Medianoche en México
En 2007, cuando la «guerra contra el narco» de Felipe Calderón se cocinaba a fuego intenso, Alfredo Corchado, periodista mexicano-estadounidense, recibió una llamada que tapizaría de noche sus días: Miguel Ángel Treviño, el Z-40, enfurecido por uno de sus artículos en el Dallas Morning News, le había puesto precio a su cabeza. *** La US […]
En 2007, cuando la «guerra contra el narco» de Felipe Calderón se cocinaba a fuego intenso, Alfredo Corchado, periodista mexicano-estadounidense, recibió una llamada que tapizaría de noche sus días: Miguel Ángel Treviño, el Z-40, enfurecido por uno de sus artículos en el Dallas Morning News, le había puesto precio a su cabeza.
***
La US Highway 83 de Texas es un corredor zigzagueante y solitario salpicado de pueblos abandonados y lugares de comida rápida. Una de las principales arterias de Los Caminos del Río atraviesa paralela al río por la ciudad de Laredo. Fundada en 1755, Laredo alguna vez fue la capital de la República del Río Grande, que se estableció brevemente en oposición al general López de Santa Anna.
En 1848, los habitantes de Laredo tuvieron que tomar una decisión. Después de la Guerra de Estados Unidos y México, Estados Unidos les dio a los habitantes de Laredo la opción de quedarse en lo que ahora es territorio estadounidense, el norte del río Bravo, o mudarse al sur del río a territorio mexicano. Algunos se quedaron en el norte, no tanto por lealtad a Estados Unidos sino por cariño a la tierra. Muchos se fueron al sur a empezar de nuevo. Se llevaron sus pertenencias, sus caballos y vacas; algunos incluso fueron al cementerio, desenterraron los restos de sus seres amados y se los llevaron para volverlos a enterrar en México, en «Nuevo» Laredo. La región se conoce como Los Dos Laredos.
En la primavera de 2005, yo iba seguido a Laredo para mandar comunicados sobre estadounidenses secuestrados en Nuevo Laredo. Por lo general, evitaba ir a Nuevo Laredo, aunque estaba tratando de averiguar información sobre cómo los Zetas estaban cambiando el modelo de negocios del narcotráfico. Fue una tontería de mi parte pensar que el peligro se quedaría al sur de la frontera.
La economía de los Dos Laredos depende del comercio. Es el puerto de entrada terrestre más grande de la frontera entre México-Estados Unidos, con cuatro puentes internacionales y una vía férrea. La frontera da a la entrada de la Interestatal 35, la «autopista TLC», y el enorme mercado estadounidense. Todo —desde frutas, verduras, televisiones y secadoras de pelo hasta estufas, refrigeradores, vehículos y drogas— se abre camino de México a Estados Unidos por este cruce.
CONTINUAR LEYENDOLos Dos Laredos pronto se convirtieron en una zona de interés para los cárteles mexicanos, sobre todo para los Zetas, que en el quinto año de gobierno de Fox empezaron a consolidar su poder en la región.
Los Zetas empezaron como un cuerpo de seguridad de élite para el líder del cártel del Golfo, Osiel Cárdenas Guillén, y como una fuerza paramilitar para proteger los intereses comerciales del cártel. Cárdenas Guillén, ex policía federal, quedó al frente del legendario cártel cuando el gobierno de Estados Unidos encarceló a su predecesor, Juan García Ábrego. Cárdenas Guillén quería ir a la segura y le encomendó a su lugarteniente de confianza, Arturo Guzmán Decena, la tarea de organizar un grupo de guardaespaldas de élite altamente entrenados para protegerlo y expandir la influencia del cártel del Golfo más allá del estado de Tamaulipas, que hace frontera con el sur de Texas. De paso, se deshizo de rivales menores en toda la región y le declaró la guerra al cártel de Sinaloa, que había estado expandiendo su ruta de distribución en la zona de Nuevo Laredo.
