Argentinos al grito de guerra
Historias de los argentinos que la dictadura militar trajo a México
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Año 2011. 24 de marzo. Anochecer tibio de primavera chilanga. Las «islas» de Ciudad Universitaria están cubiertas de jacarandas y de estudiantes que salen de las últimas clases del día. En la explanada de Rectoría, un grupo de chavos despliega una pancarta: «Todos somos hijos de una misma historia». Sonríen ante la cámara. Ellos saben hacer de la militancia por la memoria y la justicia un ejercicio de alegría compartida. Así es siempre. Cada vez que se juntan para denunciar, para exigir, para «escrachar», para volver a reflexionar juntos, para apapacharse: lo que gana es la alegría. Son los hijos de desaparecidos. Mejor dicho los H.I.J.O.S. (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio). Y ahí están todos (todos los que andan por aquí): los de México, los de Argentina, los de Uruguay, los de Guatemala, los de Perú. Porque finalmente ellos saben que somos hijos de una misma historia. La historia de violencia que ha marcado a nuestro continente.
Hoy, 24 de marzo, anochecer de primavera chilanga, recordamos el golpe de Estado cívico-militar que instauró en la Argentina la más terrible dictadura de la historia de aquel país. Una de las hijas grita: «Treinta mil compañeros desaparecidos». «Presente», le responden los demás al unísono. Y yo y otros más que recordamos muchos rostros queridos dentro de esos treinta mil, lloramos.
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Déjenme confesarles que tengo una relación extraña, más bien fetichista con las fotos. No con la fotografía como arte u oficio, o ambas cosas a la vez, sino con esos cuadritos o rectangulitos en los que nos afanamos por detener el paso del tiempo, imágenes que van convirtiéndose en un archivo de lo que ya no somos. Pocas cosas me conmueven tanto como mirar esas fotos –y no tienen que ser ni siquiera de gente conocida–, casi siempre mal enfocadas o mal iluminadas, que toda familia guarda entre sus tesoros más preciados.
Yo, les decía, tengo una relación más bien fetichista con las fotos y quizá se deba a que durante muchos, muchos años la carencia de eso que toda familia guarda fue para mí el símbolo por excelencia del exilio. No tener fotos era no tener huella, no tener testigos…
Y no es que no las hubiéramos tenido alguna vez. Mi padre compró cuando yo nací una vieja cámara (¿era ya vieja en ese momento?) Voigtländer y se dedicó a halagarnos y a torturarnos, en igual medida, con sus afanes de fotógrafo. Es decir que tuvimos nuestras fotos de bebés, del primer día de clases, de las vacaciones en la playa, allá por Villa Gessell, año 1966, en fin… los dos hermanos mayores, después los cuatro, con mamá, con amigos, con los perros… ustedes saben, lo que se dice un buen álbum familiar.
CONTINUAR LEYENDOEn el mismo cajón (y ahora que escribo la palabra «cajón» pienso que es la forma en que se le llama a los ataúdes), bueno, pues en el mismo cajón (Vive Lacan!) estaban también las fotos que habíamos recibido de los abuelos y bisabuelos. Eran fotos más formales, por supuesto, que aquellas que armaba el «espíritu de artista» de mi padre. Muchas eran en sepia y mostraban gestos y rostros adustos o juguetones, pero, en todo caso, invariablemente antiguos. Descubrirme en la mirada risueña de una niña de 1915 que con el tiempo llegaría a ser mi abuela, podía conmoverme como pocas cosas, aunque ahora que lo pienso, quizá menos de lo que hoy me conmueve descubrir rastros de esa misma niña en la mirada de mi hija.
En fin, por ser la primogénita, o quizás porque veían en mí algo así como un buen depósito de memoria, fui recibiendo durante los primeros dieciséis años de mi vida cientos de fotos y de historias. Y no se preocupen, que no les voy a contar una versión subdesarrollada y conosureña de Memorias de Antonia. Se trata solamente de que tenía ganas de empezar así, por aquello que fue durante años en mi imaginario lo que condensaba la sensación de precariedad del exilio.
Al dejar la Argentina sólo habíamos tenido el tiempo justo para armar unas cuantas maletas (no demasiadas, no fuera cosa tampoco de que los agentes de migración sospecharan que el equipaje que traíamos era mucho para los cuarenta días que marcaba la visa). Las fotos quedaron en su cajón. Aunque suene cursi, quiero creer que siguen ahí, porque a quién pueden interesarle fotos viejas, mal enfocadas o mal iluminadas, donde una abuela niña le sonríe en eterna complicidad a una nieta que hoy, con más de cincuenta años, ya no puede mirarla.
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Año 1966. Estoy en la cocina desayunando antes de irme a la escuela. Es invierno y hace apenas tres meses que empecé la primaria. En la radio se escucha música militar y un «comunicado» que no alcanzo a entender. «¡Hay golpe!», grita mamá. El general Juan Carlos Onganía asume la presidencia de la República, dice el locutor. Es la primera vez que escucho hablar de un «golpe de Estado», pero, como toda la gente de mi generación, no será la última. «Estado de sitio» también se suma a nuestro vocabulario. Tenemos la edad de Mafalda, pero entendemos mucho menos que ella. Conciencia política hecha a golpes la de los nacidos en los sesenta. Poco después vino la represión de la Noche de los Bastones Largos, en la cual la policía desalojó violentamente a los estudiantes y los profesores que ocupaban parte de la Universidad de Buenos Aires, para mostrar su oposición al régimen militar.
Más o menos por la misma época se llevaron preso a mi padre. Por «zurdo». Lo encerraron en la comisaría que estaba a unas quince cuadras de casa y donde los policías le decían: «Perdón, doctor, pero son órdenes». Claro, eran otras épocas. Cuando muchos años después se habló de la Ley de Obediencia Debida –en 1987, ya en pleno gobierno democrático–, con la cual se amparaban los torturadores para explicar las violaciones a los derechos humanos, recordé con estupor el «Perdón, doctor, pero son órdenes». Con o sin peticiones de disculpa, lo tuvieron ahí alrededor de dos semanas. Mi hermano y yo aprendimos para siempre que a la cárcel van los «buenos». Desde entonces desconfiamos de todas las series gringas y empezamos a entender dónde estamos parados.
Hacia 1970, yo estaba en cuarto año de primaria, y a mi maestra le tocó preparar la celebración del día de la OEA. Cada uno de nosotros tenía que hacer una bandera en papel crepé. «A Cuba no podemos considerarla un país», dijo y se lo saltó; no incluyó a la isla en el festejo. Yo, que tenía una foto de mi abuela en su cumpleaños número cincuenta con Nicolás Guillén, protesté. «Sensemayá, la culebra. Sensemayá». Cuando no ponían música clásica o jazz en el tocadiscos, mis padres escuchaban discos de poesía. Y a mí me daba una tristeza terrible porque la poesía, como las fotos, desde entonces me hace sentir la violencia de lo fugaz.
