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Una temporada más de inclusión maltrecha: Oscar 2025

Una temporada más de inclusión maltrecha: Oscar 2025

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Por mencionar solo algunas pifias de <i>Emilia Pérez</i>, su ética está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar al guion.
17
.
02
.
25
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

El Oscar rara vez premia el cine audaz, y en 2025 se impone el significado político, el sesgo y el nulo interés por películas más congruentes.

Queramos o no, Green Book: Una amistad sin fronteras (Green Book, 2018) es una película importante: no histórica en un sentido de progreso estético ni icónica como el acto antirracista que dice ser, sino prototípica de una clase de trampa que prolifera desde la última década. Lo respaldo en una escena inolvidable, para mí, por su encrucijada de atrevimiento y humor involuntario. Tony Lip (Viggo Mortensen), un chofer de ascendencia italiana, le da una importante lección al pianista afroestadounidense Don Shirley (Mahershala Ali): para ser realmente un miembro de la cultura negra —en vez del artista que compuso un poema sinfónico basado en Finnegans Wake, de James Joyce— Don debe comer pollo frito y llevársela leve. Lo que nos dice la escena, con total desvergüenza, es que cualquier hombre blanco le puede enseñar a un destacado afroestadounidense a ser negro, y que ser negro no es ser destacado.

Antes de Green Book existieron películas que acababan siendo racistas sin quererlo: es una larga tradición la que va de antes de la orientalista Broken Blossoms (1919) a la enervante Emilia Pérez (2024). Green Book, sin embargo, perfeccionó la fórmula al conseguir un taquillazo que multiplicó 14 veces su presupuesto en ganancias y se llevó el Oscar a Mejor Película. Hay reportes según los cuales el director Spike Lee se quiso salir del Teatro Dolby cuando Julia Roberts anunció el premio. Es posible que no le haya molestado nada más el galardón al racismo asomado en una historia que decía abogar por lo contrario, sino el esquematismo de una película sobre una amistad improbable que acaba con todos felices. A pesar de la opinión de Lee, son el convencionalismo y la apariencia completamente ilusoria de un cine incluyente lo que Green Book le enseñó a cineastas de todo el mundo como una fórmula de éxito.

Basta ver las ganadoras subsecuentes del Oscar para comprobar que la fórmula funciona: Nomadland (2020), dirigida por Chloé Zhao, una mujer china, se ganó a los votantes de la Academia mediante imágenes humanistas (la luz frente a la cámara) y una musicalización conmovedora (piano triste), usadas para representar a personas sin hogar que en la carretera encuentran un modo de vida satisfactorio: vivir sin techo no es una injusticia, sino una liberación. CODA (2021) integra en su elenco a personas con discapacidad auditiva y a Eugenio Derbez para narrar que los sueños de las minorías son alcanzables, siempre y cuando uno le eche ganas y le sonría a la vida. Todo en todas partes al mismo tiempo (Everything Everywhere All at Once, 2022) fue un homenaje sentimental a Michelle Yeoh que se expresaba mediante el estereotipo de las difíciles relaciones entre madres e hijas de la comunidad asiática en Estados Unidos. Si no enumeré al principio a Parasite (2019) es porque se trata de una película más original sobre las ambigüedades de la lucha de clase, pero no podemos negar que llamó la atención por tratarse de un popular producto surcoreano.

A pesar de su apuesta musical de alta calidad e interpretación, Wicked (2024) ha sido opacada por Emilia Pérez (2024) cuyos números musicales fueron criticados por las audiencias latinas.

La identidad se convirtió en una etiqueta casi equivalente a la anunciada en productos libres de gluten, como los refrescos, que de ninguna manera podrían contenerlo: esta última inventa un peligro inexistente; la medalla de representación niega al que lleva escondido. No importa que una película sea cuestionable en su manejo de los temas, basta con que haga el intento y guste a la mayor cantidad de espectadores posible —desplegando los recursos más burdos de manipulación masiva— para ganar el Oscar. Porque si hay un grupo al que le importa poco o nada el cine es a quienes lo hacen a nivel comercial. 

La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood se compone de figuras acostumbradas a la norma industrial: lo que divierta y genere dinero es un triunfo; lo que no, es un desperdicio. Algunas de las mayores películas en la historia, dirigidas por Raoul Walsh o Michael Curtiz, se rigen también por principios capitalistas, aunque poseen una imaginación que rebasa e incluso destruye lo predecible, lo trillado. El cine no está obligado a lo subversivo para ser notable, pero necesita ser diferente para resultar histórico. Desde el inicio del apogeo neoliberal en los años ochenta, Hollywood se ha alejado cada vez más de las búsquedas artísticas y considera sus mejores directores no a los John Ford, que entretienen mientras exploran las posibilidades del medio, sino a los Peter Farrelly beneficiados del convencionalismo con el que la producción y distribución desiguales han acostumbrado al público, y ahora, además, de las luchas sociales que simplemente no entienden.

La explotación es resultado de una decisión comercial que tiene repercusiones políticas: Europa, nos dice Emilia Pérez, merece decidir quién narra, y cómo, la brutalidad en México.

Hace unas semanas, cuando se anunciaron las nominaciones al Oscar de este año, el New York Times dijo que se trataba de una carrera dominada por películas progresistas como Emilia Pérez. Ya se dijo demasiado sobre la contenciosa producción francesa, pero por si acaso: en su supuesto intento de visibilizar la identidad transgénero y las desgracias de un México violento, el director Jacques Audiard explota ambos temas para su beneficio en un entorno daltónico que no distingue entre el oportunismo mercantilista y la representación digna de temas y voces antes ignoradas. De por sí el Oscar no premiaba las películas cinematográficamente audaces, pero ahora que el significado político se ha impuesto más que nunca, tampoco le interesan las películas más congruentes.

Te recomendamos leer: Cine en 2025: lo que recomiendan los críticos (y lo que no)

El remate de la historia es la desastrosa campaña por el Oscar de Karla Sofía Gascón, protagonista de Emilia Pérez y la primera mujer trans en ser nominada al premio a Mejor Actriz: en las últimas semanas aparecieron antiguos tuits donde imprimió, desatada, un racismo equiparable al de muchos dueños de una bandera confederada en Kentucky. Gascón había llamado “un estafador drogadicto” a George Floyd (el afroestadounidense asesinado por la policía de Minneapolis cuya muerte disparó una importante serie de protestas), y había soltado una cantidad de ataques islamófobos que parecían escritos en plena Reconquista. Sus colegas, Jacques Audiard y Zoe Saldaña, se distanciaron de ella como si hubieran hecho una película muy distinta de las opiniones de Gascón. No me canso, por ello, de recordar el momento en que un personaje describe el olor de su padre, un narcotraficante mexicano que, cual caricatura, huele a comida picante, mezcal y guacamole. El escándalo probablemente haya acabado con las ambiciones de la película que —es importante subrayarlo— los estadounidenses no percibían como problemática sino hasta que se descubrieron las opiniones de Gascón. 

The Substance (2024), la más reciente película de Coralie Fargeat, ha incitado una campaña publicitaria concentrada en el tema de la belleza y el envejecimiento.

