Roberto Tally, como cualquier otro ser humano, también podía perder una mascota. Si sucediera, los vecinos se enterarían pronto porque el barrio estaría empapelado con carteles con su foto. Roberto no repararía en las horas de búsqueda, ni mucho menos en los gastos de impresión, y todos, al menos todos los que tienen mascota, comprenderían el empeño.
—Roberto Tally, para servirle.
Pero ahora veía que, con los años, al menos un pequeño grupo de maquinistas, fogoneros y “brequeros” había sido contratado nuevamente con una misión: velar por las descomunales piezas del museo, merodear entre las máquinas, limpiarlas, si acaso, cada puñado de días. Menos es nada, debieron de pensar, resignados, porque en el país no volvía a rodar un tren y ellos mantenían un empleo. Sin embargo, para Roberto no había sido sencillo quedarse en vía muerta. Así que pronto se vio contando a niños y adultos las historias que vivió en aquellos días de tizne, óxido y grasa.
Fue fácil, pues, echar a andar las historias de Roberto. Era la hora del cierre, pero los demás ferroviarios, sentados en un viejo carrito portabultos de esos del servicio postal, escuchaban y aportaban detalles de vez en cuando en lugar de irse a sus casas. En aquel ambiente entré pronto en confianza y, en una de sus pausas, me giré hacia ellos sin sospechar qué detonaría lo que estaba por decir.
—Deberían ver ustedes una película uruguaya que salió hace años, se llama El último tren —solté en cuanto me acordé de aquello.
La película, traducida también como Corazón de fuego, trata de unos exferroviarios que están a punto de perder su vieja y querida máquina de vapor, porque unos estudios de Hollywood se la quieren llevar. Federico Luppi, Héctor Alterio y Pepe Soriano son los buenos, y Gastón Pauls, el malo. O uno de los malos, porque, como las autoridades son cómplices del expolio, a los jubilados no les queda sino robársela como ellos saben: por la vía del tren.
Entonces, la cara de Roberto cambió. Dijo que conocía la película. Se la había prestado un conocido y entre sus compañeros era el único que la había visto. Y no sólo reconoció, categórico, que le había gustado. De pronto, clamó al cielo.
—¡Esa película tenían que haberla hecho aquí!
Al principio lo tomé por un arrebato chauvinista, comprensible porque, para estos hombres, igual que para los protagonistas uruguayos, sus locomotoras eran símbolos de una vida y de una lucha. Habría material para rodar, y ferroviarios, también. Pero cuando Roberto se giró y miró a las vías empecé a dudar.
—Ven otro día y te lo cuento con detalle —dijo después, porque en el museo ya no quedaba nadie.
Entonces me contuve, renuncié a sonsacarle pero pregunté una y mil veces qué días iban a estar allá. Proseguiría con mis planes de visitar el lago Atitlán y dejaría que aquello reposara. Aquella historia merecía ser escuchada con más tiempo y, desde luego, ahora me quedaba claro que Roberto y compañía no se iban a ir muy lejos.
Ilustraciones por Carolina Monterrubio.
***
El primer tren que existió en Guatemala había circulado en 1880 en un ramal muy corto. Por décadas, el país fue coto casi privado de la United Fruit Company, el emporio bananero que hizo del Caribe un huerto. Ya en 1904 lograba un acuerdo muy favorable con el Estado guatemalteco para construir y operar un ferrocarril de vía estrecha, y en 1936 compró una parte esencial de International Railways of Central America (IRCA). Desde 1912, IRCA era dueña de la práctica totalidad de líneas guatemaltecas y salvadoreñas, y la United Fruit Company logró así monopolizar los precios de las exportaciones del país, incluidas, por ejemplo, las de los productores de café.
