Las banderas no responden: veteranos deportados de Estados Unidos
Las suyas son historias paralelas: Todos migraron a Estados Unidos cuando eran niños, se alistaron a las fuerzas armadas y a todos los desterraron como consecuencia del rumbo que las leyes migratorias tomaron. Hasta hoy el gobierno estadounidense ha deportado a cientos de veteranos de la armada. En Tijuana, un grupo de soldados de origen mexicano espera un indulto para poder volver.
En una noche cerrada, soplaba una brisa fría en Playas de Tijuana. Felipe, un soldador itinerante que desde su deportación se gana la vida haciendo arreglos y talachas, daba sorbos a una cerveza tibia. Recuerdo el momento en que interrumpió su historia para señalar unas luces que flotaban más allá de la frontera, sobrevolando la bahía de San Diego hasta perderse en la oscuridad del mar.
—La gente piensa que ésas son patrullas aéreas de la migra. Pero les digo que no: ésos son helicópteros antisubmarinos de la Navy —dijo con orgullo amargo. Felipe, hombre cincuentón de aspecto desgarbado, era y es veterano de la Marina de Estados Unidos. Viéndolo hoy, cuesta imaginarlo de 19 años, a bordo de la fragata USS George Philip en su patrulla inaugural a Pearl Harbor, mirando con avidez primeriza el espejo del mar. Hace treinta años de aquello.
Conversamos acompañados por el rumor desbocado de ese mar en el que él nadaba cuando niño, antes de que sus padres se lo llevaran al Otro Lado.
—¿Nunca has mirado una película que se llama Full Metal Jacket? —me preguntó de pronto. A mi mente vino la única escena que conozco de esa película:
“—¡Soy el sargento Hartman y soy su instructor! A partir de hoy sólo hablarán cuando yo les hable y la primera palabra que vomiten siempre será: ‘¡Señor!’ ¿Entendido, gusanos?
—¡Señor, sí señor!
—¡Mierda! No los escucho, hablen como si los tuvieran bien puestos.
—¡Señor, sí señor!
—Si consiguen salir de aquí, si sobreviven al entrenamiento, serán armas mortales, embajadores de la muerte rogando por combatir. Pero hasta que llegue ese día ¡serán puro vómito, la forma de vida más simple sobre la tierra, pedazos desorganizados de mierda anfibia! Porque soy duro, no van a quererme. Pero mientras más me odien, más entenderán: ¡soy duro pero soy justo! Aquí no hay discriminación racial, no tengo nada contra los putos negros, judíos, italianos y mexicanos de mierda. ¡Aquí son todos igual de inútiles! Y mis órdenes son expulsar a todos los idiotas que no tengan los huevos para estar en los Marines! ¿Entendido, gusanos?
—¡Señor, sí señor!”
—Te la recomiendo, cabrón. Esa película es un perfecto ejemplo de todo lo que te estoy contando —dijo y su voz se aceleró, animada por los recuerdos de la Marina—. Si pudiera, me regresaba en caliente —resumió con un chasquido de dedos.
CONTINUAR LEYENDOAquél fue mi último viaje a Tijuana, en noviembre de 2018. Cuando llegué, las noticias y los rumores no giraban en torno a la pandemia como sucede ahora (el virus ha pegado fuerte en esta parte de la frontera), sino al arribo de la caravana migrante, que había partido desde Honduras y que atravesó México. Aunque llegué dos o tres días después que los migrantes centroamericanos, no fui allá siguiendo sus pasos. Fui a Tijuana a escuchar las historias de un grupo de veteranos a quienes deportaron de suelo estadounidense. Se tienen noticias de al menos 400, pero podrían ser miles.
Unos nacieron en México; otros, en El Salvador, Haití, Filipinas, Italia o la India. Los más viejos rondan los 80 años y los más jóvenes, los 40. A primera vista, sus vidas no tienen mucho en común. Pero, salvando las distancias generacionales y geográficas, las suyas son historias paralelas, marcadas por una misma serie de experiencias: todos migraron a Estados Unidos cuando eran niños, todos se alistaron en las fuerzas armadas de ese país y, por razones que contaré más adelante, a todos los desterraron a los países donde nacieron.
Me enteré de ellos por casualidad. En 2016, poco antes del triunfo de Donald Trump, una amiga me contó que había conocido a “un soldado de Estados Unidos que habían deportado a México”. Ese soldado es Héctor Barajas. Originario de Fresnillo, Zacatecas, migró a Los Ángeles en 1985 cuando tenía siete años y sirvió en el ejército entre 1995 y 2001. En 2012, tras ser deportado a Tijuana, convencido de que su destierro había sido injusto, se convirtió en activista.
Así, en un pequeño local perdido en las calles de la colonia Tomás Aquino y a un par de kilómetros de la frontera, fundó la Deported Veterans Support House, desde donde ha abogado por el retorno de todos los veteranos a Estados Unidos. “El Búnker”, como también se le conoce, es un centro de apoyo para los más de 70 exsoldados deportados que viven en Tijuana. Antes de que la pandemia lo congelara todo, ellos acudían allí para recibir refugio temporal, tramitar sus pensiones del Departamento de Veteranos, agendar consultas médicas, recoger donaciones y obtener apoyo pro bono de asociaciones legales como la American Civil Liberties Union o el Public Council.
