Los migrantes apátridas
Omar Millán
Fotografía de Guillermo Arias
Estos son sus testimonios de miles de expatriados que viven en la frontera mexicana como apátridas.
El viaje de regreso de estos hombres fue oscuro y en silencio. Aún cuando ocurrió en meses y años distintos, la sensación de vacío y pérdida siempre fue la misma. Tomó poco más de tres horas de la noche, pero a todos les pareció que había transcurrido más tiempo. Iban esposados y con los uniformes color naranja de la prisión. A través de las ventanas del autobús que los trasladaba a la frontera mexicana, vieron eventualmente búhos, cuervos y otras aves nocturnas, como si éstas ya presagiaran su mala fortuna.
Fueron peones, jornaleros, lavaplatos, obreros, jardineros o tuvieron otras vidas invisibles en Estados Unidos, donde permanecieron por décadas sin documentos de nacionalidad… hasta que los repatriaron a un lugar que en el imaginario institucional es su país, pese a que en esa tierra existe otro idioma, otra política, otra cultura, otra forma de mirarse, otro sufrimiento.
“El mundo en el que viví está sólo en mi cabeza. Sí, ya sé, es difícil entender, pero a veces siento que sigo allá, en el otro lado, que realmente lo que estoy viviendo ahora es un sueño”, me dijo Marco Antonio González, de 28 años, mientras fumaba un cigarro afuera de la empresa de operadores telefónicos en la que labora ahora, donde también estaba una docena de sus compañeros de trabajo, todos expatriados, con ropa holgada, el pelo rapado y tatuajes en brazos, cuellos y cabezas —algunos con símbolos de pandillas de California, demonios y payasos; otros con nombres en letras góticas y rostros de seres queridos—. “Tenía dos años cuando mi mamá nos llevó a vivir a Estados Unidos. Yo viví en Long Beach. Ahí crecí, estudié la escuela y tuve muchos trabajos. Yo ya no soy de allá, de Morelos… Un amigo me recomendó que buscara trabajo en un call center, que me contratarían por mi inglés.”
Consiguieron ser parte de algo allá, pero un día el lazo terrenal, que había amarrado la esperanza de una vida mejor, se rompió.
“Uno acaba por acostumbrarse a todo, por increíble que parezca, acaba. Yo tenía una casa, un trabajo, mis hijos, mi esposa. Cuando quería podía ir a un McDonald’s y comerme una hamburguesa. Había estado mucho tiempo en Los Ángeles, yo sentía que era de ahí. Ahorita estoy en este albergue, con otros que también los mandaron para acá. Al principio lo más duro aquí era que tenía pensamientos de estar todavía allá. Pero te empiezas a acostumbrar a esto, a tu realidad”, me dijo Moisés Dávalos, de 34 años, con una sonrisa amarga que llenó de surcos su rostro enjuto y moreno, curtido por el sol y los días de indigencia. Dávalos, nativo del Estado de México y deportado luego de vivir 19 años en California, estaba en el refugio del Ejército de Salvación. Comía aprisa en el comedor que compartía esa noche con 78 migrantes repatriados, quienes sólo movían sus cucharas del plato hacia su boca y miraban de reojo a sus compañeros, sin hablar, como si nunca se hubieran visto o no tuvieran nada que contarse. En el ambiente flotaba el olor de humanidad, asfalto, tristeza y sopa recalentada.
Todos pretendieron cambiar sus destinos. Dejaron atrás lo que significó su vida, que de alguna manera sabían que sería fugaz por su condición de estar sin papeles en un país obsesionado con la vigilancia e identificación de cada uno de sus habitantes.
CONTINUAR LEYENDO“La mayoría de estos hermanos nuestros llegan sin fuerza siquiera para ponerse ropa limpia, afeitarse, bañarse. Llegan sin voluntad, sin energías para despertarse temprano e ir a buscar trabajo. Cuando les cuentas una historia no esperan al final, no te prestan atención. No tienen ganas de reírse de un chiste. Duermen mucho, casi todo el día, los primeros días nosotros los dejamos que duerman… Sabemos que están deprimidos. Muchos te comienzan a platicar algo y luego dejan de hacerlo, se interrumpen, porque se dan cuentan de que lo que dicen no tiene sentido. Así se les pasan los días”, me dijo Andrés Saldaña Tavares, coordinador en Baja California del albergue Ejército de Salvación, ubicado en la colonia Libertad, un barrio popular emblemático de Tijuana, a un costado del muro metálico binacional.
Apenas cruzaron lo que se suponía era su patria, sintieron el vacío de lo que ha sido destruido, esos ladrillos de desconocimiento y silencio. Su repatriación ocasionó que sus perspectivas se volvieran borrosas. Era el regreso a una patria que dejó hace tiempo de serlo.
