Los pequeños triunfos. La lucha diaria de los médicos residentes en el hospital de Nutrición
Alejandra Ibarra Chaoul
Fotografía de Alex Reider
Al interior del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, los residentes de medicina interna se enfrentan diario a un enemigo desconocido. En cada guardia, les toca entrar a urgencias para combatirlo. Esta es la cuarta entrega de una serie sobre lo que ocurre al interior de un hospital en la pandemia.
Para Maty, hasta que nos volvamos a ver.
A mediados de marzo de 2020, el mundo cambió. Quienes pudieron, se encerraron en casa. Los horarios perdieron formalidad, se distorsionaron, de modo que la percepción del tiempo mutó. El insomnio y la ansiedad aumentaron, la incertidumbre se apoderó de los planes a futuro, y la pandemia del coronavirus trastocó todos los aspectos de la vida humana. Los médicos residentes de México no estuvieron exentos del cambio. Por el contrario: son la excepción porque ellos viven la cuarentena al revés. Su ritmo de trabajo aumentó. En vez de recluirse con los suyos, les tocó alejarse de quienes más quieren. Hoy mientras el mundo intenta distanciarse del SARS-CoV2, ellos enfrentan todos los días un alto riesgo de contagio. Al interior del hospital de Nutrición, son los residentes de medicina interna los que libran diariamente la batalla contra un virus que es tanto enemigo como enigma.
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Es de madrugada cuando Amaya Llorente, de 27 años, residente de medicina interna de tercer año, del hospital de Nutrición, entra al área crítica donde están los pacientes intubados. Trae puesto todo su equipo de protección. Uno de sus pacientes está muy grave, lleva días intubado, y no está respondiendo al tratamiento. Los médicos solo pueden hacer una cosa más: pronarlo. Es decir, voltearlo boca abajo para ver si eso lo ayuda a respirar mejor. Solo que, si el tubo llega a salirse, peligra la vida del paciente y aumenta el riesgo de contagio para los médicos.
Llorente, como la residente a cargo del paciente, toma la cabeza. Está sedado. La doctora ve su rostro apacible con ojos cerrados. Con una mano sostiene el cráneo y con la otra las mangueras con las que está conectado al ventilador. El cuerpo lo cargan un camillero y una enfermera. Cuando Llorente cuente hasta tres, tendrán que voltearlo al mismo tiempo que ella gire la cabeza. “Uno”, dice a su equipo. “Dos”, preparados. “Tres”. Empiezan a girar el cuerpo… Y en ese momento el tubo se sale. La pronación falla. Llorente se voltea a ver los guantes y la bata: está cubierta de saliva, sangre y moco. Está cubierta de un virus sin cura.
Ahí es cuando despierta con taquicardia. Y es igual cada vez que tiene ese sueño.
Otra de sus pesadillas recurrentes es que ajusta, una y otra vez, los parámetros de los ventiladores donde están conectados los pacientes y ninguno mejora. O que, cuando se está quitando el equipo de protección personal, después de pasar siete horas en terapia intensiva, la careta se le resbala y le pica un ojo infectándola.
A finales de abril, cuando México estaba por concluir su mes inicial de cuarentena, hablé por primera vez con la doctora. Platicamos por Zoom, mientras caía la tarde del viernes 24 de abril. Ni ella ni yo lo sabíamos entonces, pero al día siguiente viviría la peor guardia de su vida.
Pero para llegar ahí es necesario volver al principio.
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El 1 de marzo cayó en domingo. Ese día, como cada año, los residentes de medicina interna del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán llegaron al hospital, al sur de la Ciudad de México, para iniciar su ciclo académico: una combinación de clases, exámenes y atención a pacientes. Así llegó Víctor Hugo Tovar, de 27 años, proveniente del Estado de México, así como Amaya Llorente, también de 27, junto con los otros 120 residentes.
Cada año, la residencia médica trae un reto diferente. Los de cuarto año, como Tovar, estudian para presentar el examen con el que entrarán a la especialidad en verano. Y los de tercer año, como Llorente, se convierten en líderes de grupo, encargados por primera vez de todas las decisiones en el trato al paciente, un salto importante de responsabilidad.
En México, la etapa de la residencia dura cuatro años en los que los médicos reciben una beca de la Secretaría de Salud, que oscila entre los 12 mil y los 15 mil pesos al mes. No son años fáciles. Estos doctores no tienen prestaciones laborales porque formalmente no son empleados. Tienen horario de entrada pero no de salida. En 2019, incluso, el gobierno federal dejó de pagar las becas de todos en el país durante más de tres meses. Se fueron a paro nacional. Resistieron. Están acostumbrados al trabajo duro, al estrés, al cansancio. A pesar de lo que suelen soportar, este año les esperaba lo inimaginable.
“Dimensioné la magnitud del problema. Te encaras con la muerte y la encaras varias veces al día. Es un enemigo que no sabes bien cómo tratar.”
Ese domingo primero de marzo, al llegar a Nutrición, les avisaron que el hospital se convertiría en uno de los primeros centros Covid del país para atender los casos de coronavirus, que empezarían a llegar a México. La Organización Mundial de la Salud (OMS) todavía no clasificaba la propagación del virus SARS-CoV2 como pandemia, pero el virus ya había rebasado los sistemas de salud de ciudades en Italia y España. Los primeros casos empezaban a sonar en Estados Unidos.
