La palabra clave en la prevención del despilfarro de alimentos es reconducir. Redistribuir el destino de frutas, verduras, hogazas de pan o lácteos a punto de ser descartados por razones cosméticas —impuestas por los supermercados a los productores— o relacionadas con la cercanía de la fecha de supuesta caducidad que viene indicada en su envoltorio. Esta reconducción es básica para el movimiento freegan, cuyo nombre combina los vocablos free (gratis) y vegan (vegano, es decir, estrictamente vegetariano, sin huevos o lácteos). El manifiesto freegan, escrito por el baterista estadounidense Warren Oakes en 1999, define al movimiento como «una ética anticonsumista en relación con la comida», ética que —paradójicamente— se ha ido reproduciendo por esporas a lo largo de las grandes y más consumistas ciudades del mundo angloamericano, con Londres a la cabeza del «freeganismo» en Europa. Por medio de sus ideas y acciones, los freegans tratan de combatir, en la medida de las posibilidades de cada subgrupo, las escandalosas cifras que aparecen en noticias, como la que daba El País, de España, el 20 de enero de este mismo año, 2012, en las que se afirma que en la Unión Europea se desperdician anualmente ciento setenta y nueve kilos de comida en buen estado por habitante, lo que equivale a un total de ochenta y nueve millones de toneladas al año. El 42% de este desperdicio tiene lugar en los hogares, según un informe de la Comisión Europea.
Mientras dicha Comisión se plantea proclamar 2013 como el Año Europeo contra el Despilfarro de Alimentos y propone la obligación de establecer un doble etiquetado en el que se diferencie entre la fecha de consumo preferente (best before) y la de verdadera caducidad (use by), cuando el producto quizá ya no sea apto para su consumo, los freegans quieren hacernos ver que no es un faquir quien se aventura a comer un yogurt o un cartón de sopa cuya fecha de venta o best before pasó hace una semana. Hasta este momento, la mayoría de los alimentos envasados en Europa sólo anuncia un ingenuo «consumir preferentemente antes de tal fecha», que es siempre muy anterior a la fecha del verdadero y apocalíptico día en que el producto ya no sería apto para su consumo; de este modo, las empresas alimentarias se protegen ante cualquier denuncia relacionada con la calidad y estado del producto. Elijo al azar tres alimentos envasados procedentes de diversos países de la zona Schengen que reposan en mi cocina y compruebo que los tres se limitan a proporcionar una sola fecha: ni los filetes de caballa de Andalucía, ni el chutney inglés de mango o los bombones de jengibre de la marca alemana Rapunzel osan comunicarnos a partir de cuándo realmente nos intoxicaría su ingesta. Por medio de la normalización del consumo de productos en buen estado, aunque su etiqueta sugiera lo contrario, los freegans combaten lo de verdad anormal: el descarte innecesario de comida. Sus representantes en Londres, la metrópolis más grande de la Unión Europea y con mayor presencia de organizaciones cuya misión es no despilfarrar alimentos, proponen una estrategia centrada en las tres erres: reducir (la producción), redistribuir y reciclar (los alimentos), siguiendo de cerca las ideas de Tristram Stuart, el gurú británico de la causa contra el despilfarro de alimentos.
