Ingrid y los Patojos
Ingrid y los Patojos es la historia de tres guatemaltecos que buscan reencontrarse en Estados Unidos. Sin embargo los separa un interminable desierto y las agresivas leyes migratorias.
Se llama Édgar Alexander Nufio-Villanueva, es de Esquipulas, en el sur de bosque y montaña de Guatemala. Es joven, es decidido. Con su tía, Orfilia Mélita Hernández-Aquino, cruzó México en auto para animársele a la frontera del río Bravo y al desierto bestial.
Se llama Édgar Alexander Nufio-Villanueva y junto a Orfilia Mélita Hernández-Aquino acabó detenido en las cercanías de Falfurrias, diez días y setenta y siete millas al norte en línea recta desde la frontera de México y de la salvación.
«Hay sed, tía», dice Édgar, un tiempo después, en abril de 2013, en una carta a su tía Ingrid, hermana de Orfilia. «Mucha, demasiada. Hay serpientes que no he visto en mi vida, alacranes. Y hay gente con la que uno se cruza y está desfalleciente, a punto de morirse».
Édgar escribe en frases acuchilladas, sin más carga emocional que cuanto uno se permita hallar.
«Hay otros que están ya muertos, tía. Los cuerpos empiezan a oler o ya huelen!».
Los adjetivos pueden ser palabras obesas.
«Cuando llegó la policía, tía —cuenta Édgar—, corrimos».
CONTINUAR LEYENDOEran varios —más hombres que mujeres, miedos en español—. Los otros corrieron más y llegaron a unas casas y se escondieron.
«A mí y a la Mélita nos agarraron porque íbamos juntos. Nos metieron en unas camionetas y se acabó, nos dejaron presos. Así se terminó todo, tía».
Es marzo, y es el principio.
Ingrid, en ese principio, no sabía nada de esto. De Falfurrias, alacranes, cuerpos pútridos. Ingrid sólo tenía fe y alegrías. Ingrid es hermana de Orfilia —la Mélita, veintiséis— y tía de Édgar —el Edgarcito, veintitrés—, y cuando el viaje comenzó calculó doce a quince días para tenerlos en su departamento nuevo, un sótano remodelado, con cocina y sala amplias, en las afueras de Washington, DC. Ingrid tiene treinta y cinco años, determinación de huracán y, de tanto en tanto, ayuda en mi casa. Nació y se crió en el este de Guatemala, en los llanos de los que abusa el río Motagua, en un caserío, Champas Corrientes, tan pequeño que puede confundirse con los restos de un pueblo anterior. En Champas, Ingrid tiene un campito y algunas vacas, muchos amigos, más familia y demasiados miedos enterrados. En Estados Unidos no tiene mucho, empezando por los papeles —que no existen.
Todo pareció ir normal hasta que Orfilia y Édgar pasaron del espacio crudo de México a McAllen, Texas, cuando comenzó el apagón frecuente, las llamadas salteadas, breves, urgentes. Ingrid habló con Orfilia —la Mélita— una tarde a inicios de marzo: estaban en una casa de la frontera cuidados por una señora, de quien usó el celular, a la espera de que las patrullas americanas relajasen la vigilancia. Había un policía cada dos brazadas.
—Da miedo eso.
Equivoco el miedo del que Ingrid habla: creo, y creo mal, que se refiere al temor a la muerte.
—Ya están adentro —digo—. Los narcos están del otro lado. ¿A qué le temes?
Ingrid juega con mi hijo Matteo en el piso de la sala de casa. Han construido una vía para que circule Thomas The Train con cuatro vagones de ganado.
—Sí, pero igual.
Menosprecio el miedo:
—Lo único que podría pasar —digo, como si fuera nada— es que los detengan y los deporten. Tranquila, lo peor ya pasó.
Recién un tiempo después vería las púas en mi respuesta.
Marzo 22, 4:43 pm. Ingrid envía un mensaje a mi mujer: quiere venir a limpiar el domingo en vez del sábado. Mi mujer le pregunta si llegó su hermana.
Veinte minutos después:
Nadaqueber.mujer.tubieron.problemas.en.El.Camino.
Ingrid no usa la barra espaciadora: sus conversaciones son puntos y seguido sin final.
Esta.en.Macali.tengo.3.dias.denosaber.nada.
Es.horrible.estar.alaespera.
Pero.dios.sabra.lomejor
En el siguiente mensaje mi mujer procura tranquilizarla. Si siguen en Texas, escribe, ya han de estar por llegar a Washington. Habían pasado México: pisaron descalzos el piso del infierno, y lo cruzaron, sin quemarse.
Ingrid:
Tienen.quepasar.unagarita.todabia.idicen.que.esta.muydificil.porque.tienen.Que.Rodiar.
Tienen.que.caminar.24horas.pero.noce.cuando.bacer.esedia.
Y el consuelo, el deseo, la consagración, la aspiración:
Mas.que.esperar.estamos.entoque.dequeda.mujer
Perobien.ennombrededios.porque.es.El.unico
La esperanza final tiene ochenta y siete caracteres. Ingrid se encomienda en un tuit.
Uno o dos días después, las hermanas vuelven a hablar, pero, tras eso, pasan casi siete días de bloqueo. Cuando Orfilia y Édgar llevan un tiempo indeterminado en McAllen —¿una semana, diez días, mil años?—, Ingrid llama nerviosa al celular de la mujer del aguantadero. La mujer le informa que los chicos habían salido en auto hacia el noroeste de Texas tres días antes. No han regresado, no hay noticias. Como si conversara de las compras de la semana o el clima, la mujer termina de hablar y cuelga, e Ingrid entra en pánico. Lleva una semana sin dormir y bajo los ojos tiene dos bananas moradas. La chica que podía dejar un departamento con brillantinas en dos horas ahora se demora cuatro. Parece encorvada, y así llega a casa.