Para completar el panorama de la intolerancia, la directora de la escuela nos prohibió bailar el «Pata Pata», que por entonces hacía furor cantado por Miriam Makeba. Ésa fue la educación que nos dio la escuela pública argentina. Lo más «moderno» que aceptó que bailáramos fue una cumbia. Desde entonces se me traban los pies cuando escucho «… con su pollera colorada». Quiero creer que lo mío es más resistencia ideológica que falta de coordinación…
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Año 1973. Pero ahí estaban ya la Revolución Cubana, los movimientos de liberación en América Latina, la foto del Che asesinado en Bolivia, las barricadas y la represión que veíamos en el noticiero. Íbamos medio ubicándonos a los tumbos: los Beatles, «La imaginación al poder», Martin Luther King, «Perón vuelve» escrito en las paredes del barrio. Era imposible no sentir la presencia cotidiana de la política. Héctor J. Cámpora llegó a la presidencia en las elecciones convocadas por el general Alejandro Agustín Lanusse. En realidad, el papel de Cámpora había sido decidido por Juan Domingo Perón, debido a que su propia candidatura (e incluso su presencia) estaba proscrita desde que el golpe de Estado de 1955 lo derrocara. El lema de las elecciones había sido: «Cámpora al gobierno, Perón al poder». Y si a Perón lo llamaban cariñosamente el Viejo (el padre), Cámpora sería el Tío. Comprometido con los sectores más progresistas y de izquierda del espectro político, Héctor Cámpora fue el creador de nuestra cortísima «primavera democrática».
Mientras el nuevo presidente iniciaba su mandato y organizaba el retorno del líder del peronismo, yo empezaba la secundaria. Me estrené en el Centro de Estudiantes: sesiones interminables, cigarros, libros que convenía llevar «forrados» para no llamar la atención.
Con la llegada del peronismo camporista se abrió el espacio para que las discusiones que venían dándose en diversos sectores de izquierda sobre la necesidad de una transformación de fondo en el país, en especial entre los jóvenes, se hicieran abiertas y cada vez más intensas. ¿Valía la pena o no la lucha armada? ¿Estaban dadas las condiciones para la revolución? Se fortaleció entre muchos, entonces, la opción por la guerrilla. Los grupos más fuertes fueron los Montoneros (peronistas) y el Ejército Revolucionario del Pueblo (marxistas), ambos nacidos en los años sesenta.
El entusiasmo pasó tan rápidamente como esos luminosos meses de la historia argentina. Perón volvió, como lo habían prometido las pintadas en las calles, pero lo hizo acompañado de dos figuras negras: su mujer, María Estela Martínez (más conocida como Isabelita), y uno de los artífices del horror en el país, José López Rega, creador de la sanguinaria Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Cámpora dejó entonces el gobierno y, como se había acordado, el presidente de la cámara de diputados llamó a nuevas elecciones. Juan Domingo Perón y su esposa arrasaron con más de 60% de los votos. En julio de 1974, a la muerte de Perón, ella se convirtió en presidenta y dirigió el país con la muy fuerte presencia del Brujo López Rega. Fue realmente en ese momento que se iniciaron la represión y la violencia que se agudizarían después del golpe cívico-militar de 1976.
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Año 1976. Tres militares con cara de triunfo, y una vez más las marchas y los comunicados por la radio. El 24 de marzo, un golpe de Estado derrocó al gobierno de Isabel Perón y estableció la dictadura más sangrienta en un país «acostumbrado» al autoritarismo y a la violencia; la dictadura de los treinta mil desaparecidos, la de las Madres de Plaza de Mayo, la del Mundial de Futbol y los campos de concentración, la de las inimaginables torturas y la Guerra de las Malvinas.
Mis padres eran de la gente de izquierda que se oponía a la lucha armada. Cuando los militares asumieron el poder, los consideraron «ideólogos» y los convirtieron en «enemigos de las instituciones». Y, por lo tanto, en personas non gratas en el país. Pensar era peligroso con o sin armas en las manos. Pensar era tan peligroso que entre lo que prohibieron los militares estaba la «matemática moderna» (sí, aunque no lo crean: la de la teoría de conjuntos), la enciclopedia Barsa (por «roja», habrían dicho los españoles), y una larguísima serie de libros, obras de teatro, canciones, películas (ya a comienzos de los setenta, si se quería ver buen cine –Fellini, Bergman, Antonioni y los que se les ocurra–, lo mejor era viajar al Uruguay. Del lado porteño del Río de la Plata, la censura era brutal contra cualquier propuesta «pensante». Todos nos habíamos vuelto «subversivos»).
Mi tía más joven –apenas ocho años mayor que yo– había decidido que sí, que valía la pena la lucha armada, y se sumó a la guerrilla. Desapareció hace ya treinta y cinco años. Sus tres hijos heredaron su sonrisa, y son mucho mayores de lo que ella llegó a ser nunca.
El miedo y la incertidumbre se convirtieron en presencias cotidianas; comenzaba nuestro verdadero bautizo político. Cualquiera es valiente en las buenas, pero ahora… Volvimos a bajar la voz cuando hablábamos de algunos temas, a viajar asustados en el colectivo porque en cualquier momento los soldados o la policía nos hacían bajar, nos pedían documentos, nos palpaban de armas. Aprendí a desconfiar para siempre de cualquier optimismo histórico. Somos del bando de los perdedores y difícilmente eso cambiará alguna vez. «Con los pobres de la tierra / quiero yo mi suerte echar» –había escrito José Martí–, el arroyo de la sierra me complace más que el mar». A los quince años, yo no sabía nada de América Latina –a pesar de los noticieros y las canciones– ni de la pobreza, pero compartía ya con muchos la marca de la derrota.
«Nos vamos a México», nos dijeron mis padres una mañana de junio, diez años después de que yo hubiera aprendido qué quería decir Estado de sitio. Y llegó entonces el vértigo: desarmar la casa, hacer trámites, despedirse de los amigos pero sin dar demasiados datos (México era un país sospechoso de recibir «subversivos», llorar con los más cercanos, planear futuros encuentros, imaginar aterrados otra vida, abrazar al perro que no podíamos traer, salir en bicicleta a mirar las calles del barrio (¡qué poco las había mirado en todos esos años!), disimular en la escuela. En esas pocas semanas me olvidé por completo de las fotos. Ésas que quedaron en el cajón.
Y entonces, en el momento más terrible de la historia del país, yo descubrí a la vez el dolor y la libertad. Llegamos a México la madrugada del 9 de julio, después de una noche pasada en el avión. No pude dormir, estaba asustada, lloraba, y pensaba que en cuanto pudiera regresaría allá, a mi casa, al lugar donde había vivido durante toda la vida.