Guzmán Decena era un soldado de las fuerzas especiales del Ejército que desertó y se unió a los cárteles en 1997. Primero recurrió a ex soldados, algunos del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (GAFE). Los reclutas entrenados por estadounidenses nunca recibieron el entrenamiento completo, pues entre los altos mandos militares de Estados Unidos había cierta preocupación de que ese entrenamiento exhaustivo en operaciones especiales pudiera algún día volverse en su contra, así que Estados Unidos limitó lo que les enseñó a los reclutas. Pero los soldados mexicanos aprendieron técnicas de espionaje e infiltración, que iban a necesitar para enfrentar a los cárteles.
Con sus hombres, Guzmán Decena formó el primer narcoejército de México. Muchos de sus soldados venían de la pobreza. El ejército les había ofrecido un trabajo; el cártel ofrecía dinero y poder. Los tres hombres de mayor confianza dentro de los Zetas eran Guzmán Decena (Z-1), Rogelio González Pizaña (Z-2) y Heriberto Lazcano (Z-3); las «Z» eran claves que denotaban su rango y antigüedad en la organización. Estos tres hombres, junto con el nuevo recluta Miguel Ángel Treviño Morales (Z-40), emprendieron misiones secretas en ciudades del otro lado de Tamaulipas, incluyendo Nuevo Laredo. De allí era originario Treviño Morales y conocía íntimamente a los blancos que eliminaron. Se hizo fama de traidor. Estaban allí para ejecutar a los rivales de Cárdenas Guillén y asegurarse de que el cártel del Golfo siguiera siendo la organización narcotraficante más poderosa de Tamaulipas y la costa del Golfo de México.
En una calurosa mañana de agosto de 2004, los pistoleros entraron a Nuevo Laredo haciendo alarde de sus poderosas armas estilo militar, algunas contrabandeadas por veteranos de la Guerra del Golfo, como ametralladoras AR-15 y calibre .50. La gente se quedó paralizada. Si asustas a tu enemigo lo suficiente con tu potencia de fuego, es posible que lo venzas sin tener que disparar muchas balas: sólo hay que hacerle llegar el mensaje. A partir de ese momento, los Zetas controlaban los Dos Laredos.
Una tarde en 2005, yo estaba sentado con el investigador de Estados Unidos en la frontera. Nos habíamos conocido ese mismo invierno y rápidamente desarrollamos un vínculo. Teníamos California en común. Él era hijo de un mexicano que se había ido de voluntario a pelear por el gobierno de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, lo que le valió a su padre la ciudadanía estadounidense. De adolescente, el investigador jugaba de linebacker y halfback en el equipo de futbol americano de su escuela. Su sueño era convertirse en agente de Estados Unidos, como su héroe Kiki Camarena, el agente caído de la DEA.
Ahora era un investigador veterano del gobierno de Estados Unidos. Los Zetas —sobre todo Treviño Morales, conocido como El Cuarenta— acaparaban su atención. Cárdenas Guillén había sido arrestado en 2003 (más adelante sería extraditado a Estados Unidos) y Guzmán Decena fue asesinado en 2002.
El investigador llevaba años observando a los narcotraficantes por todo México y había estudiado el modelo organizacional de fraternidad siciliana que los cárteles habían adoptado. Pero los Zetas eran diferentes. No eran hombres de negocios. Eran más militaristas y practicaban actos de barbarie inauditos con total impunidad. Echaban víctimas vivas a los tigres; cortaban cabezas y las iban a dejar a alguna puerta; mutilaban cuerpos y los dejaban en lugares públicos. Sus rivales trataban de imitarlos, reclutando e igualando a los Zetas tanto en brutalidad como en violencia. Si el gobierno mexicano no los enfrentaba, los cárteles iban a trastornar el país, advirtió el investigador.
Nuevas rivalidades entre patrón y empleado, pronosticó, surgirían entre el cártel del Golfo y los Zetas. En ese momento, los Zetas no tenían los contactos necesarios con los colombianos para mover mercancía en serio, pero podían controlar las rutas de distribución con fuerza y cobrar una cuota por cualquier cosa que cruzara por «su» frontera, incluyendo migrantes y drogas. Los Zetas eran como extraterrestres en el mundo del crimen organizado, impredecibles y desconocidos. Era difícil imaginar qué podrían hacer después.