—Don Diego, ¿me puede ayudar?
Sepan: Yo no sabía si ayudar. No estaba seguro, tal vez no quería.
Sepan: Me estoy poniendo viejo, me canso más rápido y me acomodan cada vez más y más y más mis manías. Si a los veinte quería cambiar la historia del mundo —quién no—, mi militancia ahora es privada: se llama Matteo y hace las funciones de hijo. Me intranquiliza el trauma reiterativo de todo padre: no duermes bien cuando tu niño nace y no lo harás cada día que viva —porque debe vivir—. Lo demás, importa menos. Lo demás, gracias, que sean felices.
Sepan: Lo que me pasa, quiero creer, es la ausencia de sorpresa. Detienen a Jayron Lopes y a Brenda Daca y los preparan para su deportación en California y Texas, y otro día y en otro lugar detendrán a Jesús María José y a Kevin James Peter y a Mayron Blanca René. Y así cambiasen esos nombres, y así cada vida sea un planeta, una sola historia parecería contenerlas a todas. O sea: alguien entró sin papeles, estudió, trabajó, procreó, crió, obedeció, la Migra lo detuvo y ya, no hay más, hasta la vista baby.
Se me ha vuelto todo tan común, tan repetido, tan igual, que, sepan disculpar, han normalizado el horror: la repetición narcotiza —y entonces siento cada vez menos lo que debiera sentir—. El agobio es feo: uno no piensa bien. Y a veces no pienso bien.
Entonces, sepan: Cuando Ingrid me contó sobre el inicio del viaje de Orfilia y Édgar, alcé la ceja: cuánto riesgo tomaron estos chicos, qué locura. Cuando me contó que llevaban días varados en McAllen, alcé la otra ceja: qué tan poco presente hay en tu terruño conocido que alguien es capaz de jugarse la vida por algo que no existe como el futuro. Cuando llevaban tres días sin aparecer y luego cinco y luego siete, me quedé sin cejas para levantar.
Cuando Ingrid me pidió ayuda, yo, sin cejas, nada más suspiré hondo.
Cuando Ingrid me pidió ayuda lo hizo de rodillas. Y esa sería una vulgar y perfecta imagen para mostrar una de las formas preferidas de la pobreza de recursos para manifestarse —la indefensión—, pero también sería equivocada y sensiblera. Ingrid no estaba de rodillas para rogarme nada sino porque estaba en casa, en el piso, jugando con mi hijo Matteo. Y aquí está, al fin, la clave de todo: Teo adora a Ingrid, ella lo adora a él y a mí me hace bien que ellos estén bien.
El amor, lo creas o no, te jode la vida.
La mañana del 27 de marzo reuní teléfonos y correos: el consulado de Guatemala en Washington, DC, escritores y cronistas guatemaltecos, medios del país. Pedí en mi muro de Facebook cualquier ayuda posible para armar un mapa de ideas, pues aun apuntaba más o menos a ciegas. Envié un mensaje por Facebook a un fotógrafo y a un cronista mexicanos pidiendo contactos en organizaciones de apoyo a los migrantes a ambos lados del río Bravo, pues no tenía constancia de que Orfilia y Édgar efectivamente hubieran dejado Reynosa, su último punto de descanso en México antes de Estados Unidos. Hice lo mismo con una amiga académica en El Paso, una periodista en California y un par de colegas en Arizona.
Las respuestas llegaron pronto: había lanzado mi red a un mar cargado. Una colega que vive en Lima, Lizzy Cantú, movilizó a su familia en Reynosa; si los chicos estaban allí, ayudarían a ubicarlos. Su amiga Iriela disponía de los teléfonos de Juanita Valdez-Cox, una de las principales activistas del Rio Grande Valley, miembro de la organización de César Chávez, La Unión del Pueblo Entero, en San Juan, Texas. Buscar a dos guatemaltecos como Orfilia y Édgar era complejo —la mayoría de las organizaciones, porque son mayoría, trabaja con migrantes mexicanos— pero podía contactar a Mike Seifert, un ex sacerdote marista que fue pastor de San Felipe de Jesús, una parroquia en Cameron Park, la sección más pobre de Brownsville, ciudad espejo de Matamoros y zona de paso de legiones de chapines.
Rafael Acosta, un joven escritor mexicano, me enlazó con Orlando Lara, un activista del lado texano que me recomendó llamar a la patrulla fronteriza. Hasta entonces, sólo sabía que Orfilia y Édgar habían sido abandonados por los coyotes en el área de Falfurrias, muy probablemente antes del punto de control fronterizo. La oficial que me atendió fue práctica: como no era familiar, no me daría ninguna información por teléfono, así que mi mejor oportunidad era rastrear a los chicos por intermedio del consulado de Guatemala en McAllen.
En un par de horas los mensajes en Facebook eran pan en el agua. Una periodista mexicana que vive en la India me envía el teléfono de su padre, activista en Los Ángeles. Desde Cuba, un estudiante de periodismo en la Universidad de La Habana, recomienda que contrate a un abogado especializado en migración que vive a unas pocas cuadras de mi casa. Tenía teléfonos, correos, direcciones postales, PO boxes, nombres y apellidos de los Border Angels, los Dreamers de Arizona y California, de organizaciones civiles de Austin y de Matamoros; grupos de cabildeo en Washington; las cuentas de correo personales de colegas en CNN, La Opinión, Univision. Una colega argentina que colabora con Mil Mujeres Legal Services se ofrecía a abrirme, en minutos, la puerta de la oficina del cónsul de Guatemala en la capital de Estados Unidos. En El Paso me avisaban de Casa Anunciación y me enviaban las coordenadas de las oficinas de Texas Rural Legal Aid en Weslaco y Edinburg para cuando Orfilia y Édgar precisaran asistencia legal en el estado. Desde Los Ángeles y Nueva York también confluían sobre Benigno Peña y la South Texas Immigration Coalition (STIC), con sede en Harlingen y una oficina en McAllen. Peña es desconfiado —ha denunciado haber recibido amenazas de grupos antiinmigrantes—, así que Eileen Truax, autora de Dreamers, un libro sobre los jóvenes estadounidenses hijos de papás sin papeles, habló a su oficina y les adelantó los detalles del caso. Yo llamaría en cuanto pudiera; esperaban por mí.
