En la serenidad del desierto, bajo los rayos de un sol que hacía más lentas las tardes, se escuchaba el llanto de los recién nacidos. Un grupo de comadronas atendían partos. Allí, en medio del Sahara, estaba ella, de ojos cafés, cejas espesas y aire estudiantil. En ese lugar se contagió de malaria y entendió que se trataba de una de tantas enfermedad cuyo índice es tan alto que impacta al PIB de las naciones. A partir de ese momento Alexandria Ocasio-Cortez entendió cómo funcionaban las enfermedades de la desigualdad y comenzó a leer las carencias de salubridad como problemas macroeconómicos.
Hoy, como la mujer más joven que ha sido elegida para el Congreso en la historia de los Estados Unidos, es asediada por los medios de comunicación, que todos los días le piden que ofrezca unas palabras sobre su pensamiento político, sus planes a futuro o anécdotas como esa, cuando era una estudiante desconocida en el desierto del Sahara, que le contó a Rolling Stone.
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Era el 12 de abril de 2018, cuando una joven de ascendencia puertorriqueña desafiaba el suspenso de las votaciones demócratas internas por el distrito 14 de Nueva York. Con 28 años se enfrentaba a Joe Crowley, uno de los congresistas con mayor respaldo económico y político en la Cámara de Representantes. Un hombre blanco, rico y poderoso que jamás imaginó perder aquella elección.
Sin privilegios, Alexandria Ocasio-Cortez supo jugar la única carta que tenía, el apoyo de su comunidad en el Bronx, el lugar donde nació y que recorrió puerta por puerta.
Con un video de campaña que comenzaba con la frase: “Se supone que las mujeres como yo no se postulan para un cargo político”, arrancaría una de las más grandes lecciones que ha dado y aprendido el electorado estadounidense en los últimos años. Con el enérgico semblante que esconde una sonrisa contagiosa, Alexandria Ocasio-Cortez puso sobre sus hombros el principal compromiso que le trajo la victoria:
“Vamos ahora por la justicia social, económica y racial”, dijo frente a sus partidarios con la seguridad de quien encarna la certeza de que una persona común puede alcanzar el poder.
Entre sus votantes y seguidores están personas con identidades que mutan continuamente, pues llevan consigo las lenguas y costumbres que arrastran como migrantes de primera, segunda, tercera o cuarta generación. Con ella están también las personas de color que encabezan la lista de arrestos injustificados y son las principales víctimas de violencia policiaca. Todos aquellos que experimentaron terror la noche que ganó Donald Trump.
Cuando dice frente a ellos: “Soy latina, soy boricua, soy descendiente de indios taínos, de esclavos africanos”, se desencadena un espíritu frenético que grita su nombre como quien encuentra a un amigo que no ha visto en años, o recibe sobre el escenario a su artista favorito.
Antes de llegar al Congreso ya definía al sistema estadounidense como una “maquinaria política que suprime la democracia”. Algunos analistas dicen que es más “reformista que revolucionaria y no pretende llamar a la insurrección”, que sembró en sus seguidores la noción de la transformación interna enmarcada en una “democracia liberal y capitalista”.
El cuestionamiento más repetitivo en su contra es el que le pide explicar cómo financiará las universidades públicas y gratuitas, el servicio médico de calidad y las viviendas económicas, pero en países como el suyo, donde el capitalismo consolidó un imperio, lo que más rechazan los corporativos de inmobiliarias y farmacéuticas es el aumento de 70% que pretende imponer sobre los impuestos de los más ricos.
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Una mañana en Time Square, donde la prisa se camufla con la fluorescencia de los abarrotados anuncios en los rascacielos de cristal, apareció un mensaje que atraía a la gente a leer: “25 mil trabajos perdidos en NYC. 4 mil millones de dólares perdidos en sueldos. 12 mil millones de dólares perdidos en actividad económica para NYC. Gracias por nada, Alejandra Ocasio-Cortez (AOC)”.
El mensaje permanecía fijo entre el caleidoscopio de marcas más concurrido de Nueva York. Ella lo tomó como una respuesta natural luego de que se opusiera a Amazon, cuando el gigante de las ventas en línea quiso establecer una sede cerca de su distrito. Con su olfato la llevó a vincular aquello a la familia de Robert Mercer, director de Renaissance Technologies, un fondo de alto riesgo que usa algoritmos para influir en los mercados financieros que lo volvió multimillonario. Con algo de ese dinero, los Mercer apoyaron la campaña de Donald Trump.
