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Cabeza de la escultura del Ángel de la Independencia, caída después del terremoto del 28 de julio de 1957. Museo de la Ciudad de México, septiembre de 2015.
A la mitad de la madrugada, el terremoto de 1957 desoló a la Ciudad de México. Entre los escombros de un edificio en la colonia Roma, una familia judía vivió un milagro. Esta crónica registra, con material de hemeroteca y entrevistas actuales, cómo los habitantes de la capital y aquella familia padecieron el inesperado temblor.
Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal,
ten misericordia de nosotros y del mundo entero.
¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué el Señor, esa madrugada fría en que sus hijos mexicanos dormían en paz, los había extirpado del sueño con un terremoto trepidatorio que sepultaría inocentes bajo el concreto?
“Jesús, en ti confío”, suplicaban todos.
México rezaba de ese modo un domingo de hace 66 años, el 28 de julio de 1957, cerca de las tres de la mañana. Calles sin energía eléctrica y viviendas sin teléfono: un país al que el terremoto había dejado roto, ciego e incomunicado. Con sus templos cerrados, sus edificios derrumbados y otros heridos por grietas como zarpazos de titanes, que los tenían al borde del desplome, a la gente, para orar, solo le quedaba la calle. Salieron, se hincaron, juntaron las manos y suplicaron. En el pavimento alumbrado por tímidas lámparas de petróleo, la sociedad deshacía, con llamados al cielo, el silencio de esa madrugada de la Ciudad de México en la que ya nadie dormía. Un reportero de La Prensa observó la vigilia pavorosa que paralizaba a una ciudad de cuatro millones de habitantes:
“En Eugenia, Vértiz, Obrero Mundial, Paseo de la Reforma, mujeres, niños, ancianos sobre las calles, de hinojos, en ropas menores, ateridos de frío y terror, clamaban piedad divina. Frente al Parque del Seguro Social un centenar de familias cantaba, con inflexiones lúgubres, el Santo Dios. Los perros aullaban, el polvo de los derrumbes llegaba a las entrañas. Elevando sus bracitos al cielo, las criaturas pedían a gritos que cesara aquello que se creía el fin del mundo o el estallido de una bomba atómica.”
La mayoría de la población, frenéticamente católica, ni idea tenía de lo que era un terremoto. No sabían ni cómo se sentía, ni qué sucedía, ni qué debían hacer. Solo se les ocurría rezar. La noticia más fresca de un sismo había llegado hacía ya cinco años, en 1952, por cables que hablaban de un terremoto espeluznante en la remota península de Kamchatka, en la Unión Soviética. Y algunos viejos se acordaban de que el día en que Francisco I. Madero entró triunfal en la Ciudad de México, un 7 de junio de 1911, cuando ellos aún eran niños, había temblado fuerte, como si meneándose la tierra festejara a las tropas que desplazaban a la anciana dictadura.
Pero que el país sumara medio siglo sin temblores fuertes no significaba que el riesgo hubiera partido. Al contrario: si hace mucho no tiembla, mejor teme.
Los escenarios del pavor, relataban los diarios, iban de un lado a otro en la capital: las colonias Obrera, Algarín, Álamos, Doctores, Buenos Aires, Atlampa, Santa Anita, Santa Julia, Tacuba, Pensil, Guerrero.
En Insurgentes Sur 377, el edificio Rioma, propiedad de Cantinflas, colapsó y adentro murieron Leobarda Carbajal, de 48 años, y sus pequeñas, Julia y María. Cinco teatros y veintiún salas cinematográficas sufrieron daños, entre ellas el Cine Encanto, joya art decó de la San Rafael, y el Cine Cervantes de la colonia de la Bolsa (hoy Tepito), que acabó partido en dos. En la derrumbada Tintorería Mir de la colonia Morelos murió aplastado el planchador Alí Martínez, de veintiún años. “Al comprometerse a entregar la ropa hoy domingo veló la noche, encontrando trágica muerte al desplomarse el apolillado techo”, informó La Prensa. El edificio B4 del Multifamiliar Juárez, semiderrumbado.
Los hoteles Del Prado, Bamer, Hilton, Reforma, Regis y Montejo estaban agrietados. “Sobre las aceras cientos de maletas formaban una fila interminable”, relató el reportero MGB en el diario El Fígaro. Aterrados, los extranjeros querían huir del país. “Hubo pánico. Apagada la luz, detenidos los elevadores, se escuchaban gritos histéricos”, añadió esa crónica. “Salieron desnudos a correr”, declaró Enrique Solórzano, empleado del Hotel Vistahermosa. “Montones de gringos salieron a la calle”, dijo a La Prensa el taxista Gerardo Basurto, “estaban en calzones, en bata o con solo las cobijas encima”.
Los daños lastimaron 523 edificios, algunos conocidos: Roble, Corcuera, la Dirección de Pensiones, Continental, Aztlán, el Banco de la Propiedad, la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura del IPN.
Aunque los muertos ya sumaban decenas y los heridos, cientos, nada impresionaba tanto como el Ángel de la Independencia, supremo símbolo de la Ciudad de México. A las 2:40 de la madrugada no soportó la sacudida de 7.7 grados con epicentro en San Marcos, Guerrero, y se vino abajo con sus enormes e inútiles alas doradas. “Los curiosos se dirigían al Paseo de la Reforma para ver si era cierto”, narró El Fígaro, cuyo fotógrafo se unió a muchos más que rodeaban la escultura, ansiosos con sus cámaras, como si vieran el cadáver del último dinosaurio del planeta.
Una mano gigante
Pero unos kilómetros al sur, algo mucho más grave ocurría. No había caído una figura de bronce sobre el jardín donde yacen nuestros héroes patrios, Hidalgo, Allende, Leona Vicario, Morelos, ya todos muertos y enterrados. Habían caído toneladas de concreto sobre personas vivas. Narró El Fígaro: “Fue un derrumbe catastrófico: cayó un edificio sepultando a quince familias”.
¿Quince familias? Sí, en Álvaro Obregón y Frontera estaban sepultados montones de seres humanos, entre ellos niñas y niños. Los cinco pisos del moderno edificio de la colonia Roma no resistieron el jaloneo rabioso. “Se desmoronaron como si una mano gigantesca los hubiera aplastado para ser tumba”, escribió Carlos Borbolla en La Prensa.
Los departamentos del recién construido inmueble estaban habitados por familias judías. Los Dabbah, Mustri, Benrey y Cohen eran, sobre todo, migrantes que en los años veinte llegaron en barco a Veracruz, huyendo del antisemitismo y los pogromos, los linchamientos de judíos que sucedían en su patria, Turquía. Desde hacía tres décadas se creaban una nueva vida en México, para la que pagaban al dueño del edificio hasta ochocientos pesos al mes. En este país habían hallado paz y tranquilidad económica.
Simón Cohen Benrey despertó a las 2:40 en la colonia Roma: su vivienda se bamboleaba. Llamó a sus hijos y se colocaron bajo el dintel de una puerta. “Escuchamos un tronidazo, algo muy fuerte, y el miedo nos hizo salir corriendo”, declaró. “La calle estaba muy oscura por la falta de luz y el polvo.” Corrieron instintivamente una cuadra hasta el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, donde vivían, en el departamento 1, su madre, Rebeca, su hermana, Susana Benrey, y los hijos adolescentes de ella, Gastón y Jaime.
Ahora lo entendían todo: el tronido fue el edificio. “Se había derrumbado”, dijo Simón. Le dio una entrevista al reportero Borbolla frente al área de la tragedia, acordonada por el Ejército, armado con fusiles máuser 95 por instrucciones del presidente Adolfo Ruiz Cortines, y repleta de voluntarios, paramédicos de las cruces Roja y Verde, zapadores, bomberos, policías.
“Mientras habla, Simón no deja de mirar a los hombres que trabajan. Un soldado grita con toda la fuerza de sus pulmones: ‘¡Que no fume ese señor, hay tanques de gas, quítenle el cigarro!’. Al final, el señalado avisó: ‘¡Ya tiré el cigarro!’” Frente a los periodistas, Simón exclamó: “Que se haga el milagro. Dios nos ayude a volver a verles la cara”, y observó los escombros que treparon los rescatistas para hallar a su familia y demás sobrevivientes.
Gritar peor que un loco
De pronto, vida. De entre el polvo surgió la silueta de un hombre, caminaba como si nada: cuando se cumplían siete horas del desplome, Arturo Brinstein Quintanilla, conocido dueño de la tienda de colchones La Gran Avenida, caminó sobre las piedras como empanizado por polvo de escombros. Los paramédicos lo rodearon y lo revisaron acelerados. No tenía nada, solo un rasguño en la nariz.
Los fotorreporteros lo flashearon como a una celebridad, y él respondió: “Me paré bajo el marco de la puerta y para abajo quedé prensado de las piernas. Estaba aterrorizado, grité una hora como loco pero nadie me oía. No sé cuánto pasó, fue una eternidad, y me di cuenta de que rescataban a dos que estaban casi junto a mí. Volví a gritar peor que un loco sin que nadie me escuchara. Siete horas metido abajo, no se lo deseo a nadie. Había una fuga de gas: la olía e imaginé que iba a morir intoxicado. Por un agujerito se filtraba luz y me pegaba a él con todas mis fuerzas para respirar y evitar que el gas me matara. Escuchaba todo, las voces de afuera, los golpes. Todo. Y no podía no moverme”. Con la garganta desgarrada, a las nueve de la mañana sus gritos sirvieron. A Arturo lo arrancaron de la oscuridad.
Un paramédico interrumpió la entrevista: “Señor, puede volver a su casa”. “¿A cuál?”, respondió Arturo, mostrando con sus brazos los escombros.
Los brigadistas continuaron. Sacaron piedra tras tras piedra, agitaron con furia palas, picos, azadones; taladraron con pistolas de aire el techo de concreto; encendieron sopletes de gas acetileno para despedazar las varillas de acero. Enormes grúas retiraron viguetas, despojos de ladrillos. Eran las cuatro de la tarde y el techo aún resistía. A trece horas del sismo, muchos seguían sepultados. Todo agotador, doloroso, desesperante.
Al fin, algo. Tras horas de esfuerzo, los bomberos abrieron un hueco por donde se veían dos mujeres llenas de polvo, recostadas juntas. Los paramédicos buscaron señales de vida. Nada. Las dos primeras muertas fueron metidas a una ambulancia y viajaron al anfiteatro de la Cruz Roja. Ahora sí, un cadáver, otro y otro salieron de los escombros. Había llanto, desesperanza en muchos judíos mexicanos que con kipás en la cabeza vinieron de toda la ciudad para ayudar y solo observaban los cadáveres de sus hermanas y hermanos.
Un café de chinos vecino llevó café a los trabajadores que no habían tenido pausa ni probado alimento. Ellos también empezaron a caer: Aristeo Martínez, miliciano de las Guardias Presidenciales, se abrió paso por un hueco hacia abajo cuando descubrió a una mujer prensada de las piernas. Al intentar sacarla, una vigueta cayó sobre su cabeza. Horas más tarde, con traumatismo craneoencefálico en una cama de la Cruz Roja, deliraba volviendo al último momento: “Está abajo, me está hablando, se puede morir, no respira”.
Un niño está aquí abajo
A la medianoche del domingo un batallón de soldados sustituyó al que estaba por cumplir un día de labor sin pausa. Como si previeran malas noticias que había que ocultar, oficiales del Ejército ordenaron a sus cabos bloquear la entrada a los reporteros. “Estamos cumpliendo nuestro deber”, reclamó Borbolla. En su nota, el periodista aclaró que nadie consiguió frenar su trabajo.
Pero no solo los periodistas eran indeseables. En las horas en que el rescate ya era extenuante y la exigencia inhumana, un soldado se desmayó. Dos camilleros de la Cruz Roja corrieron a alzarlo para, dentro de la ambulancia, llevarlo al sanatorio de su institución. “Un oficial del Ejército, de nombre Pedro, les gritó que no podían llevárselo. Debía ser llevado pero al Hospital Militar. Hubiese sido obedecido, pero decidió hacer uso de la fuerza empleando a un soldado que le asestó un golpe al ambulante (el paramédico), un jovencito, Enrique Metinides, quien se ha portado como un héroe ya que ha estado en su puesto desde el momento del temblor y anoche todavía no dormía una sola hora”, narró Borbolla.
Sí, Metinides antes de Metinides, antes de ser el gran fotógrafo de nota roja de México, fue un paramédico de la Cruz Roja golpeado por un militar por hacer su trabajo en ese temblor. Tenía entonces veintitrés años.
La crónica prosigue: “Un soldado detuvo con su rifle a Francisco Campos Reza, chofer de la ambulancia de la Cruz Roja en que sería trasladado el soldado herido, y para no rezagarse otro encañonó con su pistola a Roberto Briones, jefe del personal de la Cruz Roja. Así, por la fuerza, el soldado fue sacado de la ambulancia para ser metido a otra del Ejército. Sin embargo, cuando dicho vehículo iba a arrancar resultó que no tenía sirena, necesaria para abrirse paso. Entonces los soldados fueron a pedir ayuda a la Cruz Roja”. El oficial, Pedro, el que golpeó a Metinides y ordenó encañonar a los empleados de la Cruz Roja, debió pedirles a sus víctimas que llevaran en su ambulancia al herido.
Simón Cohen, hijo de Rebeca, hermano de Susana y tío de los hijos de esta, Jaime y Gastón, se sobresaltó. Pese a que habían pasado horas, oyó: “¡Un niño está aquí abajo!”. Los rescatistas alzaron piedras y ensancharon un hueco del que un adolescente de diecisiete años fue extraído. Sesenta y seis años después de la tragedia, él aún vive. Gastón Cohen Benrey, el adolescente del terremoto de 1957, ya tiene tres hijos, ocho nietos, dos bisnietos y 82 años de edad. Es un empresario textil que accede a relatarnos aquel día. “Era un edificio moderno, bonito”, cuenta el hombre ubicado por Gatopardo a través de la revista Tribuna Israelita. “Estrenamos el departamento y vivimos en el primer piso varios meses, no sé si un año.”
La madrugada del 28 de julio de 1957 en esa vivienda dormían cuatro. Samuel, el papá, viajante de negocios, había salido de trabajo al sureste del país. En cambio, la abuela materna, Rebeca, estaba en su cuarto. Los pequeños Gastón y Jaime, en el suyo. Y ocupaba una recámara más Susana, la mamá, natural de Estambul. “Venía de Turquía”, relata Gastón, “se casó con mi papá aquí en México. Tenía su grupo de amigas y había fiestas judías que respetábamos, hacíamos reuniones.” En ellas nunca faltaba algo. “Jitomates rellenos”, precisa el sobreviviente refiriéndose a los “domates dolma”, una delicia turca con cordero, arroz y piñones. Pero de pronto esa madrugada otoñal acabó con la alegría. “Teníamos un cuarto para mi hermano y yo. Empezó a temblar y nos paramos, estábamos acostados cada quien en su cama. Ya se estaban cayendo las paredes, ya se estaba cayendo el techo, ya se estaba cayendo el suelo.”
Pasaron cerca de diez horas enterrados bajo los escombros, con cuatro pisos sobre sus cabezas, repletos de cadáveres. “Cuando a mí me sacaron del agujero ya era de día [era lunes]. Me agarraron de los brazos, yo estaba pasmado. Sí sentí el gusto de poder salir de ahí, pero tanto así para que yo echara gritos de alegría, no.”
“¡Gastón, Gastón!”, le gritaron. Incrédulo, Gastón fue cargado sobre las ruinas como soldado sobreviviente de una batalla. “Pálido como la cera, con bata de dormir”, describió La Prensa. Mucha gente se le acercó, querían ver de cerca al héroe que entraba a una ambulancia. “¿Estás bien, Gastón?”, le grita emocionado su primo. “El ambiente cobra hondo dramatismo, el ulular de la sirena alejándose enchina el cuerpo”, continúa la crónica.
Mientras tanto, un bombero, Pedro Figueroa, preocupaba a todos porque, asfixiado, recibía una mascarilla con oxígeno después de tanto respirar polvo. Y salió del cerro de material otro pequeño. Se escuchó: “¡Es Jaime, míralo!”. Simón no lo podía creer: aunque de su madre y su hermana no se sabía nada, sus sobrinos estaban vivos. Ahí estaba Jaime, de quince años, que en el escenario de bombardeo no entendía nada: solo miraba, atónito. “Había mucha gente alrededor del derrumbe y estaban unas camionetas en donde nos subieron y ¡órale!, al hospital. A mí en una y a mi hermano en otra. Salimos intactos. En la camioneta estaba un cura que empezó a platicar conmigo, y él entretuvo mis pensamientos. Yo le dije: ‘yo soy de religión judía’ y él me dijo: ‘no importa’”, cuenta Gastón.
