No items found.
No items found.
No items found.
No items found.

Larraín con su <i>Maria Callas</i>, un autómata más del <i>streaming</i>

Larraín con su <i>Maria Callas</i>, un autómata más del <i>streaming</i>

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Maria Callas comienza con la muerte de la diva, que da lugar a un montaje claro en cuanto al propósito de Larraín.
28
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La carrera de Pablo Larraín apuntaba al interés genuino por el cine autoral; sin embargo, ahora está anclado a los caprichos de la producción y los titubeos individuales.

Pareciera que cada película nueva del director chileno Pablo Larraín es un intento de negarse a sí mismo. Si contrastamos el montaje de sus películas de hace una década, más o menos (Neruda, [2016], Jackie [2016], Ema [2019]), con el de las más recientes —en específico El Conde (2023) y Maria Callas (Maria, 2024)— podremos ver la dolorosa extinción de una individualidad en ascenso, formada por imágenes incoherentes como la conciencia, y por una narración difusa que le daba más interés a la sensación que al relato. En sustitución de ello aparece un estilo cada vez más claro —por no decir obvio—, melodramático y mecánico. Larraín no fue uno de los grandes cineastas contemporáneos en sus buenos tiempos, pero en aquellas películas exhibía la posibilidad de refinarse hasta convertirse en uno, a pesar de excentricidades como su mirada deseosa en una película de liberación femenina (Ema) o la a menudo grotesca expresión del abuso infantil dentro de la iglesia católica en El club (2015). Aquel Larraín más libre era un artista buscando su propia voz. Hoy da la impresión de un empleado al servicio de los intereses de Netflix, como lo sugieren sus últimas dos películas, distribuidas por la compañía de streaming.

El Conde y Maria Callas sostienen la obsesión del director con íconos del siglo XX que antes abarcaron a Pablo Neruda, Jacqueline Kennedy y Lady Di, pero hay una simpleza en los últimos retratos que sugiere la injerencia de Netflix, involucrada desde la preproducción en El Conde. A Maria Callas la compró en el Festival de Venecia para distribuirla en Estados Unidos, aunque pareciera que la película está hecha para tentar a la compañía, uno de cuyos miembros dijo hace tiempo que ya no iban a producir “proyectos de vanidad” como El irlandés (The Irishman, 2019), de Martin Scorsese, porque no generaban las cifras deseadas de espectadores. 

Lo icónico, en El Conde y Maria Callas se expande, al contrario de la exploración más íntima de sus predecesoras. Spencer (2021) aún contenía una tensión interesante causada por una mujer asociada a la moda (Kristen Stewart) interpretando a otra (Lady Di), posando como ella, pero al final se imponía la imagen de la británica llevando a sus hijos a McDonald’s, en un intento de recuperar su normalidad para no ser la víctima de una fábula de princesas. El Conde, que representa al dictador Augusto Pinochet como un vampiro, y Maria Callas, cuya idea de la diva de la ópera se reduce a su personalidad pública, coinciden con aquella frase de Friedrich Nietzsche: “Hay más ídolos que realidades en el mundo”. Si las primeras películas de Larraín sobre protagonistas de la historia eran un intento de encontrar esa realidad, las más recientes ceden al imaginario popular, hambriento de grandeza.

Te recomendamos leer: Oscar 2025: Una temporada más de inclusión maltrecha

Maria Callas comienza con la muerte de la diva, que da lugar a un montaje claro en cuanto al propósito de Larraín: Angelina Jolie la interpreta en un primer plano en blanco y negro y comienza a cantar. En medio de la imagen se atraviesan recreaciones de metraje sobre Callas en aeropuertos, rodeada de fotógrafos; también la vemos en el escenario recogiendo flores, o en compañía de su amante, Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer). El efecto es una revelación verdaderamente impensable: la Callas era icónica. Bien decía Fritz Lang que las películas están contenidas en su primera escena, y nada cambia en las dos horas siguientes de Maria Callas. Larraín luce controlado por el guion de Steven Knight, que además es productor ejecutivo de la película.

El diálogo de Knight hace mucho por avejentar lo que vemos y por insistir en la iconolatría. Los personajes no conversan, sino que —de la primera escena a la última— se enfrentan en duelos de ingenio verbal como en aquel clásico de Stanley Donen, Charada (Charade, 1963), pero lo que entonces fue una película de su tiempo, artificiosa como mucho del cine clásico y de las nuevas olas, aquí se siente fuera del agua. Larraín podría jugar con este aspecto, y de hecho lo hacía en películas anteriores, pero su dirección es tan plana en Maria Callas que no se percibe sino la intención de traducir el texto de Knight a imágenes. Recuerdo bien esas secuencias de Neruda en que el poeta chileno empezaba una frase en un espacio y la terminaba en otro. La película era un sueño extrañísimo de persecución y libertad que bien podría describir ahora al propio director entre las presiones económicas de ofrecer una producción exitosa y el deseo de retener su personalidad. En breves ocasiones hay momentos como aquellos de Neruda, como una secuencia en la que la protagonista canta y se le ve en dos espacios simultáneamente, pero por lo general se imponen las conversaciones abundantes en frases ingeniosas.