Peor les fue a muchos que se quedaron, claro. Peor le fue al ex presidente Cámpora, quien pidió asilo en la Embajada de México, donde lo recibieron con la solidaridad y la generosidad que caracterizaba la política exterior de este país, pero de donde no pudo salir hasta casi cuatro años después cuando, ya gravemente enfermo, los militares le autorizaron el viaje que lo llevaría a morir a diez mil kilómetros de la Argentina. El presidente que había ganado las elecciones con más de 50% de los votos y cuya primera medida de gobierno había sido decretar la liberación de los presos políticos fue condenado a pasar los últimos años de su vida en el reducido espacio de la sede diplomática mexicana. La violenta intransigencia de los militares no cedió ante los constantes reclamos del gobierno mexicano –encabezado primero por Luis Echeverría y luego por José López Portillo– ni de la comunidad internacional. Cámpora murió el 19 de diciembre de 1980. Lo velamos en la Comisión Argentina de Solidaridad, en esa casa de Las Águilas que el gobierno de México le había dado al exilio argentino quizá para ayudar a que fuera menos dura la distancia. Fue nuestro primer muerto. El muerto de todos los exiliados. Me acuerdo de los rostros desencajados y los ojos llorosos de muchos de los que formaban mi «familia del exilio». La única familia que teníamos por estas tierras: Noé Jitrik, Tununa Mercado y su hermano José, Héctor Schmucler, Esteban Righi –quien había sido Ministro del Interior durante el gobierno de Cámpora–, Adriana Puiggrós –hija del rector de la Universidad de Buenos Aires, Rodolfo Puiggrós–, el Negro Pérez, el Gordo Piccato, Óscar Terán–, entrañables todos.
No quisiera convertir estas páginas en una retahíla de anécdotas, algunas propias y otras que hemos compartido casi todos los que recorrimos los caminos del exilio, sobre nuestra vida en este país. Es decir, no quisiera contarles por enésima vez los conflictos de lenguaje y de hospitalidad que se generaban cada vez que un mexicano nos invitaba a «su casa de usted» (creo que todos lo han oído hasta el cansancio. Aunque ayer todavía alguien se rió al imaginar a una familia argentina bastante sorprendida de que los amigos mexicanos, tan corteses ellos, se hubieran invitado así como así a ese pequeño departamento de exiliados donde, de más está decirlo, no alcanzaban ni los vasos ni los platos), en fin, por lo menos, no quisiera hablarles sólo de eso, o del lento aprendizaje (tan lento que algunos nunca lograron concretarlo) de la cortesía y las formas de la cultura nacional, o de la pasmosa impresión de llegar a una ciudad de las dimensiones de ésta, o de los tratos con ese lugar aterrador que era la Secretaría de Gobernación en nuestras vidas, etcétera. Por otra parte, siento que (me) está vedado cualquier intento de abarcar o generalizar la experiencia del exilio. «Cuando dicen que pase el extranjero’ a veces no me doy cuenta de que soy yo», escribe la uruguaya Cristina Peri Rossi. «El exilio son los otros».
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Hoy, muchos seguimos acá y nos consideramos orgullosamente argenmex, porque sabemos que nuestra vida no sería la misma sin los tantos años pasados en este país. Y no sólo por cuestiones de desarrollo profesional, o de oportunidades de trabajo o de las posibilidades de todo tipo que aquí se nos presentaron y se nos presentan cada día. No. Es algo mucho más profundo. Algo fundacional. Algo que hace al núcleo del ser de cada uno. Al «caracú» (tuétano), hubiera dicho el entrañable crítico y narrador David Viñas, que murió a principios de marzo y que también pasó en México parte de su exilio.
Porque ¿dónde está la patria? ¿Cuál es ese lugar en el mundo en el que –más allá de nacionalismos ramplones– se puede decir «estoy en casa»?, ¿existe tal lugar? «La patria está donde están los afectos». «La patria es el sitio en el que están enterrados nuestros muertos». «La patria es donde puedo darle de comer a mis hijos». Hay muy diversas respuestas. Pero todas ellas tienen en común el peso de lo simbólico y lo afectivo por sobre lo geográfico y lo político. La patria es, quizá, como lo decía Benedict Anderson para las naciones, una «comunidad imaginada». Por eso cuando hablo de patria pienso siempre en ese maravilloso poema de José Emilio Pacheco que se llama «Alta traición»:
No amo mi Patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
ciertas gentes,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
Montañas
(y tres o cuatro ríos)
Y uno descubre, con Pacheco, que puede reapropiarse de la palabra «patria», tan cargada, tan vapuleada por izquierdas, derechas y centros. Y pienso que yo estaría dispuesta a dar la vida no por una sino por dos patrias que se me juntan en una sola bocanada y que me llevan de la «esquizofrenia» a la plenitud, de las complicidades al desasosiego. En una de mis patrias crece mi hija, en la otra envejecen mis padres; en una, las urgencias de lo cotidiano me acunan, me sostienen, en la otra la inquietud me hiere y me fascina; en una todo es fuerza y proyectos, en la otra me espera un cajón con fotos…
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Hablarles de las fotos, de esas fotos perdidas para siempre, me lleva a recordar las que aparecen todos los días en un periódico de circulación nacional en Argentina y que convierten a los ausentes en una presencia dolorosa y cotidiana: se trata de las «esquelas» que recuerdan a algunos de los desaparecidos. No hay modo de abrir el periódico y no encontrarse con esos rostros, jóvenes para siempre, que nos miran desde fotos familiares. Es perturbadora esta exhibición de una intimidad hecha del silencio de la muerte. Junto a la superficialidad efectista de la publicidad, que también suele exhibir escenas de cotidianidad doméstica, la esquela funciona como una suerte de agujero negro que absorbe los gestos inventados que tiene alrededor.
Nos buscan como interlocutores de todos los días ¿para que no (los) olvidemos?, ¿para que no perdonemos? Para no dejar de formar parte de la memoria de la sociedad, nos miran: esa chica que tiene un bebé en brazos, esa pareja que apenas sonríe, nerviosa, a punto de entrar al registro civil, el muchacho tan bien peinado de la foto carnet… Los muertos con rostro duelen más.
No hay forma de desviar la mirada, somos testigos involuntarios de esta intimidad desplegada en un octavo de plana que impide que las heridas terminen de cicatrizar. ¿Podrían cicatrizar en una sociedad a la que le han amputado treinta mil cuerpos, treinta mil rostros como los de las fotos, treinta mil historias familiares?
Ser argenmex es también haber aprendido a mirar esas fotos y esa historia desde aquí, desde México. Las miro hoy y siento que, de alguna manera, como el niño aquel de una vieja película que tenía el pelo verde para recordarle al mundo el horror del holocausto, una casi sin querer se va convirtiendo en responsable de la memoria.
