En 1969 mis padres se separaron. Mi madre, mi hermana Carmen y yo nos mudamos a un apartamento en la Colonia del Valle, donde las casas comenzaban a ser sustituidas por edificios para la clase media.
Mi padre alquiló un apartamento cerca de allí. Mi hermana y yo lo visitábamos en fin de semana. Dedicado a la filosofía, mi padre carecía de talento para las cuestiones domésticas. El sitio era frío y oscuro; las ventanas daban a un estacionamiento y el mobiliario tenía un aire provisional. Comíamos en platos de cartón, como si estuviéramos de campamento. Esas incomodidades nos cautivaban: un lugar extraño, irregular, abierto a la aventura.
Usábamos un radiador para dormir. Me gustaba el sonido parejo y suave que salía de la cavidad infrarroja. Al oírlo, imaginaba que viajaba en tren a Veracruz. En una ocasión, mi padre colocó el calentador demasiado cerca de la cama y las mantas se incendiaron. Las apagamos con un fabuloso despliegue de almohadazos. Un hueco se abrió en mi manta, pero mi padre actuó como si nada hubiera sucedido. El siguiente fin de semana me tapé con una manta carbonizada.
La vida con mi madre era más ordenada, pero ella rara vez estaba en casa. Trabajaba como psicóloga en el Hospital Psiquiátrico Infantil y regresaba a nuestro apartamento con poco ánimo de analizar las alteraciones de sus hijos.
A los trece años, la Colonia del Valle se convirtió para mí en un espacio de descubrimiento. En ocasiones, pensaba en quedarme en la calle para siempre. Con un morbo corrosivo, francamente masoquista, imaginaba que me convertía en pordiosero y vivía en la oquedad de un árbol seco en el bosque de Chapultepec. Mi desaparición hacía que mis padres se unieran para buscarme; no recuperaban su matrimonio por amor, sino por pena de verme convertido en un indigente que había olvidado la higiene y el español.
Mi pasión por la ciudad se mezclaba con una temprana tendencia al melodrama. Quería abandonarlo todo para degradarme en la metrópoli: sería un miserable; tendría la mirada vacía en el náufrago y la piel humillada por la mugre; me transformaría en un despojo para que mis padres se arrepintieran de haberse separado.
En 1969 el divorcio era poco común y no me atrevía a hablar del tema con mis amigos. Sin ser una tragedia como la orfandad, la guerra, la pobreza o la enfermedad, la separación representaba un fracaso social.
Mis padres se llevaban con una cortesía no muy distinta de la distanciada amabilidad con que se trataban cuando vivían juntos, pero todo podía empeorar. ¿Cuánto tiempo viviría mi padre rodeado de platos de cartón? Pronto buscaría otra mujer, otro destino, otros hijos.
Curiosamente, la sensación de abandono hizo que anhelara una vida aún más solitaria. Temía tanto la soledad que quise superarla imaginando que era yo quien abandonaba a los demás. A los trece años sólo podía hacerlo en calidad de descastado. Dejaría mi ropa y mis juguetes, y olvidaría el idioma. Este último detalle ahora me parece peculiar; se puede ser un vagabundo sin perder el uso del lenguaje. Añadía esa lacra pensando en el momento de telenovela en que mis padres me encontraran y descubrieran que lo hacían demasiado tarde, cuando ya era incapaz de hablar con ellos.
Soñé con esta fuga de la realidad hasta que conocí a un niño que, en efecto, había vivido en un árbol.
Jorge Portilla, filósofo amigo de mi padre, también vivía en la Colonia del Valle. Una tarde, sus hijos encontraron a un niño en la copa de un árbol y el autor de La fenomenología del relajo decidió adoptarlo. Muchos años después, Jorge, el primogénito de la familia, compararía a ese chico con Kaspar Hauser. De pronto estaba allí, sin antecedente alguno.
El niño de la calle creció poco y encontró trabajo como jockey en el Hipódromo de las Américas y luego se mudó a Estados Unidos, donde ganó varios derbies. Cada Navidad, enviaba a la familia que lo había criado una foto de su mujer y sus hijos. Hasta donde sé, no volvió a México. Su destino estaba hecho para irse, ganar carreras, perseguir una meta con los ojos entrecerrados por el viento.