La injerencia de la United en la política nacional llegó a un punto en que el país inspiraría el término de “república bananera”. Aunque operaba en Costa Rica, Nicaragua, Cuba, Jamaica, Colombia o Panamá, la empresa, con sede central en Nueva Orleans, llegó a controlar el 40% de las tierras guatemaltecas, y cuando un levantamiento popular hizo posibles dos gobiernos democráticos, acusó de comunista al segundo y en 1954 la CIA lo depuso. Guatemala iba a vivir más de tres décadas de guerra civil a la sombra de la Guerra Fría. En ese contexto, organizaciones como el Sindicato de Acción y Mejoramiento Ferroviario (SAMF) se habían ilegalizado.
En Guatemala, al revés que en todo el mundo, el ferrocarril era tan fuerte que durante un tiempo había logrado lo inaudito: que no se construyeran carreteras. Pero, cuando surgieron, IRCA y la United fueron perdiendo beneficios. Y en 1968, al fin, IRCA terminó la concesión y devolvió sus bienes al Estado. Así es como nació FeGua, la empresa pública que en adelante operó trenes de pasajeros y de carga como los que llevó Roberto.
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El lago Atitlán y su entorno son un pedazo del Edén perdido en Guatemala, y de allá no es fácil marcharse. Tardé en volver una semana, y cuando Roberto me recibió pareció ansioso, aliviado de verme, como si lo hubiera dejado allí plantado. Hacía tres años del último servicio turístico realizado por un tren en el país —lo había guiado él mismo— y más de diez desde el último viaje comercial. Para él, compartir las historias de riel podía ser lo más parecido a conducir un tren de nuevo. Así que, por mi parte, tomé papel y pluma y le di luz verde.
—Aquello ocurrió en 1986, en el ramal entre Zacapa y Anguiatú —dijo, y explicó que era el que unía Guatemala con El Salvador—. Los ánimos estaban muy crispados porque el cambio a tracción diésel había significado dejar fuera no sólo a las locomotoras, sino a miles de trabajadores.
La conversión del sistema había empezado en los sesenta, pero en los ochenta aún se vivía un momento doloroso porque FeGua estaba ya cerrando algunas vías y se despedía definitivamente del vapor. El cambio de tracción, con la irrupción de los automatismos, significaría al cabo de los años prescindir de las manos de un tercio de la plantilla de la empresa, que entonces tenía unos seis mil hombres. Y basta un ejemplo para medir los ánimos: las cinco primeras locomotoras diésel de la serie 600 habían tenido que esperar cinco años en los talleres de la localidad de Tiquisate, a salvo de la cólera de los propios trabajadores, que incluso habían intentado prenderles fuego para evitar lo irremediable. La llegada del diésel estaba siendo dramática. La compañía había vendido años atrás las primeras locomotoras desguazadas. Era sabido que hacía negocio con el hierro del vapor, pero había declarado que la 34 y la 84 estaban aún en buen estado.
—Y un rumor comienza a correr como la pólvora —informa Roberto, metiéndose en su papel de agraviado—. ¡Se llevaron la 34 y la 84 a la frontera sur, las venderán como chatarra!
Ahí volvía otra vez el maquinista, a los mandos de su historia. Alguien del sindicato comprobó entonces que las locomotoras no estaban en su depósito habitual. Lo que se hablaba en los corrillos había resultado cierto. Inmediatamente, desde el sindicato llamaron por telégrafo al puesto de mando de Puerto Barrios, la cabecera ferroviaria de la costa del Caribe, trescientos kilómetros al este de la capital. Allí, dijeron, no sabían nada. Contactaron entonces con Bananera, otro centro de mando intermedio, pensando que quizá las habían visto pasar. Ambas locomotoras eran aptas para las plantaciones de la United Fruit Company, donde otrora prestaron servicio tanto de mercancías como de pasajeros, aunque sus trenes cargueros llevaban prioridad. El personal de Bananera respondió que no se las había visto en ninguno de los ramales de la zona, ni en el que llamaban de Motagua, ni en el de Bobos.
—Y entonces comenzaron a peinar la línea del tren. Hablan a Quiriguá, y nada. ¿Gualán? Tampoco.