Dios: esta gente está loca. Ser solidario parece más fácil que hablar.
Cuando la información nos somete parece que estamos en un cuarto lleno de personas hablando alto al mismo tiempo. Tomé el camino directo y llamé al consulado de Guatemala en McAllen. Tenía todo el sentido del mundo: estaba en la ciudad que había sido punto de partida de Orfilia y Édgar y en el mismo estado donde habían desaparecido. En menos de tres minutos se presenta al otro lado de la línea Alba Cáceres, cónsul.
—Esto es lo que sé —le digo—: salieron de McAllen el miércoles 20 de marzo, y no se sabe más. Tenían que rodear o cruzar una cerca o un control. Iban, tengo entendido, por la zona de Falfurrias, el último lugar donde los vieron.
—Deme los nombres.
Cáceres ingresa el nombre de Orfilia en su computadora.
—La semana pasada exhumaron dieciocho cuerpos en esa zona, en Falfurrias —dice, mientras revisa en la web del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, el ICE.
—¿Perdón?
La cónsul no me oye; hace una pausa.
—Contó con suerte, aquí está: a la chica la procesaron ayer. Está en custodia. Lo acaban de subir al sistema. ¿Orfilia Mélita, no?
—Sí.
—Bien, nosotros podemos pedir una entrevista. Posiblemente le den la llamada de cortesía hoy, a ella. ¿Tiene familia aquí? —digo que sí— Del chico, en cambio… ¿Nufio? Nufio, Édgar… De él todavía no hay nada, no fue procesado si estaba con ella. ¿Estaba con ella?
—Sí, sí, se perdieron juntos. Desaparecidos en el área de Falfurrias, los dos.
La cónsul me responde con la nada delicada brutalidad de las certezas:
—Tuvieron suerte, de verdad, porque cuando uno se pierde en Falfurrias, no se pierde: se muere.
Falfurrias. Cada vez que busco datos del pueblo —cinco mil habitantes, un grano en la piel de Texas—, encontré historias formadas con un brevísimo diccionario de palabras giratorias: «tráfico», «inmigrante ilegal», «drogas», «Zetas», «patrulla fronteriza», «cadáveres», «México», «mexicanos».
Una periodista de la Costa Este me da el nombre con que los activistas nombran a la zona: «La correa de la muerte de McAllen». Los medios no saben bien cuánta gente pierde la vida allí; nada más parece ser mucha. Cuando un cuerpo desaparece bajo tierra o se lo comen las alimañas, sólo fue una persona para los suyos y cercanos: para el resto es olvido; para las oficinas públicas, estadística.
En Facebook encontré la página del Falfurrias Border Patrol Checkpoint. A fines de 2012, Kevin Keiser, un hombre semicalvo que pasó por allí, subió una foto con su celular. Se ve el túnel de chapa donde deben detenerse todos los autos para verificación y, a la izquierda, un cartel elevado, un anuncio orgulloso.
Arriba dice: «Falfurrias Checkpoint. Thanks for your support of America’s frontline». Y debajo, en una letra que grita:
Procedimientos en el año:
Drogas: 15962 libras.
Extranjeros indocumentados: 2661.
La tabla de los méritos de quienes controlan las fronteras parecen las estadísticas personales de un catcher de béisbol. O peor: incautar plantas psicotrópicas y seres humanos son una misma práctica contable.
La pregunta más veces respondida es qué hace a alguien correr tanto riesgo.
Elijo ésta: tu vida, otras vidas.
Champas Corrientes es el pueblo llano de ranchos de adobe y palma y pisos de tierra en la costa caribe donde nacieron Ingrid y Orfilia. Hacia el sur, Champas tiene las faldas de unos cerros hinchados de verde: el límite invisible que supone que, del otro lado de la ladera, hay un país hundido en violencia llamado Honduras y, de éste, otro muy golpeado que hoy es Guatemala y supo ser Guatepeor.
A los veintitantos, Ingrid y Edgardo, su hombre, trabajaban con ganado y en las milpas y los campos frijoleros. Edgardo ordeñaba cuarenta y cuatro de las noventa y nueve vacas de su padre. Por tener, Ingrid y él primero tuvieron unas manzanas de tierra para plantar. Por tener, tuvieron una hija, Vanessa. Por tener, tres años después, sumaron a Robinson. Por tener, también, Edgardo decidió ampliar el plan y un día de hace una década cruzó todo México y todo el sur de Estados Unidos y llegó al estado de Maryland, los jardines de Washington, DC. Cuando Edgardo partió, Robinson tenía un año y no supo nada; Vanessa tenía más y se enfermó.
—De tristeza —dice Ingrid, hoy, aquí.
Ingrid siguió al marido cuatro años después. Quince días entre la salida de Champas y la llegada a Union Station, la estación de autobuses de la capital de Estados Unidos. El auto del coyote que la llevó de Champas a la frontera sur de México casi se da vuelta en una curva y la deja a medio camino con una embarazada de ocho meses y dos niños pequeños, compañía circunstancial de viaje, otros locos. En Palenque sirvió comidas para dieciocho migrantes que dormían en el piso de una casa sin mesas ni sillas y un solo baño. En Matamoros pasó toda una noche en una habitación sin luz ni agua ni colchón ni pintura ni revoque ni nada. Cruzó el río Grande a plena luz del día montada en un neumático de camión, un flotador que tiraba un tipo flaco como una rama. Ya en Texas, mientras el agua se llevaba la mugre y su ropa vieja, se desnudó y cambió a la vera del río y se vistió con sus ropas limpias pero usando el nombre de otra persona: Ingrid cruzó con papeles comprados. Cuando llegó a Migraciones, el policía —ancho, blanco y en uniforme azul— la miró con desinterés.
