Los otros esenciales: Así es la vida de los trabajadores de limpieza del hospital de Nutrición
Alejandra Ibarra Chaoul
Fotografía de Alex Reider
A los trabajadores de limpieza del sector salud nadie les dice que son ángeles vestidos de blanco ni les donan comidas calientes. Llegan temprano y se van tarde, hacen su trabajo para que otros puedan realizar el suyo. Entrar, limpiar, garantizar seguridad y salir. Ellos también son esenciales, pero muchas veces pasan desapercibidos. Esta es la segunda entrega sobre lo que sucede al interior del hospital de Nutrición.
Cuando entras al laboratorio, y huele a limpio, quiere decir que Fernanda Elías ya llegó. Así lo comentan sus compañeros. El olor al que se refieren, en específico, es Fabuloso o cloro. Pero no todos llegan a ser amables; a veces le han exigido que regrese a limpiar una superficie que piensan dejó sucia, pero ella aclara: “no es que no la haya limpiado, es lo primero que hago, pero el trabajo es mucho y, a lo largo del día, las cosas se vuelven a ensuciar.”
Estamos sentadas en la sala de juntas del laboratorio donde trabaja. Aquí se analizan las pruebas de sangre de los pacientes del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán. Traigo puesta una mascarilla de tela de algodón, una careta de plástico y trato de no tocar nada. Elías, en cambio, se sienta con holgura en una de las sillas, con los brazos sobre la mesa y sin cubrebocas. Si hay alguien que sabe con total seguridad que esta superficie está desinfectada, es ella. “La verdad yo jamás pensé estar aquí”, me confiesa, “a mí no me gustaba estar dentro de un hospital, me negaba.” No es difícil comprender su postura. Después de todo, pasó las tardes de su infancia aquí esperando a que su mamá —secretaria de este hospital— saliera para ir a casa juntas. “Y mira, ahorita estoy aquí y no me arrepiento”, agrega después. “Me gusta mucho mi trabajo. Me gusta tener orden.”
Ella es una de las 392 empleadas de limpieza de Nutrición, uno de los primeros hospitales en convertirse en un centro COVID en México, para hacer frente al virus SARS-CoV2. Desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) clasificó la situación como una pandemia, el 11 de marzo, se ha hecho hincapié en la importancia de la higiene: lavarse bien y seguido las manos, disminuir el contacto con otros y desinfectar todas las superficies de manera constante. Pero dentro de un centro COVID, estas indicaciones toman un nivel de importancia excepcional. Por suerte, o por su descripción de trabajo, Elías se siente preparada.
CONTINUAR LEYENDOHa tomado cursos de capacitación de higiene desde que empezó a trabajar en el instituto hace cinco años. Los lavados de manos minuciosos son un aprendizaje que ha incorporado e interiorizado en su vida a tal grado que su hija de ocho años conoce el método de lavado de manos desde los seis.
Sus horarios son precisos y la repetición de estos construyen una rutina exacta. Todos los días despierta tan temprano que todavía es de noche cuando se mete a bañar. Se recoge el cabello castaño claro en un chongo bajo y se viste el uniforme: ese clásico de los hospitales, con pantalones holgados y una blusa de manga corta con bolsas rectangulares al frente. Mete cada pie en los tenis negros y se ajusta las agujetas azules que combinan. Últimamente está usando uno de color azul, aunque se supone que en el laboratorio debe vestir el color verde menta. Desde que Nutrición empezó a recibir pacientes con Covid-19, la enfermedad causada por el nuevo coronavirus, sus supervisores le dieron permiso de usar los uniformes del color que tenga a la mano porque, ante la emergencia, Elías tiene que trabajar más turnos.
Normalmente tiene jornadas de trabajo de ocho horas, pero esto se ha vuelto impredecible: algunos días se alargan, otras veces trabaja los fines de semana. A esta hora su pareja no ha regresado; le tocó otra vez un turno de 24 horas en el hospital y va a regresar hasta después. Desde que empezó la contingencia, a él le tocan esos turnos largos cada cuatro días. Ahora son las 5:30, cuando sale de casa y se sube al auto para ir a trabajar.