Otro caso cuestionable es el de uno de los protagonistas de Un hombre diferente (A Different Man, 2024), Adam Pearson, quien sufre de una neurofibromatosis que ha deformado su rostro. La película trata de un actor, interpretado por Sebastian Stan, que padece de lo mismo y se somete a un tratamiento para transformar su apariencia, pero luego se siente inseguro por la presencia de un hombre que se ve igual a su antiguo yo, interpretado por Pearson, quien vive la neurofibromatosis sin mucho problema. Habría sido un acto de inclusión formidable —ya que ese es el aparente objetivo de la Academia— añadir a Pearson a la competencia, pero los nominados son los creadores de la máscara que simula su rostro, en la categoría de Mejor Maquillaje y Peluquería. La ironía es palpable y devastadora: el simulacro se impone sobre lo real, y en este caso con respecto a una película que trata sobre esa misma relación, pero la invierte para producir un acto de inclusión más creíble. La circunstancia es prácticamente una metáfora de toda la premiación. 

También te podría interesar: "La cocina" es Alonso Ruizpalacios desbocado

La hipocresía no termina ahí. Abundan las películas políticamente contradictorias en la carrera por el Oscar: aunque sus defensores no lo ven, hay quienes encontramos cuestionable la representación del cuerpo femenino (dispuesto para la mirada del espectador heterosexual en una película que parte de cuestionarla) en La sustancia (The Substance, 2024), de Coralie Fargeat. Cónclave (Conclave, 2024) critica a la curia católica pero, al afirmar la existencia de Dios, termina diciendo que cualquier abuso era parte del plan divino que culmina en el papado más progresista e inverosímil de la historia. Aunque no veo lo mismo que sus opositores, hay protestas por la representación del trabajo sexual en Anora (2024), de Sean Baker, y hay quienes ven en Nickel Boys (2024) una trivialización de la experiencia negra en Estados Unidos por culpa de una belleza inspirada en Terrence Malick. También estoy en desacuerdo con esta perspectiva. Más bien, a partir de una estrategia arriesgadísima (toda la película está filmada desde planos subjetivos que representan la mirada de sus protagonistas), el director RaMell Ross intenta crear una experiencia sensorial de lo que fue crecer en la era segregacionista. En mi opinión es la mejor película de la carrera y la que menos posibilidades tiene de llevarse uno de los dos premios a los que está nominada. 

Nickel Boys (2024) es una película de drama histórico estadounidense basada en la novela de 2019 The Nickel Boys de Colson Whitehead.

El remate de la inclusión maltrecha lo da la presencia del documental No Other Land (2024), que narra la invasión y destrucción del pueblo de Masafer Yatta, en Palestina, a manos del ejército israelí y los colonos que planean establecerse en las tierras arrasadas. Ninguna distribuidora estadounidense se atrevió a tocar la película, y en un acto de valentía el Lincoln Center de Nueva York la proyectó por una semana para que calificara por el Oscar. Milagrosamente, el voto de los documentalistas la favoreció y adquirió una nominación que quién sabe si el resto de los votantes se atrevan a convertir en premio al Mejor Documental. La derrota se correspondería con la presencia de una película ampliamente percibida como sionista, y nominada en otras diez categorías: El brutalista (The Brutalist, 2024). 

En cierto modo, No Other Land empieza donde termina El brutalista: un arquitecto judío-húngaro que migró a Estados Unidos le promete a su esposa no separarse nunca más cuando ella dice, motivada por el antisemitismo a su alrededor, que están en un país podrido y que deben irse a Israel. El director Brady Corbet no muestra las consecuencias de ese segundo exilio que para el sionismo es solo un regreso al verdadero hogar porque su tema es el innegable antisemitismo en los países vencedores y supuestamente buenos. Sin embargo, es desconcertante —en medio del bombardeo indiscriminado, de los cuerpos deshechos, de los francotiradores psicópatas, propagados por Israel en Gaza— que El brutalista termine en el regreso a la tierra prometida sin mostrar o sugerir siquiera el despojo que ha significado para los palestinos, ese que nos muestra No Other Land. La presencia abrumadora de El brutalista en las nominaciones al Oscar, frente a la aparición milagrosa de No Other Land en una sola, reproduce la convivencia incómoda y desigual de Israel y Palestina. Es otra metáfora en una premiación que, dibujada por el inconsciente político estadounidense, expresa el razonamiento de la élite cinematográfica, incapaz de entender por qué sus representaciones de la otredad abren más las distancias, en vez de cerrarlas.

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El Oscar rara vez premia el cine audaz, y en 2025 se impone el significado político, el sesgo y el nulo interés por películas más congruentes.

Queramos o no, Green Book: Una amistad sin fronteras (Green Book, 2018) es una película importante: no histórica en un sentido de progreso estético ni icónica como el acto antirracista que dice ser, sino prototípica de una clase de trampa que prolifera desde la última década. Lo respaldo en una escena inolvidable, para mí, por su encrucijada de atrevimiento y humor involuntario. Tony Lip (Viggo Mortensen), un chofer de ascendencia italiana, le da una importante lección al pianista afroestadounidense Don Shirley (Mahershala Ali): para ser realmente un miembro de la cultura negra —en vez del artista que compuso un poema sinfónico basado en Finnegans Wake, de James Joyce— Don debe comer pollo frito y llevársela leve. Lo que nos dice la escena, con total desvergüenza, es que cualquier hombre blanco le puede enseñar a un destacado afroestadounidense a ser negro, y que ser negro no es ser destacado.

Antes de Green Book existieron películas que acababan siendo racistas sin quererlo: es una larga tradición la que va de antes de la orientalista Broken Blossoms (1919) a la enervante Emilia Pérez (2024). Green Book, sin embargo, perfeccionó la fórmula al conseguir un taquillazo que multiplicó 14 veces su presupuesto en ganancias y se llevó el Oscar a Mejor Película. Hay reportes según los cuales el director Spike Lee se quiso salir del Teatro Dolby cuando Julia Roberts anunció el premio. Es posible que no le haya molestado nada más el galardón al racismo asomado en una historia que decía abogar por lo contrario, sino el esquematismo de una película sobre una amistad improbable que acaba con todos felices. A pesar de la opinión de Lee, son el convencionalismo y la apariencia completamente ilusoria de un cine incluyente lo que Green Book le enseñó a cineastas de todo el mundo como una fórmula de éxito.

Basta ver las ganadoras subsecuentes del Oscar para comprobar que la fórmula funciona: Nomadland (2020), dirigida por Chloé Zhao, una mujer china, se ganó a los votantes de la Academia mediante imágenes humanistas (la luz frente a la cámara) y una musicalización conmovedora (piano triste), usadas para representar a personas sin hogar que en la carretera encuentran un modo de vida satisfactorio: vivir sin techo no es una injusticia, sino una liberación. CODA (2021) integra en su elenco a personas con discapacidad auditiva y a Eugenio Derbez para narrar que los sueños de las minorías son alcanzables, siempre y cuando uno le eche ganas y le sonría a la vida. Todo en todas partes al mismo tiempo (Everything Everywhere All at Once, 2022) fue un homenaje sentimental a Michelle Yeoh que se expresaba mediante el estereotipo de las difíciles relaciones entre madres e hijas de la comunidad asiática en Estados Unidos. Si no enumeré al principio a Parasite (2019) es porque se trata de una película más original sobre las ambigüedades de la lucha de clase, pero no podemos negar que llamó la atención por tratarse de un popular producto surcoreano.