Llegaron al Hospital Dalinde. El reportero Borbolla no se dio tregua: había luchado contra los soldados que lo frenaron como a un delincuente, y ahora lo hacía contra los médicos de la Cruz Roja que le explicaban que era imposible entrevistar a los muchachos. Pero lo consiguió. Entró a la sala donde ambos estaban acostados y le hizo preguntas al menor, Jaime, que le respondió así: “Fue algo muy feo, toda la casa se movía. Desperté y sentí mucho miedo. Corrí a la cama de mi hermano. Nos abrazamos y nos quedamos quietos”. Su hermano añade hoy: “Nos abrazamos y nos aventamos a mi cama, que ya no sentí cuando se hundió.”
Borbolla anotó en su libreta las declaraciones que le dio Jaime en unos minutos en que los médicos se apartaron: “El piso se hundió y nos fuimos hacia abajo muy hondo. Sentimos que caía todo. Ya cuando deveras se derrumbó, fue muy breve. Cuando cesó de caer polvo y piedras nos dimos cuenta que no podíamos pararnos. Al movernos algo como unos picos nos lastimaban la cara. Sentimos mucho miedo al darnos cuenta que estábamos atrapados. Gritamos con todas nuestras fuerzas pero nadie contestaba”.
Gastón completa hoy la escena: “Quedamos en un lugarcito, como un triángulo más o menos. Pero vivos. Es probable que por ser de los primeros pisos del edificio quedaran pequeños huecos, pero muy pequeños. Yo pasaba la mano y encontraba pared. Estábamos recostados porque no había espacio para sentarse. Yo estaba pensando que con el tiempo nos podían sacar, mi hermano era el desesperado y era el que gritaba. Él era el que más insistía en gritar ‘¡auxilio!’ para que nos sacaran de ahí.”
De pronto, el milagro: “Llegó una persona que estaba metiéndose por ahí, buscando gente dañada, y escuchó el grito de mi hermano. Dijo: ‘Voy a traer ayuda’. Yo oí la voz de dos personas que decían: ‘Ya vamos con ustedes’. Vinieron a escarbar y abrir un agujero y por ahí nos sacaron”.
Los médicos rogaron retirarse del hospital al reportero Borbolla, quien lo aceptó: “No saben nada de su madre y su abuela, y eso los tiene mal”, le explicaron. “Necesitan absoluto reposo. Ya se van a dormir.”
¡Aquí hay dos mujeres!
Las esperanzas de hallar más personas vivas se disiparon al paso de las horas. Cuando la ciudad estaba por volver al trajín de un lunes cualquiera, e Insurgentes, Cuauhtémoc y avenida Chapultepec se disponían a arrancar el día laboral, el trabajo de rescate no cejaba, pero las ilusiones sí. La ciudad sumaba setecientos muertos y dos mil quinientos heridos.
De improviso, cuando en minutos se cumplirían veinticuatro horas de faena, los bomberos abrieron un hueco desde el que vieron, claramente, dos cadáveres sobre un colchón. Un bombero exclamó: “¡Aquí hay dos mujeres!” Un oficial lanzó una advertencia, “¡No estorben!”, a la turba de curiosos que vieron salir el cuerpo de Rebeca Pardo de Benrey, de 78 años, madre de Simón y abuela de los adolescentes Gastón y Jaime. Esta vez no había milagro, ningún signo vital se detectaba en el cuerpo de la anciana.
Aún faltaba el otro cadáver; a la vista, una mujer más joven. Sin dudas, Susana Cohen, madre de los chicos. Varios bomberos rodearon el hueco y le encomendaron a uno arrastrarse al fondo para sacarla. Así lo hizo, dispuesto a sostener el peso del cuerpo inerte. Y ese cuerpo, al sentir el tacto del hombre, reaccionó. “El cadáver quiso levantarse, tendía los brazos al bombero que le había creído sin vida”, relató Borbolla. Atónito, el bombero musitó algo. “Sus compañeros”, narró el periodista, “escucharon sus palabras al tiempo que veían al bombero desplomarse sin conocimiento. No resistió la impresión”. En el hueco ahora estaba desmayado el bombero y, aún viva, Susana. El corazón de Susana Benrey de Cohen latía, pero antes había que extraer al rescatista: “Del agujero salió el bombero desmayado en brazos de varios (paramédicos). En las caras se dibujó una sorpresa: esperaban ver a una mujer y aparecía un tragahumo”.
Susana, muy grave, con conmoción cerebral, fracturas múltiples y riesgo de gangrena, ingresó al Hospital de la Cruz Roja. Borbolla fue a verla y se topó con sus hijos: “¡Mi madre está viva!”, le dijeron felices.
Horas después, Susana murió, relata hoy Gastón. “Del hospital me llevaron a casa de mi hermana casada y ahí, antes de empezar los rezos, me explicaron que habían fallecido las dos. ¿Qué se puede hablar de una madre? Lo máximo, para mí fue lo máximo. Era una mujer muy cariñosa conmigo. Me abrazaba, me escuchaba. Es más, hasta yo me sentía su consentido por el cariño que me brindaba. Me resigné, traté de cumplir con lo de la religión e iba a los rezos.”
¿Por qué se había caído el moderno edificio de la colonia Roma? “Que se cumpla al pie de la letra el Reglamento de Obras Públicas para que las nuevas construcciones soporten los flagelos de los temblores”, exigió el diario Últimas Noticias. “Trampas mortales, como el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, son resultado de la codicia de inversionistas coludidos con ingenieros inmorales y empleados del gobierno faltos de ética”, se indignó El Fígaro. “En lugar de concreto, el constructor usó algo muy parecido al tequesquite”, acusó Excélsior.
Las denuncias son de 1957, pero aplican a 1985 o 2017.
Enrejado de gallinero
Juan Romero, vecino y vendedor de periódicos justo en la esquina donde estaba el edificio y en la que hoy hay un estacionamiento, era un niño cuando la tragedia ocurrió. Pero al paso de las décadas ha escuchado, de los más viejos, esta acusación contra el dueño: “Lo hizo mal desde el principio. En lugar de varillas normales, le puso enrejado de gallinero. La gente le decía que eso se iba a caer. Y él decía que eran nuevas técnicas que se utilizaban allá en su país. En el terremoto del 57, se desplomó.”
Gastón, el adolescente rescatado, tiene una versión más: “Las columnas, en vez de tener ocho varillas, tenían seis. Eso provocó que no soportara el temblor. Los dueños del dinero y del terreno y del edificio eran unos paisanos. Al ingeniero constructor lo detuvieron, lo metieron a la cárcel y en la cárcel se suicidó.”*
A velocidad asombrosa, como para no dejar rastro de la corrupción, las grúas removieron los escombros y limpiaron la esquina, dejando a la vista los daños que la caída del edificio causó a los inmuebles vecinos: dos muros perforados de la planta baja del Hotel Monarca (que aún existe) y la clínica traumatológica del doctor Luis Sierra, ladeada. El reportero Borbolla fue a tomar unas últimas notas sobre el edificio al que ya lo unía una emoción misteriosa.
De la construcción solo iban quedando los recuerdos y un vacío espectral. Ahí se encontró al joven paramédico Enrique Metinides, que le contó esta historia:
“Escarbando, oímos una mujer. No la veíamos pero sus palabras llegaban claras pese al ruido de la grúa y las máquinas. Desde donde estaba prensada nos decía a dónde removiéramos. La voz débil parecía de ultratumba: ‘Estoy con mi hijita y mi marido. No puedo moverme, tengo una mano prensada. Mi hija está fría, no habla, por favor aviéntenme una cobija, tengo mucho frío’. Arriba, sus palabras producían tremendo efecto: soldados y bomberos redoblaban esfuerzos cavando por todas partes. Más de un día enterrada y parecía serena. Los golpes de pico y pala eran asestados según sus órdenes: ‘un poco a la izquierda, estoy aquí’. Así fue guiando a los hombres que hacían desesperados intentos por encontrarla. Los trabajos de pesadilla, de terrible angustia, tardaron más de dos horas. Rasqué la tierra con mis propias manos y de pronto toqué una cabeza: ‘¡Aquí está!’, grité retirando piedras. La cabeza era de una niña, la hija de esa pobre mujer. Todo el tiempo estuvo bajo uno de sus brazos abrazando el pequeño cadáver. Ya llevaba veintisiete horas bajo tierra y dirigió su propio rescate. Cuando ya también ella quedó al descubierto, nos señaló con una mano dónde estaba el cuerpo de su esposo, a menos de un metro. Los tres estuvieron veintisiete horas juntos. Rumbo al sanatorio, dentro de la ambulancia, la infeliz mujer pedía a su hijita: ‘¿Qué voy a hacer sin ellos? Mejor hubiera muerto también. Lo que más quería en la vida y se me fueron.’”
Ella era María Concepción Cosío, de veinticinco años de edad. Su esposo, Fernando Aguilar, de veintiséis. La pequeña, Mercedes Teresa, de diez meses. Eran la familia de conserjes del edificio desmoronado; el hombre y la pequeña fueron los muertos 32 y 33 de ese lugar.
Esa historia que el paramédico Enrique Metinides contó a Borbolla, publicada en el diario La Prensa, fue la última ocurrida en el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, el edificio de la tragedia y los milagros.
—¿Qué pasa cuando en sus traslados en la Ciudad de México visita la esquina de Frontera y Álvaro Obregón? —le pregunto a Gastón.
—¿Me creerás que tengo casi toda la vida de no pasar por ahí? No paso para nada por ahí. No tengo interés de pasar. Tantos años ya pasaron… qué bueno que estoy olvidando eso.
* Las versiones de la causa de la caída del edificio provienen únicamente de los testimonios recabados por el autor, y no de un documento oficial.
A la mitad de la madrugada, el terremoto de 1957 desoló a la Ciudad de México. Entre los escombros de un edificio en la colonia Roma, una familia judía vivió un milagro. Esta crónica registra, con material de hemeroteca y entrevistas actuales, cómo los habitantes de la capital y aquella familia padecieron el inesperado temblor.
Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal,
ten misericordia de nosotros y del mundo entero.
¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué el Señor, esa madrugada fría en que sus hijos mexicanos dormían en paz, los había extirpado del sueño con un terremoto trepidatorio que sepultaría inocentes bajo el concreto?
“Jesús, en ti confío”, suplicaban todos.
México rezaba de ese modo un domingo de hace 66 años, el 28 de julio de 1957, cerca de las tres de la mañana. Calles sin energía eléctrica y viviendas sin teléfono: un país al que el terremoto había dejado roto, ciego e incomunicado. Con sus templos cerrados, sus edificios derrumbados y otros heridos por grietas como zarpazos de titanes, que los tenían al borde del desplome, a la gente, para orar, solo le quedaba la calle. Salieron, se hincaron, juntaron las manos y suplicaron. En el pavimento alumbrado por tímidas lámparas de petróleo, la sociedad deshacía, con llamados al cielo, el silencio de esa madrugada de la Ciudad de México en la que ya nadie dormía. Un reportero de La Prensa observó la vigilia pavorosa que paralizaba a una ciudad de cuatro millones de habitantes:
“En Eugenia, Vértiz, Obrero Mundial, Paseo de la Reforma, mujeres, niños, ancianos sobre las calles, de hinojos, en ropas menores, ateridos de frío y terror, clamaban piedad divina. Frente al Parque del Seguro Social un centenar de familias cantaba, con inflexiones lúgubres, el Santo Dios. Los perros aullaban, el polvo de los derrumbes llegaba a las entrañas. Elevando sus bracitos al cielo, las criaturas pedían a gritos que cesara aquello que se creía el fin del mundo o el estallido de una bomba atómica.”
La mayoría de la población, frenéticamente católica, ni idea tenía de lo que era un terremoto. No sabían ni cómo se sentía, ni qué sucedía, ni qué debían hacer. Solo se les ocurría rezar. La noticia más fresca de un sismo había llegado hacía ya cinco años, en 1952, por cables que hablaban de un terremoto espeluznante en la remota península de Kamchatka, en la Unión Soviética. Y algunos viejos se acordaban de que el día en que Francisco I. Madero entró triunfal en la Ciudad de México, un 7 de junio de 1911, cuando ellos aún eran niños, había temblado fuerte, como si meneándose la tierra festejara a las tropas que desplazaban a la anciana dictadura.
Pero que el país sumara medio siglo sin temblores fuertes no significaba que el riesgo hubiera partido. Al contrario: si hace mucho no tiembla, mejor teme.
Los escenarios del pavor, relataban los diarios, iban de un lado a otro en la capital: las colonias Obrera, Algarín, Álamos, Doctores, Buenos Aires, Atlampa, Santa Anita, Santa Julia, Tacuba, Pensil, Guerrero.
En Insurgentes Sur 377, el edificio Rioma, propiedad de Cantinflas, colapsó y adentro murieron Leobarda Carbajal, de 48 años, y sus pequeñas, Julia y María. Cinco teatros y veintiún salas cinematográficas sufrieron daños, entre ellas el Cine Encanto, joya art decó de la San Rafael, y el Cine Cervantes de la colonia de la Bolsa (hoy Tepito), que acabó partido en dos. En la derrumbada Tintorería Mir de la colonia Morelos murió aplastado el planchador Alí Martínez, de veintiún años. “Al comprometerse a entregar la ropa hoy domingo veló la noche, encontrando trágica muerte al desplomarse el apolillado techo”, informó La Prensa. El edificio B4 del Multifamiliar Juárez, semiderrumbado.
Los hoteles Del Prado, Bamer, Hilton, Reforma, Regis y Montejo estaban agrietados. “Sobre las aceras cientos de maletas formaban una fila interminable”, relató el reportero MGB en el diario El Fígaro. Aterrados, los extranjeros querían huir del país. “Hubo pánico. Apagada la luz, detenidos los elevadores, se escuchaban gritos histéricos”, añadió esa crónica. “Salieron desnudos a correr”, declaró Enrique Solórzano, empleado del Hotel Vistahermosa. “Montones de gringos salieron a la calle”, dijo a La Prensa el taxista Gerardo Basurto, “estaban en calzones, en bata o con solo las cobijas encima”.
Los daños lastimaron 523 edificios, algunos conocidos: Roble, Corcuera, la Dirección de Pensiones, Continental, Aztlán, el Banco de la Propiedad, la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura del IPN.
Aunque los muertos ya sumaban decenas y los heridos, cientos, nada impresionaba tanto como el Ángel de la Independencia, supremo símbolo de la Ciudad de México. A las 2:40 de la madrugada no soportó la sacudida de 7.7 grados con epicentro en San Marcos, Guerrero, y se vino abajo con sus enormes e inútiles alas doradas. “Los curiosos se dirigían al Paseo de la Reforma para ver si era cierto”, narró El Fígaro, cuyo fotógrafo se unió a muchos más que rodeaban la escultura, ansiosos con sus cámaras, como si vieran el cadáver del último dinosaurio del planeta.
Una mano gigante
Pero unos kilómetros al sur, algo mucho más grave ocurría. No había caído una figura de bronce sobre el jardín donde yacen nuestros héroes patrios, Hidalgo, Allende, Leona Vicario, Morelos, ya todos muertos y enterrados. Habían caído toneladas de concreto sobre personas vivas. Narró El Fígaro: “Fue un derrumbe catastrófico: cayó un edificio sepultando a quince familias”.
¿Quince familias? Sí, en Álvaro Obregón y Frontera estaban sepultados montones de seres humanos, entre ellos niñas y niños. Los cinco pisos del moderno edificio de la colonia Roma no resistieron el jaloneo rabioso. “Se desmoronaron como si una mano gigantesca los hubiera aplastado para ser tumba”, escribió Carlos Borbolla en La Prensa.
Los departamentos del recién construido inmueble estaban habitados por familias judías. Los Dabbah, Mustri, Benrey y Cohen eran, sobre todo, migrantes que en los años veinte llegaron en barco a Veracruz, huyendo del antisemitismo y los pogromos, los linchamientos de judíos que sucedían en su patria, Turquía. Desde hacía tres décadas se creaban una nueva vida en México, para la que pagaban al dueño del edificio hasta ochocientos pesos al mes. En este país habían hallado paz y tranquilidad económica.