ASÍ COMEN EN ALBIÓN
Pese a la espantosa fama de sus hábitos alimenticios, en el Reino Unido se detecta hoy un notorio interés hacia la comida rica y saludable. Acomplejados durante décadas por su grasienta cocina tradicional, rica en fécula y carne y pobre en frutas y verduras, los británicos se han abierto a la tan elogiada «dieta mediterránea» y se muestran ávidos de experimentar nuevas recetas con alimentos de producción tanto local como extranjera. Uno de los adalides de esta nueva actitud ha sido su chef más popular y carismático, Jamie Oliver, que, además de publicar recetarios y presentar programas de TV, lidera proyectos (por ejemplo, Ministry of Food) para enseñar a comer de modo equilibrado tanto a escolares como a adultos. Las consecuencias de estos cambios se dejan ver en la ingente cantidad de festivales de comida que han surgido en los últimos años (The Cake & Bake Show, Taste of London, Dorset Seafood Festival…); en la nueva tribu urbana de blogueros culinarios, fácilmente detectables por su compulsión de fotografiar todo lo que comen, o en mercados itinerantes de alimentos nacionales cultivados por granjeros británicos presentes en las grandes y pequeñas ciudades del país. Toda esa euforia
foodie, como en inglés denominan a los aficionados a la buena mesa, tiene su contraparte en la puerta trasera de supermercados y restaurantes, donde kilos de alimentos en perfecto estado se desechan cada día, muchos de ellos por razones cosméticas. Como revela Tristram Stuart en su ensayo
Despilfarro (Alianza, 2011), Marks & Spencer nunca emplea las rebanadas de los extremos del pan de molde para sus sándwiches —lo que supone un desperdicio de 17% del producto—, y en los supermercados ASDA se siguen descartando las zanahorias levemente torcidas, pues los compradores encontrarían difícil pelarlas enteras de un solo golpe de brazo.
En el área metropolitana de Londres sobreviven entre doce y catorce millones de personas que recorren la ciudad y sus alrededores a diario para desplazarse de su casa al trabajo y viceversa. Una típica estampa londinense bien podría ser la de un ejecutivo de elegante traje engullendo en un vagón de metro un salteado oriental de fideos cuyo envase y sobras irán después a una papelera de la superficie. En una ciudad que impone un ritmo tan frenético no parece haber mucho tiempo para reflexionar en torno al derroche y a la cultura de la superabundancia, ya que no lo hay ni tan siquiera para comerse el salteado oriental sentado en la barra de un restaurante modesto.
Ben Saxton, un contable inglés treintañero que toma dos autobuses diarios hasta su oficina, situada a orillas del Támesis, confiesa, sin que su madre lo oiga, que las actitudes alimenticias de ella son todavía peores que las suyas, y eso que la señora Saxton vive en una pequeña ciudad de Yorkshire: «Es muy paranoica en lo que respecta a comerse algo que pueda estar estropeado. En ese sentido es una esclava. Tiraría, sin pensárselo dos veces, una caja de cereales si se pasa por un día de la fecha preferente de consumo. Y lo mismo hace con las latas de comida, ¿no es increíble? Yo estoy a medio camino entre ella y los freegans: si hablamos de algo fresco, como leche o jamón, y veo que ha pasado de fecha, va directo a la basura, pero cuando es otro tipo de producto, miro la fecha límite y me lo pienso. Ayer había en mi nevera un paquete de pastrami que llevaba abierto unos días. Lo iba a tirar, pero al olfatearlo parecía estar bien, así es que tras dudar un poco, me lo comí».
Contra actitudes tan estrictas como las de la señora Saxton, y para fomentar el uso de sentidos como el olfato y el gusto a la hora de detectar posibles alimentos en mal estado, luchan, con la espada láser de su entusiasmo, las distintas organizaciones freegans del Reino Unido. En la actualidad son un montón y muy bien avenidas: Foodcycle, People’s Kitchen, Growing Communities, Best Before, The People’s Supermarket, League of Meals, The Dinner Exchange… A pesar de dirigirse a públicos diferentes, en el discurso de todas ellas se lee o escucha por doquier la palabra «comunidad», si bien no todas alcanzan el récord de Tristram Stuart, quien en 2011 organizó un exitoso banquete para cinco mil personas en Trafalgar Square a base de arroz al curry con verduras que, de no ser por él, habrían acabado en un vertedero. Con su proyecto Feeding the 5000, que toma su nombre del milagro bíblico de los panes y los peces, Stuart pretende concienciar a comensales y curiosos acerca de los peligros que entraña el hecho de que el mundo se haya convertido en una fábrica de comida.
Dado que, entre aquellos que no han vivido guerras ni posguerras, el deporte de tirar a la basura alimentos se practica con regularidad, y ya que en Londres no hay acceso ni a las recetas a base de sobras de los abuelos —sopas recicladas, pudines o croquetas—, ni a su discurso, que hoy se escucharía como una cantilena obsoleta, los jóvenes freegans lanzan su propio mensaje, que puede resumirse en algo así: «‘Modernosos del mundo’, no despilfarren comida. Lo sostenible es cool«.
