Fernando Morales tiene 68 años y le fallan mucho las piernas. Es una mezcla entre “viene-viene” y valet parking para la gente que visita el mercado.
En un día normal solía ganar unos 150 pesos, y no me atreví a preguntarle por el promedio actual, porque no quise obligarlo a verbalizar lo que tiene angustiosamente claro: la cifra es casi nula, especialmente si tiene que alcanzar para él, su esposa y sus dos hijos. “La gente que tiene un sueldo fijo se puede quedar en su casa veinte días, pero a mí que no me digan que no salga, porque no tengo de otra”.
Su amigo, cuyo nombre no quiso decirme, seguía yendo a la plaza todos los días, a pesar de que la policía ya le había prohibido montar su puesto de películas pirata en torno al quiosco. Volví a buscarlos tres semanas después, ya a mediados de mayo, y ahí estaban ambos. Su forma de luchar es seguirse presentando en tiempo y forma a su lugar de trabajo, aunque no haya tal.
A pocos metros de ahí, Fernando Morales Acevedo esperaba sentado sobre una cubeta blanca puesta boca abajo. Cuando me acerqué a hablarle, reaccionó como si llevara todo el día esperando que alguien lo hiciera. Tiene 68 años y le fallan mucho las piernas, así que pasa buena parte del día ahí sentado. Es una mezcla entre “viene-viene” y valet parking para la gente que visita el mercado, recoge niños de la escuela o trabaja en la zona, y antes de que todo esto empezara ganaba entre 200 y 250 pesos por día cuidando coches, pero en las últimas semanas ha vuelto a casa por las noches con apenas sesenta u ochenta.
Por ser adulto mayor recibe del gobierno una pensión de 2,620 pesos bimestrales, pero la última vez que fue al cajero a checar su saldo, aún no le había llegado el depósito. “Voy a ir mañana otra vez y le diré a mi esposa que lo estire lo más que pueda. Pero eso nos alcanza apenas para dos semanas, así que tengo que salir a trabajar, por más que me digan que me voy a contagiar”, me dijo en un tono de voz firme, aunque resignado. “Yo ya camino muy despacito y tampoco puedo pasar mucho tiempo parado, así que no puedo ir a trabajar más lejos. Con lo que gano aquí me compro una torta o unos tacos allá en Tacubaya y cuando llego a casa, luego, luego hay quien me grita, ‘‘Abuelo, ¿me das para esto? Abuelo, ¿me das para el otro?’ y ni modo de decirles que no. Mientras yo pueda trabajar les voy a dar, ya luego les va a tocar a ellos darme a mí”.
Tres semanas después, ya cerca del tan temido pico de la pandemia al que se refiere todas las noches en su conferencia de prensa el subsecretario de salud López-Gatell, Fernando Morales también seguía saliendo a trabajar.
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Armando Hernández tiene un puesto de de comida preparada con 55 años de historia. Lo administra junto a sus hermanos, con ayuda de ocho empleados.
Según cifras de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del INEGI, 56 de cada 100 mexicanos económicamente activos trabajan en la informalidad y sin seguridad social o derechos laborales, y serán ellos los más afectados por la crisis económica que trajo el coronavirus.
“Típicamente se considera informales a los trabajadores que no están afiliados al Seguro Social, pero a mí no me gusta mucho esa definición porque no es la fiscal y para efectos de recaudación no es muy útil”, dice el economista Luis Foncerrada.
En otros países, como Estados Unidos, al nacer se le asigna a cada ciudadano un número de seguridad social que sirve para hacer declaraciones de impuestos, entre muchas otras cosas, como acceder a servicios médicos, seguros de desempleo o créditos de vivienda. En México no se ha llevado a cabo la conciliación entre el Registro Federal de Contribuyentes y el Seguro Social y él economista considera que hacerlo es fundamental.
