Ecuador y Perú: Aguas Verdes y Huaquillas. Historia de dos ciudades.

La frontera que no existe entre Perú y Ecuador

Dos ciudades amenazadas por la guerra, unidas para siempre por la paz. Dos ciudades en la frontera que divide Perú de Ecuador, que se funden en una sola. La pandemia quiso separarlas, pero sus habitantes encontraron la forma de cruzar el pequeño canal que las divide, por donde cruza el contrabando, y las familias conviven entre un lado y el otro.

Tiempo de lectura: 22 minutos

 

Este reportaje se realizó gracias al apoyo de la Fundación Ford

 

Aquí la distancia entre Ecuador y Perú son sesenta pasos. Este puente en el que la vida se materializa es una frontera que no divide, sino que adhiere; que toma dos pueblos que se suponen distintos y los vuelve uno solo. Aquí da lo mismo ser peruano que ecuatoriano, vivir en Huaquillas —el último pueblo en el sur de Ecuador— que en Aguas Verdes —el primero en el norte de Perú—. Se trata de una porción de terreno en la que circulan oficialmente dos monedas distintas y se puede usar tanto dólares como soles. Ser de un lado o del otro, aquí, es apenas una circunstancia.

—¡A dólar! ¡A dólar!
—Bicarbonato, sí hay bicarbonato.
—Llegó el coco, señores.
—Venga, venga; venga, señito, venga.

Hay sesenta pasos. Se miran de frente los letreros que dicen “Bienvenidos a Ecuador” y “Bienvenidos a Perú”. Las hileras de personas que van y vuelven de un país al otro, como el torrente sanguíneo a través de las venas del cuerpo. No hay un instante de silencio. El murmullo de las ventas es enérgico y constante. Es un coro de voces que ofrecen sombreros, camisetas, pantalones, zapatos, juguetes, maquillajes, tratamientos contra el estrés, gusanos de la Amazonía, perros, jugo de naranja, chicha morada.

—¿Moto, varón?
—Lleve cheladas y micheladas, una cervecita bien fría.
—Ceviche. Pruebe el ceviche peruano.
—Tres blusas por quince dólares.

Es el primer viernes de abril de 2022. Del lado ecua­toriano, la calle que llega a este puente luce atiborrada de pequeños toldos, donde están los comerciantes. Del lado peruano, cientos de coloridos parasoles. Caminar puede ser un peligro porque la calzada se vuelve estrechísima y, además de la enorme cantidad de gente, uno se topa con motocicletas que se mueven esquivando peatones y triciclos que acarrean compras todo el tiempo. De un par de altoparlantes emanan reguetones, salsas y bachatas. El calor y el recio sol de la Costa sin playa, los cuerpos de ropas cortas impregnados por todo tipo de sudores.

La_frontera_que_no_existe_Aguas_Verdes_y_Huaquillas_Alexis_Serrano_Carmona_Reportaje_Gatopardo_221_Fotografía_de_Alejo_Reinoso_Interior_1

Arriba: Escenas de la vida cotidiana en la ciudad de Huaquillas, provincia de El Oro, en las cercanías del puente que la separa de Aguas Verdes, departamento de Tumbes.
Abajo: Heliberto Quichimba, 78, originario de Cuenca, Ecuador. Aunque pasó gran parte de su vida en Venezuela, ahora reside en Huaquillas, donde trabaja como sastre con su sobrino Carlos Quichimba.

Huaquillas, en la provincia ecuatoriana de El Oro, es una ciudad con 48 000 habitantes y once kilómetros cuadrados. Aguas Verdes, en la región peruana de Tumbes, tiene 22 000 habitantes y ocho kilómetros cuadrados. No es una frontera normal: no está conformada por muros ni murallas, ni desiertos, ni selvas, ni grandes ríos. Estas dos ciudades están fundidas por este puente peatonal, que cruza sobre un pequeño canal secundario del río Zarumilla y por el que uno pasa libremente las veces que quiera, sin papeles ni trámites. Sin avisar a nadie.

En la mitad de la vía, en el lado peruano, sumergido entre tanto caos, está Comercial Beyket, un local de artículos para decoración. Su dueño, Santos Rodríguez Fajardo, es un peruano de setenta años —alto, delgado, cabeza entrecana— que trabaja en Aguas Verdes desde 1976. Mientras habla, de pie junto al mostrador donde está la caja registradora, gesticula, hace pausas, señala lugares:

—Los pueblos de Aguas Verdes y Huaquillas dependen el uno del otro —dice, como si hablara de dos hermanos siameses que no pueden separarse—. Siempre fue así. En Aguas Verdes nuestros clientes son de Ecuador, y los peruanos van allá, a Huaquillas, para comprar cosas que no hay acá. Ese es el intercambio de estos pueblos que siempre se han dado vida mutuamente. Desde que se formó acá la frontera, no podemos vivir el uno sin el otro.

Si hay una historia capaz de mostrar que las fronteras son acaso una invención, podría ser esta, la de Huaquillas y Aguas Verdes.

