Caravana de madres centroamericanas
38 madres centroamericanas recorrieron México en busca de sus familiares desaparecidos.
Nicaragua
—Esa muchacha de allá se parece a mi hija, sí, se parece a ella…, ¿será ella? —preguntó María Eugenia Barrera en voz alta mientras señalaba a una joven sentada a unos veinte metros.
Del cuello de María Eugenia Barrera colgaba una fotografía del tamaño de una hoja de papel: era el rostro de una joven sonriente de diecisiete años: su hija Clementina Lagos Barrera, que salió de su casa en Chinandega, Nicaragua, el 9 de noviembre de 2003 para no regresar nunca más. La última pista apuntaba a que Clementina Lagos estaba atrapada en las redes de prostitución y trata de mujeres en Tapachula, Chiapas.
—No estoy segura de que sea ella, porque se parece en todo menos en la nariz —agregó para sí misma.
* * *
Era la mañana del domingo 28 de octubre de 2012. María Eugenia Barrera descansaba en las escalinatas exteriores de la Basílica de Guadalupe, al norte de la ciudad de México, junto a una decena de mujeres de Nicaragua, Honduras, Guatemala y El Salvador. Esas mujeres pertenecían a un grupo de treinta y ocho familiares de centroamericanos desaparecidos en México, y habían recorrido tres cuartas partes del territorio nacional a bordo de dos autobuses de pasajeros en búsqueda de sus hijos, hermanos y esposos.
Al igual que María Eugenia Barrera, cada una de las mujeres portaba al pecho la fotografía amplificada de sus familiares. En las veintitrés paradas que hicieron a través del país, las madres centroamericanas bajaron de los autobuses con las banderas de sus naciones, los retratos al cuello y el grito unánime: «¡Vivos se vinieron, vivos los queremos!».
Por octavo año consecutivo, la Caravana de Madres de Centroamericanos Desaparecidos en Tránsito en México cruzó el país entre el 15 de octubre —que entró por El Ceibo, Tabasco— y el 3 de noviembre de 2012 —que salió por Tapachula, Chiapas—, después de un recorrido que las llevó hasta ciudades al norte del país como Reynosa, Monterrey, Saltillo y San Luis Potosí. Gracias a la caravana, cinco de las treinta y ocho madres reencontraron a sus familiares perdidos. Algunas más se llevaron pistas y la mayoría volvió tal como vino a México: con las manos vacías.
CONTINUAR LEYENDODe acuerdo con una investigación de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), unos once mil transmigrantes centroamericanos fueron secuestrados en México en un lapso de seis meses (entre abril y septiembre de 2010). Hasta marzo de 2012, el investigador Jorge A. Bustamante había contabilizado mil quinientos cadáveres atribuibles a centroamericanos en fosas comunes de México. Los cálculos más audaces de la organización no gubernamental Movimiento Migrante Mesoamericano —que organizó la caravana de madres— hablaban de hasta setenta mil indocumentados centroamericanos que dejaron su último rastro en México y de los que no se volvió a saber nunca más.
* * *
Después de unos minutos de dudas, María Eugenia Barrera por fin se animó y acudió hasta donde estaba la mujer que era idéntica a su hija, pero no quiso ir sola. La acompañó una joven mexicana, quien escribió estas líneas sobre el fallido reencuentro:
«Durante el camino María Eugenia se mantuvo detrás de mí, sosteniendo por los extremos la cartulina que le colgaba del cuello. La chica tenía una bebé en los brazos, vestida de blanco, como si acabase de ser bautizada. Le pedí perdón por la intromisión y le dije que María Eugenia había perdido a su hija hace algunos años y había encontrado algún parecido con ella. La muchacha dijo su nombre, intentó sonreír y negó con la cabeza. María Eugenia aceptó que no era su hija, ambas pedimos disculpas y volvimos. La chica nos veía con más tristeza que incomodidad. Sus intentos de sonreír se quedaban interrumpidos».
***
Su hija, Clementina Lagos Barrera, había salido la noche del 9 de noviembre de 2003 de su casa, en el reparto (barrio) Rafaela Herrera de la ciudad de Chinandega, Nicaragua. Tenía diecisiete años y dos hijas gemelas de once meses, producto de la violación de un vecino suyo. Su madre, María Eugenia, había metido al hombre a la cárcel y a su hija la amenazó con hacerle lo mismo si abortaba.
—Ahí están tus hijas. Si tanto las quieres, cuídalas tú —le espetó Clementina cuando nacieron, y se las entregó.
La tarde de su desaparición, Clementina había recibido dos llamadas telefónicas. En una de ellas le proponían un negocio. Al oscurecer ya se había marchado.
María Eugenia siguió las pistas que tenía a la mano. Descubrió que su hija había sido vista en Managua, la capital del país. Pagó los gastos de dos policías y los acompañó hasta una casa de seguridad que funcionaba bajo la fachada de un despacho de abogados. Pero habían llegado demasiado tarde y sólo encontraron un bodegón vacío. Los vecinos les aseguraron que, en efecto, ahí se retenía a mujeres jóvenes, y que una de ellas se parecía mucho al retrato que les mostró María Eugenia.