El sol se puso sobre el Río Grande y el investigador de Estados Unidos me contó lo profunda que era la corrupción entre los Zetas y el gobierno mexicano. Sí, había habido un cambio de partido, pero muy a menudo los mismos burócratas seguían en sus puestos, y sus contactos y fraternidad con los cárteles se mantenían prácticamente intactos. Pero con una gran diferencia: los Zetas eran más generosos con sus sobornos y mordidas, a menudo pagaban hasta 30% de sus ganancias a funcionarios clave del gobierno. El investigador estaba especialmente frustrado con la administración foxista. A menudo transmitía información a generales del ejército y la policía federal sobre figuras criminales clave, pero la información no llegaba a ningún lado o, peor aún, era compartida con los propios criminales. A veces de inmediato.
Como siempre, él sospechaba del mesero amistoso que no nos dejaba acabarnos el tequila antes de volvernos a servir. Me tengo que ir, dije; iba a ver a unos amigos.
—¿Va a estar Ramón? —preguntó.
—A lo mejor, pero no te quiere ver —respondí.
El Mañana es una empresa familiar que incluye a mi amigo Ramón como director general; su hermano Heriberto como director editorial; su hermana Ninfa, que era directora comercial, y su madre, también llamada Ninfa. Ella es una elegante representante de la vieja guardia del periódico y una de las familias de medios más influyentes de México. Ramón me estaba esperando en un lujoso bar de deportes llamado el Agave Azul. El bar contaba entre su clientela a gente de negocios, agentes federales, auxiliares del congreso y un número creciente de mexicanos exiliados que ya desde entonces estaban huyendo de los problemas del otro lado del río. Cecilia, la amiga que estaba con Ángela y conmigo la noche de la amenaza en la ciudad de México, estaba en la ciudad y también vino. En esa época estaba viviendo en El Paso, haciendo un proyecto de investigación en Juárez y escribiendo artículos para una revista.
Encontramos una mesa y estábamos viendo la carta de bebidas cuando un grupo de hombres treintañeros entró tranquilamente. Vestían de manera ostentosa, con pelo largo negro, pantalones bombachos y cadenas de oro. Caminaron hasta una mesa cerca de nosotros y se sentaron. Uno se levantó al baño; cuando venía de regreso, me miró directamente y me apuntó con el dedo como si estuviera amartillando una pistola. No estaba seguro de haber visto correctamente, así que le pregunté a Ramón:
—¿Me acaba de hacer así? —e imité el gesto—. Seguro es el nuevo saludo en Laredo —bromeé.
Nadie se rió.
—Voy a ver de qué se trata —dijo Ramón.
A Cecilia no le gustaba la idea de confrontar a los hombres y nos lo dijo. Le advirtió a Ramón que si se levantaba, ella se iba. Él de todas formas se levantó.
—Alfredo, hay que irnos —dijo ella.
—Cecilia, me estoy muriendo de hambre. Además, estamos del lado americano —respondí—. No va a pasar nada.
Ramón caminó hacia el baño, pero primero se detuvo en su mesa. Le tendió la mano al hombre que yo le había señalado. El hombre la estrechó. Intercambiaron algunas palabras. Luego Ramón siguió hacia el baño.
—No hay pedo —dijo cuando regresó a su asiento. Parecía más callado, guardándose su preocupación.
—Perfecto —dije—. Vamos a ordenar.
Cecilia estaba molesta. Le preguntó a Ramón si él la podía llevar. Le di las llaves del coche rentado. Caminó directo a la salida y se fue.
Un momento después, el gerente del restaurante vino y sugirió cortésmente que nos fuéramos. Ramón, molesto, exigió saber por qué. Era una persona conocida en Laredo y no estaba acostumbrado a ser tratado así.