Lo primero que tenían que lograr era dar de alta a los pacientes del hospital y vaciar los espacios para recibir a los infectados. “Mi primera preocupación fueron mis pacientes normales de Nutrición”, pensó Llorente. Le preocupaba que empeoraran y, sin una alternativa de servicio como la que ofrecen ellos, murieran desamparados.
Mientras tomaban cursos del departamento de Infectología, se dedicaron a conseguir lugares para sus pacientes enfermos con leucemias complicadas, condiciones cardiacas, lupus y otras condiciones autoinmunes. Lograron dar de alta a la mayoría y movieron a 30 pacientes a otros hospitales de especialidades de la misma zona. A través de llamadas por teléfono, les encontraron lugar en Cardiología, Cancerología y el Nacional Homeopático, entre otros institutos.
En la entrada principal, se colocó un puesto de seguridad donde dos guardias (de la compañía mexiquense CUASEM) cuidan la entrada con lentes protectores de plástico rígido, tapabocas y guantes. Se cubrió la puerta de vidrio con plásticos azules y Nutrición dejó de recibir nuevas consultas.
Cuando Llorente supo de la reconversión del hospital, avisó a su familia que a partir de ese día sólo iba a atender pacientes infectados con SARS-CoV2. La apoyaron. Aunque días después su hermana de 23 años y su mamá le confesaron que habían entrado en shock. “Me di cuenta de que no lo había ni pensado”, dice después. “Nunca nadie nos preguntó si estábamos listos para atender la pandemia. Todo mundo asumió que estábamos listos y nosotros también”.
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La OMS declaró la propagación de la enfermedad Covid-19 como pandemia el 11 de marzo. Dos días después, el viernes 13, inauguraron el triage respiratorio en Nutrición: un filtro donde los residentes evalúan quién tiene síntomas que coincidan con los del coronavirus. Ahí deciden si el paciente entra o no al hospital, y anotan a todos los que llegan en un registro que, desde el inicio de la contingencia hasta mediados de mayo, tiene más de 2 mil entradas.
El lunes siguiente, 16 de marzo, llegaron los primeros dos pacientes que necesitaban hospitalización. Era una pareja mayor que había viajado al extranjero. “Fue bastante sorpresivo y creo que así iba a ser”, recuerda Tovar, residente encargado de esa área de hospitalización al inicio de la pandemia.
Hoy, Nutrición tiene dos de sus cuatro pisos de hospitalización llenos de pacientes con Covid. Desde que inició la contingencia, se adaptó un piso entero con la tecnología necesaria para monitorear signos vitales en tiempo real, y un piso más ha estado en obra para lograr lo mismo la segunda semana de mayo.
A pesar de los cursos de preparación, los doctores estaban por enfrentarse con algo que nunca habían visto. Al no tener una cura, aplican tratamientos que aprenden de artículos que salen cada semana en las publicaciones médicas más prestigiosas del mundo. De eso a nada, los pacientes aceptan. Esos primeros dos solo necesitaron oxígeno, medicamente, y los dieron de alta. “Estuve con ellos 24 horas, quizá un poco más”, dice Tovar.
El martes no llegó nadie.
El miércoles, en la madrugada, llegó el tercer paciente infectado: un joven que estudia en Boston y estaba de visita en México. Tovar recuerda ese momento porque a Nutrición, un hospital que normalmente trata pacientes con padecimientos complicados y longevos, no solían llegar personas de emergencia a medianoche; los ingresos eran planeados, sucedían durante el día. Ese mismo miércoles, más tarde, llegaron dos amigas contagiadas y algunos pacientes individuales. El jueves ingresaron seis más. Unos entraban, otros salían. Una semana y media después de recibir al primer paciente, el área que dirigía Tovar —designada para 10 personas— ya tenía ocho. Entonces los movieron de piso.
“Las muertes por coronavirus son súbitas, de un segundo a otro. Aunque tengan todo el tratamiento, son inexplicables”.
Esa tercera semana de marzo, Llorente estuvo en el área de triage respiratorio, donde recibió a una joven de 24 años que estaba grave. Pensó de inmediato en su hermana menor. Y una segunda preocupación se hizo latente: la posibilidad de contagiar a su familia. “Crees que eres parte de la cura, pero también te da miedo ser parte de la enfermedad, la causa de contagio”, explica Llorente. Saliendo del hospital, ese mismo día, llegó a la casa donde vivía con su familia, metió toda su ropa en una maleta “y me salí”, recuerda. Se fue a vivir sola a un departamento que tienen sus papás en Coyoacán.
Desde entonces, otros residentes también han buscado alojamiento temporal. Algunos duermen en el sillón del departamento de amigos y, en algunos casos, la familia se ha mudado con una tía o la abuela para dejarle la casa al residente. Cuando el miedo de contagiar a algún familiar aumentó, los jefes de residentes, Oscar Lozano y José Luis Cárdenas, de 28 y 27 años respectivamente, residentes de cuarto año, empezaron ellos mismos a buscar alternativas. Han conseguido cuartos de cortesía de la cadena de hoteles OYO y una casa de AirBnb para hospedar a los compañeros.