El Búnker es, además, un gabinete de curiosidades. Sus paredes están tapizadas de banderas de Estados Unidos y pendones de los Marines, de la marina y la fuerza aérea norteamericanas y de la 82nd Airborne Division —donde sirvió Héctor, quien nunca se separa de sus botas y su boina de paracaidista—; de los techos cuelgan figuritas de acción; soldados en tanques y aviones de plástico adornan las repisas; y en el suelo hay viejas cajas de municiones. No hay hueco que la parafernalia militar no ocupe. El golpe de simbología y el fervor patriótico que proyecta tienen un objetivo: recordarles a los visitantes; insistirles, más bien, en que Estados Unidos deporta a sus veteranos.
Hablé con diez de ellos: Andy, José, Richard, Emiliano, Alex, Rafa, Felipe, Jack, Luis y Héctor. A finales de 2018, con El Búnker como mi cuartel y mientras miles de mujeres, niños y hombres que huían de la violencia y la pobreza se arremolinaban ante las puertas cerradas de Estados Unidos, recorrí Tijuana entrevistando a esa decena de soldados a quienes echaron del país que juraron defender. Por entonces, algunos trabajaban en call centers y habían formado nuevas familias; otros vivían al día o dependían del dinero que sus familias les enviaban desde Estados Unidos. Dos años después y tras haberlos buscado nuevamente desde el confinamiento, recuerdo sus historias.
***
Sus padres migraron primero. Salieron de Tamaulipas, Durango, Jalisco, Michoacán, Zacatecas y Nayarit. Allá, en el Otro Lado, tendieron los ferrocarriles de Michigan y las líneas telefónicas entre Los Ángeles y Fresno; recogieron el algodón en el Valle del Río Bravo y piscaron las almendras, los higos y las uvas en los campos de California; luego sirvieron en los restaurantes y construyeron las casas y recogieron la basura de las ciudades.
Mientras, los veteranos, unos niños, se quedaron en sus pueblos y barrios al cuidado de sus tíos y abuelos. Apenas empezaban a amasar recuerdos —las travesuras en los ríos, las milpas y las calles, los juegos con los trompos, las corcholatas y los papalotes— cuando llegó la noticia desde Estados Unidos: sus padres habían ahorrado, algunos incluso habían conseguido la residencia legal, la green card. Ahora les tocaba cruzar.
—A los niños no nos dijeron ni adónde íbamos, sólo obedecimos —me contó Andy, veterano del ejército, tamaulipeco mohíno. Cuando lo conocí trabajaba como empacador en un supermercado; luego le perdí el rastro.
—Mis hermanos, mi mamá y yo, todos fuimos inmigrados por mi papá —me explicó Rafa, un marine robusto y melancólico que ama el mar de Rosarito.
—Lo que me han contado es que mi papá mandó por mí a los seis meses de nacido —dijo Jack, otro marine, michoacano de Los Ángeles, parco y hacendoso.
Antes de darse cuenta y sin que nadie les pidiera su opinión, los veteranos, unos niños, ya estaban siendo llevados a la frontera.
***
El 25 de noviembre de 2018, mientras un grupo de hombres, mujeres y niños de la caravana migrante intentaba cruzar La Línea —el muro, la frontera— cerca de la garita de San Ysidro y la Patrulla Fronteriza los repelía con gases lacrimógenos y los cruces fronterizos se veían forzados a cerrar durante horas, yo hablaba con Emiliano, un marine de complexión ancha, guasón y amistoso a pesar de su mirada desconfiada. Cruzó en 1972, a los 10 años.
—En ese entonces era más fácil. Entrabas con un certificado americano que no era tuyo. Y nomás te preguntaban cuál era tu nacionalidad y tú nomás les decías: “American citizen”, como se oyera. Y no había problema: como estás chico, ellos comprenden que los mexicanos primero hablan español y que el inglés les va a salir bien mocho de todas formas.
Dos días después, José, un tapatío de acento neoyorquino y veterano del ejército estadounidense con 75 años a sus espaldas, me explicó:
—En ese tiempo, estás hablando de los cincuenta, las fronteras estaban abiertas para todo mundo. Nomás aplicabas y ya te dejaban entrar, porque necesitaban gente que trabajara. Nosotros éramos 11 y en 29 días nos arreglamos.
Si les preguntas, los veteranos te dirán que cruzaron sin temerla ni deberla. Era otra la lógica que regía en La Línea. Los papeles no contaban tanto como las normas a la vieja usanza de las garitas, cuyos mecanismos eran conocidos y aprovechados sin pruritos por los migrantes y los guardias. En ese tiempo, la frontera, porosa, aún no se convertía en un teatro militarizado.
***
Crecieron en nuevos barrios, pueblos y condados que terminarían siendo suyos: Madera, East L.A., South Central, Oxnard, Pomona, Santa Ana, Compton, San Fernando y Rochester; cada uno apiñando recuerdos y experiencias, integrándose y asimilándose sin otra guía más que el paso del tiempo. Sus historias son 10 entre millones: mosaicos en el mural de la diáspora mexicana.
¿Sus recuerdos?
—Los cinco policías blancos dándole una paliza a mi hermano en mi casa.
—Los días de pesca en la sierra. El barrio de los blancos y el barrio de negros y mexicanos.
—Los niños negros burlándose de mi acento. El miedo. Mis amigos, las drogas y las “gangas” que nunca se van a acabar.
