El tren que regresa a Ucrania con hombres que buscan la guerra

El tren que regresa a Ucrania

Soraya Constante
Fotografía de Edu León


Un tren conecta Polonia con Ucrania. En sus vagones viajan quienes buscan rescatar a sus familiares, pero también ucranianos y extranjeros que quieren hacer la guerra. Unos veinte mil extranjeros han solicitado unirse a la resistencia de Zelenski. Pero no todos logran cruzar al frente de batalla. ¿Qué es lo que piensan estos combatientes de la guerra?

Tiempo de lectura: 11 minutos

 

En medio de la invasión rusa, Ucrania y Polonia mantienen abierta en estos días una conexión ferroviaria que se usa para evacuar principalmente a mujeres y niños que buscan refugio en Europa. El convoy parte de Lviv, Ucrania, hacia la estación polaca de Przemysl, un recorrido de más de cien kilómetros que antes de la guerra se hacía en menos de dos horas y que hoy toma entre cuatro y cinco por los controles fronterizos. Una vez en Polonia, los vagones no quedan vacíos: los ocupan inmediatamente algunas personas que regresan para rescatar a sus familiares de las ciudades sitiadas y también periodistas pero, en su mayor parte, ucranianos y extranjeros que ingresan al país a luchar. Mientras muchos huyen, ellos van a buscar la guerra.

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El tren humanitario que conecta Ucrania con Polonia no tiene hora de llegada ni de salida. No hay rastro de él en el panel informativo de la estación de Przemysl, en Polonia. Un aviso por megafonía en polaco y a veces en inglés anuncia su arribo y, casi de inmediato, su partida. Los pasajeros que se embarcan rumbo a Ucrania no hablan entre ellos, no sonríen, no se tocan. Sólo acomodan los bultos en los compartimentos sobre sus cabezas y se dejan caer en las butacas de madera sin lustre que recuerdan a las de los trenes de hace cien años. Su pesadumbre se contagia al ver el estado del tren: las puertas de los vagones no cierran y el frío del invierno se cuela; las ventanas están desvencijadas; los cristales, sucios; los baños están llenos de herrumbre que dejan ver los raíles por el agujero de las placas turcas en el suelo.

El tren se pone en marcha con esfuerzo y avanza lentamente. Un poco de aire caliente entra por debajo de las butacas y calienta los asientos, pero no es suficiente siquiera para quitarse el abrigo. La primera parada en Ucrania es la estación de Mostyska. Éste es el punto de control de pasaportes. Desde la ventana del tren se ven otro convoy detenido y el deambular rápido de soldados armados con AK-47 que entran y salen de un edificio gigante en cuyo frente se lee el nombre de la estación. No hay nada más alrededor, excepto los árboles sin hojas que ha dejado el invierno. Un grupo de militares armados registra todo el tren y luego dos mujeres desarmadas verifican los documentos de viaje.

—¿Para qué vienen a Ucrania? —pregunta en inglés una de las mujeres militares.
—Somos periodistas —respondo también por mi compañero fotógrafo y le mostramos las credenciales.
Ella las repasa con detenimiento y las fotografía con su celular.
—¿Van a ir a Kyiv?
—No. Sólo iremos a Lviv —respondo, intentando sonar convincente.
—Allá hay muchos muertos, tengan cuidado —acota mientras sella nuestros documentos de viaje y nos los devuelve.

La única persona que tiene problemas en nuestro vagón es un pasajero alemán bastante animado por ir a la guerra. Se presenta como Stephan, viste de negro y tiene un apellido impronunciable que pide mantener en reserva. No tiene pasaporte, pero quiere defender Ucrania por una cuestión familiar. “Mis abuelos huyeron de Ucrania por los ataques antisemitas que se produjeron a inicios del siglo XX”. Muestra en su teléfono la respuesta que recibió de la Legión Internacional de Defensa de Ucrania, pero eso no convence a las mujeres que verifican los pasaportes y se lo llevan con todas sus pertenencias a un enorme bloque de cemento con ventanas estrechas.

Algunas familias vuelven por pocas pertenencias que les quedan en Ucrania.

Los recuerdos y la incertidumbre se apoderan del viaje en tren de regreso a Ucrania.