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Fotos similares a las de las esquelas, pero ahora sostenidas como carteles y en pleno Paseo de la Reforma, nos acompañaban en las manifestaciones frente a la embajada argentina durante los años más negros de la dictadura (1976-1983). Quiero recuperar el relato que hace Tununa Mercado de una de estas escenas, en su libro En estado de memoria (para mí, lo mejor que se ha escrito sobre el exilio argentino por estos lares):
Otra madre, Laura Bonaparte, llevaba sendos carteles por sus hijos, yernos, hijas y nueras desaparecidos y por su marido muerto en la tortura, y eran tantos sus muertos que tenía que sostenerlos por turno de a uno o distribuir sus retratos entre seis personas hasta que optó por poner una sola gran pancarta con el nombre de toda su familia exterminada. Ella también ha de haber sido una extraña figura para la gente que subía a las Lomas en sus automóviles, y las molestias que provocaba en el tránsito nuestro mitin se han de haber disipado ante la desmesura: una mujer alta, bella, inmóvil, encuadrada por otros, en el centro de una tragedia…Esta madre protagonizó uno de los hechos políticos en los años finales del régimen militar: se encadenó a una de las columnas de la sede consular argentina, en un acto límite de protesta, justo el día de las elecciones, cuando tuvimos que ir para sellar nuestros pasaportes, en una suerte de súbita, ridícula legalidad formal.
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Hay un genial cuento de Max Aub llamado «La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco». En él retrata los desencuentros entre mexicanos y españoles: uno de los meseros de un tradicional café del centro de la ciudad de México ve cómo se pierde intempestivamente la tranquilidad que caracteriza a su trabajo cuando irrumpen en el café y en su vida los grupos de refugiados españoles que llegaron a vivir a este país después de la Guerra Civil. El mesero empieza a entender en esas alteradas discusiones en que todos vociferan y en las que nadie está de acuerdo con nadie que hay un punto de unión entre todos (comunistas, republicanos, anarquistas…): dicen que regresarán a España el día que muera Franco. Así que Ignacio Jurado Martínez decide invertir sus ahorros en recuperar la tranquilidad perdida, y viaja a España a asesinar al caudillo para que los refugiados puedan regresar sin problemas a su país y dejen que su querido café recupere la paz.
No conozco ningún relato similar escrito por argentinos, tal vez porque nos cuesta más reírnos de nosotros mismos con la maestría con que lo hacía Max Aub. Pero sí puedo asegurar que a lo largo de los años de exilio debe haber habido más de un mexicano dispuesto a ir a asesinar a Videla o a Gatieri con tal de dejar de ver a los argentinos del exilio. Con voces varios decibeles por encima de las voces mexicanas y modos generalmente mucho más bruscos, muchos exiliados han ido aprendiendo con el tiempo a «domar» esa natural forma de ser un tanto grosera y prepotente (ni modo: no sería éste un artículo objetivo si no lo reconociera). Uno de los «piropos» que nos hacían al comienzo del exilio, y que nos provocaba una sensación terriblemente ambigua, era: «¿Eres argentino? No pareces». Hoy quiero creer que hemos aprendido a ser argentinos más amables, más considerados, más respetuosos. Como lo escribió el periodista y crítico Carlos Ulanovsky: «Yo le estoy agradecido a México porque me ofreció tranquilidad para aprender otras realidades, distancia para valorar lo propio y tiempo seguro para solucionar las elecciones más definitivas. Ahora, después de tantos años, y de haber vivido como distinto entre otros más distintos a mí, soy otra persona».(2)
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Nunca es fácil dejar el propio país y llegar a uno distinto, ajeno. Sin embargo, la mayor parte de los relatos de los exiliados habla, como el mío, de cómo la generosidad con la que fuimos recibidos en estas tierras ayudó a que el desarraigo fuera menos doloroso. De entre todas las historias que conozco, les cuento una que me parece especialmente conmovedora:
Quiero hacer constar que, urgido, yo le escribía a personalidades e instituciones analíticas de París, Barcelona, Caracas, México. Recibí un rechazo de la presidenta de la sociedad española: «Acá hay demasiados argentinos que compiten en nuestro campo», una carta distante de Serge Leclaire que […] me describía todas las dificultades que tendría yo en París […], y un telegrama del doctor Armando Barriguete, presidente de la Asociación Mexicana, a quien yo no conocía personalmente, que me instaba: «En México donde comen dos, comen tres, ¡vente!». Me conmueve cada vez que lo cuento.(3)
Así es México. Ustedes, amigos mexicanos que quizás estén leyendo estas páginas, lo saben mejor que yo. Pero tal vez piensen que así es en todos lados. Y no: podemos asegurarles que no es así prácticamente en ningún otro sitio. «Donde comen dos, comen tres…».
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Nunca me ha gustado el lado plañidero del exilio, porque sé –como lo saben todos los argentinos que han decidido quedarse– que mi vida sería diferente, que yo misma sería otra, sin ese territorio de libertad que nos descubrió México a mí y a mis dieciséis años, y que me sigue descubriendo tantos años después. No sólo la oportunidad de conocer otros mundos, una historia cuyas raíces llegan tan hondo que me daba vértigo (aún me lo da), adolescentes tan parecidos y tan diferentes a como era yo entonces, un mundo de sensaciones, de sensualidades, de solidaridades inquebrantables, de generosidad, sino además algo que empecé a entender tiempo después: la posibilidad del extrañamiento, de la mirada oblicua; ese quiebre de la lengua que la llena de silencios y de complicidades y que me permite «ser otra en ambas patrias».
En mi primer cumpleaños pasado aquí ya me sentía «mexicana» (whatever that means), hacía un esfuerzo por disimular el acento, seguía pareciéndome detestable el olor a barbacoa del mercado de Mixcoac a las 7:30 de la mañana, pero adoraba ese recorrido que nos llevaba, a mis hermanos y a mí, al colegio que nos estaba mostrando otro modo de educar y no el represivo que nos había prohibido el baile y el festejo, y sobre todo agradecía el recorrido cotidiano que me permitía reunirme con mis tres amigos del alma. Con ellos cantaba «El pueblo unido jamás será vencido» a los gritos por la ventana de mi casa en las Torres de Mixcoac, como catarsis y expresión de deseo, y bailaba enloquecidamente al ritmo de «Horses» de Patti Smith en alguna fiesta de fin de semana. Con ellos descubría las solidaridades y pasiones adolescentes. Eran Ali, Pilar y Juan Carlos. Curiosamente los tres viven desde hace años fuera de México y yo sigo aquí. ¿Nuevamente como «guardiana de la memoria»? Pues ese día, 7 de marzo de 1977, mi profesora de historia me regaló un libro que aún me acompaña, con esta dedicatoria: «Para que aprendas a conocer tu nuevo país». Era El llano en llamas.
