Reportajes
Kike Ferrari, el escritor proletario
Diego Fernández Romeral, Cintia Kemelmajer
Fotografía de Félix Busso
Desde hace diez años Kike Ferrari es el argentino que ha renovado la narrativa policial escrita en español. Este personaje, que ha ganado múltiples reconocimientos en el mundo, trabaja en la Línea B del subterráneo de Buenos Aires, Argentina.
Apenas vio en la pantalla de su computadora que no había ganado el premio Casa de Las Américas, Kike Ferrari empezó a destruir su departamento. Tiró los libros de las estanterías, pateó las sillas, los muebles, todo lo que se le cruzaba en el camino. Partió el sillón del living de una patada. Una botella de cerveza estalló contra el piso. “¡¿Puede ser que haya ciento sesenta y seis novelas mejores que la mía?!”, gritó. Estaba seguro de que no había ninguna que la superara. No ganar ese premio lo enfrentaba además con una verdad siniestra: él no era un escritor. Nunca había ido a talleres literarios, no tenía un maestro, en su familia nadie escribía, trabajaba en un instituto de menores, ni siquiera tenía un título de colegio secundario. Sintió que lo único que hacía era llenar hojas que sus amigos le aprobaban por cariño. La escritura era un nuevo callejón sin salida, al igual que lo habían sido la música y aquel anhelo por verse envuelto en alguna revolución socialista. Entonces su novia le dijo que volviera a mirar la pantalla. Se acercó hasta el monitor: sólo un renglón más abajo estaba su nombre.
Era el 10 de octubre de 2009 y el fallo del jurado decía que su novela Lo que no fue había ganado la primera mención del premio. Se trataba de un policial metafísico ambientado en la Guerra Civil Española: la historia de un periodista, criado entre panaderos anarquistas, que decide cambiar su nombre y sumarse a las filas del bando republicano. Un hombre que desde ese momento tendrá una vida breve y feroz, que se asomará en cada tiroteo a todas sus otras vidas posibles, que cargará a cada paso con una fatídica pregunta: “¿Quién elegiría ser, si pudiera ser otro?”. Tres días después, Kike Ferrari encontró en su casilla de correo un mail que se había ido al spam: desde el premio Casa de las Américas le ofrecían editar su libro. Era una propuesta inusual. La última vez que se había editado una primera mención había sido en 1967: se trataba del libro de cuentos Jaulario, de Ricardo Piglia.
Entonces destapó una botella de cerveza y sintió, por primera vez en su vida, que era un escritor.
***
—El plan mío, para poder escribir la novela que hoy tengo ganas de escribir, es que yo me levanto seis días a la semana, y voy y barro del piso el vómito de la gente —dice Kike Ferrari—, y eso me permite ser feliz.
Está sentado en una habitación diminuta, de poco más de tres metros por lado. Es uno de los espacios que utiliza el personal de la Línea B de subterráneos de la ciudad de Buenos Aires para guardar objetos personales y pasar los ratos libres. Kike trabaja en el subte desde hace seis años, baldeando y limpiando las estaciones. En la habitación hay un ventilador de pie, un espejo redondo y pequeño colgando sobre la pared de azulejos blancos, una cartelera con novedades sindicales, tres sillas y una mesa. A un costado, dos filas de lockers metálicos con nombres y números escritos en fibrón. Kike abre el suyo, “Ferrari 8775”, saca un mate de plástico, un termo de telgopor y un paquete de yerba. Carga agua caliente en un dispenser que está al lado de la puerta y se acaricia de forma automática el colgante que lleva puesto: una hoz y un martillo entrelazados. Repetirá esa operación una y otra vez a lo largo de la mañana.
—No tengo ni un póster de River en este sucucho, ¿vieron? —dice con una sonrisa aniñada y deja entrever dos hileras de dientes desacomodados—. Pasa que si los pibes de la noche me lo rompen, después me peleo.
CONTINUAR LEYENDOTiene el pelo rapado a los costados y una cresta punk. La cara afeitada al ras, salvo por una fina línea de barba que le recorre el contorno de los pómulos y desciende hasta el mentón. Lleva el uniforme de trabajo del personal de maestranza: un mameluco azul con la palabra “Metrovías” bordada en hilo blanco a la altura del pecho, con una franja fosforescente a cada lado. Hasta hace un año cubría el turno de la noche —de una a siete de la mañana—, pero consiguió el cambio de horario que necesitaba: ahora trabaja de siete de la mañana a una del mediodía. Eso le permite cuidar a sus tres hijos, llevarlos al colegio, ensayar con Búho —la banda de heavy metal en la que toca el bajo—, ir a la cancha a ver los partidos de River, llegar a las prácticas de taekwondo —es tercer Dan— y, dos horas por día, trabajar en sus cuentos y novelas.