“Mi cuerpo”, le explica Maria Callas a un entrevistador, “sabía que yo era un tigre”, en referencia a su imposibilidad de embarazarse. “Jackie era su esposa pero tú eras su vida”, le dicen sobre su relación con Onassis. Ambas frases capturan no solamente el tono intensamente melodramático de la película, sino también algunos de los temas que insisten en la grandeza sobrehumana de la cantante. 

La actuación de Jolie tiene momentos interesantes cuando el desplome interno se vierte hacia afuera, sobre todo ante la impotencia de cantar otra vez (la película narra la semana previa a la muerte de Maria Callas y especula que en sus últimos días se dedicó a recuperar su voz tras una década de no dar una función en público); sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Jolie por darle algo de humanidad a su personaje, el texto le exige —y la somete a— comportarse siempre como una imagen robusta, invulnerable. Justo antes de morir, en una escena sentimental, Larraín muestra a Callas en su departamento; sus sirvientes, que salieron a la tienda, pueden oírla junto al resto de la gente asombrada en la calle por el canto de un cisne moribundo. Si se trataba de exagerar, la hubiera subido al techo, como a los Beatles. 

También te podría interesar: "El brutalista", de Brady Corbet: propaganda y rancia melancolía

Las distorsiones llegan a tal punto que Knight y Larraín se inventan un efecto secundario de los medicamentos de Maria Callas en sus últimos días: una serie de alucinaciones que la obligan a preguntar a los personajes a su alrededor si un entrevistador de televisión que la acompaña a todos lados (Kodi Smit-McPhee) es real. Quisiera pensar que Larraín busca recrear al perseguidor inventado de Neruda, interpretado por Gael García en la película sobre el poeta, pero el efecto es más similar al del reclutador del Departamento de Defensa estadounidense en Una mente brillante (A Beautiful Mind, 2001), de Ron Howard. Al sustituir lo onírico por la trillada —y hasta culturalmente rebasada— narrativa de la locura, Larraín regresa al estilo de las ganadoras del Oscar de hace más de 20 años. 

La obsesión con sostener el mito adquiere un ángulo políticamente reaccionario si pensamos que la idea de lo sobrehumano, de las grandes mujeres y hombres que mueven a la historia, no solo representa una mentalidad rebasada por la historiografía, sino una coincidencia con la admiración contemporánea por ciertas figuras empresariales. En ese mismo sentido, llama la atención que Knight y Larraín escojan mostrar a la Maria Callas del pasado rodeada de hombres poderosos como Onassis y John F. Kennedy (Caspar Phillipson), pero ignore por completo su cercanía con un poeta revolucionario como Pier Paolo Pasolini, que colaboró con ella en su versión cinematográfica de Medea (1969) y la enamoró, aunque sin la posibilidad de ser más que su amigo. También desconcierta que las menciones de Jacqueline Kennedy, esposa de Onassis y por ello rival de Maria Callas, reduzcan a la exprimera dama estadounidense a una figura caprichosa, odiosa, cuando Larraín buscó ilustrar lo contrario (el sufrimiento de una mujer que tenía prohibido el llanto por encarnar el luto de una nación) en Jackie.

Al contradecir simbólicamente su propia filmografía, se concreta el rechazo de Larraín a sí mismo. Ya nada queda de aquel cineasta, sino un narrador de películas televisivas mejor que el promedio, pero no un hacedor de cine: un autómata prestigioso para Netflix. 

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Larraín con su <i>Maria Callas</i>, un autómata más del <i>streaming</i>

Larraín con su <i>Maria Callas</i>, un autómata más del <i>streaming</i>

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
28
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La carrera de Pablo Larraín apuntaba al interés genuino por el cine autoral; sin embargo, ahora está anclado a los caprichos de la producción y los titubeos individuales.

Pareciera que cada película nueva del director chileno Pablo Larraín es un intento de negarse a sí mismo. Si contrastamos el montaje de sus películas de hace una década, más o menos (Neruda, [2016], Jackie [2016], Ema [2019]), con el de las más recientes —en específico El Conde (2023) y Maria Callas (Maria, 2024)— podremos ver la dolorosa extinción de una individualidad en ascenso, formada por imágenes incoherentes como la conciencia, y por una narración difusa que le daba más interés a la sensación que al relato. En sustitución de ello aparece un estilo cada vez más claro —por no decir obvio—, melodramático y mecánico. Larraín no fue uno de los grandes cineastas contemporáneos en sus buenos tiempos, pero en aquellas películas exhibía la posibilidad de refinarse hasta convertirse en uno, a pesar de excentricidades como su mirada deseosa en una película de liberación femenina (Ema) o la a menudo grotesca expresión del abuso infantil dentro de la iglesia católica en El club (2015). Aquel Larraín más libre era un artista buscando su propia voz. Hoy da la impresión de un empleado al servicio de los intereses de Netflix, como lo sugieren sus últimas dos películas, distribuidas por la compañía de streaming.

El Conde y Maria Callas sostienen la obsesión del director con íconos del siglo XX que antes abarcaron a Pablo Neruda, Jacqueline Kennedy y Lady Di, pero hay una simpleza en los últimos retratos que sugiere la injerencia de Netflix, involucrada desde la preproducción en El Conde. A Maria Callas la compró en el Festival de Venecia para distribuirla en Estados Unidos, aunque pareciera que la película está hecha para tentar a la compañía, uno de cuyos miembros dijo hace tiempo que ya no iban a producir “proyectos de vanidad” como El irlandés (The Irishman, 2019), de Martin Scorsese, porque no generaban las cifras deseadas de espectadores. 

