabras definen el mundo, se llama Peleas de Abajo.
Semántica de crisis:
En España, el despido moderno es una sigla, ere, por Expediente de Regulación del Empleo. El ERE, cuando designa algo, designa una cifra: 332, 842 registrados y, de ellos, 56,020 despedidos en sólo nueve meses de 2012.
O sea, en España, el trabajo es un eufemismo: los empleos no se pierden, las horas de trabajo no se reducen, no hay suspendidos. Nada más se regulan expedientes.
Crisis semántica.
Cuando sea, un hijo es un hijo es un hijo es un hijo.
—El chaval ahora está aquí, conmigo —dice el señor, bigote cano, bajo, cero pelos en la mollera.
«Aquí» es un taxi.
—Estudió, pero dejó. La crisis. Conduce cuando yo no. También se ha mudao a nuestro piso.
El hijo tiene veinte, la hija se casó bien: el marido es profesional.
Son las cinco de la mañana de un domingo y el señor sin pelos en la lengua conduce con la frescura de quien lleva pocas horas en fajina.
—De día conduce él, el chaval. A la noche es mi turno. Mejor así, más tranquilo.
El auto huele a cuero nuevo, aunque es un modelo 2009 y es 2013.
—Así son las cosas.
Cuando llegó al hotel, el señor sin pelos en la cabeza pidió que yo cargara mi maleta a la cajuela del auto —tiene lumbalgia y el médico le ha prohibido esfuerzos—, pero apenas acabé, él mismo subió la de mi compañera de viaje.
—Si hay mujer, uno ayuda.
El señor con pelos en los labios no tiene un pelo de tonto.
—Cosa de caballero.
Lunes, Puerta del Sol, manifestación. El colectivo ¿Quién teme a la filosofía? protesta contra la reforma educativa del gobierno de Mariano Rajoy, que privilegia los saberes prácticos —para mejorar, dicen, la empleabilidad— y convertiría la Historia de la Filosofía, troncal y obligatoria en el segundo año de Bachillerato, en optativa y sólo para los estudiantes de Humanidades.
Treinta personas en hemiciclo. Habla una muchacha gordita, retaca, anteojos, pelo suelto, gola de futura maestra. Viste, como los demás, una camiseta celeste con la muy académica consigna «Vivir sin filosofía es tener los ojos cerrados sin tratar de abrirlos jamás».
Dice al micrófono:
—La filosofía sirve para cuatro cosas: uno, nos da una visión del mundo; dos…
Se muere el micrófono. Nadie protesta. La chica busca reactivarlo, pero el aparato muere con un ronquido.
—Dos… 2013insiste, la voz alzándose para superar el murmullo de Sol.
—¡Oro, compramos oro! —suenan, con mayor efectividad, dos hombres que promocionan a Los Kilates del Arenal, que, por si fuera necesario, también compra plata.
A diez metros del grupo, cuatro policías ríen entre sí, porque sí.
Leer periódicos durante una crisis es más que someterse al látigo: es pedirlo.
Un día de marzo, entre pepito y café, la prensa cuenta.
Suben los morosos en la banca. La UE, muy seria, informa que, si rescata a Chipre, será con cepo, corralito y un corsé de clavos: los salvatajes de los grandes meten a los chicos en correccionales con institutrices alemanas. Un reporte público afirma que 22% de los españoles evade al fisco y otro, de los empresarios del País Vasco, que desaparecieron setecientas dieciocho empresas en Euskadi en los primeros sesenta días del año. A Hacienda se le escapa el cardumen de peces grandes y medianos y un océano de jureles.
Como ya no hay —tanto— dinero, las empresas empiezan a eliminar el exceso de cargos de las buenas épocas y cantan un largo adiós a superjefes de logística, megavendedores del área comercial, vacas gordas de la estrategia corporativa. La grasa se debe quemar rápido para estar en forma.