Al escritor maldito lo maté hace un montón de años, cuando me di cuenta de que era ineficaz.
—Cuando vuelvo de los festivales de literatura es raro. En España paro en un hotel cinco estrellas en la Gran Vía, me dicen “consumí lo que quieras”, y me paso la tarde tomando cerveza y comiendo camarones. Me llevan y me traen, soy como una estrella de rock. Doy quince entrevistas al lado de James Ellroy. Y el día que eso termina te subís a un avión, bajás y venís a que la gente te escupa el chicle en la cara.
En los diez años que siguieron a la primera mención del premio Casa de las Américas, Kike Ferrari se constituyó como una de las voces latinoamericanas que renovaron la narrativa policial, a fuerza de una mirada furtiva y rabiosa que bucea en todos los estamentos de la condición humana para revelar historias desesperadas, repletas de personajes entrañables y repugnantes luchando por mantenerse vivos. Desde ese momento escribió las novelas Que de lejos parecen moscas (Amagord, 2011; Anagrama, 2018) —ganadora del premio Silverio Cañada a la mejor ópera prima del género negro de la Semana Negra de Gijón de España y finalista del Grand Prix de Littérature Policière y del Prix SNCF du polar de Francia—, Punto ciego (en coautoría con Juan Mattio, Vestales, 2015) y Todos nosotros (Alfaguara, 2019); el libro de relatos Nadie es inocente (Revolver, 2014) —con tres cuentos ganadores del concurso de relatos policíacos de la Semana Negra de Gijón—; el libro de ensayos Un mundo negro (Evaristo, 2017) y la nouvelle El oficio de narrar (Tantagua, 2018). Participó en antologías literarias de España, México, Cuba y Argentina, y editó una en la que llevó las historias de Jorge Luis Borges —provenientes del policial clásico— hacia los terrenos más atroces del ser humano: Borges negro y criminal (Revolver, 2019).
—La vuelta es un cimbronazo que me dura la primera hora. Hubo una sola vez que me sentí extraño, porque en un lapso de cuatro horas pasé de contestarle por teléfono a unos universitarios gringos sobre mi obra a baldear mierda de homeless. Lo que pasa es que el trabajo que yo hago acá no implica ponerse a pensar, entonces puedo estar craneando otras cosas todo el tiempo. Si estás dando clases en un colegio no podés hacer eso. Ahora, si estás barriendo el piso, trapeando una estación, la cabeza es tuya para seguir escribiendo.
Ése es el plan con el que Kike Ferrari escribe. Un plan con el que cultivó una vida subterránea y anónima en la Argentina —de ediciones mínimas y casi sin exposición—, pero rodeada de premios y distinciones en el mundo. Un plan en el que le toca recorrer estaciones llenando bolsas de basura mientras sus libros son publicados en México, España, Francia, Grecia, Macedonia, Estados Unidos, Inglaterra e Italia, y traducidos en seis idiomas.
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Enrique Ferrari nació el 14 de julio de 1972 en El Palomar, un suburbio de Buenos Aires hecho de casas bajas y terrenos baldíos que se ramifican alrededor de un aeropuerto militar, y se crio en el seno de una familia fragmentada. Sus padres se separaron cuando tenía dos años. Su madre, María del Carmen Pagano, se compró entonces una máquina de coser y comenzó a trabajar de noche para criarlo de día. Su padre, Enrique Francisco Ferrari, era Guardiamarina de la Reserva Naval en la Armada Nacional, un hombre aferrado al orden y la pulcritud. A medida que crecía, un abismo cada vez más grande se abría entre ellos dos. Hasta que esa grieta se cerró sin preámbulos. Kike Ferrari tenía nueve años la última vez que vio a su padre.
—Los adultos son idiotas. Nadie me había explicado nada. Yo entré al hospital y para mí, mi papá tenía un dolor de espalda —recuerda Kike Ferrari—. Y no, tenía cáncer de pulmón y se estaba muriendo.
Esa tarde en el hospital discutieron por el pelo largo de Kike. Su padre le dijo que si no se lo cortaba, no volviese a verlo. Kike le dijo que no se preocupara, que no iría más. Dio media vuelta y se fue sin saludarlo. A los pocos días, su padre falleció.