La_frontera_que_no_existe_Aguas_Verdes_y_Huaquillas_Alexis_Serrano_Carmona_Reportaje_Gatopardo_221_Fotografía_de_Alejo_Reinoso_Interior_2

Escenas de la vida cotidiana en la ciudad de Huaquillas, provincia de El Oro, en las cercanías del puente que la separa de Aguas Verdes, departamento de Tumbes

***

—Yo creo que tener un comedor es amar lo que tú haces. Amar, amar, amar la cocina, amar tus ollas —dice la señora Martha Julia, sentada entre las mesas exteriores de uno de sus locales, mientras corre la brisa plácida de las seis de la tarde—. Yo amo, amo mi comedor, amo cocinar, amo todito esto; no es trabajo, sino una diversión.

La señora Martha Julia regenta un pequeño emporio de la comida en Huaquillas, una ciudad cuya puerta de en­trada ostenta una réplica de doce metros de altura del Cristo Redentor de Río de Janeiro, que fue edificada como monumento a la unidad entre Ecuador y Perú. La señora tiene dos restaurantes llenos de pequeños focos decorativos y un comedor callejero en la avenida principal. Tiene veinte empleados, repartidores para entregas a domicilio y dos “motocamioncitos” con los que lleva todos los días las ollas de comida desde su casa, donde ella misma la prepara. Cuando le pregunto qué platos cocina, me los recita de memoria: seco de gallina (un guisado típico de Ecuador acompañado con arroz), seco de carne de res, guatita (un guisado hecho con la panza de la vaca), lengua (de vaca), aguado (sopa) de gallina y asados (carnes, embutidos, papas, menestra).

—Si veo que la gente come, me siento feliz, feliz de ver que comen lo que cocino. Mi lema es “Venga, coma rico. Si no le gusta, no lo paga”. Me gusta llamar a la gente así.
—¿Alguien le ha dicho “No me gustó”?
—Algunos dicen, de broma: “No me gustó, señora Martha Julia”. “Ya”, les digo, “pero el plato tiene que estar lleno. Porque, si está vacío, quiere decir que le gustó y tiene que pagar” —responde, y lanza una de esas carcajadas que repetirá tantas veces: fuertes, estruendosas, colmadas de picardía.

Tiene cincuenta. Viste una blusa azul llena de flores y una camiseta blanca abajo, jean y zapatos deportivos. Un anillo grande, reloj y aretes que le hacen juego. Es robusta y lleva el cabello recogido. Es una gran conversadora; sa­borea las palabras. Así, me cuenta sobre este negocio que lleva ese nombre que tan popular la volvió: Martha Julia, La Única; aunque, en realidad, ella no se llama así, sino Martha del Rocío Moreno Cabrera.

Su familia llegó a Huaquillas cuando ella tenía doce, como mucha gente, con la promesa del comercio en esta frontera. Vinieron desde Machala, la capital provincial, que queda a una hora en auto desde aquí. Se recuerda como una niña alegre, extrovertida, pero también brava y “fosforito” —que se enfadaba con facilidad—. Un compañero del colegio Remigio Gómez Guerrero, varios años mayor que ella, le puso entonces el apodo que se volvería su nombre para toda la vida.

—Acá decirte Martha Julia es como decirte culebra. Los curanderos llaman a sus víboras por ese nombre. Sale un curandero a la calle con su maleta y dice: “Aquí va a salir la Martha Julia”. Mi compañero me puso ese nombre porque era brava, y yo me moría de las iras. Luego todos comenzaron a decirme Martha Julia hasta que me gustó, me acostumbré. Y hasta ahora yo misma me presento como Martha Julia, ese es mi nombre.

La gente la reconoce. Ella detiene su relato para devolver el saludo cada vez que alguien pasa frente a su local.

—Hola, mijo —le dice a un joven que pasa por la vereda.
—Hola, mija, bienvenida —le dice a quien entra a preguntar por la comida.

La_frontera_que_no_existe_Aguas_Verdes_y_Huaquillas_Alexis_Serrano_Carmona_Reportaje_Gatopardo_221_Fotografía_de_Alejo_Reinoso_Interior_3

Una familia se reúne para la cena en un puesto de comida callejero en el centro de la ciudad de Huaquillas, algo común hasta altas horas de la noche.

Se casó por primera vez a los dieciocho y con ese primer esposo tuvo a sus dos hijos: un varón y una mujer. Vivió seis años en Quito, luego volvió a Huaquillas y al poco tiempo abrió su primer comedor. Era el año 2000 y ya vendía diez gallinas diarias, casi dos quintales de arroz, mucha carne de res. “Vendía bastante y comenzamos a ganar platita”. Construyó una casa, compró una moto que en ese entonces nadie tenía, vendió la moto y se compró un carro grande. Esa es la parte linda. La parte fea es la del hombre que la maltrataba.

—Yo era una mujer muy sumisa. Mamá decía que hay que obedecer al marido, estar ahí, ahí. Sin importar nada. Y como él me cogió muchachita, yo le tenía terror. Él no ayudaba en nada, no trabajaba. Y al ver que comenzamos a tener dinero, como que “se le voló la cabeza” y se consiguió una amante. Me pegaba. Por eso me fui a Italia, para escapar de él.

Cuando Martha Julia huyó de su primer marido, lo abandonó todo: los hijos —que se quedaron con la abuela—, la casa, el auto y el comedor. Logró los papeles de su divorcio a la distancia y en Italia trabajó durante un año y medio cuidando ancianos y luego, por nueve años, como niñera de una misma familia. Allá se casó por segunda vez, con un ecuatoriano.