COOPERAR, DULCE COOPERAR
La peculiaridad de esa gente con camiseta amarilla y negra que presta servicio en The People’s Supermarket (TPS) es que no ha sido contratada para ello. TPS es un supermercado cooperativo que pide a sus propios clientes, a la vez miembros de la organización, cuatro horas mensuales de trabajo sin remunerar en el supermercado. Por hacerlo reciben un descuento de 20% en cada una de sus compras. Cuantos más miembros haya, mayores serán los descuentos, sostienen los ideólogos del TPS, pues los gastos de contratación de personal disminuirán.
TPS cuenta con un fuerte apoyo colectivo. De hecho, gracias a sus seguidores, se salvaron de tener que clausurar su tienda el 1 de marzo de este año por una subida fuerte de alquiler. Craig, uno de los voluntarios, me lo cuenta orgulloso y aliviado: «Pudimos recaudar a tiempo los fondos necesarios por medio de nuestra página web y aquí seguimos». En efecto, ahí siguen en su primer y único local alicatado con baldosas verdes en pleno barrio de Bloomsbury, a dos pasos de The British Museum. En sus estantes se encuentran productos de comercio justo a precios no abusivos, pero también las marcas que el pueblo británico exige al unísono: chocolate Cadbury, salsas Heinz, Coca-Cola… «Si queremos que TPS sobreviva, hemos de ser realistas —afirma convencida Kate Bull, la fundadora y directora ejecutiva del proyecto—. Por más que tengamos nuestra propia filosofía, no podemos olvidar que la gente también bebe Coca-Cola, así es que la tenemos en nuestro supermercado, junto a otras marcas populares como Tropicana o Nutella».
Las oficinas de TPS se encuentran en el sótano del local, donde varios miembros trabajan activamente en la apertura de su segunda sede en Hackney, al este de Londres, una zona revitalizada por los Juegos Olímpicos. La frase de captación de fondos es «Compra un ladrillo por una libra», y está funcionando muy bien. En TPS hay también una pequeña cocina donde se elaboran recetas con aquellos productos del supermercado que están a punto de caducar, para después venderlos a módicos precios. Kate Bull considera que no tendría sentido regalar estos alimentos: «Si no le das un valor monetario a la comida es cuando deja de apreciarse, y entonces se tira: por eso hay que cobrarla, aunque sea muy barata».
Sus servicios de catering son exitosos entre instituciones como el Garden Court Chambers, un importante bufete de abogados. Imaginarme a unos juristas españoles de equivalente rango pidiendo comida a un supermercado freegan me resulta tan difícil como descubrir a Picasso orando en un monasterio cartujo. Pero esos abogados británicos de corbatas de seda han comprendido el mensaje: ser sostenibles alimentariamente, además de otras ventajas, ayuda a generar una buena imagen. A este paso, pronto llamarán para encargar comida a TPS desde el número 10 de Downing Street, pero si lo hacen, no solo será por las apariencias, sino por lo sabroso de la comida. En efecto, vuelve a opinar Bull: «No cambiaríamos las actitudes de la gente hacia el despilfarro alimentario si la comida que cocinásemos con los productos a punto de caducar o desechados por razones estéticas no supiera bien. Prima el respeto en todos los sentidos: hacia nuestro propio supermercado y hacia nuestros clientes. Sólo así podemos mirar al futuro y generar nuevos proyectos».