“A pesar de que me sentía muy cansado, no pude dormir, sólo pensaba en todo lo que me había pasado. En mi casa, mi familia, mis hijos… Todos estábamos muy pensativos, como que todavía no creíamos lo que nos pasaba. Había uno que también traía el uniforme naranja de la prisión y supe que acababa de salir de la cárcel luego de 15 años y ese mismo día lo iban a cruzar para México. Me acuerdo muy bien de él porque era el único que parecía que estaba rezando, ponía las manos para orar como los niños en su primera comunión… Se veía muy triste”, me dijo al recordar su repatriación Antonio Mendoza Aispuro, de 34 años, afuera de una iglesia cristiana evangélica del Mariano Matamoros, un barrio al este de Tijuana. Mendoza, un hombre delgado y de rostro triste, vivió 24 años en California, donde perteneció a una pandilla. Las huellas de aquella vida están en los tatuajes de su cuello, que su camisa gris abotonada cubría parcialmente, y la falta de un diente incisivo. Cada semana asistía a la iglesia para hablar sobre su experiencia y daba consejos a migrantes recién deportados de cómo adaptarse a esta región.
Las noches caen pronto en la frontera. La monotonía de los días los lleva a reflexionar una idea fija: ¿Por qué su vida ha sido la clandestinidad, huyendo de algo o alguien, mirar al cielo como si allá arriba estuviera la respuesta de lo que anhelamos?
“¿Que por qué salimos de niños del país? Fue por necesidad, porque éramos muy pobres. Pero ya no recuerdo cómo hablábamos allá ni la comida de allá”, me dijo Jorge Arceo Ochoa, de 31 años, nativo de Tamazula, Jalisco, y quien vivió en Estados Unidos desde que tenía un año de edad.
Sigifredo Vargas, de 30 años, nativo de Michoacán, un deportado que a los ocho años de edad cruzó con su familia ilegalmente a Estados Unidos, me dijo: “Aquí no hay oportunidad de estudio o trabajo y, si lo hay, no es como lo habías soñado. No tendrás lo que deseas: los autos, las casas, los viajes, la ropa, en fin, la vida de los ricos”. Arceo y Vargas estaban en el patio de la Casa del Migrante de Tijuana, junto a una veintena de inmigrantes repatriados, una tarde reciente luego de pasar las horas de la mañana buscando empleo. Varias cobijas de lana a cuadros estaban tendidas en los barandales de los cuartos del refugio y emitían un fuerte olor a humedad que ninguno de aquellos hombres, con su aire de desamparo, parecía advertir.
El deportado es un apátrida que ha sido obligado a abandonar la tierra que lo hacía sentir útil, valorado por su trabajo. Lo que llaman repatriación es una paradoja, un concepto burocrático que no explica lo que realmente sucede. No regresan a su patria, tampoco al lugar donde partieron. No es el comienzo. Es otra cosa. Un exilio.
Millones de personas cruzaron de forma ilegal a Estados Unidos a pesar de que el gobierno de ese país puso guardias armados y tecnología sofisticada. Nadie sabe con certeza cuántos migrantes murieron en esos viajes. Sus cementerios carecen de cruces, son pisados por otros como ellos dispuestos a morir en el mar o en el desierto, porque desean la vida que les contaron sus familiares o que vieron desde niños en filmes, donde invariablemente comparaban su situación real con la ficción. La Coalición Pro-Defensa del Migrante estima que 6 627 migrantes han muerto a lo largo de los 3 185 kilómetros que tiene la frontera entre Estados Unidos y México, desde que se implementó en 1995 el Operativo Guardián, un plan del gobierno estadounidense que reforzó el sur de su frontera para imposibilitar el cruce, empujando a los migrantes hacia las montañas y los desiertos, donde los picos ascienden a 1 800 metros y las temperaturas rebasan los 50 grados centígrados. Mientras que la Patrulla Fronteriza calcula en 6 023 las muertes de migrantes al cruzar ilegalmente de México a Estados Unidos.
“A esa cifra hay que añadir los más de mil muertos no identificados en panteones de Estados Unidos y los restos óseos esparcidos en los desiertos de Imperial y Arizona”, me dijo Pat Murphy, actual director de la Casa del Migrante en Tijuana.
No obstante a los operativos para detener el flujo de migrantes sin papeles y la gran recesión económica de Estados Unidos, la Oficina del Censo estadounidense estima que actualmente en su territorio el número de personas de origen mexicano asciende a 33.6 millones de personas.
Entre los años 2000 a 2016, Estados Unidos repatrió a 8 631 000 personas de origen mexicano, de acuerdo con la Secretaría de Gobernación de México. La mayor cantidad de deportados cruzaron por Baja California (24.7%), Tamaulipas (32%) y Sonora (19.3%); el resto fueron llevados a Chihuahua, Coahuila y Ciudad de México.
Pese a que las deportaciones disminuyeron en los últimos cinco años, Estados Unidos hizo más severos los castigos para los que intentaran cruzar ilegalmente y se centró en detener a mexicanos sin papeles que tenían más de una década residiendo en ese país. De 2008 a 2017, especialistas dijeron que las autoridades norteamericanas incrementaron la deportación de migrantes sin papeles que tenían mucho tiempo residiendo en Estados Unidos. Luis Escala, investigador del Colegio de la Frontera Norte (Colef), me dijo que actualmente los deportados son a menudo hombres que tienen esposas e hijos allá; “su expulsión rompe lazos familiares”.