—Por su propio bien —dijo el gerente. Apretó la mandíbula como diciendo: «Tú conoces a estos tipos tan bien como yo… ahora, váyanse».
Deseé haberle hecho caso a Cecilia, haber seguido su instinto. Traté de tranquilizar a Ramón.
—Güey, vámonos. Alcanzamos a Cecilia y nos echamos unas hamburguesas en otro lado —dije.
Agarré mi saco. Ramón estaba enojado y me siguió a regañadientes hacia la salida. Yo me dirigí a la puerta, pero Ramón se detenía a cada paso a saludar a alguien que conocía —y parecía conocer a todo mundo en los Dos Laredos—. Antes de que pudiera agarrar a Ramón para largarnos de ahí, me interceptó un mesero que traía una charola con dos caballitos de tequila.
—Son para ustedes, señor —dijo el mesero.
—Se equivocó —respondí—. Nosotros no ordenamos nada. Ya nos vamos.
—Cortesía del señor allá en la esquina —dijo el mesero, señalando a un hombre sentado en la barra, alguien que nunca había visto. El hombre saludó moviendo un poco la mano, luego se dirigió hacia nosotros. Por un momento, pensé que a lo mejor los tequilas eran para Ramón, dada su popularidad. Le dije que los tequilas seguro eran suyos, pero antes de que pudiera responder, sentí una palmada en la espalda.
El hombre, más bajo y fornido que yo, que es lo único que recuerdo de su aspecto, saludó a Ramón brevemente pero sin quitar el brazo de mi hombro. Ramón se distrajo en otra conversación con un grupo de mujeres paradas junto a nosotros.
—Me da gusto que andes otra vez por aquí —me dijo el hombre—. Agradecemos tu interés en nuestros Dos Laredos. Como puedes ver, aquí hay mucho movimiento. Somos una ciudad amistosa, con gente buena y mujeres bonitas. ¡Para que veas qué tantas viejas guapas tenemos aquí! —dijo, cabeceando hacia el grupo de mujeres platicando con Ramón.
—Sí —acepté, sin saber quién era este tipo ni si se suponía que yo debería conocerlo.
—Tratamos bien a los fuereños —continuó—, hasta que empiezan a hacer preguntas de los Zetas.
Yo había estado reportando varias primicias sobre la brutalidad de los Zetas y sus vínculos en el norte de Texas, su violencia creciente y sus enfrentamientos con la policía local. El hombre me abrazó más fuerte. Di un sorbo de tequila. Ramón se dio cuenta de que esto era algo más serio y se acercó para tratar de escuchar. Yo dije poco, sólo asentí con la cabeza, tratando de mantener una expresión neutra.
—Las cosas se pueden poner muy cabronas por aquí —siguió diciendo el hombre—. Déjame decirte lo que pasa cuando la gente empieza a hacer demasiadas preguntas: Te levantan, te torturan, luego te rebanan, un pedacito por aquí, otro por acá, y después te meten a un barril lleno de ácido y ven cómo te disuelves.
Incómodo, Ramón interrumpió y le dijo al hombre que le parara.
—Ya no chingues, compadre —dijo.
—Ramón, yo nomás vine a dar un mensaje —dijo el hombre.
El hombre me miró a los ojos e insistió.
—¿Me entiendes?
Le dije que sí, pero agregué que mi esposa estaba esperando mi llamada nocturna, y que si no sabía nada de mí, tenía instrucciones de alertar a las autoridades. En ese momento deseé tener esposa y también un montón de hijos y perros y un jardín grande para echar un balón de americano. Quería una vida normal.
—Mira, si te quieren matar no te va a salvar nadie, ni siquiera tu amigo del gobierno americano —dijo el hombre. El grupo de hombres que se había sentado cerca estaba afuera, nos advirtió. Me di cuenta que había estado tan enfocado en este desconocido que no los vi salir.
¡Chingada madre, pero si estoy en Texas, por Dios!
Rápidamente le dije que entendía. Le dije a Ramón que volvía en un momento. Caminé hacia la puerta, donde la persona de seguridad me confirmó que había un grupo de hombres en una Escalade negra en el estacionamiento.