Lo icónico, en El Conde y Maria Callas se expande, al contrario de la exploración más íntima de sus predecesoras. Spencer (2021) aún contenía una tensión interesante causada por una mujer asociada a la moda (Kristen Stewart) interpretando a otra (Lady Di), posando como ella, pero al final se imponía la imagen de la británica llevando a sus hijos a McDonald’s, en un intento de recuperar su normalidad para no ser la víctima de una fábula de princesas. El Conde, que representa al dictador Augusto Pinochet como un vampiro, y Maria Callas, cuya idea de la diva de la ópera se reduce a su personalidad pública, coinciden con aquella frase de Friedrich Nietzsche: “Hay más ídolos que realidades en el mundo”. Si las primeras películas de Larraín sobre protagonistas de la historia eran un intento de encontrar esa realidad, las más recientes ceden al imaginario popular, hambriento de grandeza.

Te recomendamos leer: Oscar 2025: Una temporada más de inclusión maltrecha

Maria Callas comienza con la muerte de la diva, que da lugar a un montaje claro en cuanto al propósito de Larraín: Angelina Jolie la interpreta en un primer plano en blanco y negro y comienza a cantar. En medio de la imagen se atraviesan recreaciones de metraje sobre Callas en aeropuertos, rodeada de fotógrafos; también la vemos en el escenario recogiendo flores, o en compañía de su amante, Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer). El efecto es una revelación verdaderamente impensable: la Callas era icónica. Bien decía Fritz Lang que las películas están contenidas en su primera escena, y nada cambia en las dos horas siguientes de Maria Callas. Larraín luce controlado por el guion de Steven Knight, que además es productor ejecutivo de la película.

El diálogo de Knight hace mucho por avejentar lo que vemos y por insistir en la iconolatría. Los personajes no conversan, sino que —de la primera escena a la última— se enfrentan en duelos de ingenio verbal como en aquel clásico de Stanley Donen, Charada (Charade, 1963), pero lo que entonces fue una película de su tiempo, artificiosa como mucho del cine clásico y de las nuevas olas, aquí se siente fuera del agua. Larraín podría jugar con este aspecto, y de hecho lo hacía en películas anteriores, pero su dirección es tan plana en Maria Callas que no se percibe sino la intención de traducir el texto de Knight a imágenes. Recuerdo bien esas secuencias de Neruda en que el poeta chileno empezaba una frase en un espacio y la terminaba en otro. La película era un sueño extrañísimo de persecución y libertad que bien podría describir ahora al propio director entre las presiones económicas de ofrecer una producción exitosa y el deseo de retener su personalidad. En breves ocasiones hay momentos como aquellos de Neruda, como una secuencia en la que la protagonista canta y se le ve en dos espacios simultáneamente, pero por lo general se imponen las conversaciones abundantes en frases ingeniosas.

“Mi cuerpo”, le explica Maria Callas a un entrevistador, “sabía que yo era un tigre”, en referencia a su imposibilidad de embarazarse. “Jackie era su esposa pero tú eras su vida”, le dicen sobre su relación con Onassis. Ambas frases capturan no solamente el tono intensamente melodramático de la película, sino también algunos de los temas que insisten en la grandeza sobrehumana de la cantante. 

La actuación de Jolie tiene momentos interesantes cuando el desplome interno se vierte hacia afuera, sobre todo ante la impotencia de cantar otra vez (la película narra la semana previa a la muerte de Maria Callas y especula que en sus últimos días se dedicó a recuperar su voz tras una década de no dar una función en público); sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Jolie por darle algo de humanidad a su personaje, el texto le exige —y la somete a— comportarse siempre como una imagen robusta, invulnerable. Justo antes de morir, en una escena sentimental, Larraín muestra a Callas en su departamento; sus sirvientes, que salieron a la tienda, pueden oírla junto al resto de la gente asombrada en la calle por el canto de un cisne moribundo. Si se trataba de exagerar, la hubiera subido al techo, como a los Beatles. 

También te podría interesar: "El brutalista", de Brady Corbet: propaganda y rancia melancolía

Las distorsiones llegan a tal punto que Knight y Larraín se inventan un efecto secundario de los medicamentos de Maria Callas en sus últimos días: una serie de alucinaciones que la obligan a preguntar a los personajes a su alrededor si un entrevistador de televisión que la acompaña a todos lados (Kodi Smit-McPhee) es real. Quisiera pensar que Larraín busca recrear al perseguidor inventado de Neruda, interpretado por Gael García en la película sobre el poeta, pero el efecto es más similar al del reclutador del Departamento de Defensa estadounidense en Una mente brillante (A Beautiful Mind, 2001), de Ron Howard. Al sustituir lo onírico por la trillada —y hasta culturalmente rebasada— narrativa de la locura, Larraín regresa al estilo de las ganadoras del Oscar de hace más de 20 años. 