“Es una crisis de derechos humanos muy fuerte, especialmente para los que entraron a los Estados Unidos como niños, porque crecieron allá, hablan inglés y no tienen ni un sendero para escapar. Muchos no entienden la cultura [mexicana], son norteamericanos después de vivir toda su vida en el norte, pero no hay posibilidad de avanzar en los Estados Unidos con su cargo de ilegalidad”, me dijo Douglas Massey, profesor de sociología y políticas públicas de la Universidad de Princeton.
Los apátridas vagan por la ciudad, sienten el peso de los fines de semana, las risas ajenas de niños que juegan en los parques mientras sus padres descansan en una banca; el beso de una pareja o las miradas de los enamorados. Eso que dejaron en otra tierra y que, con tanto tiempo para reflexionar, piensan que no lo apreciaron en su momento.
“Muchos nos buscamos en la noche. Cada noche nos escapamos de la muerte. Si no es por la droga es por la policía… Con la droga nos autodestruimos despacio, sin que nadie se entere. Nos clavamos [inyectamos la droga] y todo cae a nuestro alrededor… La policía no nos deja en paz cuando andamos en las calles, nos discriminan, nos piden papeles, una identificación que no traemos. Muchos no tenemos dónde vivir cuando nos deportan y a los tres días en la calle cualquiera luce como un indigente… ¿Hambre? Eso no es tan grave, hay desayunadores que nos dan gratis un desayuno bien reportado. Creo que lo más grave es la angustia, tratar de calmar la desesperación que se siente”, me dijo Arturo Macías, un poblano de 41 años que, sin embargo, parecía tener veinte más por su cuerpo moreno, esquelético, ropa holgada y mirada sin vida, mientras se respiraba aire putrefacto producto de las aguas negras que cruzaban cerca de su casucha en la canalización del río Tijuana. La familia de Macías lo cruzó ilegalmente a Estados Unidos cuando tenía meses de nacido, allá vivió por tres décadas. Lo habían deportado cuatro veces, la última en 2010; desde entonces vivió en refugios para migrantes y luego en la rivera del río Tijuana en alcantarillas y casuchas junto a decenas de otros deportados.
Desde abril de 1987, la Casa del Migrante en Tijuana ha ofrecido refugio a migrantes de México y de otros países que intentaban ingresar a Estados Unidos ilegalmente. Fue por muchos años el principal refugio para jóvenes de 18 a 25 años que buscaban cruzar y estaban llenos de esperanzas. Hoy, en este refugio para migrantes predominan los hombres de 30 a 40 años que ya conocieron el otro lado y sienten que el sueño americano terminó. Con la frontera casi sellada, el refugio acobija más que nada a migrantes repatriados. Desde el 2009 esa población representa el 90% de sus residentes.
Los directores de los albergues para migrantes y los centros comunitarios cristianos en la frontera, que históricamente han apoyado a estos grupos vulnerables, coinciden: se trata de un fenómeno nuevo, el desarraigo que han sufrido estos miles de hombres no tiene paralelo en la historia reciente.
Todos estos hombres y mujeres habían establecido vínculos que constituyeron, durante su estadía en Estados Unidos, su razón vital. Ahora enfrentan el destierro. Sus testimonios, a pesar de que se refieren a un pasado relativamente cercano, parecen una crónica del futuro de los mexicanos, al menos de esa mitad de mexicanos que vive en el país y que está dentro de la pobreza.
Según el último informe del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), que midió la evolución de la pobreza en México de 2010 a 2016, el número de personas en situación de pobreza en 2016 (53.4 millones) fue menor al reportado en 2014 (55.3 millones, casi la mitad de la población del país), aunque mayor que en 2012 (53.3 millones) y que en 2010 (52.8 millones). La pobreza había repuntado en Morelos, Campeche, Oaxaca, Chiapas, Estado de México, Sinaloa, Coahuila, Hidalgo y Baja California Sur.
Todas las razones para abandonar el país y cruzar con pasaporte o sin documentos a Estados Unidos seguían en el ambiente: pobreza, desigualdad social, desempleo, encarecimiento de productos básicos, corrupción e impunidad en las oficinas gubernamentales, además de la violencia desatada por la guerra contra el narco. Es decir, la salida de México está permanente al amanecer. Una salida obligada que conocen varias generaciones.
Como un espejo roto —no importa que dé una imagen completa del ser humano, basta con un fragmento—, los migrantes repatriados que habían vivido durante mucho tiempo en Estados Unidos eran vidas rotas buscando sentido, pertenencia, un pedazo de quiénes son. Contrario a lo que pudiera creerse, no se asumían como víctimas tras su deportación. Todos los entrevistados aceptaban sus delitos —desde conducir sin licencia de manejo hasta crímenes que cometieron en pandillas— y sus consecuencias. Lo que no entendían bien era el arraigo que sentían por una región que les decían que no era suya, esa extrañeza en su interior de sentirse exiliados.