—Es un caso de trata de personas. Vaya y búsquela a El Salvador —le sugirió un policía.
María Eugenia Barrera remató su casa, y con ese dinero se fue a buscar a Clementina. Con la foto de su hija colgada del cuello recorría parques y avenidas.
Un hombre la abordó en un parque.
—Yo la miré en un lado. Estaba vendida en el «naiclub» El 2 de Oros. Le invité una cerveza y bailamos reggaeton. Pero me dio pesar no tener los cincuenta dólares para sacarla prestada —le dijo.
Entonces de treinta y tres años, María Eugenia Barrera conservaba un cuerpo juvenil. Alta y de cabello claro resultó atractiva para El 2 de Oros, donde se contrató como bailarina y prostituta con la esperanza de encontrar a su hija: «Uno ya arreglado cambia, y de noche ni se notan los años», le dijo a manera de consuelo la matrona del «naiclub» que era, por cierto, nicaragüense. A los tres días, María Eugenia se dio cuenta de que su hija ya no estaba ahí sino, con suerte, en otros bares de la misma mafia y huyó del centro nocturno. A los pocos días la localizaron tres hombres, que la golpearon y violaron —pero le perdonaron la vida— en represalia por escapar del burdel.
Su búsqueda la llevó a Guatemala, donde reconocieron la fotografía afuera de otro «naiclub»: «Sí estuvo aquí, pero se la llevó un mexicano», le dijeron.
«Traté de cruzar la frontera en Tecún Umán pero no andaba papeles», me contó (en Centroamérica, «andar» es sinónimo de tener). En el camino, María Eugenia perdió a su marido —no era el padre de Clementina—, que no fue capaz de seguirle el paso en la búsqueda de su hija, y se casó con un salvadoreño. Durante años combinó la búsqueda de pistas con su oficio, la preparación y venta de dulces de leche.
En 2011 consiguió un lugar en la Caravana Paso a Paso hacia la Paz, la séptima caravana de madres de desaparecidos que recorrió México, y que paró en Tapachula el 13 de noviembre de ese año. Ahí dos mujeres le dieron esperanza: una chica igual a la de la fotografía vivía en un portón rojo de la colonia 5 de Febrero. María Eugenia fue hasta allá y tocó la puerta. Un hombre violento y tembloroso, alto y de cabello claro, negó cualquier relación con Clementina y amenazó con demandar a la madre.
—No me la quiero llevar, voy a respetar la vida que tenga, sólo quiero verla —pidió la madre.
—¡Te voy a demandar por calumnias e injurias! —le dijo el hombre y cerró de un portazo.
Un año después, el viernes 2 de noviembre de 2012, en la segunda caravana a la que se sumaba en busca de su hija, María Eugenia Barrera volvió a preguntar en Tapachula por Clementina. Una vez más la reconocieron, pero no le dieron datos precisos. Se fue con el presentimiento de que seguía viva.
* * *
El humo de los cigarros blancos de Dieter Müller perfumaba el caminar de la Caravana de Madres de Centroamericanos Desaparecidos en Tránsito en México, también llamada Liberando la Esperanza. Uno tras otro, aprovechaba cada parada del convoy para apurar el tabaco. Blanco y cincuentón, Müller pertenecía a la generación post-68 de la República Federal Alemana que no se sintió atraída por ninguno de los partidos tradicionales de su país. Sin embargo, encontró un espacio de participación política en Medico International, una ONG internacionalista y de izquierda, fundada por estudiantes de Medicina, que se abocó a financiar y acompañar proyectos productivos y de derechos humanos en el Tercer Mundo.
A partir de 1979, Medico —como le llama a su ONG para abreviar— se solidarizó con las revoluciones en Centroamérica. Durante dos décadas, Müller alternó su residencia en Berlín con largas estancias en América Central, y en 2005 se instaló definitivamente en Managua y recuperó su dominio del español: «Mi idioma político», como lo definió, una lengua que había aprendido de niño en Valencia, España, durante una larga residencia de su familia en esa ciudad, pero que había perdido con los años.
En 1979, los jóvenes de Medico International se habían entusiasmado con la Revolución Sandinista, la única que tomó el poder por la vía armada en América Central, y por medio de ella participaron en la discusión pública en Alemania, en la que los partidos de derecha simpatizaban con la Contra, los grupos paramilitares prohijados por Estados Unidos que socavaban al gobierno sandinista.
En 2012, el escenario en Nicaragua era totalmente distinto. Daniel Ortega, el líder del sandinismo, era el presidente de la República, pero ya no como líder de un movimiento revolucionario, sino como un político que había pactado con el sector conservador del país y la Iglesia católica. La visión de los activistas de Medico hacia el Ortega contemporáneo era por completo distinta al fervor que causó el sandinismo en sus albores. Müller lo calificó como un gobierno asistencialista y clientelar. Me dio un ejemplo del viraje ideológico de Ortega: para granjearse al cardenal Miguel Obando y Bravo había prohibido cualquier forma de aborto, incluso el terapéutico: «Nicaragua es una finca, y Ortega quiere ser su buen patrón», ironizó.