—O sea —concluyo—, usted se fue a Italia para casarse con un ecuatoriano.
—Es que… ¿los italianos? ¡No, no, no! Al italiano le gusta la ensalada, a mí me gusta el caldo’e bola. Es una cosa muy rara por allá. A mí no me gusta.

(El caldo de bolas es una sopa que se cocina con costilla de res, verduras y unas bolas cuya masa está hecha de plátano verde y el relleno de carne molida).

Con su segundo esposo, Martha Julia se llevó muy bien; vivían en un bonito departamento en un tercer piso. Pero no lo amó. O al menos eso me dice aquí, con la voz bajita, pensando cada palabra, en su restaurante sobre el que de a poco comienza a anochecer. Dice que lo quiso y lo respetó, pero que nunca lo amó. Y se fue desencantando también de su aventura italiana.

—No me llenaba lo que trabajaba, no me llenaba la casa que tenía. Yo no me enseñaba [no me sentía a gusto] en Italia. La gente dice que es linda, pero a mí no me gusta. Extrañaba Huaquillas.

La_frontera_que_no_existe_Aguas_Verdes_y_Huaquillas_Alexis_Serrano_Carmona_Reportaje_Gatopardo_221_Fotografía_de_Alejo_Reinoso_Interior_4

Arriba Izquierda: un grupo de amigos hacen piruetas un sábado por la tarde, en el centro de Huaquillas.
Arriba Derecha: escena cotidiana en la ciudad de Huaquillas, provincia de El Oro, en Ecuador.

—¿Qué extrañaba de esta frontera?
—Todo. Extrañaba mi comedor, extrañaba a mi gente. A mí me encanta Huaquillas, amo Huaquillas, y yo quería mi comedor. Un día me senté en el balcón de mi casa y me puse a llorar. Y rezaba. Le lloré tanto a Dios. Le dije: “Señor, devuélveme mi comedor”.

Ese día decidió que iba a volver y, como la primera vez, lo dejó todo.

A bordo de una motocicleta pasa una mujer junto a un niño de unos diez años. El niño alcanza a ver a Martha Julia y le grita, emocionado: “¡Madrina!”, una forma coloquial de llamar a la dueña de un comedor. Ella levanta su brazo derecho y le responde: “Amore!”, así, en italiano.

Apenas regresó, reabrió el comedor Martha Julia, La Única en la avenida principal de Huaquillas, esa que llega hasta Perú, justo afuera de la estación de bomberos. Al poco tiempo se volvió a casar, esta vez con un bombero, con quien sigue hasta hoy.

—En ese comedor yo bailaba. Trabajaba con parlantes y, mientras asaba, bailaba. Tengo clientes de Guayaquil, de Cuenca, de Quito, de Perú, que vienen acá a comprar o vender cosas, por ser una zona de frontera. Había unos clientes de Guayaquil que se cruzaban siempre a Perú a dar unos cursos y venían a merendar acá. Y me decían: “Martha, yo vengo solo por verla bailar”. ¡De verdad!

***

Siempre que se pregunta cuál es el sello de estas ciudades, Huaquillas y Aguas Verdes, qué cosas las vuelven lo que son, las respuestas son las mismas: frontera, comercio, ciudad binacional. Y sus calles están llenas de historias como la de Martha Julia. Migrantes que llegaron de otras tierras atraídos por el comercio fronterizo, personas que fueron naciendo —y mezclándose— aquí y poniendo sus propios negocios. En esta zona no hay fábricas ni grandes industrias. Casi 70% de la actividad económica de Hua­quillas es comercial, según el Municipio. El resto se lo reparten entre algunas camaroneras y unos pocos sembríos agrícolas. Y en Aguas Verdes, la cifra del comercio supera fácilmente 90%. Claro que hay turistas y hay hoteles. Pero cualquier turismo está ligado directamente a comprar o vender.

Es sábado, y los fines de semana todo se torna aún más caótico porque la Municipalidad de Aguas Verdes, del lado peruano, ha permitido que los vendedores ambulantes se tomen no solo las veredas, sino gran parte de las calles, cobrándoles un impuesto de un dólar, que aquí conocen como sisa. Jesús Sandoval es un vendedor de raza, un mercader callejero, vivaracho, que vocea sus camisas con todo el cuerpo. Es de Piura, pero cada fin de semana trae su mercadería desde un lugar de Lima conocido como Gamarra, un megacentro comercial que alberga productos de más de treinta mil empresas textiles. Tiene cuarenta años y lleva trabajando en este mismo puesto desde hace veinte. Es, además, un juglar, un gran conversador:

—Nuestros productos traídos desde Gamarra son muy buenos para el lado ecuatoriano; ellos llevan para revender. Nosotros les damos a un precio por mayor, precio de docena, y ellos llevan a Quito, a Guayaquil, a Esmeraldas. Yo tengo clientes de allá que me llevan por docenas los “shores”, las pantalonetas, las camisas, las camisetas, las bermudas, todo. Créeme que, sin el ecuatoriano, yo ya no volvería. Yo acá genero buena entrada; a veces vendo mis ochocientos dólares, entre sábado y domingo. A veces, mil.

Esta frontera existe gracias a su comercio, desde el principio fue así.

La_frontera_que_no_existe_Aguas_Verdes_y_Huaquillas_Alexis_Serrano_Carmona_Reportaje_Gatopardo_221_Fotografía_de_Alejo_Reinoso_Interior_5

Izquierda: Jhon Barba, 45, albañil oriundo de Loja que vive en Huaquillas.
Derecha: Israel Farfán se dedica al cambio de moneda en la zona del puente binacional Ecuador-Perú.