El 2019 cerró con un total de 77.4 millones de contribuyentes registrados ante el SAT, mientras que el IMSS tiene una lista de beneficiarios que ronda los 20 millones de trabajadores. La disparidad es enorme y en palabras de Foncerrada, la informalidad se mide con imprecisiones de ese tamaño, en un rango en el que cabe un bolero, un evasor de impuestos y una persona que trabaja por honorarios, al no estar registrada en el IMSS, a pesar de que paga impuestos.
“Antes atendía a más de diez personas por día, pero ahora son apenas dos o tres. Sin oficinas funcionando me llega muy poca gente y a nosotros, que vamos al día, nos afecta bastante.”
Cuando le pregunto a qué atribuye que en México la informalidad haya llegado a ser la modalidad en la que operan más de la mitad de los trabajadores, responde así:
“Yo creo que tiene que ver con una actitud populista de las autoridades que hemos tenido durante décadas, además de una falta de educación y de civismo, que viene desde la escuela, donde se debería enseñarle a los niños que tienen que pagar impuestos sin importar a qué se dediquen”.
En términos de recaudación tributaria respecto al Producto Interno Bruto (PIB), México ocupa el último lugar entre los integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), al ser apenas del 16.1% del PIB, cuando el promedio entre los países que la integran es de 34.2%.
“No es un problema imposible de resolver. Países como Chile han logrado muy buenos avances en este tema y allá hasta los boleros te entregan un ticket cuando les pagas por su trabajo. El problema es que aquí no hay una estrategia”, afirma. “Los programas sociales, como el de apoyo a los adultos mayores, son medidas que buscan combatir la pobreza, pero sin visión de largo plazo, ni siquiera de mediano. Son escopetazos sin mucho sentido”.
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Juan Hermosillo empezó a trabajar en el negocio familiar a los nueve años. Hoy los “Mariscos fuente de la juventud” tienen 70 empleados y espacio para atender a 700 personas.
El mercado de la colonia, que como muchos otros de la ciudad opera en un esquema informal, aunque con apoyo de su alcaldía, es famoso principalmente por sus mariscos. Juan Hermosillo lleva 50 años trabajando ahí. Su padre se inició como pescadero en 1957, luego empezó a vender camarones, ostiones, pulpo, ceviches, y así fue como inició la historia de “Mariscos fuente de la juventud”. Juan tenía nueve años cuando se sumó al negocio familiar, que entonces era un pequeño local en el mercado, pero tenía tal éxito que su clientela empezó a estorbar a la carnicería de junto y a algunos otros puestos, así que el administrador decidió reubicarlo en la parte de atrás. Hoy el establecimiento tiene un segundo piso, más de 70 empleados y espacio suficiente para 700 personas. Para comer aquí en Semana Santa hay que venir dispuesto a esperar y formarse en una de las cuatro filas que atraviesan el mercado y llegan hasta la calle. Pero esa, que solía ser la semana más fuerte del año para el negocio, este 2020 vio sus ventas desplomarse un 90%.
“Ahora un día normal comienza haciendo limpieza y desinfectando todo. Luego toca esperar, hacer presencia para que la gente vea que seguimos aquí y no nos olvide. Pero si antes vendíamos 100 kilos de camarón entre semana, ahorita estamos vendiendo diez y todo para llevar”, cuenta Juan entre filas de mesas vacías y alzando la voz para que se escuche bien a través del tapabocas.
A pesar de todo, el que su negocio esté en el mercado lo hace relativamente afortunado, pues ahí no tiene que pagar luz, renta o agua. De otro modo, estas semanas habrían sido imposibles de sostener.
“Lo que estoy haciendo para tratar de mantener a los empleados motivados es turnarlos, traer dos personas por día, para que no se aburran y no se desanimen. Y yo tengo que estar aquí todos los días para pagar esos sueldos. Esa es mi obligación”, afirma. En su determinación lo acompañan su esposa y sus dos hijas. “Estamos haciendo todo lo que podemos, pero la verdad yo siento mucha tristeza. Ver todo vacío duele, da mucha nostalgia. Pienso que van a pasar unos cinco o seis meses antes de que esto empiece a levantar, así que lo que viene va a ser muy, muy difícil”, dice esperando equivocarse.
