Freeganismo, un manifiesto en contra del despilfarro de alimentos

Nuevos modos de bendecir la mesa

Freeganismo, un manifiesto en contra del despilfarro de alimentos.

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Esta crónica sobre el movimiento freegan londinense no empieza en la capital británica, sino en uno de los territorios de ultramar del Reino Unido: Gibraltar. Dos veinteañeras empleadas de la cafetería situada en lo alto del teleférico del peñón, desde donde se avistan monos sobrealimentados gracias a los desperdicios que generan los turistas, miran con desconfianza un queso estilo Camembert tamaño familiar, cuyo diámetro alcanza el tamaño de una pizza unipersonal. Al abrir el envoltorio del queso dicen en su idioma autóctono, el llanito —un castellano de tintes andaluces trufado de palabras procedentes del inglés, hebreo y genovés—: «Esto huele a pescao podrío». Yo, que estoy en el mostrador para pagar mi té Earl Grey, también me huelo algo: están a punto de tomar la drástica decisión de tirar el queso a la basura. Me meto donde no me llaman y les ofrezco mi pituitaria para comprobar si el producto está realmente en estado pútrido. Les explico que un queso tipo Camembert suele oler fuerte, y que eso a menudo es indicio de su potente sabor. Lo olfateo, y en él sólo percibo un aroma a fuerza láctea, a cuajo, a siglos de civilización e innovación en el desarrollo de uno de los alimentos que otorgan con más contundencia su identidad a Francia. Ellas siguen teniendo dudas: deben imaginar que, nada más al metérselo en la boca, serán fulminadas por un shock séptico debido a un microorganismo cuyo nombre desconocen. Más heroicidad por mi parte: me ofrezco a probarlo, no porque tenga veleidades de tragasables circense, sino porque un rasgo cuasi genético presente en mí hace que no le tema a probar comida en posible mal estado. Reconozco que esta actitud proviene de mis padres: como ambos vivieron la Guerra Civil española y su correspondiente posguerra, he escuchado cientos de anécdotas acerca de lo sabroso de las algarrobas que caían de los árboles y de las cáscaras de papa bien fritas, pero también acerca de la tosquedad de la harina de almortas y del clima de hambre que se respiraba entonces. Además, las cenas de mi infancia son recuerdos de frases como: «Ni se te ocurra dejar algo en el plato: hay muchos niños que no comen». Todo eso se me viene a la cabeza al probar ese dignísimo ejemplar de queso blando a base de leche cruda que las jóvenes gibraltareñas encuentran sospechoso. Les hago ver que está en perfectas condiciones y me despido. ¿Habré salvado al Camembert de ser arrojado al cubo de la basura? Eso espero.

La palabra clave en la prevención del despilfarro de alimentos es reconducir. Redistribuir el destino de frutas, verduras, hogazas de pan o lácteos a punto de ser descartados por razones cosméticas —impuestas por los supermercados a los productores— o relacionadas con la cercanía de la fecha de supuesta caducidad que viene indicada en su envoltorio. Esta reconducción es básica para el movimiento freegan, cuyo nombre combina los vocablos free (gratis) y vegan (vegano, es decir, estrictamente vegetariano, sin huevos o lácteos). El manifiesto freegan, escrito por el baterista estadounidense Warren Oakes en 1999, define al movimiento como «una ética anticonsumista en relación con la comida», ética que —paradójicamente— se ha ido reproduciendo por esporas a lo largo de las grandes y más consumistas ciudades del mundo angloamericano, con Londres a la cabeza del «freeganismo» en Europa. Por medio de sus ideas y acciones, los freegans tratan de combatir, en la medida de las posibilidades de cada subgrupo, las escandalosas cifras que aparecen en noticias, como la que daba El País, de España, el 20 de enero de este mismo año, 2012, en las que se afirma que en la Unión Europea se desperdician anualmente ciento setenta y nueve kilos de comida en buen estado por habitante, lo que equivale a un total de ochenta y nueve millones de toneladas al año. El 42% de este desperdicio tiene lugar en los hogares, según un informe de la Comisión Europea.

Mientras dicha Comisión se plantea proclamar 2013 como el Año Europeo contra el Despilfarro de Alimentos y propone la obligación de establecer un doble etiquetado en el que se diferencie entre la fecha de consumo preferente (best before) y la de verdadera caducidad (use by), cuando el producto quizá ya no sea apto para su consumo, los freegans quieren hacernos ver que no es un faquir quien se aventura a comer un yogurt o un cartón de sopa cuya fecha de venta o best before pasó hace una semana. Hasta este momento, la mayoría de los alimentos envasados en Europa sólo anuncia un ingenuo «consumir preferentemente antes de tal fecha», que es siempre muy anterior a la fecha del verdadero y apocalíptico día en que el producto ya no sería apto para su consumo; de este modo, las empresas alimentarias se protegen ante cualquier denuncia relacionada con la calidad y estado del producto. Elijo al azar tres alimentos envasados procedentes de diversos países de la zona Schengen que reposan en mi cocina y compruebo que los tres se limitan a proporcionar una sola fecha: ni los filetes de caballa de Andalucía, ni el chutney inglés de mango o los bombones de jengibre de la marca alemana Rapunzel osan comunicarnos a partir de cuándo realmente nos intoxicaría su ingesta. Por medio de la normalización del consumo de productos en buen estado, aunque su etiqueta sugiera lo contrario, los freegans combaten lo de verdad anormal: el descarte innecesario de comida. Sus representantes en Londres, la metrópolis más grande de la Unión Europea y con mayor presencia de organizaciones cuya misión es no despilfarrar alimentos, proponen una estrategia centrada en las tres erres: reducir (la producción), redistribuir y reciclar (los alimentos), siguiendo de cerca las ideas de Tristram Stuart, el gurú británico de la causa contra el despilfarro de alimentos.

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