En Gualán les aseguraron que por allí no habían pasado, que era imposible siquiera que las hubieran remolcado por carretera. Hasta que telegrafiaron a Zacapa, aproximadamente la mitad del camino hacia El Salvador, de donde parte el ramal que llega a la frontera.
—¡O–cá! —así dice Roberto—. Ok es la señal que confirma que sí. ¡Que pasaron en dirección a El Salvador!
Se informó a Zacapa de la razón de ese traslado, y en ese momento les llegó la noticia que esperaban evitar: la 84 ya estaba en el país vecino.
Los trabajadores estaban desconcertados. Tras años ilegalizado, el SAMF, el sindicato, era un grupo poderoso, el único que podría, según Roberto, detener la operación. Y en un arrebato de orgullo, decidieron darlo todo para rescatar la 34.
Sin tiempo que perder, desde Zacapa se ordenó preparar una locomotora diésel serie 900, que saldría con personal del sindicato a bordo a intentar dar caza a la 34 en el ramal de El Salvador. Con la diésel ya en la vía, desde la base, el telégrafo seguía trabajando.
Y también Roberto, hecho ya un catálogo de voces, que impostaba cuantas fueran necesarias.
—¿Chiquimula? ¡Sí, pasaron por aquí hace dos días! ¿Ipala? ¡Sí, y deben de estar ya casi en la frontera!
La distancia desde Ipala hasta el límite internacional era sólo de 37 millas. Treinta y siete millas equivalen a unos 60 kilómetros, pero no es solamente eso. Es, también, otra prueba de la penetración del negocio anglosajón, que impuso en Guatemala su sistema de medidas.
Igualmente, y debido al estado de la vía, 37 millas significaban casi tres horas de camino. Ese promedio, que sin contextualizar se ve ridículo, jugó a favor de los ferroviarios. Pero la diésel 900, seguramente por encima de toda velocidad conveniente, no se detenía por nada. Me pregunto si a bordo de la 900 se habían parado a pensar en la paradoja que les reservaba el tiempo. La única manera de salvar aquella vieja locomotora pasaba por la velocidad de la que había llegado allí para enterrarla, una flamante diésel de transmisión eléctrica.
La 900 alcanzó Santa Rosa, un alto desde donde se divisaba ya la planicie fronteriza, y se lanzó ladera abajo detrás de su objetivo hasta el límite internacional de Anguiatú. Ya en el llano, en el confín de la línea, los accidentales pasajeros de la 900 divisaron su objetivo: una locomotora Baldwin de 1890 que estaba a metros de terminar sus días en una fundición salvadoreña. Inmediatamente saltaron de su diésel, y armados de durmientes —traviesas—, hierros y piedras, instalaron una barricada, trabaron la vía delante de la 34 e impidieron que cruzara la frontera.
Un hombre nervioso, contrariado, apareció gritando desde el otro lado. Era el comprador.
—¿Qué hacen? ¡Nosotros las adquirimos como chatarra! ¡Ya no valen nada, van para una fundición de El Salvador!
Frente a él, los rieleros no debieron de mover una pestaña. Hubiera sido interesante saber si el comprador era un malo malísimo y pretendía escabullirse de aquello mediante una fuga apresurada, o si aquel hombre solamente compraba fierro viejo y nunca se le pasaron por la cabeza los lazos invisibles que un puñado de hombres podían tener con aquella chatarra de 96 años. La memoria y el relato oral no son buenos reteniendo los matices. Pero quedaba claro que aquella chatarra no iba a pasar fácilmente la frontera.
—¿Están ustedes locos? —Roberto imitaba a los recién llegados—. Son reliquias del Ferrocarril Nacional de Guatemala, ¡y ésta de aquí no pasa!