Muchas veces vi sus rostros asimétricos, llenos de dudas. La mayoría no encontraba palabras para explicar su situación, como si el lenguaje se les hubiera caído. Se perdían tratando de hallar el vocabulario de la experiencia que vivían. El sistema que alguna vez les había dado una esperanza de mejor vida era el mismo que ahora los degradaba. Había algo en los fragmentos rotos de los espejos en los que se miraban, pero no sabían qué era.
Algunos extraían ánimos de sus recuerdos felices, como si la energía de lo que vivieron todavía iluminara su interior. Muchos no se habían querido ir de la frontera. Se establecieron aquí porque sus familias en Estados Unidos los podían visitar o platicar con ellos desde el muro metálico; y también porque en la frontera hallaron gente que tenía la misma experiencia de exilio, lenguaje, miradas, vestimenta, tatuajes y vacíos. Comenzaron a formar comunidades o tribus modernas en iglesias, centros de rehabilitación o asociaciones civiles.
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La frontera de Tijuana es conocida sobre todo por sus dramas migrantes. Alguna vez fue el principal cruce ilegal de inmigrantes latinoamericanos hacia Estados Unidos, y en la actualidad es una de las principales puertas de ingreso para los repatriados mexicanos.
Los migrantes han sido parte del paisaje y la esencia de esta ciudad a lo largo de su historia. Tal vez, en el fondo, el verdadero argot tijuanense sea los ojos heridos de migrantes que deambulan sin rumbo y se confunden con las aceras, los edificios mal pintados, el ruido de los automóviles y los atardeceres.
Sin embargo, en los últimos años, esos lugares que conservan las huellas de los migrantes que los habitaron se comenzaron a poblar de gente deportada que vivió por un largo periodo en Estados Unidos. A diferencia de los migrantes que históricamente cruzaban por esta frontera, que habían estado poco tiempo en Estados Unidos, estos “nuevos” migrantes se sentían extraños en esta tierra, discriminados o rechazados. No encontraban empleos o si los hallaban no los remuneraban por lo que sabían hacer o conocían. Tampoco tenían acceso a seguridad social y muchos sufrían el acoso policiaco porque no tenían una identificación o porque su aspecto era sospechoso de la presunción de un delito. Paradójicamente, lo que parecía aliviarlos un poco era encontrarse con otros como ellos.
Cuando hablé con decenas de repatriados, siempre me sorprendió que en sus relatos el tiempo pasado —su estancia en Estados Unidos— era más vívido y nítido que su presente, como si intentaran retardar el tiempo con la vida de antaño, cuando se habían sentido útiles, apreciados, en ciertos momentos felices.
Entre gobiernos y organizaciones civiles no existe consenso sobre a quién se debe considerar apátrida. La Agencia de la onu para los Refugiados (Acnur) define a una persona apátrida como aquélla que no es reconocida por ningún país como ciudadano. Está atrapada en un limbo legal con accesos mínimos a derechos básicos como salud, seguridad y educación, entre otros. Los apátridas no tienen nacionalidad debido a razones legales o de discriminación. La mayoría viven en países en los que se les discrimina por su etnia, religión o género. A miles de personas no se les ha denegado formalmente la nacionalidad ni se la ha despojado de ella, pero se les niega el acceso a muchos derechos humanos que disfrutan otros ciudadanos.
“La migración generalizada de carácter irregular ha dejado a varios miles de personas, y en especial a sus hijos, sin registrar y en riesgo de apatridia”, señala la Acnur. Su situación se complica en los lugares clandestinos donde se combinan la xenofobia, la discriminación, la violencia y las actividades criminales de mafias.
Los primeros apátridas que conocí vivieron entre cinco y 20 años en Estados Unidos, pero tras su deportación estaban en El Bordo, una zona del distrito Centro de la frontera entre el canal de concreto del río Tijuana y el cerco metálico que divide México y Estados Unidos. Eran casi dos mil personas —coincidían autoridades y organismos no gubernamentales— que permanecían ahí en casuchas realizadas con cartón y madera roída, en alcantarillas, laderas y puentes. La mayoría eran repatriados y casi todos drogadictos.
Los casi dos kilómetros de El Bordo eran un viaje corto por la vida en la indigencia y la miseria desmoralizadora. Hombres y mujeres entre los 30 y los 40 años, que parecían de 60 por sus rostros enjutos y cuerpos encorvados, vivían en la incertidumbre, sin documentos que los acreditaran como mexicanos; sorteaban cada día su alimento con dádivas.