Simón Cohen Benrey despertó a las 2:40 en la colonia Roma: su vivienda se bamboleaba. Llamó a sus hijos y se colocaron bajo el dintel de una puerta. “Escuchamos un tronidazo, algo muy fuerte, y el miedo nos hizo salir corriendo”, declaró. “La calle estaba muy oscura por la falta de luz y el polvo.” Corrieron instintivamente una cuadra hasta el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, donde vivían, en el departamento 1, su madre, Rebeca, su hermana, Susana Benrey, y los hijos adolescentes de ella, Gastón y Jaime.
Ahora lo entendían todo: el tronido fue el edificio. “Se había derrumbado”, dijo Simón. Le dio una entrevista al reportero Borbolla frente al área de la tragedia, acordonada por el Ejército, armado con fusiles máuser 95 por instrucciones del presidente Adolfo Ruiz Cortines, y repleta de voluntarios, paramédicos de las cruces Roja y Verde, zapadores, bomberos, policías.
“Mientras habla, Simón no deja de mirar a los hombres que trabajan. Un soldado grita con toda la fuerza de sus pulmones: ‘¡Que no fume ese señor, hay tanques de gas, quítenle el cigarro!’. Al final, el señalado avisó: ‘¡Ya tiré el cigarro!’” Frente a los periodistas, Simón exclamó: “Que se haga el milagro. Dios nos ayude a volver a verles la cara”, y observó los escombros que treparon los rescatistas para hallar a su familia y demás sobrevivientes.
Gritar peor que un loco
De pronto, vida. De entre el polvo surgió la silueta de un hombre, caminaba como si nada: cuando se cumplían siete horas del desplome, Arturo Brinstein Quintanilla, conocido dueño de la tienda de colchones La Gran Avenida, caminó sobre las piedras como empanizado por polvo de escombros. Los paramédicos lo rodearon y lo revisaron acelerados. No tenía nada, solo un rasguño en la nariz.
Los fotorreporteros lo flashearon como a una celebridad, y él respondió: “Me paré bajo el marco de la puerta y para abajo quedé prensado de las piernas. Estaba aterrorizado, grité una hora como loco pero nadie me oía. No sé cuánto pasó, fue una eternidad, y me di cuenta de que rescataban a dos que estaban casi junto a mí. Volví a gritar peor que un loco sin que nadie me escuchara. Siete horas metido abajo, no se lo deseo a nadie. Había una fuga de gas: la olía e imaginé que iba a morir intoxicado. Por un agujerito se filtraba luz y me pegaba a él con todas mis fuerzas para respirar y evitar que el gas me matara. Escuchaba todo, las voces de afuera, los golpes. Todo. Y no podía no moverme”. Con la garganta desgarrada, a las nueve de la mañana sus gritos sirvieron. A Arturo lo arrancaron de la oscuridad.
Un paramédico interrumpió la entrevista: “Señor, puede volver a su casa”. “¿A cuál?”, respondió Arturo, mostrando con sus brazos los escombros.
Los brigadistas continuaron. Sacaron piedra tras tras piedra, agitaron con furia palas, picos, azadones; taladraron con pistolas de aire el techo de concreto; encendieron sopletes de gas acetileno para despedazar las varillas de acero. Enormes grúas retiraron viguetas, despojos de ladrillos. Eran las cuatro de la tarde y el techo aún resistía. A trece horas del sismo, muchos seguían sepultados. Todo agotador, doloroso, desesperante.
Al fin, algo. Tras horas de esfuerzo, los bomberos abrieron un hueco por donde se veían dos mujeres llenas de polvo, recostadas juntas. Los paramédicos buscaron señales de vida. Nada. Las dos primeras muertas fueron metidas a una ambulancia y viajaron al anfiteatro de la Cruz Roja. Ahora sí, un cadáver, otro y otro salieron de los escombros. Había llanto, desesperanza en muchos judíos mexicanos que con kipás en la cabeza vinieron de toda la ciudad para ayudar y solo observaban los cadáveres de sus hermanas y hermanos.
Un café de chinos vecino llevó café a los trabajadores que no habían tenido pausa ni probado alimento. Ellos también empezaron a caer: Aristeo Martínez, miliciano de las Guardias Presidenciales, se abrió paso por un hueco hacia abajo cuando descubrió a una mujer prensada de las piernas. Al intentar sacarla, una vigueta cayó sobre su cabeza. Horas más tarde, con traumatismo craneoencefálico en una cama de la Cruz Roja, deliraba volviendo al último momento: “Está abajo, me está hablando, se puede morir, no respira”.
Un niño está aquí abajo
A la medianoche del domingo un batallón de soldados sustituyó al que estaba por cumplir un día de labor sin pausa. Como si previeran malas noticias que había que ocultar, oficiales del Ejército ordenaron a sus cabos bloquear la entrada a los reporteros. “Estamos cumpliendo nuestro deber”, reclamó Borbolla. En su nota, el periodista aclaró que nadie consiguió frenar su trabajo.
Pero no solo los periodistas eran indeseables. En las horas en que el rescate ya era extenuante y la exigencia inhumana, un soldado se desmayó. Dos camilleros de la Cruz Roja corrieron a alzarlo para, dentro de la ambulancia, llevarlo al sanatorio de su institución. “Un oficial del Ejército, de nombre Pedro, les gritó que no podían llevárselo. Debía ser llevado pero al Hospital Militar. Hubiese sido obedecido, pero decidió hacer uso de la fuerza empleando a un soldado que le asestó un golpe al ambulante (el paramédico), un jovencito, Enrique Metinides, quien se ha portado como un héroe ya que ha estado en su puesto desde el momento del temblor y anoche todavía no dormía una sola hora”, narró Borbolla.
Sí, Metinides antes de Metinides, antes de ser el gran fotógrafo de nota roja de México, fue un paramédico de la Cruz Roja golpeado por un militar por hacer su trabajo en ese temblor. Tenía entonces veintitrés años.
La crónica prosigue: “Un soldado detuvo con su rifle a Francisco Campos Reza, chofer de la ambulancia de la Cruz Roja en que sería trasladado el soldado herido, y para no rezagarse otro encañonó con su pistola a Roberto Briones, jefe del personal de la Cruz Roja. Así, por la fuerza, el soldado fue sacado de la ambulancia para ser metido a otra del Ejército. Sin embargo, cuando dicho vehículo iba a arrancar resultó que no tenía sirena, necesaria para abrirse paso. Entonces los soldados fueron a pedir ayuda a la Cruz Roja”. El oficial, Pedro, el que golpeó a Metinides y ordenó encañonar a los empleados de la Cruz Roja, debió pedirles a sus víctimas que llevaran en su ambulancia al herido.
Simón Cohen, hijo de Rebeca, hermano de Susana y tío de los hijos de esta, Jaime y Gastón, se sobresaltó. Pese a que habían pasado horas, oyó: “¡Un niño está aquí abajo!”. Los rescatistas alzaron piedras y ensancharon un hueco del que un adolescente de diecisiete años fue extraído. Sesenta y seis años después de la tragedia, él aún vive. Gastón Cohen Benrey, el adolescente del terremoto de 1957, ya tiene tres hijos, ocho nietos, dos bisnietos y 82 años de edad. Es un empresario textil que accede a relatarnos aquel día. “Era un edificio moderno, bonito”, cuenta el hombre ubicado por Gatopardo a través de la revista Tribuna Israelita. “Estrenamos el departamento y vivimos en el primer piso varios meses, no sé si un año.”
La madrugada del 28 de julio de 1957 en esa vivienda dormían cuatro. Samuel, el papá, viajante de negocios, había salido de trabajo al sureste del país. En cambio, la abuela materna, Rebeca, estaba en su cuarto. Los pequeños Gastón y Jaime, en el suyo. Y ocupaba una recámara más Susana, la mamá, natural de Estambul. “Venía de Turquía”, relata Gastón, “se casó con mi papá aquí en México. Tenía su grupo de amigas y había fiestas judías que respetábamos, hacíamos reuniones.” En ellas nunca faltaba algo. “Jitomates rellenos”, precisa el sobreviviente refiriéndose a los “domates dolma”, una delicia turca con cordero, arroz y piñones. Pero de pronto esa madrugada otoñal acabó con la alegría. “Teníamos un cuarto para mi hermano y yo. Empezó a temblar y nos paramos, estábamos acostados cada quien en su cama. Ya se estaban cayendo las paredes, ya se estaba cayendo el techo, ya se estaba cayendo el suelo.”
Pasaron cerca de diez horas enterrados bajo los escombros, con cuatro pisos sobre sus cabezas, repletos de cadáveres. “Cuando a mí me sacaron del agujero ya era de día [era lunes]. Me agarraron de los brazos, yo estaba pasmado. Sí sentí el gusto de poder salir de ahí, pero tanto así para que yo echara gritos de alegría, no.”
“¡Gastón, Gastón!”, le gritaron. Incrédulo, Gastón fue cargado sobre las ruinas como soldado sobreviviente de una batalla. “Pálido como la cera, con bata de dormir”, describió La Prensa. Mucha gente se le acercó, querían ver de cerca al héroe que entraba a una ambulancia. “¿Estás bien, Gastón?”, le grita emocionado su primo. “El ambiente cobra hondo dramatismo, el ulular de la sirena alejándose enchina el cuerpo”, continúa la crónica.
Mientras tanto, un bombero, Pedro Figueroa, preocupaba a todos porque, asfixiado, recibía una mascarilla con oxígeno después de tanto respirar polvo. Y salió del cerro de material otro pequeño. Se escuchó: “¡Es Jaime, míralo!”. Simón no lo podía creer: aunque de su madre y su hermana no se sabía nada, sus sobrinos estaban vivos. Ahí estaba Jaime, de quince años, que en el escenario de bombardeo no entendía nada: solo miraba, atónito. “Había mucha gente alrededor del derrumbe y estaban unas camionetas en donde nos subieron y ¡órale!, al hospital. A mí en una y a mi hermano en otra. Salimos intactos. En la camioneta estaba un cura que empezó a platicar conmigo, y él entretuvo mis pensamientos. Yo le dije: ‘yo soy de religión judía’ y él me dijo: ‘no importa’”, cuenta Gastón.
Llegaron al Hospital Dalinde. El reportero Borbolla no se dio tregua: había luchado contra los soldados que lo frenaron como a un delincuente, y ahora lo hacía contra los médicos de la Cruz Roja que le explicaban que era imposible entrevistar a los muchachos. Pero lo consiguió. Entró a la sala donde ambos estaban acostados y le hizo preguntas al menor, Jaime, que le respondió así: “Fue algo muy feo, toda la casa se movía. Desperté y sentí mucho miedo. Corrí a la cama de mi hermano. Nos abrazamos y nos quedamos quietos”. Su hermano añade hoy: “Nos abrazamos y nos aventamos a mi cama, que ya no sentí cuando se hundió.”
Borbolla anotó en su libreta las declaraciones que le dio Jaime en unos minutos en que los médicos se apartaron: “El piso se hundió y nos fuimos hacia abajo muy hondo. Sentimos que caía todo. Ya cuando deveras se derrumbó, fue muy breve. Cuando cesó de caer polvo y piedras nos dimos cuenta que no podíamos pararnos. Al movernos algo como unos picos nos lastimaban la cara. Sentimos mucho miedo al darnos cuenta que estábamos atrapados. Gritamos con todas nuestras fuerzas pero nadie contestaba”.
Gastón completa hoy la escena: “Quedamos en un lugarcito, como un triángulo más o menos. Pero vivos. Es probable que por ser de los primeros pisos del edificio quedaran pequeños huecos, pero muy pequeños. Yo pasaba la mano y encontraba pared. Estábamos recostados porque no había espacio para sentarse. Yo estaba pensando que con el tiempo nos podían sacar, mi hermano era el desesperado y era el que gritaba. Él era el que más insistía en gritar ‘¡auxilio!’ para que nos sacaran de ahí.”
De pronto, el milagro: “Llegó una persona que estaba metiéndose por ahí, buscando gente dañada, y escuchó el grito de mi hermano. Dijo: ‘Voy a traer ayuda’. Yo oí la voz de dos personas que decían: ‘Ya vamos con ustedes’. Vinieron a escarbar y abrir un agujero y por ahí nos sacaron”.
Los médicos rogaron retirarse del hospital al reportero Borbolla, quien lo aceptó: “No saben nada de su madre y su abuela, y eso los tiene mal”, le explicaron. “Necesitan absoluto reposo. Ya se van a dormir.”
¡Aquí hay dos mujeres!
Las esperanzas de hallar más personas vivas se disiparon al paso de las horas. Cuando la ciudad estaba por volver al trajín de un lunes cualquiera, e Insurgentes, Cuauhtémoc y avenida Chapultepec se disponían a arrancar el día laboral, el trabajo de rescate no cejaba, pero las ilusiones sí. La ciudad sumaba setecientos muertos y dos mil quinientos heridos.
De improviso, cuando en minutos se cumplirían veinticuatro horas de faena, los bomberos abrieron un hueco desde el que vieron, claramente, dos cadáveres sobre un colchón. Un bombero exclamó: “¡Aquí hay dos mujeres!” Un oficial lanzó una advertencia, “¡No estorben!”, a la turba de curiosos que vieron salir el cuerpo de Rebeca Pardo de Benrey, de 78 años, madre de Simón y abuela de los adolescentes Gastón y Jaime. Esta vez no había milagro, ningún signo vital se detectaba en el cuerpo de la anciana.
Aún faltaba el otro cadáver; a la vista, una mujer más joven. Sin dudas, Susana Cohen, madre de los chicos. Varios bomberos rodearon el hueco y le encomendaron a uno arrastrarse al fondo para sacarla. Así lo hizo, dispuesto a sostener el peso del cuerpo inerte. Y ese cuerpo, al sentir el tacto del hombre, reaccionó. “El cadáver quiso levantarse, tendía los brazos al bombero que le había creído sin vida”, relató Borbolla. Atónito, el bombero musitó algo. “Sus compañeros”, narró el periodista, “escucharon sus palabras al tiempo que veían al bombero desplomarse sin conocimiento. No resistió la impresión”. En el hueco ahora estaba desmayado el bombero y, aún viva, Susana. El corazón de Susana Benrey de Cohen latía, pero antes había que extraer al rescatista: “Del agujero salió el bombero desmayado en brazos de varios (paramédicos). En las caras se dibujó una sorpresa: esperaban ver a una mujer y aparecía un tragahumo”.
Susana, muy grave, con conmoción cerebral, fracturas múltiples y riesgo de gangrena, ingresó al Hospital de la Cruz Roja. Borbolla fue a verla y se topó con sus hijos: “¡Mi madre está viva!”, le dijeron felices.
Horas después, Susana murió, relata hoy Gastón. “Del hospital me llevaron a casa de mi hermana casada y ahí, antes de empezar los rezos, me explicaron que habían fallecido las dos. ¿Qué se puede hablar de una madre? Lo máximo, para mí fue lo máximo. Era una mujer muy cariñosa conmigo. Me abrazaba, me escuchaba. Es más, hasta yo me sentía su consentido por el cariño que me brindaba. Me resigné, traté de cumplir con lo de la religión e iba a los rezos.”
¿Por qué se había caído el moderno edificio de la colonia Roma? “Que se cumpla al pie de la letra el Reglamento de Obras Públicas para que las nuevas construcciones soporten los flagelos de los temblores”, exigió el diario Últimas Noticias. “Trampas mortales, como el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, son resultado de la codicia de inversionistas coludidos con ingenieros inmorales y empleados del gobierno faltos de ética”, se indignó El Fígaro. “En lugar de concreto, el constructor usó algo muy parecido al tequesquite”, acusó Excélsior.
Las denuncias son de 1957, pero aplican a 1985 o 2017.
Enrejado de gallinero
Juan Romero, vecino y vendedor de periódicos justo en la esquina donde estaba el edificio y en la que hoy hay un estacionamiento, era un niño cuando la tragedia ocurrió. Pero al paso de las décadas ha escuchado, de los más viejos, esta acusación contra el dueño: “Lo hizo mal desde el principio. En lugar de varillas normales, le puso enrejado de gallinero. La gente le decía que eso se iba a caer. Y él decía que eran nuevas técnicas que se utilizaban allá en su país. En el terremoto del 57, se desplomó.”