Hasta ese día, las guardias de los residentes duraban una semana seguida. Pero cuando el primer piso de hospitalización se llenó, Lozano y Cárdenas cambiaron la organización de trabajo. Ahora tienen guardias de 24 horas, seguidas de dos días y medio de descanso, para después tomar otra guardia de 24 horas, y así sucesivamente. Una semana y media después de convivir con los pacientes hospitalizados, Tovar se fue a casa por primera vez, y regresó para incorporarse a las guardias escalonadas.
Todavía no terminaba marzo cuando la vida de los residentes de medicina interna ya había cambiado en tres maneras significativas: la preocupación por sus pacientes habituales, el miedo a contagiarse y contagiar a otros, y la disrupción a sus vidas diarias.
Los residentes de Nutrición son amigos cercanos. Y no lo digo de dientes para afuera. Todos lo dicen y lo repiten varias veces. Si no fuera por sus compañeros, no podrían hacer su trabajo. “Si no fuera por mi equipo”. Pasan cuatro años juntos. Se consideran familia. A partir de la pandemia, se convirtieron también en la única gente a la que ven (además de los pacientes), con la que comparten sus vivencias, las únicas personas que entienden el nivel de estrés, frustración y miedo que implica atender pacientes con una enfermedad todavía incomprensible en todo el mundo.
Por eso, “lo peor que nos podría pasar, además de que se contagie la familia”, me dijo Llorente, “sería que se contagiara otro compañero residente”.
Y eso fue justamente lo que pasó.
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Víctor Hugo Tovar empezó a sentir el cuerpo cortado el 30 de marzo. Desde el área de hospitalización, donde atendía pacientes con Covid-19, le mandó un mensaje de WhatsApp a uno de los jefes de residentes, Oscar Lozano. “Perdóname, les fallé”, escribió.
Para los doctores que han visto el daño que hace el coronavirus, no es inusual sugestionarse con síntomas de contagio. Los médicos con los que hablé se toman la temperatura entre dos y tres veces al día para descartar tener fiebre. El propio director del hospital, el Dr. David Kershenobich, se la toma todas las noches. Desde que empecé a cubrir la pandemia, yo me compré un termómetro, un oxímetro y ya me hice una prueba de Covid-19. “Es algo muy frecuente”, me dice el otro jefe de residentes, José Luis Cárdenas, “que si tenemos una molestia decimos: ‘híjole ya tenemos COVID’. Estornudas y dices: ‘ya valió’.”
De cualquier manera, Tovar había sido el primer residente en recibir pacientes con coronavirus y había estado con ellos día y noche durante una semana y media antes del cambio de guardias. Cuando dijo que creía tener síntomas, le pidieron que bajara a la oficina donde Lozano y Cárdenas se encargan de solucionar todos los temas administrativos ante la dirección del hospital.
Cárdenas le tomó la temperatura. Tenía 37.8 grados (los doctores consideran que la fiebre empieza en 38). Sin quitarse el cubre bocas, le pidieron que se quedara ahí unos minutos. Después de un rato, le tomaron la temperatura otra vez: la lectura aumentó a 38 y llegó hasta 38.3. “No me caía el veinte”, recuerda Cárdenas. Pensó que podía ser otra cosa. “Pero después piensas: un doctor tratando pacientes Covid, en hospital Covid, en tiempos de Covid… Le hicimos la prueba.”
“Salió de la sala empezaron y a llamar por teléfono a los familiares, y avisarles que están graves. Te piden que les digas que los aman”.
A Tovar le hicieron un hisopado en Urgencias: le sacaron una muestra metiéndole un cotonete por la boca y por la nariz hasta la garganta. Fue por su ropa a la casa que renta con otros médicos. Regresó al hospital y se metió en uno los cuartos que Nutrición tiene para los médicos que viven ahí.
La noticia del departamento de Infectología llegó a las 20:00 horas. Y así, con una llamada que confirmaba que estaba contagiado, aquel cuarto al que entró se convirtió en su mundo entero. Viviría un mes entre esas cuatro paredes blancas, un buró, un escritorio, dos camas, una puerta rosa, un baño privado y un clóset. El cuarto donde se aisló pronto se convirtió en una combinación entre guarida y prisión.
Tovar sabía perfectamente bien cuáles eran las señales de alarma, cómo se comportaban los pacientes infectados, cuáles era las posibles complicaciones. “Al inicio no tuve miedo”, me dice semanas después, “me sentía tranquilo, esperaba que no avanzara a una neumonía y que me quedara con síntomas leves”. Empezó a monitorear sus propios signos. Temperatura arriba de 38 grados, en una fiebre que no cejaba, y saturación de oxígeno en 97% (los doctores consideran un nivel sano alrededor de 94%).
Se siguió monitoreando. Tratando de mantener algún nivel de normalidad, se conectaba a las clases para residentes vía Zoom. En ese momento todavía le preocupaba atrasarse en su año académico y no poder estudiar para su examen de entrada a la especialidad.
El cuarto día, su oxigenación bajó a 96% y Tovar empezó a toser.
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“Al principio ni parecía una guardia”, recuerda Jessica Zalapa, de 25 años, residente de segundo año. La doctora ha estado en urgencias desde que el hospital se reconvirtió y piensa en los primeros días, cuando había pocos pacientes. “Ahora ha estado más pesado”, añade eufemísticamente.