***

El origen está en la paz. El origen está en la guerra.

El puente se construyó por primera vez en 1942, tras la firma del Protocolo de Río de Janeiro, que puso fin a la Guerra del 41 —y a una historia de conflictos limítrofes que empezó en 1857— y fijó su límite precisamente en este lugar, el canal secundario del río Zarumilla, donde se construyeron estas dos ciudades. Entonces era un puente de madera. Huaquillas fue durante años apenas un pequeño caserío, mientras que Aguas Verdes era una zona despoblada, ocupada solamente por campamentos militares.

Esta parte de la historia me la cuenta Salvador Fiestas, un peruano nacido en la ciudad de Tumbes, pero que conoció Aguas Verdes en 1958, cuando tenía cinco:

—Era una frontera en la que no había ni carretera, no había ciudad, ni una casa. Yo venía con mi padre porque él vendía pescados al otro lado, en Huaquillas. Aquí, en Perú, no había nada y en Huaquillas había una sola calle, que era desde el puente hasta el fondo. Apenas unas cien casas de madera —recuerda.

—¿Dónde vivían ustedes?
—Nos íbamos a dormir a Tumbes [a cuarenta minutos desde Aguas Verdes].
—¿Y en qué venían desde allá?
—Nosotros en automóviles, pero los cargamentos en camiones. Hasta aquí, que era pampa, árboles, llegaban los camiones, y de aquí pasaban en carretillas, a través del puente, hacia el lado ecuatoriano.

Salvador es ahora el jefe de Imagen —encargado de las relaciones públicas— de la Municipalidad de Aguas Verdes, una ciudad algo más desordenada que Huaquillas, cuyas construcciones son angostas y alargadas y lucen apretu­jadas. Es martes y él espera fuera del despacho del alcalde, con quien debe conversar. En la calle siempre hace sol, pero el edificio es oscuro, sucio, con un patio central lleno de hierba crecida, maderas y basuras, que más parece un lote abandonado. Salvador —delgado, camisa amarilla de manga corta, pantalón de traje plomo, zapatos de cuero— tiene 69 y habla como el abuelo que cuenta la historia de su juventud. En 1977, dice, el Ejército autorizó por fin que los estibadores (aquellos que cargaban y descargaban las mercancías) construyeran unas casitas de caña para que se quedaran a dormir y no tuvieran que regresar hasta Tumbes todas las noches.

—Eran cuadrillas de trabajadores. Traían el banano hacia Perú y el pescado se lo llevaban para allá. Los productos que se vendían en ese tiempo de Perú a Ecuador eran pescado salado, cebolla, ajo, cacao; de Ecuador a Perú venían la naranja, la piña, el plátano.

Ambas ciudades se fueron poblando y aparecieron los primeros locales. Los testimonios de esos años hablan de cómo los ecuatorianos cruzaban para comprar jabones, pastas dentales, papel higiénico. Los peruanos, en cambio, empezaron a buscar los productos importados que llegaban desde el puerto de Guayaquil: relojes, telas, sombreros, perfumes.

—Inclusive, le digo una cosa: se empezaron a formar las familias binacionales. Jóvenes que encontraban allá esposa y la traían, o se quedaban en Ecuador.

(Escucharé muchas veces, de muchas personas, el término “familias binacionales” para referirse a los hogares que se han formado, y aún se forman, entre ecuatorianos y peruanos).

La_frontera_que_no_existe_Aguas_Verdes_y_Huaquillas_Alexis_Serrano_Carmona_Reportaje_Gatopardo_221_Fotografía_de_Alejo_Reinoso_Interior_6

Fotografía de Alejo Reinoso.

Huaquillas fue reconocida oficialmente como ciudad el 6 de octubre de 1980; Aguas Verdes, el 11 de enero de 1985.

Desde el principio y hasta 1998, cuando se firmó la paz definitiva entre Ecuador y Perú, esta frontera permanecía abierta solo entre las ocho de la mañana y las seis de la tarde. Había tensión entre los dos países porque Ecuador nunca terminó de aceptar el límite que el Protocolo de Río de Janeiro impuso en esta zona y sostenía que la frontera no debería estar en este canal secundario del Zarumilla, sino en el río, más al sur, donde termina el centro de Aguas Verdes. Ecuador llamaba a esto un impasse subsistente. Cosas de los estados. Por un lado, estos dos pueblos convivían, hacían negocios, se casaban, tenían hijos. En Huaquillas comenzaron a seguir al Señor de los Milagros —el santo patrono de Perú— y en Aguas Verdes seguían a la Virgen de El Cisne —la imagen religiosa más popular del sur de Ecuador—. Como Aguas Verdes no tenía una clínica de maternidad, muchos niños peruanos nacían en Ecuador; como Aguas Verdes no tenía agua potable, Huaquillas se la obsequiaba; como Aguas Verdes no tiene bomberos, muchas de sus emergencias eran atendidas por la estación de Huaquillas. Por otro lado, estos dos países vivían en una constante amenaza de guerra. “Ahí estaban los dos ejércitos, siempre listos para una guerra fratricida”, me dijo un comerciante en una de nuestras conversaciones.

