La estafa del oro. Un comercio informal en la Ciudad de México

La estafa del oro. Un comercio informal en la Ciudad de México

El oro es lo más fácil de vender en el mundo. En las calles del Centro Histórico proliferan comerciantes que se aprovechan de la necesidad de la gente, al comprar todo tipo de pedacería y centenarios muy por debajo de su valor real. Todas estas piezas se funden y terminan en barras de mayoreo. En tiempos de Covid, esta es la crónica de un negocio en la clandestinidad.

Tiempo de lectura: 18 minutos

En mi monedero llevo un arete de oro que desde hace un par de años quedó huérfano. Una noche, al llegar a casa, me percaté de que sólo llevaba uno puesto. Busqué el otro por todos lados, pero fue inútil, jamás volví a saber de él. Desde entonces no uso aretes, porque siempre uno de ellos emprende un viaje sin retorno.

Camino por el Centro Histórico de la Ciudad de México, una mañana de julio de 2020. En el primer cuadro, la presencia de los compradores informales de oro pasa desapercibida a primera vista, pero basta con bajar un poco la mirada y caminar más lento para que los “coyotes”, como comúnmente se les conoce a quienes están a la caza de gente que quiera vender pedacería de oro, aparezcan en cuestión de segundos ofreciendo sus servicios: “¿Qué vende?”, “Pásele, le damos buen precio”, “Relojes, cadenas, ¿qué trae?”, rezan a quien camina sobre la calle de Palma, a unos cuantos metros del Zócalo, donde se levanta el Palacio Nacional, la sede del gobierno federal.

Algunos les prestan atención y se dejan conducir a sus improvisados locales para que les coticen sus pertenencias, mientras que otros aceleran el paso, temerosos.

Me abro paso entre letreros amarillos con la leyenda de “Compro oro, plata, alhajas, relojes, monedas”, y entre personas que custodian ambas aceras. Antes de la emergencia sanitaria, aquí se veía el ir y venir de camionetas y autos de lujo que esperaban a políticos y empresarios que comían en el restaurante El Cardenal, también sobre Palma. Ahora la vista es otra: el paso a los autos está restringido y el arroyo vehicular está dividido entre automovilistas y peatones, a fin de que éstos puedan guardar la sana distancia. Entre antiguos edificios, muchos de ellos ocupados como bodegas u oficinas, sigo caminando junto a los coyotes que me ven y ofrecen “un buen precio”. Los vendedores hablan entre ellos, por el celular o la radio; otros más sólo observan. Sin duda este bullicio llama la atención cuando los capitalinos suman varios meses en confinamiento a causa de la Covid-19.

Me dirijo a la esquina de Palma y Tacuba, donde está el edificio Burgos. En su planta baja y primer piso alberga una plaza comercial con locales y vitrinas que anuncian la compra de oro. Una década atrás, antes de su remodelación, en este espacio se vendían ropa, bolsas, discos. Dudo si meterme o sólo rodear la esquina en busca de una cara amable. En segundos, una chica de no más de 25 años, de pelo corto y negro, me sonríe y hace señas para que me acerque a su exhibidor. Comenzamos la plática, yo parada en la banqueta y ella sentada en una silla destartalada detrás de su vitrina.

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