Fernanda Elías, de 28 años, y su pareja Diego Ramírez, de 36, son afanadores de Nutrición, como comúnmente se les llama a los trabajadores de limpieza del sector salud. Ella limpia el área de laboratorio central, donde se analizan las muestras de sangre de los pacientes; y él, radiología, donde se hacen estudios de ultrasonidos y rayos-x. Como ellos, 390 personas más trabajan garantizando la higiene de oficinas, zonas de administración, pisos de hospitalización, área de enfermería, quirófanos y terapia intensiva. Algunos son empleados directamente de Nutrición; otros de OMNI, una empresa de limpieza externa.
Desde que inició la reconversión de la institución hace seis semanas para transformarse en un centro COVID, se les dio permiso de ausentarse con goce de sueldo a quienes tuvieran complicaciones de salud. Quedaron 262 afanadoras y afanadores para proporcionar higiene y garantizar superficies sanitizadas en un hospital que, para el 21 de abril, estaba lleno de pacientes infectados con un virus que sobrevive en todas las superficies por periodos desde varias horas, hasta días completos.
Diego Ramírez dice que le da nervios estar en el hospital sabiendo que los contagios suceden así, pero también asume sin titubeos su papel en esta situación. Tranquilo, cuando hablo con él, me dice: “te entra esa responsabilidad y las ganas de ayudar”.
***
Cuando Fernanda Elías llega a Nutrición, antes de las 6:00 de la mañana, no usa la puerta principal. Desde que el hospital se reconvirtió nadie entra por ahí; todas las rutas de entrada y salida están alteradas para que la menor cantidad de gente pase por las áreas donde hay pacientes. En esta pandemia, el rediseño de espacios es clave. Al interior, en particular, redefinir rutas de flujo de personal y crearles nuevos propósitos a los espacios, puede salvar vidas. Ahora Elías y sus compañeros de trabajo entran por la salida de emergencias, rodeando los edificios de la institución en una circunferencia por donde normalmente pasan solo los repartidores.
Para entrevistarla, llegué por el sótano del edificio al que se accede por una rampa, donde están los servicios de lavandería del hospital. No era a propósito, solo me perdí entre las rutas normales y las nuevas, que no son fáciles de navegar. En el sótano, un hombre con una bata azul sobre pantalones de mezclilla y playera blanca, con tapabocas y tapones en los oídos, trabaja rodeado de bultitos de tela azul y blanca dentro de bolsas de plástico y carros rebosantes de lo que a distancia parecen ser sábanas sucias. Uno por uno, mete bonches de tela a máquinas enormes: lavadoras industriales. En el cuarto contiguo hay una tintorería con un mostrador al frente y un rack de ropa colgada, lista para que la recojan. Todas las prendas limpias son exactamente la misma: cuelga una bata blanca (con el logo azul de Nutrición en la manga izquierda) junto a otra bata igual, y otra, y otra más hasta llenar el tubo en forma ovalada.
Por esta ruta, repleta de personal que garantiza la higiene de la institución, se puede llegar al laboratorio donde trabaja Elías. Como todos los días, ella es la primera en llegar a su área. Entra, prende las luces y se hace el meticuloso lavado de manos. En el área de vestidor, con dos regaderas en un baño pequeño, se mira al espejo. Del dispensador de jabón saca espuma suficiente y se frota los dedos de la mano inferior con los de la mano superior durante un rato. Lista para empezar su turno, que arranca antes del amanecer, saca su equipo de trabajo: guantes rosas resistentes de plástico, una franela morada y la botella de desinfectante.
“Empiezo a limpiar la sala de juntas, es lo primero que hago”, explica. Después sigue con la barra, la oficina de su jefe y su secretaria y el resto del laboratorio. Para las 7:00 horas, cuando llegan administrativos, químicos y médicos, Elías ha garantizado que el lugar esté limpio y desinfectado. “Llego una hora antes para que, cuando lleguen, ya esté limpio el laboratorio y no tenga que estar pidiendo tanto permiso para quitarse”. Media hora después, se sienta a desayunar lo que les preparan en el hospital y les reparten en contenedores cerrados: un huevo a la mexicana, café, jugo.
“No puedo omitir ningún paso de lo que se me dijo: doble guante, no se me vaya a romper alguno, mi bata bien puesta, mis goggles bien colocados, preparamos nuestra bombita y todos listos”.