Vi otros cientos de apátridas que caminaban por la ciudad buscando empleos en centrales de abastos, talleres de oficios, fábricas o esquinas donde los contrataban temporalmente para pintar cercos, labores de plomería o limpiar hierbas de terrenos. Muchos estaban hospedados en refugios migrantes, que les daban entre 15 días y tres meses de asilo sin costo. Sus expresiones solemnes —miradas fijas a la nada, letanías de sí mismos seguidas de abruptos silencios— exponían los conflictos internos que los agobiaban. Sus lenguajes advertían el shock que les había causado el retorno: palpar a diario la desigualdad, la injusticia; pensar sólo en el instante que obliga a buscar qué comerán, eso de lo que trataron de escapar cuando cruzaron de forma ilegal al norte.
Otros apátridas viajaron, tras su deportación, al lugar donde nacieron para visitar la casa de sus padres en pueblos de México, donde sus infancias estaban borrosas, pero se regresaron pronto a la frontera porque allá se sentían extraños. Aquí en la frontera rentaban un cuarto, estaban empleados en alguna fábrica o taller de oficios; se distinguían de los otros migrantes porque tenían una mejor posición económica y la mayoría contaba con una identificación oficial. Muchos traían celulares con los que se comunicaban con sus hijos o sus parejas que se habían quedado en Estados Unidos. Pero sobre todo habían conseguido sortear de momento la depresión y otros demonios al crear colectivos en iglesias cristianas de la ciudad o centros de rehabilitación, a las que asistían al menos dos veces por semana, donde convivían con otros seres humanos que habían tenido las mismas experiencias emocionales.
No obstante, compartían la sensación de fatalidad de los otros apátridas, esa frustración que — la historia nos lo ha mostrado— es un caldo de cultivo para la violencia. El aire de irrealidad que parece acecharles en todo momento.
Los apátridas habían formado colectivos muy peculiares, donde compartían pasados comunes y la cuestión de su identidad (no sentirse mexicanos ni enteramente estadounidenses), la búsqueda de qué son en el presente. Ninguno se sabía un ser humano entero, todos habían perdido algo o mucho (una tierra que les dio trabajo, dinero, el sentimiento de ser útiles, respeto; mirarse de forma sincera e íntegra; una familia). Su arraigo, lo sabían, estaba confuso en una ciudad de gente ajetreada, para la que el muro fronterizo significa una espera hasta que un oficial estadounidense revise su pasaporte.
El relator de la onu para los derechos de los migrantes y fundador del Colef, Jorge Bustamante, me dijo en su despacho del Colegio que a través de la historia la reacción racional de cualquier mexicano ha sido que “si se va a Estados Unidos le va a ir mejor que si se queda en México. En todos los niveles México está dando menos oportunidades que Estados Unidos”.
La naturaleza centenaria del movimiento poblacional de mexicanos se ha alimentado del aprendizaje de la experiencia migratoria de miembros de la comunidad que se fueron a Estados Unidos, me dijo Bustamante. “Hablan de cómo les fue y eso les da una idea de una opción, de algo que contrasta con la ausencia de opciones en México.”
Agregó que el sentimiento apátrida lo han experimentado muchos migrantes mexicanos en la historia cuando han sido deportados, a pesar de saber que no son nativos de Estados Unidos.
Douglas Massey, profesor de sociología y políticas públicas de la Universidad de Princeton, señala que la trama de la migración tiene cuatro momentos que marcaron la visión de la política migratoria de Washington: “El Programa Bracero” (sucedido de 1942 a 1964, un acuerdo laboral temporal, principalmente en el sector agrícola, que movilizó a cinco millones de trabajadores mexicanos); “El ascenso de la amenaza latina” (1965-1995, que culminó con la puesta en marcha del Operativo Guardián); “Los tiempos de Guerra” (1996-2006, Estados Unidos y sus conflictos en Medio Oriente) y “El punto muerto” (2007-2011, cuando la tasa de migración de los mexicanos cayó a cero tras las deportaciones masivas, mayor seguridad en la frontera y la crisis económica).
“La política migratoria está completamente fregada desde el principio. A través de los años, de 1965 a 2005, la cantidad de migrantes que entraron a los Estados Unidos no cambió mucho, sólo la categoría. Ser ilegal ofreció oportunidades a políticos y burócratas para marcar a migrantes como criminales y, con estas metáforas malas, así podían conseguir más y más fuertes políticas contra la migración”, me dijo Massey. “Fue un proceso autosostenido a través del tiempo, que con más recursos hacia la frontera, más aprehensiones de migrantes, confirmaba para ellos que había una invasión de mexicanos hacia los Estados Unidos y que necesitaban más recursos para la patrulla fronteriza. Es todo un círculo que no tiene nada que ver con la realidad entre México y Estados Unidos, que es la parte de la economía.”
A nivel pragmático, históricamente ambas economías se han beneficiado de la migración mexicana. Para México, el dinero que los millones de mexicanos enviaban de Estados Unidos significó por décadas la segunda entrada de divisas, luego de las exportaciones del petróleo. Mientras que para Estados Unidos, el trabajo de estos millones de mexicanos, sobre todo en labores del campo, la construcción y en áreas domésticas, significó que su sociedad funcionase y en consecuencia su misma economía.