Gastón, el adolescente rescatado, tiene una versión más: “Las columnas, en vez de tener ocho varillas, tenían seis. Eso provocó que no soportara el temblor. Los dueños del dinero y del terreno y del edificio eran unos paisanos. Al ingeniero constructor lo detuvieron, lo metieron a la cárcel y en la cárcel se suicidó.”*
A velocidad asombrosa, como para no dejar rastro de la corrupción, las grúas removieron los escombros y limpiaron la esquina, dejando a la vista los daños que la caída del edificio causó a los inmuebles vecinos: dos muros perforados de la planta baja del Hotel Monarca (que aún existe) y la clínica traumatológica del doctor Luis Sierra, ladeada. El reportero Borbolla fue a tomar unas últimas notas sobre el edificio al que ya lo unía una emoción misteriosa.
De la construcción solo iban quedando los recuerdos y un vacío espectral. Ahí se encontró al joven paramédico Enrique Metinides, que le contó esta historia:
“Escarbando, oímos una mujer. No la veíamos pero sus palabras llegaban claras pese al ruido de la grúa y las máquinas. Desde donde estaba prensada nos decía a dónde removiéramos. La voz débil parecía de ultratumba: ‘Estoy con mi hijita y mi marido. No puedo moverme, tengo una mano prensada. Mi hija está fría, no habla, por favor aviéntenme una cobija, tengo mucho frío’. Arriba, sus palabras producían tremendo efecto: soldados y bomberos redoblaban esfuerzos cavando por todas partes. Más de un día enterrada y parecía serena. Los golpes de pico y pala eran asestados según sus órdenes: ‘un poco a la izquierda, estoy aquí’. Así fue guiando a los hombres que hacían desesperados intentos por encontrarla. Los trabajos de pesadilla, de terrible angustia, tardaron más de dos horas. Rasqué la tierra con mis propias manos y de pronto toqué una cabeza: ‘¡Aquí está!’, grité retirando piedras. La cabeza era de una niña, la hija de esa pobre mujer. Todo el tiempo estuvo bajo uno de sus brazos abrazando el pequeño cadáver. Ya llevaba veintisiete horas bajo tierra y dirigió su propio rescate. Cuando ya también ella quedó al descubierto, nos señaló con una mano dónde estaba el cuerpo de su esposo, a menos de un metro. Los tres estuvieron veintisiete horas juntos. Rumbo al sanatorio, dentro de la ambulancia, la infeliz mujer pedía a su hijita: ‘¿Qué voy a hacer sin ellos? Mejor hubiera muerto también. Lo que más quería en la vida y se me fueron.’”
Ella era María Concepción Cosío, de veinticinco años de edad. Su esposo, Fernando Aguilar, de veintiséis. La pequeña, Mercedes Teresa, de diez meses. Eran la familia de conserjes del edificio desmoronado; el hombre y la pequeña fueron los muertos 32 y 33 de ese lugar.
Esa historia que el paramédico Enrique Metinides contó a Borbolla, publicada en el diario La Prensa, fue la última ocurrida en el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, el edificio de la tragedia y los milagros.
—¿Qué pasa cuando en sus traslados en la Ciudad de México visita la esquina de Frontera y Álvaro Obregón? —le pregunto a Gastón.
—¿Me creerás que tengo casi toda la vida de no pasar por ahí? No paso para nada por ahí. No tengo interés de pasar. Tantos años ya pasaron… qué bueno que estoy olvidando eso.
* Las versiones de la causa de la caída del edificio provienen únicamente de los testimonios recabados por el autor, y no de un documento oficial.
Cabeza de la escultura del Ángel de la Independencia, caída después del terremoto del 28 de julio de 1957. Museo de la Ciudad de México, septiembre de 2015.
A la mitad de la madrugada, el terremoto de 1957 desoló a la Ciudad de México. Entre los escombros de un edificio en la colonia Roma, una familia judía vivió un milagro. Esta crónica registra, con material de hemeroteca y entrevistas actuales, cómo los habitantes de la capital y aquella familia padecieron el inesperado temblor.
Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal,
ten misericordia de nosotros y del mundo entero.
¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué el Señor, esa madrugada fría en que sus hijos mexicanos dormían en paz, los había extirpado del sueño con un terremoto trepidatorio que sepultaría inocentes bajo el concreto?
“Jesús, en ti confío”, suplicaban todos.
México rezaba de ese modo un domingo de hace 66 años, el 28 de julio de 1957, cerca de las tres de la mañana. Calles sin energía eléctrica y viviendas sin teléfono: un país al que el terremoto había dejado roto, ciego e incomunicado. Con sus templos cerrados, sus edificios derrumbados y otros heridos por grietas como zarpazos de titanes, que los tenían al borde del desplome, a la gente, para orar, solo le quedaba la calle. Salieron, se hincaron, juntaron las manos y suplicaron. En el pavimento alumbrado por tímidas lámparas de petróleo, la sociedad deshacía, con llamados al cielo, el silencio de esa madrugada de la Ciudad de México en la que ya nadie dormía. Un reportero de La Prensa observó la vigilia pavorosa que paralizaba a una ciudad de cuatro millones de habitantes:
“En Eugenia, Vértiz, Obrero Mundial, Paseo de la Reforma, mujeres, niños, ancianos sobre las calles, de hinojos, en ropas menores, ateridos de frío y terror, clamaban piedad divina. Frente al Parque del Seguro Social un centenar de familias cantaba, con inflexiones lúgubres, el Santo Dios. Los perros aullaban, el polvo de los derrumbes llegaba a las entrañas. Elevando sus bracitos al cielo, las criaturas pedían a gritos que cesara aquello que se creía el fin del mundo o el estallido de una bomba atómica.”
La mayoría de la población, frenéticamente católica, ni idea tenía de lo que era un terremoto. No sabían ni cómo se sentía, ni qué sucedía, ni qué debían hacer. Solo se les ocurría rezar. La noticia más fresca de un sismo había llegado hacía ya cinco años, en 1952, por cables que hablaban de un terremoto espeluznante en la remota península de Kamchatka, en la Unión Soviética. Y algunos viejos se acordaban de que el día en que Francisco I. Madero entró triunfal en la Ciudad de México, un 7 de junio de 1911, cuando ellos aún eran niños, había temblado fuerte, como si meneándose la tierra festejara a las tropas que desplazaban a la anciana dictadura.
Pero que el país sumara medio siglo sin temblores fuertes no significaba que el riesgo hubiera partido. Al contrario: si hace mucho no tiembla, mejor teme.
Los escenarios del pavor, relataban los diarios, iban de un lado a otro en la capital: las colonias Obrera, Algarín, Álamos, Doctores, Buenos Aires, Atlampa, Santa Anita, Santa Julia, Tacuba, Pensil, Guerrero.
En Insurgentes Sur 377, el edificio Rioma, propiedad de Cantinflas, colapsó y adentro murieron Leobarda Carbajal, de 48 años, y sus pequeñas, Julia y María. Cinco teatros y veintiún salas cinematográficas sufrieron daños, entre ellas el Cine Encanto, joya art decó de la San Rafael, y el Cine Cervantes de la colonia de la Bolsa (hoy Tepito), que acabó partido en dos. En la derrumbada Tintorería Mir de la colonia Morelos murió aplastado el planchador Alí Martínez, de veintiún años. “Al comprometerse a entregar la ropa hoy domingo veló la noche, encontrando trágica muerte al desplomarse el apolillado techo”, informó La Prensa. El edificio B4 del Multifamiliar Juárez, semiderrumbado.
Los hoteles Del Prado, Bamer, Hilton, Reforma, Regis y Montejo estaban agrietados. “Sobre las aceras cientos de maletas formaban una fila interminable”, relató el reportero MGB en el diario El Fígaro. Aterrados, los extranjeros querían huir del país. “Hubo pánico. Apagada la luz, detenidos los elevadores, se escuchaban gritos histéricos”, añadió esa crónica. “Salieron desnudos a correr”, declaró Enrique Solórzano, empleado del Hotel Vistahermosa. “Montones de gringos salieron a la calle”, dijo a La Prensa el taxista Gerardo Basurto, “estaban en calzones, en bata o con solo las cobijas encima”.
Los daños lastimaron 523 edificios, algunos conocidos: Roble, Corcuera, la Dirección de Pensiones, Continental, Aztlán, el Banco de la Propiedad, la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura del IPN.
Aunque los muertos ya sumaban decenas y los heridos, cientos, nada impresionaba tanto como el Ángel de la Independencia, supremo símbolo de la Ciudad de México. A las 2:40 de la madrugada no soportó la sacudida de 7.7 grados con epicentro en San Marcos, Guerrero, y se vino abajo con sus enormes e inútiles alas doradas. “Los curiosos se dirigían al Paseo de la Reforma para ver si era cierto”, narró El Fígaro, cuyo fotógrafo se unió a muchos más que rodeaban la escultura, ansiosos con sus cámaras, como si vieran el cadáver del último dinosaurio del planeta.
Una mano gigante
Pero unos kilómetros al sur, algo mucho más grave ocurría. No había caído una figura de bronce sobre el jardín donde yacen nuestros héroes patrios, Hidalgo, Allende, Leona Vicario, Morelos, ya todos muertos y enterrados. Habían caído toneladas de concreto sobre personas vivas. Narró El Fígaro: “Fue un derrumbe catastrófico: cayó un edificio sepultando a quince familias”.
¿Quince familias? Sí, en Álvaro Obregón y Frontera estaban sepultados montones de seres humanos, entre ellos niñas y niños. Los cinco pisos del moderno edificio de la colonia Roma no resistieron el jaloneo rabioso. “Se desmoronaron como si una mano gigantesca los hubiera aplastado para ser tumba”, escribió Carlos Borbolla en La Prensa.
Los departamentos del recién construido inmueble estaban habitados por familias judías. Los Dabbah, Mustri, Benrey y Cohen eran, sobre todo, migrantes que en los años veinte llegaron en barco a Veracruz, huyendo del antisemitismo y los pogromos, los linchamientos de judíos que sucedían en su patria, Turquía. Desde hacía tres décadas se creaban una nueva vida en México, para la que pagaban al dueño del edificio hasta ochocientos pesos al mes. En este país habían hallado paz y tranquilidad económica.
Simón Cohen Benrey despertó a las 2:40 en la colonia Roma: su vivienda se bamboleaba. Llamó a sus hijos y se colocaron bajo el dintel de una puerta. “Escuchamos un tronidazo, algo muy fuerte, y el miedo nos hizo salir corriendo”, declaró. “La calle estaba muy oscura por la falta de luz y el polvo.” Corrieron instintivamente una cuadra hasta el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, donde vivían, en el departamento 1, su madre, Rebeca, su hermana, Susana Benrey, y los hijos adolescentes de ella, Gastón y Jaime.
Ahora lo entendían todo: el tronido fue el edificio. “Se había derrumbado”, dijo Simón. Le dio una entrevista al reportero Borbolla frente al área de la tragedia, acordonada por el Ejército, armado con fusiles máuser 95 por instrucciones del presidente Adolfo Ruiz Cortines, y repleta de voluntarios, paramédicos de las cruces Roja y Verde, zapadores, bomberos, policías.
“Mientras habla, Simón no deja de mirar a los hombres que trabajan. Un soldado grita con toda la fuerza de sus pulmones: ‘¡Que no fume ese señor, hay tanques de gas, quítenle el cigarro!’. Al final, el señalado avisó: ‘¡Ya tiré el cigarro!’” Frente a los periodistas, Simón exclamó: “Que se haga el milagro. Dios nos ayude a volver a verles la cara”, y observó los escombros que treparon los rescatistas para hallar a su familia y demás sobrevivientes.
Gritar peor que un loco
De pronto, vida. De entre el polvo surgió la silueta de un hombre, caminaba como si nada: cuando se cumplían siete horas del desplome, Arturo Brinstein Quintanilla, conocido dueño de la tienda de colchones La Gran Avenida, caminó sobre las piedras como empanizado por polvo de escombros. Los paramédicos lo rodearon y lo revisaron acelerados. No tenía nada, solo un rasguño en la nariz.
Los fotorreporteros lo flashearon como a una celebridad, y él respondió: “Me paré bajo el marco de la puerta y para abajo quedé prensado de las piernas. Estaba aterrorizado, grité una hora como loco pero nadie me oía. No sé cuánto pasó, fue una eternidad, y me di cuenta de que rescataban a dos que estaban casi junto a mí. Volví a gritar peor que un loco sin que nadie me escuchara. Siete horas metido abajo, no se lo deseo a nadie. Había una fuga de gas: la olía e imaginé que iba a morir intoxicado. Por un agujerito se filtraba luz y me pegaba a él con todas mis fuerzas para respirar y evitar que el gas me matara. Escuchaba todo, las voces de afuera, los golpes. Todo. Y no podía no moverme”. Con la garganta desgarrada, a las nueve de la mañana sus gritos sirvieron. A Arturo lo arrancaron de la oscuridad.
Un paramédico interrumpió la entrevista: “Señor, puede volver a su casa”. “¿A cuál?”, respondió Arturo, mostrando con sus brazos los escombros.
Los brigadistas continuaron. Sacaron piedra tras tras piedra, agitaron con furia palas, picos, azadones; taladraron con pistolas de aire el techo de concreto; encendieron sopletes de gas acetileno para despedazar las varillas de acero. Enormes grúas retiraron viguetas, despojos de ladrillos. Eran las cuatro de la tarde y el techo aún resistía. A trece horas del sismo, muchos seguían sepultados. Todo agotador, doloroso, desesperante.
Al fin, algo. Tras horas de esfuerzo, los bomberos abrieron un hueco por donde se veían dos mujeres llenas de polvo, recostadas juntas. Los paramédicos buscaron señales de vida. Nada. Las dos primeras muertas fueron metidas a una ambulancia y viajaron al anfiteatro de la Cruz Roja. Ahora sí, un cadáver, otro y otro salieron de los escombros. Había llanto, desesperanza en muchos judíos mexicanos que con kipás en la cabeza vinieron de toda la ciudad para ayudar y solo observaban los cadáveres de sus hermanas y hermanos.
Un café de chinos vecino llevó café a los trabajadores que no habían tenido pausa ni probado alimento. Ellos también empezaron a caer: Aristeo Martínez, miliciano de las Guardias Presidenciales, se abrió paso por un hueco hacia abajo cuando descubrió a una mujer prensada de las piernas. Al intentar sacarla, una vigueta cayó sobre su cabeza. Horas más tarde, con traumatismo craneoencefálico en una cama de la Cruz Roja, deliraba volviendo al último momento: “Está abajo, me está hablando, se puede morir, no respira”.
Un niño está aquí abajo
A la medianoche del domingo un batallón de soldados sustituyó al que estaba por cumplir un día de labor sin pausa. Como si previeran malas noticias que había que ocultar, oficiales del Ejército ordenaron a sus cabos bloquear la entrada a los reporteros. “Estamos cumpliendo nuestro deber”, reclamó Borbolla. En su nota, el periodista aclaró que nadie consiguió frenar su trabajo.
Pero no solo los periodistas eran indeseables. En las horas en que el rescate ya era extenuante y la exigencia inhumana, un soldado se desmayó. Dos camilleros de la Cruz Roja corrieron a alzarlo para, dentro de la ambulancia, llevarlo al sanatorio de su institución. “Un oficial del Ejército, de nombre Pedro, les gritó que no podían llevárselo. Debía ser llevado pero al Hospital Militar. Hubiese sido obedecido, pero decidió hacer uso de la fuerza empleando a un soldado que le asestó un golpe al ambulante (el paramédico), un jovencito, Enrique Metinides, quien se ha portado como un héroe ya que ha estado en su puesto desde el momento del temblor y anoche todavía no dormía una sola hora”, narró Borbolla.
Sí, Metinides antes de Metinides, antes de ser el gran fotógrafo de nota roja de México, fue un paramédico de la Cruz Roja golpeado por un militar por hacer su trabajo en ese temblor. Tenía entonces veintitrés años.
La crónica prosigue: “Un soldado detuvo con su rifle a Francisco Campos Reza, chofer de la ambulancia de la Cruz Roja en que sería trasladado el soldado herido, y para no rezagarse otro encañonó con su pistola a Roberto Briones, jefe del personal de la Cruz Roja. Así, por la fuerza, el soldado fue sacado de la ambulancia para ser metido a otra del Ejército. Sin embargo, cuando dicho vehículo iba a arrancar resultó que no tenía sirena, necesaria para abrirse paso. Entonces los soldados fueron a pedir ayuda a la Cruz Roja”. El oficial, Pedro, el que golpeó a Metinides y ordenó encañonar a los empleados de la Cruz Roja, debió pedirles a sus víctimas que llevaran en su ambulancia al herido.