México entró a Fase 3 de la pandemia del coronavirus, el 21 de abril. En esta tercera fase, «se acumulará un gran número de casos de contagios y de hospitalizaciones» por Covid-19, en palabras del subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell. Veo el mapa publicado por la Ciudad de México que muestra la disponibilidad en los hospitales convertidos. Ocho de ellos, incluido Nutrición, aparecen ya en rojo (completamente llenos); cinco en amarillo (por llenarse) y 25 más aparecen en verde (con disponibilidad). Para el domingo 26 de abril, el número acumulado de personas que han tenido la enfermedad, a nivel nacional, era de 14 mil 677. En la Ciudad de México, el número de casos pasó de 3 mil 532 a 3 mil 764, de sábado a domingo; de mil 546 hospitalizados a mil 760; y de 620 intubados a 685. Las defunciones, en un día, aumentaron de 297 a 307.
Conforme crecen los números, los médicos tendrán más prisa por atender pacientes; tendrán menos calma para procurar su propio cuidado y menos recursos para aislarse. Mantener todos los materiales, superficies y espacios sanitizados será crucial. El gobierno federal incluyó en su guía para personal de salud un anexo completo con un protocolo para la “desinfección de superficies en el ámbito hospitalario”, donde se describen lugares de alto contacto (barandales, apagadores, manijas), recomendaciones de material de protección (bata, goggles, mascarilla) y pasos de limpieza que incluyen instrucciones como “la limpieza debe ser realizada con movimientos en una sola dirección, para no volver a ensuciar las áreas que ya han sido limpiadas”.
Nutrición contrató trabajadores temporales de limpieza. Una publicación en su página de Facebook anunciaba una convocatoria para afanadores del 1 de abril. Tres días después, un comentario explicaba que ya se habían llenado las vacantes. En total se contrató a 64 trabajadores de limpieza por contratos temporales de tres meses para enfrentar la pandemia. Una de ellas es Angélica Flores Pineda, quien se enteró a través de su hermana y entró a trabajar limpiando el área de urgencias.
Con un uniforme, bata, cubrebocas, goggles y guantes, ella entra a una de las salas donde hay un aparato blanco en forma de anillo por donde pasan los pacientes, acostados, para que les tomen imágenes de los pulmones. Es un tomógrafo, y éste se usa específicamente en esta área. Entre todo el material de protección que Flores Pineda lleva encima, se alcanzan a ver solo sus ojos oscuros —con delineador negro y rímel—, y la mirada entre concentrada y preocupada. Mientras tanto, los doctores pasan alrededor y siguen con sus labores: caminando por pasillos, discutiendo algo entre ellos, o analizando las imágenes que salen, precisamente, de ese aparato que ella acaba de limpiar.
“Es tan importante el trabajo de un afanador para el cuidado de las infecciones intrahospitalarias, como el del mismo médico”, lee el segundo volumen de la publicación La calidad de la atención a la salud en México a través de sus instituciones, publicada en 2015 por la administración anterior.
A pesar de la importancia de su trabajo, a los afanadores nadie les dice que son ángeles vestidos de blanco ni les donan comidas calientes. Es cierto que, en general, tampoco los agraden como han agredido últimamente a enfermeras y residentes de medicina. Los trabajadores de limpieza del sector salud llegan temprano y se van tarde, hacen su trabajo para que otros puedan realizar el suyo. Intentan no incomodar. Entre menos notoria sea su presencia, mejor. Su misión es dejar todo impecable, sin entorpecer el paso del resto. La responsabilidad tampoco es menor: el personal hospitalario opera con la confianza de que todo lo que tocan está sanitizado. Entrar, limpiar, garantizar seguridad y salir. Son los otros empleados esenciales, que muchas veces pasan desapercibidos.
***
Desde que Nutrición comenzó un proceso de reconversión para ser un centro COVID, los pacientes que acuden a la institución entran por la Puerta 1, esa que quedó cubierta de información sobre el coronavirus, y lo primero que hacen es pasar por un triage: un filtro donde los doctores determinan si son sospechosos de tener Covid-19. Primero les hacen una serie de preguntas y les toman la temperatura. Si no tienen el cuadro de contagio, los regresan a su casa. Si lo tienen, pasan a la siguiente parte. Para determinar, de manera certera, que un paciente está infectado por SARS-CoV2, hay que hacerle una prueba especial que se manda al Instituto de Diagnóstico y Referencia Epidemiológicos (InDRE).
Además de la prueba, los médicos de Nutrición buscan pistas que les indiquen qué está fallando en el cuerpo del enfermo mediante otros estudios: muestras de sangre que se analizan en laboratorio e imágenes de los pulmones que observan en radiología. Esas dos áreas, tan cruciales para la atención de pacientes con el nuevo coronavirus, son justamente las que Elías y Ramírez mantienen limpias, ordenadas y desinfectadas por 14 mil pesos al mes, incluyendo el pago extra que reciben por tratarse de un trabajo de riesgo.