La obsesión con sostener el mito adquiere un ángulo políticamente reaccionario si pensamos que la idea de lo sobrehumano, de las grandes mujeres y hombres que mueven a la historia, no solo representa una mentalidad rebasada por la historiografía, sino una coincidencia con la admiración contemporánea por ciertas figuras empresariales. En ese mismo sentido, llama la atención que Knight y Larraín escojan mostrar a la Maria Callas del pasado rodeada de hombres poderosos como Onassis y John F. Kennedy (Caspar Phillipson), pero ignore por completo su cercanía con un poeta revolucionario como Pier Paolo Pasolini, que colaboró con ella en su versión cinematográfica de Medea (1969) y la enamoró, aunque sin la posibilidad de ser más que su amigo. También desconcierta que las menciones de Jacqueline Kennedy, esposa de Onassis y por ello rival de Maria Callas, reduzcan a la exprimera dama estadounidense a una figura caprichosa, odiosa, cuando Larraín buscó ilustrar lo contrario (el sufrimiento de una mujer que tenía prohibido el llanto por encarnar el luto de una nación) en Jackie.

Al contradecir simbólicamente su propia filmografía, se concreta el rechazo de Larraín a sí mismo. Ya nada queda de aquel cineasta, sino un narrador de películas televisivas mejor que el promedio, pero no un hacedor de cine: un autómata prestigioso para Netflix. 

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Larraín con su <i>Maria Callas</i>, un autómata más del <i>streaming</i>

Larraín con su <i>Maria Callas</i>, un autómata más del <i>streaming</i>

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Maria Callas comienza con la muerte de la diva, que da lugar a un montaje claro en cuanto al propósito de Larraín.
28
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La carrera de Pablo Larraín apuntaba al interés genuino por el cine autoral; sin embargo, ahora está anclado a los caprichos de la producción y los titubeos individuales.

Pareciera que cada película nueva del director chileno Pablo Larraín es un intento de negarse a sí mismo. Si contrastamos el montaje de sus películas de hace una década, más o menos (Neruda, [2016], Jackie [2016], Ema [2019]), con el de las más recientes —en específico El Conde (2023) y Maria Callas (Maria, 2024)— podremos ver la dolorosa extinción de una individualidad en ascenso, formada por imágenes incoherentes como la conciencia, y por una narración difusa que le daba más interés a la sensación que al relato. En sustitución de ello aparece un estilo cada vez más claro —por no decir obvio—, melodramático y mecánico. Larraín no fue uno de los grandes cineastas contemporáneos en sus buenos tiempos, pero en aquellas películas exhibía la posibilidad de refinarse hasta convertirse en uno, a pesar de excentricidades como su mirada deseosa en una película de liberación femenina (Ema) o la a menudo grotesca expresión del abuso infantil dentro de la iglesia católica en El club (2015). Aquel Larraín más libre era un artista buscando su propia voz. Hoy da la impresión de un empleado al servicio de los intereses de Netflix, como lo sugieren sus últimas dos películas, distribuidas por la compañía de streaming.

El Conde y Maria Callas sostienen la obsesión del director con íconos del siglo XX que antes abarcaron a Pablo Neruda, Jacqueline Kennedy y Lady Di, pero hay una simpleza en los últimos retratos que sugiere la injerencia de Netflix, involucrada desde la preproducción en El Conde. A Maria Callas la compró en el Festival de Venecia para distribuirla en Estados Unidos, aunque pareciera que la película está hecha para tentar a la compañía, uno de cuyos miembros dijo hace tiempo que ya no iban a producir “proyectos de vanidad” como El irlandés (The Irishman, 2019), de Martin Scorsese, porque no generaban las cifras deseadas de espectadores. 

Lo icónico, en El Conde y Maria Callas se expande, al contrario de la exploración más íntima de sus predecesoras. Spencer (2021) aún contenía una tensión interesante causada por una mujer asociada a la moda (Kristen Stewart) interpretando a otra (Lady Di), posando como ella, pero al final se imponía la imagen de la británica llevando a sus hijos a McDonald’s, en un intento de recuperar su normalidad para no ser la víctima de una fábula de princesas. El Conde, que representa al dictador Augusto Pinochet como un vampiro, y Maria Callas, cuya idea de la diva de la ópera se reduce a su personalidad pública, coinciden con aquella frase de Friedrich Nietzsche: “Hay más ídolos que realidades en el mundo”. Si las primeras películas de Larraín sobre protagonistas de la historia eran un intento de encontrar esa realidad, las más recientes ceden al imaginario popular, hambriento de grandeza.

Te recomendamos leer: Oscar 2025: Una temporada más de inclusión maltrecha

Maria Callas comienza con la muerte de la diva, que da lugar a un montaje claro en cuanto al propósito de Larraín: Angelina Jolie la interpreta en un primer plano en blanco y negro y comienza a cantar. En medio de la imagen se atraviesan recreaciones de metraje sobre Callas en aeropuertos, rodeada de fotógrafos; también la vemos en el escenario recogiendo flores, o en compañía de su amante, Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer). El efecto es una revelación verdaderamente impensable: la Callas era icónica. Bien decía Fritz Lang que las películas están contenidas en su primera escena, y nada cambia en las dos horas siguientes de Maria Callas. Larraín luce controlado por el guion de Steven Knight, que además es productor ejecutivo de la película.