Simón Cohen, hijo de Rebeca, hermano de Susana y tío de los hijos de esta, Jaime y Gastón, se sobresaltó. Pese a que habían pasado horas, oyó: “¡Un niño está aquí abajo!”. Los rescatistas alzaron piedras y ensancharon un hueco del que un adolescente de diecisiete años fue extraído. Sesenta y seis años después de la tragedia, él aún vive. Gastón Cohen Benrey, el adolescente del terremoto de 1957, ya tiene tres hijos, ocho nietos, dos bisnietos y 82 años de edad. Es un empresario textil que accede a relatarnos aquel día. “Era un edificio moderno, bonito”, cuenta el hombre ubicado por Gatopardo a través de la revista Tribuna Israelita. “Estrenamos el departamento y vivimos en el primer piso varios meses, no sé si un año.”
La madrugada del 28 de julio de 1957 en esa vivienda dormían cuatro. Samuel, el papá, viajante de negocios, había salido de trabajo al sureste del país. En cambio, la abuela materna, Rebeca, estaba en su cuarto. Los pequeños Gastón y Jaime, en el suyo. Y ocupaba una recámara más Susana, la mamá, natural de Estambul. “Venía de Turquía”, relata Gastón, “se casó con mi papá aquí en México. Tenía su grupo de amigas y había fiestas judías que respetábamos, hacíamos reuniones.” En ellas nunca faltaba algo. “Jitomates rellenos”, precisa el sobreviviente refiriéndose a los “domates dolma”, una delicia turca con cordero, arroz y piñones. Pero de pronto esa madrugada otoñal acabó con la alegría. “Teníamos un cuarto para mi hermano y yo. Empezó a temblar y nos paramos, estábamos acostados cada quien en su cama. Ya se estaban cayendo las paredes, ya se estaba cayendo el techo, ya se estaba cayendo el suelo.”
Pasaron cerca de diez horas enterrados bajo los escombros, con cuatro pisos sobre sus cabezas, repletos de cadáveres. “Cuando a mí me sacaron del agujero ya era de día [era lunes]. Me agarraron de los brazos, yo estaba pasmado. Sí sentí el gusto de poder salir de ahí, pero tanto así para que yo echara gritos de alegría, no.”
“¡Gastón, Gastón!”, le gritaron. Incrédulo, Gastón fue cargado sobre las ruinas como soldado sobreviviente de una batalla. “Pálido como la cera, con bata de dormir”, describió La Prensa. Mucha gente se le acercó, querían ver de cerca al héroe que entraba a una ambulancia. “¿Estás bien, Gastón?”, le grita emocionado su primo. “El ambiente cobra hondo dramatismo, el ulular de la sirena alejándose enchina el cuerpo”, continúa la crónica.
Mientras tanto, un bombero, Pedro Figueroa, preocupaba a todos porque, asfixiado, recibía una mascarilla con oxígeno después de tanto respirar polvo. Y salió del cerro de material otro pequeño. Se escuchó: “¡Es Jaime, míralo!”. Simón no lo podía creer: aunque de su madre y su hermana no se sabía nada, sus sobrinos estaban vivos. Ahí estaba Jaime, de quince años, que en el escenario de bombardeo no entendía nada: solo miraba, atónito. “Había mucha gente alrededor del derrumbe y estaban unas camionetas en donde nos subieron y ¡órale!, al hospital. A mí en una y a mi hermano en otra. Salimos intactos. En la camioneta estaba un cura que empezó a platicar conmigo, y él entretuvo mis pensamientos. Yo le dije: ‘yo soy de religión judía’ y él me dijo: ‘no importa’”, cuenta Gastón.
Llegaron al Hospital Dalinde. El reportero Borbolla no se dio tregua: había luchado contra los soldados que lo frenaron como a un delincuente, y ahora lo hacía contra los médicos de la Cruz Roja que le explicaban que era imposible entrevistar a los muchachos. Pero lo consiguió. Entró a la sala donde ambos estaban acostados y le hizo preguntas al menor, Jaime, que le respondió así: “Fue algo muy feo, toda la casa se movía. Desperté y sentí mucho miedo. Corrí a la cama de mi hermano. Nos abrazamos y nos quedamos quietos”. Su hermano añade hoy: “Nos abrazamos y nos aventamos a mi cama, que ya no sentí cuando se hundió.”
Borbolla anotó en su libreta las declaraciones que le dio Jaime en unos minutos en que los médicos se apartaron: “El piso se hundió y nos fuimos hacia abajo muy hondo. Sentimos que caía todo. Ya cuando deveras se derrumbó, fue muy breve. Cuando cesó de caer polvo y piedras nos dimos cuenta que no podíamos pararnos. Al movernos algo como unos picos nos lastimaban la cara. Sentimos mucho miedo al darnos cuenta que estábamos atrapados. Gritamos con todas nuestras fuerzas pero nadie contestaba”.
Gastón completa hoy la escena: “Quedamos en un lugarcito, como un triángulo más o menos. Pero vivos. Es probable que por ser de los primeros pisos del edificio quedaran pequeños huecos, pero muy pequeños. Yo pasaba la mano y encontraba pared. Estábamos recostados porque no había espacio para sentarse. Yo estaba pensando que con el tiempo nos podían sacar, mi hermano era el desesperado y era el que gritaba. Él era el que más insistía en gritar ‘¡auxilio!’ para que nos sacaran de ahí.”
De pronto, el milagro: “Llegó una persona que estaba metiéndose por ahí, buscando gente dañada, y escuchó el grito de mi hermano. Dijo: ‘Voy a traer ayuda’. Yo oí la voz de dos personas que decían: ‘Ya vamos con ustedes’. Vinieron a escarbar y abrir un agujero y por ahí nos sacaron”.
Los médicos rogaron retirarse del hospital al reportero Borbolla, quien lo aceptó: “No saben nada de su madre y su abuela, y eso los tiene mal”, le explicaron. “Necesitan absoluto reposo. Ya se van a dormir.”
¡Aquí hay dos mujeres!
Las esperanzas de hallar más personas vivas se disiparon al paso de las horas. Cuando la ciudad estaba por volver al trajín de un lunes cualquiera, e Insurgentes, Cuauhtémoc y avenida Chapultepec se disponían a arrancar el día laboral, el trabajo de rescate no cejaba, pero las ilusiones sí. La ciudad sumaba setecientos muertos y dos mil quinientos heridos.
De improviso, cuando en minutos se cumplirían veinticuatro horas de faena, los bomberos abrieron un hueco desde el que vieron, claramente, dos cadáveres sobre un colchón. Un bombero exclamó: “¡Aquí hay dos mujeres!” Un oficial lanzó una advertencia, “¡No estorben!”, a la turba de curiosos que vieron salir el cuerpo de Rebeca Pardo de Benrey, de 78 años, madre de Simón y abuela de los adolescentes Gastón y Jaime. Esta vez no había milagro, ningún signo vital se detectaba en el cuerpo de la anciana.
Aún faltaba el otro cadáver; a la vista, una mujer más joven. Sin dudas, Susana Cohen, madre de los chicos. Varios bomberos rodearon el hueco y le encomendaron a uno arrastrarse al fondo para sacarla. Así lo hizo, dispuesto a sostener el peso del cuerpo inerte. Y ese cuerpo, al sentir el tacto del hombre, reaccionó. “El cadáver quiso levantarse, tendía los brazos al bombero que le había creído sin vida”, relató Borbolla. Atónito, el bombero musitó algo. “Sus compañeros”, narró el periodista, “escucharon sus palabras al tiempo que veían al bombero desplomarse sin conocimiento. No resistió la impresión”. En el hueco ahora estaba desmayado el bombero y, aún viva, Susana. El corazón de Susana Benrey de Cohen latía, pero antes había que extraer al rescatista: “Del agujero salió el bombero desmayado en brazos de varios (paramédicos). En las caras se dibujó una sorpresa: esperaban ver a una mujer y aparecía un tragahumo”.
Susana, muy grave, con conmoción cerebral, fracturas múltiples y riesgo de gangrena, ingresó al Hospital de la Cruz Roja. Borbolla fue a verla y se topó con sus hijos: “¡Mi madre está viva!”, le dijeron felices.
Horas después, Susana murió, relata hoy Gastón. “Del hospital me llevaron a casa de mi hermana casada y ahí, antes de empezar los rezos, me explicaron que habían fallecido las dos. ¿Qué se puede hablar de una madre? Lo máximo, para mí fue lo máximo. Era una mujer muy cariñosa conmigo. Me abrazaba, me escuchaba. Es más, hasta yo me sentía su consentido por el cariño que me brindaba. Me resigné, traté de cumplir con lo de la religión e iba a los rezos.”
¿Por qué se había caído el moderno edificio de la colonia Roma? “Que se cumpla al pie de la letra el Reglamento de Obras Públicas para que las nuevas construcciones soporten los flagelos de los temblores”, exigió el diario Últimas Noticias. “Trampas mortales, como el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, son resultado de la codicia de inversionistas coludidos con ingenieros inmorales y empleados del gobierno faltos de ética”, se indignó El Fígaro. “En lugar de concreto, el constructor usó algo muy parecido al tequesquite”, acusó Excélsior.
Las denuncias son de 1957, pero aplican a 1985 o 2017.
Enrejado de gallinero
Juan Romero, vecino y vendedor de periódicos justo en la esquina donde estaba el edificio y en la que hoy hay un estacionamiento, era un niño cuando la tragedia ocurrió. Pero al paso de las décadas ha escuchado, de los más viejos, esta acusación contra el dueño: “Lo hizo mal desde el principio. En lugar de varillas normales, le puso enrejado de gallinero. La gente le decía que eso se iba a caer. Y él decía que eran nuevas técnicas que se utilizaban allá en su país. En el terremoto del 57, se desplomó.”
Gastón, el adolescente rescatado, tiene una versión más: “Las columnas, en vez de tener ocho varillas, tenían seis. Eso provocó que no soportara el temblor. Los dueños del dinero y del terreno y del edificio eran unos paisanos. Al ingeniero constructor lo detuvieron, lo metieron a la cárcel y en la cárcel se suicidó.”*
A velocidad asombrosa, como para no dejar rastro de la corrupción, las grúas removieron los escombros y limpiaron la esquina, dejando a la vista los daños que la caída del edificio causó a los inmuebles vecinos: dos muros perforados de la planta baja del Hotel Monarca (que aún existe) y la clínica traumatológica del doctor Luis Sierra, ladeada. El reportero Borbolla fue a tomar unas últimas notas sobre el edificio al que ya lo unía una emoción misteriosa.
De la construcción solo iban quedando los recuerdos y un vacío espectral. Ahí se encontró al joven paramédico Enrique Metinides, que le contó esta historia:
“Escarbando, oímos una mujer. No la veíamos pero sus palabras llegaban claras pese al ruido de la grúa y las máquinas. Desde donde estaba prensada nos decía a dónde removiéramos. La voz débil parecía de ultratumba: ‘Estoy con mi hijita y mi marido. No puedo moverme, tengo una mano prensada. Mi hija está fría, no habla, por favor aviéntenme una cobija, tengo mucho frío’. Arriba, sus palabras producían tremendo efecto: soldados y bomberos redoblaban esfuerzos cavando por todas partes. Más de un día enterrada y parecía serena. Los golpes de pico y pala eran asestados según sus órdenes: ‘un poco a la izquierda, estoy aquí’. Así fue guiando a los hombres que hacían desesperados intentos por encontrarla. Los trabajos de pesadilla, de terrible angustia, tardaron más de dos horas. Rasqué la tierra con mis propias manos y de pronto toqué una cabeza: ‘¡Aquí está!’, grité retirando piedras. La cabeza era de una niña, la hija de esa pobre mujer. Todo el tiempo estuvo bajo uno de sus brazos abrazando el pequeño cadáver. Ya llevaba veintisiete horas bajo tierra y dirigió su propio rescate. Cuando ya también ella quedó al descubierto, nos señaló con una mano dónde estaba el cuerpo de su esposo, a menos de un metro. Los tres estuvieron veintisiete horas juntos. Rumbo al sanatorio, dentro de la ambulancia, la infeliz mujer pedía a su hijita: ‘¿Qué voy a hacer sin ellos? Mejor hubiera muerto también. Lo que más quería en la vida y se me fueron.’”
Ella era María Concepción Cosío, de veinticinco años de edad. Su esposo, Fernando Aguilar, de veintiséis. La pequeña, Mercedes Teresa, de diez meses. Eran la familia de conserjes del edificio desmoronado; el hombre y la pequeña fueron los muertos 32 y 33 de ese lugar.
Esa historia que el paramédico Enrique Metinides contó a Borbolla, publicada en el diario La Prensa, fue la última ocurrida en el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, el edificio de la tragedia y los milagros.
—¿Qué pasa cuando en sus traslados en la Ciudad de México visita la esquina de Frontera y Álvaro Obregón? —le pregunto a Gastón.
—¿Me creerás que tengo casi toda la vida de no pasar por ahí? No paso para nada por ahí. No tengo interés de pasar. Tantos años ya pasaron… qué bueno que estoy olvidando eso.
* Las versiones de la causa de la caída del edificio provienen únicamente de los testimonios recabados por el autor, y no de un documento oficial.
A la mitad de la madrugada, el terremoto de 1957 desoló a la Ciudad de México. Entre los escombros de un edificio en la colonia Roma, una familia judía vivió un milagro. Esta crónica registra, con material de hemeroteca y entrevistas actuales, cómo los habitantes de la capital y aquella familia padecieron el inesperado temblor.
Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal,
ten misericordia de nosotros y del mundo entero.
¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué el Señor, esa madrugada fría en que sus hijos mexicanos dormían en paz, los había extirpado del sueño con un terremoto trepidatorio que sepultaría inocentes bajo el concreto?
“Jesús, en ti confío”, suplicaban todos.
México rezaba de ese modo un domingo de hace 66 años, el 28 de julio de 1957, cerca de las tres de la mañana. Calles sin energía eléctrica y viviendas sin teléfono: un país al que el terremoto había dejado roto, ciego e incomunicado. Con sus templos cerrados, sus edificios derrumbados y otros heridos por grietas como zarpazos de titanes, que los tenían al borde del desplome, a la gente, para orar, solo le quedaba la calle. Salieron, se hincaron, juntaron las manos y suplicaron. En el pavimento alumbrado por tímidas lámparas de petróleo, la sociedad deshacía, con llamados al cielo, el silencio de esa madrugada de la Ciudad de México en la que ya nadie dormía. Un reportero de La Prensa observó la vigilia pavorosa que paralizaba a una ciudad de cuatro millones de habitantes:
“En Eugenia, Vértiz, Obrero Mundial, Paseo de la Reforma, mujeres, niños, ancianos sobre las calles, de hinojos, en ropas menores, ateridos de frío y terror, clamaban piedad divina. Frente al Parque del Seguro Social un centenar de familias cantaba, con inflexiones lúgubres, el Santo Dios. Los perros aullaban, el polvo de los derrumbes llegaba a las entrañas. Elevando sus bracitos al cielo, las criaturas pedían a gritos que cesara aquello que se creía el fin del mundo o el estallido de una bomba atómica.”
La mayoría de la población, frenéticamente católica, ni idea tenía de lo que era un terremoto. No sabían ni cómo se sentía, ni qué sucedía, ni qué debían hacer. Solo se les ocurría rezar. La noticia más fresca de un sismo había llegado hacía ya cinco años, en 1952, por cables que hablaban de un terremoto espeluznante en la remota península de Kamchatka, en la Unión Soviética. Y algunos viejos se acordaban de que el día en que Francisco I. Madero entró triunfal en la Ciudad de México, un 7 de junio de 1911, cuando ellos aún eran niños, había temblado fuerte, como si meneándose la tierra festejara a las tropas que desplazaban a la anciana dictadura.
Pero que el país sumara medio siglo sin temblores fuertes no significaba que el riesgo hubiera partido. Al contrario: si hace mucho no tiembla, mejor teme.
Los escenarios del pavor, relataban los diarios, iban de un lado a otro en la capital: las colonias Obrera, Algarín, Álamos, Doctores, Buenos Aires, Atlampa, Santa Anita, Santa Julia, Tacuba, Pensil, Guerrero.