—¿De dónde vienes?
—De Honduras.
—¿Por qué vienes?
—Turista.
Un tiempo después sus papeles ya no servían pero ella ya estaba en Silver Spring, una ciudad dormitorio de Maryland, y trabajaba. Primero barrió oficinas, luego pasó a un restaurante de comida rápida, más tarde —y por varios años— en el edificio donde vivo yo. Allí nos conocimos, allí encontró en mi hijo un pedacito de los suyos, que ya tienen doce y diez años y a los que, desde 2005, ve crecer a través de Skype. Allí, en casa, fue donde una mañana de domingo me miró con la cara de los entusiastas: la sonrisa reventándole los cachetes.
—Orfilia, la Mélita, mi hermana: me la estoy trayendo.
Es simple: uno aprende de lo que vive. Los pobres más pobres de Centroamérica se montan a «La Bestia», el tren de carga que corta México de sur a norte, y donde a muchas las violarán y a muchos los asesinarán. Los que tienen dinero, se montan a los aviones. Ingrid cruzó México como un migrante de clase media: juntó siete mil dólares para ganarse el derecho de clavar el trasero en tres autos y llegar, con documentos, hasta la capital de Estados Unidos. Para ella no hubo narco, para ella no hubo secuestros, para ella no existieron decapitaciones. Nadie abusó de su cuerpo y una familia de coyoteros se la llevó a dormir en un cómodo sofá en la sala de su casa de dos pisos y cinco habitaciones.
¿Por qué no iba a ser igual para Orfilia y Édgar?
¿A quién pertenece una vida, si a alguien le pertenece?
Llamo a Ingrid: encontraron a Orfilia, le digo. Está detenida en Falfurrias, tal vez la trasladen a Port Isabel, unos kilómetros al sur y sobre la costa, a tiro de Matamoros. Parece que está bien. Fue ayer mismo.
Es la primera vez en mi vida que me alivia que alguien que no es un criminal esté preso. Las dos medialunas del insomnio de Ingrid me impresionaban a mí —y yo las porto a diario—, pero esa noche, tras la charla, la mujer pegó un ojo: dejó el otro abierto para esperar noticias de Édgar.
Pero primero, esa tarde, por teléfono, cuando ya le había contado todo lo que sabía de su hermana por la cónsul, ella me abrió los ojos a mí.
—Don Diego —dijo—, usté me sacó las ganas de llorar.
Estaba solo en casa; mi mujer y Teo jugaban en el parque. Corté y me fui al cuarto. Vivo en un piso dieciséis: desde mi ventana se ven Somerset, Bethesda, los bosques de Maryland. Bebo un aire limpio todo el puto día. Mucha luz.
Mi excusa será ésa: tanta claridad daña el iris. Lloré como hacía años no lloraba.
Llega un e-mail de Lara, el activista del sur. Asunto: «Preguntas para pelear los casos». Me pide los nombres, las fechas de nacimiento, el número de los casos de deportación de Orfilia y de Édgar. Cuándo entraron a Estados Unidos. ¿Vinieron con visa, los atraparon en la frontera? ¿Hay, por si acaso, algún miembro de la familia —hijos, esposa o esposo, parientes— que sean ciudadanos estadounidenses? ¿Residentes? Las últimas líneas eran para preguntar si los detuvieron por un cargo criminal, y, si era así, cuál.
El activista, Lara, es voluntarioso. Me dice que «lo más importante» es que Ingrid esté dispuesta a participar en el caso, y también la familia, de manera pública, así sean indocumentados. «Mucha de la presión viene de la participación de los medios y en la comunidad». Estoy de acuerdo, lo veo a diario: los Dreamers de Arizona, un vasto grupo de jóvenes que busca convertirse en ciudadanos plenos, son máquinas de producir hechos para que los medios presten atención. Charlas, conferencias, talleres. Manifestaciones. Estuvieron detrás de la gran marcha hispana, en Washington y a mediados de abril, por la reforma migratoria. Sus seguidores, convencidos de estar en el camino correcto, se pasean con playeras que dicen «Soy indocumentado» por las mismas calles de Maricopa County que patrulla el sheriff Joe Arpaio, un perseguidor fiero de migrantes sin papeles. Erika Andiola, su vocera más conocida, una chica de veintitantos que llegó de México con menos de doce, se plantó frente a la cámara de su computadora y se grabó en llanto pleno minutos después de que el ICE se llevara detenidos a su madre y hermano en la puerta de su casa, en Phoenix. Su video se hizo viral en YouTube, ella organizó en la noche a veinte activistas y en menos de cuarenta y ocho horas congresistas, representantes y los medios tenían correos, gente con pancartas y tuits saltando frente a sus ojos. El hermano fue liberado de inmediato y la mamá unas horas más tarde, cuando el autobús en el que la deportaban ya rodaba rumbo a la frontera. Eso es activismo, compromiso, lo que llaman —con todo derecho y razón— la lucha.
«No sé su disposición a hacerse pública —respondo al activista—. Ingrid es tímida y tiene miedo».
No le dije que le aterra respirar cerca de un policía. Lara, el activista, me pide que hable con ella, y yo, ese mismo día, hablo.
Literalmente, hablo. Solo. Un monólogo.
—Es así, Ingrid: si apareces en los medios, puede ayudar al caso. No hay certeza, claro —reculo—, de que los liberen, de que se queden. Pero he visto cómo operan las organizaciones, y logran que el caso se haga conocido. Eso puede ayudar.
—…
Ingrid está en el corte del almuerzo, trabaja a una calle de mi edificio.
—¿Por qué no vienes a casa y te doy detalles?