Y si la caravana había tenido dinero para recorrer México era gracias a Medico International, que donó treinta mil euros al Movimiento Migrante Mesoamericano para financiarla, además de otros gastos ordinarios.
De acuerdo con los datos del Servicio Jesuita para Migrantes en Nicaragua, 60% de los emigrantes nicaragüenses se dirigen a Costa Rica —el país más rico de América Central— y 30% a El Salvador, Honduras y Guatemala. Con suerte, llenarán el vacío laboral que dejaron los salvadoreños, hondureños y guatemaltecos que se fueron hacia el norte. Sólo 10% va a Estados Unidos e, inevitablemente, pasa por México.
Encontré a uno de esos nicaragüenses en el albergue para migrantes La Sagrada Familia, de Apizaco, un municipio de Tlaxcala ubicado a 140 kilómetros al oriente de la ciudad de México, la noche del 24 de octubre de 2012. Ramón Gutiérrez aseguró que había sido víctima de un secuestro por parte de hombres que se ostentaron como Zetas, pero había conseguido escapar de sus captores:
—Los Zetas me dejaron unas nalgas que ya quisiera Jennifer López, así de grandes —me dijo señalando sus caderas—, a uno lo inclinan así y le dan un tablazo y te revientan todas las venas. Por eso ahora me voy por Mexicali (ciudad fronteriza con Calexico, California). Dicen que ésa es tierra del Chapo y ahí respetan a los migrantes. Se suben al tren con metralletas para preguntar si alguien nos ha robado. Y si andas tatuajes, te bajan. Dicen: aquí no queremos maras, regrésense. Yo ando un tatuaje en el brazo, pero es el nombre de mi hija. A mí no me van a confundir.
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Suyapa del Socorro Muñoz Mendoza se subió a la caravana a escondidas de su madre. Su hermana, Diana Maribel Muñoz, salió hace siete años a «los Estados» en busca de trabajo. Nunca se comunicó. Años después, un hombre llegó a su casa, en Chinandega, Nicaragua, a decirles que su hermana había muerto en la explosión de una mina antipersonal en la frontera de México y Estados Unidos. Una muerte extraña, inverosímil en una frontera donde ocurren atrocidades de muy diverso talante, pero donde no se conocen denuncias de minas antipersonales. Para su madre fue suficiente para salir a las calles a gritar su desgracia. Suyapa, una lavandera que vende tortillas cuando no hay camisas que planchar, cuando se sumó a la caravana, pidió que le dijeran a su madre que salía a un mandado, para no matarla de un susto.
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Sentada en las escalinatas de la Basílica de Guadalupe, una anciana de setenta y cinco años dejaba pasar el tiempo. Esa mañana, a Teodora Ñaméndiz le habían avisado que su hijo Dionisio Francisco Cordero Ñaméndiz, desaparecido hacía treinta y dos años, estaba vivo y había sido localizado en el puerto de Veracruz, donde hacía una vida normal como azulejero y padre de familia. En poco más de veinticuatro horas, Teodora Ñaméndiz se reencontraría con él en la siguiente parada de la caravana, en Tierra Blanca, en el estado de Veracruz.
El último rastro de Francisco se perdía tres décadas atrás, con la única carta que había llegado de su puño y letra, fechada en Veracruz. Desde entonces no había vuelto a escribir ni había hecho ningún esfuerzo por llamar. Sus hermanos lo dieron por muerto.
Esa única carta que su madre conservaba de él fue el primer hilo del que tiró Rubén Figueroa, uno de los integrantes del Movimiento Migrante Mesoamericano, que se ha especializado en la búsqueda de desaparecidos en México. El domicilio de Francisco Cordero ya no existía más, pero preguntó a los vecinos, siguió algunas pistas falsas, otras ciertas, hasta que dio con un hombre de acento extranjero de nombre Francisco, quien pensó que era víctima de un intento de extorsión. Hasta que mencionó la palabra clave: «Dionisio». Francisco Cordero nunca había usado su primer nombre en el territorio mexicano. Su esposa y sus hijos lo ignoraban y había desaparecido de sus papeles de naturalización. Horas después, el propio Dionisio Francisco me diría: «Pensé que mi madre había muerto hace muchos años porque yo le seguí mandando cartas y todas se me regresaban, hasta que me aburrí de estar escribiendo lo mismo».
Esa mañana en la Basílica de Guadalupe, Teodora Ñaméndiz imaginaba el reencuentro con su hijo de diversas maneras. A veces anunciaba que le jalaría las orejas y le preguntaría por qué no se había comunicado en tantos años. Y luego decía que no, que le diría que, gracias al Señor y a esa caravana, era la mujer más feliz del mundo.
Veinticuatro horas después, cuando se reencontró con él en Tierra Blanca, Veracruz, hizo ambas cosas: un suave reclamo por su ausencia y un abrazo prolongado en medio de una docena de fotógrafos. Dionisio Francisco Cordero Ñaméndiz había sido un campesino pobre de Chinandega que a sus diecinueve años se había enrolado en el ejército de su país y había peleado contra los rebeldes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que terminarían por ganar la guerra.