Al interior de Nutrición, el área de urgencias se divide en dos: el filtro del triage respiratorio y lo que comúnmente llaman “la barra”, una referencia a la idiosincrasia hospitalaria que se ha heredado de otras épocas. Hace años, la barra era efectivamente eso: una superficie de madera donde los pacientes se anotaban y los doctores tomaban ficha por ficha para atenderlos. Ya no existe físicamente, fue reemplazada por un sistema virtual, pero los residentes le siguen llamando así a la actividad en la que reciben y evalúan pacientes de urgencias. Desde el inicio de la pandemia, Zalapa rota entre triage y barra.
Lo más fuerte, para la doctora, es cuando llegan los pacientes. Casi siempre los lleva un familiar y, a veces sin saberlo, en la puerta del triage es la última vez que se vuelven a ver. La gente lleva al enfermo y se enfocan en que entre rápido a recibir atención. No se despiden. “Como doctor estás viendo y no sabes si después va a salir.” Algunos pacientes mueren adentro y no vuelven a ver o a hablar con su familia.
A veces, Zalapa recibe pacientes que llegan tranquilos, pensando que entran a una revisión rutinaria, reportando un malestar menor. Entran por la puerta, dejando atrás a sus familiares, como quien sabe que saldrá a los cinco minutos. Pero una vez adentro, le ha tocado revisarlos y ver que llegan con una saturación de oxígeno del 70%; lo que significa un daño grave al pulmón. Llegan mucho peor de lo que saben. Algunos entran directo a intubación y las probabilidades de sobrevivir una vez intubados disminuyen drásticamente.
Desde principios de mayo, afuera de Nutrición cada vez hay más personas esperando. Platicando con los policías ambientales de la Ciudad de México, encargados con garantizar el orden en la entrada del hospital, me contaron lo que han visto. “A un señor lo trajo su hijo, estaba muy mal”, dice el oficial, “tuvieron que salir por él con camilla” porque no podía caminar. “Lograron entrar y a los 30 minutos murió”. Me enseña fotos de las personas que han llegado más graves.
Hasta antes de la reconversión del hospital, Zalapa vivía con su hermano. La posibilidad de contagiarlo le preocupaba, pero él se regresó a Michoacán de donde es su familia. Ahora vive sola, con la única compañía que le aliviana los días entre guardias: Begoña, su perro pekinés que la recibe siempre alegre y duerme con ella.
“Adentro, con los goggles empañados, los doctores no pueden identificarse más que por el nombre con plumón en el pecho”.
Todos los días le genera ansiedad pensar en sus papás, que también son médicos y tienen su propio riesgo de contagio. A veces despierta con dolor en la garganta, que no tiene nada que ver con coronavirus, me asegura, “pero empiezo a pensar en eso. Luego pienso, voy a empezar con tos y del estrés me duele la cabeza y se empieza a desencadenar una serie de ideas y pienso ‘ya me infecté’ y entonces empiezo con qué va a pasar…”
Los residentes ya no usan redes sociales. Algunos entran a Twitter para enterarse de las discusiones académicas entre médicos de todo el mundo estudiando el coronavirus, pero nada más. Facebook es lo peor, coinciden. Mientras los médicos de Nutrición atienden a familias enteras que se contagiaron, han visto a sus conocidos subir fotos en la playa en vacaciones de Semana Santa, en restaurantes o saliendo a la calle. Gente que, ellos saben, tienen los recursos para quedarse en casa.
Muchos médicos ya no ven tampoco las conferencias de prensa del subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell. Las discusiones, estimaciones y cantidad de información los abruma. Los temas que se tocan de manera superficial les hacen recordar momentos difíciles que han vivido. Como el caso de una policía de Iztapalapa que se contagió porque no le dieron equipo de protección en el trabajo y dejar de trabajar implicaba no comer. Al regresar a su casa, donde vivía con su familia infectó a su pareja y a sus hijos. Terminaron en Nutrición.
En este aislamiento autoimpuesto, los residentes tienen pocos distractores entre guardias. Uno de ellos son los exámenes en línea que les hacen todos los días a las 6:45, la clase diaria de urgencias vía Zoom de 7:00 a 8:00, otro examen a las 12:45 y la clase de medicina interna de 13:00 a 14:00. Aunque rara vez pueden concentrarse para leer los artículos del examen y la clase del día siguiente.
Los siete residentes con los que hablé experimentan cosas similares: ansiedad, angustia e insomnio. El hospital puso una línea de apoyo psicológico a su disposición, pero ninguno de los que entrevisté la ha usado. “No la he necesitado”, es en términos generales la respuesta que recibo. Es verdad que tienen apoyo constante de su familia, pero también los efectos de lo que están viviendo todavía no terminan por asentarse.
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Como consecuencia de su aislamiento, Tovar desarrolló una afición a las gomitas Life Savers sabor moras. Sus amigos de la residencia le llevaban esos dulces, botellas de agua y comida que empezó a guardar en el clóset como reserva. Entre Lozano y Cárdenas se encargaron de llevarle todo, dejaban el plato afuera de su puerta y le avisaban por teléfono cuando se iban.
Para matar el tiempo, Tovar veía series de televisión en su computadora. En sus días de asilamiento vio todas las temporadas de Westworld, de HBO, que ya era su favorita, y descubrió Better Call Saul, la precuela a Breaking Bad en Netflix, que me dice entre risas, por la polémica de la cultura pop, es incluso mejor.