Menos reputados profesionalmente, pero no por ello de menor importancia, son los clientes que acuden a uno de los comedores sociales donde atienden los voluntarios de FoodCycle, la organización freegan, cuyo logo es una manzanita sonriente con cuerpo de humano. Para formar parte de alguno de sus hubs o plataformas repartidos por toda la ciudad, tuve que hacer un brevísimo curso online que me capacitó como manipuladora de alimentos. El periodo de formación relámpago consiste en ver un video casero muy ameno y responder a un cuestionario bastante lógico acerca de él. ¿Cómo hay que llevar el pelo en una cocina? Recogido, obvio, para no encontrar después pelos en la sopa. ¿De qué color han de ser los vendajes que cubren las heridas de los cocineros? Azules, para detectarlos de inmediato si caen en la comida. Y lo que ya sabía hace mucho: un huevo que flota en el agua no está fresco y, lamentablemente, no se puede comer: los freegans son audaces, pero no suicidas, eso ha de quedar claro.
Me apunto al grupo del barrio de Bloomsbury, por aquello de las resonancias literarias, y acudo como voluntaria a su almuerzo de los viernes en el Station House Community Café del distrito de Haringey, al norte de Londres. Como muchas otras áreas de la ciudad, el distrito combina lo residencial y burgués con partes más deterioradas. Haringey no me resulta ni desolador ni apabullantemente rico, aunque una fábrica decimonónica en desuso convertida hoy en un precioso pub delate una importante presencia de la clase media en el barrio.
Dentro del edificio multiusos donde se encuentra el café (que para mis parámetros es un mero comedor sin mucho encanto), todo tiene un aire social. Cuando digo «social» me estoy refiriendo a un tipo de iluminación, mobiliario y pintura de pared feos pero altamente funcionales; a sillas apilables de tapicería color azul azafata y cosas así. El turno de los voluntarios es de once de la mañana a cuatro de la tarde. Llego puntual y Danny Turi, el coordinador, con el que ya he cruzado varios correos electrónicos, me recibe con simpatía y farfulla algunas palabras en español como saludo. Acto seguido me pide que me ate un delantal a la cintura y me cubra el pelo con una redecilla. Al mirarme al espejo compruebo que estar fea me convierte en alguien de verdad funcional, a tono con la propia sala.
Danny trabaja a tiempo parcial para FoodCycle recogiendo la comida sobrante —o no considerada «vendible» por diversas razones— que donan los puestos del mercado New Spitalfields, desarrollando tareas administrativas, cocinando y supervisando a los voluntarios en este comedor los jueves y viernes. Sabe liderar equipos humanos con simpatía y eficiencia, pero al no conocerme de nada, me encomienda una tarea para la que no estoy muy dotada: la de cortar dos enormes tartas de chocolate en veinte pedazos cada una. Nunca cuarenta trozos de tarta salieron tan irregulares. Mientras los corto, me sorprende comprobar lo sabroso del aspecto de las tartas, pero de inmediato me reprendo ante mi propia sorpresa, pues han sido hechas con ingredientes que, si bien mucha gente desecharía, se encuentran en perfecto estado.
El menú fue pensado y semielaborado el día anterior: se puede elegir entre ensalada con espárragos y huevos o sopa de champiñones, pasta con verduras o dos tipos de quiches recién horneadas y, para postre, el pastel o ensalada de frutas. La misión de FoodCycle, como la de muchos otros grupos freegans, no es sólo la inspirada en la obra de misericordia «dar de comer al hambriento»: también hace hincapié en que aquellos londinenses que únicamente acceden a llenarse el estómago de spam alimenticio —de hecho, la basura enviada por correo electrónico toma su nombre de una marca de carne envasada inglesa— sacien su apetito de modo más saludable, acudiendo a la fruta, la verdura y las legumbres.
No faltan los detalles visuales, pues el «freeganismo» no está reñido con la estética: en cada mesa han colocado un jarrito de cristal con flores frescas y un cucharón de madera provisto de un número, para que los camareros (nosotros, los voluntarios) identifiquemos con facilidad dónde va cada pedido. Cada plato de sopa, además, va coronado por unas hojitas de perejil.