—Era una situación muy tirante —dice Salvador—. Cuando alguien se quedaba del otro lado pasadas las seis de la tarde, venían las policías, las rondas militares, y lo capturaban. La acusación era de ser espías. Y con esa acusación los maltrataban, de lado y lado. A veces, se quedaban cincuenta peruanos allá; al día siguiente iban de aquí a hacer batidas para coger a cincuenta ecuatorianos y luego intercambiarlos, ¡en este puente! —y lo señala enérgico con el brazo derecho extendido.

Dos veces desde que existe esta frontera se ha cerrado por las guerras: durante la de Paquisha, en la que Ecuador reclamaba ese impasse subsistente en los límites del río Zarumilla, y que duró un mes, entre enero y febrero de 1981; y durante la del río Cenepa, en la Amazonía de ambos países, que inició por la presencia de una base ecuatoriana en un territorio delimitado, pero no demarcado, y que duró también un mes, entre enero y febrero de 1995. De esos cierres, los aguaverdinos y los huaquillenses guardan recuerdos: locales vacíos, calles desiertas, la prohibición de leer los periódicos del otro lado, miedo. Pero sobre todo recuerdan la separación de las familias binacionales.

—Se les veía a las parejas a lo largo de este canal: las señoras aquí, los hombres del otro lado —dice Salvador—; en una piedra les lanzaban el dinero para la comida.

La paz definitiva llegó el 26 de octubre de 1998, tres años después de la Guerra del Cenepa, cuando los pre­sidentes Jamil Mahuad, por Ecuador, y Alberto Fujimori, por Perú, firmaron un nuevo acuerdo en Brasil, con el cual reconocieron los límites del Protocolo de Río de Janeiro, fijados más de cincuenta años atrás. Hubo festejos, abrazos, música. Los alcaldes de Huaquillas y Aguas Verdes firmaron una declaratoria que las volvía “ciudades hermanas”, lo que resultó un conjuro. Y, sobre todo, se decidió que el puente permanecería abierto todo el tiempo, sin horarios ni restricciones. Todo cambió para siempre. Y fue así durante mucho tiempo. Hasta que llegó la pandemia.

***

Fueron dos años.
Todos hablan aún de la tragedia.

—Fue como si tuvieras un sol radiante y te apagaran la luz —dice Jesús Gerardo Risco Morales, presidente de los comerciantes de Aguas Verdes, hundido en los colores de las sábanas que vende en su local—. Una oscuridad incierta es la que hemos vivido. Se nos apagó la luz, se nos cerraron todos los caños. ¡Imagínate! No poder trabajar dos años, era terrible.

Cuando la pandemia llegó, se volvieron a cerrar las fronteras. Y el puente. Hubo militares y policías a lo largo del canal. Fue como si a esta gente le hubieran dado un golpe tan fuerte en la boca del estómago que le cortó la respiración. Pero esta frontera siempre encuentra las maneras.

—Se veía la forma para cruzar. Por ejemplo, uno de los mercados que se fortaleció en plena pandemia fue el de los productos agrícolas. La cebolla. Aquí llegaban veinte o veinticinco tráileres diarios de cebolla que se paraban en un punto estratégico de Aguas Verdes y luego pasaban la cebolla a través de las trochas ubicadas en todo el canal internacional, usando motos, furgonetas, camioncitos, camionetas. Era un trabajo que no se detenía en el canal internacional. Por trochas, pasos ilegales. Todo ese producto cruzaba a Ecuador.

—¿Cuánto cobraba un trochero?
—Por cruzar a una persona te cobraban hasta diez dólares al principio. Luego fue bajando hasta un dólar.

La_frontera_que_no_existe_Aguas_Verdes_y_Huaquillas_Alexis_Serrano_Carmona_Reportaje_Gatopardo_221_Fotografía_de_Alejo_Reinoso_Interior_7

Una vez que se ha cerrado el puente internacional en la frontera Ecuador-Perú, las personas cruzan por los pasos ilegales ubicados en todo el canal.

—¿Y si iba con paquetes?
—Eso ya tenía otro costo. Pero el tema de fondo era que si tú necesitabas cruzar, cruzabas. De día, de noche, de madrugada. Mira, la medicina aquí, en Perú, se elevó el 100%: pastillas contra el covid, jarabes, inyecciones, muy carísimo. Pero conseguíamos en Ecuador mucho más barato. Si tú tenías un familiar enfermo, tenías que cruzar. Imagínate que no teníamos nosotros oxígeno medicinal en toda la región Tumbes. O lo comprabas en Piura [a cuatro horas de Aguas Verdes] o en el lado ecuatoriano, donde era barato. Mientras que acá un cilindro lo comprabas arriba de los cien dólares, en Ecuador lo comprabas en diez.

El 18 de febrero de 2022, los gobiernos de ambos países decidieron reabrir las fronteras, tras el descenso en los casos de covid-19. Santos Rodríguez Fajardo, el dueño del local de artículos de decoración, lo recuerda con los ojos acuosos, empapados de sentimiento:

—El día en que se abrió la frontera, los peruanos y los ecuatorianos nos abrazamos ahí en el puente más que con nuestra familia. ¡Por Dios! ¡Queríamos llorar! Nos abrazamos un montón de gente. Era un sentimiento terrible, era como que vieras a tu papá después de veinte años porque viene de Europa o algo así.