Conforme avanzaba su aislamiento, la fiebre por encima de los 38 grados nunca bajó y su saturación de oxígeno llegó a 91%. El 10 de abril, 11 días desde los primeros síntomas, le pidieron que bajara a urgencias a hacerse más estudios porque la fiebre no cedía. Le tomaron sangre, escucharon su respiración con un estetoscopio y en la parte baja del pulmón izquierdo escucharon estertores, que suena como cuando despegas una tira de velcro.
Ese ruido significaba una cosa: que probablemente había desarrollado una neumonía y había que comprobarlo con una tomografía. Eso fue lo primero que a Tovar le dio miedo. “No me quería hacer una imagen porque no la quería ver”, recuerda. Cuando empezó a tratar pacientes con coronavirus, una parte rutinaria del diagnóstico incluía sacarles tomografías a los pacientes para ver el daño en los pulmones. Y Tovar había visto muchos casos donde el daño aumentaba entre una tomografía y otra. Pero ya estando ahí, aceptó. Sabía que era lo que tenía que hacer.
“No comí. No me bañé. No leí para la clase. No me importó nada. Ese día colapsé, me caí. Fue un día súper gris en mi vida.”
“Lo único que no quiero es verla. No quiero ver si está espantosa”, le dijo a Alejandro Gabutti Thomas, el médico encargado de radiología en urgencias y viejo amigo suyo.
“¿Quieres saber?”, le preguntó Gabutti cuando salió del estudio.
“Pues sí”.
“Mira, no es un pulmón completamente blanco”, le dijo Gabutti. Cuando la neumonía por Covid-19 ha destruido casi todo el pulmón, las tomografías se ven blancas en el área donde deberían de ser negras. El blanco es infección; el negro es aire.
El daño en su pulmón era medio y confirmó lo que sospechaban, que ya tenía neumonía. A falta de cura, le ofrecieron un tratamiento nuevo, un medicamento antiviral que aún no estaba aprobado para casos de coronavirus, pero había servido en otras epidemias como la del Ébola: remdesivir. Tovar tenía que decidir si entraba en un protocolo de investigación diseñado por el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos (NIH, por sus siglas en inglés), donde tenía 50% de probabilidad de recibir el medicamento y las mismas probabilidades de recibir un placebo. Aceptó tomar el tratamiento de seis días el 18 de abril. “Había que jugársela”, dice. Fue el primer paciente en entrar en el protocolo en todo el país.
Ese día lo hospitalizaron.
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“Me acuerdo perfecto de ese día”, dice Amaya Llorente. El sábado 25 de abril empezó mal desde que el equipo de la guardia anterior entregó el reporte de los pacientes: seis se encontraban graves y tres tenían fallas adicionales; o no les funcionaba el riñón, o tenían problemas cardiacos o alguna otra complicación.
Cuando la frecuencia de pacientes empezó a aumentar en Nutrición, la capacidad de camas en terapia intensiva se duplicó. De las 14 iniciales, abrieron 18 más. En cuanto al personal, los jefes de residentes empezaron a convocar a doctores que ya habían terminado la residencia, los que estudian la especialidad y otros médicos mayores, para incorporarse a las guardias. Ahora los equipos están conformados por al menos un médico internista y una combinación de dermatólogos, endocrinólogos, geriatras, reumatólogos o cirujanos. Nutrición, que normalmente atiende pacientes con enfermedades complejas, tiene solamente ocho especialistas de terapia intensiva. Ellos, que son los expertos en intubación y cuidados intensivos, son la cabeza. Van diario al hospital.
En cada guardia, Llorente y su equipo tienen que mantener con vida a 10 pacientes críticos. Para esto, tiene a tres médicos cursando la especialidad; dos se especializan en hematología, y el tercero en endocrinología. Llevan poco más de un mes asignados al área de pacientes críticos, en terapia intensivaLlorente es residente de tercer año de medicina interna, y como tal, es la líder del grupo.
Ese sábado decidió entrar al área donde están los pacientes conectados al ventilador. Primero se vistió con su pijama quirúrgica, se puso encima la bata desechable, doble guante, una mascarilla N95 que se pega a la cara con cinta Micropore para que le haga sello, goggles que empapa con cloro para que no se empañen tanto, careta, gorro en la cabeza y botas desechables sobre los zapatos. Antes de entrar, escribió su nombre con plumón sobre una cinta adhesiva para pegarla en su bata, porque adentro —con los goggles empañados— los doctores no pueden identificarse más que por el nombre con plumón en el pecho.
Los médicos internistas son los que pasan más horas con el equipo de protección personal, y a veces hasta siete horas por turno. Con el equipo encima, “te duele la cabeza, los oídos. Te da mucho calor. Muchos se han desmayado. Cuando entras ya no te puedes tocar la cara o acomodar el material. Si el goggle quedó chueco, te tienes que aguantar por horas”, dice.
Con toda la protección puesta, Llorente entró. Empezó a revisar al primer paciente. Vio sus signos, ajustó los niveles del ventilador al que estaba intubado, pidió estudios adicionales y pasó al siguiente. Revisar a cada uno toma a alrededor de 30 minutos. Siguió con el segundo, cuando una enfermera le avisó que uno de sus pacientes había muerto, un hombre de 50 años. “Las muertes por coronavirus son súbitas”, dice Llorente, “realmente es de un segundo a otro. Aunque tengan todo el tratamiento, son inexplicables”.