A la una empiezan a entrar los comensales, de muy variado pelaje. La política es «Paga lo que crees que vale esta comida», que, traducido a mi cultura, es «deme usted la voluntad». De ahí que una mujer de unos cincuenta años me entregue solamente una libra (al día de hoy, el equivalente a 1.30 euros) y me prometa que otro día, cuando tenga algo más de dinero, subirá la oferta. Una mesa entera de yummy mummies —apelativo coloquial para las madres jóvenes y de buen ver— con sus niños decide pagar tres libras por cabeza adulta y dos por cabeza infantil. Como era de esperar, hay también un par de vejetes con problemas mentales, pero resulta fácil lidiar con ellos, pues se encuentran a gusto recibiendo buen servicio y comida, en su caso, gratuita.
Danny Turi me hace una estadística informal del público que suele acudir cada viernes: «Muchos de los que vienen reciben ayuda social, y hay un 20% de jubilados por semana. También hay trabajadores de la zona que deciden almorzar aquí, y madres de clase media con sus niños y otros familiares. Reconocemos que no estamos llegando a la gente del barrio que más lo necesita, a pesar de ser ése nuestro objetivo. Por eso estamos a punto de editar una serie de folletos para distribuirlos en centros sociales, escuelas, iglesias y ambulatorios médicos. Nuestra política, en cualquier caso, es de riesgo calculado: hay comensales que accederán a nuestra comida pagando solamente la voluntad o incluso nada, pero a cambio, otros siempre pagarán religiosamente al menos tres o cuatro libras (unos cinco euros) por su almuerzo».
En un par de mesas junto a la pared se apilan vegetales y productos de panadería de todo tipo: los comensales se los pueden llevar a coste cero, pues va incluido en el importe de su almuerzo. Veo señores sesentones con chaqueta de buen tweed y zapatos bien lustrados modelo Oxford metiendo en bolsas, con total dignidad, hogazas de pan de molde que caducó el día anterior. De nuevo una imagen casi imposible en España, que es donde aprendí mis rígidas consideraciones acerca de la relación entre vestimenta, clase social y hábitos cotidianos: allí, un señor como ésos resultaría un completo desubicado. En Londres es simplemente un hombre que, si bien probablemente pueda pagar las dos libras que vale la hogaza de pan en el supermercado Sainsbury’s o en el Marks & Spencer, prefiere aprovechar ese excedente de producción.
Las actitudes de ese caballero de aspecto elegantón resultan casi incompatibles con los hábitos de otros residentes de Londres que, por vivir solos y viajar a menudo al extranjero, engrosan la lista de los que se deshacen con frecuencia de comida en buen estado. Iván Vázquez es realizador de retransmisiones de la BBC y, por sus peculiarmente largos turnos de noche, a menudo suma varios días de vacaciones para marcharse a visitar a su familia en España. «Los alimentos empezados o abiertos, por ejemplo un sobre de jamón cocido o un bote de mayonesa, los tiro a los dos o tres días y, desde luego, antes de irme de viaje. En cuanto a los productos secos, como la pasta o el arroz, podría llegar a comerlos el mismo día que caducan, pero siempre miro primero su estado, por si encuentro en ellos bichitos o puntos blancos sospechosos». Iván confiesa sin pudor alguno la infrautilización de algunos de sus sentidos en lo que respecta a los alimentos: «No empleo ni el olfato ni el gusto para ver si el guiso o producto sigue en buen estado: me inspira desconfianza y aprensión tener que acudir a ellos».
Mientras tanto, en el Station House Community Café empieza la comida de los voluntarios, pues el resto de comensales ya se ha marchado. Parece como si nos conociéramos desde hace varios meses. Se comentan las anécdotas del día; por ejemplo, las razones por las que a la sopa de champiñones le falta cremosidad: «Tenemos un acuerdo con la empresa Cheese Cellar para que los jueves donen su excedente de queso y productos lácteos, pero esta vez han fallado, de ahí que la sopa no esté muy cremosa y haya sido el plato menos exitoso del día», dice Danny, y es fácil comprobarlo, pues los ocho que somos nos servimos sopa en abundancia y sigue sobrando. Desgraciadamente, y aunque el motivo que nos une en torno a esa mesa sea no despilfarrar comida, lo que queda de la sopa de champiñones se tira por el fregadero. Preveo una venganza de las tuberías victorianas de la ciudad, hartas de recibir papillas procedentes de los desechos generados por los londinenses: un Cthulhu lovecraftiano de purés que un día se vuelva contra la isla entera. Prefiero no mirar.