—Desde ese entonces tengo una relación rarísima con el pelo. Una relación de mierda. Exagerada —dice Kike y con su mano izquierda se aferra al grabador que está sobre la mesa y lo corre hasta ponerlo cerca suyo—. Si tengo el pelo un poco largo me lo afeito al ras. Y cuando me lo corto, me lo corto yo. Lo que quisiera es que llegue a un punto y no se mueva más. Me molesta un montón tener que ocuparme de las cosas. Mis manos, por ejemplo, son las mismas siempre. Yo quisiera que el pelo sea igual.
Para cuando su padre murió, su madre ya convivía con Ricardo, su nueva pareja, que le regaló a Kike Los tigres de Mompracem, de Emilio Salgari, que sería un libro iniciático. Ese libro y las peleas se convirtieron el centro de su infancia.
—Mi papá Ricardo me dio ese libro al poco tiempo que se murió mi papá. Lo que me pasó es que cuando lo leí yo no quería jugar a los piratas, quería escribir historias sobre piratas. Después en la escuela me pasaban otras cosas. Una vez tiré a un pibe de un primer piso, me suspendieron. Fue en cuarto grado. Lo tiré por el balcón. No se hizo nada por suerte, cayó bien. Siempre tuve una carga de violencia bastante alta en general. Que muchos años resolví peleándome en la calle y después con las artes marciales.
A los dieciséis años, Ricardo lo llevó a trabajar a la panadería familiar. Allí sintió el primer miedo ancestral que luego llevaría a su literatura. Una madrugada en que le tocó limpiar la harinera, tuvo que sacar de adentro una rata decapitada y sintió un terror profundo frente a ese animal inerte y mutilado. Una fobia que nunca dejó de perseguirlo. “Miles, millones de ratas como una guerrilla subterránea y clandestina. Una plaga en la oscuridad. La verdadera mayoría silenciosa. Las ratas empezaron a brotar de todas partes, hipnotizadas por la melodía que surgía de la flauta y el parlantito. Cientos, miles de ratas de distintos tamaños y pelambres, que corrían persiguiendo la música para ir a encontrar la muerte por electrocución en la piscina semiolímpica de unas torres de lujo”, escribió muchos años después, en el cuento “El cazador de ratas”, incluido en Nadie es inocente. Es la historia de una suerte de flautista de Hamelin bohemio y lisérgico que se encarga de exterminar una plaga de ratas que amenaza a las familias ricas de la ciudad. Para poder terminarlo, se pasó una tarde entera escribiendo y vomitando en el baño.
—En la panadería empezó a trabajar cuando se pasó a la escuela nocturna —dice su madre, una mujer alegre y verborrágica de pelo blanco, en una confitería en el barrio porteño de Caballito—. Nosotros le dimos el trabajo más de peón que había. Le pagábamos lo que establecía el convenio del sindicato de panaderos y Kike lo leía y nos reclamaba Ya se le veía esa cosa sindicalista que después tuvo. Ahí se moldeó como lo que es, un trabajador. Porque él, de una u otra manera, todo lo convierte en un trabajo.
***
Kike Ferrari camina apurado hacia un supermercado. Es una tarde fría de jueves. Está vestido con un camperón negro y un pantalón ajustado. Tiene casi un metro noventa y la espalda maciza, los brazos anchos y caídos. Su cuerpo parece estar a mitad de camino entre el de un boxeador y un jugador de básquet. Termina una lata de cerveza en la puerta y entra a comprar algunas más. En unos minutos participará de una charla titulada “Literatura y alcohol” junto a otros dos escritores, en una pequeña librería porteña. Busca entre las heladeras hasta que agarra un pack de latas verdes. Destapa una ahí mismo, se toma una selfie bebiéndola y la sube a sus redes sociales. Es parte del arreglo que tiene con Grolsch, una marca de cerveza que el año pasado lo invitó a ser parte de una campaña publicitaria titulada “Así soy”, en la que retratan a personas de distintas ciudades del mundo a las que consideran “auténticas y singulares”. A Kike le ofrecieron dos mil dólares y veinticinco latas al mes como parte del pago.