Sociólogos del Colef han explicado a través del tiempo los retornos de migrantes a México atribuyéndoles categorías como: el retorno definitivo del migrante “exitoso”; los retornos de migrantes jubilados o vacacionistas; los retornos periódicos, como parte de programas de trabajos temporales; el retorno definitivo del migrante fracasado, por inadaptación, precariedad laboral, adicciones; y los retornos forzados. En todos los casos se menciona el sueño americano, ya como deseo roto o deseo alcanzado, pero pocas veces se define. Se da por sentado su concepto, aunque se trate de una metáfora.
Quizá quien mejor lo ha definido sea el cine de Hollywood: el color de sus filmes, los rascacielos, las sonrisas de los actores, sus ropas, sus automóviles, la sociedad ordenada y aparentemente libre, esa sensación tan repetida de la felicidad que se tiene tras la búsqueda de ella. Hollywood nos ha vendido la idea de que la vida llena de belleza y sentido está en Estados Unidos y (en ciertos casos) en Europa, mientras que el resto del mundo —con su desorden, edificios destartalados y transportes baratos— debe prepararse para vidas secundarias, sin importancia.
Al sueño americano se han agregado otros significados: cumplimiento de la ley y el orden, un nuevo lenguaje, salarios en dólares que valoran un esfuerzo que en México no se toma en cuenta, felicidad y libertad. Ideales por los que están dispuestos a arriesgar la vida. Para los apátridas, ese sueño se cayó en pedazos. La ilusión quedó al otro lado del muro.
“Es raro sentirte abandonado en la tierra que te dicen que es donde naciste, pero así es. Aunque eso de sentirse abandonado es un decir, porque nunca estás completamente así. Siempre hay alguien que tiene pena por ti; otros con tu misma suerte, vida. Es curioso, ahora que lo pienso, cómo otros como tú, que están igual o más jodidos, pueden aliviarte un poco”, me dijo Alfredo Gutiérrez Zárate, de 46 años, un hombre moreno de baja estatura y ojos tristes nativo de Oaxaca, deportado después de vivir treinta años en Estados Unidos. Tenía grabado debajo de su ojo derecho, como una lágrima, el número 13 y sobre su cuello y brazos asomaban fragmentos de sus tatuajes.
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“Muchos que llegan aquí estaban en el negocio de la construcción. Allá en Estados Unidos tenían sus trocas, sus casas y sus familias. Y de repente ya no tienen nada. No pueden ver a su familia o cuando pueden les traen a los hijos. A veces la esposa está como ilegal, es decir, se quedan sin pareja. Hay quienes se quedan sin ver a los hijos por mucho tiempo. Vienen con un dolor impresionante”, me dijo Norma Díaz, ejecutiva de Telvista, una de las 35 empresas de call centers de Baja California, que emplean a casi diez mil personas, la mitad de ellas deportados, como operadores para llamar en inglés a compradores de Estados Unidos para cobrarles deudas de tarjeta de crédito, servicios de transporte u otras acreencias.
De acuerdo con David Sotelo, director del centro de psicología Dasfé, ubicado en Tijuana, y quien ha atendido desde 2014 a grupos de repatriados que trabajan en call centers, los casos de deportados que tenían mucho tiempo residiendo en Estados Unidos son un problema social que jamás había visto en 25 años de ejercer su profesión.
A menudo los seres humanos cuando llegan a terapia presentan un problema emocional, me dijo Sotelo. “Los repatriados traen muchos problemas emocionales juntos: la separación de la familia, la falta de trabajo, resistencia a adaptarse a la ciudad y el que su futuro no sea muy promisorio aquí. Están con mucho dolor y muy enojados con la vida.”
Letza Bojórquez, profesora investigadora del Departamento de Estudios de Población del Colef, señala que la migración, aún en las circunstancias más favorables, es una situación que implica separación, duelo y los retos de la adaptación a un nuevo ambiente social y cultural.
“Ellos experimentan manifestaciones asociadas al estrés, tanto emocionales (tristeza, ansiedad), como físicas (dolor de cabeza, fatiga) o del pensamiento (confusión, dificultad para concentrarse). La repatriación puede verse como una ‘migración forzada’, un cambio de residencia involuntario y no planeado, que al igual que la migración original trae consigo separaciones y requerimientos de adaptación. Pero la repatriación, además, se produce en condiciones sobre las que el individuo ejerce poco o ningún control, lo que la convierte en una situación particularmente difícil, con todos los elementos necesarios para disparar o exacerbar problemas de salud mental”, indicó Bojórquez.
Un domingo nublado reciente, el mar de Playas de Tijuana era de un azul intenso. Al mediodía una veintena de personas estaba a un costado del cerco oxidado que divide las naciones de México y Estados Unidos. Una malla entre los barrotes de acero impedía que las personas a ambos lados se tocaran. Sólo conversaban, se enjuagaban las lágrimas o se sonreían con toda el alma, mientras oficiales de la Patrulla Fronteriza vigilaban la zona a pocos metros.