A pesar de su apuesta musical de alta calidad e interpretación, Wicked (2024) ha sido opacada por Emilia Pérez (2024) cuyos números musicales fueron criticados por las audiencias latinas.

La identidad se convirtió en una etiqueta casi equivalente a la anunciada en productos libres de gluten, como los refrescos, que de ninguna manera podrían contenerlo: esta última inventa un peligro inexistente; la medalla de representación niega al que lleva escondido. No importa que una película sea cuestionable en su manejo de los temas, basta con que haga el intento y guste a la mayor cantidad de espectadores posible —desplegando los recursos más burdos de manipulación masiva— para ganar el Oscar. Porque si hay un grupo al que le importa poco o nada el cine es a quienes lo hacen a nivel comercial. 

La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood se compone de figuras acostumbradas a la norma industrial: lo que divierta y genere dinero es un triunfo; lo que no, es un desperdicio. Algunas de las mayores películas en la historia, dirigidas por Raoul Walsh o Michael Curtiz, se rigen también por principios capitalistas, aunque poseen una imaginación que rebasa e incluso destruye lo predecible, lo trillado. El cine no está obligado a lo subversivo para ser notable, pero necesita ser diferente para resultar histórico. Desde el inicio del apogeo neoliberal en los años ochenta, Hollywood se ha alejado cada vez más de las búsquedas artísticas y considera sus mejores directores no a los John Ford, que entretienen mientras exploran las posibilidades del medio, sino a los Peter Farrelly beneficiados del convencionalismo con el que la producción y distribución desiguales han acostumbrado al público, y ahora, además, de las luchas sociales que simplemente no entienden.

La explotación es resultado de una decisión comercial que tiene repercusiones políticas: Europa, nos dice Emilia Pérez, merece decidir quién narra, y cómo, la brutalidad en México.

Hace unas semanas, cuando se anunciaron las nominaciones al Oscar de este año, el New York Times dijo que se trataba de una carrera dominada por películas progresistas como Emilia Pérez. Ya se dijo demasiado sobre la contenciosa producción francesa, pero por si acaso: en su supuesto intento de visibilizar la identidad transgénero y las desgracias de un México violento, el director Jacques Audiard explota ambos temas para su beneficio en un entorno daltónico que no distingue entre el oportunismo mercantilista y la representación digna de temas y voces antes ignoradas. De por sí el Oscar no premiaba las películas cinematográficamente audaces, pero ahora que el significado político se ha impuesto más que nunca, tampoco le interesan las películas más congruentes.

Te recomendamos leer: Cine en 2025: lo que recomiendan los críticos (y lo que no)

El remate de la historia es la desastrosa campaña por el Oscar de Karla Sofía Gascón, protagonista de Emilia Pérez y la primera mujer trans en ser nominada al premio a Mejor Actriz: en las últimas semanas aparecieron antiguos tuits donde imprimió, desatada, un racismo equiparable al de muchos dueños de una bandera confederada en Kentucky. Gascón había llamado “un estafador drogadicto” a George Floyd (el afroestadounidense asesinado por la policía de Minneapolis cuya muerte disparó una importante serie de protestas), y había soltado una cantidad de ataques islamófobos que parecían escritos en plena Reconquista. Sus colegas, Jacques Audiard y Zoe Saldaña, se distanciaron de ella como si hubieran hecho una película muy distinta de las opiniones de Gascón. No me canso, por ello, de recordar el momento en que un personaje describe el olor de su padre, un narcotraficante mexicano que, cual caricatura, huele a comida picante, mezcal y guacamole. El escándalo probablemente haya acabado con las ambiciones de la película que —es importante subrayarlo— los estadounidenses no percibían como problemática sino hasta que se descubrieron las opiniones de Gascón. 

The Substance (2024), la más reciente película de Coralie Fargeat, ha incitado una campaña publicitaria concentrada en el tema de la belleza y el envejecimiento.

Otro caso cuestionable es el de uno de los protagonistas de Un hombre diferente (A Different Man, 2024), Adam Pearson, quien sufre de una neurofibromatosis que ha deformado su rostro. La película trata de un actor, interpretado por Sebastian Stan, que padece de lo mismo y se somete a un tratamiento para transformar su apariencia, pero luego se siente inseguro por la presencia de un hombre que se ve igual a su antiguo yo, interpretado por Pearson, quien vive la neurofibromatosis sin mucho problema. Habría sido un acto de inclusión formidable —ya que ese es el aparente objetivo de la Academia— añadir a Pearson a la competencia, pero los nominados son los creadores de la máscara que simula su rostro, en la categoría de Mejor Maquillaje y Peluquería. La ironía es palpable y devastadora: el simulacro se impone sobre lo real, y en este caso con respecto a una película que trata sobre esa misma relación, pero la invierte para producir un acto de inclusión más creíble. La circunstancia es prácticamente una metáfora de toda la premiación. 

También te podría interesar: "La cocina" es Alonso Ruizpalacios desbocado

La hipocresía no termina ahí. Abundan las películas políticamente contradictorias en la carrera por el Oscar: aunque sus defensores no lo ven, hay quienes encontramos cuestionable la representación del cuerpo femenino (dispuesto para la mirada del espectador heterosexual en una película que parte de cuestionarla) en La sustancia (The Substance, 2024), de Coralie Fargeat. Cónclave (Conclave, 2024) critica a la curia católica pero, al afirmar la existencia de Dios, termina diciendo que cualquier abuso era parte del plan divino que culmina en el papado más progresista e inverosímil de la historia. Aunque no veo lo mismo que sus opositores, hay protestas por la representación del trabajo sexual en Anora (2024), de Sean Baker, y hay quienes ven en Nickel Boys (2024) una trivialización de la experiencia negra en Estados Unidos por culpa de una belleza inspirada en Terrence Malick. También estoy en desacuerdo con esta perspectiva. Más bien, a partir de una estrategia arriesgadísima (toda la película está filmada desde planos subjetivos que representan la mirada de sus protagonistas), el director RaMell Ross intenta crear una experiencia sensorial de lo que fue crecer en la era segregacionista. En mi opinión es la mejor película de la carrera y la que menos posibilidades tiene de llevarse uno de los dos premios a los que está nominada. 

Nickel Boys (2024) es una película de drama histórico estadounidense basada en la novela de 2019 The Nickel Boys de Colson Whitehead.

El remate de la inclusión maltrecha lo da la presencia del documental No Other Land (2024), que narra la invasión y destrucción del pueblo de Masafer Yatta, en Palestina, a manos del ejército israelí y los colonos que planean establecerse en las tierras arrasadas. Ninguna distribuidora estadounidense se atrevió a tocar la película, y en un acto de valentía el Lincoln Center de Nueva York la proyectó por una semana para que calificara por el Oscar. Milagrosamente, el voto de los documentalistas la favoreció y adquirió una nominación que quién sabe si el resto de los votantes se atrevan a convertir en premio al Mejor Documental. La derrota se correspondería con la presencia de una película ampliamente percibida como sionista, y nominada en otras diez categorías: El brutalista (The Brutalist, 2024). 