—Me salvaron con el tema de la guita, esa plata me sirvió un montón porque venía muy mal para pagar el alquiler —dice mientras hace la fila del supermercado—. Ahora tengo quilombo para cobrar una charla que di en Francia, me piden mil cosas: el PayPal, que ya les dije que no tengo, el CBU, que ya se los mandé, el teléfono, el mail, no sé qué carajo necesitan. Los llamo y no atienden. Estamos a mitad de mes y los del banco ya me sacaron toda la plata de la cuenta.
En la página web de la campaña de cerveza, Kike Ferrari sale diciendo: “He sido panadero, conductor, vendedor ambulante, y mucho más, pero siempre he escrito. Es lo que más me gusta, pero desafortunadamente no pone suficiente comida en la mesa para mi familia”. Alrededor del texto aparecen fotos suyas posando distendido en el balcón de su casa, con la mirada perdida en el horizonte. En la campaña se lo presenta como “escritor reconocido y empleado en el subte”.
—La verdad es que me interesa poco una charla de alcohol y la escritura —dice de camino a la librería—. Si yo no escribiera, tomaría igual. Yo al escritor maldito lo maté hace un montón de años, cuando me di cuenta de que era ineficaz. Me gusta más el esquema Hemingway, un tipo con un montón de hijos, me parece más productivo.
Una vez dentro de la librería, cuando le pasan el micrófono, nombra libros como El que tiene sed, de Abelardo Castillo, cita a Ricardo Piglia para decir que “la escritura es una experiencia tan vital como cagarse a trompadas” y recomienda autores como el novelista inglés China Miéville, “que es uno de los mejores escritores de policiales en la actualidad y hace ciencia ficción”. Sobre el final de la charla, le preguntan qué bebida alcohólica lo define y, después de pensarlo unos segundos, nombra una de las marcas de whisky argentino más baratas del mercado.
—Es una bebida leal y triste —explica—. Sería completamente yo si además estuviese casi todo el tiempo enojada.
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Su adolescencia fue la repetición de una rutina autoimpuesta, ordenada en torno a la militancia política, el rock y el alcohol. A sus once años, durante el ocaso de la sangrienta dictadura cívico-militar en la que estuvo sumergido el país hasta 1983, Kike había llegado sólo hasta las puertas de un local del Movimiento al Socialismo (MAS), un partido de izquierda con orientación trotskista y marxista.
—Yo creo que si al entrar al partido me hubieran dado para leer a Lenin, me hubiera aburrido y me hubiera ido a mi casa —dice en el pequeño cuarto del subte, y sonríe. Los ojos negros, que parecen delineados, se entrecierran debajo de dos cejas que se enfrentan con una rectitud marcial—. Mi primera aproximación al trotskismo fue porque Trotsky era un escritor grandioso, como Marx. Leés el 18 Brumario de Luis Bonaparte y no podés no ser marxista, es una novela tremenda, con fantasmas. ¡Era Shakespeare para mí!
Apenas entró al mas comenzó a participar de todas las reuniones que podía. El local al que iba estaba en el barrio de Constitución, sobre la calle Estados Unidos —una de las zonas más filosas y noctámbulas de la ciudad—, muy cerca de Cemento, el boliche en el que crecieron las bandas emblemáticas del rock argentino —como Sumo o Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota—, a donde iba todos los fines de semana. En un bar a la vuelta se encontraba con sus compañeros del partido, todos más grandes que él, y terminaba las jornadas tomando ginebra. Entre esos compañeros estaba Beto Pianelli, quien se convertiría en uno de los principales dirigentes sindicales de los trabajadores del subterráneo en Argentina y le abriría las puertas, muchos años después, para ingresar allí como personal de maestranza.
—Lo que me impactó de Kike cuando lo conocí fue su irreverencia. Él no venía de una familia politizada y cuando cayó al partido era chiquito, pero tenía mucho nivel cultural para su edad —recuerda Pianelli por teléfono—. En una de las primeras charlas a las que vino, sobre materialismo histórico, que la daba nuestro dirigente Nahuel Moreno, un prócer para nosotros, él levantó la mano y empezó a cuestionarlo. Me lo tuve que llevar afuera.
Ferrari al principio se enojó muchísimo. Todos querían ir a hacerle notas e imágenes viéndolo baldear.
Durante sus años de militancia, la literatura se fue convirtiendo en una sombra que lo acechaba. Lo único que escribía eran las letras de su banda de heavy metal, 7 Whiskies Dobles. Pero lo hacía con la sensación de estar escapándose de un propósito más grande. La misma que lo atravesaba en las peleas callejeras, que cada vez eran más. Sentía que peleaba para escaparse del miedo: el miedo a la muerte, al sufrimiento, a la misma violencia.
