La forma masculina
La forma masculina es un fotoensayo del uruguayo Santiago Barreiro donde construye un perfil sobre la masculinidad en la danza latinoamericana. Esta cobertura, iniciada en las academias de La Habana en 2018, se extendió por un lapso de dos años y cruzó cuatro países —México, Colombia, Perú y Cuba—. Se desarrolló en la confidencia con los bailarines, quienes, desde pequeños y frente a sus familias, tuvieron —aún tienen— que justificar su elección de dedicarse a esta disciplina. Ante la cámara, ellos revelan su vida íntima, fraterna y comunitaria en los salones de danza.
Desde los orígenes del ballet la masculinidad hegemónica ha estado presente como modelo de sus personajes protagónicos: el príncipe Sigfrido del Lago de los cisnes, Hans-Peter en El cascanueces o el capitán Hilarión en Giselle, todos son hombres valientes, heroicos y fuertes, que se enfrentan a obstáculos y adversarios con tal de ganar el favor de la doncella. Todos proyectan una misma forma de “ser hombre”, que se basa en el estereotipo de género y que les exige a los bailarines pisar fuerte y espigarse como monumentos, aun en los gestos delicados de la danza. Así, los bailarines vuelven al ballet un escenario en el que la identidad hegemónica, atravesada por el género, la raza y la clase, está en pugna constante.
Esta afronta, que se gesta en las calles y casas, pero también en los institutos culturales del Estado y las escuelas de Bellas Artes, la viven los bailarines caleños que interpretan en escena a príncipes italianos, los limeños que acuñan la resolución del brisé y los cubanos que llevan a escena a un Romeo cuyas zapatillas no coinciden con su color de piel. Es así, sobre los suelos de duela y frente a los espejos de las academias, que se gesta un encuentro entre las normas sociales, el rigor, el adiestramiento del cuerpo y los movimientos de la danza clásica —aquella aristocrática que nació en los salones de la corte de Luis XVI—, con la impronta, la gestualidad y el sentimiento de cada bailarín.
Ante la lente de Barreiro, los bailarines —que son muy pocos en las academias de ballet latinoamericanas— oscilan entre la firmeza y la disciplina de lo estereotípicamente masculino y la delicadeza y finura supuestamente femeninas de la danza. En esta tensión, situada en la frontera de las gestualidades, aparece una masculinidad disidente que se intuye como una identidad múltiple en su fortaleza, pero también en fragilidad, expresión, ritmo y soltura.
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