Buenos Aires, 1928. Roberto Arlt, más temprano que de costumbre, sube a un colectivo rumbo al otro extremo de la ciudad para ir a trabajar. No entiende el panorama que contempla. Hace tiempo que no sabe quién vive alrededor de su casa y su horizonte ha se ha cubierto de edificios, autos, fábricas, chimeneas y masas de gente con itinerarios rigurosos. Sentado en un “bondi”, que comienza a recibir más personas que las habituales, conoce el amor a última vista mientras se baja una mujer en una parada que desconoce. Abre su diario: El Mundo. Hasta eso ha cambiado, el tamaño del periódico. Ya no es más una plana que requiere de un escritorio de 2x1 mts. y una educación rigurosa para ser leído; ahora es un tabloide con secciones para toda la familia que puede llevar bajo el brazo. Arlt observa por la ventana y se percata que el antiguo relojero al que vio tantos años ha cerrado su local y en su lugar hay un pasaje con vitrinas ostentosas. Lee su primera colaboración en ese nuevo diario que para entonces será solo uno entre muchos aguerridos: “Aguafuertes porteñas por R.A.”. Roberto Arlt nació el 26 de abril de 1900 en la capital argentina en una familia de inmigrantes empobrecida, llena de tragedias y conflicto. Su situación económica fue siempre precaria y su vida conflictiva. Durante su juventud, parecida a la de su personaje Silvio Astier –una suerte de Lazarillo de Tormes rocambolesco que protagoniza su primera novela–, dejó la escuela y su educación se basó en leer folletines populares en los kioskos y algo de literatura. Cuando escapó de casa por los insufribles maltratos de su padre, se sostuvo ejerciendo innumerables oficios: fue aprendiz de hojalatero, librero, mecánico y pintor, entre varios otros; hasta que finalmente sus peripecias lo acercaron al trabajo que le daría de comer por más tiempo: el periodismo. Un periodismo de urgencia que, al igual que su literatura, quedaría profundamente marcado por la nueva cartografía de la ciudad, su extrañeza y una denuncia de la violenta desigualdad que inauguró la modernidad.
Desde muy joven comenzó a colaborar en diversas revistas y periódicos, como Proa –dirigida por su amigo y jefe Ricardo Güiraldes y Jorge Luis Borges–, Don Goyo y Crítica. En este último, Arlt fungió como cronista policial y en una ocasión incluso como héroe, pues impidió un suicidio al llegar a la casi trágica escena antes de que se consolidara el acto: “Hoy, el redactor de nuestro diario Roberto Arlt y el fotógrafo , citados por una pre-suicida, en su departamento de la calle Uruguay, evitaron la muerte de ésta, desarmándola en circunstancias en que pretendía descerrajarse un tiro en la sien”, dice una nota en Crítica el 5 de abril de 1928. Con gran humor y un temperamento descontento, Roberto Arlt pasaba los días haciendo dos cosas: escribiendo de forma frenética y defendiendo su escritura de interminables ataques. Del 5 de agosto de 1928 hasta su muerte el 26 de julio de 1942, Arlt escribió una columna diaria en el periódico El Mundo que inició con el nombre “Aguafuertes porteñas”: “Un año. Trescientas sesenta y cinco notas, o sea ciento cincuenta y seis metros de columna, lo que equivale a 255.500 palabras. Es decir, que si estos ciento cincuenta y seis metros fueran de casimir, yo podría tener trajes para toda la vida”, decía Arlt burlándose de su situación profesional y económica. Si bien el nombre de su columna fue cambiando a lo largo de los años, no así su rutina y temas. Arlt, frente a su vertiginosa ciudad (y después frente a otras latitudes europeas y africanas igual de caóticas), producto del progreso técnico e industrial de la Argentina de inicios del XX, generó un artefacto-brújula: la crónica. Roberto Arlt se consideraba un “aventurero fatal”; transitaba día con día las calles, en ocasiones con una Kodak en el bolsillo, y con agudeza buscaba encontrar los restos de lo que estaba por desaparecer. Hallaba tipologías sociales, carnavalizaba jerarquías de los barrios acaudalados, o reflexionaba sobre el lunfardo, los nuevos saberes de la época, las construcciones y las tradiciones. En cuanto encontraba un tema, corría a su máquina para escribir en un espacio delimitado por su editor, quien para entonces, en medio de la estrepitosa redacción, le gritaba que su aguafuerte ya había entrado a imprenta aún cuando Arlt no había puesto el punto final al texto. Para él escribir era bricolaje, lo necesitaba para comer y esto generaba una escritura urgente. Como lo haría Roberto Bolaño años después, el escritor de El criador de gorilas era astuto y en ocasiones vendía el mismo cuento en distintos medios solo cambiándole el nombre para hacerse de dinero. Aunque sus novelas y cuentos se popularizaron durante sus años de publicación –El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929), y Los lanzallamas (1931)– nunca le permitieron una vida holgada.
Roberto Arlt en un balcón de la ciudad de Buenos Aires (1935) / La fotografía en la Historia Argentina Roberto Arlt fue criticado insaciablemente por su “mal gusto”. Eso comentaban lectores, miembros del Grupo Boedo, autores del Grupo Florida, académicos y escritores. Entre ellos destaca la vaca sagrada de Leopoldo Lugones, quien arremetió contra su escritura y la del grupo Boedo por estar al servicio de la sociedad y no de la Literatura. Frente a este tipo de ataques, Arlt no lo pensaba dos veces y acometía con fuerza desde el tintero y los abultados tirajes de los medios a los que pertenecía. A Lugones lo regresó a su biblioteca diciéndole que sus “versos lindos” no se ocupaban de “la miseria y de la angustia de los hombres argentinos” y que para lograr su Literatura solo bastaba “un poco de dificultad y otro poco de ingenio” alcanzable para “cualquier estudiante aventajado”. Cada que podía Arlt dejaba claro que él prefería ocuparse de la crítica social a “pensar bordados”. Probablemente, el tiempo que le sobraba, además de cuidar a sus hijos o acompañar a la esposa en turno, lo dedicaba a intentar algún proyecto pseudocientífico que pudiera vender. Como sus contemporáneos, Arlt también leía sobre teosofía y ocultismo con curiosidad. Otra de sus actividades cotidianas era ver y escribir teatro, o mejor aún, ir al cine; un arte del que estaba absolutamente fascinado por sus dotes fantasmagóricos, tal como lo estaba Horacio Quiroga. Un pasatiempo querido a Arlt era también molestarse por los protocolos caducos del matrimonio, la homogeneidad de lo refinado, la lengua como monumento y la hipocresía moralina de su sociedad, que criticaría hasta el cansancio. Tras haber escrito un vasto legado literario, periodístico y dramatúrgico, Arlt murió de un problema respiratorio a los 42 años. En una de sus aguafuertes más aclamadas, “Yo no tengo la culpa”, Arlt recopila las burlas que el mundo le hizo a su apellido, bromas y preguntas que lo llevaron a dudar de su propia identidad, a asociarlo con el nazismo o hacerlo pensar que su propio nombre no era más que una firma prestada, casi anónima. No. El apellido Arlt es pseudónimo de toda una sociedad atolondrada y maravillada por la modernidad, que encontró en su pluma un mapa sórdido, pero un mapa al final.