El fallecido era un médico de otro hospital que se había infectado tratando pacientes. Ella llegó a verlo. Lo desconectaron y vino un equipo a cubrir el cuerpo. Levantaron el acta de defunción y se lo llevaron. A partir de ahí, los cuerpos se van a los servicios funerarios. La familia no los vuelve a ver. Llorente imaginó que podría ser alguien de su familia, o que bien podría ser ella; a final de cuentas el paciente había sido doctor. Pero sacudiéndose estas ideas, fue al teléfono de terapia intensiva. Marcó a sus compañeros, sentados afuera en la oficina donde monitorean todo, para avisar a la familia del médico y dar la noticia de que había fallecido.
“Los residentes se fueron a paro nacional. Resistieron. Están acostumbrados al trabajo duro, al estrés, al cansancio. A pesar de lo que suelen soportar, este año les esperaba lo inimaginable”.
Los afanadores limpiaron la cama y entró el siguiente paciente crítico. Los médicos empezaron a intubarlo, ponerle catéter, ajustarle el ventilador, y Llorente mandó a hacer nuevos estudios. “Por cada muerte, hay un ingreso”, explica, y con cada uno hay que volver a empezar.
La doctora regresó a su ronda de revisiones. El tercer paciente no estaba tan grave, era de los pocos que estaban bien, pero tenía una fuga en el tubo del ventilador. Había que volver a intubarlo y esa es una de las tres maniobras con más riesgo de contagio, porque sale mucho aire de la boca del paciente. Con cuidado, le pusieron el tubo y le administraron las medicinas correspondientes, pero aún así empezó a empeorar. Ajustó los ventiladores medicamentos necesarios y esperó los resultados de los estudios para ver si mejoraban. Cuando éstos llegaron, todos los pacientes estaban empeorando. “Es una angustia terrible”, dice Llorente. “Ya hice todo lo que está a mi alcance” y no es suficiente.
Salió de la sala y con su equipo empezaron a llamar a los familiares de los 10 pacientes, para decirles que estaban graves y podían fallecer en cualquier momento. “A veces te piden que le digas que lo aman”, explica la doctora, “entonces regresas y le dices estas cosas a los pacientes intubados, que su familia desea que se vayan en paz”.
Entró el siguiente doctor del equipo para relevarla. Cada uno entra por seis horas y se rotan. Llorente estaba afuera cuando sonó el teléfono. Eran las 14:00 horas. Le avisaron que el segundo paciente había muerto. Llorente habló a la familia para dar la noticia y le empezaron a gritar. No aceptaban el desenlace, amenazaron con demandar. Era un paciente que llevaba siete días críticos, al que habían intentado salvar con todas las herramientas a su disposición, y la reacción de la familia los hacía sentir todavía más frustrados.
Cuatro horas después, murió el tercer paciente, un hombre joven de 32 años, saludable, con la única complicación de que era obeso. No estaba dentro de los seis más graves al principio del día. “Pensábamos que había algunos que podían morir y fallece uno que no tenías esperado”, dice la doctora, “así es el coronavirus”.
En algún momento, uno de los pacientes del área contigua entró en paro cardiaco y entraron a darle resucitación cardiopulmonar. Un médico del equipo de Llorente corrió a ayudar. Y mientras presionaba metódicamente el pecho del hombre, se le resbaló la careta. Siguió en la maniobra, pero el paciente murió. Al salir, le dijo a Llorente que era posible que se hubiera contagiado.
Fue un día particularmente difícil para el hospital. Murieron muchos pacientes en otras áreas. Faltó personal de enfermería por la noche y, por unos instantes de la madrugada, el sistema de resultados de laboratorio colapsó. Tres días después, Jessica Zalapa tendría también un día difícil en la barra. El 28 de abril, de la madrugada a las 13:00 horas, la sala de esperas de urgencias se llenó de pacientes cuya condición emporaba por segundos y no había camas disponibles para atenderlos.
Aquella semana se cumplieron 15 días de Semana Santa, cuando mucha gente salió de sus casas a pesar del llamado oficial de permanecer en cuarentena. Entre el jueves y viernes santos el registro de contagios fue de 643 y las defunciones 59. Catorce días después, tiempo máximo para la manifestación del virus, tan solo entre el 24 y 25 de abril, se registraron 2 mil 209 contagios y 263 defunciones a nivel nacional. El número acumulado alcanzaba los 13 mil 842 contagios y los mil 305 fallecimientos.
“No es normal”, recuerda haber pensado Llorente. Al terminar la guardia, ella y su equipo guardaron silencio, y así llenaron los reportes y salieron del hospital. “Fue el momento donde reamente dimensionamos la magnitud del problema. No sólo que se sature el sistema de salud o que haya recursos escasos. Te encaras con la muerte. Y te encaras con ella varias veces al día; un enemigo que no sabes bien cómo tratar.”
Todo el camino a su casa lloró. Manejó durante treinta minutos orillándose porque no podía ver a través de las lágrimas. Las siguientes dos horas, al llegar a su departamento, lloró más. No pudo hablar con nadie, no como lo hace en otros momentos difíciles. No le marcó a sus papás ni a su hermana. No le habló a su novio. Entró a su departamento, se metió a la cama y no salió hasta el día siguiente.
***
Exactamente un mes después de su primer síntoma, Víctor Hugo Tovar se fue a casa. Estuvo 10 días en aislamiento inicial, siete días hospitalizado y 14 más en aislamiento posterior al tratamiento. En total, Tovar luchó contra la Covid-19 todo el mes de abril.
