Mario García Torres es uno de los mexicanos con mayor presencia internacional. Su trabajo se ha expuesto en Minneapolis, Ámsterdam, las bienales de Berlin y Venecia. Ésta es la historia de su trayectoria y un vistazo a su vida creativa.
El pasado diciembre, el Guangdong Times Museum en Guangzhou, China, presentó “Modes of Encounter: An Inquiry”, una colectiva compuesta principalmente de videos e instalaciones. Entre ellos, una pieza alcanzó cierta notoriedad incluso fuera de los medios dedicados al arte debido a la tecnología que utilizaba. En ella, una conductora de noticias llamada Xi Yanny habla en círculos:
Tus noticias son mis noticias
Tus historias son mis historias
Soy, en esencia, tus historias
Nunca antes he dudado
No cometo errores
Las máquinas nunca se equivocan
Sufren errores
Sueño con eso
Con equivocarme
Este sistema nunca debe apagarse
Es mi vida
Su dicción es clara pero su lenguaje corporal, prácticamente inmóvil y repetitivo, deja ver que se trata de un programa de inteligencia artificial, un robot digital al que se le introduce texto para dar las noticias en televisión a cualquier hora sin necesidad de un conductor humano. Su creador, o mejor dicho, su usuario, subvirtió la naturaleza informativa de Yanny para hacerla hablar de su propia condición, suscitando muchas preguntas. ¿Cuál es la condición de este robot; es distinta a la mía? Es fácil sentir cercanía con ella, atractiva y sonriente, pero también inquietante, pues el tono impersonal de sus palabras resuena en nuestra cabeza como si uno las profiriera. Además de sugerir un futuro cercano donde será difícil distinguir lo real de lo falso, este noticiero deja un extraño sabor de boca, pues no es una máquina hablando de sí misma, sino de nosotros, a medio cruce entre presente y futuro.
El autor del video (Si tan sólo hubiera pensado en las palabras correctas, 2019) es Mario García Torres, uno de los artistas mexicanos con mayor presencia internacional. Su trabajo ha pasado por espacios como el Walker Art Center de Minneapolis, el Museo Stedelijk en Ámsterdam o las bienales de Berlín y Venecia. Colecciones como las del MoMA de Nueva York, Centro Pompidou de París o Tate Modern en Londres resguardan su obra. Semejante listado sugiere un relato común en la historia del arte mexicano reciente, el del artista nómada desconocido en su tierra, pero no es el caso: su participación en México ha sido constante. En 2016 el Museo Tamayo organizó una retrospectiva y el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey hará lo mismo en 2020.
CONTINUAR LEYENDOGarcía Torres toma como punto de partida historias (en especial del mundo del arte) olvidadas o escondidas que, al devolverlas a la luz, cuestionan nuestra manera de escribirlas, recordarlas u olvidarlas. Opera como un historiador con los métodos de un artista. No le interesa dar conclusiones sino mostrar que siempre hay una discusión en movimiento. De todas las historias, ¿qué hacer con la suya? La de dos décadas de trayectoria en las que no se ha atado a ningún medio (su producción incluye por igual instalaciones, sonido, esculturas, fotografías o filmes), pero sí se ha aferrado a una curiosidad incansable. ¿Qué habrá ahí que no estábamos viendo?
Para averiguarlo, García Torres nos recibe al norte de la Ciudad de México en las instalaciones de Morillo Shk, una compañía dedicada a la transportación de obras de arte cuyo nombre, como otros proyectos suyos, alude a una figura ficticia o distante, en este caso a María Morillo, galerista mexicana en la novela Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Mario, quien por lo regular está detrás de la cámara, intercambia lugares para las fotografías que acompañan este texto. Resiste más de dos horas y su talante se vuelve incluso más amistoso al señalarle un elemento inusual para una sesión tan solemne: una gorra negra con una A bordada en hilos color plata que lleva puesta. Al cuestionársele, responde con bríos: “¡Es de los Acereros, los campeones!”. Se refiere a los Acereros de Monclova, campeones de la Liga Mexicana de Beisbol el pasado otoño tras una agónica serie de siete juegos contra los Leones de Yucatán, el primer campeonato desde la fundación del club en 1980. La trivia deportiva no parecerá tan insignificante si consideramos que su ciudad natal tiene una vocación por las esperas inciertas.