—…
—Eso sí, claro, debes estar convencida para hacerlo. ¿Te parece?
—…
—En fin, ven y te cuento. Pros y contras. Avísame.
—…
La primavera comenzó en fecha. Los árboles tenían pequeños brotes verdes, listos para reventar, pero entonces, un día, de la nada, un océano de frío bajó de Canadá, y nevó. Cinco centímetros de película blanca después, el verdeo estaba reseco y las ramas de los árboles volvían a ser pelados huesos negros.
Una semana más tarde, ya con un sol amable, vuelven a asomar. Sé que las plantas son sensibles pero evito exagerar y, sin embargo, creo que tienen miedo de mostrar mucho.
Uno aprende cuando se quema, sí, pero después del invierno algo siempre debe florecer.
Una fea interpelación, ésta: ¿qué hace uno cuando sabe que debe hacer lo correcto pero no puede o —tal vez, quizá— no quiere? Varias veces un día Ingrid marcó mi número y yo lo dejé sonar. Debía escribir, trabajar, editar; se me iban como viento las horas persiguiendo burócratas, señoras, señores. Ocuparme de alguien más me superaba. Varias veces y varios días, dudé de mandar un e-mail, me eché atrás en la silla, miré por la ventana para decidir si seguía o no. Pero entonces recordaba a mi hijo y veía a Ingrid con él, aún dominada por el insomnio y el miedo, y volvía a tomar aire.
De tanto en tanto, antes y después de esas horas negras, Ingrid me ha llamado para contarme detalle de cada cosa que hace, la mayoría intrascendente, ruido en la línea, los minutos de la basura.
—Y usté, don Diego, ¿qué piensa que debo hacer?
—¿Qué le parece, don Diego?
—¿Don Diego, qué?
Y yo, bueno.
La impotencia es un río crecido. Paraliza y arrastra, ahoga. Cada brazada para salir puede hundirte más.
Se acaba marzo, e Ingrid tiene un abogado en DC. Habló con él. No sé cómo lo encontró. (Me lo dice, pero lo olvido: estoy escribiendo un libro, ayudo en la edición de otro, preparo dos textos para dos revistas, negocio tres: mi demasiado poco importante vida; mi excusa.) Le reitero que tengo un e-mail para que se mueva, que hable con medios, que dé información.
—Yo tengo dos parientes que son residentes —responde—. El tío Carlos, que vive en Nueva York, y un medio hermano, Johnny.
—Tal vez eso pueda ayudar a tu hermana y tu sobrino.
—¿Usted cree? ¿Los podrán sacar?
En esos días, llamo al consulado de Guatemala en McAllen. La cónsul, que había sido amable y solícita a mis anteriores pedidos de periodista, no está disponible. Dos veces en una junta; fuera de la oficina, la otra. El personal me resuelve la duda: Édgar. Ocupados con Orfilia, por varios días nadie supo del chico. Ingrid me lo recordaba a diario y yo a diario entraba a la web de los agentes fronterizos del ICE. (Paréntesis: las siglas ICE se escriben en inglés igual que la palabra «hielo». Fin de paréntesis.) En vano ingresaba variantes de su nombre en la pestaña de búsquedas. Édgar Nufio. Édgar Villanueva. Alexander Villanueva. Édgar Alexander, Alexander Édgar. Édgar (o Alexander) Nufio-Villanueva. Alexander Nufio, Nufio Alexander. Cero. El chico no existía.
Fue una secretaria del consulado, Ema, quien lo sacó del limbo: Édgar está preso en San Antonio. La noticia me relaja —no pregunto cómo lo supieron ni qué pasos siguen—, cuelgo y llamo de inmediato a Ingrid, que se contenta, la voz otra vez fresca.
—Ay, Dios mío.
En medio de la charla, en el entusiasmo, vuelve su interés hacia mí. No tiene documentos en el país, la atemoriza cualquier autoridad, no habla inglés ni sabe manejarse con internet ni las burocracias. Soy, para ella, el cabo seguro. Me pide que siga, que no me detenga.
—Usted sabe, don Diego.
—Yo…
—Yo le pago.
—Ingrid, por favor…
—Le pago, don Diego.
Dinero.
O cifras. Mientras los que discuten cuentan la plata y los votos, la crisis humanitaria espía por la ventana: no parece invitada a la sesión. Por mucho tiempo, las personas que cruzan las fronteras pueden ser aritmética para lanzar sobre la mesa de un campeonato de matemática política. Migrantes indocumentados que viven en Estados Unidos: 11.5 millones. Mexicanos apresados por migraciones: un millón en 2002, la mitad en 2011. Guatemaltecos: 8300 en 2002, casi cinco veces más en 2011. Niños que llegaron sin documentos al país: 1.7 millones. Personas muertas tras cruzar la frontera: 5600 entre 1984 y 2009. Deportados en 2011: 392000. Retornados a su país sin juicio de deportación, mismo año: otros 324000. Convictos deportados en 2012: 191000.
Balance neto de la migración indocumentada: positivo. Dicen los liberales de Brookings Institution: cuesta en impuestos por uso de servicios, pero la migración de desempapelados genera mayor volumen de ingresos asociados, eleva la productividad, baja los precios de la economía, sube la demanda. Dicen los conservadores del Cato Institute: si se legalizaran los inmigrantes poco calificados, la economía sumaría ciento ochenta mil millones de dólares en diez años.
Dinero.
En 2011, por una ley que persigue a los migrantes indocumentados, el estado de Alabama perdió ochenta mil trabajadores agrícolas y negocios por once mil millones de dólares, de acuerdo con un estudio de la Universidad de Alabama. Nadie quiere ir al campo excepto el que cruza jodido del otro lado. Alguien tiene que hacer el trabajo de alimentar a otros.
Dinero.
Y sí: tenemos que sentir la crisis pero también debemos pesarla, medirla, contarla. Y cortarla y venderla en trocitos digeribles para no atragantar.