“Según cifras de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del INEGI, 56 de cada 100 mexicanos económicamente activos trabajan en la informalidad y sin seguridad social o derechos laborales, y serán ellos los más afectados por la crisis económica que trajo el coronavirus.”
En una situación similar está Armando Hernández, quien también tiene un puesto de de comida preparada en el mercado. El suyo es de guisados y tiene una historia de 55 años años. Pasó de su abuela a sus padres y hoy lo administra él junto a sus hermanos, con ayuda de ocho empleados. “De este negocio dependen cinco familias, así que estamos viendo cómo hacer para no dejarlos al aire. Es un equipo que nos ha funcionado muy bien y merecen de nuestra parte un compromiso”, dice en un tono de voz apacible, que contrasta con lo que cuenta, y aprovecha la entrevista para mandar un agradecimiento a los trabajadores del sector salud por su esfuerzo, que califica de sobrehumano.
“Antes en un día normal empezábamos a las ocho de la mañana a preparar desayunos, porque venía mucha gente a almorzar. Aquí un domingo solía ser muy concurrido, atendíamos a un promedio de 80 familias. Se vendía muy bien”, dice frente a la barra donde ahora toma pedidos por teléfono. Si alguien lo llama para pedir tacos o quesadillas, él le ofrece también los jugos del puesto de junto, o llevarle cualquier otra cosa del mercado, intentando que cada cliente deje un beneficio repartido.
A diferencia de muchos otros mercados de la ciudad, que han sido cerrados tras convertirse en importantes focos de contagio, quienes trabajan aquí se las han ingeniado para cumplir con los lineamientos de sanidad que les pide la alcaldía para seguir trabajando. Aquí nadie puede entrar sin tapabocas y los puestos más concurridos tienen marcas sobre el piso para pedir distancia entre cada cliente. Hay botes de gel antibacterial por todos lados y cartulinas donde se le pide a la gente no manipular la mercancía.
Los mejores letreros son los del puesto de José Castillo. En uno de ellos, dibujado por sus nietos, una zanahoria, una cebolla y una papa, con dientes afilados y miradas amenazantes, exigen a quien las mire “mantener su sana distancia”. José y su familia están entre los más afortunados del mercado, porque a su puesto de frutas y verduras no le han bajado las ventas ni un poco. De hecho, le cuesta trabajo encontrar unos minutos libres entre cliente y cliente para contarme que lleva trabajando 38 años ahí y que tras la muerte de su esposa, quien “le llevaba unos añitos”, son él y los hijos de ella, quienes continúan con el negocio.
En estos meses extraños la gente cocina más en casa, y eso a ellos les viene maravilla, porque vienen aquí a comprar los ingredientes o los piden por teléfono, pero no puede evitar sentir pena por sus amigos de los otros puestos. “Pobres cuates, llegan desde lejos para poder chambear y ver que no tienen gente se siente muy feo. Uno está acostumbrado a las personas que vienen por su tlacoyo, sus sopecitos, sus tacos dorados, la barbacoa, un consomecito, pero qué tristeza verlo todo vacío”.
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José Castillo y su familia están entre los más afortunados del mercado, porque a su puesto de frutas y verduras no le han bajado las ventas ni un poco.
“A diferencia de otros países, en México la informalidad no es ilegal y ese es el gran diferenciador”, dice Valeria Moy, directora del observatorio económico México, ¿Cómo vamos?. “Por otro lado, formalizarse es muy costoso. Que un patrón reconozca los derechos laborales de su trabajador, pagándole el IMSS, el Infonavit y el Afore, aumenta aproximadamente un 47% el costo de contratarlo y eso será siempre un incentivo enorme para no hacerlo, mientras exista la otra opción”. Tras la crisis del coronavirus, Moy está segura de que la informalidad no solo aumentará, sino que va a precarizarse aún más. Es decir, los informales serán más y más pobres.