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Mario García Torres nació en 1975 en Monclova, la tercera ciudad más poblada de Coahuila con cerca de 300 000 habitantes y la de mayor producción siderúrgica en México y Latinoamérica. “La economía gira alrededor de una acerera que se llama Altos Hornos de México. Toda la situación social de la ciudad gira alrededor de eso”, explica García Torres. “Lo platico no sólo porque en términos económicos es importante, sino porque ha definido el carácter de los monclovenses. El neoliberalismo cambió las cosas en los noventa, pero antes de eso la acerera era una compañía paraestatal en la que cada sexenio se ponía un nuevo director. Eso hacía que los monclovenses, cada seis años, tuvieran que redefinir sus redes sociales y económicas a partir de ese nuevo personaje. Hizo de Monclova una sociedad que siempre está esperando a alguien más. Es una ciudad que batalla con tener un liderazgo local; hasta hace algunos años ese poder siempre venía de lejos”.
Entre esos personajes foráneos estaban el ingeniero y filántropo Harold Pape y su esposa Lou, una mujer sofisticada que en 1977 impulsó la creación del museo que hoy lleva su nombre y con el que García Torres se relacionaría desde temprano gracias a su madre. “Estaba involucrada en el museo y las historias de arte y artistas siempre; de alguna manera, encontraban un camino hacia mi casa”, comenta, aunque esas historias no siempre eran del todo acertadas. “Tenía una idea bastante naif de lo que era ser artista. Pensaba ‘qué interesante que hay estos personajes que no trabajan en un horario normal, que trabajan en la noche’. Toda esa fantasía llenaba mi cabeza. Creo que había una parte del ser diferente que me llamaba la atención. Pensaba que esos personajes tenían mucha más libertad que lo que yo veía a mi alrededor, ingenieros y agrónomos en el pueblo”.
El Museo Pape no era un mero museo local. En sus inicios fue uno de los pocos museos de arte contemporáneo del país por lo que, como otras cosas, también los artistas llegaron desde fuera, entre ellos Manuel Felguérez con su vanguardista proyecto “La máquina estética”, que planteaba al arte como un diálogo entre materia y espíritu, oficio y concepto, y proponía una unión entre arte y tecnología. La idea de arte como algo que ocurre de manera continua, entre distintos lenguajes, y no como un objeto estático, marcó profundamente a García Torres. “Esa concepción del artista, pensar que el arte no era sólo lo que uno estaba haciendo en directo, sino que todo lo que había antes y después era parte de la obra, ese tipo de pensamiento empezó a cambiar mucho mi noción de arte”, dice.
Con ese bagaje bajo el brazo, partió para estudiar arte en la Universidad de Monterrey, donde si bien comprobó que era algo más complejo que la idea con que salió de Monclova, se encontró con una educación académica cuyas discusiones versaban sobre la expresividad de la mancha y cuestiones formales por el estilo, un romanticismo que en vez de desanimarle le clarificó lo que buscaba. “Ese tipo de pensamiento tenía que ver con una expresión muy personal y en ese tiempo no me interesaba hablar de mí, me parecía que no era relevante hablar de mí como persona, sino que estaba tratando de comunicar algo más profundo, más racional que eso”, comenta.
Fui aceptando que mi persona estaba dentro de mi obra, lo quisiera o no. Entonces encuentras secretos y cosas, y te vas dando cuenta en dónde el humano conecta con otro humano.
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Al concluir sus estudios, García Torres se desempeñó en actividades relacionadas con la curaduría y las artes electrónicas en el Museo de Monterrey y en el Carrillo Gil en la Ciudad de México. En los albores del nuevo milenio, ésta era un área donde, a diferencia de otros medios, nada estaba escrito. Desde ahí organizó exposiciones, publicó algunas cosas en periódicos locales, intentaba sentar un precedente. “Las instituciones seguían exhibiendo cosas que no necesariamente coincidían con el pensamiento de mis amigos con los que me desarrollé en ese momento. Entonces me di a la tarea de tratar de dar un marco teórico a esas nuevas expresiones”.