El Búnker es un gabinete de curiosidades. Sus paredes están tapizadas de banderas estadounidenses y pendones de los Marines, la marina y la fuerza aérea. No hay hueco que la parafernalia militar no ocupe. Estos objetos les recuerdan a los visitantes que Estados Unidos deporta a sus veteranos.
—Las calles de East Oakland donde Huey Newton me habló sobre las plantaciones del sur y los Buffalo Soldiers.
—El mar frío de Oxnard, el béisbol, los días de misa y mis padres trabajando.
—Las fiestas de los michoacanos en Santa Ana en donde llamaba “primos” a todos.
—Mis papás regañándome por hablar inglés en casa.
Así pasó el tiempo. Si les preguntas, te dirán que México se convirtió en un pasado ajeno a ellos, un origen pero no un destino, aun cuando a ojos de los otros —de los blancos, sobre todo— ellos siempre fueron mexicanos. Porque, por más variados que hayan sido sus primeros años en Estados Unidos, ninguno pudo abstraerse del ambiente de tensión racial, desigualdad y exclusión que permeaba las comunidades en las que vivían.
Cumplidos los 17 o 18 años, empezaron a preguntarse qué les ofrecía su futuro en Estados Unidos.
***
Una mañana o tarde de 1967, Andy acudió a revisar su buzón en la oficina de correos de Madera, un pueblito agrícola en el centro de California. Ya llevaba tiempo buscando trabajo, pero más allá del Valle de San Joaquín y sus ciclos de trabajo temporal en las viñas y los almendrales, veía pocas opciones.
—No podía ir a la universidad: para eso había que pagar y no tenía dinero —me dijo con una risa resignada el día que conversamos en El Búnker.
Aquella mañana o tarde de 1967, al salir del correo, Andy pasó frente a la oficina de reclutamiento del Ejército de Estados Unidos y entró.
—¿Quieres alistarte? —le preguntó un sargento.
—Sí… pero, ¿qué hay para mí si lo hago?—respondió.
—Te damos muchos beneficios: pagamos bien, te damos de comer… ¿eres ciudadano americano?
—No, nací en mi viejo país. Pero tengo mi green card.
—Bueno, con eso es suficiente.
Antes de ser soldado, Andy trabajó como soldador, pintor, carpintero, jardinero y bracero, siguiendo los pasos de su padre. Aquella mañana o tarde de 1967, 12 años después de haber dejado México, su viejo país, y sin haber acabado la preparatoria, se alistó en el Ejército de Estados Unidos. Tenía 24 años.
Cuando hablé con Richard en el salón de su departamento semivacío en la colonia Empleado Postal, una vieja imagen resonó en sus recuerdos: la fotografía de su primo posando con su paracaídas y su casco poco antes de que lo mataran en Vietnam. Era un tipo grandote, inteligente. Cada vez que Richard veía esa foto deseaba verse así, erguido y orgulloso; en forma, americano, como un soldado. Por eso, cuando una mañana de mediados de 1972 los reclutadores visitaron su preparatoria en East L.A., no le costó decidirse. Llevaba meses, si no años, cultivando la idea de alistarse.
—Al crecer con tanta discriminación me sentía inadecuado. Era joven y necesitaba demostrarme a mí y a los demás que era un hombre, que si mi país me llamaba a las armas, lo haría. Con honor. Mi decisión tuvo mucho que ver con quitarme ese estigma de “dumb little Mexican”. Porque te decían eso todo el tiempo, te lo juro. Entonces fue como ¿dumb little Mexican? ¡Soy de East L.A. y voy a probarles que sí pertenezco aquí!
Richard se alistó en los Marines en 1972. Tenía 17 años.
***
Llegar a Los Ángeles desde Nayarit fue un shock, recordó Emiliano la noche que conversé con él en su pequeño departamento de la colonia Hidalgo, en el centro de Tijuana. Me dijo que allá, en South Central, no conocía a nadie más que a su familia; que al principio sentía miedo y confusión al tener que navegar por las fronteras invisibles de ese barrio donde las tensiones entre los negros y los mexicanos eran latentes y donde un paso en falso o una mirada indiscreta podían ganarte una buena bronca. Luego, me dijo, encontró refugio:
—A los 17 comencé a fumar marihuana y a tomar. Y ésa era mi escapatoria. Ahí estaban mis amigos: me sentía tranquilo. Antes de terminar la high school comencé a fumar lo que se llaman “fríos”, que es PCP. Y un amigo vio que me estaba poniendo mal y me dijo: “¿Sabes qué? Yo creo que te iría mejor en el ejército”.
La edad mínima para comprar alcohol en Estados Unidos es 21 años; para alistarse, 17. Con la esperanza de que el servicio lo ayudara a escapar de la adicción, Emiliano se alistó en 1980. Tenía 18 años.
***
Eres un joven inmigrante.
Unos hombres en uniforme llegan a tu colegio y te enseñan videos —tan parecidos a las películas y series que has visto— y te dicen que pueden pagar tu universidad. Los escuchas y te lo piensas. ¿Qué te motiva?: ¿la oportunidad de un trabajo?, ¿la promesa de una educación, un seguro médico?, ¿el prestigio del uniforme?, ¿el ardor latente por mostrar tu valor?, ¿el sueño de dejar el barrio y conocer el mundo? Decides. Y en ese momento ves tu futuro tan claro que olvidas que eres un inmigrante y que tu green card es sólo un pedazo de papel enmicado. Y a la hora de firmar el contrato no lees el apartado que indica que, una vez en el servicio, sólo podrás naturalizarte y convertirte en ciudadano si sigues los trámites necesarios. Pero nunca seguirás esos trámites porque en tu mente siempre has sido un ciudadano de Estados Unidos: creciste ahí, hablas inglés, no conoces otro lugar del mundo. Te pones el uniforme y juras defender ese país al que, aunque no lo recuerdes, migraste cuando eras un niño.