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A comienzos de marzo, poco después de la invasión rusa, el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, lanzó un llamado: “Únete a la legión y ayúdanos a defender Ucrania, Europa y el mundo entero”, decía la convocatoria que todavía sigue en línea bajo el dominio de fightforua.org, una página web auspiciada por el gobierno ucraniano y con enlace a todas sus oficinas diplomáticas. Zelenski apela a defender la democracia que estaría en riesgo no sólo en su país, sino en Europa y en el mundo, y anima a los interesados, con o sin experiencia, a buscar información de cómo sumarse a la resistencia armada en el consulado o en las embajadas de Ucrania en todo el mundo. En la información que proporciona la página web se habla de un contrato, pero ninguno de los extranjeros que iban en el tren con el propósito de marchar a la guerra quiso hablar de eso ni de quién les proporcionaría las armas o qué misiones recibirían. Sólo se les había pedido cruzar la frontera con su kit militar –ropa, casco–, y presentarse en uno de los centros de reclutamiento. Unos veinte mil hombres han solicitado unirse a la resistencia ucraniana, según la cartera de Asuntos Exteriores de Ucrania, pero no se ha informado si todos han podido cruzar la frontera y llegar al frente de batalla.

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El control de pasaportes en Mostyska toma casi tres horas y antes de que el tren retome su marcha a Lviv, diez hombres suben al tren escoltados por los soldados. Todos estaban retenidos en este punto de frontera porque habían intentado salir de Ucrania, desoyendo la ley marcial que impide que los hombres entre dieciocho y sesenta años abandonen el país, pues se supone que deben unirse a las milicias y luchar contra los rusos. Ahora, a punta de fusil, los suben a este tren bajo el nombre de “tren humanitario” que empieza a llenarse de gente cuya finalidad es ir a la guerra. Ruslan Mayer, un joven de veintinueve años, políglota, con trabajo en Alemania, es uno de los que regresan contra su voluntad.

—Me dijeron “coge un kaláshnikov y vete a luchar por Ucrania” —dice—. Esto no va a parar, el demonio no va a parar.

Está enervado y dice que saldrá de Ucrania aunque sea cruzando el Danubio de forma ilegal. En ese momento, el alemán Stephan vuelve al tren con ánimo brioso: está contento porque le han dado permiso para entrar a Ucrania sin pasaporte. Dice que el ejército ucraniano lo necesita por el conocimiento que tiene del manejo de los misiles que Alemania ha entregado a Ucrania en estos días.

—Voy a la guerra —dice el alemán, como si se tratara de un destino feliz.
—Yo quería salir para no sufrir esta guerra y él viene desde su país sólo para sentir esta guerra —dice Ruslan Mayer, ahora en español—. No tengo palabras.
Mientras Stephan sigue exultante, Ruslan abandona ese vagón, contrariado.

Otro de los hombres que intentó escapar de Ucrania y que embarca de regreso a Lviv cuenta que tuvo que enfrentarse, en el tren en el que quiso salir previamente, con mujeres que lo empujaban fuera de los vagones. “¡Ustedes deberían bajarse e ir a la guerra como nuestros maridos!”, le dijo una mujer en Odesa, “este tren es para mujeres y niños”. No quiere decir ni siquiera su nombre de pila, por temor a las represalias y asegura que saldrá de Ucrania como sea.

Combatientes extranjeros se unen a la guerra de Ucrania.

Stephan es un militar alemán de origen judío y le emociona pensar que va a luchar por la libertad.

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Los países occidentales están en su mayoría involucrados en la defensa de Ucrania. Estados Unidos ha volcado su apoyo hacia ese país desde la invasión rusa a Crimea en 2014. Los montos comprometidos en materia de seguridad son enormes. En el último año, la cantidad prometida es de mil millones de dólares, según el Departamento de Estado norteamericano. Eso incluye la entrega de vehículos de ruedas multipropósito de alta movilidad, vehículos aéreos tácticos no tripulados, comunicaciones seguras, soporte de imágenes y análisis por satélite, radares de contrabatería, dispositivos de visión nocturna y visores térmicos, rifles de francotirador y equipos para apoyar el tratamiento médico militar y los procedimientos de evacuación de combate. La Unión Europea también contribuye para la guerra con 450 millones de dólares. En Bruselas se creó una célula encargada de dirigir y coordinar la compra del armamento que solicite el Gobierno de Zelenski. Alemania apoyó con mil armas antitanque, quinientos misiles Stinger tierra-aire y miles de galones de gasolina. España entregó 1 370 lanzagranadas, setecientos mil cartuchos de fusiles y ametralladoras, y ametralladoras ligeras.