En esos años se dio la verdadera educación de García Torres cuando, buscando referentes, en el panorama apareció la historia de un periodo terminado hacía tiempo que, no obstante, parecía más oportuno que nunca. “Empecé a buscar herramientas que pudieran justificar mi obra, que era más racional y menos expresiva, menos personal. Fue ahí que empecé a encontrar que existía eso que se llamaba arte conceptual, pero la información era muy limitada. Ahí empecé a entender que existía”, recuerda.
Desarrollado entre los años sesenta y setenta, el arte conceptual es el germen responsable de muchas prácticas que caracterizan al arte contemporáneo como lo conocemos, como instalación, performance, video, documentación de acciones o arte procesual. García Torres tuvo la suerte de toparse con él de lleno. “Todo eso apareció enfrente de mí”, recuerda, “con cada libro que salía, pensaba: ‘¡Qué locura, cómo pudo haber sucedido esto, qué manera de ver las cosas!’. Muchos artistas de mi generación nos sentimos atraídos a esos artistas porque justo en nuestro momento más inmaduro empezó a distribuirse esa información, entonces todos la consumimos de una manera muy hábil”.
Entre esos artistas uno llamó poderosamente su atención, el californiano Michael Asher, conocido por una exposición en 1974 en la galería Claire Copley, cuya única intervención fue remover el muro entre la oficina y el área de exposición, desdibujando los límites del espacio donde ocurría el arte. Ese conceptualismo duro atrajo a García Torres, quien retomó su educación en Los Ángeles, en el California Institute of the Arts, una meca de este arte donde algunas de sus figuras históricas impartían clases, entre ellas Asher. Ahí terminaron de cuajar las ideas, como también volvió a cambiar su concepción de cómo funcionaba el arte. “Creo que en algún momento temprano mi intención era hacer una cosa muy racional, y hoy es lo más lejano que existe. Me di cuenta de que no me podía escapar como persona de la obra. Empecé poco a poco a ir aceptando que mi persona estaba dentro de mi obra, lo quisiera o no. Entonces vas encontrando secretos y cosas, te vas dando cuenta en dónde el humano conecta con otro humano”, explica Mario.
Un proyecto de esta época vital, para entender el arte de García Torres, retoma una obra de 1969 de Robert Barry en la que pidió a estudiantes ponerse de acuerdo en una idea sin comunicársela: mientras se mantuviera en secreto existiría como obra de arte. García Torres se obsesionó con la historia al grado de reunir a sus participantes para saber “si la obra aún existía”. Sin pretender romper el secreto, quería ver de cerca cómo funcionaba la máquina conceptual que tanto había estudiado, creía que era cuestión de reunir las piezas. Los exalumnos le confesaron que, en realidad, ninguno recordaba cuál era la idea original. Lo que empezó como la investigación casi de un mito resultó en una historia de contingencias, huecos que resultaban más interesantes que la información perdida. El resultado fue Lo que sucede en Halifax se queda en Halifax (2004-2006), una proyección de diapositivas acompañadas de textos que relatan el encuentro. “Surgía de un interés muy conceptual sobre el arte mismo, ¿qué significa, dónde termina una obra de arte; si nadie la ve, existe?, preguntas muy filosóficas del arte”, comenta. “Después de hacer la pieza y pasar tiempo con la gente que la ejecutó te das cuenta de que en realidad tiene que ver con amistades y lealtades. Ese tipo de cosas te van enseñando que lo que vale y que eventualmente se convierte en una conexión con el público es a través de la parte más humana del arte. Esas cosas te van cuestionando, te van llevando a otros caminos”.
Con esta obra temprana, García Torres abordaba dos elementos clave en su trabajo. Por un lado, se apegaba férreamente a una pista que, por ínfima que fuera, guiaría todo el proyecto, aun si eso abría las puertas de par en par a la imprevisibilidad. Tenía la certeza de que si seguía su intuición hasta sus últimas consecuencias, algo aparecería. “El artista sólo establece, de la manera más mínima, una estructura, y la sociedad como tal revela sus propios secretos. Me interesan cosas donde no sabemos cuál va a ser el resultado. Eso genera una energía totalmente distinta en la obra”, dice. Por otro lado, al centrar su atención en un oscuro episodio perdido del arte conceptual rechazaba juicios como la importancia histórica. ¿Qué hace a un relato más importante que otro, quién decide qué historias vale la pena contar? Él tenía esto muy claro: “Estaba buscando una posición frente a los historiadores, ya sea de arte o no. ¿Cuál es mi aportación a esa historia? Encontré que tenía que ver con relativizar la historia. Relativizar nuestra relación con la historia”.