En Insurgentes Sur 377, el edificio Rioma, propiedad de Cantinflas, colapsó y adentro murieron Leobarda Carbajal, de 48 años, y sus pequeñas, Julia y María. Cinco teatros y veintiún salas cinematográficas sufrieron daños, entre ellas el Cine Encanto, joya art decó de la San Rafael, y el Cine Cervantes de la colonia de la Bolsa (hoy Tepito), que acabó partido en dos. En la derrumbada Tintorería Mir de la colonia Morelos murió aplastado el planchador Alí Martínez, de veintiún años. “Al comprometerse a entregar la ropa hoy domingo veló la noche, encontrando trágica muerte al desplomarse el apolillado techo”, informó La Prensa. El edificio B4 del Multifamiliar Juárez, semiderrumbado.
Los hoteles Del Prado, Bamer, Hilton, Reforma, Regis y Montejo estaban agrietados. “Sobre las aceras cientos de maletas formaban una fila interminable”, relató el reportero MGB en el diario El Fígaro. Aterrados, los extranjeros querían huir del país. “Hubo pánico. Apagada la luz, detenidos los elevadores, se escuchaban gritos histéricos”, añadió esa crónica. “Salieron desnudos a correr”, declaró Enrique Solórzano, empleado del Hotel Vistahermosa. “Montones de gringos salieron a la calle”, dijo a La Prensa el taxista Gerardo Basurto, “estaban en calzones, en bata o con solo las cobijas encima”.
Los daños lastimaron 523 edificios, algunos conocidos: Roble, Corcuera, la Dirección de Pensiones, Continental, Aztlán, el Banco de la Propiedad, la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura del IPN.
Aunque los muertos ya sumaban decenas y los heridos, cientos, nada impresionaba tanto como el Ángel de la Independencia, supremo símbolo de la Ciudad de México. A las 2:40 de la madrugada no soportó la sacudida de 7.7 grados con epicentro en San Marcos, Guerrero, y se vino abajo con sus enormes e inútiles alas doradas. “Los curiosos se dirigían al Paseo de la Reforma para ver si era cierto”, narró El Fígaro, cuyo fotógrafo se unió a muchos más que rodeaban la escultura, ansiosos con sus cámaras, como si vieran el cadáver del último dinosaurio del planeta.
Una mano gigante
Pero unos kilómetros al sur, algo mucho más grave ocurría. No había caído una figura de bronce sobre el jardín donde yacen nuestros héroes patrios, Hidalgo, Allende, Leona Vicario, Morelos, ya todos muertos y enterrados. Habían caído toneladas de concreto sobre personas vivas. Narró El Fígaro: “Fue un derrumbe catastrófico: cayó un edificio sepultando a quince familias”.
¿Quince familias? Sí, en Álvaro Obregón y Frontera estaban sepultados montones de seres humanos, entre ellos niñas y niños. Los cinco pisos del moderno edificio de la colonia Roma no resistieron el jaloneo rabioso. “Se desmoronaron como si una mano gigantesca los hubiera aplastado para ser tumba”, escribió Carlos Borbolla en La Prensa.
Los departamentos del recién construido inmueble estaban habitados por familias judías. Los Dabbah, Mustri, Benrey y Cohen eran, sobre todo, migrantes que en los años veinte llegaron en barco a Veracruz, huyendo del antisemitismo y los pogromos, los linchamientos de judíos que sucedían en su patria, Turquía. Desde hacía tres décadas se creaban una nueva vida en México, para la que pagaban al dueño del edificio hasta ochocientos pesos al mes. En este país habían hallado paz y tranquilidad económica.
Simón Cohen Benrey despertó a las 2:40 en la colonia Roma: su vivienda se bamboleaba. Llamó a sus hijos y se colocaron bajo el dintel de una puerta. “Escuchamos un tronidazo, algo muy fuerte, y el miedo nos hizo salir corriendo”, declaró. “La calle estaba muy oscura por la falta de luz y el polvo.” Corrieron instintivamente una cuadra hasta el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, donde vivían, en el departamento 1, su madre, Rebeca, su hermana, Susana Benrey, y los hijos adolescentes de ella, Gastón y Jaime.
Ahora lo entendían todo: el tronido fue el edificio. “Se había derrumbado”, dijo Simón. Le dio una entrevista al reportero Borbolla frente al área de la tragedia, acordonada por el Ejército, armado con fusiles máuser 95 por instrucciones del presidente Adolfo Ruiz Cortines, y repleta de voluntarios, paramédicos de las cruces Roja y Verde, zapadores, bomberos, policías.
“Mientras habla, Simón no deja de mirar a los hombres que trabajan. Un soldado grita con toda la fuerza de sus pulmones: ‘¡Que no fume ese señor, hay tanques de gas, quítenle el cigarro!’. Al final, el señalado avisó: ‘¡Ya tiré el cigarro!’” Frente a los periodistas, Simón exclamó: “Que se haga el milagro. Dios nos ayude a volver a verles la cara”, y observó los escombros que treparon los rescatistas para hallar a su familia y demás sobrevivientes.
Gritar peor que un loco
De pronto, vida. De entre el polvo surgió la silueta de un hombre, caminaba como si nada: cuando se cumplían siete horas del desplome, Arturo Brinstein Quintanilla, conocido dueño de la tienda de colchones La Gran Avenida, caminó sobre las piedras como empanizado por polvo de escombros. Los paramédicos lo rodearon y lo revisaron acelerados. No tenía nada, solo un rasguño en la nariz.
Los fotorreporteros lo flashearon como a una celebridad, y él respondió: “Me paré bajo el marco de la puerta y para abajo quedé prensado de las piernas. Estaba aterrorizado, grité una hora como loco pero nadie me oía. No sé cuánto pasó, fue una eternidad, y me di cuenta de que rescataban a dos que estaban casi junto a mí. Volví a gritar peor que un loco sin que nadie me escuchara. Siete horas metido abajo, no se lo deseo a nadie. Había una fuga de gas: la olía e imaginé que iba a morir intoxicado. Por un agujerito se filtraba luz y me pegaba a él con todas mis fuerzas para respirar y evitar que el gas me matara. Escuchaba todo, las voces de afuera, los golpes. Todo. Y no podía no moverme”. Con la garganta desgarrada, a las nueve de la mañana sus gritos sirvieron. A Arturo lo arrancaron de la oscuridad.
Un paramédico interrumpió la entrevista: “Señor, puede volver a su casa”. “¿A cuál?”, respondió Arturo, mostrando con sus brazos los escombros.
Los brigadistas continuaron. Sacaron piedra tras tras piedra, agitaron con furia palas, picos, azadones; taladraron con pistolas de aire el techo de concreto; encendieron sopletes de gas acetileno para despedazar las varillas de acero. Enormes grúas retiraron viguetas, despojos de ladrillos. Eran las cuatro de la tarde y el techo aún resistía. A trece horas del sismo, muchos seguían sepultados. Todo agotador, doloroso, desesperante.
Al fin, algo. Tras horas de esfuerzo, los bomberos abrieron un hueco por donde se veían dos mujeres llenas de polvo, recostadas juntas. Los paramédicos buscaron señales de vida. Nada. Las dos primeras muertas fueron metidas a una ambulancia y viajaron al anfiteatro de la Cruz Roja. Ahora sí, un cadáver, otro y otro salieron de los escombros. Había llanto, desesperanza en muchos judíos mexicanos que con kipás en la cabeza vinieron de toda la ciudad para ayudar y solo observaban los cadáveres de sus hermanas y hermanos.
Un café de chinos vecino llevó café a los trabajadores que no habían tenido pausa ni probado alimento. Ellos también empezaron a caer: Aristeo Martínez, miliciano de las Guardias Presidenciales, se abrió paso por un hueco hacia abajo cuando descubrió a una mujer prensada de las piernas. Al intentar sacarla, una vigueta cayó sobre su cabeza. Horas más tarde, con traumatismo craneoencefálico en una cama de la Cruz Roja, deliraba volviendo al último momento: “Está abajo, me está hablando, se puede morir, no respira”.
Un niño está aquí abajo
A la medianoche del domingo un batallón de soldados sustituyó al que estaba por cumplir un día de labor sin pausa. Como si previeran malas noticias que había que ocultar, oficiales del Ejército ordenaron a sus cabos bloquear la entrada a los reporteros. “Estamos cumpliendo nuestro deber”, reclamó Borbolla. En su nota, el periodista aclaró que nadie consiguió frenar su trabajo.
Pero no solo los periodistas eran indeseables. En las horas en que el rescate ya era extenuante y la exigencia inhumana, un soldado se desmayó. Dos camilleros de la Cruz Roja corrieron a alzarlo para, dentro de la ambulancia, llevarlo al sanatorio de su institución. “Un oficial del Ejército, de nombre Pedro, les gritó que no podían llevárselo. Debía ser llevado pero al Hospital Militar. Hubiese sido obedecido, pero decidió hacer uso de la fuerza empleando a un soldado que le asestó un golpe al ambulante (el paramédico), un jovencito, Enrique Metinides, quien se ha portado como un héroe ya que ha estado en su puesto desde el momento del temblor y anoche todavía no dormía una sola hora”, narró Borbolla.
Sí, Metinides antes de Metinides, antes de ser el gran fotógrafo de nota roja de México, fue un paramédico de la Cruz Roja golpeado por un militar por hacer su trabajo en ese temblor. Tenía entonces veintitrés años.
La crónica prosigue: “Un soldado detuvo con su rifle a Francisco Campos Reza, chofer de la ambulancia de la Cruz Roja en que sería trasladado el soldado herido, y para no rezagarse otro encañonó con su pistola a Roberto Briones, jefe del personal de la Cruz Roja. Así, por la fuerza, el soldado fue sacado de la ambulancia para ser metido a otra del Ejército. Sin embargo, cuando dicho vehículo iba a arrancar resultó que no tenía sirena, necesaria para abrirse paso. Entonces los soldados fueron a pedir ayuda a la Cruz Roja”. El oficial, Pedro, el que golpeó a Metinides y ordenó encañonar a los empleados de la Cruz Roja, debió pedirles a sus víctimas que llevaran en su ambulancia al herido.
Simón Cohen, hijo de Rebeca, hermano de Susana y tío de los hijos de esta, Jaime y Gastón, se sobresaltó. Pese a que habían pasado horas, oyó: “¡Un niño está aquí abajo!”. Los rescatistas alzaron piedras y ensancharon un hueco del que un adolescente de diecisiete años fue extraído. Sesenta y seis años después de la tragedia, él aún vive. Gastón Cohen Benrey, el adolescente del terremoto de 1957, ya tiene tres hijos, ocho nietos, dos bisnietos y 82 años de edad. Es un empresario textil que accede a relatarnos aquel día. “Era un edificio moderno, bonito”, cuenta el hombre ubicado por Gatopardo a través de la revista Tribuna Israelita. “Estrenamos el departamento y vivimos en el primer piso varios meses, no sé si un año.”
La madrugada del 28 de julio de 1957 en esa vivienda dormían cuatro. Samuel, el papá, viajante de negocios, había salido de trabajo al sureste del país. En cambio, la abuela materna, Rebeca, estaba en su cuarto. Los pequeños Gastón y Jaime, en el suyo. Y ocupaba una recámara más Susana, la mamá, natural de Estambul. “Venía de Turquía”, relata Gastón, “se casó con mi papá aquí en México. Tenía su grupo de amigas y había fiestas judías que respetábamos, hacíamos reuniones.” En ellas nunca faltaba algo. “Jitomates rellenos”, precisa el sobreviviente refiriéndose a los “domates dolma”, una delicia turca con cordero, arroz y piñones. Pero de pronto esa madrugada otoñal acabó con la alegría. “Teníamos un cuarto para mi hermano y yo. Empezó a temblar y nos paramos, estábamos acostados cada quien en su cama. Ya se estaban cayendo las paredes, ya se estaba cayendo el techo, ya se estaba cayendo el suelo.”
Pasaron cerca de diez horas enterrados bajo los escombros, con cuatro pisos sobre sus cabezas, repletos de cadáveres. “Cuando a mí me sacaron del agujero ya era de día [era lunes]. Me agarraron de los brazos, yo estaba pasmado. Sí sentí el gusto de poder salir de ahí, pero tanto así para que yo echara gritos de alegría, no.”
“¡Gastón, Gastón!”, le gritaron. Incrédulo, Gastón fue cargado sobre las ruinas como soldado sobreviviente de una batalla. “Pálido como la cera, con bata de dormir”, describió La Prensa. Mucha gente se le acercó, querían ver de cerca al héroe que entraba a una ambulancia. “¿Estás bien, Gastón?”, le grita emocionado su primo. “El ambiente cobra hondo dramatismo, el ulular de la sirena alejándose enchina el cuerpo”, continúa la crónica.
Mientras tanto, un bombero, Pedro Figueroa, preocupaba a todos porque, asfixiado, recibía una mascarilla con oxígeno después de tanto respirar polvo. Y salió del cerro de material otro pequeño. Se escuchó: “¡Es Jaime, míralo!”. Simón no lo podía creer: aunque de su madre y su hermana no se sabía nada, sus sobrinos estaban vivos. Ahí estaba Jaime, de quince años, que en el escenario de bombardeo no entendía nada: solo miraba, atónito. “Había mucha gente alrededor del derrumbe y estaban unas camionetas en donde nos subieron y ¡órale!, al hospital. A mí en una y a mi hermano en otra. Salimos intactos. En la camioneta estaba un cura que empezó a platicar conmigo, y él entretuvo mis pensamientos. Yo le dije: ‘yo soy de religión judía’ y él me dijo: ‘no importa’”, cuenta Gastón.
Llegaron al Hospital Dalinde. El reportero Borbolla no se dio tregua: había luchado contra los soldados que lo frenaron como a un delincuente, y ahora lo hacía contra los médicos de la Cruz Roja que le explicaban que era imposible entrevistar a los muchachos. Pero lo consiguió. Entró a la sala donde ambos estaban acostados y le hizo preguntas al menor, Jaime, que le respondió así: “Fue algo muy feo, toda la casa se movía. Desperté y sentí mucho miedo. Corrí a la cama de mi hermano. Nos abrazamos y nos quedamos quietos”. Su hermano añade hoy: “Nos abrazamos y nos aventamos a mi cama, que ya no sentí cuando se hundió.”
Borbolla anotó en su libreta las declaraciones que le dio Jaime en unos minutos en que los médicos se apartaron: “El piso se hundió y nos fuimos hacia abajo muy hondo. Sentimos que caía todo. Ya cuando deveras se derrumbó, fue muy breve. Cuando cesó de caer polvo y piedras nos dimos cuenta que no podíamos pararnos. Al movernos algo como unos picos nos lastimaban la cara. Sentimos mucho miedo al darnos cuenta que estábamos atrapados. Gritamos con todas nuestras fuerzas pero nadie contestaba”.
Gastón completa hoy la escena: “Quedamos en un lugarcito, como un triángulo más o menos. Pero vivos. Es probable que por ser de los primeros pisos del edificio quedaran pequeños huecos, pero muy pequeños. Yo pasaba la mano y encontraba pared. Estábamos recostados porque no había espacio para sentarse. Yo estaba pensando que con el tiempo nos podían sacar, mi hermano era el desesperado y era el que gritaba. Él era el que más insistía en gritar ‘¡auxilio!’ para que nos sacaran de ahí.”
De pronto, el milagro: “Llegó una persona que estaba metiéndose por ahí, buscando gente dañada, y escuchó el grito de mi hermano. Dijo: ‘Voy a traer ayuda’. Yo oí la voz de dos personas que decían: ‘Ya vamos con ustedes’. Vinieron a escarbar y abrir un agujero y por ahí nos sacaron”.
Los médicos rogaron retirarse del hospital al reportero Borbolla, quien lo aceptó: “No saben nada de su madre y su abuela, y eso los tiene mal”, le explicaron. “Necesitan absoluto reposo. Ya se van a dormir.”
¡Aquí hay dos mujeres!
Las esperanzas de hallar más personas vivas se disiparon al paso de las horas. Cuando la ciudad estaba por volver al trajín de un lunes cualquiera, e Insurgentes, Cuauhtémoc y avenida Chapultepec se disponían a arrancar el día laboral, el trabajo de rescate no cejaba, pero las ilusiones sí. La ciudad sumaba setecientos muertos y dos mil quinientos heridos.
De improviso, cuando en minutos se cumplirían veinticuatro horas de faena, los bomberos abrieron un hueco desde el que vieron, claramente, dos cadáveres sobre un colchón. Un bombero exclamó: “¡Aquí hay dos mujeres!” Un oficial lanzó una advertencia, “¡No estorben!”, a la turba de curiosos que vieron salir el cuerpo de Rebeca Pardo de Benrey, de 78 años, madre de Simón y abuela de los adolescentes Gastón y Jaime. Esta vez no había milagro, ningún signo vital se detectaba en el cuerpo de la anciana.