Herido y asustado, se había subido a un barco que atracó en El Salvador y siguió su marcha hacia el norte, hasta que se estableció en Veracruz y le escribió a su madre. Lo último que supo de ella es que estaba muy enferma. Después, el servicio postal le regresaba las cartas y, resignado, la dio por muerta. Francisco Cordero se comprometió a visitar Chinandega en un plazo de dieciocho meses, una vez que su hijo menor saliera de la escuela y él dispusiera de un poco de dinero extra. Su madre, mientras tanto, habría de regresar a su oficio en Chinandega: preparar «fresco» —aguas frescas— de chilla con tamarindo, linaza con limón, naranja y cebada, que vende en su casa por cinco córdobas o veinte centavos de dólar.
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Los postes de Apizaco
Las caravanas son la política de los pobres: su conquista de las plazas públicas, su irrupción a las páginas de los periódicos y puerta de entrada a los edificios del Estado. De haber actuado solas no habrían llegado muy lejos de su casa. Con la caravana, sin embargo, cruzaron la frontera mexicana legalmente —el gobierno mexicano les dio visas humanitarias— y atrajeron una pizca de atención de la prensa y de algunos funcionarios públicos. Las madres se tornaron en el símbolo molesto del Triángulo de las Bermudas en el que se ha convertido México para los transmigrantes: un hoyo negro que se traga a miles de mujeres y hombres indocumentados que se aventuran a Estados Unidos.
En cada plaza, las madres centroamericanas desplegaban decenas de fotografías de hombres y mujeres jóvenes desaparecidos. El dolor se convirtió en su escuela de política y oratoria. Si querían que las cámaras las enfocasen, debían ser las primeras en bajar del autobús con las banderas de sus países y los retratos de sus hijos. Si querían capturar la atención de los paseantes y los reporteros, debían tomar el micrófono y contar su historia frente a un puñado de desconocidos.
La noche del miércoles 24 de octubre, la caravana de madres llegó al albergue La Sagrada Familia en la ciudad de Apizaco. Ahí me sumé al convoy para escribir esta crónica, y las acompañé durante cinco días por Tlaxcala, Puebla, Huehuetoca, Lechería, la ciudad de México y Tierra Blanca, en Veracruz.
En ese albergue, las mujeres escucharon las quejas de los transmigrantes alojados en La Sagrada Familia: la empresa ferrocarrilera Ferrosur había colocado postes de concreto junto a las vías del tren, cada uno distanta unos tres metros del otro, en el tramo que colindaba con el albergue. Eran una trampa mortal para los transmigrantes que viajaban montados en los trenes de carga: si trataban de descender con el tren aún en movimiento, era casi seguro que se golpearían con los postes de concreto. En julio de 2012, a uno de ellos el tren ya le había cercenado una mano después de que se había impactado con el poste.
Los centroamericanos que viajaban en La Bestia —como llaman a los ferrocarriles de carga sobre los que cruzan México— no podían, tampoco, darse el lujo de esperar a que el tren se detuviera completamente para descender en la estación de Apizaco: ahí los esperaban agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) para detenerlos y deportarlos. Tampoco era seguro bajarse lejos del albergue, porque eran lugares que rondaban asaltantes y secuestradores.
Al otro día, jueves 25 de octubre, se abrieron las puertas del Congreso de Tlaxcala para las madres centroamericanas. En el Salón Verde del Palacio Legislativo, cuatro diputados locales escucharon a la guatemalteca Virginia Oicot reclamar en kaqchikel y en español el secuestro de su esposo; a Socorro García contar la historia de su hijo perdido desde 1993; a Clementina Murcia enumerar que no tiene uno, sino dos hijos desaparecidos en México. Los coordinadores de las diversas delegaciones de la caravana de madres pusieron dos demandas: la creación de un banco de datos forense de los cuerpos hallados en fosas y el retiro de los postes de Apizaco.
Tulio Larios, presidente de la Comisión de Asuntos Migratorios del Congreso estatal, tomó la palabra para pedir un minuto de silencio en memoria de los hijos y los hermanos desaparecidos en México. Olvidaba que las madres de centroamericanos no pretendían honrar la memoria de los muertos sino localizar seres vivos y que su principal grito de batalla resonaba: «¡Vivos se vinieron, vivos los queremos!».
Después de su paréntesis funerario, el diputado Larios se comprometió a impulsar una fiscalía especializada para la atención de delitos contra migrantes; exhortar al Ejecutivo local a crear un banco de datos forense en el estado y a llamar a la empresa Ferrosur a retirar los postes.