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Desde muy chicos sabíamos que había cosas que podían decirse y otras que no. Que el flaco que se instaló (¿que se escondió?) en nuestra casa de Buenos Aires junto con dos compañeros, y que pateaba la pelota con mis hermanos cuando hacían un alto en la lectura y las discusiones, era un dirigente que vivía en la clandestinidad era algo que no se podía decir. Que mis padres escondían libros en un pequeño clóset disimulado en el baño era algo que tampoco se podía decir. Aprendimos que había libros y personas sobre los que pesaban el secreto y el silencio. Entre ellos, los dos tomos de la «Breve historia de la Revolución Mexicana» de Jesús Silva Herzog. La primera revolución, decían. Antes que la rusa, comentaban mis padres con orgullo, porque la Revolución Mexicana era parte de una gesta latinoamericanista que sentían como propia; gesta que continuaría con la cubana, por supuesto, y con los movimientos de emancipación que nacerían a partir de ella. Y éstas son algunas de las raíces de mi propia historia. Éramos dignos herederos del compromiso con «los pobres del mundo», como decía la Internacional que –aquí entre nos–, aún me conmueve cuando la escucho: «Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan […] Agrupémonos todos en la lucha final». Y así crecí: entre el «Bella ciao», el Himno de Riego y las viejas canciones en ladino, que quién sabe dónde había aprendido mi madre que venía de una familia yiddisch.
México era para mí, entonces, el lugar donde doblaban las series de televisión que veíamos en la época de la primaria (Los tres chiflados, La pandilla y algunas más) y los dos libritos escondidos de una Revolución que mis padres admiraban.
¿Quién me iba a decir a mí que a partir de 1976 caminaría por lo menos dos veces al día por la avenida de ese nombre? Una de ida y otra de regreso del colegio. Un momento: ¿en la ciudad a la que llegamos a vivir había una avenida Revolución? Por menos se hubieran llevado los militares argentinos a quienes se hubieran atrevido a bautizar de ese modo una calle. ¿Y otra llamada Patriotismo? ¿Y la revolución y el patriotismo marchaban de manera paralela? ¡Caramba! Claro que también había un «aguas, aguas, Ejército Nacional», como descubrí más tarde gracias a Efraín Huerta. Vaya cartografía.
La palabra «revolución» hasta estaba en el nombre del partido gobernante. «¿No?, ¿de verdad?», preguntábamos Pablo y yo en la charla en el patio del colegio, donde sospecho que la mayor parte de nuestros compañeros –hijos y nietos de refugiados españoles– entendía tan poco como nosotros. Donde se complicaban las explicaciones o, para decirlo en mexicano vulgar: donde «se les hacía bolas el engrudo» era en aquello de la institucionalidad de la revolución. Ni el tío que había escrito uno que otro documento para el ERP y cuyos hijos, secuestrados juntos con la madre, tardaron en aparecer vivos más de lo que cualquier cordura hubiera soportado, ni siquiera él nos pudo dar una explicación clara de la aparente contradicción.
Qué importaba esa contradicción si en nuestro primer «puente» (maravillosa creación de la cultura nacional), el 1 de mayo de 1976, fuimos a Oaxaca y vimos, desde el balcón del hotel, ondear banderas rojas –¡banderas rojas!– con siglas de agrupaciones obreras y campesinas que le daban las gracias al señor presidente y al señor gobernador y al señor presidente municipal. Y no entendíamos nada, pero las banderas rojas son las banderas rojas –arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan–, y nos conmovimos ante los cuerpos oscuros y pobres, pero confiados en un futuro de justicia (y se alcen los pueblos con valor…). ¿Dónde estamos? ¿Qué es todo esto?, ¿la revolución?, ¿la que hace esquina con Molinos y huele a café quemado y a barbacoa?, ¿o la otra?, ¿la de Villa y Zapata?
Más complicado y doloroso fue saber que también aquí había «desaparecidos». ¿El mismo presidente que nos había recibido con los brazos abiertos, haciendo honor a la reconocida posición de México en materia de asilo y política exterior, era quien estaba detrás de la detención y secuestro de Jesús Ibarra y tantos otros? No hay duda, a pesar de todo, los hijos tienen razón: somos hijos de una misma historia.
Dejábamos las contradicciones a un lado y vivíamos con entusiasmo un país que nos fascinaba: nos hicimos asiduos de las casas de la cultura. A los diecinueve años yo tomaba las entonces famosas «ballenas» (las odiaba porque nunca me llegaban los pies al suelo. Pero ¿quién las diseñó?, ¿los suecos?) o me subía a los «peseros» –tan parecidos entonces a las llamadas «máquinas» en Cuba–, y llegaba a Promoción Nacional del INBA que funcionaba en una casa de la colonia Juárez que alguien se encargó de tirar y convertir en un Oxxo, una tintorería al vapor y dos loncherías, para tomar taller de poesía con Carlos Illescas. ¡Qué privilegio! Y los domingos íbamos al Auditorio Nacional en el metro a escuchar a Luis Herrera de la Fuente, que dirigía la Filarmónica de las Américas, y los niños mexicanos se sentían como en su casa en el Museo de Antropología (en ese momento ningún niño argentino se sentía en su casa en ningún museo de su país). Y no sólo los niños: todo México estaba orgulloso de lo que era y tenía. Y mi padre trabajaba en un hospital público que parecía sacado de una serie gringa. Él, que venía de la pobreza del hospital de Tigre donde a veces no había ni gasas, pero eso sí, donde las monjas eran más rojas que muchos militantes y por eso pocas se salvaron. Y se había hecho zurdo por amor a su profesión; profesión que había elegido por amor a su gente y porque en los hospitales públicos no había ni gasas. Y la editorial Siglo XXI publicaba a Marx y a todos los marxistas y marxianos («los marxianos llegaron ya…») y no había que esconder los libros. Y cantábamos en las peñas. Y abrazábamos a los compañeros chilenos, pu hueón «El pueblo unido jamás será vencido». Y yo ya había decidido que estudiaría en la UNAM y que sería Puma el resto de la vida, sin saber aún que ahí conocería a uno de los seres humanos más entrañables con quienes he compartido mi amor por las palabras (claro, no puedo no pensar en el querido Luis Rius que nos hizo amar el castellano dulce de los poetas).
Y habíamos guardado lo que trajimos en las valijas a tiempo para no tener el dedo mocho como el del chiste: «Este año volvemos a España», dejando que la nostalgia nos velara la mirada pero no nos impidiera vivir. Aprendimos a amar cada rincón de esta ciudad «deshecha, gris, monstruosa». ¿Estábamos traicionando a quienes se habían quedado allí: en un país vuelto campo de concentración? ¿Podía dolernos lo que sucedía en el sur y a la vez ser felices con nuestra vida mexicana?