Si les preguntas, los veteranos deportados te dirán:
—La idea que todo mundo tiene, yo la tenía. Que cuando entras y haces el juramento de alistamiento, ahí mismo te estás haciendo ciudadano —dijo Alex.
—Cuando te alistas nunca te dicen: “Vas a tener que aplicar para la ciudadanía”. En realidad, no te dicen: “No eres americano, pero puedes hacerlo”. No hay esa aclaración —dijo Jack.
—Recientemente encontré mi contrato y ahí sí dice algo de la green card; que eres residente y que para obtener la ciudadanía tienes que hacer ciertos trámites —me contó Héctor—. Pero cuando tienes 18 o 17 no te fijas. La mayoría de los adolescentes no se está fijando en lo que tienen que leer. Nomás firmas.
Yo, (nombre), juro (o declaro) solemnemente que apoyaré y defenderé la Constitución de los Estados Unidos contra todos los enemigos, extranjeros o nacionales; que le profesaré fe y lealtad; y que obedeceré las órdenes del presidente de los Estados Unidos y las órdenes de los oficiales designados como mis superiores, según los reglamentos y el Código Uniforme de Justicia Militar. Que Dios me ayude.
***
Una vez alistado, tu primera experiencia es el boot camp, un rito de iniciación en el que tú, los negros, los texanos, los white boys, los puertorriqueños, los vietnamitas y todos los demás “gringos” son despojados de su identidad civil para ser moldeados en soldados anónimos a golpe de acondicionamiento físico, violencia institucionalizada y adoctrinamiento. En unas cuantas semanas duermes poco, resistes la humillación de los instructores, bajas de peso, piensas en renunciar y luego ves a otros, más débiles y flacos que tú, aguantando.
—Ya al último —me dijo Felipe aquella noche en Playas de Tijuana, con las luces rutilantes de La Línea ante nosotros— cuando miran a todos los que pasaron la prueba, te dicen: “Mira, así son las cosas: aquí, los fuertes son los que perduraron. Todos los débiles van pa’ fuera”. Entonces tu moral se levanta y dices: “¡Ah, cabrón! Todo este pinche esfuerzo que hice y todos los regaños y todas las putizas que soporté…” Y dices: “¡Vámonos pa’ delante, chingue su madre! A ver qué pasa…”. Pero es que tienes que vivirlo para saberlo, bro.
***
—Realmente no tienes una idea del ejército hasta que estás dentro —me explicó Héctor durante nuestra entrevista en El Búnker—. Te imaginas algo, pero es a lot of bullshit. Yo era paracaidista. Ponle que iba a hacer un night jump a las dos de la mañana: lo que miras en el comercial eres tú saltando del avión en la noche y ¡eeeeh…! Pero no miras la parte cuando te levantas a las seis de la mañana, esperas a que te den las armas, firmas, vas a otro lugar, te entregan los paracaídas, estás ahí tres horas y luego vas a otro lugar y te ponen tu equipo y esperas otras tres horas y te suben al avión y te lanzas del avión y caes abajo y estás tres horas esperando en la noche, todo friolento, y luego marchas pa’ trás y entregas las armas y las limpias por una hora. Te agarras una idea del ejército, pero no es tan… .
Tan como en las películas.
Los diez veteranos con quienes conversé sirvieron en las fuerzas armadas entre 1967 y 2004; es decir, entre las guerras de Vietnam e Irak. Ninguno de ellos estuvo en zonas de combate a la Apocalypse Now o Black Hawk Down. Recuerdo que, al conversar con ellos, sentí una ligera decepción al respecto. Pero el golpe con la realidad del servicio militar es inevitable: en cuanto los veteranos terminaron el boot camp, el espejismo se quebró y ante ellos aparecieron una máquina burocrática formidable; trabajos de retaguardia tediosos; y una vida de barracas que se alejaba mucho de los anuncios publicitarios y las películas de Hollywood.
Andy fue asignado como cocinero. A lo largo de sus dos años de servicio hizo una y otra vez el mismo trabajo:
—Nos levantábamos a las cuatro de la mañana. Debíamos tener la comida lista para los muchachos que llegaban a comer a las seis. Cocinábamos tocino y huevos todos los días. Tocino y huevos, tocino y huevos, tocino y huevos. Café, pan tostado, mantequilla, mermelada. La típica comida americana, todos los días.
Otra realidad: el consumo de drogas en el ejército de Estados Unidos comenzó a ser un problema a finales de la década de 1960. En 1980, 27% del personal militar las consumía y 20% tenía problemas de alcoholismo. Emiliano, quien se había alistado ese año deseoso de escapar de su adicción, encontró en los Marines un lugar que la propiciaba: tiempo libre y alcohol barato en las tiendas de las bases militares:
—En vez de alivianarme, me puse peor —resumió.