Hablar de la gente es más difícil que eso: las historias se repiten tanto que parecen ya una sola. Otra vez: lo que se repite se normaliza. Nos acostumbramos a la brutalidad.
Lunes: llamo a la oficina del activista Benigno Peña en Texas.
Consigo el teléfono del Proyecto Libertad: trabajan —o trabajaban— con inmigrantes centroamericanos. Si alguien puede dar soporte local a Ingrid en Texas, es gente que ha manejado casos de hombres, mujeres y niños de El Salvador, Honduras, Guatemala y Nicaragua. Circulo el número: tengo ya siete asociaciones que pueden estar a disposición de la familia.
Llamo al Pro Bono Asylum Representation Project (ProBAR), otro centro de asistencia legal a centroamericanos. Un chico joven busca los datos de Orfilia y Édgar. No encuentra nada que yo no sepa. Repito lo mío: que busco asistencia legal, que el dinero de Ingrid es poco, que no tiene a nadie en el sur. Toma mis datos —lo hace de buen modo, todos lo hacen de buen modo: nunca he visto tanta delicadeza— y sugiere que también pruebe en DC, que hay muchas organizaciones, que allí el cabildeo latino está creciendo, que la Iglesia católica, que los activistas, que…
Por darle una noticia —por decirle algo—, cuento a Ingrid que tengo más teléfonos de activistas, amigos que se ofrecen a ayudar, abogados, periodistas, mi mundito. Ingrid ha venido a casa en una escapada del trabajo. Viste los jeans ceñidos y la camiseta blanca de siempre y, encima, el mismo delantal azul de las muchachas que trabajan en cualquier casa de la ciudad de México. En el bolsillo del delantal trae el handy del trabajo —Robert, Robert… I need a screwdriver— y una bolsa de nylon con fotos: Orfilia y Édgar.
Por primera vez los veo. Hasta entonces, mi proyecto de bondad social era una descripción en palabras, nada de qué asirse. Ahora mis aliens favoritos son una imagen en papel mate; empiezan a parecer reales.
Orfilia viste como Ingrid: jeans pegados al cuerpo, tank top azul, el cabello negro apenas por encima de los hombros. Parece baja. Tiene los ojos negros ¿desanimados, aburridos, cansados, distantes? Está en una plaza, abraza a una niña: Vanessa, la hija de Ingrid. Vanessa sonríe y sonríe lindo; Orfilia no hace una mueca. Detrás de las dos mujeres hay una iglesia blanca, un árbol mediano y flores rojas y amarillas. Hay sol; es algún lugar en Guatemala.
Édgar viste una toga y un birrete con borla de color negro. Es su graduación, un día de 2011. Édgar estudió en el Instituto Tecnológico Henry Ford de Esquipulas, un terciario donde enseñan mecánica automotriz y dibujo técnico y de construcción. En una de las imágenes camina por debajo de una guardia de banderas y parece sorprendido por la toma. En otra, mira a la cámara con el mentón elevado y los párpados semicaídos, como si desafiase a algo. A la vida, tal vez —es tan joven.
Envío esas fotos a una colega de Impacto Latin News de Nueva York, un periódico latino, y en pocas horas ella las sube a la web y las transfiere al National Council of La Raza, a la red de activistas Presente y a la organización de abogados para latinos MALDEF. También subo un recorte de los rostros de los chicos a mi muro de Facebook y, junto a las imágenes, escribo una nota para contar las últimas noticias y agradecer a quienes han ayudado con contactos y, sobre todo, tiempo.
Entonces, de repente, la incomodidad.
Amigos y conocidos, movilizados por la historia que narro en setecientas palabras, hablan de mí como «un gran ser humano», admiran mi compromiso, aplauden mi ayuda.
«Gracias, Diego, por tu sensibilidad», dice Analía.
«Grande lo tuyo», exagera Daniel.
«Diego Fonseca es alguien muy especial»: mi querida Pilar Marrero, de La Opinión en Los Ángeles.
«Gigante»: mi hermana Paula.
«Ahora Orfilia y Édgar sabrán de ti, y así cada vez más gente»: Blanquita, fuerza natural.
«Enorme». «De gran nobleza». «Qué bueno que estabas cerca de Ingrid».
Me muevo en el asiento, se me hace un nudo la lengua: yo no hice nada más que hablar por teléfono varias veces y, si algo logré, fue gracias a contactos ajenos, nunca míos. No lo hice por compromiso con la humanidad: fue interés propio activado por carácter transitivo. Me gusta ver feliz a mi hijo y Teo lo es cuando juega con Ingrid, y no quiero ver mal a Ingrid porque, si ella está mal, mi hijo no está bien. ¿Puede el egoísmo ser una forma de la solidaridad?
Pasa un fin de semana, caen otros días.
Llamo a Ingrid por novedades de Orfilia y Édgar. Ha de estar limpiando oficinas en el edificio North Park porque la llamada entra directo al buzón de voz.
El mensaje de bienvenida no tiene su voz. Es Prince Royce cantando «Stand by Me», de Lennon.
«When the night has come
And the land is dark
Y la luna es la luz que brilla ante mí
Miedo no, no tendré, oh I won’t, no me asustaré
Just as long as you stand, stand by me»
El valor de los contextos: un mes antes, ni una de esas líneas me significaba nada.
Ya no hay más abogado: ahora es abogada. Se la recomendó el suegro de su hermana Anita, la mamá de Édgar.
—Es de confianza —me dice Ingrid—. Hace cuatro años, a él le sacó a dos sobrinos de la cárcel.
Orfilia lleva más de dos semanas en el East Hidalgo Detention Center de La Villa, Texas. La abogada habló con ella el jueves 4 de abril.