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El viaje hacia al interior de Ucrania discurre por terrenos sin siembra, cubiertos de paja seca. Lo único que rompe el paisaje monótono que vemos a través de las ventanas opacas del tren son las cúpulas de alguna iglesia ortodoxa que nos recuerdan que estamos en el Oriente del mundo, y el quehacer de hombres que cortan y amontonan leña debajo de cobertizos improvisados en medio de la nada. Las pocas casas que veo tienen sus puertas y ventanas selladas, y las autopistas que van paralelas a la línea férrea están vacías. Ha pasado la hora de la comida y quedan un par horas de viaje por delante cuando la ucraniana Oksana Kravchenko, que viaja junto a nosotros, nos llama.

—¿Habláis español verdad? —nos pregunta.
Cuando le decimos que sí, nos dice que ha vivido en España veinte años.
—España es mi segundo país, pero también tengo este país que me duele mucho.
—¿Para qué vuelves a Ucrania?  —le pregunto.
—Mi madre y mi hermana llegaron en Lviv, pero ambas están mal de salud y me han pedido que entre a por ellas. Yo vine hasta Polonia en un bus lleno de ayuda humanitaria y la idea es llevarnos, a familias ucranianas, hasta España.
—¿Dónde estaba tu familia?
—Nosotros somos del Donbás, allí hay una guerra de la que nadie habla.

La guerra de la que nadie habla es el enfrentamiento entre ucranianos que empezó en el Donbás, al este de Ucrania, en 2014, tras la revolución de la plaza del Maidán, en Kyiv, que terminó con el derrocamiento del presidente prorruso Víktor Yanukóvich. El Donbás apoyaba masivamente a Yanukóvich y rechazó la revolución que lo derrocó. Rusia vio una oportunidad en ese descontento y fortaleció las milicias separatistas que se enfrentaron con el ejército ucraniano para conseguir su independencia. Oksana sabe que sus compatriotas, algunos familiares suyos, han sido capaces de matarse entre ellos y reniega de que haya estallado una nueva guerra. Le propongo conversar con los hombres que viajan al frente de batalla, para entender sus motivaciones, y ella acepta.

La obsesión de que puedan entrar espías rusos al país es una sensación creada por parte del gobierno ucraniano.

Liot Smyrnov es el primero que se anima a contar sus motivos para volver a Ucrania. Él, de 45 años, y su esposa, Larysa, de la misma edad, van a la región de Kryvyi Rih, que soportó los primeros bombardeos rusos. Hasta hace poco, la pareja estaba en Polonia, saltando de ciudad en ciudad por los trabajos de construcción que Liot conseguía. Larysa no trabajaba, solo lo seguía a todas partes como hace ahora.

—¿Por qué vuelves a un país en guerra?
—Preferimos volver para estar con la familia y defender nuestro país.
—¿Tienen hijos?
—Tenemos una hija pequeña.
—¿Cómo está ella?
—Está bien, con sus abuelos. Hablamos muy seguido por WhatsApp.
—¿Tienes experiencia militar?
—Sólo la experiencia de haber hecho el servicio militar cuando era joven.

Ucrania, que fue parte de la Unión Soviética hasta 1990, tiene la lógica soviética del servicio militar obligatorio. A pesar de que esa modalidad cesó en 2013, se recuperó en mayo de 2014 durante el conflicto en el Donbás y la invasión rusa a Crimea. Ahora, el servicio militar es obligatorio para los mayores de veinte años y el período de servicio es de dieciocho meses.

En otro vagón, Oleh Palamarchuk, de 49 años, nos escucha hablar en español y nos saluda con acento gallego. Hasta hace poco vivía en Galicia y tenía una pequeña empresa de reformas, pero acaba de echar el cierre a esa vida para tomar las armas. Quiere llegar a Vinnitsa, que también fue atacada por las bombas de Putin.