Si les preguntas, te dirán que cruzaron sin temerla ni deberla. Era otra la lógica que regía en La Línea; lo que contaba no eran tanto los papeles. En ese tiempo, la frontera, porosa, aún no se convertía en un teatro militarizado.
Richard fue mecánico de helicópteros durante su servicio. Con esa experiencia esperaba encontrar trabajo en algún aeropuerto después de su alistamiento. En cambio, cuando llegó en 1973 a la base de las fuerzas armadas en Okinawa,
se encontró de golpe con lo que provocaría su expulsión de los Marines, su adicción a la heroína:
—Cuando llegué a Okinawa, muchos de mis amigos del entrenamiento básico ya estaban enganchados. La mitad de nosotros consumía. Fuimos a las Filipinas, a Hong Kong, a Singapur, a Guam y, en cada lugar que parábamos, encontrábamos drogas distintas. Entonces, ya sabes, presión social o como quieras llamarlo… me metí y me convertí en un adicto.
Los veteranos también fueron testigos de la soledad, el alejamiento de sus familias, el estrés constante de las barracas y los daños psicológicos que en los casos más extremos podían llevar a que las autoridades militares tomaran medidas como las que Luis presenció en Fort Bragg, en Carolina del Norte, base de la 82nd Airborne Division:
—Muchos se suicidaban o iban y mataban a sus sargentos. En la base había un anuncio que decía que si pasaban 82 días sin que nadie muriera, nos darían un permiso de cuatro días. Y en los tres años que estuve allí, sólo nos dieron el permiso
una vez.
Pero no todo fue reclusión, desilusión, racismo disimulado o rigor maquinal. Si le pides a José que te diga cómo recuerda sus años de servicio, se soltará con profusa alegría a describir con detalle los sistemas de armamento de helicópteros que estudió cuando estuvo en el Centro de Pruebas del Ejército en Aberdeen; a Felipe le brillarán los ojos al contarte las noches de permiso en Panamá, Curaçao y Puerto Rico durante su gira de patrullaje por el Caribe; y Luis te dirá, con ilusión retrospectiva, cómo empezó a ganar rango, dinero y responsabilidad en Fort Lewis, hasta que llegó a pensar que, como muchos otros compañeros, tendría una carrera de veinte años en el Ejército.
Porque, al final, para los veteranos es irrelevante que sus servicios hayan durado dos, seis o nueve años; que sus alistamientos hayan concluido de manera abrupta por asuntos disciplinares; o que hayan encontrado mejores oportunidades laborales después, de vuelta en la vida civil. Si les preguntas, te dirán que a pesar de todo lo que les ha sucedido desde entonces, ellos siempre serán soldados. Es algo que vi en los detalles, nimios quizá, pero también persistentes: la forma en que Felipe doblaba su ropa, el modo en que Jack descansaba de pie, la obsesión de Héctor por la limpieza o los horarios estrictos de Luis. Y por eso, cuando le pedí a Rafa, un marine que pasa sus días retirado en una casa espartana a orillas del mar de Rosarito, que me contara cómo recordaba sus años en la armada, respondió:
—No los recuerdo: los reflexiono, pero ya no pienso en ellos. Es algo que me ha ayudado a lo largo de mi vida. Si miras mi casa, cómo vivo, todo está dispuesto como en el ejército. Todo está ordenado, todo está limpio. Sí, es algo que te enseñan y que se queda contigo. Lo único que recuerdo es el orgullo. Nunca pondría una bandera americana en la puerta de mi casa, sólo la de los Marines.
Se refiere a ese pendón de fondo escarlata que en el centro tiene un ancla y un globo terráqueo con el continente americano. Sobre éste, un águila con las alas abiertas levanta el vuelo y en el pico sujeta una leyenda que reza Semper fidelis. Siempre fiel.
***
José llegó puntual a El Búnker para nuestra entrevista. Recuerdo que conversamos en el cuarto de la segunda planta, donde por dos semanas dormí en un catre militar al que acabé agarrándole cariño. Era una habitación pequeña. En una pared colgaban los retratos de varios marines en uniforme de gala —entre ellos, Jack y Emiliano—, todos orgullosos y jóvenes. Hoy, deportados. En la pared opuesta había pilas de libros de segunda mano, como Conversational Spanish, Inside America’s War on Terror y Keeping the Love You Find. Al lado, una pintura naïf: la silueta de un helicóptero Black Hawk inmerso en un amanecer fosforescente.
—Todos estamos aquí porque hicimos algo, ¿entiendes? —me dijo José y apuntó con su mirada hacia los retratos de los marines—. No importa si lo hicimos o no lo hicimos, el caso es que nos sentenciaron por algo. Si no, no estaríamos aquí.
Richard asaltó la tienda de la esquina con una pistola falsa para pagarse la droga. Felipe intentó “meter un gol” por la frontera: 100 libras de marihuana. Rafa vendió dos onzas de metanfetaminas; Andy, una onza de heroína; Álex, 20 dólares de piedra. Emiliano se vio involucrado en una venta de 40 dólares de cocaína. Jack llevaba sin permiso un revólver calibre .22 en su carro; José, la pistola de un colega con quien compartía coche en su trabajo. Héctor salió por marihuana y durante la compra alguien disparó. Luis estaba de permiso en un bar con unos amigos de la base; se enfrascó en una pelea e hirió a un hombre con su pistola.
