"No estoy de acuerdo con lo que dijo Ernesto Guevara: 'Hace falta gente que trabaje más y critique menos'. La crítica es una herramienta de construcción y en Cuba lo único que puede expresar un artista es hambre, miedo, desesperación”.
La noche anterior Yulier P. bebió demasiadas cervezas con un amigo canadiense. Abrió los ojos, miró al techo de su habitación desde su cama y tuvo la sensación de tener sobre la cabeza el repicoteo de un pájaro carpintero. Se quitó de encima la sábana con la que durmió y dejó que pasaran algunos minutos sin moverse para decidir qué hacer. Cuando finalmente puso los pies en el piso, aunque su cuerpo le pedía comida, no tuvo fuerzas para ir a la cocina a prepararse algo. Entró al baño, se aseó, se cambió de ropa y salió a encontrarse de nuevo con su amigo para ir a pintar a la calle. Eran cerca de las ocho de la mañana de un día de agosto de 2017 en La Habana.
Llegaron a la intersección de las calles San Lázaro y Escobar de la barriada de San Leopoldo y se adentraron en un edificio que unos días atrás se había derrumbado después de años amenazando con hacerlo con su mal estado estructural, una locación perfecta para pintar grafitis. Cuando los dos amigos plasmaron los primeros trazos en los escombros, sintieron el frenazo en seco de un auto a sus espaldas. Al voltearse, encontraron una patrulla de policía. Dos oficiales se bajaron y caminaron hacia ellos, pero antes de llegar, un vecino colindante con el derrumbe salió a la calle y comenzó a gritar:
“Ya bastante tenemos con estos escombros que no se llevan, ahora también tenemos que aguantar a estos lumpen pintando aquí”.
Segundos después otra patrulla llegó al sitio y de todos los balcones y ventanas y puertas cercanos al lugar salieron rostros curiosos para presenciar lo que sucedía. A Yulier P. lo introdujeron en una de las patrullas y lo condujeron hacia la estación policial de Zanja y Dragones, supuestamente, por violar los artículos 243 y 339 del Código Penal cubano que establecen como delito “el hecho de destruir, deteriorar o inutilizar un bien patrimonio nacional, local o ajeno” y cuyas sanciones pueden ser una multa o privación de libertad de tres meses hasta cinco años, en dependencia de cada caso. A su amigo canadiense lo dejaron ir.
Fue la primera vez que Yulier P. entró a un depósito —una especie de calabozo, pero con más espacio— donde había casi 50 personas en 10 metros cuadrados. Todos estaban sentados en el suelo o en bancos de cemento empotrados a las paredes y respiraban por una pequeña ventana. Sudaban como si sus cuerpos se fuesen a descomponer, estaban pegados unos con otros bajo el calor insoportable del agosto caribeño, unos 36 grados Celsius. Al entrar, Yulier P. pidió permiso para pasar a las siluetas de un par de hombres que dormían desparramados en el piso. Era un lugar de penumbras donde no se podía ver con claridad los rostros de las personas.
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Sabe dios cuántas horas llevan aquí estos hombres que duermen y por qué, se preguntó sin imaginar que él no volvería a estar libre hasta 48 horas después. Meditó dónde colocarse durante varios segundos: las opciones eran pocas. Escogió una de las esquinas. Se sentó entre un muchacho arrestado por bajar a los arrecifes del malecón para hacer un ritual religioso de santería (y, por ello, acusado de desobediencia, pues no está permitido bañarse en el malecón); y otro hombre, de más edad, que llevaba varias botellas de aceite en una jaba y lo acusaban de venta ilícita. Luego, encontró con la mirada el baño y así entendió por qué en aquel lugar había tan mal olor. El baño no tenía puerta y desde ahí vio el único inodoro que había para todos los detenidos. Estaba desbordado de heces fecales y orines. Todo aquél que necesitara utilizarlo, saldría inevitablemente con la suela de los zapatos embarrada.