GENTRIFICADO SEA TU NOMBRE: LOS FREEGANS DE DALSTON
Se nota la transformación urbana del barrio de Dalston. Además de las comunidades afrocaribeñas, turcas y vietnamitas que llevan cuatro décadas instaladas en el barrio, desde que el rumor de los Juegos Olímpicos de 2012 comenzó a mejorar la infraestructura de esta zona al este de la ciudad —una de las más deprimidas del Reino Unido—, se nota la proliferación de parejas de veinteañeros muy rubios cargando al hombro bolsas de tela estampada de las que asoman apios y puerros. En Kingsland Road, una de las arterias principales del barrio, además de los locutorios, locales de apuestas y de fish and chips y joyerías donde venden anillos que te dejan el dedo ennegrecido, han brotado cafés y restaurantes que ya exhiben en sus vidrieras etiquetas de recomendación de Time Out y otras revistas de tendencias urbanas: bienvenidos a la gentrificación y, por tanto, a una subida importante en los precios del sector inmobiliario.
En un callejón que podría ser escenario de las aventuras de Don Gato y su pandilla se encuentra el pub Passing Clouds. Se oye gente ensayando algún tipo de percusión no occidental en el piso de arriba, pero yo voy directo a la cocina-comedor, a la gran sala iluminada por feos tubos fluorescentes que por la noche albergará a los tamborileros que ahora ensayan.
A los voluntarios nos han citado a las dos de la tarde con la misión de preparar entre todos la cena de las siete de la noche. Allí están ya Daniel (otro Daniel, diferente al de FoodCycle, pero igualmente afable), la neoyorquina Lesley y el ingeniero Alec, que viste camisa de chef. Previamente, varios de ellos han recorrido tiendas de la zona en busca de los excedentes que, tal como acordaron con los dueños, les serían donados. Me coloco un delantal igual al del viernes, pero en cuya pechera han cosido en relieve las iniciales PK: People’s Kitchen, el nombre de la organización. Los kilos de vegetales que han recibido como donación están ya ahí diciendo «pélame». A los tres minutos se instala en el ambiente la sensación de que todos sabemos cuál es nuestra misión allí. La mía: pelar cebollas.
«Los brotes verdes de la cebolla no hay que tirarlos: precisamente es lo más sabroso. Se pueden comer hasta crudos, pruébalos», Alec me invita a morder uno y yo acepto. Siento vergüenza ante mi impulso derrochón y no vuelvo a tirar ninguno al gran cubo negro donde va a parar todo resto vegetal no comestible que después servirá como abono. Me olvidaba del gusto por la jardinería de los ingleses: me olvidaba del término compost heap, aprendido a mis doce o trece años en clase de inglés e intraducible para mí en aquel momento, puesto que vivía en el granítico y seco centro de Madrid.
Van llegando más personas: es infrecuente una experiencia culinaria tan colectiva en Londres, una ciudad donde los supermercados venden rebanadas individuales de bizcocho con un envoltorio que reza: «Tea for one«, previendo que el té de las cinco se lo tomará uno en la soledad de su apartamento. Aparecen tres veinteañeras inglesas, simpáticamente gordinflonas dos de ellas, cercanas a lo pin-up. Parecen muy dispuestas a rallar remolachas, tarea que Lesley les encomienda de inmediato. La neoyorquina tiene verdadero talento para urdir recetas de cocina basadas únicamente en los ingredientes con los que contamos —principalmente chiles, pimientos, tomates, papas, col, cebollas, berenjenas, calabacines y betabeles—. A mí, por aquello de mis orígenes mediterráneos, me hace responsable de una especie de ratatouille o pisto.
Pete, un muchacho entrado en carnes, habitual de la casa, se toma con parsimonia tanto el pelado de papas como el corte de pimientos destinados a mi ratatouille, pero nadie se lo reprocha. Lo que tanto allí como en FoodCycle importa de verdad es el hecho de estar redirigiendo esos alimentos hacia esófagos agradecidos que los transformarán después en bolo alimenticio. Y también, no lo olvidemos, la experiencia comunitaria.