De inmediato vi la camioneta y vi al hombre que me había apuntado con el dedo en el asiento delantero. Pensé en llamar a Ángela, ¿pero qué le iba a decir? Sólo la iba a preocupar. Así que salí del restaurante y llamé a Cecilia. Por suerte contestó.
—Cecilia, aquí la cosa se puso delicada —le dije—. Tal vez necesite que llames a la policía, pero todavía no.
—Carajo, Alfredo, ¿por qué no te fuiste conmigo? —respondió—. ¿Qué pasa? Les dije que se fueran. Ya sabía que esto no iba a acabar bien. ¿Qué pasó? Estoy sacadísima de onda, Alfredo.
—Ahorita no puedo entrar en detalles —dije—. Pero si no te llamo en diez o quince minutos, llama a la policía y mándalos para acá, ¿sí?
—¿Alfredo, qué pasa? —preguntó.
—Tú dame quince minutos.
Me insistió en que llamara de inmediato.
Cuando volví a entrar al restaurante, el hombre me estaba esperando. Había ordenado otra ronda de tequilas. Ramón estaba parado junto a él, mirándome con preocupación en los ojos.
—Espero haber sido claro —dijo el hombre. Le dije que lo había sido. Nos quedamos ahí parados sin decir palabra. Le dio un sorbo a su tequila y de repente se fue.
Ramón y yo vimos discretamente cómo saludaba a otros clientes. El grupo Quinta Estación sonaba en las bocinas con «Algo más».
Esperamos unos momentos. Le pregunté a Ramón qué debíamos hacer.
—Vámonos a la chingada —dijo.
Le dije que los hombres de hacía rato estaban estacionados afuera en una camioneta negra. Esperamos unos minutos más y luego vimos que las mujeres con las que Ramón había estado platicando ya se iban. Las seguimos afuera, charlando como si fuéramos viejos amigos: todo normal, rutina. Camino a la puerta, perdí de vista al hombre misterioso. Afuera, busqué la camioneta pero ya tampoco estaba. Ramón y yo nos subimos a su camioneta Chevrolet y salimos del estacionamiento.
Le hablé a Cecilia para avisarle que estábamos bien.
—Puta, Alfredo, me tenías bien preocupada —dijo.
—Perdón —dije, tratando de mantener la calma—. Todo está bien. ¿Quieres ir a comer?
Dijo que no y me pidió que me regresara a mi hotel.
—¿Ahora qué? —preguntó Ramón—. ¿Quieres una hamburguesa?
Claramente hambriento de volver a la normalidad, señalé un lugar de hamburguesas en la siguiente esquina.
—Sí —dije—. Allá hay un Whataburger.
El miedo se había transformado en adrenalina y hambre. Ordenamos hamburguesas de jalapeño, y luego tomamos la Interestatal 35 hacia el sur para ir al hotel. Un coche se nos emparejó en el carril de al lado. Miré con desconfianza al conductor, que se la pasaba volteándonos a ver. Con la mano derecha empezó a sacar lo que creí que podía ser una pistola, y me encogí de miedo, gritándole a Ramón que bajara la velocidad. Él pisó el freno, y también el otro conductor. Tiré la hamburguesa y los jalapeños. El hombre nos sonrió mientras se llevaba el celular al oído y se alejaba. Sentí que el corazón se me iba a salir del pecho.
Llegamos a nuestra salida y dimos varias vueltas por el estacionamiento del hotel buscando algo fuera de lo común, pero todo parecía normal. Entramos a mi cuarto en la planta baja. Ramón se estiró en el tapete y yo tomé una silla. Nos bajamos las hamburguesas con Dr. Pepper y hablamos otro rato, tratando de entender exactamente qué había pasado, cuál era el mensaje, si es que lo había. Ramón seguía viviendo en Nuevo Laredo y no quería cruzar a México en ese momento.