El diálogo de Knight hace mucho por avejentar lo que vemos y por insistir en la iconolatría. Los personajes no conversan, sino que —de la primera escena a la última— se enfrentan en duelos de ingenio verbal como en aquel clásico de Stanley Donen, Charada (Charade, 1963), pero lo que entonces fue una película de su tiempo, artificiosa como mucho del cine clásico y de las nuevas olas, aquí se siente fuera del agua. Larraín podría jugar con este aspecto, y de hecho lo hacía en películas anteriores, pero su dirección es tan plana en Maria Callas que no se percibe sino la intención de traducir el texto de Knight a imágenes. Recuerdo bien esas secuencias de Neruda en que el poeta chileno empezaba una frase en un espacio y la terminaba en otro. La película era un sueño extrañísimo de persecución y libertad que bien podría describir ahora al propio director entre las presiones económicas de ofrecer una producción exitosa y el deseo de retener su personalidad. En breves ocasiones hay momentos como aquellos de Neruda, como una secuencia en la que la protagonista canta y se le ve en dos espacios simultáneamente, pero por lo general se imponen las conversaciones abundantes en frases ingeniosas.

“Mi cuerpo”, le explica Maria Callas a un entrevistador, “sabía que yo era un tigre”, en referencia a su imposibilidad de embarazarse. “Jackie era su esposa pero tú eras su vida”, le dicen sobre su relación con Onassis. Ambas frases capturan no solamente el tono intensamente melodramático de la película, sino también algunos de los temas que insisten en la grandeza sobrehumana de la cantante. 

La actuación de Jolie tiene momentos interesantes cuando el desplome interno se vierte hacia afuera, sobre todo ante la impotencia de cantar otra vez (la película narra la semana previa a la muerte de Maria Callas y especula que en sus últimos días se dedicó a recuperar su voz tras una década de no dar una función en público); sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Jolie por darle algo de humanidad a su personaje, el texto le exige —y la somete a— comportarse siempre como una imagen robusta, invulnerable. Justo antes de morir, en una escena sentimental, Larraín muestra a Callas en su departamento; sus sirvientes, que salieron a la tienda, pueden oírla junto al resto de la gente asombrada en la calle por el canto de un cisne moribundo. Si se trataba de exagerar, la hubiera subido al techo, como a los Beatles. 

También te podría interesar: "El brutalista", de Brady Corbet: propaganda y rancia melancolía

Las distorsiones llegan a tal punto que Knight y Larraín se inventan un efecto secundario de los medicamentos de Maria Callas en sus últimos días: una serie de alucinaciones que la obligan a preguntar a los personajes a su alrededor si un entrevistador de televisión que la acompaña a todos lados (Kodi Smit-McPhee) es real. Quisiera pensar que Larraín busca recrear al perseguidor inventado de Neruda, interpretado por Gael García en la película sobre el poeta, pero el efecto es más similar al del reclutador del Departamento de Defensa estadounidense en Una mente brillante (A Beautiful Mind, 2001), de Ron Howard. Al sustituir lo onírico por la trillada —y hasta culturalmente rebasada— narrativa de la locura, Larraín regresa al estilo de las ganadoras del Oscar de hace más de 20 años. 

La obsesión con sostener el mito adquiere un ángulo políticamente reaccionario si pensamos que la idea de lo sobrehumano, de las grandes mujeres y hombres que mueven a la historia, no solo representa una mentalidad rebasada por la historiografía, sino una coincidencia con la admiración contemporánea por ciertas figuras empresariales. En ese mismo sentido, llama la atención que Knight y Larraín escojan mostrar a la Maria Callas del pasado rodeada de hombres poderosos como Onassis y John F. Kennedy (Caspar Phillipson), pero ignore por completo su cercanía con un poeta revolucionario como Pier Paolo Pasolini, que colaboró con ella en su versión cinematográfica de Medea (1969) y la enamoró, aunque sin la posibilidad de ser más que su amigo. También desconcierta que las menciones de Jacqueline Kennedy, esposa de Onassis y por ello rival de Maria Callas, reduzcan a la exprimera dama estadounidense a una figura caprichosa, odiosa, cuando Larraín buscó ilustrar lo contrario (el sufrimiento de una mujer que tenía prohibido el llanto por encarnar el luto de una nación) en Jackie.

Al contradecir simbólicamente su propia filmografía, se concreta el rechazo de Larraín a sí mismo. Ya nada queda de aquel cineasta, sino un narrador de películas televisivas mejor que el promedio, pero no un hacedor de cine: un autómata prestigioso para Netflix. 

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.

Larraín con su <i>Maria Callas</i>, un autómata más del <i>streaming</i>

Larraín con su <i>Maria Callas</i>, un autómata más del <i>streaming</i>

28
.
02
.
25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ver Videos

La carrera de Pablo Larraín apuntaba al interés genuino por el cine autoral; sin embargo, ahora está anclado a los caprichos de la producción y los titubeos individuales.

Pareciera que cada película nueva del director chileno Pablo Larraín es un intento de negarse a sí mismo. Si contrastamos el montaje de sus películas de hace una década, más o menos (Neruda, [2016], Jackie [2016], Ema [2019]), con el de las más recientes —en específico El Conde (2023) y Maria Callas (Maria, 2024)— podremos ver la dolorosa extinción de una individualidad en ascenso, formada por imágenes incoherentes como la conciencia, y por una narración difusa que le daba más interés a la sensación que al relato. En sustitución de ello aparece un estilo cada vez más claro —por no decir obvio—, melodramático y mecánico. Larraín no fue uno de los grandes cineastas contemporáneos en sus buenos tiempos, pero en aquellas películas exhibía la posibilidad de refinarse hasta convertirse en uno, a pesar de excentricidades como su mirada deseosa en una película de liberación femenina (Ema) o la a menudo grotesca expresión del abuso infantil dentro de la iglesia católica en El club (2015). Aquel Larraín más libre era un artista buscando su propia voz. Hoy da la impresión de un empleado al servicio de los intereses de Netflix, como lo sugieren sus últimas dos películas, distribuidas por la compañía de streaming.