En cierto modo, No Other Land empieza donde termina El brutalista: un arquitecto judío-húngaro que migró a Estados Unidos le promete a su esposa no separarse nunca más cuando ella dice, motivada por el antisemitismo a su alrededor, que están en un país podrido y que deben irse a Israel. El director Brady Corbet no muestra las consecuencias de ese segundo exilio que para el sionismo es solo un regreso al verdadero hogar porque su tema es el innegable antisemitismo en los países vencedores y supuestamente buenos. Sin embargo, es desconcertante —en medio del bombardeo indiscriminado, de los cuerpos deshechos, de los francotiradores psicópatas, propagados por Israel en Gaza— que El brutalista termine en el regreso a la tierra prometida sin mostrar o sugerir siquiera el despojo que ha significado para los palestinos, ese que nos muestra No Other Land. La presencia abrumadora de El brutalista en las nominaciones al Oscar, frente a la aparición milagrosa de No Other Land en una sola, reproduce la convivencia incómoda y desigual de Israel y Palestina. Es otra metáfora en una premiación que, dibujada por el inconsciente político estadounidense, expresa el razonamiento de la élite cinematográfica, incapaz de entender por qué sus representaciones de la otredad abren más las distancias, en vez de cerrarlas.

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Por mencionar solo algunas pifias de <i>Emilia Pérez</i>, su ética está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar al guion.
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Tiempo de Lectura: 00 min

El Oscar rara vez premia el cine audaz, y en 2025 se impone el significado político, el sesgo y el nulo interés por películas más congruentes.

Queramos o no, Green Book: Una amistad sin fronteras (Green Book, 2018) es una película importante: no histórica en un sentido de progreso estético ni icónica como el acto antirracista que dice ser, sino prototípica de una clase de trampa que prolifera desde la última década. Lo respaldo en una escena inolvidable, para mí, por su encrucijada de atrevimiento y humor involuntario. Tony Lip (Viggo Mortensen), un chofer de ascendencia italiana, le da una importante lección al pianista afroestadounidense Don Shirley (Mahershala Ali): para ser realmente un miembro de la cultura negra —en vez del artista que compuso un poema sinfónico basado en Finnegans Wake, de James Joyce— Don debe comer pollo frito y llevársela leve. Lo que nos dice la escena, con total desvergüenza, es que cualquier hombre blanco le puede enseñar a un destacado afroestadounidense a ser negro, y que ser negro no es ser destacado.

Antes de Green Book existieron películas que acababan siendo racistas sin quererlo: es una larga tradición la que va de antes de la orientalista Broken Blossoms (1919) a la enervante Emilia Pérez (2024). Green Book, sin embargo, perfeccionó la fórmula al conseguir un taquillazo que multiplicó 14 veces su presupuesto en ganancias y se llevó el Oscar a Mejor Película. Hay reportes según los cuales el director Spike Lee se quiso salir del Teatro Dolby cuando Julia Roberts anunció el premio. Es posible que no le haya molestado nada más el galardón al racismo asomado en una historia que decía abogar por lo contrario, sino el esquematismo de una película sobre una amistad improbable que acaba con todos felices. A pesar de la opinión de Lee, son el convencionalismo y la apariencia completamente ilusoria de un cine incluyente lo que Green Book le enseñó a cineastas de todo el mundo como una fórmula de éxito.

Basta ver las ganadoras subsecuentes del Oscar para comprobar que la fórmula funciona: Nomadland (2020), dirigida por Chloé Zhao, una mujer china, se ganó a los votantes de la Academia mediante imágenes humanistas (la luz frente a la cámara) y una musicalización conmovedora (piano triste), usadas para representar a personas sin hogar que en la carretera encuentran un modo de vida satisfactorio: vivir sin techo no es una injusticia, sino una liberación. CODA (2021) integra en su elenco a personas con discapacidad auditiva y a Eugenio Derbez para narrar que los sueños de las minorías son alcanzables, siempre y cuando uno le eche ganas y le sonría a la vida. Todo en todas partes al mismo tiempo (Everything Everywhere All at Once, 2022) fue un homenaje sentimental a Michelle Yeoh que se expresaba mediante el estereotipo de las difíciles relaciones entre madres e hijas de la comunidad asiática en Estados Unidos. Si no enumeré al principio a Parasite (2019) es porque se trata de una película más original sobre las ambigüedades de la lucha de clase, pero no podemos negar que llamó la atención por tratarse de un popular producto surcoreano.

A pesar de su apuesta musical de alta calidad e interpretación, Wicked (2024) ha sido opacada por Emilia Pérez (2024) cuyos números musicales fueron criticados por las audiencias latinas.

La identidad se convirtió en una etiqueta casi equivalente a la anunciada en productos libres de gluten, como los refrescos, que de ninguna manera podrían contenerlo: esta última inventa un peligro inexistente; la medalla de representación niega al que lleva escondido. No importa que una película sea cuestionable en su manejo de los temas, basta con que haga el intento y guste a la mayor cantidad de espectadores posible —desplegando los recursos más burdos de manipulación masiva— para ganar el Oscar. Porque si hay un grupo al que le importa poco o nada el cine es a quienes lo hacen a nivel comercial. 

La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood se compone de figuras acostumbradas a la norma industrial: lo que divierta y genere dinero es un triunfo; lo que no, es un desperdicio. Algunas de las mayores películas en la historia, dirigidas por Raoul Walsh o Michael Curtiz, se rigen también por principios capitalistas, aunque poseen una imaginación que rebasa e incluso destruye lo predecible, lo trillado. El cine no está obligado a lo subversivo para ser notable, pero necesita ser diferente para resultar histórico. Desde el inicio del apogeo neoliberal en los años ochenta, Hollywood se ha alejado cada vez más de las búsquedas artísticas y considera sus mejores directores no a los John Ford, que entretienen mientras exploran las posibilidades del medio, sino a los Peter Farrelly beneficiados del convencionalismo con el que la producción y distribución desiguales han acostumbrado al público, y ahora, además, de las luchas sociales que simplemente no entienden.

La explotación es resultado de una decisión comercial que tiene repercusiones políticas: Europa, nos dice Emilia Pérez, merece decidir quién narra, y cómo, la brutalidad en México.

Hace unas semanas, cuando se anunciaron las nominaciones al Oscar de este año, el New York Times dijo que se trataba de una carrera dominada por películas progresistas como Emilia Pérez. Ya se dijo demasiado sobre la contenciosa producción francesa, pero por si acaso: en su supuesto intento de visibilizar la identidad transgénero y las desgracias de un México violento, el director Jacques Audiard explota ambos temas para su beneficio en un entorno daltónico que no distingue entre el oportunismo mercantilista y la representación digna de temas y voces antes ignoradas. De por sí el Oscar no premiaba las películas cinematográficamente audaces, pero ahora que el significado político se ha impuesto más que nunca, tampoco le interesan las películas más congruentes.