Me asomé de las cortinas del hotel para ver si no había nada sospechoso. Sólo camiones llevando productos por la Interestatal 35, al norte hasta Dallas, Minneapolis, la frontera canadiense.
La conversación se puso filosófica cuando Ramón hizo una reflexión de cómo estaba cambiando su país. No de una manera democrática, como alguna vez imaginamos, sino para mal.
—Con el PRI —dijo Ramón—, estábamos censurados pero teníamos suficiente libertad como para creernos que estábamos practicando periodismo de verdad. Nadie nos amenazaba, ni nos asesinaban ni se iban contra nuestras familias. Había reglas que todo mundo respetaba. No había tantos criminales, y si los había no actuaban como los de hoy.
—Es que no nos dábamos cuenta porque eran parte del sistema —dije—. Ahora ya no encajan tan bien.
El abuelo de Ramón, don Heriberto Deándar Amador, fundó El Mañana en 1932. Pionero de las comunicaciones en México, en la Revolución fue telegrafista y luego manejó uno de los primeros periódicos independientes del país. Una vez, para luchar contra la censura del gobierno, había recurrido a imprimir el periódico del otro lado de la frontera en Texas y distribuirlo en Nuevo Laredo.
Era más fácil entonces que ahora. Ramón había aceptado censurar el periódico familiar preocupado por el bienestar de su personal y su familia, después de que su hermano Heriberto había sido secuestrado brevemente por los Zetas hacía casi un año. De los dos hermanos, Heriberto, el menor, era conocido como el más reflexivo, un editorialista serio con grandes ideas. Fornido, bien parecido y seguro de sí, tenía un estilo acicalado que contrastaba con el aire bohemio de su hermano. Se veía a sí mismo entre la siguiente generación de líderes mexicanos. Ramón, por otro lado, no ocultaba el hecho de que manejaba el periódico no tanto por una pasión al periodismo sino por un compromiso con su familia y con el legado de su abuelo.
Cuando los Zetas secuestraron a Heriberto, Ramón logró su liberación con una llamada a un hombre que conocía, que estaba activo en el cártel. El hombre hizo algunas llamadas y le dijo a Ramón que su hermano sería liberado en breve, pero que los nuevos jefes querían hablar con él. Ramón prometió presentarse a la reunión, después de que regresaran a su hermano. Ramón quería mandar el mensaje de que su familia no le tenía miedo a los mafiosos y que no tenían nada que ocultar. Heriberto fue devuelto esa noche. Poco después, los dos hermanos se subieron a su camioneta y se dirigieron a un parque, donde se había acordado la reunión. Después de la media noche, una docena de camionetas, pickups y coches llegaron.
Los hombres del cártel se presentaron uno por uno. Querían hacer un trato y las condiciones eran muy sencillas, dijeron.
Primera: El Mañana se volvería el portavoz de los Zetas. Segunda, El Mañana dejaría de investigar a narcotraficantes.
Ramón, asustado pero con cara de palo, les dijo:
—No chinguen. Si acepto ser su portavoz, estoy firmando mi sentencia de muerte y la de toda mi familia. Si no nos matan ustedes, nos matan sus rivales. Acepto la segunda, y eso debe resolver también la primera.
A partir de entonces, una vocera «oficial» de los Zetas se comunicaba a través de un reportero de la fuente policiaca, y le dictaba qué notas de crimen podían aparecer en el periódico del día siguiente. La vocera también les advertía a los reporteros las consecuencias de portarse mal. Los reporteros, aun al interior del periódico, empezaron a desconfiar unos de otros.
Debo haberme quedado profundamente dormido, porque cuando desperté era temprano en la mañana y Ramón se había ido. Llamé, lo desperté y lo invité a desayunar hot cakes al hotel. Cecilia también vino, aliviada de que estuviéramos bien, pero aún enojada de que no le habíamos hecho caso.