El Conde y Maria Callas sostienen la obsesión del director con íconos del siglo XX que antes abarcaron a Pablo Neruda, Jacqueline Kennedy y Lady Di, pero hay una simpleza en los últimos retratos que sugiere la injerencia de Netflix, involucrada desde la preproducción en El Conde. A Maria Callas la compró en el Festival de Venecia para distribuirla en Estados Unidos, aunque pareciera que la película está hecha para tentar a la compañía, uno de cuyos miembros dijo hace tiempo que ya no iban a producir “proyectos de vanidad” como El irlandés (The Irishman, 2019), de Martin Scorsese, porque no generaban las cifras deseadas de espectadores. 

Lo icónico, en El Conde y Maria Callas se expande, al contrario de la exploración más íntima de sus predecesoras. Spencer (2021) aún contenía una tensión interesante causada por una mujer asociada a la moda (Kristen Stewart) interpretando a otra (Lady Di), posando como ella, pero al final se imponía la imagen de la británica llevando a sus hijos a McDonald’s, en un intento de recuperar su normalidad para no ser la víctima de una fábula de princesas. El Conde, que representa al dictador Augusto Pinochet como un vampiro, y Maria Callas, cuya idea de la diva de la ópera se reduce a su personalidad pública, coinciden con aquella frase de Friedrich Nietzsche: “Hay más ídolos que realidades en el mundo”. Si las primeras películas de Larraín sobre protagonistas de la historia eran un intento de encontrar esa realidad, las más recientes ceden al imaginario popular, hambriento de grandeza.

Te recomendamos leer: Oscar 2025: Una temporada más de inclusión maltrecha

Maria Callas comienza con la muerte de la diva, que da lugar a un montaje claro en cuanto al propósito de Larraín: Angelina Jolie la interpreta en un primer plano en blanco y negro y comienza a cantar. En medio de la imagen se atraviesan recreaciones de metraje sobre Callas en aeropuertos, rodeada de fotógrafos; también la vemos en el escenario recogiendo flores, o en compañía de su amante, Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer). El efecto es una revelación verdaderamente impensable: la Callas era icónica. Bien decía Fritz Lang que las películas están contenidas en su primera escena, y nada cambia en las dos horas siguientes de Maria Callas. Larraín luce controlado por el guion de Steven Knight, que además es productor ejecutivo de la película.

El diálogo de Knight hace mucho por avejentar lo que vemos y por insistir en la iconolatría. Los personajes no conversan, sino que —de la primera escena a la última— se enfrentan en duelos de ingenio verbal como en aquel clásico de Stanley Donen, Charada (Charade, 1963), pero lo que entonces fue una película de su tiempo, artificiosa como mucho del cine clásico y de las nuevas olas, aquí se siente fuera del agua. Larraín podría jugar con este aspecto, y de hecho lo hacía en películas anteriores, pero su dirección es tan plana en Maria Callas que no se percibe sino la intención de traducir el texto de Knight a imágenes. Recuerdo bien esas secuencias de Neruda en que el poeta chileno empezaba una frase en un espacio y la terminaba en otro. La película era un sueño extrañísimo de persecución y libertad que bien podría describir ahora al propio director entre las presiones económicas de ofrecer una producción exitosa y el deseo de retener su personalidad. En breves ocasiones hay momentos como aquellos de Neruda, como una secuencia en la que la protagonista canta y se le ve en dos espacios simultáneamente, pero por lo general se imponen las conversaciones abundantes en frases ingeniosas.

“Mi cuerpo”, le explica Maria Callas a un entrevistador, “sabía que yo era un tigre”, en referencia a su imposibilidad de embarazarse. “Jackie era su esposa pero tú eras su vida”, le dicen sobre su relación con Onassis. Ambas frases capturan no solamente el tono intensamente melodramático de la película, sino también algunos de los temas que insisten en la grandeza sobrehumana de la cantante. 

La actuación de Jolie tiene momentos interesantes cuando el desplome interno se vierte hacia afuera, sobre todo ante la impotencia de cantar otra vez (la película narra la semana previa a la muerte de Maria Callas y especula que en sus últimos días se dedicó a recuperar su voz tras una década de no dar una función en público); sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Jolie por darle algo de humanidad a su personaje, el texto le exige —y la somete a— comportarse siempre como una imagen robusta, invulnerable. Justo antes de morir, en una escena sentimental, Larraín muestra a Callas en su departamento; sus sirvientes, que salieron a la tienda, pueden oírla junto al resto de la gente asombrada en la calle por el canto de un cisne moribundo. Si se trataba de exagerar, la hubiera subido al techo, como a los Beatles. 