Yo veía la escena desde Tijuana, donde estaban sobre todo hombres de rostros y brazos tatuados, una anciana en silla de ruedas de labios apretados acompañada de un joven moreno de rostro triste y una mujer de vestido floreado que hablaba muy alto y movía constantemente sus manos. Muy cerca de ellos, indiferentes a sus charlas y lloriqueos, vendedores ambulantes gritaban sus productos; niños y adolescentes andaban en bicicletas por la calle, mientras señores y parejas paseaban solas o con sus perros por las banquetas. En el aire flotaba el olor salitre del mar y sones de bandas sinaloenses que salían de puestos de mariscos y cocos, cuyas canciones hablaban de engaños, amores a primera vista y narcos.
Desde 1971, el Parque de la Amistad —llamado así del lado estadounidense— ha sido punto de encuentro de familias de expatriados. Sin embargo, en febrero de 2009 el gobierno estadounidense restringió el acceso al público para continuar con la construcción de un segundo cerco fronterizo. Luego, presionado por organismos binacionales, reabrieron al público el parque en octubre de 2012 con una nueva normativa: sólo grupos limitados de estadounidenses pueden entrar al recinto los sábados y domingos de diez de la mañana a dos de la tarde.
Lo que en ese lugar de la frontera sucede cada fin de semana tiene varias lecturas. Y algunas están pintadas sobre el mismo cerco metálico del lado mexicano: siluetas de una familia que se eleva sobre el muro tomada de un globo; nombres de marinos veteranos que fueron deportados pese a que sirvieron a Estados Unidos en guerras; imágenes de puertas abiertas; cruces con nombres de migrantes desaparecidos durante el viaje al primer mundo; mensajes como: “aquí es donde rebotan los sueños” o “también de este lado hay sueños”; banderas fragmentadas o de cabeza; mariposas pintadas, soles y árboles…
A mí se me ocurrían otras ideas al ver a aquellas personas que entrecruzaban sus conversaciones con las de otras a través del cerco en esa frontera llena de ansiedades e incertidumbres: inmigrantes que se ven lejos, muy lejos, incluso a sí mismos; la ambivalencia de amar y odiar un mismo punto porque acerca y separa; la modernidad y aquello que ya no le sirve, vuelto invisible porque dejó de funcionar en el primer mundo, donde habitan seres que utilizan y desechan productos como posesos.
“Mi esposa se quedó allá, ella trabaja y no puede descuidar su trabajo porque la corren. Desde que me deportaron, ella se fue a vivir con una cuñada al sur de Los Ángeles. A mí me consuela que me vengan a ver, pero me duele mucho cuando mis hijas me preguntan cuándo voy a volver”, me dijo Gabriel López, poco después de despedir
en el cerco metálico a su familia, un deportado de 40 años, de los cuales 34 los había pasado en Estados Unidos, y quien trabajaba en la ciudad instalando mosaicos.
Al filo de las dos de la tarde, se comenzaron a despedir. Detrás del muro, una mujer de mediana edad le pedía a su hermano que se cuidara, que no se preocupara: “Tus hijos están bien, le están echando ganas a la escuela. Tú anímate, échale ganas al trabajo. Yo le voy a decir a mamá que te vi bien, para que no se preocupe”. La anciana en silla de ruedas y el joven de rostro triste permanecían en silencio, miraban con intensidad el otro lado, donde estaban tres señoras y un niño en brazos. Algunas sonrisas abiertas y rostros apretados contra la malla permanecieron un poco más y luego desaparecieron. Los repatriados quedaron solos de este lado y cada uno comenzó a tomar su rumbo para enfrentar la cotidianidad.
Como me habían advertido especialistas, muchos inmigrantes estaban luchando principalmente contra la depresión y el choque cultural que implicaba vivir en México, además del acoso policial por su apariencia y no tener documentos de identidad mexicana.
Pese a los miles de deportados por esta frontera, el gobierno mexicano no tiene hasta ahora un programa especial dirigido a atender esta población para adaptarlos al cambio de país, buscarles un empleo o rehabilitarlos del mundo de las pandillas, la prisión o las drogas. Esa labor la estaban llevando a cabo organismos civiles en decenas de albergues y centros de rehabilitación y algunas empresas, sobre todo aquéllas que daban servicios de centros de llamadas a Estados Unidos. Sin embargo, los dirigentes de estas asociaciones y empresas admitían que su ayuda era muy limitada.
A mí lo que me llamaba la atención era el tipo de comunidades que los repatriados hicieron en la frontera. Eran asociaciones pequeñas muy peculiares que ofrecían espacios para comunicarse con otros que estaban pasando por lo mismo, con los que podían exponer el fondo de sus almas. Algunas veces era sólo el ambiente de trabajo, casi íntegro a como estaban acostumbrados en Estados Unidos. Otras comunidades ofrecían foros de psicología o religión en los que la conversación se convertía en la única fuente de luz.