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En Apizaco había brillado una chispa de esperanza para la nicaragüense Martha Pérez, quien recorrió el mercado municipal el jueves 25 de octubre pegando carteles con el retrato de su hija Karla Patricia Pérez. Ocho personas dijeron haberla visto por ahí. Una de ellas, sin embargo, sepultó sus esperanzas: le dijo que la joven llevaba un bebé en los brazos. Martha descartó entonces que se tratara de su hija, que ya se había operado para no tener hijos. Un día después, el viernes 26, su esperanza renació en el albergue de Huehuetoca —otra parada de la caravana—, donde una de las coordinadoras del centro, Andrea González Cornejo, le aseguró que una mujer idéntica a la de la fotografía que colgaba de su cuello había pasado por ese albergue unos meses atrás (aunque llevaba más de diez años desaparecida en México). De nuevo, Martha dejó una fotografía de su hija y sus datos. El último rastro de Karla Patricia se esfumaba en 2005 en Ciudad Juárez, desde donde llamó a su madre por única vez.
Apenas un día después, el sábado 27 de octubre, la voz de Martha cimbró la Sala Digna Ochoa de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, donde una mesa de especialistas les dio una noticia a las madres centroamericanas: la nueva Ley de Migración mexicana (aprobada por el Congreso de la Unión en mayo de 2011) contenía una cláusula innovadora y muy positiva: la visa de transmigrante. Con ella, supuestamente, los centroamericanos podrían viajar en México de manera legal y segura. Sin embargo, el reglamento de esa misma ley —que entró en vigor el 9 de noviembre de 2012— ponía tantas trabas para la adquisición de esa visa que la convertía en letra muerta. Pero quedaba un resquicio: la visa humanitaria, que permitiría a los centroamericanos ingresar a México a cuidar a familiares desahuciados o presos o repatriar los cadáveres de sus familiares.
Martha Pérez pidió el micrófono: «A nuestros hijos los han matado y se los han comido las fieras, los leones, los coyotes y las víboras. Tal vez ellos querían sacar una visa, pero el consulado mexicano en Nicaragua no se las quiso dar. Nosotras sólo con la organización de la caravana pudimos sacar esta visa para venir a buscarlos. Yo no quiero que sólo me den una visa para venir a retirar este cadáver», dijo Martha, levantó la fotografía de su hija y se echó a llorar.
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Honduras
En el principio fue un puñado de mujeres hondureñas pobres que no tenían dinero ni visa mexicana y carecían casi por completo de organización que, en 2004, salieron de sus pueblos y, «de busito en busito», cruzaron Honduras, El Salvador y Guatemala hasta Tecún Umán, una ciudad guatemalteca en la línea fronteriza. Al año siguiente traspasaron la frontera y llegaron a Tapachula, Chiapas, en el sur del país. La persistencia las llevó, cada año, a incrementar su contingente, a fortalecer la organización en su país y a convertir una caravana de madres hondureñas en un movimiento centroamericano con apoyo de organizaciones mexicanas y europeas.
Emeteria Martínez, de setenta y cuatro años y una docena de hijos —entre propios y adoptados—, era la decana de las madres caravaneras. No se ha perdido ni una sola. En su camino, esta lavandera analfabeta se convirtió en locutora, organizadora, tesorera de una ONG, oradora y coordinadora de la solidaridad ciudadana hondureña hacia los migrantes que regresan a Honduras mutilados por el tren. Y lo más importante: Emeteria Martínez encontró a su hija Ada Marlén Ortiz Martínez en tierras mexicanas en 2010. Y aun cuando ella ya encontró a su hija, no dejó de sumarse a las caravanas de 2011 y 2012.
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La hondureña se cubría la cabeza con un gorro negro y descansaba en la banqueta de la avenida Reforma en la ciudad de Puebla. Era la mañana del viernes 26 de octubre de 2012 y las madres hacían una parada frente a la delegación del INM en la capital poblana, una ciudad de un millón y medio de habitantes al oriente de la ciudad de México. La caravana había desplegado las fotografías de sus hijos, esposos y hermanos en el asfalto negro. Resonaba desde un altavoz la consigna de Elvira Arellano, integrante del Movimiento Migrante Mesoamericano y coorganizadora de la caravana, que retaba a la delegada del INM, Rocío Sánchez de la Vega: «¡Que salga, corrupta, asesina y cómplice los secuestradores!».
Emeteria Martínez: «Sufrí el mismo dolor que estas madres. Ahora ando motivándolas para que tengan fe en Dios, que es el único que nos puede ayudar». Cuando contó que era de El Progreso, una región del departamento de Yoro, en Honduras, Dorca Espinoza, sentada a su lado en la banqueta, reconoció su ciudad e interrumpió la plática: «Yoro es la ciudad de la lluvia de peces. Las nubes los traen a caudales», dijo.
La hija de Emeteria, Ada Marlén Ortiz, se embarazó a los trece años por una violación. Tres años después, un hombre la mantuvo secuestrada durante seis meses en la sierra y, de ese cautiverio, regresó embarazada de su segundo hijo. A los diecisiete años, Ada Marlén Ortiz salió de Yoro para no volver nunca más. Viajó por México en los trenes de carga. Le robaron los papeles, durmió en construcciones en obra negra y comió de la basura. Ada Marlén vivía a escondidas de la policía, consciente de que la inmigración ilegal se pagaba con deportación o cárcel, hasta que una mujer se apiadó de ella, la recogió y desde entonces reconstruyó su vida, se casó y tuvo tres hijos mexicanos. Pero nunca volvió a comunicarse: su madre no tenía teléfono y la radio comunitaria del pueblo ya había cerrado.