También te podría interesar: "El brutalista", de Brady Corbet: propaganda y rancia melancolía

Las distorsiones llegan a tal punto que Knight y Larraín se inventan un efecto secundario de los medicamentos de Maria Callas en sus últimos días: una serie de alucinaciones que la obligan a preguntar a los personajes a su alrededor si un entrevistador de televisión que la acompaña a todos lados (Kodi Smit-McPhee) es real. Quisiera pensar que Larraín busca recrear al perseguidor inventado de Neruda, interpretado por Gael García en la película sobre el poeta, pero el efecto es más similar al del reclutador del Departamento de Defensa estadounidense en Una mente brillante (A Beautiful Mind, 2001), de Ron Howard. Al sustituir lo onírico por la trillada —y hasta culturalmente rebasada— narrativa de la locura, Larraín regresa al estilo de las ganadoras del Oscar de hace más de 20 años. 

La obsesión con sostener el mito adquiere un ángulo políticamente reaccionario si pensamos que la idea de lo sobrehumano, de las grandes mujeres y hombres que mueven a la historia, no solo representa una mentalidad rebasada por la historiografía, sino una coincidencia con la admiración contemporánea por ciertas figuras empresariales. En ese mismo sentido, llama la atención que Knight y Larraín escojan mostrar a la Maria Callas del pasado rodeada de hombres poderosos como Onassis y John F. Kennedy (Caspar Phillipson), pero ignore por completo su cercanía con un poeta revolucionario como Pier Paolo Pasolini, que colaboró con ella en su versión cinematográfica de Medea (1969) y la enamoró, aunque sin la posibilidad de ser más que su amigo. También desconcierta que las menciones de Jacqueline Kennedy, esposa de Onassis y por ello rival de Maria Callas, reduzcan a la exprimera dama estadounidense a una figura caprichosa, odiosa, cuando Larraín buscó ilustrar lo contrario (el sufrimiento de una mujer que tenía prohibido el llanto por encarnar el luto de una nación) en Jackie.

Al contradecir simbólicamente su propia filmografía, se concreta el rechazo de Larraín a sí mismo. Ya nada queda de aquel cineasta, sino un narrador de películas televisivas mejor que el promedio, pero no un hacedor de cine: un autómata prestigioso para Netflix. 

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
Maria Callas comienza con la muerte de la diva, que da lugar a un montaje claro en cuanto al propósito de Larraín.

Larraín con su <i>Maria Callas</i>, un autómata más del <i>streaming</i>

Larraín con su <i>Maria Callas</i>, un autómata más del <i>streaming</i>

28
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

La carrera de Pablo Larraín apuntaba al interés genuino por el cine autoral; sin embargo, ahora está anclado a los caprichos de la producción y los titubeos individuales.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Pareciera que cada película nueva del director chileno Pablo Larraín es un intento de negarse a sí mismo. Si contrastamos el montaje de sus películas de hace una década, más o menos (Neruda, [2016], Jackie [2016], Ema [2019]), con el de las más recientes —en específico El Conde (2023) y Maria Callas (Maria, 2024)— podremos ver la dolorosa extinción de una individualidad en ascenso, formada por imágenes incoherentes como la conciencia, y por una narración difusa que le daba más interés a la sensación que al relato. En sustitución de ello aparece un estilo cada vez más claro —por no decir obvio—, melodramático y mecánico. Larraín no fue uno de los grandes cineastas contemporáneos en sus buenos tiempos, pero en aquellas películas exhibía la posibilidad de refinarse hasta convertirse en uno, a pesar de excentricidades como su mirada deseosa en una película de liberación femenina (Ema) o la a menudo grotesca expresión del abuso infantil dentro de la iglesia católica en El club (2015). Aquel Larraín más libre era un artista buscando su propia voz. Hoy da la impresión de un empleado al servicio de los intereses de Netflix, como lo sugieren sus últimas dos películas, distribuidas por la compañía de streaming.

El Conde y Maria Callas sostienen la obsesión del director con íconos del siglo XX que antes abarcaron a Pablo Neruda, Jacqueline Kennedy y Lady Di, pero hay una simpleza en los últimos retratos que sugiere la injerencia de Netflix, involucrada desde la preproducción en El Conde. A Maria Callas la compró en el Festival de Venecia para distribuirla en Estados Unidos, aunque pareciera que la película está hecha para tentar a la compañía, uno de cuyos miembros dijo hace tiempo que ya no iban a producir “proyectos de vanidad” como El irlandés (The Irishman, 2019), de Martin Scorsese, porque no generaban las cifras deseadas de espectadores. 

Lo icónico, en El Conde y Maria Callas se expande, al contrario de la exploración más íntima de sus predecesoras. Spencer (2021) aún contenía una tensión interesante causada por una mujer asociada a la moda (Kristen Stewart) interpretando a otra (Lady Di), posando como ella, pero al final se imponía la imagen de la británica llevando a sus hijos a McDonald’s, en un intento de recuperar su normalidad para no ser la víctima de una fábula de princesas. El Conde, que representa al dictador Augusto Pinochet como un vampiro, y Maria Callas, cuya idea de la diva de la ópera se reduce a su personalidad pública, coinciden con aquella frase de Friedrich Nietzsche: “Hay más ídolos que realidades en el mundo”. Si las primeras películas de Larraín sobre protagonistas de la historia eran un intento de encontrar esa realidad, las más recientes ceden al imaginario popular, hambriento de grandeza.