Un rato después, cuando sus ojos fueron adaptándose a la penumbra y las siluetas de aquellos casi 50 cuerpos comenzaron a definírsele, sintió un cosquilleo en la sien y en las extremidades. Apoyó sus manos en el banco de cemento porque su cuerpo, que sudaba frío, amenazó con desplomarse. "Me siento mal, mal de verdad", se dijo antes de caminar hasta la puerta del depósito. Al corroborarlo en su aspecto físico, lo sacaron de la estación policial en una patrulla y lo llevaron a un policlínico, donde un doctor le diagnosticó hipoglucemia: su estado había resultado de consumir una gran cantidad de alcohol la noche anterior y luego no ingerir alimentos durante varias horas. Al policlínico llegó con las manos atrás y esposadas. La gente lo miró como si fuese el peor de los delincuentes.
Por indicación del doctor, lo dejaron comprarse afuera del policlínico un pan con croqueta y una lata de refresco de cola. Cuando su cuerpo recobró el color, lo devolvieron al depósito con el resto de los detenidos. Al llegar se percató de que había un nuevo compañero. Era su amigo, también grafitero, pero en la tarde de ese primer día lo soltaron con una multa de 300 pesos cubanos, unos 13 dólares, por atentar contra el ornato público; a él, en la madrugada siguiente, lo trasladaron a los calabozos de procesamiento legal. Descubrió que lo suyo iba más en serio de lo que creía. En su nueva celda había tres hombres más: a uno lo habían atrapado vendiendo estupefacientes, otro era un proxeneta y el tercero, en una bronca, le había propinado a su adversario varias puñaladas. Al entrar , el carcelero se le quedó mirando y le preguntó: “¿Por qué estás aquí?” “Por pintar”, respondió Yulier P. “Pero seguro era algo político, sabes bien que en Cuba no hay libertad”, le replicó el carcelero, que tenía cara de ser un hombre gentil.
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Yulier Rodríguez Pérez tiene 30 años. Nació en Florida, Camagüey. Cuando tenía 13 años sus padres se mudaron a La Habana. En la capital de la isla vivía un chico con su tía; él era cantante lírico del conjunto de música antigua Ars Longa y en una gira de presentaciones por España decidió no volver. Luego se llevó a su madre con él. Fue así que pudieron ocupar su casa.
El niño tenía la intención de ingresar a la Escuela de Bellas Artes San Alejandro, una academia que exige para su ingreso aprobar varias pruebas de aptitudes. Para enfrentarse a los exámenes se matriculó en una escuela elemental de arte en el barrio El Vedado donde adquirió sus primeras herramientas artísticas. Aunque Yulier P. no logró aprobar en ninguna de las tres oportunidades que le dio San Alejandro, esos conocimientos iniciales terminaron moldeando al potente artista que es hoy.
El descalabro no lo hizo bajar la guardia. Yulier P. tenía una meta y ese punto en el horizonte era pintar: nada que se le cruzase en el camino iba a lograr que se rindiera.
“El talento se va desarrollando a partir de una obsesión por el arte. Todos los niños pintan, pero unos desarrollan la capacidad de construir realidades más que otros. Esto es lo único que he hecho toda mi vida. No creí en otra cosa”, dice.
No entrar a San Alejandro lo hizo regresar a Camagüey a matricularse en una escuela formadora de instructores de arte, en la que duró tan sólo tres meses. Prácticamente huyó de aquel lugar, que resultó muy parecido a un instituto militar. Levantaban a los alumnos a las 5:00 a.m. y los obligaban a hacer gimnasia matutina; las clases de historia del arte eran de 9:00 a 11 a.m., pero la mayoría de los estudiantes no lograba prestar atención porque estaban muertos de sueño. Los profesores de dibujo y pintura, las materias que más le interesaban a Yulier P., se ausentaban más de lo que acudían a las aulas y a los alumnos los dejaban visitar sus casas una vez cada 11 días.
Tras salir de esa escuela, no le quedó más remedio que tomar otro camino. Su madre lo convenció de que se matriculara en un politécnico de contabilidad y finanzas, y así lo hizo. Las clases eran de doble sesión, mañana y tarde, pero él sólo acudía en las mañanas: todas las tardes se escapaba a pintar sábanas y camisas viejas y podridas que utilizaba como lienzos. Estuvo a punto de reprobar ese primer año; lo salvó su propia madre, quien tenía amistades en el ministerio de educación. El segundo año de contabilidad y finanzas decidió pasarlo en La Habana y regresó a la capital. Entró a una escuela donde también se sentía un extraño. Pocas veces le dirigía la palabra a alguien. Le llamaban "pobre", "freak", y esa marginación terminó por hacerlo dejar para siempre los estudios.