Pero la felicidad no fue completa. Con el argumento de que aún había riesgo de contagios, los gobiernos im­pusieron —otra vez— un horario: de ocho de la mañana a cinco de la tarde. El resto del tiempo, el puente perma­nece sellado por vallas de acero y custodiado por policías de ambos países. Esto mantuvo vivo el negocio para los trocheros, porque el comercio, dicen, no descansa por las noches ni por las madrugadas. Se han ido formando mafias que controlan ciertos pasos ilegales a lo largo del canal y han comenzado a enfrentarse entre ellas. De pie, junto al intenso tránsito del puente sobre el río Zarumilla, un po­licía peruano, alto, moreno, con su arma del lado derecho del pantalón, me cuenta que están preocupados por los casos de sicariato, que en un mes contaron quince, por la guerra entre estas bandas por el control de las trochas. En Huaquillas también han aumentado los casos. Ha habido seis en apenas una semana.

La_frontera_que_no_existe_Aguas_Verdes_y_Huaquillas_Alexis_Serrano_Carmona_Reportaje_Gatopardo_221_Fotografía_de_Alejo_Reinoso_Interior_8

Fotografía de Alejo Reinoso.

Cada día, cuando faltan diez minutos para las ocho de la mañana, la gente comienza a aglutinarse detrás de las vallas metálicas del puente. Cuando al fin los policías abren el paso, el torrente vuelve a correr, rapidísimo, con ese ritmo frenético. Y por las tardes siempre hay alguien que no alcanza a pasar —por desconocimiento o terquedad— y, en teoría, se queda del otro lado. En teoría, porque todos saben que unos treinta metros más allá hay un recoveco, una trocha por la que pueden cruzar. Se trata de una porción del canal que no tiene más de tres metros de ancho y en la que las familias colocan un largo tablón para los atrasados. Cada persona que cruce debe pagar un dólar; en cinco minutos, no menos de cuarenta han cruzado. Un desfile de personas, cajas y paquetes. Cuarenta dólares en cinco minutos. Suponiendo que no hicieran nada más durante todo el día, que esos cinco minutos fueran su única fuente de ingreso, serían 280 dólares en una semana, 1 120 dólares al mes. En Ecuador, el salario básico es de 425 dólares. En Perú, de 278.

Ese tablón no es la única opción cuando el puente se cierra. Enseguida aparecen también en Huaquillas varios trocheros comedidos, que me ofrecen cruzar en sus motocicletas por cinco dólares. Luego bajan la voz y me cuentan que unas calles más arriba puedo encontrar chicas; que si quiero me las pueden mostrar.

—A doce dólares —dice uno—, para que escoja a su gusto, la que quiera.

***

Por las calles de Huaquillas y Aguas Verdes pululan unos pequeños vehículos que resultan de adaptar, en la parte posterior de una moto, una estrecha cabina para dos pa­sajeros. En Ecuador los llaman “mototaxi”, en Perú, “motocar”, y son tantos que parecen una colonia de hormigas. En Aguas Verdes hay una gasolinera, pero la usan muy poco. La mayoría de ellos “tanquean” en unos puestitos que están a lo largo de las vías y que venden gasolina ecuatoriana, que cuesta menos de la mitad. Lo mismo sucede con el gas. Todo el gas doméstico que se usa en Aguas Verdes es ecuatoriano. El cilindro peruano cuesta hasta quince dólares, pero el ecuatoriano se puede conseguir hasta en seis. Todo el tiempo, en ambas ciudades, se ve a hombres llevando, a bordo de motos o bicicletas —uno a cada lado—, los tanques plásticos con la gasolina o los cilindros de gas que compraron.

—¿Cómo funciona el contrabando? —le pregunto a uno de los comerciantes.
—La corrupción, pues, hermano.
—¿Por las trochas?
—Por el puente, por trochas. ¡Los televisores! ¿Por qué si usted y yo importamos los televisores de una misma ciudad, un televisor que aquí [en Perú] cuesta seiscientos o setecientos dólares, allá [en Ecuador] supera los mil quinientos? Es por el gran impuesto que tienen ustedes. Esas buenas políticas tenemos en Perú, que, por mala suerte, un presidente que ha entrado ahorita está queriendo malograr.
—¿Qué productos nomás se van con el contrabando?
—Todos. Al whisky, por ejemplo, la sobretasa que le puso el Estado ecuatoriano fue terrible. ¿Un ecuatoriano importar whisky? ¡Para nada! ¿Eso qué trajo? Acá no existían tiendas de whisky, eso empezó hace cinco años, y ahora mínimo unas mil cajas de whisky diarias se van a Ecuador. Debe haber unas veinte tiendas de whisky aquí en Aguas Verdes y otras tantas en Huaquillas, cuando antes no existía ninguna.

Todo el tiempo, entre el tumulto de este puente, o por las calles de ambas ciudades, se ve que pasan los triciclos o unas carretillas de madera llenos de cajas.

Una y otra vez.

La_frontera_que_no_existe_Aguas_Verdes_y_Huaquillas_Alexis_Serrano_Carmona_Reportaje_Gatopardo_221_Fotografía_de_Alejo_Reinoso_Interior_9

Fotografía de Alejo Reinoso.