Saber que un niño vivía en la calle confirmó que ése podía ser mi destino. Paladeaba esa posibilidad como si probara una dosis inocua de veneno. En el fondo, me sabía incapaz de ponerla en práctica, y por eso mismo me gustaba. Era una idea. Para el hijo de un filósofo eso equivale a tener un arma.
Desde entonces, cuando encuentro a un niño que vaga por las calles siento una mezcla de culpa, nostalgia y vergüenza. Las fantasías trágicas de un niño que no tiene problemas verdaderamente graves son un capricho bastante lujoso. Nunca me enfrenté a un auténtico peligro.
Ante un niño que lleva a solas su destino, recuerdo lo que no me atreví a ser y entiendo, con la sensación de hacerlo demasiado tarde, que mi tediosa vida común me salvaba del oprobio.
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CONFESIONES DESDE LA SELVA MEXICANA… en La ira de México. Siete voces contra la impunidad
Por Lydia Cacho
Lo privado…
Han pasado años desde aquel 16 de diciembre de 2005 en que un comando armado, ordenado por el gobierno de Puebla, me llevara secuestrada para torturarme con órdenes de matarme por haber publicado el libro Los demonios del Edén. El poder que protege a la pornografía infantil (Random House Mondadori). Han pasado años tras sobrevivir a los juicios amañados interpuestos por una banda de políticos vinculados con la delincuencia organizada. He sobrevivido a tres intentos de homicidio, a dos atentados, he documentado 17 amenazas de muerte demostradas ante las autoridades. He salido de México huyendo de la muerte en cinco ocasiones, cinco veces he vuelto a casa con la dignidad a cuestas. Me han despedido de uno de los diarios más poderosos del país a petición del gobierno federal. He publicado 12 libros, llevo 25 años ejerciendo el periodismo y cada vez que escribo, como ahora, un temor cristalino se planta en mis ojos y hace que me pregunte ¿debo decir la verdad? Mis manos siguen, mi mente dice sí, mi corazón también. Te confieso…
El alba, llega el alba y miro las palmas de mis manos, medito mientras las hojas de los árboles asidas a sus ramas alaban la vida bajo el aliento suave del selvático viento matutino. Sólo entonces recuerdo aquellas cosas que no te he dicho. Las letras que entretejidas en palabras quedaron ocultas en la noche más oscura mientras tú dormías, seguro de que la denuncia pública de la injusticia era útil para amedrentar a los enemigos de la verdad, a los amos de la opaca noche de la humanidad.
Aquí estoy sola, como sola se está cuando el cuerpo se niega a responder una vez más a las exigencias de la andanza infame de un litigio que parece interminable. Es demasiado tarde para volver atrás, los enemigos no firman contrato con fecha de caducidad. Y aun si pudiera volver, volvería a las andanzas por defender mis derechos y los derechos ajenos como si fueran propios, porque de alguna manera lo son. Siempre he sabido de esa sutil interconexión vital que nos permite estar en el planeta.
Mis oídos se niegan a escuchar de nuevo la sentencia negativa, el “no se puede” nuestro de cada día y la voz amorosa que recomienda, como quien receta una aspirina para la jaqueca, que salga del país unos días, que ponga en prórroga mi vida, que emigre con lo puesto alejándome de la paz de mi casa en la selva, del mar que me nutre, de la alegre compañía de mis perritas nobles que no necesitan excusas para amarme y protegerme; que deje atrás mi lápiz favorito con el que dibujo amaneceres frente al mar, la cobija que retiene el aroma de la orfandad del mundo. Atrás debo dejar la seguridad de mi recámara cálida rodeada de palmeras, el dulce olor del café que cada mañana me preparo en una esquina precisa de mi cocina, por la que miro una palma viajera mientras la infusión me obsequia su aroma nítido y dulzón. Dicen como si tal cosa que debo abandonar el sonido lúdico de la fuente de mi jardín, en la que nadan las carpas animosas mientras medito en silencio. Me piden que me vaya como errante; como sólo los criminales salen despavoridos de la ley.