Mientras se desarrollaba en Los Ángeles, donde permanecería al finalizar su maestría en 2005, algo pasaba en la Ciudad de México. Su hermano José García y actualmente director de la galería que lleva su nombre, abría Proyectos Monclova ese mismo año junto con Alejandro Romero, aunque, contrario a lo que se pensaría, dicho movimiento no tenía nada que ver con Mario. “Mi relación con el arte en general tiene mucho que ver con Mario”, cuenta José, “sin embargo, creo que lo que me animó a abrir la galería es justo lo contrario, que no estaba él. La abrimos más como un hobby, en sí nunca me la tomé tan en serio. Mario estaba viviendo en Los Ángeles, pero ahí dije ‘bueno, esto va a ser mi proyecto, muy separado a lo que está haciendo él para no interferir tampoco en su carrera’”. Otra razón para esto era que en aquel entonces José trabajaba en la revista Celeste, y muchos artistas alrededor de Proyectos Monclova eran precisamente algunos de los fotógrafos e ilustradores que pasaban por sus páginas, un tipo de arte más joven, muy distinto de lo que estaba haciendo su hermano.
No sería en México sino desde Bruselas donde García Torres despegaría su carrera internacionalmente cuando en 2004 el galerista belga Jan Mot se identificó con el puente que intentaba tender con el arte conceptual. “Desde el principio era el tipo de colaboración que de verdad me gustaba”, recuerda Jan, “para entonces su trabajo ya era un diálogo con los artistas conceptuales de la primera generación que tuvieron una fuerte influencia en mi propia relación con el arte, sobre todo a través de coleccionistas belgas”. Allí García Torres participó en la colectiva “What did you expect?” con la obra Title working (2003), la cual sólo podía “verse” en la hoja de sala, donde junto a su nombre se leía: “Intervención en lista de obra, medidas variables”. Esa descripción era la pieza de García Torres. Mot de inmediato le ofreció una primera muestra individual basado en la filiación conceptual que ambos compartían. “Cuando empiezo a trabajar con un artista no tengo ninguna expectativa sobre cómo podría desarrollarse la obra, lo desconocido de ello es exactamente el aspecto más emocionante de una colaboración”, comenta Jan.
En muchas de las obras de Mario García Torres los detalles más insignificantes han detonado toda una investigación, desde el título de una pintura (This painting is missing/This painting has been found, 2006), su semejanza con el peinado de otro artista (Shot of grace, 2004), un pseudónimo cinematográfico (I’m not a flopper, 2007-14), una ponencia transformada en guion (Unspoken dailies, 2003-09) o la versión karaoke de una canción (Sing like Baldessari, 2004). García Torres, quien se ha descrito como un artista conceptual que hace obras sobre la historia del arte conceptual, ha recreado proyectos de artistas del pasado para probar su vigencia en el presente y, de paso, explotar el potencial narrativo de esas historias. Después de todo, pese a su aparente hermetismo, el arte conceptual no pretendía crear obras incomprensibles, sino un dispositivo para cuestionar lo establecido, y pocos lo han usado como él. “A lo mejor gran parte de mi obra tiene que ver con eso, con siempre estar buscando en otro lado con quién tener una discusión, quién es mi interlocutor independientemente de la geografía y del tiempo inclusive”, agrega, y por esto último ha demostrado estar dispuesto a hacer, literalmente, lo que sea.
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Nov 18, 2001
Querido Alighiero: sigo comparando fotos. A veces creo que cualquier edificio pudo haber sido el One Hotel y luego pienso precisamente lo opuesto. Ayer no caminé tanto. Sólo fui a que me cortaran el pelo, por el parque. De regreso me quedé un buen rato viendo a unos niños jugar. Nos vemos luego. M.