Otra semejanza con FoodCycle es que en People’s Kitchen también se aceptan donaciones de productos lácteos. Le hago ver a Lesley que esto contradice la segunda parte de la palabra freegan, la parte vegana. «Pero para una organización como la nuestra sería incoherente dejar que todas esas pintas de leche, yogurts y envases de crema fuesen a la basura el día que llegan a su fecha límite de venta», responde. Me apeno, entonces, por los veganos de pura cepa, que no probarán el rico brownie de chocolate y betabel, ni el pudding de manzana que nos va a hornear un chico rubísimo, perteneciente al colectivo de chefs The Forgotten Feast, en cuyos banquetes también tratan de aprovecharlo todo, casi como en la matanza del cerdo ibérico. Mientras tanto, y como premio para los voluntarios, alguien ha freído en aceite muy fuerte las mejores mondas de papa del día, y un muchacho las reparte como si se tratase de un manjar. Realmente sabrosas, cumplen para mí una clara función de magdalena proustiana de la posguerra española.
A las seis y media de la tarde se abren las puertas y damos la entrada a los comensales. Si alguien necesitase hacer un casting de jóvenes hipsters londinenses, debería acudir a Passing Clouds los domingos a esa hora, pues parece que la cena semigratuita es el evento más popular para ellos. Pero también hay otros perfiles, todos ellos gente de la zona: señoras y señores sesentones y algunos minusválidos con sus acompañantes. Lesley pide un aplauso para nosotros, los voluntarios, que seguimos luciendo orgullosos nuestros delantales de rayas. Además, en un considerado gesto, se nos permite encabezar la fila de acceso al buffet.
La sopa de cebolla está suficientemente aceptable, pero no mejor que la lasaña de papas y que mi propia ratatouille. Los brownies de betabel y chocolate son todo un éxito. Mientras degustan el menú, los asistentes emiten ruiditos de satisfacción, lo cual no se traduce en generosas aportaciones económicas: al final del día, en el fondo de la gran olla habilitada para las donaciones monetarias («Sugerimos tres libras») no hay más de veinticinco, entre billetes y monedas, cuando allí han comido más de sesenta personas. Los de People’s Kitchen dejan ver discretamente su decepción.
LA GRAN GALA DEL «FREEGANISMO»
Tras servir mesas en el comedor social de Haringey e irritar mis lacrimales a base de pelar cebollas en Passing Clouds, me faltaba acudir a un evento que mostrase la cara más selecta de lo freegan. La cena de inauguración del primer The Dinner Exchange del este de Londres cumplió esa función con creces. Este proyecto surgió en 2009 de la imaginación de la hoy treintañera Alice Planel, cuya idea era, y sigue siendo, organizar cenas auténticamente freegans para desconocidos una vez al mes. El menú: recetas procedentes de donaciones de puestos instalados en mercados londinenses como el de Covent Garden. Al principio, la propia Planel era quien hurgaba en los galpones en los que se almacenan los alimentos, pero «pronto se volvió un plan demasiado azaroso, ya que tenía que esquivar la vigilancia —comenta—. Por eso contacté con cada uno de los vendedores y algunos respondieron positivamente, especialmente los que se dedicaban a la producción de alimentos sin pesticidas». La primera cena tuvo lugar en el salón de su casa, y en 2012, tras haberse creado una extensión de The Dinner Exchange en Berlín, se ha fundado en Londres la segunda, idónea para los residentes del este de la ciudad. Los participantes, tras pagar cinco libras (algo más de seis euros) para reservar su asiento, pueden cenar un rico menú y, si quedan contentos, se les piden diez libras más cuyo destino siempre será otra organización que vele por el buen uso de los alimentos, como FoodCycle o Best Before.