Un día caminando por La Habana Vieja se topó con el proyecto comunitario José Martí, donde pintores autodidactas mostraban sus obras y conversaban sobre ellas. A partir de entonces, fue una visita frecuente. Llegaba, entraba, se sentaba y desde lejos miraba las obras y escuchaba a aquellos hombres, que casi siempre hablaban bajo los efectos del alcohol. Luego se marchaba sin despedirse. El jefe del proyecto lo invitó a sumarse y lo bautizó “Johnny Misterio”. Poco tiempo después, a la edad de 16 años, vendió su primer cuadro en 15 dólares.
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“La legitimidad que da el arte tradicional no es la misma que da el arte callejero. El arte de la calle lo legitiman la gente de pueblo, los ciudadanos que se sienten identificados, y también la autoridad, porque la persecución te legitima como artista. En el arte tradicional, lo que te legitima ni siquiera es el buen arte, sino el mercado. La sociedad mundial es controlada y quien domina la información, domina el poder. El grafiti está fuera de ese control y puede informar a mucha gente. Cuando tienes ese poder, eres capaz de atraer a la masa, eres una referencia para mucha gente. Te vuelves un portavoz y puedes mover mentes y crear conciencia. El arte callejero está hoy más cerca del ser humano de lo que está el arte contemporáneo, por ejemplo. Creo que el arte callejero está renovando la esencia del arte, que es el ser humano, mientras que el arte contemporáneo se ha alejado mucho de ello”.
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En 2014, un grafitero francés pasó de casualidad por la sede del proyecto comunitario y quedó maravillado con todo lo que hacían aquellos pintores autodidactas en el taller-galería. El hombre conoció a Yulier P. y le propuso salir a la calle a pintar, una idea que jamás había contemplado. Esa misma noche, se dirigieron hacia Guanabo, una playa al este de La Habana. Iban con linternas y mochilas cargadas de latas con pintura y brochas. Parecían dos agentes de SWAT. Se detuvieron ante un club abandonado de tres pisos y en ese lugar Yulier P. estampó su primer grafiti. Un dibujo pequeño, pues al final terminaron bebiendo cervezas y abandonaron el ímpetu inicial que traían. Esa primera vez Yulier P. no quedó complacido con lo que pintó y sus trazos estuvieron cargados de miedo escénico, pero definitivamente quedó atrapado por la nueva experiencia. Una atracción de la que nunca más pudo desprenderse.
Desde ese entonces comenzó a interesarse por el grafiti. Conoció así a Five Stars, quien lo ayudó a introducirse en esta cultura y a salir a la calle sin tapujos para pintar paredes públicas. “La gente piensa que el grafiti es sólo pintar en la calle, pero se equivoca: es toda una cultura”, dice Yulier P.
Para 2014, el régimen cubano aún no estaba al tanto de este nuevo movimiento de grafiteros. Sus ojos estaban puestos en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Estados Unidos y toda la política que rodeaba el asunto. Por eso, cuando las patrullas de policía pasaban por las calles y veían a chicos pintando paredes, les parecía un gesto noble, ingenuo. Para los grafiteros, la isla se volvió un paraíso; sobre todo, La Habana. Varias de sus zonas reemplazaron su imagen vetusta por murales de imágenes y colores relucientes. Yulier P. llegó a pintar más de 200 grafitis en toda la capital de Cuba.
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“A nivel conceptual, mi referente es Banksy. Hay obras a las que trato de incorporarles una composición barroca o renacentista a partir de los colores y vincularla con el expresionismo y el arte moderno. Otro que influyó mucho en mí fue Guayasamín, por el dolor que capta. Es un maestro del dolor. Me siento identificado con esto y ésa es la zona que yo quiero mostrar de la realidad. En Cuba han querido vender la idea de que la política es algo ajeno a la realidad, que la política es para los políticos. Pero la política es el resultado de decisiones de personas y el arte es más político que cualquier otra cosa. La realidad y la política vienen de la mano. Banksy es un tipo que está muy claro en eso”.