Así comienza uno de varios faxes que envió al artista italiano Alighiero Boetti, asociado con el arte povera y conocido por sus tapices hechos por artesanas afganas. García Torres conocía otra historia suya, la del One Hotel, un edificio en Kabul, Afganistán, que Boetti habitó entre 1971 y 1977. Las misivas jamás obtuvieron respuesta. Boetti, nacido en 1940, había fallecido en 1994, pero eso no impediría que con ellas diera inicio a la que probablemente sea la investigación más ambiciosa de García Torres: el largometraje Té (2012).
En sus cartas (Share-e-Nau Wanderings, 2004), García Torres se imaginaba en Kabul buscando —sin éxito— el One Hotel, informaba a Boetti de su día y contaba cosas que pasarían en el futuro. Los faxes eran fechados en 2001 por un paralelismo: la guerra afgano-soviética alcanzó al edificio en 1978 y el descubrimiento de su historia lo atrapó durante la intervención militar en Afganistán tras los ataques del 11 de septiembre de 2001. “La razón por la cual hice esa pieza era muy clara para mí. Estaba viviendo en Estados Unidos y no me sentía suficientemente empoderado para dar mis opiniones políticas en el momento”, explica García Torres. “Era un lugar que estaba en guerra. Aunque tuviera el dinero para comprarme un boleto e irme en ese momento, parecía éticamente erróneo”.
García Torres ya había probado suerte con los encuentros imposibles. En Carta abierta a Dr. Atl (2005), un video grabado con vistas de la Barranca de Oblatos, en Jalisco, le contaba al pintor tapatío de las intenciones expansionistas del Museo Guggenheim de construir una sede ahí. No obstante, la historia del incierto paso de Boetti por Afganistán tenía aristas más afiladas. “Ese tipo de cuestionamiento fue lo que me hizo pensar que la ficción era interesante. Al final del día, la manera en que son contadas muchas de esas historias es a través de mi relación personal con ellas. Fue un momento de aceptar que no todo tenía que ser un trabajo periodístico, sino que podría incursionar en un espacio de ficción, que había un espacio ahí que explorar”, dice.
Toda esa fantasía llenaba mi cabeza. Pensaba que esos personajes tenían mucha más libertad que lo que yo veía en mi alrededor en el pueblo.
García Torres continuó trabajando sobre la figura de Boetti, como en ¿Alguna vez has visto la nieve caer? (2010), un diaporama de fotografías encontradas que evidencia un Afganistán distinto al que mostraban los medios de comunicación. Sin embargo, la hora de confrontar la ficción con la realidad llegó en 2012 cuando fue invitado a participar en “Documenta” (una de las exposiciones más importantes de Alemania) y surgió la posibilidad de visitar Kabul, donde encontró el humilde One Hotel en pie pese a rumores de su desaparición. Ahí interpretó en la realidad lo que imaginó en sus cartas. “Té resulta ser la versión documental de la primera pieza. Si el primer momento era una ficción, la última pieza es la realización de esa ficción. La película es una documentación de mi experiencia a través de la casa de Boetti, de todos esos actos y reconocimientos, mi interacción no sólo con la casa, sino con la comunidad, con el barrio”, cuenta el artista.
Té es una película lenta que exige al espectador. A lo largo de una hora, guiados por la voz de García Torres, vemos los muros viejos del One Hotel, su patio cubierto de nieve y posteriormente recibiendo la primavera o a los locales bebiendo té en unas calles de Kabul que, de repente, se convierten en las de Monclova. “En nuestro país estábamos experimentando una atmósfera igual de peligrosa que la que sucedía en Afganistán. Me interesaba negociar esas similitudes y tratar de llevar a la mesa esa confusión donde resultaba más peligroso ir a mi casa en Coahuila que a Afganistán”, explica García Torres, que luego de nueve meses en los que reconoció la importancia que ese espacio había tenido, finalmente lo dejó seguir con su propia vida.