Te recomendamos leer: Cine en 2025: lo que recomiendan los críticos (y lo que no)

El remate de la historia es la desastrosa campaña por el Oscar de Karla Sofía Gascón, protagonista de Emilia Pérez y la primera mujer trans en ser nominada al premio a Mejor Actriz: en las últimas semanas aparecieron antiguos tuits donde imprimió, desatada, un racismo equiparable al de muchos dueños de una bandera confederada en Kentucky. Gascón había llamado “un estafador drogadicto” a George Floyd (el afroestadounidense asesinado por la policía de Minneapolis cuya muerte disparó una importante serie de protestas), y había soltado una cantidad de ataques islamófobos que parecían escritos en plena Reconquista. Sus colegas, Jacques Audiard y Zoe Saldaña, se distanciaron de ella como si hubieran hecho una película muy distinta de las opiniones de Gascón. No me canso, por ello, de recordar el momento en que un personaje describe el olor de su padre, un narcotraficante mexicano que, cual caricatura, huele a comida picante, mezcal y guacamole. El escándalo probablemente haya acabado con las ambiciones de la película que —es importante subrayarlo— los estadounidenses no percibían como problemática sino hasta que se descubrieron las opiniones de Gascón. 

The Substance (2024), la más reciente película de Coralie Fargeat, ha incitado una campaña publicitaria concentrada en el tema de la belleza y el envejecimiento.

Otro caso cuestionable es el de uno de los protagonistas de Un hombre diferente (A Different Man, 2024), Adam Pearson, quien sufre de una neurofibromatosis que ha deformado su rostro. La película trata de un actor, interpretado por Sebastian Stan, que padece de lo mismo y se somete a un tratamiento para transformar su apariencia, pero luego se siente inseguro por la presencia de un hombre que se ve igual a su antiguo yo, interpretado por Pearson, quien vive la neurofibromatosis sin mucho problema. Habría sido un acto de inclusión formidable —ya que ese es el aparente objetivo de la Academia— añadir a Pearson a la competencia, pero los nominados son los creadores de la máscara que simula su rostro, en la categoría de Mejor Maquillaje y Peluquería. La ironía es palpable y devastadora: el simulacro se impone sobre lo real, y en este caso con respecto a una película que trata sobre esa misma relación, pero la invierte para producir un acto de inclusión más creíble. La circunstancia es prácticamente una metáfora de toda la premiación. 

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La hipocresía no termina ahí. Abundan las películas políticamente contradictorias en la carrera por el Oscar: aunque sus defensores no lo ven, hay quienes encontramos cuestionable la representación del cuerpo femenino (dispuesto para la mirada del espectador heterosexual en una película que parte de cuestionarla) en La sustancia (The Substance, 2024), de Coralie Fargeat. Cónclave (Conclave, 2024) critica a la curia católica pero, al afirmar la existencia de Dios, termina diciendo que cualquier abuso era parte del plan divino que culmina en el papado más progresista e inverosímil de la historia. Aunque no veo lo mismo que sus opositores, hay protestas por la representación del trabajo sexual en Anora (2024), de Sean Baker, y hay quienes ven en Nickel Boys (2024) una trivialización de la experiencia negra en Estados Unidos por culpa de una belleza inspirada en Terrence Malick. También estoy en desacuerdo con esta perspectiva. Más bien, a partir de una estrategia arriesgadísima (toda la película está filmada desde planos subjetivos que representan la mirada de sus protagonistas), el director RaMell Ross intenta crear una experiencia sensorial de lo que fue crecer en la era segregacionista. En mi opinión es la mejor película de la carrera y la que menos posibilidades tiene de llevarse uno de los dos premios a los que está nominada. 

Nickel Boys (2024) es una película de drama histórico estadounidense basada en la novela de 2019 The Nickel Boys de Colson Whitehead.

El remate de la inclusión maltrecha lo da la presencia del documental No Other Land (2024), que narra la invasión y destrucción del pueblo de Masafer Yatta, en Palestina, a manos del ejército israelí y los colonos que planean establecerse en las tierras arrasadas. Ninguna distribuidora estadounidense se atrevió a tocar la película, y en un acto de valentía el Lincoln Center de Nueva York la proyectó por una semana para que calificara por el Oscar. Milagrosamente, el voto de los documentalistas la favoreció y adquirió una nominación que quién sabe si el resto de los votantes se atrevan a convertir en premio al Mejor Documental. La derrota se correspondería con la presencia de una película ampliamente percibida como sionista, y nominada en otras diez categorías: El brutalista (The Brutalist, 2024). 

En cierto modo, No Other Land empieza donde termina El brutalista: un arquitecto judío-húngaro que migró a Estados Unidos le promete a su esposa no separarse nunca más cuando ella dice, motivada por el antisemitismo a su alrededor, que están en un país podrido y que deben irse a Israel. El director Brady Corbet no muestra las consecuencias de ese segundo exilio que para el sionismo es solo un regreso al verdadero hogar porque su tema es el innegable antisemitismo en los países vencedores y supuestamente buenos. Sin embargo, es desconcertante —en medio del bombardeo indiscriminado, de los cuerpos deshechos, de los francotiradores psicópatas, propagados por Israel en Gaza— que El brutalista termine en el regreso a la tierra prometida sin mostrar o sugerir siquiera el despojo que ha significado para los palestinos, ese que nos muestra No Other Land. La presencia abrumadora de El brutalista en las nominaciones al Oscar, frente a la aparición milagrosa de No Other Land en una sola, reproduce la convivencia incómoda y desigual de Israel y Palestina. Es otra metáfora en una premiación que, dibujada por el inconsciente político estadounidense, expresa el razonamiento de la élite cinematográfica, incapaz de entender por qué sus representaciones de la otredad abren más las distancias, en vez de cerrarlas.

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Una temporada más de inclusión maltrecha: Oscar 2025

Una temporada más de inclusión maltrecha: Oscar 2025

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25
2025
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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El Oscar rara vez premia el cine audaz, y en 2025 se impone el significado político, el sesgo y el nulo interés por películas más congruentes.

Queramos o no, Green Book: Una amistad sin fronteras (Green Book, 2018) es una película importante: no histórica en un sentido de progreso estético ni icónica como el acto antirracista que dice ser, sino prototípica de una clase de trampa que prolifera desde la última década. Lo respaldo en una escena inolvidable, para mí, por su encrucijada de atrevimiento y humor involuntario. Tony Lip (Viggo Mortensen), un chofer de ascendencia italiana, le da una importante lección al pianista afroestadounidense Don Shirley (Mahershala Ali): para ser realmente un miembro de la cultura negra —en vez del artista que compuso un poema sinfónico basado en Finnegans Wake, de James Joyce— Don debe comer pollo frito y llevársela leve. Lo que nos dice la escena, con total desvergüenza, es que cualquier hombre blanco le puede enseñar a un destacado afroestadounidense a ser negro, y que ser negro no es ser destacado.