Antes de la pandemia había estados del país donde se vislumbraba una tendencia distinta. Entre 2017 y 2018, la organización que dirige documentó que en Coahuila y Baja California Sur y Norte, la informalidad laboral bajó 0.1 puntos porcentuales, que podría sonar a muy poco, pero hay que considerar que en estos estados el porcentaje de trabajadores informales está en 33.8%, 35.8%, y 38.5%, respectivamente, y esas son cifras mucho menores que el promedio nacional.
Por otro lado, según su reporte, Oaxaca se mantiene como el estado con la mayor tasa de informalidad, abarcando un 74% de la población ocupada no agropecuaria. Después, vienen Hidalgo y Guerrero con tasas de 71.8% y 70.5% respectivamente.
Esto significa que el grueso de la fuerza laboral del país no solo carece de seguridad social o beneficios no salariales, sino que muy difícilmente tiene acceso a capacitaciones profesionales o herramientas de innovación. Estas carencias se traducen en una baja productividad que inhibe el crecimiento económico de los estados. Las estadísticas al respecto son muy claras. Según el informe de este observatorio, el estado de Guanajuato, cuya tasa de informalidad ha disminuido en 7.5 puntos porcentuales en los últimos cinco años, ha crecido a una tasa promedio del 4.5% anual durante el mismo periodo. En ese lapso de tiempo, Aguascalientes ha reducido la informalidad en 6.6 puntos porcentuales y crecido 6% como promedio anual, mientras que la economía Tabasco, cuya tasa de informalidad ha aumentado 2.6%, se ha contraído en un -2.5% anual.
En la Ciudad de México, la población informal pasó de 48% en el primer trimestre de 2018 a 50.1% en el primer semestre de 2019 y el panorama a nivel nacional es el siguiente: de enero a octubre de 2019 se crearon 648 mil 59 plazas formales, la cifra más baja desde 2013.
“Hay cada vez menos beneficios de cotizar en el IMSS para los trabajadores, pues mientras sus aportaciones se utilizan en proporciones crecientes para la atención médica de los pensionados, sus posibilidades de acceder a servicios médicos de calidad son cada vez menores. Esto constituye un incentivo para trabajar en la informalidad.”
Estos números dejan más que claro que este es uno de los problemas clave a resolver para revertir el declive de la economía mexicana. Sin embargo, el costo político de enfrentarlo es demasiado grande. Ha sido y seguirá siendo muy difícil que un presidente, del partido que sea, se anime a tomar medidas altamente impopulares para lograr que estos millones trabajadores empiecen a pagar impuestos y comprendan los beneficios de hacerlo.
Mientras tanto, la pandemia nos obliga, como nunca antes, a poner estos datos en el contexto del sistema de salud pública del país, y el economista David Kaplan, especialista senior en la División de Mercados Laborales y Seguridad Social del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), lo analizó a profundidad en un artículo publicado en septiembre de 2018.
En 1997 había en el IMSS 527,883 pensionados y 19.2 trabajadores cotizando por cada uno de ellos. Para julio de 2018, había 2,169,529 pensionados, pero solo 9.2 trabajadores cotizando por cada uno.
Este es un dato alarmante, pues aunque las aportaciones de los trabajadores asegurados no se utilizan para cubrir las pensiones, sí se usan para financiar la atención médica que ofrece la institución. Parafraseando a Kaplan, este modelo de financiamiento tiene un problema estructural, pues los pensionados, que ya no aportan al IMSS, son beneficiarios de servicios de salud mucho más costosos que los trabajadores activos, sobre todo los más jóvenes.
En estas condiciones, los retos que tiene el Instituto para mantener la calidad de sus servicios van en dramático aumento, pues hay cada vez menos recursos por usuario, y según el economista eso ha provocado que hoy haya menos camas, médicos, enfermeros y consultas que en el 2012.