Son las 9:00 de la mañana y Elías está terminando de arreglar los carritos de acero que los médicos llevan a piso para tomar muestras de sangre. La afanadora acomoda los tubos para muestras de coagulación de tapa azul junto a las de glucosa, colesterol y triglicéridos con tapa amarilla, y los de insuficiencia cardiaca con tapa morada. Todos los tubitos, largos y cortos, van en una rejilla junto a las toallitas de alcohol, las mariposas para sostener la aguja en el brazo, ligas y vendas. Quita la basura y pone el bote limpio junto al de residuos infecciosos en la parte de abajo.
“’Cuando ves al camillero que viene con la bolsita blanca, pues ya sabes’, dice sobre los tres casos en que ha visto el traslado de un cuerpo saliendo del hospital. ‘Nerviosismo’, es lo que genera, lo dice una y otra vez, nerviosismo».
Lleva cinco años trabajando como afanadora, dos en enfermería y tres en laboratorio, pero muchos más de conocer la institución por dentro. “Se puede decir que yo soy hija de Nutrición”, dice orgullosa, “crecí aquí, mi mamá trabaja aquí y yo aquí conocí a Diego”, su pareja. Su mamá entró a trabajar como secretaria en el laboratorio de neurofisiología cuando ella tenía 10 años. Desde entonces, todos los días después de salir de la escuela se iba a Nutrición a esperar que dieran las 18:00 horas, cuando su mamá terminaba su jornada laboral.
Seis años después, en una de esas tardes de espera conoció a Ramírez. “Conocí a Diego caminando por un pasillo rojo que ya no está”, recuerda Elías entre risas, “y empezamos así, ya sabes, con las miraditas”. Y sabe perfecto cuándo fue la primera vez que hablaron: Elías acompañó a su mamá a una clase de regularización, una prestación del hospital que varios empleados aprovechan para terminar la preparatoria. Uno de ellos era Ramírez.
La invitó a salir. Se acuerda que pidió permiso a su mamá porque ella tenía 16 años y Ramírez 24. Para su primera cita el plan era ir al cine. Él pasó por ella en coche a casa de su tía, a una reunión familiar. Cuando le pregunto qué película vieron, me dice que al final no entraron. Se quedaron platicando de sus familias, el trabajo de él y la escuela de ella que iba en prepa. “Llegó la hora del permiso y regresamos”. Después se hicieron novios. Las familias se conocieron y así pasaron ocho meses “hasta que me embaracé”, cuenta, esta vez por teléfono porque va saliendo de una guardia en domingo. Ramírez entonces le propuso que se fuera a vivir con él, hablaron con sus familias y “decidimos juntarnos y salir adelante”. Doce años después siguen juntos. Tuvieron a su segunda hija y, cuando los niños estaban un poco más grandes, Elías entró a trabajar a Nutrición en el área de limpieza, como su pareja. Así se unió a un legado de empleados de Nutrición, donde tanto su mamá como Ramírez llevan 19 años trabajando.
“Según yo venía de paso”, dice Ramírez recordando su propia entrada a Nutrición. “Mi intención era seguir estudiando. Aquí los horarios eran buenos, a diferencia de otras empresas porque tenía la tarde libre. Pero acá igual te vas dando cuenta que entras, hay trabajo, te tienes que quedar y va pasando el tiempo y cuando te das cuenta ya son 19 años”.
***
Con guantes y franela en mano, Elías pide permiso a los hombres sentados en el laboratorio. Necesita que levanten sus carpetas y papeles para pasar a limpiar y desinfectar las superficies. Y alcanzo a ver uno que tiene la leyenda impresa #YoEstoyAquíPorTi, esos letreros que aparecen en las fotos que los hospitales suben a las redes sociales para generar consciencia e invitar a la gente a quedarse en casa. Finalmente, los hombres echan sus sillas para atrás abriéndole paso.
Con un squish-squish del aspersor, Elías empapa la mesa de desinfectante y limpia. Mueve la mano en guante rosa sobre franela morada en círculos de derecha a izquierda, avanzando de una orilla de la mesa a la otra. “Lo que es la barra y la parte de ahí adentro”, dice señalando el área que acaba de limpiar y un espacio tras puertas de vidrio donde un hombre observa algo en un microscopio, “es donde más pasan las muestras de C0vid y es continuamente estar limpiando la mesa para poderla desinfectar porque todo el tiempo están ahí las muestras”.