Muchos años después, uno de los hijos mexicanos de Ada Marlén vio una nota en la televisión de una caravana de mujeres que buscaban a sus hijos desaparecidos y reconoció el nombre de su madre debajo de la foto de una adolescente de diecisiete años. Gracias a ese panning en la pantalla, el 6 de noviembre de 2010, madre e hija se reencontraron en el albergue para migrantes de Tultitlán, en el Estado de México.
—Como todas ellas andan sus fotografías yo caminaba la mía sin cordón. De tanto en tanto le perdí el miedo a los micrófonos. En Honduras dirigimos un programa, Abriendo Fronteras. Y en 2008 me tocó hablar por primera vez ante un gran gentío. Dije: «Señor, usted me va a dar las palabras». Y no sé de dónde me salieron tantas. Yo tengo once hijos. Me preguntan, «¿Cómo pudo hacer eso?». Yo les contesto que lavando ajeno, planchando, haciendo tortillas. Se puede hacer una novela de mi vida. Y cuando mi hija ve mis fotos en Facebook me dice: «Usted siempre con una sonrisa». No tengo cómo pagarle al Señor lo que ha hecho por mí —me dijo Emeteria.
La delegación hondureña tenía otro motivo de alegría: Silveria Campos y José Venancio Mateo se habían reencontrado con Servelio, su hijo que nueve años atrás había dejado Honduras. Servelio había interrumpido el viaje hacia el norte y se había instalado en Jalapa, municipio de Tabasco. Aunque Silveria y José Venancio reencontraron a su hijo, siguieron con la caravana por solidaridad con el resto de las madres.
—Venimos de un país pobre en donde el dinero es muy escaso y el trabajo lo pagan bien barato. Por eso nuestros hijos se van a «los Estados», por ver de mejorar. Pero acá vienen a encontrar la desgracia: los golpean, los matan, los ponen presos. Mi hijo me decía: «¿Papá, por qué nosotros somos pobres?». El hijo se bajó del tren en Tenosique para pedir comida y ya no lo pudo agarrar. Gracias a Dios, un señor le dio trabajo y ya se quedó ahí —contó José Venancio sentado en una banca en la plaza central de Tlaxcala.
De su cuello colgaba la fotografía de Mario Nava Velázquez. Aunque él hubiera reencontrado a su hijo, representaba a la madre de ese muchacho. Y llevaba un cuaderno con su bitácora del viaje. Ahí tenía anotado: «Río Dulce: lugar de engaño», «Bía Ermosa: conferencia con diputados», «Saltiyo: lugar peligroso para los demidrantes».
—¿Por qué el Río Dulce [en Guatemala] es un lugar de engaño? —pregunté.
—Es un río muy bonito y se ve muy tranquilo, pero tiene muchas corrientes. Ahí se mueren muchos hondureños.
—¿Y Saltillo?
—En Saltillo los secuestran y los matan.
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Honduras expulsa unos cien mil emigrantes cada año; alrededor de cuarenta y siete mil son deportados de regreso: la mitad vía aérea, desde Estados Unidos, y la mitad por tierra, desde México. Los familiares de los emigrantes han establecido una sólida red de organizaciones de defensa de derechos humanos, organizaciones de nombres sonoros como Cofaminolo (Coordinación de Familiares de Migrantes No Localizados) y Cofamipro (Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos del Progreso), bajo el paraguas de la Red Comifah (Red de Comités de Migrantes y Familiares de Honduras). Red Comifah posee más de seiscientos expedientes de hondureños desaparecidos en México. Además, por medio de la Pastoral de Movilidad Humana atienden a unos ciento cincuenta mujeres y hombres mutilados por el tren en México.
José Peraza, colaborador de Radio Progreso, fue uno de los tres periodistas hondureños que cubrieron la caravana del inicio hasta el fin. La guerra de los cárteles mexicanos, me dijo, se había reproducido en Honduras, donde se libraba una batalla cruenta por el control de las zonas de trasiego de drogas. Durante 2011, la segunda ciudad más grande del país, San Pedro Sula, alcanzó el récord de ciento cincuenta y nueve homicidios por cada cien mil habitantes: la más violenta del mundo. La violencia se sumó a otros factores de expulsión de emigrantes, como la destrucción de infraestructura provocada por el huracán Mitch, que golpeó al país en 1998. Un éxodo masivo de hondureños hacia Estados Unidos ha ido vaciando al país de sus generaciones jóvenes. Las remesas, me dijo Peraza, se convirtieron en el principal ingreso del país, por encima de las exportaciones y el turismo.
—La mayoría de los testimonios de secuestros proviene de hondureños, ¿qué se dice de las desapariciones de hondureños en México? —le pregunté.