—Vive en Houston, la abogada. Yo le dije todo lo que usted me dijo. Le pasé todos los datos y los números de cada caso. Así no le costó encontrar a los patojos, pero, de sacadita, para verlos y por charlar, me cobra mil quinientos dólares.
(¿Dijo «mil quinientos dólares»?)
—Voy a luchar, don Diego. Dios me ayudará a que salga bien. La cosa es que estos cipotes se queden.
—¿Cipotes?
—Así es, con «c» de zapatos.
Ingrid ríe.
—Bueno, la abogada habló con mi hermana, la Mélita, y evitó que la deportaran, vea. Ella ya había firmado una hoja a la policía y fíjese que hasta eso le ayudó.
—Qué bien, estás contenta, ¿no?
—Contenta, sí.
Pero, ahora, Ingrid no ríe.
—¿Usted sabe, don Diego, que ni cobija le dieron a la Mélita en esa cárcel ingrata? Ayer recién le dieron la primera sábana. ¡Santo Dios! Me quedé sorprendida y asustada. ¡No tenía cómo taparse ni un dedo de los pies! ¿Hace frío allá?
Digo que no mucho, pero igual siempre es bueno tener algo para la noche.
—Hay que pedirle a Dios que nos ayude, don Diego.
Eso, que dios, que no creo, ayude.
—Del que sigo sin saber nada es del Edgardito. No sé dónde lo pasaron, no estaba con la Mélita. El lunes la abogada va a ver qué pasa. ¿Usté puede ver algo?
Digo que sí: estoy frente a la computadora. En el Sistema de Detección en Línea de Detenidos del ice tipeo «205-320-XXX», el número en que Édgar se convirtió. La página me pide un captcha y, en nada, responde: «Not in custody«.
—¿Y eso, don Diego?
Trato de ser cauto. «Not in custody«, explico, significa una de cuatro opciones: que Édgar —»el individuo»— fue liberado de la custodia del ice porque «dejó voluntariamente» Estados Unidos, porque su caso está pendiente, porque su caso fue resuelto y recibió permiso para quedarse en el país o porque fue transferido a otra agencia de la ley.
Ingrid ya no ríe.
—¿Y eso significa que me lo han enviado de vuelta al Edgarcito?
Elijo seguir siendo cauto: lo mejor es no apresurarse, digo, la abogada debe saber más.
—Lo importante es que el chico sobrevivió al desierto y a todo lo malo que pudo pasar. Y si quiere, puede volver a intentarlo.
Ingrid, de súbito, parece sonreír.
—¡Quiere! Cuando estaban en McAllen, me dijo clarito: «Si caigo, tía, yo me regreso».
Yo no sé si reír o no.
A las 9:08 pm del viernes 5 de abril, cuando los Houston Rockets comienzan a bombardear balones a la canasta de los Blazers de Portland, entra un SMS al celular de mi mujer:
Mujer.buenasnochez.lecuento.que.Ace2.minutos.meyamo.mi.hermana.quebayegando.su.hijo.aguatemala.
ya.esta.consufamilia.El.muchacho.
La barba de James Harden atropelló a Houston, 116-98. Buena noche, buen juego.
No llamé a Ingrid.
Días sin noticias. Hablo con Ingrid, por hablar.
—¿Te acuerdas que una vez me dijiste que querías traer a tus hijos? ¿Sigues pensando igual?
—¡Ay, cállese! Mejor me estoy quieta o me van a terminar de matar los sustos. Ganas no me faltan. Si lo que daría porque mis niños estuvieran aquí. Si cuando yo voy a su casa, don Diego, es una alegría muy grande recibir un abrazo y un besito del niño. ¿Me le manda un beso a mi niño, vea?
«¿Recuerdas cuando dije que te iba a explicar acerca de la vida, amigo? Bueno, la cosa acerca de la vida, es que se pone rara. La gente siempre está hablándote de la verdad. Todo el mundo sabe siempre cuál es la verdad, como si fuera papel higiénico o algo así, y ellos tienen proveedor en el armario. Pero lo que aprendes, a medida que envejeces, es que no hay ninguna verdad. Todo lo que hay es una mierda, y perdona mi vulgaridad. Capas de mierda. Una capa de mierda encima de otra. Y lo que haces en la vida cuando te haces mayor es escoger la capa de mierda que prefieras y ésa es tu mierda, por así decirlo».
En Héroe por accidente, Dustin Hoffman es el perdedor más convincente que he conocido y su nombre dignifica y sintetiza la derrota —alguien que se llama Bernie Laplante debe esforzarse mucho para triunfar en algo.
Laplante fue un héroe muy a su pesar: salvó a varias personas de morir en un accidente de aviación. Los medios le dieron el crédito a John Bubber, más joven, más televisivo, más vendedor. Laplante no se quejó: lo suyo era evitar figuraciones innecesarias. Derrotarse solo antes de ser derrotado.
«Tu padre es Bernie Laplante —dijo un día la ex esposa al hijo de ambos—. Va en contra de su religión asomar la cabeza».
No me siento ni uno ni otro —no me dejo ganar fácilmente por mi Bernie Laplante interior ni tomo crédito que no me corresponda como John Bubber— pero no puedo borrar el recuerdo de Héroe por accidente desde el día en que, tras pedir ayuda por Facebook para Orfilia y Édgar, mis amigos y conocidos convirtieron a mi Bernie Laplante interior en mi John Bubber público.
Por ese runrún, desde que supe sobre la situación de Orfilia y la deportación de Édgar, no volví a publicar nada en Facebook ni en Twitter. No quiero —aunque no sé si no lo haré nunca—. Sé, sí, que he ayudado, que he sido el gránulo en la masa arenosa, pero también sé que pude abrir puertas porque quienes conocen sus cerraduras me dieron las combinaciones. No he hecho nada que alguien más con dos segundos de tranquilidad no hubiera hecho. Me asignaron informalmente la incomodidad del salvador cuando lo que sucedió fue una sucesión de decisiones individuales dentro de una red.