Apenas termina cuando recibe un mensaje de Ramírez, que ya llegó para empezar su turno (de 12:00 a 20:00 horas). Se quita los guantes, pasa por el baño para hacer el lavado de manos religiosamente y baja a saludarlo. Va del primer piso a la planta baja, donde está él esperándola en el pasillo que da entrada a radiología. Se saludan a distancia. Ramírez la espera vestido con pantalones caqui y playera de un azul deslavado; viene del auditorio donde acaba de tomar una capacitación sobre cuidados especiales ante el coronavirus.
“Aquí en el trabajo nos saludamos de ‘hola, ya llegué’ y besitos de lejos”, explica Ramírez. Se ríen bromeando sobre la sana distancia, pero se mantienen alejados los 15 minutos que pasan juntos entre turnos. Tienen un auto, que Elías usa para trasladarse al hospital, pero Ramírez se mueve en transporte público. Entre eso y sus horarios laborales, “sí ha habido esa gran distancia entre nosotros”, explica sobre la precaución que tienen, “una por el trabajo y otra, nos preocupa la casa, los hijos, la familia y poder llevar algo”. Sus dos hijos, de 8 y 11 años, son asmáticos, una de las condiciones de riesgo ante un posible contagio. Cuando están en el hospital, los niños se quedan con la abuela en el edificio donde viven, en San Andrés Totoltepec, al sur de la ciudad.
Les pregunto, en repetidas ocasiones, cómo se sienten.
Antes de responder, voltean a verse, cómplices, y se completan las frases. Elías, recatada, con su cabello castaño claro y arracadas doradas; y Ramírez sonriente, pero no tan parlanchín, con el cabello oscuro, jaspeado apenas por una franja grisácea de canas.
Ella con los brazos cruzados, él con las manos en los bolsillos del pantalón.
“Pues yo siento… como…”, empieza él, buscando las palabras.
“Responsabilidad”, termina ella. Asienten. “Y preocupación”, añaden.
Antes, llevaban a sus hijos juntos al trabajo. Esperaban desde las 6:00 hasta que podían desayunar los cuatro algo que traían desde casa. Cuando daban las 8:00, los llevaban a la escuela, muy cerca. Y después, por la tarde, los niños iban de regreso a Nutrición a esperar a que saliera su mamá, como antes —en su propia infancia— lo había hecho ella. “Ellos también son hijos de Nutrición”, dice entre risas, recordando la anécdota de donde salió la frase. En el Día del Niño de 2019, el director David Kershenobich Stalnikowitz llegó a saludar y, al ver a los hijos de los trabajadores, les dijo así, “porque sabía que algunos vienen acá cuando crecen”, recuerda Elías. Pero desde que el hospital decidió recibir pacientes con Covid-19, “una semana antes de vacaciones de Semana Santa”, puntualiza la afanadora, sus hijos se quedan en casa.
Cuando ella regresa, los niños ya saben que no pueden tocarla, no hasta que se quite toda la ropa, la ponga en una bolsa de plástico y se dé un regaderazo. “Además les pongo las noticias”, dice su mamá, “para que sepan lo que está pasando”. Toda la llegada es “como un show”, dice el papá, “parece que entramos a un quirófano”. La posibilidad de llevar el coronavirus a casa es una preocupación constante. Toman todas las precauciones. Ahora se han ido acostumbrando a la nueva rutina, pero no fue fácil. “Al principio yo sentí muy feo porque ellos sentían que yo los rechazaba”, dice Elías, “es que no me quieres abrazar, no me quieres dar un beso, me decían”.
***
En el hospital, parte del reacomodo de los espacios fue aislar las diferentes áreas para que haya menos tráfico al interior, sólo el contacto necesario con las de pacientes y así disminuir la posibilidad de contagio. Esto hace que cada zona funcione sin enterarse mucho de lo que sucede en otras. A pesar de eso, al llegar, Ramírez ha alcanzado a ver personas fallecidas. “Cuando ves al camillero que viene con la bolsita blanca, pues ya sabes”, dice sobre los tres casos en que ha visto el traslado de un cuerpo sin vida saliendo del hospital. “Nerviosismo”, es lo que genera, lo dice Ramírez una y otra vez, nerviosismo.