Días antes ya había experimentado situaciones parecidas. Una presentadora de televisión dijo al aire que ella encarnaba “la mejor hipocresía, porque tiene gustos caros para ser socialista”. Y en respuesta a un video donde aparece bailando en la universidad, alguien escribía en Twitter: “Aquí la comediante favorita de EEUU que actúa como una imbécil. Después de que te expulsen de tu cargo puedes ir a bailar a un escenario que tenga palo". Ese es solamente uno de los cientos de mensajes que recibe todos los días y que procura responder con liviandad. “No me sorprende que los republicanos piensen que divertirse debería ser ilegal o motivo para la descalificación”, dijo en televisión.
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Aparte del inglés, creció escuchando el español de los latinoamericanos, sus recorridos eran por pizzerías y panaderías locales, escuchaba hip hop en las banquetas frente a edificios con ladrillos desgastados y grafitis brillantes. Sabía de la existencia de zonas al sur del Bronx donde los locales subían las cortinas cuando el sol bajaba y lo que pasaba ahí. En medio de cables cruzados y edificios carcomidos, la curiosa Alexandria Ocasio-Cortez comenzaría a desarrollar sus primeros conflictos políticos y su negación de aquel proverbio legendario que dicta: origen es destino.
Con el carácter aleccionador de los padres de clase trabajadora que preparan a sus hijos para luchar por más, el padre de Alexandria le habló una tarde sobre el gobierno y los derechos que como ciudadana tenía sobre él. La anécdota sería compartida mucho tiempo después en un documental sobre su campaña que puede verse en Netflix.
La niña había convencido a su papá de acompañarlo al viaje que haría con sus amigos a Washington D.C, que suele describirse como una ciudad de hombres ilustres. Entusiasmados, partieron en coche cuatro adultos y ella.
Fue entonces que su padre la llevó frente a la enorme cúpula del edificio del Congreso, lo único más alto era el cielo azul.
“Todo esto nos pertenece, este es nuestro gobierno, así que todo esto que ves es tuyo”, le dijo.
Años más tarde, mientras la joven estudiaba Relaciones Internacionales y Economía en la Universidad de Boston, su padre murió de cáncer de pulmón. El dolor trajo de regreso a su cabeza los problemas de salud pública que comprendió en el desierto del Sahara, entre gritos de bebés y casos de malaria. Se convenció de que todas las personas sobre la Tierra deberían tener acceso a un seguro médico de calidad.
Su madre trabajaba como empleada doméstica y tras la muerte de su padre ella tuvo que hacerlo también, como mesera en un restaurante. Nada parecía a su favor, pero ahí fecundaron dos de los puntos que defendió más fervientemente en su campaña: los salarios federales para la clase trabajadora y la eliminación de la policía migratoria.
“Los restaurantes están entre los entornos más políticos, pues estás codo a codo con los inmigrantes, trabajas por las propinas, pues ganas menos que el salario mínimo. Vives la desigualdad, te acosan sexualmente y puedes ver de cerca cómo se procesa y maneja la comida y cómo suben los precios”, declaró a la revista Rolling Stone.
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Para frenar las consecuencias que vaticina el cambio climático Alexandria Ocasio-Cortez desarrolló el Nuevo Acuerdo Ambiental (Green New Deal), una propuesta que algunos califican de nivel presidencial.
“La gente ha pensado que la legislación sobre el cambio climático es para salvar osos polares, pero no piensan en las tuberías de Flint, ni en el aire del Bronx, ni en que los mineros de carbón contraen cáncer en Virginia. Tenemos que hablar del clima como un problema de justicia social, de justicia económica y como un problema ambiental”.
La niña de ojos cafés con cejas pobladas a quien su padre le enseñó un día el Capitolio, es hoy con 29 años, la más joven del Congreso. “Soy una estudiante de primer año en una institución que trabaja por antigüedad”, ha dicho. Como los pequeños encarrerados, crecerá.
En torno a ella se ha generado una expectativa y una atención mediática desmedida que por un lado la empodera y por otro, será una maquinaria que sus enemigos utilizarán para que cualquier error que cometa, se convierta en la oportunidad perfecta para frenarla.
Alexandria Ocasio-Cortez pasó ya a la historia y aún le queda mucho camino por recorrer. Por lo pronto, ha dicho que irá, “donde la gente le pida que vaya”.