Antes de Green Book existieron películas que acababan siendo racistas sin quererlo: es una larga tradición la que va de antes de la orientalista Broken Blossoms (1919) a la enervante Emilia Pérez (2024). Green Book, sin embargo, perfeccionó la fórmula al conseguir un taquillazo que multiplicó 14 veces su presupuesto en ganancias y se llevó el Oscar a Mejor Película. Hay reportes según los cuales el director Spike Lee se quiso salir del Teatro Dolby cuando Julia Roberts anunció el premio. Es posible que no le haya molestado nada más el galardón al racismo asomado en una historia que decía abogar por lo contrario, sino el esquematismo de una película sobre una amistad improbable que acaba con todos felices. A pesar de la opinión de Lee, son el convencionalismo y la apariencia completamente ilusoria de un cine incluyente lo que Green Book le enseñó a cineastas de todo el mundo como una fórmula de éxito.

Basta ver las ganadoras subsecuentes del Oscar para comprobar que la fórmula funciona: Nomadland (2020), dirigida por Chloé Zhao, una mujer china, se ganó a los votantes de la Academia mediante imágenes humanistas (la luz frente a la cámara) y una musicalización conmovedora (piano triste), usadas para representar a personas sin hogar que en la carretera encuentran un modo de vida satisfactorio: vivir sin techo no es una injusticia, sino una liberación. CODA (2021) integra en su elenco a personas con discapacidad auditiva y a Eugenio Derbez para narrar que los sueños de las minorías son alcanzables, siempre y cuando uno le eche ganas y le sonría a la vida. Todo en todas partes al mismo tiempo (Everything Everywhere All at Once, 2022) fue un homenaje sentimental a Michelle Yeoh que se expresaba mediante el estereotipo de las difíciles relaciones entre madres e hijas de la comunidad asiática en Estados Unidos. Si no enumeré al principio a Parasite (2019) es porque se trata de una película más original sobre las ambigüedades de la lucha de clase, pero no podemos negar que llamó la atención por tratarse de un popular producto surcoreano.

A pesar de su apuesta musical de alta calidad e interpretación, Wicked (2024) ha sido opacada por Emilia Pérez (2024) cuyos números musicales fueron criticados por las audiencias latinas.

La identidad se convirtió en una etiqueta casi equivalente a la anunciada en productos libres de gluten, como los refrescos, que de ninguna manera podrían contenerlo: esta última inventa un peligro inexistente; la medalla de representación niega al que lleva escondido. No importa que una película sea cuestionable en su manejo de los temas, basta con que haga el intento y guste a la mayor cantidad de espectadores posible —desplegando los recursos más burdos de manipulación masiva— para ganar el Oscar. Porque si hay un grupo al que le importa poco o nada el cine es a quienes lo hacen a nivel comercial. 

La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood se compone de figuras acostumbradas a la norma industrial: lo que divierta y genere dinero es un triunfo; lo que no, es un desperdicio. Algunas de las mayores películas en la historia, dirigidas por Raoul Walsh o Michael Curtiz, se rigen también por principios capitalistas, aunque poseen una imaginación que rebasa e incluso destruye lo predecible, lo trillado. El cine no está obligado a lo subversivo para ser notable, pero necesita ser diferente para resultar histórico. Desde el inicio del apogeo neoliberal en los años ochenta, Hollywood se ha alejado cada vez más de las búsquedas artísticas y considera sus mejores directores no a los John Ford, que entretienen mientras exploran las posibilidades del medio, sino a los Peter Farrelly beneficiados del convencionalismo con el que la producción y distribución desiguales han acostumbrado al público, y ahora, además, de las luchas sociales que simplemente no entienden.

La explotación es resultado de una decisión comercial que tiene repercusiones políticas: Europa, nos dice Emilia Pérez, merece decidir quién narra, y cómo, la brutalidad en México.

Hace unas semanas, cuando se anunciaron las nominaciones al Oscar de este año, el New York Times dijo que se trataba de una carrera dominada por películas progresistas como Emilia Pérez. Ya se dijo demasiado sobre la contenciosa producción francesa, pero por si acaso: en su supuesto intento de visibilizar la identidad transgénero y las desgracias de un México violento, el director Jacques Audiard explota ambos temas para su beneficio en un entorno daltónico que no distingue entre el oportunismo mercantilista y la representación digna de temas y voces antes ignoradas. De por sí el Oscar no premiaba las películas cinematográficamente audaces, pero ahora que el significado político se ha impuesto más que nunca, tampoco le interesan las películas más congruentes.

Te recomendamos leer: Cine en 2025: lo que recomiendan los críticos (y lo que no)

El remate de la historia es la desastrosa campaña por el Oscar de Karla Sofía Gascón, protagonista de Emilia Pérez y la primera mujer trans en ser nominada al premio a Mejor Actriz: en las últimas semanas aparecieron antiguos tuits donde imprimió, desatada, un racismo equiparable al de muchos dueños de una bandera confederada en Kentucky. Gascón había llamado “un estafador drogadicto” a George Floyd (el afroestadounidense asesinado por la policía de Minneapolis cuya muerte disparó una importante serie de protestas), y había soltado una cantidad de ataques islamófobos que parecían escritos en plena Reconquista. Sus colegas, Jacques Audiard y Zoe Saldaña, se distanciaron de ella como si hubieran hecho una película muy distinta de las opiniones de Gascón. No me canso, por ello, de recordar el momento en que un personaje describe el olor de su padre, un narcotraficante mexicano que, cual caricatura, huele a comida picante, mezcal y guacamole. El escándalo probablemente haya acabado con las ambiciones de la película que —es importante subrayarlo— los estadounidenses no percibían como problemática sino hasta que se descubrieron las opiniones de Gascón. 

The Substance (2024), la más reciente película de Coralie Fargeat, ha incitado una campaña publicitaria concentrada en el tema de la belleza y el envejecimiento.

Otro caso cuestionable es el de uno de los protagonistas de Un hombre diferente (A Different Man, 2024), Adam Pearson, quien sufre de una neurofibromatosis que ha deformado su rostro. La película trata de un actor, interpretado por Sebastian Stan, que padece de lo mismo y se somete a un tratamiento para transformar su apariencia, pero luego se siente inseguro por la presencia de un hombre que se ve igual a su antiguo yo, interpretado por Pearson, quien vive la neurofibromatosis sin mucho problema. Habría sido un acto de inclusión formidable —ya que ese es el aparente objetivo de la Academia— añadir a Pearson a la competencia, pero los nominados son los creadores de la máscara que simula su rostro, en la categoría de Mejor Maquillaje y Peluquería. La ironía es palpable y devastadora: el simulacro se impone sobre lo real, y en este caso con respecto a una película que trata sobre esa misma relación, pero la invierte para producir un acto de inclusión más creíble. La circunstancia es prácticamente una metáfora de toda la premiación. 

También te podría interesar: "La cocina" es Alonso Ruizpalacios desbocado

La hipocresía no termina ahí. Abundan las películas políticamente contradictorias en la carrera por el Oscar: aunque sus defensores no lo ven, hay quienes encontramos cuestionable la representación del cuerpo femenino (dispuesto para la mirada del espectador heterosexual en una película que parte de cuestionarla) en La sustancia (The Substance, 2024), de Coralie Fargeat. Cónclave (Conclave, 2024) critica a la curia católica pero, al afirmar la existencia de Dios, termina diciendo que cualquier abuso era parte del plan divino que culmina en el papado más progresista e inverosímil de la historia. Aunque no veo lo mismo que sus opositores, hay protestas por la representación del trabajo sexual en Anora (2024), de Sean Baker, y hay quienes ven en Nickel Boys (2024) una trivialización de la experiencia negra en Estados Unidos por culpa de una belleza inspirada en Terrence Malick. También estoy en desacuerdo con esta perspectiva. Más bien, a partir de una estrategia arriesgadísima (toda la película está filmada desde planos subjetivos que representan la mirada de sus protagonistas), el director RaMell Ross intenta crear una experiencia sensorial de lo que fue crecer en la era segregacionista. En mi opinión es la mejor película de la carrera y la que menos posibilidades tiene de llevarse uno de los dos premios a los que está nominada. 