Estos hechos no sucedieron en un vacío, por generación espontánea. Lo más fácil sería aducir, con lenguaje administrativo, que el ambiente estresante de las barracas o los problemas de reinserción social a los que muchos veteranos suelen enfrentarse una vez terminado el servicio militar —estrés postraumático, discriminación laboral o abuso de alcohol y drogas— desencadenaron estas acciones. También podríamos hablar sobre las circunstancias estructurales de los barrios del sur de California a los que los veteranos volvieron después de sus servicios y mencionar, de paso, la pobreza, el estancamiento económico; el pandillerismo y el narcomenudeo; las tensiones interraciales y el racismo que permeaban esos lugares. Si les preguntas, ellos te explicarán:
—El ejército también te hace duro —me dijo Felipe—. Dices: “Salí bien”, pero no. Te meten una mentalidad… siempre estás alerta, porque nunca sabes cuándo te va a caer el chingadazo. Y eso se te hace rutina. Y a veces me digo: “¿Por qué chingados soy así?”.
—Cuando regresé a East L.A. seguía habiendo discriminación, pero ya no era tan evidente. Lo que empezó entonces fue la cultura de las drogas y de las “gangas”. Así que, con mi adicción, llegué al lugar indicado —contó Richard.
—Regresando a Oxnard me encontré con la gente con la que había crecido y todos estaban ganando dinero vendiendo drogas. Y vi que era una forma rápida de hacer plata y era bueno haciéndolo —recordó Rafa.
—No me di cuenta del “extento” [sic.] de daño que me hizo todo ese entrenamiento, hasta que me corren de los Marines y me uno a una pandilla. Where else are you gonna find a bunch of miserable, angry people but in a gang? —dijo Alex—. Circunstancias diferentes pero mismos sentimientos: ahí hallé la hermandad que había perdido en los Marines. Y usé todo mi entrenamiento pa’ levantar un pinche imperio de narcotráfico en mi barrio. Levantamos siete cantones en cuatro años, vendiendo piedra siete días a la semana.
Detenidos y juzgados, los veteranos cumplieron sus sentencias en prisión: Richard, cinco años y medio; Felipe, un año; Rafa, tres años y medio; Andy, un año y medio; Alex, tres años y medio; Emiliano, dos años y medio; Jack, cinco años; José, un año y dos meses; Héctor, tres años y medio; Luis, trece años.
Luego, pagadas sus sentencias con el tiempo, cuando creían que, después de que los liberaran, podrían volver a Oxnard, a Compton, a Santa Ana o a East L.A., salieron de prisión y los oficiales de la Immigration and Customs Enforcement (ice) estaban ahí en el umbral de la puerta, esperándolos con una orden de detención migratoria. De una cárcel pasaron a otra.
***
Entre 1988 y 2001, el Congreso de Estados Unidos emprendió una reforma radical de sus leyes inmigratorias. Sus motivos para hacerlo fueron tres supuestas guerras:
1. La guerra contra las drogas. En 1988 se decretó la Ley contra el Abuso de Drogas, con la que se dotó al sistema judicial de una nueva categoría de crímenes federales: los delitos agravados. Pensemos en ellos como una bolsa holgada que el Congreso creó en su afán por deshacerse de los extranjeros que cometieran crímenes relacionados con el tráfico de drogas y armas. Así, a partir de aquella ley, cualquier inmigrante, legal o ilegal, que cometiera delitos agravados sería detenido por las autoridades migratorias después de cumplir su sentencia en prisión. Inmediatamente después sería sujeto a un proceso de deportación a su país de origen. Se incluyeron delitos que iban desde el asesinato y tráfico de personas, hasta aquéllos que antes eran considerados faltas menores, como el consumo, la posesión de armas y la venta de pequeñas dosis de droga.
2. La guerra contra los inmigrantes. En 1996 se promulgaron dos leyes federales: la Ley Antiterrorista y de Pena de Muerte Efectiva y la Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y Responsabilidad del Inmigrante. El presidente Bill Clinton las firmó en un ambiente generalizado de sentimientos antinmigración en el país, tras los atentados terroristas de 1995 en Oklahoma y poco antes de las campañas legislativas intermedias. Estas leyes añadieron 21 nuevos conceptos a la categoría de los delitos agravados. A partir de entonces, cualquier clase de crimen que involucrara violencia, robo o drogas, y en el que las sentencias fueran mayores a un año, conllevaría la deportación. Además, la penalización de estos delitos se volvió retroactiva: sentencias pasadas podían convertirse en la base para una deportación futura. Así, los delitos agravados pasaron de ser una bolsa holgada a una enorme red de arrastre con la que la definición legal de “inmigrante criminal” se amplió desproporcionadamente. Todos los veteranos deportados que entrevisté cometieron delitos agravados.
3. La guerra contra el terrorismo. Los ataques del 11 de septiembre de 2001 exacerbaron los procesos anteriores. Con la promulgación apresurada de la Ley Patriota en octubre de ese año, el gobierno de Estados Unidos buscó ampliar sus facultades de vigilancia y detención de terroristas dentro de su territorio. Así, el control de la inmigración dejó de llevarse a cabo solamente en las fronteras y se extendió al interior del país. Se crearon nuevas agencias, programas y estrategias de monitoreo, detención y deportación de inmigrantes y también se incentivó la asociación entre agencias públicas y privadas de encarcelamiento. En la práctica, todo ello condujo a la criminalización de los inmigrantes en Estados Unidos.