La operación quedó trabada en aquel mismo lugar. El bloqueo frontal por parte del sindicato —y, sin duda, otros hilos que ya estaban moviendo en la distancia— logró detener el proceso el tiempo suficiente para que la autoridad llegara. Como Guatemala no es muy grande, se le puede aplicar aquello de pueblo chico infierno grande. Quizás el telégrafo hizo el resto, y junto a la autoridad, cuenta Roberto, apareció en persona el presidente. Así es como la fuga quedó desbaratada.
Al fin, llegó la hora de esclarecer lo sucedido y depurar responsabilidades. Hubo varios despidos y hasta se encarceló a los responsables de iniciar la transacción, acusados de venta de patrimonio nacional.
—Y aquí la tienes, detrás de ti, a pesar de aquello —dijo él, señalándola—. Y del incendio de 1995, que destruyó parte de la estación y la alcanzó, hasta que los bomberos la rescataron del fuego por segunda vez.
Roberto contaba que, después de todo aquello, la 34 aún había vuelto a las vías. Jaló sin contratiempos el Tren de la Alegría, un popular servicio que llevaba entre marimbas, cohetes y payasos a niños y familias enteras hasta Amatitlán, otro concurrido lago a 27 kilómetros de Ciudad de Guatemala. Eso había permitido que él y algunos de sus compañeros pudieran seguir trabajando por un tiempo.
Él no había sido parte del contingente de rescate. El incidente fronterizo lo sorprendió lejos, en Puerto Barrios, en la costa del Golfo. Pero no era algo que lamentara, ni tampoco que hiciera cambiar mucho el relato, porque Roberto tenía sentido de gremio. Celebraba la hazaña de sus compañeros y subrayaba la épica relatando la historia con gran énfasis. Lo que parecía innegable era que nadie conocía como él las dos locomotoras. Las había visto alimentarse con madera, con carbón y después con fuel; se sabía de pe a pa las cifras que les correspondían, sus medidas, capacidades y velocidades. Y dejó caer que, de ser posible, el honor de prender algún día la 34 podría corresponderle a él. Parecía que aguardara allí la llegada de ese día. Mientras tanto, desde que en 2004 se había inaugurado el museo, recreaba con brío los días del riel y, si se le preguntaba, también desempolvaba los de su 34. De momento, viajaba él y seguía haciendo a otros viajar.
Ilustraciones por Carolina Monterrubio.
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La prensa de esos días contaba que se avecinaban cambios. Que una compañía coreana había propuesto a Guatemala un ferrocarril nuevo para 2015 y estaba en negociaciones. El objetivo era crear el Corredor Mesoamericano, que arrancaría en México y conectaría todo el istmo de Tehuantepec. Él y los demás leían las noticias con cautela. Se habían dado algunos pasos y era imposible no soñar, porque no sería la primera vez que un nuevo tren acudía a rescatarlos. Pero se repetía el problema con las concesiones, y cinco años después, a inicios de 2017, la primera continuaba en obras.
Una vez, alguien le contó a Roberto que había visto la 84 en Eurodisney. “Quién sabe —había dicho él—, también puede estar fundida ya desde hace tiempo”. De momento, él miraba arriba como para asegurarse de que las 87 toneladas de la 34 seguían en su sitio, y añadió: “Ya no se oye su silbato, sólo la campana, pero pronto se lo escuchará de nuevo”. Me pareció que hablaba como quien tiene fe ciega en la sanación de un enfermo en coma y está convencido de que contarle cosas ayudará a que vuelva. A su lado, yo era un aficionado a los trenes, pero también un ateo avergonzado, aliviado en parte por el optimismo ajeno. Quizá lo percibió Roberto, y quiso aclarar que, si aquello no funcionaba, no se iría de vacío.
—Es que recordar es vivir de nuevo —dijo, casi excusándose.
Con eso sí estaba yo de acuerdo. Lo mismo era escribir. Lo veía con su atuendo, lo oía hablar y sentía que podía ser perfectamente 1986. La 34 era su mascota y Roberto seguía siendo maquinista.