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La firma de Yulier P. ganó visibilidad en 2016, cuando medios independientes y agencias extranjeras acreditadas en el país comenzaron a hablar de la impronta de su obra dentro de una generación de grafiteros que estaba desplazando las consignas e imágenes de la vanguardia revolucionaria cubana, que por décadas permanecieron estampadas en las paredes de la isla. Pero muy pronto a Yulier P. le sucedió lo que le ocurre a todo aquél que dentro de Cuba levanta la mano para expresar su desacuerdo con las doctrinas del régimen o para plasmar lo que acontece a diario en el país: la Seguridad del Estado lo convierte en su adversario.
Una tarde estaba en su taller-galería y le llegó un citatorio policial para un interrogatorio sin causa legal alguna. En el encuentro, los agentes lo acusaron de opositor y de estar financiado por agencias federales estadounidenses para subvertir el orden interior en la nación. Lo amenazaron con llevarlo a prisión si no deponía su intención de seguir pintando en las calles. Fue la primera llamada de atención de una interminable persecución para hacerlo bajar su pincel y evitar que la ciudad siguiera acogiendo sus grafitis contestatarios. El acoso fue tal que, a sus espaldas, presionaron a los dueños del proyecto comunitario para que lo expulsaran sin motivo alguno. Los señores cumplieron con la encomienda y olvidaron los 10 años que Yulier P. había pasado junto a ellos.
“Nadie me llamó después”, dice Yulier P. sobre sus compañeros. Un año más tarde, rentó un lugar en La Habana Vieja porque necesitaba seguir trabajando, un sitio del que tuvo que retirarse también, porque la Seguridad del Estado le hizo saber a su dueña que no podía albergar a un contrarrevolucionario en su propiedad.
Aquella situación lo deprimió. La persecución incesante y el no poder desarrollar su obra hicieron que Yulier P. pasara un largo tiempo en estado de desesperación e impotencia. Un día, invadieron su domicilio. En esa ocasión, tocaron a la puerta y cuando abrió encontró a un agente de la Seguridad del Estado con varios policías. "Tienes que venir con nosotros", le dijeron. Él se negó. Entonces, el agente, insultado ante semejante desacato, entró a su casa y por la fuerza lo sacó. En la patrulla policial, uno de los oficiales que cumplía órdenes sin saber los motivos, le preguntó: "¿Tú no eres el chamaco que pinta en la calle?, ¿por qué te hacen esto?".
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Yulier P. pensó que la escena en su casa había sido su encuentro más grave con la Seguridad del Estado, pero estaba equivocado. Semanas después de ese traumático pasaje lo apresaron por intentar pintar en el derrumbe de San Lázaro y Escobar. Tras 48 horas de encarcelamiento, lo obligaron a firmar un documento a cambio de ponerlo en libertad sin cargos y sin multa. Yulier P. aceptó la propuesta, que consistía en borrar en el plazo de una semana cada uno de sus más de 200 grafitis en La Habana y en no pintar ni uno más en paredes públicas.
Una semana más tarde los grafitis de Yulier P. seguían intactos. El artista callejero hizo caso omiso a lo que firmó.
“Un comprometimiento no es ley”, dice. No obstante, tiene claro que el acuerdo que no puede violar es el de no volver a pintar en la calle, pues sería la carnada perfecta para imponerle los artículos 243 y 339 del Código Penal y llevarlo a prisión.
Para evadir la censura del régimen, nació el proyecto “Regalos”. Un par de años antes Yulier P. había expuesto en la galería de la Villa Panamericana unas piedras recogidas de derrumbes que intervino y pintó. La galería queda en el este de la ciudad, lejos de su casa, y las piedras eran tan grandes que no tuvo manera de llevárselas una vez que concluyó la exposición. Decidió entonces dejarlas en un parque como regalo a la comunidad.