—Lo que me pasa es que vivo en estado de miedo permanente. De chico capaz me plantaba a pelear con alguien y yo estaba todo cagado. Pero no lo sabían. Más miedo me daba, más me peleaba. Como que a la vergüenza de que me vieran arrugar le ganaba al miedo. En ese momento mis amigos, mi familia, todos me decían que “tenía” que ser escritor. Eso me freezó mucho tiempo. No me animaba a escribir. Creo que fue una consecuencia del miedo a que algo no saliera como se esperaba, y me limité a las letras de canciones.
Alguien golpea a la puerta de la pequeña habitación del subte. Es un compañero que le dice que hay una pasajera desesperada porque se le cayó el teléfono a las vías del tren. Le pregunta si puede hacer algo.
—Sí, decile que ahí voy —contesta él.
Se levanta de su silla, toma la escoba y la pala metálica con mango largo que descansan en un rincón y sale escaleras abajo hasta el andén. Desde ahí, tendida entre las vías, se divisa la carcasa plateada del celular. Voltea su cabeza hacia la derecha y ve las luces del subte aproximándose. La formación frena enfrente suyo, la chicharra suena, las puertas se abren, algunos pasajeros bajan, otros suben, la chicharra suena, las puertas se cierran, el subte acelera y se pierde en el hueco izquierdo de la estación. Entonces, como un bailarín que esperaba la señal para entrar en escena, Kike Ferrari se asoma al borde del andén, extiende la pala hacia las vías y con un movimiento sutil barre el celular hasta recogerlo.
—En esta línea pasan seiscientos volts por los rieles. A la noche podés saltar a las vías porque no hay electricidad. Pero ahora ni en pedo, pisás mal y terminás carbonizado.
***
—Hola, soy Juana —saluda una nena de anteojos y pelo lacio, apenas abre la puerta vidriada del edificio.
Tiene once años y es la más grande de los tres hijos de Kike Ferrari.
—¿Ustedes están haciendo como una biografía sobre mi papá? —pregunta una vez arriba del ascensor—. ¿Y no tendrían que hablar también con mi mamá, o con nosotros?
La casa de Kike Ferrari está en el último piso de un antiguo edificio en el barrio San Cristóbal, a pocas cuadras de aquel rincón iniciático de su adolescencia. Es una tarde de sábado y él está cocinando una olla de garbanzos. Lleva puesta una bermuda de jean y una remera negra de Motorhead con las mangas cortadas, que deja al descubierto los tatuajes de sus brazos. En total tiene dieciséis: hay ideogramas coreanos, la firma de Bukowski, el rostro de Karl Marx, el logo de la banda británica Black Sabbath, una calavera del Día de los Muertos.
—Vengan, vamos al balcón —dice, señalando hacia afuera con un termo en la mano.
Para llegar al balcón hay que atravesar el living: un ambiente amplio que en todas sus paredes tiene bibliotecas atestadas de libros. Hay una mesa de madera con cuadernos y lápices, que también están desparramados por todo el piso, repleto de juguetes. En el televisor hay dibujitos animados a todo volumen. Sus otros dos hijos —Severino, de siete años, y Matilda, de cuatro, dos niños rubios de mirada y sonrisa luminosas— se pelean a los gritos con un perro alto y flaco que les ladra y saltan arriba de un sillón desplumado de dos cuerpos. Un gato blanco y negro, al que Severino le cortó los bigotes, observa todo.
—Ahora están un poco más tranquilos, porque están más grandes, pero antes era así todo el día, los gritos y la tele al palo, y así me ponía a escribir igual.
En una especie de hendidura en la pared, de poco más de un metro de ancho, está el escritorio de madera donde trabaja todos los días. Hay una notebook, que apenas entra, delante de una biblioteca. Al costado, apretados entre más libros, un bajo y un pequeño amplificador.
—Lo único que me faltaría sería una ventana… Hijo, largá eso —le dice a Severino, que intenta llevarse a su habitación una mochila que no es suya—. Entró en “modo Di Giovanni” —aclara, haciendo referencia al militante anarquista Severino Di Giovanni, la figura más emblemática de ese movimiento en Argentina—. Va a estar así un rato.
En el balcón hay una mesa de plástico con medialunas, más juguetes esparcidos, una media gris y migas de pan. Sobre una pared roja, un cuadro del Che Guevara.