“Cuando se acaba el turno a las seis de la tarde, la realidad lo golpea a uno: no estás en Estados Unidos. Mientras se está aquí, usted puede sentir la sensación de que estás en casa nuevamente, y eso me gusta mucho”, me dijo Henry Monterroso, de 34 años, un deportado que vivió casi tres décadas en Estados Unidos y que trabajaba en Call Center Services International supervisando a cinco empleados que laboraban en pequeños cubículos. En esa oficina, ubicada en uno de los edificios más altos de Tijuana, los trabajadores descansan el 4 de julio y el Día de Acción de Gracias. En contraste, trabajan los días feriados de México.
“Las cosas para ellos ya no pueden empeorar, fueron deportados de un país en el que vivieron por muchos años y ahora están atrapados aquí, en un país donde nunca han estado antes. Cuando usted les ofrece un trabajo y una oportunidad, se convierten en los empleados más leales que pueda tener”, me dijo Jorge Oros, cofundador y director de operaciones de Call Center Services International.
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No es de extrañar que los inmigrantes a menudo sean vistos como chivos expiatorios de los males que suceden, no sólo durante su estadía en Estados Unidos —la voz de Donald Trump retruena para advertir al mundo de un muro más grande o más deportaciones masivas—, sino también en México.
Como me dijo el pastor cristiano Leopoldo Morales, cuya iglesia en la frontera albergaba a cientos de deportados: “Ellos son rechazados por el país donde vivieron más de la mitad de sus vidas y ahora también por el país donde nacieron y que desconocen porque muchos lo dejaron siendo muy niños”.
“México es el país de sus papás, no el de ellos. Son deportados aquí, a una cultura que desconocen”, me dijo por su parte José Luis Ávalos, presidente del centro de rehabilitación Cirad en Baja California y quien estimaba que había albergado a 1 500 repatriados que intentaron curar su adicción a las drogas.
Los apátridas se ven físicamente como cualquier mexicano, aunque sus miradas heridas, tatuajes y lenguaje muestran otra región. Muchos han visto sobre todo en su lenguaje el principal síntoma de la pérdida de su patria. Los migrantes deportados pegaron en ciertas expresiones algunas palabras en español y otras en el inglés para tratar de unir los espejos rotos.
Su lenguaje es conocido como spanglish, una fusión morfosintáctica y semántica del inglés y el español. No es como el habla del fronterizo del norte de México, que tiende a utilizar muchos anglicismos en su forma de hablar producto de su contacto constante con Estados Unidos; es a la inversa, el habla de los apátridas es con palabras del idioma inglés al que han incorporado muchas palabras del español u oraciones subordinadas, pero en un nivel coloquial y popular. Esa forma de hablar me parece que reflejaba más su presente y pasado, su habla exterior e interior que aún los habitaba, su realidad y su origen, el sueño y la vigilia, los olvidos que tenemos que recordar, las paradojas que nos hacen creer que son contradicciones pero nos complementan.
Su lenguaje híbrido es vital para entenderlos. También para ellos fue revelador, y en ocasiones la causa para permanecer en la frontera. A partir de su lenguaje no eran extraños unos y otros. Como si tomaran nota de su mutua existencia. Las referencias a las que aludían, el sentido de humor, las realidades que nombraban o los límites que conocían, tenían eco en un interlocutor que había visto, olido, sentido u oído lo mismo cuando estaban al otro lado. Con su lenguaje organizaban su experiencia, aparecía o desaparecía su mundo.
Durante una serie de entrevistas con deportados en la iglesia cristiana Capilla Calvario, platiqué con varios pastores que habían fundado iglesias en Estados Unidos. De 2002 a 2015 habían creado ocho iglesias en la región. La iglesia “plantadora” está situada en Playas de Rosarito, Baja California, a unos treinta minutos de la frontera de San Diego, California. Ahí, cada miércoles y sábado, se reunían unas 1 500 personas, poco más de la mitad de ellos repatriados. Los pastores atribuían este crecimiento de iglesias al carácter más abierto de los residentes, pero sobre todo a que muchos deportados se sumaron. Por ello establecieron que todos sus servicios se llevaran a cabo de forma simultánea en español e inglés.
“Hemos dialogado con ellos a través de la palabra de Dios. Pero creo que nos entendemos más porque culturalmente estamos en la misma sintonía”, me dijo uno de los pastores.
El hallar a otros como ellos y la cercanía geográfica que la frontera les proporciona con sus familias hizo que muchos apátridas se quedaran aquí por el momento. La forma que encontraron para aliviar su alejamiento y el dolor era formando sociedades heterogéneas.
Los apátridas estaban llegando a esta frontera como un éxodo. Su exilio —que autoridades binacionales llamaban repatriación— era la lucha cotidiana por la supervivencia y la búsqueda del ser humano que miraron cuando por primera vez se observaron completos e íntegros. Mientras, iban y venían con señales de otros lugares y nubes de plomo sobre sus cabezas.
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