—Nos portamos bien valientes… ¡pendejos, pero valientes! ¡Hasta que nos dimos cuenta de que ya nos habíamos cagado! —dijo Ramón. Trató de bromear sobre la noche, pero era inútil. Cecilia no se estaba riendo. Los tres discutimos cómo sabían estos hombres quiénes éramos o que yo había pasado la tarde con el investigador de Estados Unidos, que estaba frustrado de que no lo hubiera llamado durante el incidente.
—La próxima vez me hablas, ¿sí? Allí se nos fue una oportunidad. Hubiéramos podido agarrar a estos güeyes, carnal —dijo—. Y a lo mejor alguno nos lleva a un arresto más importante: el Cuarenta.
—Sí —respondí—. ¿Pero no te parece raro que todo esto haya pasado del lado americano de la frontera?
—Para nada —respondió—. Aquí es su patio trasero. Voy a hablar con mis fuentes, pero seguro era gente del Cuarenta.
Unos meses después, Ramón se tragó su orgullo patrio y se mudó a Laredo por seguridad de su familia, cuando las llamadas de amenaza de los mafiosos aumentaron. Incluso habían ido a su casa a vigilarlo y le habían dejado advertencias en su oficina. Eran los dueños de la ciudad.
—Ven a conocer mi casa nueva —me invitó Ramón.
Lo hice y descubrí que también tenía un juguete nuevo, un Porsche gris oscuro; un reflejo, me dijo, de su creciente conciencia de su propia mortalidad al llegar a los cuarenta años de edad. Además, había abierto una sucursal de su bar de Nuevo Laredo en Laredo, para seguir el éxodo de sus clientes. Nuevo Laredo se estaba vaciando cada día más. Ofreció llevarme a dar una vuelta; destino: la Isla del Padre. Avanzamos a toda velocidad por esa solitaria y zigzagueante Highway 83, bordeando la frontera, y pasamos el punto donde la carretera baja casi hasta territorio mexicano.
Ramón manejaba en silencio. Se talló la pequeña cicatriz debajo del ojo derecho, recuerdo de cuando un Zeta le dio un culatazo, porque Ramón trató de decirle que se comportara, en su bar en Nuevo Laredo la víspera de Año Nuevo.
Ramón me contó que los Zetas querían tener cada vez mayor control del periódico. También querían controlar las fotografías. En un caso, la foto de un investigador federal mexicano sospechoso de tener nexos con el cártel rival de Sinaloa, se publicó en el periódico —lo cual les encantó a los Zetas—. Pero sicarios, probablemente del cártel de Sinaloa, se vengaron: fueron a balear las oficinas de El Mañana y lanzaron dos granadas al interior del edificio. Tres balas le dieron a un reportero, dejándolo con parálisis. Si por algún motivo las noticias del día favorecían a los Zetas, hacían encabronar a los de Sinaloa. Ramón no podía ganar. Es muy peligroso que perciban que favoreces a un cártel porque el cártel rival te puede matar y culpar a los otros, me aleccionaba Ramón. Luego estaba el problema de publicar noticias reales. Ramón sospechaba que la noticia con foto de un reconocido sicario con uniforme de policía federal había sido filtrada por un reportero coludido con los Zetas, porque querían exhibir el vínculo del gobierno de Fox con el cártel de Sinaloa. Despidió a dos reporteros y sospechaba de otros.
Camino a la isla, de repente Ramón le bajaba a la música de Los Intocables para compartir sus penas, el horror que había caído sobre su familia y el dolor de haber abandonado su ciudad. Ahora, toda su familia —con excepción de su madre, una mujer obstinada y temeraria— vivía en Laredo. A veces sentía que había traicionado a su país, ¿pero qué más podía hacer?
—Estamos enterrados vivos —dijo—. Seguimos vivos, pero en un hoyo negro.
Llegamos a la Isla del Padre esa noche. Le pisó a fondo cuando cruzábamos el puente de Port Isabel, viendo un mar de estrellas sobre nosotros. Jim Morrison aullaba el «Roadhouse Blues», y Ramón llevaba el ritmo con la mano derecha en alto y el dedo índice apuntando al cielo. Las aguas que rodeaban la isla se agitaban en la oscuridad.\\
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