Los clubes de futbol de La Liga deben quinientos cuarenta millones de euros a Hacienda; los de segunda y categorías menores, ciento cincuenta y cinco millones. En febrero se conocieron los resultados de un estudio encargado por La Liga a una consultora: la mayoría de los clubes están en riesgo de desaparecer. El Valencia, campeón de pico y pala, pasó a manos de la Generalitat. Su estadio, que quedó a medio construir, parece su opuesto, un circo romano a medio destruir. El circo puede ocultar el hambre, pero el hambre nunca salvará a ningún circo.
El último en decirme algo en el periódico es César Alierta, el —más pálido, más gris— jefe de la Gran Teta de España, Telefónica: «Nos preguntan siempre que cuándo vamos a tocar fondo y nosotros les decimos que ya», registra un periódico. «La crisis está acabando».
Un mes después, la prensa dice, para beneplácito de todos, que el señor gobierno, los señores expertos, el señorísimo Banco de España y los muy señorones organismos internacionales, coinciden con Alierta: la crisis tocó piso a fines de 2012.
Un mes después, la prensa dice que, por primera vez en la historia, España supera los seis millones de desempleados.
Digo: la economía puede haber frenado al borde del abismo, pero la inercia sigue tirando cuerpos a él.
Leer periódicos en la crisis no es someterse al látigo: es pedirlo. Con fruición.
Todos los años, el Real Instituto Elcano publica un barómetro: cómo se ve España.
Dos años atrás, un estudio del banco BBVA contaba que la productividad española por hora trabajada era heroica. Al país de la siesta y los tapeos de maratón le faltaba para alcanzar el promedio europeo pero era ya tenía uno mayor que, domo arigato, el japonés.
Cuando el país crecía —a un promedio de 3.5% desde 1985 y hasta 2007—, el milagro español asombraba a quienes queríamos creer y los hijos de la Corona andaban anchos por el mundo, las voces rugientes, altos cañones de la Armada Invencible. Pero cuando el hilo de la crisis se reveló cada jalón exhibía más de una madeja sebosa de despilfarros, deudas y déficits de gobiernos, familias y empresas.
Así, a inicios de este año, los alemanes hablaron muy mal de España. Es débil, dijeron; es corrupta y tradicionalista, dijeron. Ociosa. El Real Instituto Elcano dictaminó, entonces y extraoficialmente, lo que todos sabían: el milagro español ya no existe. De todos modos, dice el reporte, a pesar del deterioro España todavía es bien valorada en Alemania, donde lo califican con 6.1 en una escala de cero a diez. A Grecia, recuerda, le pusieron 4.6.
Es curioso cómo funciona la autoconmiseración: el muerto podrá sufrir, pero se aliviará de no estar degollado.
La crisis cambia la psicología de las personas.
Depresión, tristeza. Rabia. Se toman más ansiolíticos, se bebe peor. Se duerme mal, el rendimiento se asfixia. Varias asociaciones de ayuda contaron a la decana del Colegio de Psicólogos de Galicia que un tercio de los suicidas de la comunidad son personas desahuciadas de las viviendas que ya no pueden pagar.
Es de espanto: entre 2008 y 2012, cerca de medio millón de familias fueron expulsadas por los jueces de sus hogares. En España, la ley inmobiliaria carga a las personas con el sambenito de la Inquisición pues prohíbe a nadie enviar a la quiebra su deuda hipotecaria. En marzo, la ue apuntó con el índice a la norma y dio potestad inmediata a los jueces del país para que detengan los desalojos mientras investigan si las familias han firmado créditos con cláusulas abusivas.
El fallo del Tribunal de Justicia de la UE que puede permitir a miles mantener sus techos, nació de una demanda de un desahuciado de Barcelona llamado Mohamed Aziz. Mucha España le deberá su casa a un migrante, a un mal mirado, un negado, Aziz, un moro.
La crisis debe cambiar la psicología de las personas.