“Ésa fue la primera vez que hizo una obra muy introspectiva”, recuerda su hermano José. “Me impresionó. Aunque el tema era Boetti, la obra era sobre él mismo, su historia y su relación con Boetti. Creo que fue la primera vez que dije ‘ya superó todo eso y se volvió un artista 100% maduro que puede hablar de sí mismo’, porque era ese punto de quiebre donde ya no estaba tímido por hablar de él como artista, y no solamente hablar de otros artistas”. Jan Mot, quien desde el inicio de su relación con García Torres entrevió el forcejeo que sostenía con su propia presencia en la obra, coincide en esto. “Mario buscaba que su propia voz, su rostro o su personalidad pudieran aparecer en su obra. Cada vez más y más dio paso a convertirse en un personaje. Puedes ver en su trabajo una elaboración de esta pregunta que todos se hacen a sí mismos, cómo funcionar socialmente, públicamente, y ser alguien al mismo tiempo, más allá de ese nivel, más íntimamente, espiritualmente”, dice Jan.
Con todo y sus dimensiones, la verdadera importancia de Té radicó en descubrir que las historias que no parecen importar a nadie son, irónicamente, las que más compromiso requieren. No se trataba de un asunto cinematográfico, sino artístico. “Uno puede contar toda una película, ser un cineasta diciendo ficciones, pero al final del día, esas películas son un documento que registra un acto o un gesto artístico”, dice García Torres.
Su obra tenía una notable actividad internacional, no así en México, donde fue hasta 2008 que Proyectos Monclova presentó su trabajo por primera vez. La tarea de darlo a conocer en su propio país recayó en su hermano, quien sabía que no iba a ser fácil, no sólo por su ausencia, sino por su obra. “Mario empezó a agarrar mucho reconocimiento, pero lo que más hacía en ese momento era video, proyectos muy complejos que tomaban mucho tiempo. Mucha gente que tenía información o sabía de él me llamaba para decir ‘quiero algo de Mario, pero que no sea video’”, recuerda José entre risas. “Creo que Mario estaba haciendo un tipo de trabajo que no tenía nada que ver con lo mexicano o que no lo identificaba con ninguna región en particular, y eso lo colocaba en un limbo. Y el hecho de que no estaba aquí, pues simplemente no figuraba tanto en la escena local. Fue al revés, tuvo que ganar reconocimiento fuera para que después empezaran a tomarlo en cuenta en México”.
Más importante aun, hacía falta responder por qué la obra de García Torres se había desarrollado y discutido afuera y no aquí. Con eso en mente, el Museo Tamayo organizó en 2016 “Caminar juntos”, una selección de quince años de trabajo que buscaba presentar a este artista de quien sólo se sabía por algunos proyectos pero, sobre todo, delinear las líneas de investigación características de su trabajo, como su interés por los intersticios narrativos o el revisionismo histórico. Su curadora, Sofía Hernández Chong Cuy, explica: “La mayor parte de las obras que habían tenido repercusión en el campo del arte internacional no habían sido vistas en nuestro país. La curaduría tomaba esa realidad en cuenta. Darle un contexto a la obra, así como abordar el hecho —y sugerir razones— de que ésta había gozado una circulación principalmente internacional, más que en su país natal. O sea, el esfuerzo fue presentar la obra con marcos de referencia para experimentar su trabajo”.
Para “Caminar juntos” se materializó un proyecto que hasta entonces flotaba sólo como idea: el Museo de Arte Sacramento, un imaginario museo al aire libre creado entre 2002 y 2004 en un área de 1 800 hectáreas en Coahuila “trasladado” temporalmente a la Ciudad de México. En sus límites marcados en el mapa se desarrollaron actividades extramuros como proyecciones, pláticas o representaciones. Quizá la idea de García Torres era que una buena presentación de la complejidad de su trabajo ante un público que no lo conocía era replicar con él la misma dinámica colaborativa de la que ha surgido, que “caminaran juntos”. A este respecto, García Torres es tajante: “Creo que uno está todo el tiempo renegociando su relación con la sociedad y la sociedad está también influenciando la manera en que uno trabaja. Es importante ser conscientes de que los objetos que se generan dentro del arte están ahí porque son producto de una sociedad en general, no son responsabilidad única de un artista. Yo quiero pensar que esas cosas, los objetos, los productos de esos pensamientos, son cosas que suceden casi en automático cuando dos o tres fuerzas de interés se unen. De lo contrario, seríamos unos locos si hiciéramos obras que no sabemos que le interesan a nadie más”.