***

El ring luce por completo destartalado. Los cubrecuerdas descoloridos, agujereados e incluso algunos partidos y desparramados como culebras destripadas. Pero eso no importa. El entrenador da indicaciones a sus estudiantes, que se funden felices entre la música que sale de un parlante que él lleva todos los días y coloca en una de las esquinas. Los estudiantes son chicas y chicos de entre nueve y dieciocho años que dominan los golpes y el movimiento de sus piernas como si fuesen veteranos. El entrenador corrige la posición de un puño, de una pierna, de un codo. Suena el silbato. Los golpes durante el entrenamiento retumban secos, profundos.

El entrenador ecuatoriano se llama Carlos Alfredo Nieto Cornejo y tiene veinticuatro años. Es delgado, pero de músculos macizos. Es como un niño haciendo lo que más le gusta.

—Para que tú seas capaz de soportar los golpes de una persona —dice—, debes haber aprendido a soportar los golpes de la vida. Porque nadie golpea más duro que la vida. En el boxeo uno ya sabe que lo van a golpear, y no cualquier persona es capaz de subirse al ring a recibir un golpe.

La madre de Carlos era de Santa Rosa, otra ciudad de la provincia de El Oro, y su padre era de Guayaquil. Pero levanta el dedo índice de la mano derecha para remarcar sus palabras cuando me dice que es huaquillense.

—Yo nací aquí. Ellos vinieron, aquí se juntaron, y yo nací aquí.

A los doce comenzó a ir a un gimnasio y uno de sus amigos le contó que en la Liga Deportiva Cantonal de Huaquillas estaban enseñando boxeo. Y se apuntó. Sus ante­cesores le fueron tomando confianza y enseñándole a ser entrenador.

—Los profesores faltaban bastante y yo me iba que­dando como suplente. Me decían: “Haz esto mientras no estoy”. Yo iba aprendiendo. Cuando cumplí diecisiete o dieciocho años, ya no hubo entrenador, y mis propios amigos del boxeo me dijeron: “Quédate tú de entrenador”.

En Huaquillas —como en Aguas Verdes—, la mayoría de los jóvenes aprenden y heredan el negocio de sus padres, o abren su propio local. Muy pocos llegan a la uni­versidad. Pero como el papá de Carlos se fue hace mucho tiempo y su madre ahora trabaja cuidando a una persona, él no tuvo ningún negocio que heredar. Pero, de alguna manera, el box es su negocio. Como el ring en el que en­trenan está a la vista de todos en la avenida principal, es un imán, capta la mirada enseguida. Carlos ha organizado peleas de exhibición para generar fondos y participar en torneos interprovinciales. Unas veces ha cobrado entrada, otras veces coloca una caja para que cada persona haga una donación. Junto al ring han instalado algunos puestos de comidas; son casi las once de la noche y en la ciudad aún hay música y luz.

—Los jóvenes de Huaquillas, cuando se suben al cua­drilátero, son muy fáciles de distinguir —me dice Carlos, sentado sobre una jardinera que queda entre el ring y una cancha de básquet, por la que se pasea, impávida, una cucaracha.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo es el joven huaquillense sobre el ring?
—Da mucha guerra. Tiene la sangre caliente. El joven huaquillense no se va a ahuevar [amilanarse] porque el otro sea más grande o musculoso. Va contra el que le toque, y si pierde, saldrá con la cabeza en alto, diciendo “buena pelea”. Tiene la sangre caliente y el suficiente respeto por el rival.
—¿Qué futuro sueñas?
—Mi visión es profesionalizar esto. Algunos de mis alumnos tienen ya siete años de proceso, que son los que se quieren profesionalizar, que han logrado ser campeones nacionales y sueñan no con un boxeo amateur, sino que quieren ser profesionales, quieren pelear fuera del país, y eso es lo que me motiva más aún a quedarme aquí a compartir esos sueños.
—Quieres ser entrenador de un campeón nacional.
—No, de un campeón mundial.

El entrenador tiene que irse porque vive, junto a su mamá y su hermana, en un barrio “difícil”. Le digo que me llama la atención que es lunes, casi las once de la noche, y hay tantos carros en las calles, tantos locales abiertos, tanto ruido y tanta gente. Le digo que, en mi ciudad, Quito, un lunes a esa hora ya todo estaría muerto.

—No. Huaquillas nunca para, nunca se duerme. Hay vida todo el tiempo, en cualquier lado.

Vida nocturna en Huaquillas. Hay una zona de la ciudad destinada a los cabarets, que funcionan en la mañana y en la noche.

***

Es verdad. No importa el día, en Huaquillas siempre hay vida nocturna. Los restaurantes se convierten en bares, hay muchos lugares de “piqueos” —así llaman a las pica­ditas, a la comida rápida—, las luces, las músicas varias. Hay también unos lugares de pronósticos deportivos, que han proliferado en los últimos años, en los que la gente se reúne para apostar al resultado de un partido de fútbol o de tenis, o incluso de unas carreras de perros o peleas de gallos que no son en vivo, pero que se reproducen aleatoriamente en las pantallas. El parque central, junto al Palacio Municipal, está siempre lleno con vendedores ambulantes, toboganes infantiles y las golondrinas que se pasean entre las copas de los árboles.

Esto no sucede en Aguas Verdes, donde máximo a las seis de la tarde, luego de que cierra la frontera, todos desfilan hacia sus casas y la ciudad queda vacía, en silencio. Incluso las pocas cantinas que hay —no más de quince en un mismo sector— tienen permiso para trabajar máximo hasta las diez de la noche, por los sicariatos y la inseguridad. Los aguaverdinos que quieren algo de fiesta tienen que ir a la ciudad peruana de Zarumilla o llegar —siempre hay forma, queda claro— a Huaquillas.