Telefónica ganó casi cuatro mil millones de euros en 2012 —27% menos que el año anterior—. Repsol, la expropiada, ganó dos mil millones —6% menos—. BBVA ganó mil setecientos millones —44% menos—. Hay gente que se indigna: ¿por qué el gran capital siempre gana cuando yo pierdo?
Pues bien: la siderúrgica Acerinox perdió dieciocho millones de euros en 2012. IAG perdió novecientos veintitres millones e Iberia trescientos cincuenta y un millones. Bankia, el holding financiero, perdió veintiún mil doscientos millones de euros. Hay gente que festeja: era hora de que les toque perder.
Las crisis no dejan pensar bien.
En el Metro, siete años atrás, los más jóvenes, los del medio, los más viejos eran muy españoles: hablaban con el volumen de las multitudes. Hace un mes, el Metro era una sala de espera de hospital: el silencio del miedo, las arrugas de la preocupación. Los únicos que se oyen son los adolescentes, porque están en la edad en que nada importa, y los necesitados, porque están en la edad en la que todo importa.
El tipo es muy alto y muy flaco y camina por el centro del vagón con la vista al frente y el ojo afiebrado del poseso. Hablará sin pausas.
—Llevo una semana sin comer, salí de la cárcel en condicional hace un mes y no quisiera pediros nada porque el hombre debe valerse por sí mismo y yo me he equivocao y la he pagao y ahora quiero una oportunidad de hacer las cosas bien soy una persona de bien y tengo hambre y me duele el estómago llevo días sin dormir y hasta siento mareos si me dáis dinero está bien y para que veáis que mi hambre es verdadera y no busco unas monedas para beber si me dais algo de comer por dios os digo que me lo como delante de vosotros.
Una pareja le pasa un par de monedas y una abuela saca de su cartera una bruta garrapiñada de maníes. El ex prisionero insomne y famélico se detiene y, con toda la pausa recuperada, dice:
—Disculpad, pero no puedo. Soy diabético.
Caminamos en el principio de la noche zurrados por el frío. Mi colega lleva rato azotando el deseo exacerbado de sus compatriotas. Que cómo comprarse un piso que no puedes pagar con tu salario. Que cómo, incluso, pensar en tener un segundo. Y un auto nuevo y muchas vacaciones. Que él nunca compró: que renta. Que la ex esposa le dice que siempre fue un agarrado y él, ahora, relajado, ante las evidencias del jaleo, la ve y ve un velorio: ella y su nueva pareja con el agua al cuello para pagar la hipoteca de la casa que él no quiso.
—No entiendo cómo en este país la gente hace estas cosas —dice.
Quiero decirle que vivo en Estados Unidos, que tampoco entiendo cómo en este país —cómo en muchos países— la gente hace las cosas. Pero sobrevivimos a irracionalidades mayores —guerras, latrocinios, hambrunas, Mariah Carey— y callo. Además, estoy sin comer.
Cuando llegamos al bar, pedimos serrano, tortilla de patatas, cañas, y sigo callado. Mejor reímos.
Bienvenidos a España.
—Buen día, vi el anuncio en la calle de Francisco de Silvela.
El anuncio decía: «Precios sin competencia. Pintor profesional. Techos, locales, pisos, su comunidad. Experiencia en pintura lisa y gota. Pintamos todo. Presupuesto gratis y sin compromiso. Seriedad, limpieza, rapidez».
Era un cartelito del tamaño de un posavasos pegado en la pared de un edificio gris, en una esquina donde pasan muchos autos y pocos paseantes. El número de teléfono estaba borroneado pero aun parecía legible. Un sábado por la mañana decidí probarlo, conocer algo más de alguien que no vive en Peleas de Abajo pero que conoce las ídem.
—¿Podría hablar con el pintor?
La mujer que atendió no perdió el tiempo.
—No está más. Se volvió a su país.
Adiós, España.\\
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