—Los desaparecidos no son un tema en Honduras. No pasa por los medios. No es un tema de opinión pública. En la caravana sólo somos tres medios. Para Radio Progreso fue una apuesta informativa. Para los demás, el tema de los desaparecidos ni siquiera se ve.
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El Salvador
Una salvadoreña acompañó la Caravana de Madres de Centroamericanos Desaparecidos en Tránsito en México en 2012: Mercedes Moreno, de cuyo cuello pendía el retrato de José Leónidas Moreno, un joven migrante que hacía una vida normal en Los Ángeles, California, hasta que fue deportado a su país en 1989, en plena Guerra civil. En El Salvador fue detenido por un escuadrón de ocho militares que lo confundió con miliciano del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional —la coalición de grupos guerrilleros— y lo torturó durante seis meses, lo que le dejó daños mentales permanentes. De acuerdo con Mercedes Moreno, sus captores habían sido entrenados en la Escuela de las Américas (SOA, por sus siglas en inglés), una academia de entrenamiento contrainsurgente de Estados Unidos, que adiestró a cientos de soldados de élite de América Latina involucrados en torturas y desapariciones forzadas.
Después de ser liberado, José Leónidas Moreno esperó un par de años en El Salvador mientras su madre, en Los Ángeles, tramitaba su regularización. Pero en 1991 perdió la paciencia y emprendió el regreso a Estados Unidos. Y desapareció en el camino. Su último rastro quedó en territorio mexicano. Hoy tendría cuarenta y cinco años.
Entre las caravaneras, Mercedes Moreno, de sesenta y cuatro años, era acaso la madre con mayor preparación académica. Bilingüe y con estudios universitarios de Psicología, nutría de discurso a una caravana de mujeres que, la mayoría, apenas habían ido a la primaria. Desde los años setenta, cuando llegó a Los Ángeles, se involucró en la organización de la comunidad hispana y en la creación de redes de solidaridad entre desplazados de las guerras de El Salvador y Nicaragua: «Tenemos en común que podemos organizarnos desde el dolor, porque nos da valentía y coraje, porque somos padres y madres a la vez. El dolor nos une y no descansaremos hasta encontrar a nuestros hijos», declaró al término de la caravana para darles aliento a sus compañeras.
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El 26 de octubre de 2012, los dos autobuses de la caravana de madres avanzaban desde Puebla hacia Huehuetoca, un municipio conurbado al oriente de la ciudad de México. El autobús paró en una gasolinería al pie de la carretera. Las madres, urgidas de ir al baño, se quedaron en sus lugares. «Es que aquí cobran», explicó una de ellas.
A lo largo de la caravana, las madres centroamericanas se topaban en las gasolinerías con servicios sanitarios que cobraban entre tres y cinco pesos por baños sucios, regularmente sin papel ni jabón de manos. La mayoría de las mujeres no llevaba esos tres pesos en el bolsillo. En esa ocasión, fray Tomás González, un religioso franciscano que acompañó la caravana, negoció que se les permitiera el acceso gratuito. En otras gasolinerías se rebajaba el ingreso de las caravaneras a un pago único de unos cien pesos, que cubrían los organizadores.
Las madres de centroamericanos desaparecidos en México vivían su pobreza tal como la caracterizó el teólogo de la liberación Jon Sobrino, proscrito por el Vaticano. Sobrino postuló que la salvación había que buscarla entre los pobres y que al propio Jesús de Nazaret lo habían evangelizado los desposeídos. Dijo que éstos podrían ser liberadoramente pobres porque asumirían una responsabilidad hacia los de su misma clase y saldrían de sus grupos y comunidades para liberar a otros.
Y así ocurrió con la caravana, que conservó siempre su búsqueda concreta: encontrar a los familiares desaparecidos. Pero asumió además un compromiso político: denunciar los secuestros, homicidios, violaciones, reclutamiento forzado, extorsiones de miembros del Estado mexicano y negación del acceso a la justicia que los transmigrantes padecen en su tránsito por el país. La salvadoreña Mercedes Moreno lo sintetizó así al término de la caravana, de acuerdo con una nota de Marta Molina para Rebelión (rebelion.org): «Mercedes nos recuerda que fue el hombre quien inventó las fronteras, y mientras el dinero y las armas circulan libremente por el mundo, los migrantes se convierten en mercancía, en moneda de cambio, en el blanco perfecto para las extorsiones. Los derechos humanos, dice Mercedes, también los inventó el hombre, pero para los migrantes no existen tales derechos». Como dijo el poeta y obispo catalán Pedro Casaldáliga, a los migrantes les es negado el suelo bajo los pies.
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La Casa del Migrante de Saltillo y el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez editaron en noviembre de 2011 el Cuaderno sobre secuestros de migrantes; dimensión, contexto y testimonios de la experiencia de la migración en tránsito por México. Se compilaron treinta y tres testimonios de migrantes sobrevivientes a secuestros que accedieron a contar su historia y revelar su nombre. En la introducción, los editores afirman que los secuestros de migrantes, que en un principio parecían un fenómeno esporádico y circunstancial, se han convertido en un delito tan generalizado y sistemático que lo consideran una crisis humanitaria.