Se trata de una cena pop-up, que se caracteriza por surgir en un lugar imprevisible y porque hasta el día anterior al evento no se comunica a sus participantes el lugar donde se celebra, así no se corre la voz y no acude más gente de la prevista. El restaurante veneciano Ombra, en Vyner Street, es el lugar elegido. Hace siete años, poca gente hubiera elegido venir a cenar a las cercanías de Vyner Street, en Hackney, uno de los distritos con mayor tasa de desempleo de Londres. Ahora, en cambio, se detecta la convivencia entre su pasado y su presente: ahí siguen el taller mecánico para taxis Cyprus y un ramillete de fábricas silenciosas y tristonas junto al nuevo centro de yoga The Project y la galería de arte Nettie Horn. Cuando abren un centro de yoga y una galería de arte en un barrio es señal de que el hombre blanco ha puesto allí su pica, pero es solamente al fijarme en comensales y cocineros cuando reparo en que estoy, sin duda alguna, en el epicentro de la modernidad cool londinense. Todos parecen contentos y autosatisfechos, sin ese velo tristón que a menudo imprime Londres en las caras de los que no logran salir adelante con éxito. ¿O será el hambre que tengo lo que me hace verlo así?, ¿por qué ha elegido toda esa gente cenar freegan un lunes de marzo? Basak y Alisa, estambulita la primera y neoyorquina la segunda, confiesan que más que acudir a cenar querrían estar cocinando, pues se sienten muy vinculadas con el proyecto. «Nunca había participado en una cena freegan de este tipo, así pagada, servida por otros —comenta Basak—, pero sí que he comido, ya sea en casas de amigos o de squatters, alimentos recogidos de los mercados o de la calle». «Llevaba tiempo oyendo hablar de este proyecto, y además estoy familiarizada con este tipo de eventos, pues viví muchos años en Nueva York, así que me faltó tiempo para apuntarme cuando mis amigos organizaron esta cena», dice Alisa.
Me da la bienvenida Brígida, siciliana y una de las almas de The Dinner Exchange East. Me cuenta que está a punto de acabar su tesis doctoral en temas relacionados con la identidad culinaria de Sicilia y los mercados locales. Los de The Dinner Exchange siempre organizan cenas temáticas, y al haber varios cocineros italianos dentro del grupo, integrado principalmente por amigos de diversas edades y perfiles, acordaron desde el principio que en esta ocasión las recetas serían italianas. «La comida nos la proporcionaron algunos vendedores del Mercado New Covent Garden y también de Growing Communities, una organización del barrio que genera huertos urbanos. Eran productos desechados por tener alguna marca o estar demasiado maduros. La sorpresa fue que consistían principalmente en puerros, papas, coles y otros productos más propios de la Europa eslava que de Italia», explica Brígida más divertida que frustrada, pues, aun así, se las han ingeniado para idear platos con aires italianos, como pasteles de papa y puerros con perejil y pesto de lechuga, almendra y albahaca.
Mis dos amigas efímeras y compañeras de mesa, Alisa y Basak, contribuyen a que mi recuerdo del evento sea de lo más agradable. Algo aportan también las canciones italianas de los sesenta, los manteles de cuadros rojiblancos y la botella de vino chileno que yo misma traigo. Cuando termina la cena, miro el reloj pensando que quizá ya sea la una de la madrugada, pero son solamente las diez y media de la noche: en Londres siempre es más temprano de lo que parece. Tomo el metro de vuelta, eufórica, con verdaderas ganas de inaugurar a lo largo del planeta cientos de cenáculos improvisados con toda la comida que el mundo desecha, pero de repente siento una punzada de dolor al acordarme de los grandes olvidados de este reto freegan: los indeseables platos precocinados en fábricas gigantescas de la periferia, esos pobres estofados o lasañas de carne que se saldan a precio ultrarreducido un par de horas antes del cierre de los supermercados, y que los veganos (y cualquiera con un poco de sentido común) consideran insostenibles y nocivos para la salud. En el mejor de los mundos, probablemente estos guisos no se producirían, pero, mientras existan, habrá que encontrar formas de no despilfarrarlos. \\
*Este texto se publicó en el número 134 de Gatopardo en septiembre de 2012.