Gracias a México, desde hace treinta y cinco años ostento esta ciudadanía tan particular que es la de ser argenmex. Y de pronto pienso en el modo en que hemos conseguido –los argenmex– convertir el exilio en una suma, en riqueza, en agradecimiento a nuestros dos países, y esto se traduce en la tranquilidad con que invadimos la realidad con nuestra propia esquizofrenia. Vivimos cómoda y esquizofrénicamente, y jalamos a nuestra gente más querida a esta vida haciéndole creer, por supuesto, que lo raro es lo otro. Y así, esquizofrénicos pero felices, crecemos y vamos envejeciendo, y así van creciendo también nuestros hijos. Y por eso no sentimos ninguna contradicción, sino todo lo contrario, al cantar a voz en cuello junto con Juan Gabriel que «como México no hay dos», y llorar como locos escuchando «Zamba de mi esperanza» o «Mi Buenos Aires querido» (¿vieron que hay cierta relación entre la nostalgia y el kitsch?), comer un buen asado con sus chilitos y sus tortillitas o mezclar en una misma frase mexicanismos, argentinismos y todas sus posibles variantes.
13
El poeta Juan Gelman tituló «Bajo la lluvia ajena» el largo texto en que los versos y la prosa poética se dan la mano y que incluyó en el libro Exilio, del que es coautor junto con Osvaldo Bayer. «Bajo la lluvia ajena». ¿Cuáles son las lluvias que me mojan a mí?, me pregunté después de leerlo. ¿Dónde están aquéllas que eran cómplices de los días de escuela en el invierno? Mamá nos servía el café con leche, y veíamos caer la tormenta con la alegría del que sabe que le espera no el guardapolvo blanco de todas las mañanas sino largas horas de juego, sin salir de casa, oyendo el repicar de las gotas en el techo. Bendecíamos la lluvia como si fuéramos campesinos. Y ahora, ¿cuáles son las lluvias que me mojan? Somos todos dolidos exiliados del tiempo; ésa es la marca que determina nuestra vida. No hay «permanencia voluntaria» ni segunda función. Ulises nunca volverá realmente a Ítaca.
De pronto pensé que me convertí en argenmex no el día de 1983 en que me llamaron de la Secretaría de Relaciones Exteriores para decirme que yo era «oficialmente» mexicana; tampoco cuando al poco tiempo me llamaron, ahora de la Embajada Argentina en México, para decirme que la nacionalidad argentina es irrenunciable, con lo cual ambas instituciones fomentaron y alimentaron lo que yo ya sentía como una esquizofrenia galopante. Decía que no me convertí en argenmex entonces, sino el día en que la lluvia que caía en la ciudad dejó de ser ajena y se volvió tan mía como aquéllas que nos regalaban una mañana completa de juegos y libros en el invierno porteño.
Ser argenmex es para mí perderme en un laberinto de voces, de palabras propias y ajenas; es mirar con mirada «oblicua», dicen algunos, estrábica, quizás; una mirada que se mira mirar; mirada de adentro y de afuera. No es un asunto de lenguaje ni de pasaporte, es un asunto de que la lluvia que nos moja deja de ser ajena, allá y acá, acá y allá.
Ser argenmex es estar siempre buscando huellas, inventando recuerdos para sentir que una también tiene historia, que una también pertenece y estuvo. Y que si no, si no estuvo, si no pertenece, si no tiene tanta historia acá, no es por falta de voluntá, seño, se lo juro, ni por falta de deseo, Dr. Freud, sino por un puro azar, por aquellos barcos que llegaron al Río de la Plata, y no a Veracruz, como el de los padres de Margo Glantz, que venían del mismo lugar que algunos de mis abuelos. Y entonces hay que inventarse testigos, y a lo mejor simplemente por eso es que una escribe, para inventar los testigos de una vida que aquí no tuvimos y para seguir teniendo con nosotros a los de allá que empiezan a irse.
Ser argenmex es vivir cada día con el desasosiego y la incertidumbre que México nos depara, y a la vez sentir el compromiso de hablar de aquella historia que nos expulsó del territorio de nuestra adolescencia. Es tratar de entender los claroscuros de un periodo de muerte y violencia que se instaló allá, al sur de todos los sures, cambiándonos a todos la vida para siempre; es buscar que cada una de nuestras páginas sea también una caricia para los treinta mil.
Es saber que la distancia será siempre dolorosa.
Y agradecer cada día a los mexicanos que –como dice Laura Bonaparte en el epígrafe– nos hayan ayudado a juntar nuestros pedazos.
Para que me entiendan, para poder explicarles qué es esto de ser argenmex, les cuento la historia del chiquito, aquel hijo de argentinos, que había crecido en México, y que cuando se instaló con su familia en Buenos Aires y le preguntaron si conocía el himno contestó: «¡Claro! Argentinos al grito de guerra!».
México fue la vida: Pilar Calveiro
La vida, México fue la vida, dice Pilar Calveiro con lágrimas en los ojos después de un rato de charla. Vital, fuerte, cálida: así es Pilar. Politóloga de gran prestigio especializada en temas de violencia y terrorismo de Estado, fue secuestrada por el ejército argentino en 1977 y confinada a uno de los mayores y más tenebrosos campos de concentración de la dictadura: la Escuela Superior de Mecánica de la Armada. La tristemente célebre ESMA. México fue la vida. Todavía me emociono después de 35 años.
Llegué por circunstancias que no elegí. Mi marido en ese momento militaba, iba a volver a entrar a la Argentina, y tenía miedo de que si le pasaba algo, si lo secuestraban, nos buscaran a mí o a nuestras hijas. Él consideraba que México era más seguro que otros sitios, y por esa circunstancia me pidió que viniera. Salí de Argentina en 1978, me fui a España primero, y un año después llegué a México. Mi primer periodo en México fue un periodo de muy poca conexión con otra gente, un periodo relativamente aislado, inclusive por el acuerdo que tenía con mi marido que continuaba siendo clandestino. Nosotros teníamos la intención vivir juntos en México. Las razones por las que vine fueron de ese tipo, no fue una elección realmente. Sí fue una decisión, pero no una elección.
Llegué sola con mis dos hijas, sin conocer a nadie acá. Pero, después de haber salido de Argentina, en las condiciones en las que salí, yo tenía una predisposición muy alta a adaptarme con gusto a cualquier lugar; cualquier lugar que me permitiera vivir era bueno. Cuando llegué a México inmediatamente me sentí no sé exactamente cómo decirlo como en casa. Siendo un lugar muy diferente, recuerdo perfectamente que durante el viaje del aeropuerto a la casa en la que me iban a hospedar por unos días, miraba por la ventanilla las calles de México, el estilo de la gente, cómo se movía, lo que hacía… y era como estar en casa. Sentí claramente que era América Latina y que eso era algo cercano, familiar, acogedor, y me sentí bien. Esto a pesar de que venía en unas condiciones relativamente difíciles porque venía sola con las dos nenas –Mercedes y María–, lo único que traía era una maleta con ropa y dos bolsos con juguetes. Llegaba sin contacto de trabajo, sin casa, sin nada. Hay una primera etapa que es difícil para mí que tiene que ver con esta condición como de aislamiento por no tener gente conocida a la que recurrir. La única gente que yo conocía era la que tenía que ver con la militancia política; era gente en general bastante hostil conmigo que, por circunstancias políticas, por cierta desconfianza que existía hacia los sobrevivientes, propiciaba mi aislamiento, propiciaba que yo no me vinculara con las redes que existían en México. Pero, al poco tiempo llega mi mamá, y comienzo a rearmar mi vida; rompo con un trabajo nefasto que me habían conseguido, y empiezo a ir a la universidad.