***
Es algo molesto ser regido por leyes que no se conocen, reflexionó Kafka.
Detenidos por segunda vez por los delitos agravados que cometieron en el pasado, los veteranos afrontaron inesperadamente la amenaza de la deportación. Después de décadas de vivir en Estados Unidos, se les recordó que seguían siendo inmigrantes y que sus green cards no eran más que un pedazo de papel. Comenzaron así sus periodos de detención en las prisiones migratorias que abundan por todo el país desde hace 20 años. Allí, rodeados por migrantes de todo el mundo, tuvieron que esperar y defenderse durante meses sin ningún otro argumento que sus historias de vida, reconociendo sus errores y apelando a su condición de veteranos:
—Me defendí diciendo que estuve en Estados Unidos toda mi vida —me explicó Jack—. Que la regué, pero que no era razón para que me deportaran. Yo ni siquiera sabía qué era una deportación.
—Entiendo que lo que hice estuvo mal. Y sí me arrepiento, porque lastimé a otra persona —reveló Luis—. Decepcioné a mi familia y a mis amigos. Perdí 13 años de mi vida. Mi carrera. Y pagué por eso. Pero esto es una doble sentencia. No creo que, aparte de mi tiempo en prisión, me tuvieran que deportar.
—Estados Unidos es mi país. Peleé por él —insistió José—. Y cumplí con mi tarea. Y no conozco ningún otro país. Nunca he estado en México. Aquí estoy como mexicano pero yo juré defender “la bandera”… desafortunadamente, las banderas no te responden cuando les hablas.
Te dirán que México se convirtió en un pasado ajeno a ellos: un origen, pero no un destino, aun cuando a ojos de los otros —de los blancos— ellos siempre fueron mexicanos. Ninguno pudo abstraerse del ambiente de tensión racial, desigualdad y exclusión que permeaba las comunidades en las que vivían”.
Antes de 1996, para dictar sentencia, los jueces migratorios podían tomar en cuenta el número de años que un inmigrante había vivido en Estados Unidos, sus lazos familiares con ese país y también si había servido en las fuerzas armadas. Pero, a partir de 1996, los jueces perdieron ese tipo de facultades discrecionales. Así, los argumentos esgrimidos por los veteranos perdieron su validez legal y sus defensas estuvieron destinadas a ser, desde el principio, luchas inútiles, dejándolos inermes ante un sistema migratorio laberíntico, sin memoria, sin ojos, sin oídos.
—Investigué un poco y hablé con un par de abogados, y me dijeron que no tenía ningún fundamento legal para luchar contra mi deportación. No les importó que estuviera en el ejército, que pudiera haber ido a la guerra. Ni siquiera me preguntaron al respecto —dijo Luis.
—Tú eres insignificante contra todo el sistema de leyes de migración. Una sola persona no significa nada para ellos —apuntó Jack.
—Lo perdí todo: 75 000 dólares para pagar la fianza y pelear mi caso desde fuera. Y me quedé sin dinero —resumió José.
—No nos dejan hablar. Y en la única oportunidad que tuve para hablar, el juez me dijo: “Eres un marine, deberías haberlo sabido”—explicó Rafa.
—No hay nada que puedas hacer, güey. ¿Contra quién vas a luchar?; ¿me voy a poner a hacer una huelga de hambre? —protestó Emiliano.
—Sólo me dijeron: “Muchas gracias por tu servicio, pero tu argumento no es válido”. Algo así. Y que podía apelar mi sentencia. Y le dije al juez: “¿Sabe qué? Voy a pelear mi caso desde fuera”. Y eso es lo que hice —recordó Héctor.
***
A los 10 veteranos que entrevisté para este reportaje los deportaron entre 1996 y 2018. Sólo volverán a Estados Unidos si los indultan, si cambian las leyes que los exiliaron o si mueren. El indulto es el privilegio del borrón y cuenta nueva. No es común que se conceda. Aun así, Héctor lo consiguió.
En 2017, el gobernador de California, Jerry Brown, le otorgó el perdón bajo el razonamiento de que Héctor había pagado su deuda con la sociedad gracias a su trabajo en El Búnker. Así, con su historial penal extinto, se le abrieron las puertas para poner en marcha su naturalización con la ayuda de la American Civil Liberties Union. En abril de 2018, Héctor se convirtió en ciudadano de Estados Unidos. Cuando nos reunimos hace dos años en Tijuana, él iba y venía entre El Búnker y la casa de su familia en Compton, California, trabajando en ambos lados de la frontera por la causa que se ha vuelto su razón de vida.
Y luego está Jack. Cuando lo conocí, ninguno de los dos imaginó que en agosto de 2019, después de casi 20 años de deportación, podría volver a cruzar al Otro Lado como residente legal permanente. Para ello fue necesaria la ayuda de una abogada pro bono del Public Council, que le explicó que su sentencia había dejado de ser un delito agravado en el estado de California.
—Presentamos una petición y el juez la pasó automáticamente —me explicó por teléfono una noche de julio de 2020. Hoy es director de un call center en Rosarito y, al igual que Héctor, va y viene entre México y Estados Unidos.