Les pregunto qué pasaría si alguno de ellos se contagiara. Elías cuenta con que los atiendan aquí mismo, en Nutrición. Antes de la contingencia, me dice, cuando un compañero se enfermaba, lo atendían de inmediato aquí. Pero ante la saturación del instituto, no queda claro. De acuerdo con la dirección, la intención sí es poder tratar a su propio personal en caso de infección, pero la falta de espacio puede complicarlo.
Un hombre pasa jalando una caja de cartón sobre el suelo. La parte de arriba está abierta y se alcanzan a ver bolitas azules. Son los equipos de protección para el personal médico, envuelto en los gorritos desechables con los que se cubren la cabeza. El hombre desaparece detrás de una puerta, que se abre por un instante, por donde se ve a una persona quitándose una bata desechable, gorro y colocándolas en una bolsa grande de plástico. Enfrente, está el cuarto donde normalmente se quedan los pacientes que van a tratamiento por un día, pero lo están terminando de adaptar para poder recibir 15 enfermos más.
Este pasillo donde se encuentran también ha cambiado. Donde antes colgaban algunos de los cientos de obras de arte de la colección de Nutrición, ahora hay rectángulos cubiertos de plástico azul con trozos de cinta adhesiva sobre la pared. Desde que empezó la reconversión, los cubrieron para evitar que se maltraten con el desinfectante.
En el laboratorio, Elías está relativamente asilada de tener contacto con el virus, pero a Ramírez le corresponde limpiar los cuartos donde hacen los estudios de imagen, como rayos-x, ultrasonidos o tomografías, a pacientes infectados, así como el pasillo por donde los trasladan. “Tenemos que sanitizar todo usando disfraz como fumigadores”, explica.
«Lista para empezar su turno, que arranca antes del amanecer, saca su equipo de trabajo: guantes rosas resistentes de plástico, una franela morada y la botella de desinfectante».
Ramírez recuerda la primera vez, a mediados de marzo, que bajaron a un paciente con coronavirus a radiología. Desde el piso de hospitalización hablaron por teléfono para avisarles que ya iba el camillero con la persona. Él estaba con un compañero cuando empezó el protocolo. “No puedo omitir ningún paso de lo que se me dijo: doble guante, no se me vaya a romper alguno, mi bata bien puesta, mis goggles bien colocados”, dice gesticulando como si se los pusiera, “preparamos nuestra bombita y todos listos”. Cuando eso sucede, Ramírez entra en un estado de concentración del que no sale hasta que el estudio termine (entre 10 y 15 minutos), se asegure de que nadie pase por ahí y haya sanitizado toda la ruta.
Por protocolo de radiología, deben pasar 30 minutos entre los estudios de cada paciente. Así no solo dan tiempo de que los afanadores limpien todo, sino que “cambie el aire de la habitación”, una manera elegante de decir que se ventile.
En esta área, quedaron cuatro afanadores, incluido Ramírez. Entre todos, se cooperaron para comprar una bombita naranja marca Truper con manguera, “como de cazafantasmas”, bromea Ramírez, con la que pueden rociar desinfectante más rápido y en mayor cantidad que con una botellita de mano. ¿Por qué?, quiero saber, “por seguridad, para evitar el contagio”, responde otro afanador, Israel Ruelas, acercándose a la plática. Ruelas lleva 22 años trabajando ahí y con ese récord le gana a Ramírez en longevidad laboral al interior de la institución. “Israel es uno de los trabajadores que me conoce desde niña”, agrega Elías, quien se mueve por Nutrición con la naturalidad de alguien que se sabe en casa.
También compraron un sobretodo y una chaqueta impermeables de plástico color amarillo. Se lo ponen sobre la ropa, en lugar de la bata azul, cuando entra un paciente y tienen que sanitizar todo. Después de usar el impermeable, se encargan ahí mismo de lavarlo y desinfectarlo. Antes de comprar el equipo, pidieron autorización para asegurarse de que fuera apropiado. Después, su jefe incluso les compró un impermeable más, para que cada quien tuviera uno por turno.
El tema del material de protección es delicado. Hay historias provenientes de todo el mundo que relatan la insuficiencia del mismo. Al interior de cada país también es relativo. Nutrición, como uno de los Institutos Nacionales de Salud y Hospitales de Alta Especialidad, tiene más recursos de los que puede tener un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Pero para las personas que se enfrentan a los efectos del virus de manera cotidiana, la racionalización sobre la relatividad de los recursos (y su escasez) palidece ante la posibilidad constante de contagio.