Nickel Boys (2024) es una película de drama histórico estadounidense basada en la novela de 2019 The Nickel Boys de Colson Whitehead.

El remate de la inclusión maltrecha lo da la presencia del documental No Other Land (2024), que narra la invasión y destrucción del pueblo de Masafer Yatta, en Palestina, a manos del ejército israelí y los colonos que planean establecerse en las tierras arrasadas. Ninguna distribuidora estadounidense se atrevió a tocar la película, y en un acto de valentía el Lincoln Center de Nueva York la proyectó por una semana para que calificara por el Oscar. Milagrosamente, el voto de los documentalistas la favoreció y adquirió una nominación que quién sabe si el resto de los votantes se atrevan a convertir en premio al Mejor Documental. La derrota se correspondería con la presencia de una película ampliamente percibida como sionista, y nominada en otras diez categorías: El brutalista (The Brutalist, 2024). 

En cierto modo, No Other Land empieza donde termina El brutalista: un arquitecto judío-húngaro que migró a Estados Unidos le promete a su esposa no separarse nunca más cuando ella dice, motivada por el antisemitismo a su alrededor, que están en un país podrido y que deben irse a Israel. El director Brady Corbet no muestra las consecuencias de ese segundo exilio que para el sionismo es solo un regreso al verdadero hogar porque su tema es el innegable antisemitismo en los países vencedores y supuestamente buenos. Sin embargo, es desconcertante —en medio del bombardeo indiscriminado, de los cuerpos deshechos, de los francotiradores psicópatas, propagados por Israel en Gaza— que El brutalista termine en el regreso a la tierra prometida sin mostrar o sugerir siquiera el despojo que ha significado para los palestinos, ese que nos muestra No Other Land. La presencia abrumadora de El brutalista en las nominaciones al Oscar, frente a la aparición milagrosa de No Other Land en una sola, reproduce la convivencia incómoda y desigual de Israel y Palestina. Es otra metáfora en una premiación que, dibujada por el inconsciente político estadounidense, expresa el razonamiento de la élite cinematográfica, incapaz de entender por qué sus representaciones de la otredad abren más las distancias, en vez de cerrarlas.

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Por mencionar solo algunas pifias de <i>Emilia Pérez</i>, su ética está condicionada al capital y produce un maniqueísmo que hace fracasar al guion.

Una temporada más de inclusión maltrecha: Oscar 2025

Una temporada más de inclusión maltrecha: Oscar 2025

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El Oscar rara vez premia el cine audaz, y en 2025 se impone el significado político, el sesgo y el nulo interés por películas más congruentes.

Texto de
Fotografía de
Realización de
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Traducción de

Queramos o no, Green Book: Una amistad sin fronteras (Green Book, 2018) es una película importante: no histórica en un sentido de progreso estético ni icónica como el acto antirracista que dice ser, sino prototípica de una clase de trampa que prolifera desde la última década. Lo respaldo en una escena inolvidable, para mí, por su encrucijada de atrevimiento y humor involuntario. Tony Lip (Viggo Mortensen), un chofer de ascendencia italiana, le da una importante lección al pianista afroestadounidense Don Shirley (Mahershala Ali): para ser realmente un miembro de la cultura negra —en vez del artista que compuso un poema sinfónico basado en Finnegans Wake, de James Joyce— Don debe comer pollo frito y llevársela leve. Lo que nos dice la escena, con total desvergüenza, es que cualquier hombre blanco le puede enseñar a un destacado afroestadounidense a ser negro, y que ser negro no es ser destacado.

Antes de Green Book existieron películas que acababan siendo racistas sin quererlo: es una larga tradición la que va de antes de la orientalista Broken Blossoms (1919) a la enervante Emilia Pérez (2024). Green Book, sin embargo, perfeccionó la fórmula al conseguir un taquillazo que multiplicó 14 veces su presupuesto en ganancias y se llevó el Oscar a Mejor Película. Hay reportes según los cuales el director Spike Lee se quiso salir del Teatro Dolby cuando Julia Roberts anunció el premio. Es posible que no le haya molestado nada más el galardón al racismo asomado en una historia que decía abogar por lo contrario, sino el esquematismo de una película sobre una amistad improbable que acaba con todos felices. A pesar de la opinión de Lee, son el convencionalismo y la apariencia completamente ilusoria de un cine incluyente lo que Green Book le enseñó a cineastas de todo el mundo como una fórmula de éxito.

Basta ver las ganadoras subsecuentes del Oscar para comprobar que la fórmula funciona: Nomadland (2020), dirigida por Chloé Zhao, una mujer china, se ganó a los votantes de la Academia mediante imágenes humanistas (la luz frente a la cámara) y una musicalización conmovedora (piano triste), usadas para representar a personas sin hogar que en la carretera encuentran un modo de vida satisfactorio: vivir sin techo no es una injusticia, sino una liberación. CODA (2021) integra en su elenco a personas con discapacidad auditiva y a Eugenio Derbez para narrar que los sueños de las minorías son alcanzables, siempre y cuando uno le eche ganas y le sonría a la vida. Todo en todas partes al mismo tiempo (Everything Everywhere All at Once, 2022) fue un homenaje sentimental a Michelle Yeoh que se expresaba mediante el estereotipo de las difíciles relaciones entre madres e hijas de la comunidad asiática en Estados Unidos. Si no enumeré al principio a Parasite (2019) es porque se trata de una película más original sobre las ambigüedades de la lucha de clase, pero no podemos negar que llamó la atención por tratarse de un popular producto surcoreano.

A pesar de su apuesta musical de alta calidad e interpretación, Wicked (2024) ha sido opacada por Emilia Pérez (2024) cuyos números musicales fueron criticados por las audiencias latinas.

La identidad se convirtió en una etiqueta casi equivalente a la anunciada en productos libres de gluten, como los refrescos, que de ninguna manera podrían contenerlo: esta última inventa un peligro inexistente; la medalla de representación niega al que lleva escondido. No importa que una película sea cuestionable en su manejo de los temas, basta con que haga el intento y guste a la mayor cantidad de espectadores posible —desplegando los recursos más burdos de manipulación masiva— para ganar el Oscar. Porque si hay un grupo al que le importa poco o nada el cine es a quienes lo hacen a nivel comercial. 