Yo llegué aquí a principios de junio, las clases empezaban en septiembre y yo no había hecho el examen de admisión. Entonces, me lanzo a la UNAM y pregunto si puedo asistir como oyente y me dicen que sí y entonces empiezo inmediatamente en septiembre a estudiar Ciencias Políticas. A partir de ese momento para mí cambia totalmente la situación: empiezo a tener amigos, a tener un espacio para pensar, a escuchar cosas que me interesan; me vinculo con esta UNAM que era tan diferente a la imagen que yo tenía de la universidad argentina, esta UNAM que era muy abierta, muy amigable, muy estimulante. Empiezo entonces a vincularme realmente con el país, con mis compañeros. Recupero también la actividad intelectual: el placer de estudiar, de escuchar, de aprender… Todo esto me abrió otro mundo. En enero de 1980, consigo un trabajo en la Secretaría de Educación Pública que termina de insertarme en un circuito completamente diferente y empieza lo que yo llamo «mi vida en México»: un periodo de gran apertura para mí en todos los órdenes, con un trabajo que me gusta, con la posibilidad de sostener a mi familia, de estudiar…
Sin embargo, muy pronto también se produce un quiebre muy fuerte: secuestran a Horacio, mi marido(4). Mantengo el trabajo, porque para mí el trabajo era así como el pilar básico, era como el cable a tierra que me permitía mantener a mis hijas y a mi mamá, pero dejo de ir a la universidad. No tenía corazón para hacer nada. No podía. Regreso un día, después de dos meses, a devolver unos libros, y me encuentro con un profesor, Óscar Martiarena, que me dice: «¿Qué pasó, por qué ya no estás viniendo?». «Es que tuve un problema personal –le contesto– y ahora ya perdí el semestre». «No, no perdiste nada, regresa». «¿En serio?» Yo no lo podía creer. Para mí, ese regreso fue la salvación.
Entonces México para mí es eso. Es volver a tener una casa estable. Es tener un espacio de tranquilidad con mi familia. Es tener un trabajo que me gusta. Es estudiar. Es recuperar el gusto por la naturaleza… Después de un tiempo, tuve un novio mexicano, aprendí a bailar, a comer comida picante: fue la recuperación de todos los espacios del goce. México para mí fue la recuperación de la vida y del goce en todos los niveles. La vida, México fue la vida.
Sueños, batallas y utopías:Patricia Vaca Narvaja
¿Cuándo llegaste a México la primera vez?, le pregunto a Patricia Vaca Narvaja, Embajadora argentina desde junio de 2010, cuando empezamos a charlar. Nosotros llegamos el 2 de abril del 76, me contesta. ¿Nosotros? ¿Quiénes son «nosotros»? «Nosotros» somos una familia formada por trece adultos y trece niños. El grupo familiar más grande que llegó con el exilio. Poco tiempo antes, el padre, Hugo Vaca Narvaja, que fue Ministro del Interior con Arturo Frondizi, había sido secuestrado por las fuerzas de seguridad argentinas y su cabeza apareció dentro de una bolsa de plástico. A Miguel Hugo, Huguito, hermano de Patricia, reconocido abogado y apoderado del Partido Auténtico, lo fusilaron con otros dos compañeros, meses después de haberlo apresado. La familia completa pidió asilo en la Embajada de México.
De a poco nos habíamos ido metiendo al Consulado. ¿Cómo entran veintiséis personas sin llamar la atención? Hablamos con el embajador y después de unos días, pudieron sacarnos hacia el aeropuerto. Íbamos «escoltados» por la Policía Federal Argentina, por gente armada; adelante, atrás, a los costados. Aunque se suponía que los autos de la Embajada tenían inmunidad diplomática, imaginate lo que sentíamos en ese trayecto hacia Ezeiza. Veníamos muy asustados, muy lastimados.
Cuando llegamos nos instalaron en el Hotel Versalles, en el centro, y el gobierno se hizo cargo de nosotros durante el primer tiempo. Como se quedaron con nuestros documentos no nos animábamos a salir. En la Argentina eso era muy peligroso. Una de mis hermanas que había llegado un tiempo antes, nos dijo: «Acá no hace falta andar con documentos, salgan tranquilos». La sensación de libertad plena que sentimos a partir de ese momento, sin ningún tipo de temor, fue maravillosa.
El 3 de abril se publicó en el diario que habíamos llegado, y al día siguiente se presentó en el hotel un mexicano con un enorme ramo de flores para mi madre. «¡Qué raro! –pensamos–. Si no conocemos a nadie acá…». Era alguien que hacía muchos años había conocido en España a mi hermano Daniel –que seguía clandestino en Argentina– y que cuando se enteró de todo lo que había pasado, vino a ponerse a nuestra disposición. Se llamaba Jesús Ortiz; después fue nuestro amigo entrañable. Y había otra mexicana, vinculada al ACNUR, que ¡alquilaba una combi para poder pasearnos los fines de semana! Las historias de solidaridad son impresionantes.
Además de eso, ¿qué nos llamaba la atención en esta ciudad? La cantidad de gente –nosotros veníamos de una ciudad chica, como es Córdoba–, la comida en la calle, los contrastes sociales –las diferencias entre los güeritos y los demás–, los contrastes hasta en la misma arquitectura: la maravilla de lo prehispánico y lo colonial, pero también lo extraño de las altísimas bardas, en ciertos barrios, que te impiden ver hacia adentro. La cordialidad, la amabilidad mexicana fue muy fuerte y muy distinta a como somos los argentinos. También aprendimos que cada uno tiene sus tiempos; nosotros veníamos mucho más acelerados. «Tranquilo, baja una velocidad», como dirían los chicos; varias velocidades tuvimos que bajar. Nos sorprendía cómo valoran su historia, su cultura, su identidad; eso es fuertísimo. Nosotros que veníamos de un país donde los pueblos originarios parecían no existir.
Mi cuñada que era enfermera y yo que soy instrumentista quirúrgica entramos al IMSS, al Hospital General de la Raza. Tuvimos una recepción excelente, una generosidad y una calidez impresionantes por parte de las compañeras, las enfermeras, los médicos, todos. Las «che» nos decían, por supuesto. El hospital nos ponía en contacto permanente con México, con todos los niveles económicos y sociales de manera cotidiana. Tal vez por eso para mí la integración y la relación con México fue increíble; no me costó nada adaptarme, integrarme y sentirme una más. Empecé a hablar en (casi) perfecto «mexicano», hasta con tonada. De hecho, empezó a pasarme que las voces y los modos imperativos de los argentinos empezaron a chocarnos. Lo cierto es que, por un lado con el trabajo, y por otro lado con que mis hermanas y yo misma entramos a la UNAM para seguir estudiando, la integración no nos resultó nada difícil.