Nunca te dije cómo me indigna ser una perseguida por la injusticia. Acompañada de tantas personas igualmente atormentadas por la impunidad sistemática que en nuestro país se ha convertido en un método de colonización emocional que causa en sus víctimas a veces la parálisis, a veces la ira, otras, las más, la huida sin retorno. Jamás mi voz ha pronunciado esas palabras; cada vez que huyo de la muerte un poco de mi alegría se derrama en territorio ajeno para nunca volver a mí; se deshoja mi vida poco a poco, dejando rastros de esperanza en el camino.
No te he dicho que llevo 10 años… no, espera, son 16. Debo volver a mis diarios para recordar cuándo fue la primera vez que mis palabras adquirieron el poder de llamar al peligro. Cuando mi intuición y mi búsqueda, inteligencia y capacidad para investigar, para defender los derechos humanos y educar se convirtieron en dardos comprometidos.
Hace más de dos décadas que comenzó este viaje en el que tuve que aprender, en silencio y cómplice sólo con mis convicciones, a detectar en mi saliva el sabor amargo del miedo real, a mirar tras mis hombros en cada vuelta de la esquina, a oler el peligro como quien olfatea rosas rojas una tarde de abril. Aprendí sola, porque nadie nos dijo que ser periodistas y activistas no está bien visto en un país propenso a la hipocresía, al doble discurso y a la odiosa victimización profesional de los mártires sacrificados.
Nunca te dije cómo me debatí en silencio buscando las palabras precisas para explicarles a todos aquellos que quisieran escuchar que el famoso heroísmo que aporta fama superficial es una trampa perversa, una piscina de fango en la que nunca me sumerjo. Me pregunté si valdría la pena sacar de la cueva a los murciélagos que advierten la llegada de la noche sin estrellas, eso que a los ojos de algunos parecen gorriones y una vez de frente son quirópteros oscuros. Dudé sobre si debía nombrar la desesperación que me causa seguir de manera involuntaria de este guión escrito por los patriarcas en el que sólo las santas (preferentemente monjas) sacrificadas hacen el bien por el bien mismo. Cómo contrarrestar la monumental farsa discursiva que lo permea todo: a los medios, a quienes otorgan premios, a los expertos en derechos humanos que creen que hemos de ser excepcionales para liderar, como si el liderazgo fuera un don propio de personas elegidas. La excepcionalidad es una trampa que nos manda al ostracismo, que sirve como excusa para hacernos creer que no toda la gente puede ser parte del cambio.
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LILY CANTA COMO UN PAJARITO en La ira de México. Siete voces contra la impunidad
Por Diego Enrique Osorno
Labia
Mi papá murió antes de que yo terminara la preparatoria. Así fue como se desintegró la familia. Mi mamá y mi hermano se fueron a vivir con mis abuelitos y yo me fui con una hermana de mi mamá, porque mi papá así lo había decidido. A mi abuelito no le tenía confianza porque le faltaba el respeto a sus nietas.
Un día mi tía me contó unos chismes sobre que un brujo le había dicho que yo había robado una cadena de oro y no sé qué otras cosas. Puras tonterías. Lo que creo es que ella quería que yo me fuera de su casa y se inventaba pretextos. Así que le comenté a una hermana de mi papá lo que me estaba pasando con la familia de mi mamá, y ella decidió recibirme en su casa.