Cuando Ramírez se pone el sobretodo con el impermeable amarillos, Elías le dice que parece un Minion, una alusión a esas criaturas amarillas con sobretodos de mezclilla que salen en la película animada de Pixar, Mi villano favorito. Los tres ríen. En realidad, nos reímos todos, porque sí parece, pero con los colores invertidos y porque es más fácil reírnos que seguir hablando sobre la pandemia, el contagio y el miedo.
Pero regresamos pronto a lo que nos congregó. El material que les da la institución, me dicen, consiste en una bata azul, goggles, tapabocas quirúrgicos y guantes. Ruelas asevera que “no es suficiente; no es lo ideal.” Ramírez, si bien no discrepa, sí matiza. “No es a manos llenas ni a derrochar”, ahonda, “pero sí nos dan lo necesario”.
***
“Me enorgullece poder servir de alguna manera”, dice Ramírez quien entiende y asume su papel, reconociendo los distintos grados de responsabilidad al interior de Nutrición, “digo tal vez no como médico o enfermera, pero a final de cuentas la limpieza también es fundamental y más en estos momentos.”
Antes de salir de Nutrición, cada uno se quita el uniforme y lo empaca para lavarlo en casa. Se bañan y se lavan las manos con el característico frotado intensivo con jabón entre dedos por 20 segundos. Después empiezan el trayecto a casa. Elías en coche; Ramírez en camión. En el transporte público la gente estornuda, todos agarran el mismo tubo. Eso estresa a Ramírez. Además de la posibilidad de contagio en el trabajo, está la del trayecto. Elías piensa en la culpa que sentiría si llevara el coronavirus a casa, son sus dos hijos asmáticos.
Diario tienen recordatorios casi tangibles del riesgo. Tanto Elías como Ramírez han visto pacientes infectados y coinciden en sus observaciones. “No sé si están sedados, pero vienen prácticamente dormidos”, explica Ramírez, “nosotros estamos acostumbrados a ver pacientes”, puntualiza, “y estos se notan cabizbajos, mal.” Hay toda una dimensión psicológica adicional, que todos en el mundo vivimos en la pandemia, pero que los trabajadores de un hospital viven de manera exacerbada.
Para Elías, la peor parte es que los ve deprimidos: “extrañan yo creo que a sus familiares y en su cara se les ve.” Ningún familiar tiene permitido entrar a ver a los pacientes. Una vez que pasa por el triage de la entrada, la comunicación se interrumpe hasta que el paciente sale, si se recupera. Porque si fallece —por disposición oficial—, sólo pueden pasar a recoger el acta de defunción. En todo el país, el número de defunciones para el domingo 26 de abril ascendió a mil 351.
A pesar de la situación, ambos tienen una razón adicional para mantener la calma, para concentrarse en desinfectar todo, hacer bien su trabajo y llegar sanos y salvos al otro lado de esta pandemia.
“Ya empezaba todo esto cuando Diego me organizó una comida sorpresa. Me dijo que era de mi cumpleaños, lo cual era raro porque cumplo en junio”, me cuenta por teléfono Elías, un domingo al salir de su guardia. La comida fue en Cuernavaca, donde viven sus abuelos. Además de los abuelos, fueron los hermanos y padres de ambos. Comieron, Ramírez preparó una presentación con fotos suyas a lo largo de 12 años juntos, “y en la última diapositiva”, recuerda contenta, “puso, ‘¿te quieres casar conmigo?’, me dio anillo, organizó que salieran chispas y luces y todo”.
Así, las guardias extra no saben tan mal.
En vez de ganar 700 pesos al día, las jornadas extra son remuneradas en 1,400 pesos. El ingreso adicional lo ahorran para el gran evento. Se les atravesó la pandemia pero “espero que el coronavirus no nos lo arruine”, me dice. Todas las noches, se ponen a planear y fantasear sobre cómo va a ser su boda. A quiénes van a invitar de padrinos, qué vino servirán, dónde comprarán los recuerditos. Finalmente, antes de llegar a su casa para dormir y volver a despertar a las 4:30, resume los puntos más importantes: “queremos que sea en un jardín, con familiares y amigos, yo de blanco y mis hijos presentes”.
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