Pero el día 18, cuando lo hospitalizaron, él no lo sabía. Le pusieron oxígeno con dos mangueritas en las fosas nasales y lo primero que hizo fue tomarse la temperatura. Su fiebre, constante, ya había alcanzado los 39.3 grados y el daño al pulmón había bajado su saturación de oxígeno a 86%.
Para tranquilizarlo, sus compañeros le avisaron que si llegaba a emporar tenían una cama en terapia intensiva lista. En vez de sentirse mejor, “empecé a tener imágenes en la cabeza firmando un consentimiento de intubación. Pensaba: si me intubaran y llego a fallecer, lo último que habría visto y de lo último que sería consciente sería de mi firmando un consentimiento o preparándome para recibir una secuencia rápida de intubación”, cuenta después. “Tenía horror que esa fuera la última imagen que viera en mi cabeza.”
Pero al día siguiente, su fiebre cedió. Continuó con oxígeno y el tratamiento experimental. Les escribía todos los días a sus papás para tranquilizarlos. “¿En serio estás bien?”, le preguntaban. “Tengo neumonía, pero estoy bien”, aseguraba. No había visto a sus padres desde finales de febrero. Cuando empezó la reconversión de Nutrición, como muchos residentes, decidió no verlos para no ponerlos en riesgo. Encima, es hijo único y le preocupaba afligirlos. Para alivianarlos, les hablaba de otras cosas, como de un antojo tremendo de unos elotes.
Conforme pasaban sus días de hospitalización, Tovar empezaba a hartarse. “Nunca me había tocado estar del otro lado del paciente hospitalizado”, me dice después. “Cuando te toca, comprendes muchas cosas que no veías antes: el transcurrir de las horas que se hace larguísimo, hasta los problemas para darte un baño porque no te puedes mover porque estás canalizado y estás encerrado”. Infectado con un virus de contagio tan fácil, no podía salir al pasillo ni caminar por el hospital.
“Mi primera preocupación fueron mis pacientes normales de Nutrición”, pensó Llorente. Le preocupaba que empeoraran y, sin una alternativa de servicio como la que ofrecen ellos, murieran desamparados.
El quinto día de hospitalización, el 22 de abril, sus estudios regresaron con medidas altas en el hígado: uno de los efectos secundarios del remdesivir. Ese día le llamó el director del instituto, el Dr. Kershenobich, quien ya había hablado con él y sus papás desde que se contagió, para asegurarles que recibiría la mejor atención; pero ese día platicaron de sus resultados a detalle. El Dr. Kershenobich es especialista en hígado y gastroenterología. Más allá de recibir una llamada institucional, Tovar se sintió cuidado. “El director sabía perfecto lo que estaba pasando”, recuerda, “estaba al pendiente”. Suspendieron el experimento, un día antes de que terminara el tratamiento.
El 4 de mayo, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) comunicó la autorización de uso urgente de remdesivir en pacientes graves con Covid-19. ¿Cuándo supiste que te dieron remdesivir?, le pregunto a Tovar, el 7 de mayo. “Nunca”, me dice, “hasta la fecha no sé si lo recibí”. Solamente los encargados del protocolo, en el NIH, lo saben.
Al sexto día, conforme sus pulmones mejoraban, Tovar dejó de necesitar las puntas de oxígeno. El séptimo día salió. Regresó al cuarto de paredes blancas para asilarse otros 14 días más, para asegurarse de no ser contagioso. Esos días pensó mucho en cómo se infectó. Repasó cada instante, pero no encuentra el momento. “Es imposible saberlo”, concluye. Nunca le faltó equipo de protección, supone que fue al tocarse la cara en un momento de descanso.
Las probabilidades de infectarse, para los médicos que tratan pacientes, son altas. Desde que Tovar salió, Nutrición le hizo pruebas a todo el personal que está expuesto al coronavirus. Quince residentes más están contagiados. Ninguno de ellos pertenece al equipo de Llorente. Aun así, a comparación de otros hospitales con menos recursos, es un número bajo. Para mediados de abril, por ejemplo, hubo registro de 329 médicos y enfermeras del IMSS contagiados con SARS-CoV2. En mayo, El Universal publicó que la cifra podría llegar hasta 600.
Para el 9 de mayo, México había acumulado 33 mil 460 contagios y 3 mil 353 defunciones, según cifras oficiales, que han sido clasificadas como sospechosas por los diarios Wall-Street Journal, The New York Times y El País.
El 30 de abril, finalmente, Tovar se fue a casa. Sus papás lo recibieron con su comida favorita: enchiladas, y un plato de elotes. Le pregunté qué sentía de acercarse a la muerte y vivir para contarlo. “Como volver de un viaje largo, después de mucho tiempo de no ver a la gente que quieres”, respondió.
Tiene 15 días más para reponerse antes de volver a guardia. Si baja el flujo de pacientes, quizá pueda regresar hasta junio. Ya no le preocupa su examen para la especialidad. Quiere hacer endocrinología. Sobre el tema de regresar, se siente bien, entiende que es lo que toca y, sobre todo, quiere ayudar a sus compañeros residentes. Ahora entiende a los pacientes, sabe lo que viven.