Te recomendamos leer: Oscar 2025: Una temporada más de inclusión maltrecha

Maria Callas comienza con la muerte de la diva, que da lugar a un montaje claro en cuanto al propósito de Larraín: Angelina Jolie la interpreta en un primer plano en blanco y negro y comienza a cantar. En medio de la imagen se atraviesan recreaciones de metraje sobre Callas en aeropuertos, rodeada de fotógrafos; también la vemos en el escenario recogiendo flores, o en compañía de su amante, Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer). El efecto es una revelación verdaderamente impensable: la Callas era icónica. Bien decía Fritz Lang que las películas están contenidas en su primera escena, y nada cambia en las dos horas siguientes de Maria Callas. Larraín luce controlado por el guion de Steven Knight, que además es productor ejecutivo de la película.

El diálogo de Knight hace mucho por avejentar lo que vemos y por insistir en la iconolatría. Los personajes no conversan, sino que —de la primera escena a la última— se enfrentan en duelos de ingenio verbal como en aquel clásico de Stanley Donen, Charada (Charade, 1963), pero lo que entonces fue una película de su tiempo, artificiosa como mucho del cine clásico y de las nuevas olas, aquí se siente fuera del agua. Larraín podría jugar con este aspecto, y de hecho lo hacía en películas anteriores, pero su dirección es tan plana en Maria Callas que no se percibe sino la intención de traducir el texto de Knight a imágenes. Recuerdo bien esas secuencias de Neruda en que el poeta chileno empezaba una frase en un espacio y la terminaba en otro. La película era un sueño extrañísimo de persecución y libertad que bien podría describir ahora al propio director entre las presiones económicas de ofrecer una producción exitosa y el deseo de retener su personalidad. En breves ocasiones hay momentos como aquellos de Neruda, como una secuencia en la que la protagonista canta y se le ve en dos espacios simultáneamente, pero por lo general se imponen las conversaciones abundantes en frases ingeniosas.

“Mi cuerpo”, le explica Maria Callas a un entrevistador, “sabía que yo era un tigre”, en referencia a su imposibilidad de embarazarse. “Jackie era su esposa pero tú eras su vida”, le dicen sobre su relación con Onassis. Ambas frases capturan no solamente el tono intensamente melodramático de la película, sino también algunos de los temas que insisten en la grandeza sobrehumana de la cantante. 

La actuación de Jolie tiene momentos interesantes cuando el desplome interno se vierte hacia afuera, sobre todo ante la impotencia de cantar otra vez (la película narra la semana previa a la muerte de Maria Callas y especula que en sus últimos días se dedicó a recuperar su voz tras una década de no dar una función en público); sin embargo, a pesar de los esfuerzos de Jolie por darle algo de humanidad a su personaje, el texto le exige —y la somete a— comportarse siempre como una imagen robusta, invulnerable. Justo antes de morir, en una escena sentimental, Larraín muestra a Callas en su departamento; sus sirvientes, que salieron a la tienda, pueden oírla junto al resto de la gente asombrada en la calle por el canto de un cisne moribundo. Si se trataba de exagerar, la hubiera subido al techo, como a los Beatles. 

También te podría interesar: "El brutalista", de Brady Corbet: propaganda y rancia melancolía

Las distorsiones llegan a tal punto que Knight y Larraín se inventan un efecto secundario de los medicamentos de Maria Callas en sus últimos días: una serie de alucinaciones que la obligan a preguntar a los personajes a su alrededor si un entrevistador de televisión que la acompaña a todos lados (Kodi Smit-McPhee) es real. Quisiera pensar que Larraín busca recrear al perseguidor inventado de Neruda, interpretado por Gael García en la película sobre el poeta, pero el efecto es más similar al del reclutador del Departamento de Defensa estadounidense en Una mente brillante (A Beautiful Mind, 2001), de Ron Howard. Al sustituir lo onírico por la trillada —y hasta culturalmente rebasada— narrativa de la locura, Larraín regresa al estilo de las ganadoras del Oscar de hace más de 20 años. 

La obsesión con sostener el mito adquiere un ángulo políticamente reaccionario si pensamos que la idea de lo sobrehumano, de las grandes mujeres y hombres que mueven a la historia, no solo representa una mentalidad rebasada por la historiografía, sino una coincidencia con la admiración contemporánea por ciertas figuras empresariales. En ese mismo sentido, llama la atención que Knight y Larraín escojan mostrar a la Maria Callas del pasado rodeada de hombres poderosos como Onassis y John F. Kennedy (Caspar Phillipson), pero ignore por completo su cercanía con un poeta revolucionario como Pier Paolo Pasolini, que colaboró con ella en su versión cinematográfica de Medea (1969) y la enamoró, aunque sin la posibilidad de ser más que su amigo. También desconcierta que las menciones de Jacqueline Kennedy, esposa de Onassis y por ello rival de Maria Callas, reduzcan a la exprimera dama estadounidense a una figura caprichosa, odiosa, cuando Larraín buscó ilustrar lo contrario (el sufrimiento de una mujer que tenía prohibido el llanto por encarnar el luto de una nación) en Jackie.

Al contradecir simbólicamente su propia filmografía, se concreta el rechazo de Larraín a sí mismo. Ya nada queda de aquel cineasta, sino un narrador de películas televisivas mejor que el promedio, pero no un hacedor de cine: un autómata prestigioso para Netflix. 

{{ linea }}

Newsletter
¡Gracias!
Oops! Something went wrong while submitting the form.
No items found.

Suscríbete a nuestro Newsletter

¡Bienvenido! Ya eres parte de nuestra comunidad.
Hay un error, por favor intenta nuevamente.