“Hay cada vez menos beneficios de cotizar en el IMSS para los trabajadores, pues mientras sus aportaciones se utilizan en proporciones crecientes para la atención médica de los pensionados, sus posibilidades de acceder a servicios médicos de calidad son cada vez menores. Esto constituye un incentivo para trabajar en la informalidad”, escribe.
Además, enlista otros aspectos que agravan la situación. Uno de ellos es que las cotizaciones como porcentaje del salario son mayores para los trabajadores de bajos recursos. Segundo, que la reforma del IMSS que entró en vigor en 1997 aumentó el requisito para jubilarse con atención médica de 500 a 750 semanas de cotizaciones, por lo que es probable que aumente el porcentaje de personas que a pesar de haber aportado al IMSS y financiado la atención de los jubilados, no gocen de atención médica en su vejez. En suma, esto no sólo incentiva la informalidad, sino que implica un creciente problema de inequidad.
Por todo esto, concluye Kaplan, “debe ser prioritario transitar a un sistema de salud universal en el que ni el acceso, ni la calidad, ni el financiamiento dependan de la situación laboral del ciudadano”.
Desde hace nueve años Juan Hilario Mejía llega todos los días a las seis de la mañana a la explanada del metro San Pedro de los Pinos.
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Juan Hilario Mejía cuenta las pocas monedas que ha reunido durante el día en la explanada del metro San Pedro de los Pinos, que lleva semanas luciendo casi desierta. Los varios puertos de tortas que la rodean están todos cerrados y la vista de la plaza es desoladora, una escena muy extraña para una ciudad que supera los 20 millones de habitantes, acostumbrados a la saturación del sistema de transporte público y de muchos otros servicios.
Él tiene 74 años y ya no recuerda exactamente cuánto tiempo lleva trabajando como bolero, antes lo hacía recorriendo las calles de la ciudad con su cajón, hasta que hace nueve años la Asociación Mexicana de Aseadores de Calzado le asignó un puesto fijo en esta explanada del metro, a la que desde entonces llega puntualmente todos los días a las seis de la mañana, así esté lloviendo.
Cuando empezó a trabajar aquí ganaba entre 200 y 250 pesos por día y poco a poco se fue haciendo de clientes, llegando a obtener hasta 350 pesos diarios. Con la llegada del crisis que trajo el coronavirus ha empezado a tener problemas para pagar la renta, el agua, la luz y hasta sus trayectos de regreso a casa.
“No tengo ninguna ayuda del gobierno, de esa que dan a los adultos de la tercera edad. A pesar de que tengo todos mis papeles en regla, me dan largas y largas y pierdo mucho yendo a intentar arreglar eso, porque aquí en mi negocito voy al día y haciendo trámites se pierde el ingreso de una jornada de trabajo”, me explicó.
Afortunadamente es un hombre muy sano, tanto que dice “no conocer de enfermedades”, pero cuando le pregunté por qué no usaba tapabocas, me respondió que a él lo protege el thiner y la gasolina que usa para limpiar los zapatos y también para lavarse las manos después de tocarlos. “Lo que siento es impotencia porque no hay trabajo, y me pregunto qué va a pasar con las personas mayores como yo, que son vulnerables, que tienen enfermedades del corazón o respiratorias”.
Juan Hilario pensaba pedirle a su casera que le redujera la renta o le permitiera pagarla en partes. Temía que no aceptara, pero pensaba que ella, que es propietaria de tres edificios tendría que permitirle incluso dejar de pagar por un par de meses para recuperarse de esto.
“Ayer fue a verme la señora para revisar mis recibos pagados de luz y agua. Eso sí lo estoy pagando”, me contó mientras abría una pequeña puertita bajo el asiento de su puesto para sacar los papeles y mostrármelos. “Debía 864 pesos y aboné cuatrocientos, porque como está la cosa, no pude acompletar”.
Tres semanas después volví a visitarlo, ya casi en el pico la pandemia y seguía ahí, esperando clientes, pero ya con tapabocas. No había logrado convencer a su casera, pero dijo que lo volvería a intentar.