Los migrantes secuestrados, agregan los editores, son utilizados para combatir otras bandas del crimen organizado o las fuerzas federales: «De acuerdo con lo narrado por las víctimas, los migrantes son preferidos por la delincuencia organizada, pues suponen que han pertenecido al ejército, las guerrillas o a las pandillas de Centroamérica». Las mujeres secuestradas cruzan el país a través de una larga cadena de bares donde se ejerce la explotación sexual en todas sus modalidades o se les obliga a trabajar como cocineras o encargadas de limpieza en las casas de seguridad.
En los relatos de los sobrevivientes se repiten algunos elementos: los secuestros ocurren al lado de las vías del tren y se dan por decenas. A veces se captura a más de cien personas de un solo golpe y a punta de metralleta. Por lo general se les traslada a entidades distintas de donde fueron secuestrados. En el camino, afirman muchos sobrevivientes, los convoyes de secuestrados pasan por retenes del INM y la Policía Federal que les dan el paso, les cobran una cuota o de plano los escoltan.
En las casas de seguridad, las mujeres son violadas una y otra vez. Dice el hondureño Marcos López: «Me hice amigo de una muchacha hondureña, muy bonita, como de dieciséis años. A ella la usaban todos los días. Una vez le pasaron todos los secuestradores. Eran unos catorce hombres. Terminaba uno y la mandaba que se bañara y seguía el otro. Ni un animal se merece tremendo abuso». A los secuestrados les exigen los números de teléfono de sus familiares. Sus rescates oscilan entre los mil y los seis mil dólares. Las mutilaciones de los dedos, las golpizas —a veces hasta la muerte—, los tablazos en la baja espalda son los castigos recurrentes para quien se niegue a proporcionar los números de teléfono de sus familiares. Algunos son ejecutados. Otros permanecen meses trabajando para sus plagiarios, que en muchos casos se ostentan como miembros de la banda de los Zetas.
Llama la atención el testimonio de una salvadoreña de veinticuatro años llamada Nancy. A dos de las mujeres capturadas junto con ella se les concedió la libertad una vez que sus familiares pagaron su rescate. Acudieron a la delegación del INM en Reynosa, Tamaulipas, a denunciar su plagio. Los agentes federales las entregaron de vuelta a sus captores, quienes las asesinaron y las colocaron como ofrenda frente a un altar de la Santa Muerte, en represalia por su denuncia. A Nancy le ofrecieron que trabajara para sus secuestradores, enganchando migrantes en El Salvador. Como se rehusó, tuvo que esperar a que su tía juntara el dinero que pedían por su libertad. La salvadoreña recuerda que el 5 de julio de 2009, día de elecciones federales, los captores llevaron a los migrantes a votar por un partido político con credenciales de elector falsas: «No me acuerdo cuál era, pero ganó las elecciones, porque todos se pusieron felices y hasta les hicieron una rebaja en el rescate a los que habían votado».
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Guatemala
Lidia Diego Mateo aparentaba unos sesenta años, pero tenía cuarenta y dos. De niña, cuando apenas tenía once años de edad, había huido de la Guerra civil con casi todos los habitantes del caserío de San Lorenzo, Ixcán, en Guatemala. Su familia se refugió en Benemérito, en el estado mexicano de Chiapas, fronterizo con Guatemala. Ella recordaba, sin embargo, que el Ejército de Guatemala los persiguió adentro del territorio mexicano y los obligó a huir de nuevo. Mientras se prolongó el conflicto armado en Guatemala, el gobierno los reubicó en Cuchumatán, en el estado de Quintana Roo, al sur de México. Ahí nacieron sus primeros tres hijos de los diez que tendría con Maximiliano Morales. A la mayor la llamó Leonora Venustiana Morales Diego.
Tras los acuerdos de paz en Guatemala, la familia Morales Diego regresó al caserío en Ixcán, Guatemala. Sus hijos, tanto los mexicanos como los nacidos en Guatemala, le reclamaban: «¿Por qué nos trajiste?, aquí no hay comida» Entonces Lidia animaba a su esposo a irse a «los Estados». Pero ella misma cambiaba de opinión cuando escuchaba la crudeza de los relatos de otros emigrantes que habían pasado por México.
Su hija primogénita Leonora Venustiana se cansó de comer tortillas con sal y hierbas, de vivir de la caridad de los gobiernos que, cada tanto, regalaban lámina para techar la casa o daban unas becas de estudio para sus hermanos más chicos, que no alcanzaban ni para la comida del día. De dieciséis años, se fue de Guatemala. Durante un año se comunicó con su madre y después su rastro se perdió en Tabasco, donde ella se juntó con un mexicano de nombre Gabriel González Pérez.
—Yo aunque tenga una decena de hijos siempre me faltará uno. Como dice la Biblia, aunque tenga cien ovejas, si se te pierde una, el buen pastor tiene que salir a buscar a la oveja perdida. //
*Este texto fue publicado originalmente en diciembre de 2012, en el número 137 de Gatopardo.
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