Aún faltaba el otro cadáver; a la vista, una mujer más joven. Sin dudas, Susana Cohen, madre de los chicos. Varios bomberos rodearon el hueco y le encomendaron a uno arrastrarse al fondo para sacarla. Así lo hizo, dispuesto a sostener el peso del cuerpo inerte. Y ese cuerpo, al sentir el tacto del hombre, reaccionó. “El cadáver quiso levantarse, tendía los brazos al bombero que le había creído sin vida”, relató Borbolla. Atónito, el bombero musitó algo. “Sus compañeros”, narró el periodista, “escucharon sus palabras al tiempo que veían al bombero desplomarse sin conocimiento. No resistió la impresión”. En el hueco ahora estaba desmayado el bombero y, aún viva, Susana. El corazón de Susana Benrey de Cohen latía, pero antes había que extraer al rescatista: “Del agujero salió el bombero desmayado en brazos de varios (paramédicos). En las caras se dibujó una sorpresa: esperaban ver a una mujer y aparecía un tragahumo”.
Susana, muy grave, con conmoción cerebral, fracturas múltiples y riesgo de gangrena, ingresó al Hospital de la Cruz Roja. Borbolla fue a verla y se topó con sus hijos: “¡Mi madre está viva!”, le dijeron felices.
Horas después, Susana murió, relata hoy Gastón. “Del hospital me llevaron a casa de mi hermana casada y ahí, antes de empezar los rezos, me explicaron que habían fallecido las dos. ¿Qué se puede hablar de una madre? Lo máximo, para mí fue lo máximo. Era una mujer muy cariñosa conmigo. Me abrazaba, me escuchaba. Es más, hasta yo me sentía su consentido por el cariño que me brindaba. Me resigné, traté de cumplir con lo de la religión e iba a los rezos.”
¿Por qué se había caído el moderno edificio de la colonia Roma? “Que se cumpla al pie de la letra el Reglamento de Obras Públicas para que las nuevas construcciones soporten los flagelos de los temblores”, exigió el diario Últimas Noticias. “Trampas mortales, como el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, son resultado de la codicia de inversionistas coludidos con ingenieros inmorales y empleados del gobierno faltos de ética”, se indignó El Fígaro. “En lugar de concreto, el constructor usó algo muy parecido al tequesquite”, acusó Excélsior.
Las denuncias son de 1957, pero aplican a 1985 o 2017.
Enrejado de gallinero
Juan Romero, vecino y vendedor de periódicos justo en la esquina donde estaba el edificio y en la que hoy hay un estacionamiento, era un niño cuando la tragedia ocurrió. Pero al paso de las décadas ha escuchado, de los más viejos, esta acusación contra el dueño: “Lo hizo mal desde el principio. En lugar de varillas normales, le puso enrejado de gallinero. La gente le decía que eso se iba a caer. Y él decía que eran nuevas técnicas que se utilizaban allá en su país. En el terremoto del 57, se desplomó.”
Gastón, el adolescente rescatado, tiene una versión más: “Las columnas, en vez de tener ocho varillas, tenían seis. Eso provocó que no soportara el temblor. Los dueños del dinero y del terreno y del edificio eran unos paisanos. Al ingeniero constructor lo detuvieron, lo metieron a la cárcel y en la cárcel se suicidó.”*
A velocidad asombrosa, como para no dejar rastro de la corrupción, las grúas removieron los escombros y limpiaron la esquina, dejando a la vista los daños que la caída del edificio causó a los inmuebles vecinos: dos muros perforados de la planta baja del Hotel Monarca (que aún existe) y la clínica traumatológica del doctor Luis Sierra, ladeada. El reportero Borbolla fue a tomar unas últimas notas sobre el edificio al que ya lo unía una emoción misteriosa.
De la construcción solo iban quedando los recuerdos y un vacío espectral. Ahí se encontró al joven paramédico Enrique Metinides, que le contó esta historia:
“Escarbando, oímos una mujer. No la veíamos pero sus palabras llegaban claras pese al ruido de la grúa y las máquinas. Desde donde estaba prensada nos decía a dónde removiéramos. La voz débil parecía de ultratumba: ‘Estoy con mi hijita y mi marido. No puedo moverme, tengo una mano prensada. Mi hija está fría, no habla, por favor aviéntenme una cobija, tengo mucho frío’. Arriba, sus palabras producían tremendo efecto: soldados y bomberos redoblaban esfuerzos cavando por todas partes. Más de un día enterrada y parecía serena. Los golpes de pico y pala eran asestados según sus órdenes: ‘un poco a la izquierda, estoy aquí’. Así fue guiando a los hombres que hacían desesperados intentos por encontrarla. Los trabajos de pesadilla, de terrible angustia, tardaron más de dos horas. Rasqué la tierra con mis propias manos y de pronto toqué una cabeza: ‘¡Aquí está!’, grité retirando piedras. La cabeza era de una niña, la hija de esa pobre mujer. Todo el tiempo estuvo bajo uno de sus brazos abrazando el pequeño cadáver. Ya llevaba veintisiete horas bajo tierra y dirigió su propio rescate. Cuando ya también ella quedó al descubierto, nos señaló con una mano dónde estaba el cuerpo de su esposo, a menos de un metro. Los tres estuvieron veintisiete horas juntos. Rumbo al sanatorio, dentro de la ambulancia, la infeliz mujer pedía a su hijita: ‘¿Qué voy a hacer sin ellos? Mejor hubiera muerto también. Lo que más quería en la vida y se me fueron.’”
Ella era María Concepción Cosío, de veinticinco años de edad. Su esposo, Fernando Aguilar, de veintiséis. La pequeña, Mercedes Teresa, de diez meses. Eran la familia de conserjes del edificio desmoronado; el hombre y la pequeña fueron los muertos 32 y 33 de ese lugar.
Esa historia que el paramédico Enrique Metinides contó a Borbolla, publicada en el diario La Prensa, fue la última ocurrida en el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, el edificio de la tragedia y los milagros.
—¿Qué pasa cuando en sus traslados en la Ciudad de México visita la esquina de Frontera y Álvaro Obregón? —le pregunto a Gastón.
—¿Me creerás que tengo casi toda la vida de no pasar por ahí? No paso para nada por ahí. No tengo interés de pasar. Tantos años ya pasaron… qué bueno que estoy olvidando eso.
* Las versiones de la causa de la caída del edificio provienen únicamente de los testimonios recabados por el autor, y no de un documento oficial.
Cabeza de la escultura del Ángel de la Independencia, caída después del terremoto del 28 de julio de 1957. Museo de la Ciudad de México, septiembre de 2015.
A la mitad de la madrugada, el terremoto de 1957 desoló a la Ciudad de México. Entre los escombros de un edificio en la colonia Roma, una familia judía vivió un milagro. Esta crónica registra, con material de hemeroteca y entrevistas actuales, cómo los habitantes de la capital y aquella familia padecieron el inesperado temblor.
Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal,
ten misericordia de nosotros y del mundo entero.
¿Dónde estaba Dios? ¿Por qué el Señor, esa madrugada fría en que sus hijos mexicanos dormían en paz, los había extirpado del sueño con un terremoto trepidatorio que sepultaría inocentes bajo el concreto?
“Jesús, en ti confío”, suplicaban todos.
México rezaba de ese modo un domingo de hace 66 años, el 28 de julio de 1957, cerca de las tres de la mañana. Calles sin energía eléctrica y viviendas sin teléfono: un país al que el terremoto había dejado roto, ciego e incomunicado. Con sus templos cerrados, sus edificios derrumbados y otros heridos por grietas como zarpazos de titanes, que los tenían al borde del desplome, a la gente, para orar, solo le quedaba la calle. Salieron, se hincaron, juntaron las manos y suplicaron. En el pavimento alumbrado por tímidas lámparas de petróleo, la sociedad deshacía, con llamados al cielo, el silencio de esa madrugada de la Ciudad de México en la que ya nadie dormía. Un reportero de La Prensa observó la vigilia pavorosa que paralizaba a una ciudad de cuatro millones de habitantes:
“En Eugenia, Vértiz, Obrero Mundial, Paseo de la Reforma, mujeres, niños, ancianos sobre las calles, de hinojos, en ropas menores, ateridos de frío y terror, clamaban piedad divina. Frente al Parque del Seguro Social un centenar de familias cantaba, con inflexiones lúgubres, el Santo Dios. Los perros aullaban, el polvo de los derrumbes llegaba a las entrañas. Elevando sus bracitos al cielo, las criaturas pedían a gritos que cesara aquello que se creía el fin del mundo o el estallido de una bomba atómica.”
La mayoría de la población, frenéticamente católica, ni idea tenía de lo que era un terremoto. No sabían ni cómo se sentía, ni qué sucedía, ni qué debían hacer. Solo se les ocurría rezar. La noticia más fresca de un sismo había llegado hacía ya cinco años, en 1952, por cables que hablaban de un terremoto espeluznante en la remota península de Kamchatka, en la Unión Soviética. Y algunos viejos se acordaban de que el día en que Francisco I. Madero entró triunfal en la Ciudad de México, un 7 de junio de 1911, cuando ellos aún eran niños, había temblado fuerte, como si meneándose la tierra festejara a las tropas que desplazaban a la anciana dictadura.
Pero que el país sumara medio siglo sin temblores fuertes no significaba que el riesgo hubiera partido. Al contrario: si hace mucho no tiembla, mejor teme.
Los escenarios del pavor, relataban los diarios, iban de un lado a otro en la capital: las colonias Obrera, Algarín, Álamos, Doctores, Buenos Aires, Atlampa, Santa Anita, Santa Julia, Tacuba, Pensil, Guerrero.
En Insurgentes Sur 377, el edificio Rioma, propiedad de Cantinflas, colapsó y adentro murieron Leobarda Carbajal, de 48 años, y sus pequeñas, Julia y María. Cinco teatros y veintiún salas cinematográficas sufrieron daños, entre ellas el Cine Encanto, joya art decó de la San Rafael, y el Cine Cervantes de la colonia de la Bolsa (hoy Tepito), que acabó partido en dos. En la derrumbada Tintorería Mir de la colonia Morelos murió aplastado el planchador Alí Martínez, de veintiún años. “Al comprometerse a entregar la ropa hoy domingo veló la noche, encontrando trágica muerte al desplomarse el apolillado techo”, informó La Prensa. El edificio B4 del Multifamiliar Juárez, semiderrumbado.
Los hoteles Del Prado, Bamer, Hilton, Reforma, Regis y Montejo estaban agrietados. “Sobre las aceras cientos de maletas formaban una fila interminable”, relató el reportero MGB en el diario El Fígaro. Aterrados, los extranjeros querían huir del país. “Hubo pánico. Apagada la luz, detenidos los elevadores, se escuchaban gritos histéricos”, añadió esa crónica. “Salieron desnudos a correr”, declaró Enrique Solórzano, empleado del Hotel Vistahermosa. “Montones de gringos salieron a la calle”, dijo a La Prensa el taxista Gerardo Basurto, “estaban en calzones, en bata o con solo las cobijas encima”.
Los daños lastimaron 523 edificios, algunos conocidos: Roble, Corcuera, la Dirección de Pensiones, Continental, Aztlán, el Banco de la Propiedad, la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura del IPN.
Aunque los muertos ya sumaban decenas y los heridos, cientos, nada impresionaba tanto como el Ángel de la Independencia, supremo símbolo de la Ciudad de México. A las 2:40 de la madrugada no soportó la sacudida de 7.7 grados con epicentro en San Marcos, Guerrero, y se vino abajo con sus enormes e inútiles alas doradas. “Los curiosos se dirigían al Paseo de la Reforma para ver si era cierto”, narró El Fígaro, cuyo fotógrafo se unió a muchos más que rodeaban la escultura, ansiosos con sus cámaras, como si vieran el cadáver del último dinosaurio del planeta.
Una mano gigante
Pero unos kilómetros al sur, algo mucho más grave ocurría. No había caído una figura de bronce sobre el jardín donde yacen nuestros héroes patrios, Hidalgo, Allende, Leona Vicario, Morelos, ya todos muertos y enterrados. Habían caído toneladas de concreto sobre personas vivas. Narró El Fígaro: “Fue un derrumbe catastrófico: cayó un edificio sepultando a quince familias”.
¿Quince familias? Sí, en Álvaro Obregón y Frontera estaban sepultados montones de seres humanos, entre ellos niñas y niños. Los cinco pisos del moderno edificio de la colonia Roma no resistieron el jaloneo rabioso. “Se desmoronaron como si una mano gigantesca los hubiera aplastado para ser tumba”, escribió Carlos Borbolla en La Prensa.
Los departamentos del recién construido inmueble estaban habitados por familias judías. Los Dabbah, Mustri, Benrey y Cohen eran, sobre todo, migrantes que en los años veinte llegaron en barco a Veracruz, huyendo del antisemitismo y los pogromos, los linchamientos de judíos que sucedían en su patria, Turquía. Desde hacía tres décadas se creaban una nueva vida en México, para la que pagaban al dueño del edificio hasta ochocientos pesos al mes. En este país habían hallado paz y tranquilidad económica.
Simón Cohen Benrey despertó a las 2:40 en la colonia Roma: su vivienda se bamboleaba. Llamó a sus hijos y se colocaron bajo el dintel de una puerta. “Escuchamos un tronidazo, algo muy fuerte, y el miedo nos hizo salir corriendo”, declaró. “La calle estaba muy oscura por la falta de luz y el polvo.” Corrieron instintivamente una cuadra hasta el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, donde vivían, en el departamento 1, su madre, Rebeca, su hermana, Susana Benrey, y los hijos adolescentes de ella, Gastón y Jaime.
Ahora lo entendían todo: el tronido fue el edificio. “Se había derrumbado”, dijo Simón. Le dio una entrevista al reportero Borbolla frente al área de la tragedia, acordonada por el Ejército, armado con fusiles máuser 95 por instrucciones del presidente Adolfo Ruiz Cortines, y repleta de voluntarios, paramédicos de las cruces Roja y Verde, zapadores, bomberos, policías.
“Mientras habla, Simón no deja de mirar a los hombres que trabajan. Un soldado grita con toda la fuerza de sus pulmones: ‘¡Que no fume ese señor, hay tanques de gas, quítenle el cigarro!’. Al final, el señalado avisó: ‘¡Ya tiré el cigarro!’” Frente a los periodistas, Simón exclamó: “Que se haga el milagro. Dios nos ayude a volver a verles la cara”, y observó los escombros que treparon los rescatistas para hallar a su familia y demás sobrevivientes.
Gritar peor que un loco
De pronto, vida. De entre el polvo surgió la silueta de un hombre, caminaba como si nada: cuando se cumplían siete horas del desplome, Arturo Brinstein Quintanilla, conocido dueño de la tienda de colchones La Gran Avenida, caminó sobre las piedras como empanizado por polvo de escombros. Los paramédicos lo rodearon y lo revisaron acelerados. No tenía nada, solo un rasguño en la nariz.
Los fotorreporteros lo flashearon como a una celebridad, y él respondió: “Me paré bajo el marco de la puerta y para abajo quedé prensado de las piernas. Estaba aterrorizado, grité una hora como loco pero nadie me oía. No sé cuánto pasó, fue una eternidad, y me di cuenta de que rescataban a dos que estaban casi junto a mí. Volví a gritar peor que un loco sin que nadie me escuchara. Siete horas metido abajo, no se lo deseo a nadie. Había una fuga de gas: la olía e imaginé que iba a morir intoxicado. Por un agujerito se filtraba luz y me pegaba a él con todas mis fuerzas para respirar y evitar que el gas me matara. Escuchaba todo, las voces de afuera, los golpes. Todo. Y no podía no moverme”. Con la garganta desgarrada, a las nueve de la mañana sus gritos sirvieron. A Arturo lo arrancaron de la oscuridad.
Un paramédico interrumpió la entrevista: “Señor, puede volver a su casa”. “¿A cuál?”, respondió Arturo, mostrando con sus brazos los escombros.
Los brigadistas continuaron. Sacaron piedra tras tras piedra, agitaron con furia palas, picos, azadones; taladraron con pistolas de aire el techo de concreto; encendieron sopletes de gas acetileno para despedazar las varillas de acero. Enormes grúas retiraron viguetas, despojos de ladrillos. Eran las cuatro de la tarde y el techo aún resistía. A trece horas del sismo, muchos seguían sepultados. Todo agotador, doloroso, desesperante.