Los sonidos de las cumbias y el reguetón se escuchan fuerte en el tercer piso de Oasis. Abajo, el animador suelta una retahíla de frases que no se entienden bien, pero se oyen las eufóricas respuestas de los clientes, a los gritos. Oasis es la discoteca más grande de Huaquillas. Son, en total, cuatro pisos. En la planta baja, un micromercado con una amplia estantería para los licores; en el segundo y tercer pisos, la discoteca, y en el cuarto, un local de piqueos, un restaurante con una vista bellísima que terminaron de construir justo antes de la pandemia. En la discoteca —como en casi todo Huaquillas— solo se vende cerveza peruana.

Su dueño, César Rogel, tiene 45 años y llegó a esta ciudad cuando tenía cinco. Su cabello ondulado termina en una concha justo en la mitad de la frente. El control de la alarma de su auto cuelga siempre de su pantalón. Sentado en una de las mesas del restaurante, me muestra la carta de comidas. Tiene que gritar porque, para este momento, en los pisos de abajo se escucha una estruendosa bachata. Su chef es peruano; por eso tiene varios platos peruanos en el menú. Y, como la frontera cierra por las noches, a ese chef le tocó quedarse a dormir en el lado ecuatoriano y se cruza a Aguas Verdes durante el día.

—Me considero uno de los más antiguos en esta diversión, en la vida nocturna. Cuando empezamos, hace casi veintitrés años, había muy pocos bares: estaba el Encuentros, había uno llamado Sheraton, y se sumó un amigo, que ya falleció, y que le puso al local Éxtasis. Y unos cuantos más, pero muy pocos. Todos esos ya desaparecieron. He quedado yo.

La familia de César llegó desde otro punto de la fron­tera ecuatoriana con Perú, en la provincia de Loja, “un pueblo del campo de Zapotillo, de unas diez o quince casitas”, dice. La primera Oasis la instaló en un terreno de su suegro. Ahí trabajó durante dieciséis años. Construir este edificio donde atiende ahora le tomó un año y le costó todos sus ahorros y un préstamo en el banco.

—Nosotros, en Huaquillas, somos adaptados a Perú. Somos peruanos y ecuatorianos —dice César.

Se le nota tímido, como si le costara hablar fuerte. Sin embargo, habla de su negocio con la soltura de un experto. Me cuenta que cobra tres dólares la entrada a la discoteca, pero que cuando hay artistas invitados cobra hasta siete, “porque requiere de una inversión”; que el restaurante abre de lunes a domingo, pero la discoteca solo los viernes y sábados, y recita una lista de productos para su restaurante que él mismo compra en Aguas Verdes, porque allá los consigue más baratos: arroz, cebolla, ajo, maíz tostado, ají escabeche, leche evaporada…

Le pregunto si alguna vez ha pensado en irse y me responde que no, que de su Huaquillas nadie lo mueve. Más bien, dice, su plan es ampliar su negocio todavía más.

—Ya estamos moldeados a lo que es Huaquillas. A trabajar de lunes a domingo, como lo hace la mayoría de la gente en los locales comerciales, en la feria, en los puestos de abajo. Más bien, cómo quisiera que esto pase pronto, lo de la pandemia, esto de que no se puede trabajar al 100%, que todo ya vuelva a la normalidad.

Un rato después se despide. Se dirige hacia el micromercado en la planta baja y desaparece por las gradas, en medio del bullicio, las luces de colores y el calor permanente de esta frontera.

Atardecer en la ciudad de Huaquillas, provincia de El Oro, en Ecuador.

Este texto fue publicado en Gatopardo 221. La vida en las ciudades.


Alexis Serrano Carmona. Periodista que escribe. Licenciado en Periodismo por la Universidad San Francisco de Quito y egresado de la maestría en Literatura y Escritura Creativa de la Universidad Andina Simón Bolívar. Durante casi catorce años trabajó en el diario La Hora, donde fue pasante, reportero, editor de dos secciones, jefe de información y editor general. Fue colaborador y miembro del Consejo Editorial de la revista SoHo (Ecuador) y sus textos se publican también en Mundo Diners. Actualmente es editor de Ecuador Chequea. Ha ganado dos veces el Premio Nacional Eugenio Espejo de la Unión Nacional de Periodistas y obtuvo el tercer lugar en el Premio Jorge Mantilla Ortega, del diario El Comercio. En diciembre de 2020 publicó su primer libro, Horror en el sexto C y otras crónicas.

Alejo Reinoso. Quito, Ecuador, 1981. Desde niño quiso ser arquitecto. No lo es. Cuando se convirtió en padre, a los veinte, tuvo varios trabajos: como vendedor de tumbas fue en el que menos duró. Al segundo año de estudios cambió la Ingeniería Comercial por el Diseño Multimedia, donde aprendió sobre fotografía. Una pasantía en un periódico local marcó el inicio de su relación con la fotografía de prensa. Durante cuatro años estuvo a cargo del equipo de fotógrafos del diario El Telégrafo, en Quito, Ecuador, donde desarrolló un especial interés por el retrato. Desde 2012 experimentó una vida como fotógrafo freelance.

COMPARTE

Recomendaciones Gatopardo

Más historias que podrían interesarte.