“Pensé que podría ser una alternativa de resistencia. Conceptualmente, la obra adquiere una connotación más fuerte, porque estamos hablando de escombros. La Habana es una ciudad en destrucción, es una ciudad en decadencia. Lo que estoy planteando es una escena artística que representa eso y legalmente nadie me puede amonestar por pintar piedras. Cuando asumes el concepto de libertad en tu cabeza, comienzas a ver cosas que antes no veías. Al dedicarte al arte en este país, hay una frontera política que no se toca, pero cuando quitas ese muro, te das cuenta de que son esos términos lo que más afecta a la sociedad”, dice.
“'Regalos' me brinda la posibilidad de seguir haciendo arte callejero, aunque desde casa. Son piedras que recojo de derrumbes, las intervengo y las pongo en la calle. Como no tienen la visibilidad que puede tener un grafiti, deben que estar acompañadas de documentación. La obra en sí es la documentación, porque el objeto es muy efímero. Alguien se la puede llevar y punto. Regalos es la foto, el registro. También trato de hacer videos y colgarlos a mi canal, un canal nuevo, porque el anterior me lo hackeó la Seguridad del Estado para borrar todas mis obras de años atrás”.
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“Nací en el interior de Cuba, soy de una familia pobre y cuando me mudé para La Habana de niño fue para el barrio de Colón, uno de los más marginales del país. Lo único que he visto en mi vida es pobreza. No he visto otra imagen que no sea la decadencia, el sufrimiento, la opresión y la miseria. El artista callejero desarrolla un sentido de responsabilidad. Decidí que mi arte iba a ayudar a denunciar esas condiciones de vida. No estoy de acuerdo con lo que dijo Ernesto Guevara: 'hace falta gente que trabaje más y critique menos'. La crítica es una herramienta de construcción que permite el despertar de la conciencia y es ahí donde tiene que entrar el artista. Es su responsabilidad ayudar a los demás con su obra. En Cuba, lo único que puede expresar un artista es hambre, miedo, desesperación”.
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Yulier P. pinta almas. Seres asexuados, ojerosos, traumados. Sus grafitis son un espejo de la realidad más dura que viven los cubanos. Toparse con uno te detiene el paso, te golpea al instante. No hay manera de escapar al torbellino de sensaciones que generan. Es como pararse frente a un charco de agua sucia y dejar caer una piedra mientras el reflejo de nuestra figura va tomando de nuevo su forma: uno viaja, inevitablemente, a algún pasaje oscuro y triste de su vida. Yulier P. destripa el dolor de los cubanos, exprime todos los padecimientos de esta isla y los cuelga al sol.
Sabe que su discurso es intolerable para el régimen y que no puede contar con ninguna institución cultural del país para desarrollar su obra. Tiene claro que desnudar al gobierno es igual a hacer una carrera independiente, aislada y sin ayuda. De lo contrario, “tendría que frenar mi discurso y mi vida”, afirma.
Una de sus últimas obras es “Ciudad Corona”. Después de meses de confinamiento, Yulier P. quiso transformar todas las energías que le estaban llegando con la pandemia. “Me estoy volviendo loco y tengo que hacer algo”, se dijo. Bajo un tremendo calor, se internó en un solar yermo del barrio de Luyano y convirtió las paredes descorchadas de una parte de esa comunidad en murales con grafitis. “Ciudad Corona es la muerte, la impaciencia, vivir trancado, sin comida (aunque en Cuba nunca ha habido comida), sin dinero; con el gobierno reprimiendo más porque tiene la justificación perfecta para reprimir. El régimen metiendo presos a inocentes por andar sin mascarilla, por vender 10 paquetes de coditos. Vomité toda esa frustración y la expuse en esos muros”, dice.
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Hoy en Cuba no hay grafiteros en las calles. A la mayoría, la Seguridad del Estado los ha amenazado con la cárcel, con acabar con sus vidas y las de sus familiares. Las paredes y los muros del país, después de un par de años en los que gozaron de la frescura del aerosol y la tinta de imprenta, gracias una generación de grafiteros que plasmó las vivencias de un país marchito y en decadencia, han vuelto a ser sólo para las consignas revolucionarias. El régimen cubano vio un enemigo en el aerosol y decidió extinguirlo, como todo lo que le mueve el piso.
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