Al fin, algo. Tras horas de esfuerzo, los bomberos abrieron un hueco por donde se veían dos mujeres llenas de polvo, recostadas juntas. Los paramédicos buscaron señales de vida. Nada. Las dos primeras muertas fueron metidas a una ambulancia y viajaron al anfiteatro de la Cruz Roja. Ahora sí, un cadáver, otro y otro salieron de los escombros. Había llanto, desesperanza en muchos judíos mexicanos que con kipás en la cabeza vinieron de toda la ciudad para ayudar y solo observaban los cadáveres de sus hermanas y hermanos.
Un café de chinos vecino llevó café a los trabajadores que no habían tenido pausa ni probado alimento. Ellos también empezaron a caer: Aristeo Martínez, miliciano de las Guardias Presidenciales, se abrió paso por un hueco hacia abajo cuando descubrió a una mujer prensada de las piernas. Al intentar sacarla, una vigueta cayó sobre su cabeza. Horas más tarde, con traumatismo craneoencefálico en una cama de la Cruz Roja, deliraba volviendo al último momento: “Está abajo, me está hablando, se puede morir, no respira”.
Un niño está aquí abajo
A la medianoche del domingo un batallón de soldados sustituyó al que estaba por cumplir un día de labor sin pausa. Como si previeran malas noticias que había que ocultar, oficiales del Ejército ordenaron a sus cabos bloquear la entrada a los reporteros. “Estamos cumpliendo nuestro deber”, reclamó Borbolla. En su nota, el periodista aclaró que nadie consiguió frenar su trabajo.
Pero no solo los periodistas eran indeseables. En las horas en que el rescate ya era extenuante y la exigencia inhumana, un soldado se desmayó. Dos camilleros de la Cruz Roja corrieron a alzarlo para, dentro de la ambulancia, llevarlo al sanatorio de su institución. “Un oficial del Ejército, de nombre Pedro, les gritó que no podían llevárselo. Debía ser llevado pero al Hospital Militar. Hubiese sido obedecido, pero decidió hacer uso de la fuerza empleando a un soldado que le asestó un golpe al ambulante (el paramédico), un jovencito, Enrique Metinides, quien se ha portado como un héroe ya que ha estado en su puesto desde el momento del temblor y anoche todavía no dormía una sola hora”, narró Borbolla.
Sí, Metinides antes de Metinides, antes de ser el gran fotógrafo de nota roja de México, fue un paramédico de la Cruz Roja golpeado por un militar por hacer su trabajo en ese temblor. Tenía entonces veintitrés años.
La crónica prosigue: “Un soldado detuvo con su rifle a Francisco Campos Reza, chofer de la ambulancia de la Cruz Roja en que sería trasladado el soldado herido, y para no rezagarse otro encañonó con su pistola a Roberto Briones, jefe del personal de la Cruz Roja. Así, por la fuerza, el soldado fue sacado de la ambulancia para ser metido a otra del Ejército. Sin embargo, cuando dicho vehículo iba a arrancar resultó que no tenía sirena, necesaria para abrirse paso. Entonces los soldados fueron a pedir ayuda a la Cruz Roja”. El oficial, Pedro, el que golpeó a Metinides y ordenó encañonar a los empleados de la Cruz Roja, debió pedirles a sus víctimas que llevaran en su ambulancia al herido.
Simón Cohen, hijo de Rebeca, hermano de Susana y tío de los hijos de esta, Jaime y Gastón, se sobresaltó. Pese a que habían pasado horas, oyó: “¡Un niño está aquí abajo!”. Los rescatistas alzaron piedras y ensancharon un hueco del que un adolescente de diecisiete años fue extraído. Sesenta y seis años después de la tragedia, él aún vive. Gastón Cohen Benrey, el adolescente del terremoto de 1957, ya tiene tres hijos, ocho nietos, dos bisnietos y 82 años de edad. Es un empresario textil que accede a relatarnos aquel día. “Era un edificio moderno, bonito”, cuenta el hombre ubicado por Gatopardo a través de la revista Tribuna Israelita. “Estrenamos el departamento y vivimos en el primer piso varios meses, no sé si un año.”
La madrugada del 28 de julio de 1957 en esa vivienda dormían cuatro. Samuel, el papá, viajante de negocios, había salido de trabajo al sureste del país. En cambio, la abuela materna, Rebeca, estaba en su cuarto. Los pequeños Gastón y Jaime, en el suyo. Y ocupaba una recámara más Susana, la mamá, natural de Estambul. “Venía de Turquía”, relata Gastón, “se casó con mi papá aquí en México. Tenía su grupo de amigas y había fiestas judías que respetábamos, hacíamos reuniones.” En ellas nunca faltaba algo. “Jitomates rellenos”, precisa el sobreviviente refiriéndose a los “domates dolma”, una delicia turca con cordero, arroz y piñones. Pero de pronto esa madrugada otoñal acabó con la alegría. “Teníamos un cuarto para mi hermano y yo. Empezó a temblar y nos paramos, estábamos acostados cada quien en su cama. Ya se estaban cayendo las paredes, ya se estaba cayendo el techo, ya se estaba cayendo el suelo.”
Pasaron cerca de diez horas enterrados bajo los escombros, con cuatro pisos sobre sus cabezas, repletos de cadáveres. “Cuando a mí me sacaron del agujero ya era de día [era lunes]. Me agarraron de los brazos, yo estaba pasmado. Sí sentí el gusto de poder salir de ahí, pero tanto así para que yo echara gritos de alegría, no.”
“¡Gastón, Gastón!”, le gritaron. Incrédulo, Gastón fue cargado sobre las ruinas como soldado sobreviviente de una batalla. “Pálido como la cera, con bata de dormir”, describió La Prensa. Mucha gente se le acercó, querían ver de cerca al héroe que entraba a una ambulancia. “¿Estás bien, Gastón?”, le grita emocionado su primo. “El ambiente cobra hondo dramatismo, el ulular de la sirena alejándose enchina el cuerpo”, continúa la crónica.
Mientras tanto, un bombero, Pedro Figueroa, preocupaba a todos porque, asfixiado, recibía una mascarilla con oxígeno después de tanto respirar polvo. Y salió del cerro de material otro pequeño. Se escuchó: “¡Es Jaime, míralo!”. Simón no lo podía creer: aunque de su madre y su hermana no se sabía nada, sus sobrinos estaban vivos. Ahí estaba Jaime, de quince años, que en el escenario de bombardeo no entendía nada: solo miraba, atónito. “Había mucha gente alrededor del derrumbe y estaban unas camionetas en donde nos subieron y ¡órale!, al hospital. A mí en una y a mi hermano en otra. Salimos intactos. En la camioneta estaba un cura que empezó a platicar conmigo, y él entretuvo mis pensamientos. Yo le dije: ‘yo soy de religión judía’ y él me dijo: ‘no importa’”, cuenta Gastón.
Llegaron al Hospital Dalinde. El reportero Borbolla no se dio tregua: había luchado contra los soldados que lo frenaron como a un delincuente, y ahora lo hacía contra los médicos de la Cruz Roja que le explicaban que era imposible entrevistar a los muchachos. Pero lo consiguió. Entró a la sala donde ambos estaban acostados y le hizo preguntas al menor, Jaime, que le respondió así: “Fue algo muy feo, toda la casa se movía. Desperté y sentí mucho miedo. Corrí a la cama de mi hermano. Nos abrazamos y nos quedamos quietos”. Su hermano añade hoy: “Nos abrazamos y nos aventamos a mi cama, que ya no sentí cuando se hundió.”
Borbolla anotó en su libreta las declaraciones que le dio Jaime en unos minutos en que los médicos se apartaron: “El piso se hundió y nos fuimos hacia abajo muy hondo. Sentimos que caía todo. Ya cuando deveras se derrumbó, fue muy breve. Cuando cesó de caer polvo y piedras nos dimos cuenta que no podíamos pararnos. Al movernos algo como unos picos nos lastimaban la cara. Sentimos mucho miedo al darnos cuenta que estábamos atrapados. Gritamos con todas nuestras fuerzas pero nadie contestaba”.
Gastón completa hoy la escena: “Quedamos en un lugarcito, como un triángulo más o menos. Pero vivos. Es probable que por ser de los primeros pisos del edificio quedaran pequeños huecos, pero muy pequeños. Yo pasaba la mano y encontraba pared. Estábamos recostados porque no había espacio para sentarse. Yo estaba pensando que con el tiempo nos podían sacar, mi hermano era el desesperado y era el que gritaba. Él era el que más insistía en gritar ‘¡auxilio!’ para que nos sacaran de ahí.”
De pronto, el milagro: “Llegó una persona que estaba metiéndose por ahí, buscando gente dañada, y escuchó el grito de mi hermano. Dijo: ‘Voy a traer ayuda’. Yo oí la voz de dos personas que decían: ‘Ya vamos con ustedes’. Vinieron a escarbar y abrir un agujero y por ahí nos sacaron”.
Los médicos rogaron retirarse del hospital al reportero Borbolla, quien lo aceptó: “No saben nada de su madre y su abuela, y eso los tiene mal”, le explicaron. “Necesitan absoluto reposo. Ya se van a dormir.”
¡Aquí hay dos mujeres!
Las esperanzas de hallar más personas vivas se disiparon al paso de las horas. Cuando la ciudad estaba por volver al trajín de un lunes cualquiera, e Insurgentes, Cuauhtémoc y avenida Chapultepec se disponían a arrancar el día laboral, el trabajo de rescate no cejaba, pero las ilusiones sí. La ciudad sumaba setecientos muertos y dos mil quinientos heridos.
De improviso, cuando en minutos se cumplirían veinticuatro horas de faena, los bomberos abrieron un hueco desde el que vieron, claramente, dos cadáveres sobre un colchón. Un bombero exclamó: “¡Aquí hay dos mujeres!” Un oficial lanzó una advertencia, “¡No estorben!”, a la turba de curiosos que vieron salir el cuerpo de Rebeca Pardo de Benrey, de 78 años, madre de Simón y abuela de los adolescentes Gastón y Jaime. Esta vez no había milagro, ningún signo vital se detectaba en el cuerpo de la anciana.
Aún faltaba el otro cadáver; a la vista, una mujer más joven. Sin dudas, Susana Cohen, madre de los chicos. Varios bomberos rodearon el hueco y le encomendaron a uno arrastrarse al fondo para sacarla. Así lo hizo, dispuesto a sostener el peso del cuerpo inerte. Y ese cuerpo, al sentir el tacto del hombre, reaccionó. “El cadáver quiso levantarse, tendía los brazos al bombero que le había creído sin vida”, relató Borbolla. Atónito, el bombero musitó algo. “Sus compañeros”, narró el periodista, “escucharon sus palabras al tiempo que veían al bombero desplomarse sin conocimiento. No resistió la impresión”. En el hueco ahora estaba desmayado el bombero y, aún viva, Susana. El corazón de Susana Benrey de Cohen latía, pero antes había que extraer al rescatista: “Del agujero salió el bombero desmayado en brazos de varios (paramédicos). En las caras se dibujó una sorpresa: esperaban ver a una mujer y aparecía un tragahumo”.
Susana, muy grave, con conmoción cerebral, fracturas múltiples y riesgo de gangrena, ingresó al Hospital de la Cruz Roja. Borbolla fue a verla y se topó con sus hijos: “¡Mi madre está viva!”, le dijeron felices.
Horas después, Susana murió, relata hoy Gastón. “Del hospital me llevaron a casa de mi hermana casada y ahí, antes de empezar los rezos, me explicaron que habían fallecido las dos. ¿Qué se puede hablar de una madre? Lo máximo, para mí fue lo máximo. Era una mujer muy cariñosa conmigo. Me abrazaba, me escuchaba. Es más, hasta yo me sentía su consentido por el cariño que me brindaba. Me resigné, traté de cumplir con lo de la religión e iba a los rezos.”
¿Por qué se había caído el moderno edificio de la colonia Roma? “Que se cumpla al pie de la letra el Reglamento de Obras Públicas para que las nuevas construcciones soporten los flagelos de los temblores”, exigió el diario Últimas Noticias. “Trampas mortales, como el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, son resultado de la codicia de inversionistas coludidos con ingenieros inmorales y empleados del gobierno faltos de ética”, se indignó El Fígaro. “En lugar de concreto, el constructor usó algo muy parecido al tequesquite”, acusó Excélsior.
Las denuncias son de 1957, pero aplican a 1985 o 2017.
Enrejado de gallinero
Juan Romero, vecino y vendedor de periódicos justo en la esquina donde estaba el edificio y en la que hoy hay un estacionamiento, era un niño cuando la tragedia ocurrió. Pero al paso de las décadas ha escuchado, de los más viejos, esta acusación contra el dueño: “Lo hizo mal desde el principio. En lugar de varillas normales, le puso enrejado de gallinero. La gente le decía que eso se iba a caer. Y él decía que eran nuevas técnicas que se utilizaban allá en su país. En el terremoto del 57, se desplomó.”
Gastón, el adolescente rescatado, tiene una versión más: “Las columnas, en vez de tener ocho varillas, tenían seis. Eso provocó que no soportara el temblor. Los dueños del dinero y del terreno y del edificio eran unos paisanos. Al ingeniero constructor lo detuvieron, lo metieron a la cárcel y en la cárcel se suicidó.”*
A velocidad asombrosa, como para no dejar rastro de la corrupción, las grúas removieron los escombros y limpiaron la esquina, dejando a la vista los daños que la caída del edificio causó a los inmuebles vecinos: dos muros perforados de la planta baja del Hotel Monarca (que aún existe) y la clínica traumatológica del doctor Luis Sierra, ladeada. El reportero Borbolla fue a tomar unas últimas notas sobre el edificio al que ya lo unía una emoción misteriosa.
De la construcción solo iban quedando los recuerdos y un vacío espectral. Ahí se encontró al joven paramédico Enrique Metinides, que le contó esta historia:
“Escarbando, oímos una mujer. No la veíamos pero sus palabras llegaban claras pese al ruido de la grúa y las máquinas. Desde donde estaba prensada nos decía a dónde removiéramos. La voz débil parecía de ultratumba: ‘Estoy con mi hijita y mi marido. No puedo moverme, tengo una mano prensada. Mi hija está fría, no habla, por favor aviéntenme una cobija, tengo mucho frío’. Arriba, sus palabras producían tremendo efecto: soldados y bomberos redoblaban esfuerzos cavando por todas partes. Más de un día enterrada y parecía serena. Los golpes de pico y pala eran asestados según sus órdenes: ‘un poco a la izquierda, estoy aquí’. Así fue guiando a los hombres que hacían desesperados intentos por encontrarla. Los trabajos de pesadilla, de terrible angustia, tardaron más de dos horas. Rasqué la tierra con mis propias manos y de pronto toqué una cabeza: ‘¡Aquí está!’, grité retirando piedras. La cabeza era de una niña, la hija de esa pobre mujer. Todo el tiempo estuvo bajo uno de sus brazos abrazando el pequeño cadáver. Ya llevaba veintisiete horas bajo tierra y dirigió su propio rescate. Cuando ya también ella quedó al descubierto, nos señaló con una mano dónde estaba el cuerpo de su esposo, a menos de un metro. Los tres estuvieron veintisiete horas juntos. Rumbo al sanatorio, dentro de la ambulancia, la infeliz mujer pedía a su hijita: ‘¿Qué voy a hacer sin ellos? Mejor hubiera muerto también. Lo que más quería en la vida y se me fueron.’”
Ella era María Concepción Cosío, de veinticinco años de edad. Su esposo, Fernando Aguilar, de veintiséis. La pequeña, Mercedes Teresa, de diez meses. Eran la familia de conserjes del edificio desmoronado; el hombre y la pequeña fueron los muertos 32 y 33 de ese lugar.
Esa historia que el paramédico Enrique Metinides contó a Borbolla, publicada en el diario La Prensa, fue la última ocurrida en el edificio de Álvaro Obregón y Frontera, el edificio de la tragedia y los milagros.
—¿Qué pasa cuando en sus traslados en la Ciudad de México visita la esquina de Frontera y Álvaro Obregón? —le pregunto a Gastón.
—¿Me creerás que tengo casi toda la vida de no pasar por ahí? No paso para nada por ahí. No tengo interés de pasar. Tantos años ya pasaron… qué bueno que estoy olvidando eso.
* Las versiones de la causa de la caída del edificio provienen únicamente de los testimonios recabados por el autor, y no de un documento oficial.
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