—Yo tengo una especie de mito de origen de mi inicio en la literatura, que es cuando explota todo en mi vida, la militancia, la música, el laburo, todo.
Le gusta contarlo así. Tenía veinticinco años y vivió su propia temporada en el infierno: en un lapso de quince días falleció su abuelo, su novia lo echó de la casa que compartían, su banda de heavy metal se disolvió y él se quedó sin trabajo: manejaba un camión de mudanzas al que se le había fundido el motor. Con las pocas monedas que le quedaban se compró una cerveza y volvió a la casa de su madre para escribir lo que sería su primer cuento: la historia de un hombre desempleado que después de tomarse una cerveza decide robar una inmobiliaria.
—Los veinticinco años fueron una época de mi vida especialmente lumpen. Yo estaba muy enojado, había dejado el partido y las posibilidades ya no de que yo hiciera la revolución, sino de que alguien hiciera al menos algo parecido, eran nulas… Matilda, mi amor, no hagas eso —le dice ahora a la hija más chica, que chupa el dulce de leche de cada medialuna y luego las deja sobre la mesa—. Así que había caído en eso de que “si Dios no existe todo está permitido”, de Dostoievski. La escritura todavía era apenas un hobbie. Me había quedado sin plan.
Se acercaba el final de los noventa y Argentina entraba en una de las crisis económicas más profundas de su historia. Kike había pasado a trabajar como chofer de un taxi. En una de sus recorridas nocturnas, chocó y dio un vuelco que lo eyectó del interior del auto y dejó su brazo aplastado por una de las puertas. Estuvo a punto de perderlo. Su mejor amigo, que se había radicado en Estados Unidos, le insistió para que se fuera a vivir con él. No tenía un plan mejor. Vivió tres años en Florida, a setenta kilómetros de Miami, trabajando primero como jardinero y luego como vendedor de cuadros. Ahí empezó a bocetar, entre piscinas de lujo y noches interminables, lo que sería su primera novela. Hasta que una tarde en la que volvía del trabajo lo detuvieron y el policía descubrió que no tenía la visa necesaria para estar en el país. Fue recluido durante una semana en el Krome Detention Center y finalmente deportado.
“Una de las noches, después del último conteo todo se enrarece. Se oyen ruidos. Corridas. Los guardias van y vienen. Nos cuentan una y otra vez. Finalmente uno de los guardias, Tom, me explica: media docena de haitianos, a los que les acababan de avisar que no les iban a dar el asilo se escaparon. Nadie sabe bien cómo pero cruzaron el perímetro. ¿Y los salen a buscar?, pregunto. ¿Allá afuera? Tom estalla en una carcajada. No, en Krome no se persigue a nadie una vez que cruza los alambrados. Esto es un pantano. Sería muy peligroso. ¿Entonces?, vuelvo a preguntar. A esta hora deben ser comida de los cocodrilos, responde muy divertido”, escribió en una crónica sobre su deportación que fue publicada en 2017 en la revista estadounidense World Literature Today.
—Unos días antes de que me deportaran tuve la última pelea fuerte de mi vida. Después, cuando empecé a escribir, ya no me peleé más. Fue por una boludez. Estaba cruzando la calle y un tipo me tiró el auto encima. Ni lo dejé bajarse, lo rompí todo, la mano le quedó como un sanguche contra la puerta, escuché el crack de los dedos pero no veía nada más mientras le pegaba. Estaba ciego. Cuando termina la pelea, veo que hay dos niños atrás llorando. Todo mal, fui dos días más a laburar y renuncié… yo no quería estar más ahí… Hija, Matilda, me hacés un favor, ¿le decís a Juana que me traiga una birra?
***
Su vuelta a la Argentina lo depositó sobre un escenario conocido, pero que esta vez se abría también en una dirección inesperada. No tenía dinero ni trabajo y al mismo tiempo sentía que por fin había un plan: la escritura. En pocos años publicó su primera novela, Operación Bukowski (Mondragón, 2004) y su primer libro de relatos, Entonces sólo la noche (El 8vo Loco, 2008), llegó la mención al premio Casa de las Américas junto con la publicación de Lo que no fue (2009) y la sensación de haberse convertido, finalmente, en escritor. En esos años también conoció a Sol, su pareja y la madre de sus tres hijos.