No hay garantía de que un infectado con coronavirus desarrolle inmunidad, pero Tovar tiene esperanzas de que así sea. Y cuando le avisen que tenga que regresar, me dice, “ahí estaré, en el ruedo. En urgencias, en piso de hospitalización, donde toque.”
***
Cuando suena un rechinido que recorre los pasillos, los residentes saben que llegó la comida. Son los jefes de residentes, Lozano y Cárdenas, con un carrito de súper que el hospital usaba antes para trasladar expedientes y papeles, y ahora ocupan para repartir comida. Desde el inicio de la contingencia, no les ha faltado nada de protección médica ni alimento. Entre los recursos del hospital y las donaciones voluntarias, siempre tienen qué comer. Reciben desde panqués horneados en casa, pasando por platillos preparadas en restaurantes pequeños con mensajes de apoyo escritos en las cajas, hasta comidas de marcas grandes como Bachoco, Fisher’s, Coca-Cola, Piantao, Nestlé, Wingstop, Garabatos, Electrolit, Sushi Roll, Bimbo o los Bisquets de Obregón.
Normalmente le avisan a uno de los jefes que están afuera con una donación. Lozano y Cárdenas salen, reciben los paquetes, y llevan la comida a una zona donde hay mesas. Están intentando habilitar una pequeña zona de convivencia para alivianar el aislamiento de los residentes. Pero es complicado encontrar un equilibrio que los ayude anímicamente, y no los ponga en riesgo de contagio. Así que ahí dejan la comida y en grupos de WhatsApp avisan que llegó pan de plátano horneado en casa, empanadas que hicieron algunas señoras, caldo de pollo de Bachoco o pasta con queso del restaurante Flor de Alfafa, que les dona un platillo cada vez que un comensal les compra algo.
La última vez que hablo con Amaya Llorente, me manda una foto por mensaje. Es un ramo de flores que sus primos le dejaron afuera del departamento antes de irse al hospital. Entre guardias, cuando necesita desahogarse y retomar fuerzas, la doctora le habla a su familia. “Me recuerdan quién soy”, explica, “por qué elegí ser médico».
Sus papás se preocupan, pero le dicen que, si ellos se enferman, quisieran que les tocara una doctora como ella. Con esa vocación, esa dedicación. Le recuerdan que está haciendo su mejor esfuerzo y que no todos los desenlaces dependen de ella. Su mamá le dice que, a veces, la labor final del médico es dar compañía. A la gente que ha fallecido en sus guardias, la doctora va y les toca la mano. “Les digo ‘ya son tus últimos minutos, pero vas a estar bien’. No sé si me oyen, pero lo hago.”
La primera semana de mayo pudieron extubar a cuatro pacientes. Salieron de terapia intensiva para recuperarse. Dos de ellos en una sola guardia. “Yo les llamo los pequeños triunfos”, me dice el 7 de mayo sobre ese día, el primero en que no falleció ningún paciente en su área en más de un mes.
Una de las pacientes es una mujer de 52 años que tenía complicaciones graves de salud, previas a Covid-19, pero luchaba contra la infección viral. Revisaron sus estudios y parecía estar mejorando. Así que decidieron extubarla, una decisión complicada porque si no es el momento indicado, el paciente puede empeorar al volverlo a intubar. Pero cuando le quitaron el tubo y despertó, en una resolución inamovible por sobrevivir, lo primero que la paciente hizo fue regañarlos: quería asegurarse de que tuviera las medicinas correctas.
Los médicos, felices, le aseguraron que ya las tenía administradas por el catéter. Llorente le habló al esposo, un hombre que prometió rezar por ellos todos los días por el resto de su vida. Ese mismo día, la mujer salió de terapia intensiva y subió a recuperarse en cama.
El segundo caso, me dice Llorente, “fue por azares del destino”. Empezaron a hacer las rondas cuando a un paciente se le salió el tubo del ventilador. “Se auto extubó”, añade como no entendiéndolo del todo. Primero se preocuparon por volverle a poner el tubo, pero vieron que respiraba bien. Empezó a mejorar. Le bajaron la sedación y, poco a poco, medio desorientado, empezó a abrir los ojos. Cuando despiertan los pacientes que estuvieron intubados, la mayoría contesta con señas, no saben dónde están. Le pusieron una mascarilla de oxígeno. Y Llorente le preguntó cómo estaba.
“Nunca voy a olvidar esa mirada”, me dice a través de la pantalla de Zoom. “Me vio y sonrió.” El paciente no dijo nada, solo le salió una lágrima. “Y fue el mejor momento del mundo”, recuerda.
La doctora salió a marcarle a la familia. El paciente es un hombre de 35 años y del otro lado del teléfono estaban su esposa y su bebé. “Le dije ‘ya le quitamos el tubo, y está bien’. Su esposa no podía hablar. Empezó a llorar.” Al fondo, Llorente escuchaba al bebé riéndose, y después le dio las gracias.
La doctora regresó con el paciente y le dijo: “tu esposa y tu bebé están muy contentos”. Él le sonrió otra vez. Ese mismo día, salió de terapia intensiva para terminar de recuperarse.
“Ves muchísimas muertes y de repente ves que alguien sí lo logra”, dice la doctora después de decenas de fallecidos, con el agotamiento encima, la frustración, el miedo constante a contagiarse, la ansiedad, el insomnio y las pesadillas recurrentes. Y añade, “te hace pensar que, al final, todo vale la pena”.
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