Ahora bien, los casos de Héctor y de Jack son excepcionales. Cuando se trata de sentencias de deportación por delitos agravados, es necesaria la ayuda de abogados que sepan desenvolverse en el dédalo de las leyes penales e inmigratorias estadounidenses. Al respecto hablé recientemente con Edgar Cervantes, un abogado de Orange County que se especializa en casos de inmigrantes inmersos en procesos penales:
—Como abogado tienes que conocer las consecuencias inmigratorias de las sentencias criminales. Porque a veces los mismos abogados no saben qué hacer porque sólo practican casos de un área. Y la ley siempre está cambiando. Ahora, el fiscal general, William Barr, se está adjudicando los casos de la Corte de Apelaciones Migratorias y está cambiando las leyes según lo que le diga la administración de Trump.
Por eso, otros veteranos como Richard, Luis o Felipe tienen puestas sus esperanzas en un futuro golpe de timón desde Washington, ya sea desde el Capitolio o desde la Casa Blanca, por medio del cual se decrete que todos los veteranos, independientemente de sus casos, obtengan un perdón y puedan volver a casa. El último asalto lo llevó a cabo el año pasado Mark Takano, congresista demócrata de California. En octubre de 2019, él y otros 41 congresistas presentaron en la cámara baja un proyecto de ley, la Reforma y Prevención de la Deportación de Veteranos que, de lograr su viacrucis en el Capitolio, les permitiría regresar a los veteranos que no hubieran cometido lo que el Código de Estados Unidos define como “crímenes violentos”. Pero las probabilidades de que este proyecto se apruebe son bajas, como apuntó Héctor en agosto de 2020:
—Muchos proyectos se presentan pero no pasan. Puedes tener 200 congresistas que apoyen la ley pero, si no se trabaja en los comités, no va a pasar. Y luego tienen que pasarse al senado… la última iniciativa [de Takano] no va a pasar. Necesita mucho empuje —dijo.
Cuando le pregunté cómo veía hoy el caso de los veteranos, se sinceró:
—No es algo que se vaya a cambiar mañana… no es como lo de Black Lives Matter. Hay apoyo, pero no tenemos la suficiente indignación.
Así, la última opción para que los veteranos vuelvan quizá sea la más sencilla, pero también la más difícil. El Código de Estados Unidos establece que todos los veteranos de las fuerzas armadas, incluyendo a los deportados, tienen derecho a ser enterrados en un cementerio nacional con ceremonia militar incluida. La ley también establece que las fuerzas armadas se encargarán de cubrir los gastos del traslado del cuerpo. Bajo estas condiciones, si quisieran volver, lo único que los veteranos podrían hacer sería esperar su propia muerte.
***
Dos años después de haberlos visto en Tijuana, hablo con ellos por teléfono, durante el confinamiento. Lo que me dicen sus voces entrecortadas y lejanas no varía mucho de lo que me contaron la última vez que los vi. Cuando se trata de su vuelta a Estados Unidos, el tiempo parece pasar más lento para ellos.
Si les preguntas por el trabajo, Emiliano, Alex, Richard o Luis te dirán que siguen en unos de los tantos call centers de Tijuana que reclutan hablantes de inglés, que no les va mal, que siempre será mucho mejor que trabajar en una maquila y que muchos de sus compañeros también son hombres y mujeres deportados. Reirán porque son buenos vendiendo y cobrando, porque tienen verbo, y no se quejan porque con la pandemia trabajan desde casa y tienen tiempo para descansar. Otros, como Felipe, te responderán que ahí siguen, recorriendo la ciudad mientras intentan llevar el pan a la mesa.
Unos, como Alex, te dirán que Tijuana les gusta porque es el Nueva York de México, con todos sus catrachas, chapines, panameños, cubanos, haitianos y pochos. Otros, como Richard, no dejarán de insistir en que no ven la hora de volver a Estados Unidos. Y al respecto, unos, como Luis, no negarán que han pensado en cruzar La Línea de nuevo, aunque sea de ilegales. Pero viendo cómo está la frontera, también se preguntan: ¿para qué arriesgarse ahora que es más peligroso y costoso que nunca, cuando repelen a los migrantes a tiro de gas lacrimógeno y cuando un intento fallido por regresar puede llevarlos a prisión?
Mejor, por lo pronto, quedarse y esperar a que con la ayuda de El Búnker algún abogado se interese en sus casos. Mejor esperar a que el congreso cambie las leyes por las cuales fueron deportados, esperar incluso a que gane Biden —porque con Trump, te dirán, es imposible que vuelvan— y que, una vez en la Casa Blanca, se acuerde de ellos.
Mientras, ellos estarán ahí, cerquita de Estados Unidos, para que sus familias los vayan a ver. Te hablarán de sus parejas, hijos, hermanos, padres, tíos y primos. Al final, por ellos decidieron quedarse en la frontera y no volver a donde nacieron. Porque en Ixtlán del Río, en Gómez Palacio, en Ciudad Victoria, en Fresnillo o en Guadalajara no los esperan más que el pasado y el olvido. En Tijuana, en cambio, el recuerdo de sus vidas pasadas no se desvanece: basta con ir a la orilla del mar para ver las luces de San Diego y adivinar los puntos del horizonte donde se esconden Los Ángeles, Oxnard, Madera y Oakland. Sea como sea, siguen en Tijuana, un lugar de espera, un presente en el aire, el recuerdo de que al otro lado aguarda la vida.
Pablo Argüelles es reportero de Dromómanos, productora de contenidos periodísticos.
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