—Antes había sido muy quilombero. Yo por suerte me descubrí la pija de chiquito: es horrible cuando te descubrís la pija a los 35 y hacés estupideces a esa edad. Incluso con la que fue mi pareja anterior a Sol fui muy bardero, me cogí a la mitad de la Ciudad de Buenos Aires mientras estaba con ella, porque además fue el momento en el que estaba más lindo —dice en un bar porteño frente a una botella de cerveza, un mediodía al terminar su jornada en el subte—. Una vez que vos hacés la experiencia de promiscuidad, de terminar cogiendo con dos personas o despertarte en la casa de no sabés quién, lo que es divertido deja de serlo. Lo que me pasó con las mujeres es lo mismo que me pasa con todas las cosas en la vida: quiero vivir todas, todas, todas las vidas. Yo la verdad que lo único que sé hacer bien es escribir. Todas las demás cosas las hago como puedo.
El primer trabajo que consiguió en el país fue como seguridad en una tanguería porteña. Estaba bajo las órdenes de un jefe déspota que llamaba a sus empleados por el puesto que ocupaban. “Puerta” era el nombre de Kike Ferrari. En ese hombre se inspiró para construir al protagonista de la novela con la que empezaría a recorrer el mundo.
“El señor Machi descubre que para hombres como él, el asesinato, como tantas otras cosas, es algo que se compra hecho, así que limpia en el pantalón del traje su mano aún pringosa y húmeda, se levanta y va a guardar la Glock nuevamente a la guantera con el corazón latiéndole desbocado. Se sienta un instante en la butaca del BM que, por alguna razón, no le parece ya tan suave”, escribió Kike Ferrari en Que de lejos parecen moscas, la novela que publicó a modo de folletín semanal en 2009 en su blog. Contaba la historia de Luis Machi, un hombre con una vida repleta de lujos que una mañana levanta el baúl de su BMW y se encuentra con un cadáver que tiene el rostro desecho por un balazo. Una vez terminadas las entregas, la borró de su blog. Antes de eso, el dueño de una pequeña editorial española llegó a leerla y quiso publicarla. Lo hizo, pero su empresa fundió a los tres meses. En ese poco tiempo llegó a manos del escritor y activista mexicano Paco Ignacio Taibo II, que quedó fascinado y contactó a Kike para invitarlo a la Semana Negra de Gijón, donde recibiría múltiples premios. Una pequeña cadena de milagros inesperados se había cernido sobre su novela, que ni siquiera estaba editada en Argentina.
—Cuando leí su libro me pareció extremadamente inteligente, porque construye una narrativa policíaca sobre una ausencia de hecho policial, que es el muerto en la cajuela del automóvil —dice Paco Taibo II, hoy director del Fondo de Cultura Económica—. Además, en su manera de narrar tenía una rudeza anticapitalista que era muy atractiva y que comparto. En Kike encontré una de las voces más interesantes de la nueva narrativa policíaca en América Latina. Tiene enfoques originales y la clave con la que nació el neopolicíaco, que es alzarse como la gran narrativa social. Él maneja a la perfección eso de que “debajo del hecho no está quién o cómo lo hizo, sino la sociedad en que se hizo”.
Comenzaron a llamarlo de Francia y España para presentar su novela. Mientras tanto, él deambulaba por trabajos ocasionales como administrativo en una oficina estatal, haciendo llamadas en un callcenter u organizando micros que llevaban a chicos de barrios humildes a la escuela. Hasta que en 2014 su amigo Beto Pianelli le ofreció entrar al subte. Una vez adentro, se convirtió en delegado sindical.
—En el sindicato del subte, que le da mucha bola a lo cultural, él rápidamente se transformó en una referencia de lo artístico entre los compañeros —dice Pianelli por teléfono—. Lo que siempre tuvo, afuera y adentro, es ese carácter tan marcado de artista plebeyo.
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“El insólito y premiado escritor que limpia el subte durante las noches”, tituló el portal de noticias argentino Infobae en una nota publicada el 30 de enero de 2016. Era la primera vez que Kike Ferrari era entrevistado en un medio masivo y sería la chispa de una explosión mediática que lo eyectaría a los canales de televisión y a los titulares de los principales diarios del país. Todo bajo la sombra de una insidiosa pregunta: ¿cómo puede ser que un hombre que junta basura en el subte pueda escribir libros premiados en el mundo?
—Ya le estaba yendo súper bien en Europa y en México, pero acá no lo conocía nadie —recuerda Sol, la pareja de Kike, una mujer de ojos claros y pelo rubio y enrulado que trabaja como partera, en el balcón de su casa—. Hasta que le hicieron esa nota medio amarillista, del obrero escritor. Ahí explotó todo.