—Lo mío no fue nada heroico —al fin le digo a Ingrid una tarde, un poco cansado.
Ella no duda.
—Para mí, sí.
Yo no quiero escuchar. En ese momento, sí quiero actuar como Bernie Laplante: separarme del asunto, dejar todo en manos adecuadas. ¿No es acaso, Ingrid, la verdadera heroína? ¿No es ella quien dio cada paso por esos chicos, quien perdió el sueño, empeñó sus ahorros, lloró lo indecible, le rezó a su Dios y a sus santos?
Por primera vez en mucho tiempo, Ingrid habla en un tono decidido.
—Vea, yo en este momento tengo delante esta estampa: «Yo soy el pan vivo bajado del Cielo. El que coma este pan vivirá para siempre. El pan que Yo daré es mi carne, y la daré para la vida del mundo». Cuando todo esto empezó yo llamé a su señora esposa y ella me dijo que le hable, que usted sabría ayudarme. Y ese día que le hablé mis ojos se llenaban de agua, don Diego. Pero desde ese día que usted averiguó de la Mélita y del Edgarcito, yo ya me sentí diferente. Mejor. Así que para mí sí fue importante. Que Dios me lo guarde, don Diego.
Dice John Bubber a Bernie Laplante, cuando éste lo convence de que asuma su rol como el héroe involuntario: «Entonces, ¿no quieres el crédito?».
Responde Laplante: «Yo no tomo crédito. Soy más de efectivo».
Psss.
Devolvieron a Édgar a Guatemala hace más de una semana e Ingrid no llamó una sola vez. Marqué un par de veces, di siempre con Lennon: la casilla de mensajes de voz estaba llena. Finalmente, la tarde calurosa de un miércoles de abril, Ingrid levanta mi —¿cuarta, quinta?— llamada. La abogada ya manejaba todo, pero tampoco había grandes novedades de su lado. Cuando las tuviera, le dijo, se las informaría. Ingrid —y el caso— entraban en el balanceo suave de los barcos anclados, sometidos a lo que el clima —la ley— dicte. A mí también me mecía: había tomado distancia desde que la abogada manejaba el caso. Era lo que quería, al cabo, pero, igual, no podía dejar de llamar a Ingrid, como si no hubiera otra cosa que hacer —como si fuera a hacer otra cosa.
—¿Hablaste con tu hermana?
Ingrid responde corta de palabras.
—Ayer, don Diego.
—¿Y?
—No mucho. Nada.
Demasiado corta de palabras.
—¿Nada?
—Bueno —parece revolverse incómoda, como si hablase con alguien a su lado: como si no quisiera hablar conmigo—, usté sabe lo que dicen, que lo que uno habla lo graban…
Esto supongo: Ingrid cree que alguien puede estar grabándonos también. La idea se me cruza como un golpe de viento: mi barco se sacude un poco, inquieto e inseguro.
—Ah —respondo.
—Sí.
—OK. Entonces…
—Bueno…
—¿Hablamos, no? Acá, en casa, digo, no sé…
—Sí…
—Digo, no por teléfono.
—Sí, sí, claro. Claro. Claro.
—Hasta luego, Ingrid.
—Hasta luego, don Diego.
Ingrid cuelga y yo me quedo en la línea esperando oír un segundo clic, el de los espías. Lo único que escucho es el eco de mi respiración en el vacío que deja una llamada terminada. Barcos hundidos.
Édgar está con su familia, en casa, cobijado. Pero no es un lugar en el que quiera quedarse: años atrás, su padre, el primer Édgar, fue asesinado por dos sicarios. Le dispararon por la espalda cuando entraba a la iglesia. Un medio hermano comenzó a llamar a Anita, la hermana de Ingrid y mamá de Édgar, para pedirle dinero a cambio, decía, de permitirle vivir: si no estaba tras la muerte del marido, estaba tras lo que quedase. Anita tomó a sus hijos y se marchó de la ciudad. Édgar no quiere nada de aquella suerte. Si dice lo que dijo, se volverá a jugar la vida en el desierto. Falfurrias parece dar más chances de sobrevivir que su pueblo en Guatepeor.
La estadía de Orfilia puede tomar meses, pues, con su abogada, la patoja ha desafiado el proceso de deportación y discute quedarse. Casi a mediados de abril, Orfilia pasó de East Hidalgo Detention Center, en La Villa, el complejo de quince barracones rectangulares casi en el límite de Texas con México, al T. Don Hutto Residential Center, una cárcel privada para mujeres inmigrantes que es el cuarto empleador de Taylor, un pueblo de catorce mil habitantes, unos kilómetros al norte de San Antonio. En aquel pueblo, donde aun predominan los blancos de ascendencia eslava, la cárcel es territorio latino, dentro y fuera. Sus directores se llaman Enrique Lucero y Francisco Venegas.
Intento informarle a Ingrid que su hermana ya no está en La Villa sino en la cárcel de Taylor, pero, cada vez, me topo con la barrera de la casilla de mensajes. Cuando pasa, allí está otra vez Prince Royce cantando a Lennon, diciéndome «Stand by Me». Sin embargo, un jueves, la canción se me presenta más breve.
«When the night has come
And the land is dark
Y la luna es la luz que brilla ante mí»
Y ya. Faltan los versos finales:
«Miedo no, no tendré, oh I won’t, no me asustaré
Just as long as you stand, stand by me»
«No tendré miedo, no me asustaré, mientras estés a mi lado.»
La providencia —o mi estupidez o mi culpa o la tonta casualidad— me hacen creer que hay un feo mensaje allí. Que, por un lado, mi tibieza tal vez ya no sea necesaria para Ingrid y Orfilia, y eso resultaría muy cómodo para mí. O bien, en el peor de los casos, que el miedo y el susto ganaron la partida. Y eso sería siempre incómodo para todos.\\
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