También inmediatamente empezamos a trabajar con las comisiones de familiares de desaparecidos. Empezó todo el tema de las denuncias que hacíamos, encabezados por mi mamá; además ya se venía la aplicación de la Ley de Fuga y teníamos a mi hermano preso en Córdoba, como preso político. Yo trabajaba con el Movimiento Peronista Montonero, en el Cospa (Comité de Solidaridad con el Pueblo Argentino). Ahí trabajé directamente con Rodolfo Puiggrós, un tipo solidario, impresionante. Entre otras cosas, hacíamos Vencer, que era la revista de Montoneros. Así que por una parte estaba muy ligada a México, a través del hospital, y por otra parte muy ligada a la Argentina.
Y tuve el privilegio de formar parte, junto con otros compañeros, de la brigada sanitaria que organizó en México el Movimiento Peronista Montonero para ir a Nicaragua. Llegamos un mes antes de la toma de Managua y pudimos ser testigos y partícipes de todo eso.
Estuve seis años y medio en México. Aquí me casé cuando llegó mi novio de Córdoba. Aquí nació mi primer hijo, Martín. Y ahora que regresamos, nació mi primera nieta ¡también en México! El lazo que nos une a este país es muy fuerte.
Voy encarando con mucha pasión las cosas que hago. Cierro lo que haya que cerrar y avanzo hacia el nuevo proyecto. No soy nada «nostalgiosa». Pero, claro, volver acá es algo muy fuerte. No sólo en términos personales sino también familiares, por todo lo que significó el exilio para nuestra familia, lo que significaba para mi madre…Cuando yo volví a la Argentina en agosto del 82, tenía la sensación de no haberme ido nunca. No me costó para nada integrarme nuevamente. Y lo mismo me pasó en este regreso a México después de treinta y cinco años: sentí como si nunca me hubiera ido. En los dos países me siento como en mi casa.
Mi lugar de pertenencia es éste:Ricardo Nudelman
Lo que yo agradezco a México es que me dieron la oportunidad de tener trabajo, de tener una vida en la que pude hacer algo productivo para los demás y para mí, dice Ricardo Nudelman cuando lo invito a que charlemos sobre su experiencia del exilio. Gerente de la librería Gandhi durante más de veinte años y del Fondo de Cultura Económica desde 2002, Ricardo regresó a la Argentina para sumarse al proyecto político del presidente Alfonsín en 1984. Diez años después, Mauricio Achar, dueño de Gandhi, lo llamó y le dijo: «Ahora te necesito yo a ti. Te pido que regreses». Volvió, claro. Su deuda afectiva no podía permitirle hacer otra cosa. Y su cariño por la librería y por Achar, por supuesto. Fue volver a un espacio conocido, como si hubiera salido de mi casa para entrar en mi oficina, dice. Un rato antes me había contado sobre su llegada a México.
Vine por razones estrictamente políticas. No solamente en el sentido de que mi vida pudiera correr peligro, o mi libertad, o la de mi mujer y la de mi hijo que acababa de nacer, sino por una decisión de la organización en la que yo militaba porque, dado que ya existía acá un grupo grande de argentinos, había que hacer trabajo político entre ellos. Llegué los primeros días de noviembre del año 76, a vivir a la casa de una amiga argentina que ya estaba aquí, y con la decisión primero de buscar trabajo, después un departamento para instalarme y después traer a mi mujer y a mi hijo. Cosa que sucedió, por suerte, muy rápido: a la semana siguiente de haber llegado ya estaba trabajando en Gandhi.
En general todos los argentinos tuvimos alguna posibilidad de trabajo desde el principio y lo que es interesante es que esos trabajos tenían que ver con las profesiones que cada uno había ejercido en la Argentina.
No tuve problemas de adaptación. Mi trabajo en la librería era con mexicanos, y yo no tenía esa cosa «nostalgiosa» que tenemos los argentinos en general, y sobre todo los porteños. Extrañaba algunas cosas, por supuesto: la ciudad, los amigos. Tuve que acostumbrarme a ciertos cambios, obviamente, si no no se puede; uno no pasa indiferente por las cosas. Pero hablo casi igual que cuando llegué dice riendo. Me cuesta mucho hablar de «tú», por ejemplo, aún hoy me cuesta mucho; siento como que no estoy diciendo lo que quiero decir realmente.
Mi actitud es tratar de estar bien en el lugar donde estoy. Si te querés defender, si te querés diferenciar, algo está mal en vos, ¿no? Uno lo que tiene que hacer es trabajar, aceptar a la gente, tratar de vivir bien, tener una buena relación con esa sociedad nueva por más distinta que sea. Supongo que si me hubiera ido a vivir a la India, el golpe hubiera sido mayor. Pero estaba en América Latina, hablando en español, con gente que conocía, etcétera, no podía tener ninguna dificultad y la verdad es que no la tuve. En ese sentido mi adaptación a México fue fácil, y creo que los mexicanos me aceptaron también, porque no vieron en mí ningún tipo de cosas que buscara disimular lo que yo realmente era.
Yo no soy nacionalista, nunca fui nacionalista, por razones ideológicas y hasta por razones de gusto. No me gusta el nacionalismo, me cae mal.
Lo que siento es que ya no pertenecés mucho a un sólo lugar; ya perdiste eso. Siempre perdés algo de tu identidad, ganás algo de tu identidad diferente; estás como partido. Pero para mí, eso no implica desgarramientos. En mi vida los desgarramientos tuvieron que ver con otro tipo de cosas.
Esa identificación del lugar en donde tenés tu trabajo que es tu vida, y el lugar de tus afectos, creo que es lo que define; ya no hay otra cosa. En cuanto a los afectos, en mi caso, yo tengo aquí muchos amigos y amigas a quienes quiero mucho con los que la paso muy bien. Y en Buenos Aires y en España, lo mismo. Pero no definen mi lugar de pertenencia; mi lugar de pertenencia es éste.
——–
1. Laura Bonaparte es miembro de Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora. Perdió a tres de sus hijos y a su marido a manos de la dictadura militar. La cita pertenece al libro de Pablo Yankelevich, Ráfagas de un exilio. Argentinos en México, 1974-1983, México, FCE-Colmex, 2009, p. 336.
2. Carlos Ulanovsky, Seamos felices mientras estamos aquí, 1983.
3. Esta historia la cuenta el psicoanalista uruguayo Juan Carlos Plá en el artículo «Soy otro en ambas patrias», incluido en En México, entre exilios. Una expeciencia de sudamericanos.
4. Horacio Campiglia fue secuestrado en Río de Janeiro en 1980, en el marco de la Operación Cóndor, y asesinado.
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