“El escritor del subte: una noche en vela con Kike Ferrari en la Línea B”, titulaba el diario La Nación apenas un mes después, el 7 de marzo de 2016; “Kike Ferrari, escritor premiado de día, limpiador de subte de noche”, publicaba el diario español El País, el 29 de septiembre de 2017; “Del subte a Frankfurt: el escritor argentino que se vende en Alemania”, decía Clarín, el 13 de octubre de 2017; “Kike Ferrari, el trabajador del subte que también es un escritor premiado”, publicaba La Nación Revista, el 29 de abril de 2018.
—Él al principio se enojó mucho: todos querían ir a hacerle notas e imágenes baldeando —recuerda Sol—. Yo le decía “bueno, loco, ya fue, es parte”. Fue como wow, venían a casa a filmar el desorden como si fuera una gran noticia. Luego Alfaguara se fijó en él. Pero pensaron que él se había inventado todo eso del escritor del subte, y bueno, leyeron la novela Que de lejos parecen moscas y les encantó. Entonces se la compraron, la editaron en Argentina y le compraron otra novela que él todavía no había escrito. Fue la primera vez que, además del dinero de los premios, recibía un dinero por escribir.
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Sobre la mesa hay una extraña máquina hecha a base de celulares usados, pedazos de discos rígidos y placas de video. Un monitor que parece a punto de quebrarse transmite una imagen difusa en colores primarios. Es una noche fría de viernes y Kike Ferrari está sentado sobre un escenario, detrás de esa máquina, a punto de presentar su última novela, Todos nosotros, publicada por Alfaguara en 2019. Se trata de un relato policial cruzado con la ciencia ficción en el que se van entrelazando las voces de cinco personajes envueltos en un viaje en el tiempo para evitar el asesinato de León Trotsky, y en la que los objetos, que también tienen voz, narran su propia historia.
“Hoy somos máquinas como otras. Un producto del trabajo humano. Ochocientos gramos de acero, resortes y tornillos. Pero mañana, pasado, el mes que viene, dentro de tres años, no importa cuándo, en el momento en que salga de esta caja que tiene dibujada una estrella roja de ocho puntas con la palabra Star en blanco en el medio, saldré convertida en otra cosa. Ya no seré ochocientos gramos de acero, resortes y tornillos sino un artefacto de muerte”, escribió Kike Ferrari en su novela, dentro de un capítulo que funciona como la autobiografía del arma que podría acabar con la vida de Ramón Mercader, el asesino de Trotsky.
El lugar que eligió para presentar Todos nosotros es un bar llamado Tano Cabrón, de paredes rojas y mesas y sillas negras, ubicado en el corazón del Abasto, un barrio fronterizo y ríspido. Días atrás construyó en su casa esa réplica de la máquina del tiempo con la que su protagonista, Felipe, intenta llevar a cabo la travesía hasta el 21 de agosto de 1940 en México. También subió videos apócrifos a YouTube sobre el documental Proyecto Coyoacán y la banda de heavy metal Edgar Allan Trotsky, dos de los catalizadores que ordenan el recorrido de su novela.
—La literatura es el evento que sucede cuando el texto y el lector se encuentran. Ahí y sólo ahí se produce la literatura —dice desde el escenario, poco antes de terminar la presentación.
Luego se acerca a brindar y beber en cada mesa. Saluda a sus compañeros del subte, a Beto Pianelli, a periodistas de la sección de policiales, a escritores de novela negra, a hombres y mujeres con buzos de River Plate, a sus hijos, a Sol. A veces
los saludos se convierten en disquisiciones sobre el género negro, otras en diatribas acerca de las muertes de obreros que se producen por accidentes de trabajo, otras en debates sobre la función del arte.
—Capaz algún día me compro una casa gracias a la escritura y buenísimo, pero la verdad que esto no está bien —dice Kike y pasa una botella de cerveza—. Hay un montón de personas que están con vos cuando te ponés a escribir. Es imposible que exista un libro en soledad. Un sueño, una anécdota, una idea, un personaje, todo lo que está ahí para usufructuar, para convertirse en material narrativo, es de todos.
Un hombre se acerca y pide sacarse una foto. Kike lo abraza y sonríe a la cámara.
—En la sociedad que yo imagino, a los libros no los va a poder firmar un solo tipo. Eso es un mamarracho.
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