La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood se compone de figuras acostumbradas a la norma industrial: lo que divierta y genere dinero es un triunfo; lo que no, es un desperdicio. Algunas de las mayores películas en la historia, dirigidas por Raoul Walsh o Michael Curtiz, se rigen también por principios capitalistas, aunque poseen una imaginación que rebasa e incluso destruye lo predecible, lo trillado. El cine no está obligado a lo subversivo para ser notable, pero necesita ser diferente para resultar histórico. Desde el inicio del apogeo neoliberal en los años ochenta, Hollywood se ha alejado cada vez más de las búsquedas artísticas y considera sus mejores directores no a los John Ford, que entretienen mientras exploran las posibilidades del medio, sino a los Peter Farrelly beneficiados del convencionalismo con el que la producción y distribución desiguales han acostumbrado al público, y ahora, además, de las luchas sociales que simplemente no entienden.

La explotación es resultado de una decisión comercial que tiene repercusiones políticas: Europa, nos dice Emilia Pérez, merece decidir quién narra, y cómo, la brutalidad en México.

Hace unas semanas, cuando se anunciaron las nominaciones al Oscar de este año, el New York Times dijo que se trataba de una carrera dominada por películas progresistas como Emilia Pérez. Ya se dijo demasiado sobre la contenciosa producción francesa, pero por si acaso: en su supuesto intento de visibilizar la identidad transgénero y las desgracias de un México violento, el director Jacques Audiard explota ambos temas para su beneficio en un entorno daltónico que no distingue entre el oportunismo mercantilista y la representación digna de temas y voces antes ignoradas. De por sí el Oscar no premiaba las películas cinematográficamente audaces, pero ahora que el significado político se ha impuesto más que nunca, tampoco le interesan las películas más congruentes.

Te recomendamos leer: Cine en 2025: lo que recomiendan los críticos (y lo que no)

El remate de la historia es la desastrosa campaña por el Oscar de Karla Sofía Gascón, protagonista de Emilia Pérez y la primera mujer trans en ser nominada al premio a Mejor Actriz: en las últimas semanas aparecieron antiguos tuits donde imprimió, desatada, un racismo equiparable al de muchos dueños de una bandera confederada en Kentucky. Gascón había llamado “un estafador drogadicto” a George Floyd (el afroestadounidense asesinado por la policía de Minneapolis cuya muerte disparó una importante serie de protestas), y había soltado una cantidad de ataques islamófobos que parecían escritos en plena Reconquista. Sus colegas, Jacques Audiard y Zoe Saldaña, se distanciaron de ella como si hubieran hecho una película muy distinta de las opiniones de Gascón. No me canso, por ello, de recordar el momento en que un personaje describe el olor de su padre, un narcotraficante mexicano que, cual caricatura, huele a comida picante, mezcal y guacamole. El escándalo probablemente haya acabado con las ambiciones de la película que —es importante subrayarlo— los estadounidenses no percibían como problemática sino hasta que se descubrieron las opiniones de Gascón. 

The Substance (2024), la más reciente película de Coralie Fargeat, ha incitado una campaña publicitaria concentrada en el tema de la belleza y el envejecimiento.

Otro caso cuestionable es el de uno de los protagonistas de Un hombre diferente (A Different Man, 2024), Adam Pearson, quien sufre de una neurofibromatosis que ha deformado su rostro. La película trata de un actor, interpretado por Sebastian Stan, que padece de lo mismo y se somete a un tratamiento para transformar su apariencia, pero luego se siente inseguro por la presencia de un hombre que se ve igual a su antiguo yo, interpretado por Pearson, quien vive la neurofibromatosis sin mucho problema. Habría sido un acto de inclusión formidable —ya que ese es el aparente objetivo de la Academia— añadir a Pearson a la competencia, pero los nominados son los creadores de la máscara que simula su rostro, en la categoría de Mejor Maquillaje y Peluquería. La ironía es palpable y devastadora: el simulacro se impone sobre lo real, y en este caso con respecto a una película que trata sobre esa misma relación, pero la invierte para producir un acto de inclusión más creíble. La circunstancia es prácticamente una metáfora de toda la premiación. 

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La hipocresía no termina ahí. Abundan las películas políticamente contradictorias en la carrera por el Oscar: aunque sus defensores no lo ven, hay quienes encontramos cuestionable la representación del cuerpo femenino (dispuesto para la mirada del espectador heterosexual en una película que parte de cuestionarla) en La sustancia (The Substance, 2024), de Coralie Fargeat. Cónclave (Conclave, 2024) critica a la curia católica pero, al afirmar la existencia de Dios, termina diciendo que cualquier abuso era parte del plan divino que culmina en el papado más progresista e inverosímil de la historia. Aunque no veo lo mismo que sus opositores, hay protestas por la representación del trabajo sexual en Anora (2024), de Sean Baker, y hay quienes ven en Nickel Boys (2024) una trivialización de la experiencia negra en Estados Unidos por culpa de una belleza inspirada en Terrence Malick. También estoy en desacuerdo con esta perspectiva. Más bien, a partir de una estrategia arriesgadísima (toda la película está filmada desde planos subjetivos que representan la mirada de sus protagonistas), el director RaMell Ross intenta crear una experiencia sensorial de lo que fue crecer en la era segregacionista. En mi opinión es la mejor película de la carrera y la que menos posibilidades tiene de llevarse uno de los dos premios a los que está nominada. 

Nickel Boys (2024) es una película de drama histórico estadounidense basada en la novela de 2019 The Nickel Boys de Colson Whitehead.

El remate de la inclusión maltrecha lo da la presencia del documental No Other Land (2024), que narra la invasión y destrucción del pueblo de Masafer Yatta, en Palestina, a manos del ejército israelí y los colonos que planean establecerse en las tierras arrasadas. Ninguna distribuidora estadounidense se atrevió a tocar la película, y en un acto de valentía el Lincoln Center de Nueva York la proyectó por una semana para que calificara por el Oscar. Milagrosamente, el voto de los documentalistas la favoreció y adquirió una nominación que quién sabe si el resto de los votantes se atrevan a convertir en premio al Mejor Documental. La derrota se correspondería con la presencia de una película ampliamente percibida como sionista, y nominada en otras diez categorías: El brutalista (The Brutalist, 2024). 

En cierto modo, No Other Land empieza donde termina El brutalista: un arquitecto judío-húngaro que migró a Estados Unidos le promete a su esposa no separarse nunca más cuando ella dice, motivada por el antisemitismo a su alrededor, que están en un país podrido y que deben irse a Israel. El director Brady Corbet no muestra las consecuencias de ese segundo exilio que para el sionismo es solo un regreso al verdadero hogar porque su tema es el innegable antisemitismo en los países vencedores y supuestamente buenos. Sin embargo, es desconcertante —en medio del bombardeo indiscriminado, de los cuerpos deshechos, de los francotiradores psicópatas, propagados por Israel en Gaza— que El brutalista termine en el regreso a la tierra prometida sin mostrar o sugerir siquiera el despojo que ha significado para los palestinos, ese que nos muestra No Other Land. La presencia abrumadora de El brutalista en las nominaciones al Oscar, frente a la aparición milagrosa de No Other Land en una sola, reproduce la convivencia incómoda y desigual de Israel y Palestina. Es otra metáfora en una premiación que, dibujada por el inconsciente político estadounidense, expresa el razonamiento de la élite cinematográfica, incapaz de entender por qué sus representaciones de la otredad abren más las distancias, en vez de cerrarlas.

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