A esas alturas yo ya había empezado a estudiar en la universidad. Tenía diecinueve años e iba muy avanzada en la carrera de turismo en la Universidad Tecnológica del Centro de Veracruz, pero tenía que trabajar. Lo hacía en una zapatería y una tienda donde vendían ropa y accesorios. Un sábado me dieron media hora para salir a comer. Fui al parque de la ciudad y a lo lejos vi a un chico. Parecía simpático, iba bien vestido y me miraba. Me observaba muchísimo, hasta que fue a tirar un envase vacío cerca de donde yo estaba; creo que lo hizo a propósito. “Hola, ¿cómo te llamas?”, me dijo. Empezamos a platicar. Me dijo que se llamaba Alex, que era de Querétaro, que tenía veinticinco años y estaba esperando a un amigo con el que iba a buscar empleados para que trabajaran con él en Puebla. Luego me preguntó: “¿Y tú a qué te dedicas?” Yo le dije que estudiaba y trabajaba y que ya se me estaba haciendo tarde, así que tenía que regresar a mi trabajo, me estaban esperando. Él me pidió mi número de teléfono. Como tonta, se lo di, y él me dio el suyo, aunque fui sincera y le dije que no tendría dinero para contestar sus mensajes. Luego él sacó un billete de cien pesos, pero le dije que yo jamás recibiría un peso de él. Si quería hacerme una recarga en mi teléfono, que lo hiciera. Después me puso crédito y solía llamarme y enviarme mensajes. En los mensajes me decía que yo le gustaba mucho. Un día me harté de que me mandara tantos mensajes y le dije que si de verdad quería algo serio conmigo, que le pidiera permiso a mi familia. No tardó en decirme que sí; de modo que fue hasta mi casa a hablar con mi tía. Mi tía aceptó que fuéramos novios oficiales, porque lo veía mayor y parecía una persona responsable y amable.
Era alto, delgado, moreno y a veces los ojos se le veían aceitunados —creo que se ponía pupilentes—. Usaba un fleco, cabello lacio, vestía ropa entallada, por lo regular camisetas color fucsia o negras pero garigoleadas, y pantalones entallados, tipo acampanados, y zapatos picudos o tenis blancos. Tenía un auto Bora blanco que parecía del año. En ese carro llegó a ver a mi familia. Recuerdo que me sentía muy presionada porque el día que fue a hablar con mi tía me dijo: “Es que quiero que te cases conmigo. Me gustas mucho”. ¡Y apenas acabábamos de conocernos!
No sé qué me pasó en ese momento y le dije: “¿Sabes qué?, aquí lo dejamos, yo todavía tengo que estudiar”; entonces él se enojó y se fue rápido en el coche. Le conté a mi tía lo que estaba pasando y me dijo: “Lily, eres una tonta, se ve que ese muchacho te quiere, es mayor y responsable”. A mi tía le había dicho que él mantenía al hijo de su hermana y que de vez en cuando apoyaba a su familia, ya que tenía 7 departamentos en Puebla en renta y que iba por 15 y luego por 50 departamentos. Quería lucirse con mi familia y lo había logrado; entonces me arrepentí y le mandé un mensaje: “Te quiero ver, perdóname”, y todo el chorote. “Okey, ahorita ya voy en camino para Puebla, pero luego te voy a ver”, me respondió.
Y luego me iba a ver, salíamos a comer o a cenar. Siempre se mostró como una persona respetuosa. Me proponía que me quedara con él en un hotel y yo le decía que eso no era para mí y él me decía: “Okey, si no quieres, por mí no hay problema, yo te respeto”. Hasta que un día le mandé un mensaje para decirle que me tenía que mudar a otro pueblo de Veracruz a hacer mis prácticas profesionales. Él me respondió enojado: “Quédate con tus estudios y la escuela, a ver si te dan amor y felicidad como yo”. Después me dijo que si íbamos a terminar, había que hacerlo bien. Nos citamos en Córdoba, Veracruz, en el parque. Yo estaba muy triste y él trataba de convencerme: “Vente conmigo, estarás bien, si quieres, te puedo apoyar para pagarte la universidad”. No te puedes imaginar la labia y el don de persuasión que tenía.
Así que, después de tanto insistir me convenció y me llevó a Puebla. Esa misma tarde nos fuimos. Le advertí que al día siguiente regresaría y que él tenía que respetarme, pero no fue así. Al llegar a Puebla hizo conmigo lo que quiso y al otro día me dijo: “¿Qué?, ¿te vas a ir?” Y yo: “No, ya no, ¿para qué?” Así que tuve que quedarme con él. Los primeros días me trataba bien, salíamos de compras y paseábamos como una pareja normal.