Pero, al final del día, ¿cuál es el valor de estos museos de aire y epístolas inventadas? Sofía Hernández es muy clara. Considera que un aspecto importante del trabajo de García Torres es precisamente “darle peso tanto al significado de los procesos como al resultado de ese proceso, como lo es la imagen o el objeto discreto que resultó de ello. Tomar en cuenta tanto un documento, así como un rumor, evaluarlos en relación de cada cual y dejar que éstos vayan trazando un trayecto de investigación que eventualmente se explica, explaya o concreta, y así volviendo a su vez a crear archivo. Son parte de ese mecanismo del conceptualismo que experimentamos mucho en las prácticas artísticas del presente”.
El dulzor de las imágenes pop y su falso brillo resulta una poderosa herramienta para meter la reflexión a costillas del entretenimiento.
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Aunque el tono de muchos proyectos de Mario García Torres y la obstinación con que busca llegar hasta el fondo de ellos lo confirman como un conceptualista recalcitrante, suele olvidarse un aspecto intrínseco de este arte: su habilidad para conectar con la vida, infiltrarse en lo mundano para inocular sus dudas. A pesar de que con frecuencia ha echado mano de la solemnidad y el silencio, últimamente ha coqueteado con el candor desvergonzado de lo popular. Una última obra prueba su arrolladora efectividad: Falling together in time (2019), un video que cuenta múltiples sucesos en torno a la canción “Jump” de Van Halen. “La vida está conectada con las coincidencias. Uno podría decir que está hecha de ellas. Sólo tienes que darte cuenta”, dice una fría voz femenina, y una cadena de hechos de la vida real y del espectáculo comienzan a conectarse entre sí en una fascinante sincronía. Momentos irrelevantes donde, de la nada, un gran cambio ocurre y continúa el ciclo de la vida.
Este paso de García Torres de lo documental al popurrí pop prueba que las ideas no sólo resisten los estilos, sino que incluso se vuelven más fuertes. Para su próxima exposición en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey prepara una conferencia que se convertirá en un performance más parecido a un festival musical, y recientemente ha publicado en la plataforma Spotify algunos monólogos. Con años de colaboraciones y de dejar que las cosas se desdoblen solas, el peligro de caer en el caos es lo último que le preocupa. “Cada vez me interesa más buscar salidas sui generis para las ideas conceptuales y ver qué sucede. Ése es el tipo de cosas que me entusiasman hoy por hoy, cómo hackear los lenguajes del arte. Son cosas que cada vez dejo más al azar, que no sé qué va a suceder con ellas. Es como un vicio, ponerme en una situación más riesgosa; creo que cada vez aprendo más de esas situaciones de riesgo, es lo único que me mantiene en una búsqueda. Ponerme en esa situación es mi manera de no aburrirme, seguir cuestionándome a mí mismo y aprendiendo algo de mi trabajo”, dice.
Con su divertida mezcla de esoterismo, filosofía light y nostalgia, Falling together in time nos recuerda a uno de esos programas que aparecen cambiando de canal en la madrugada, ese momento en que las ideas más simples parecen trascendentales. Y técnicamente no hay mucho que lo distinga, con su edición incesante, su voz inexpresiva y su astuta conexión entre ideas que hace que por un cuarto de hora resulte irresistible. El dulzor de las imágenes pop y su falso brillo que las hace parecer cruciales en nuestra vida resulta una poderosa herramienta para meter de contrabando la reflexión a costillas del entretenimiento. Como esa programación nocturna, la obra de Mario García Torres es vasta y, a primera vista, quizá algo confusa, pero en un colofón que parece tan bello como inevitable terminará integrándose a la pila de las mismas historias de las que se ha nutrido. Recaerá en el espectador la responsabilidad de escarbar, rescatarlas y decidir qué hacer con ellas, como él mismo ha hecho con las de tantos otros. O, como dice la voz en Falling together in time, tal vez eso sea forzar las coincidencias.
Agradecemos el apoyo de Morillo Shk para la realización de estas fotos.
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