—¿Tienes experiencia militar?
—Estuve en el antiguo ejército de la Unión Soviética durante dos años, recibí formación, sé manejar armas, estoy más o menos preparado. Putin va peor que Hitler, adelante, adelante, va a pillar todo. Hay que pararle los pies entre todos —dice el hombre que lleva un brazalete con los colores de la bandera de Ucrania, amarillo y azul.
—¿Tenías familia en España?
—Mi segunda mujer es española, pero no podía pedirle que viniese conmigo —dice Oleh y cuenta que la comunicación sigue por WhatsApp—. Mira, lee el último mensaje de ella. Dice que pase lo que pase nunca me olvidará.

En el tercer y último vagón conversamos con dos militares que estaban de vacaciones con sus familias en Egipto cuando empezó la invasión rusa. Responden a las preguntas con toda la testosterona posible porque ya pelearon en el Donbás y ahora van a Kyiv. A diferencia de los otros entrevistados, ellos tienen la experiencia de haber estado en una guerra: han matado. Y no los han matado.

—Vamos a luchar por nuestro país, por nuestra patria, porque somos hombres, porque somos guerreros —dice Aleksandr Sumy, de 45 años.
—¿Cuánto tiempo piensan que pueden resistir?
—Ucrania va a ganar, la guerra no va a durar mucho y vamos a sobrevivir —responde Serhei Kuiv, también de 45.

Las mujeres de estos hombres escuchan la conversación desde el asiento de enfrente y se muestran complacidas por cada palabra. Les pido que me expliquen cuál es su papel en esta guerra.
—Ayudamos como voluntarias en todo lo posible y cuidamos de nuestros maridos. Para los maridos es más fácil luchar con su mujer al lado porque sienten que están protegiendo a su familia, a su patria.
Cuando terminamos las entrevistas con los militares,  ellos gritan algo que se puede traducir como “Ucrania libre” o “independiente” y todos vitorean.

Oleh vive desde hace años en Galicia con su familia. Él es ucraniano y no se lo pensó dos veces para sumarse como voluntario y luchar por su país.

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La guerra cada vez está más cerca de Europa. Las bombas rusas que han explotado cerca de Polonia y Rumania son un cambio de estrategia de Putin. Para algunos analistas, la idea de Putin es conseguir un lugar para Rusia en el tablero mundial. Pawel Trefler, rector de la East European State College en Przemysl, habla del debilitamiento del líder ruso. “Rusia está perdiendo influencia: prueba de eso es que hace dos o tres años los ucranianos abrieron una propia iglesia ortodoxa con sede en Kyiv”. El sueño de Putin de restaurar el imperio ruso se está desvaneciendo, según Pablo Pérez López, director del Departamento de Historia de la Universidad de Navarra. “Putin estaba convencido de que debía restaurar el imperio ruso y recolonizar lo que, según él, se perdió por la presión occidental, pero la Ucrania no rusófila percibió la maniobra y reaccionó. Rusia estaba, y está, perdiendo peso internacional cada año como consecuencia de su debilidad demográfica y económica y el ascenso de otras potencias, como China o India”.

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El tren llega a una estación menor de Lviv alrededor de las cinco de la tarde y todos abandonan los vagones con prisa. Fuera de las plataformas hay una explanada que es un hervidero de gente. Pierdo de vista a todos los hombres con los que hablé. Oksana también corre y más tarde me contará vía WhatsApp que le urgía reunirse con su familia. El único que no va con prisas es Stephan, que se ha juntado con otro extranjero que también busca la guerra. Se llama Brett Makinson, viene de Inglaterra, tiene 52 años y está retirado.

—¿Tienes experiencia militar?
—He estado siete veces en Afganistán, también en Siria y África —cuenta como si respondiera a una entrevista de trabajo y muestra las fotos que guarda en su móvil, fotos de sus saltos de paracaidismo con otros hombres vestidos de verde oliva.
—¿Qué vas a hacer en esta guerra?
—Quiero convertirme en médico de combate —asegura y muestra los kits de primeros auxilios que carga en su enorme mochila militar.
—¿Cuánto planeas quedarte en esta guerra? y ¿de qué vivirás?
—Me quedaré unos tres meses y viviré de mis ahorros —dice.

Insisto una vez más para saber si tendrá o no un salario por combatir, pero dice que no sabe y que piensa gastar unos dos mil dólares. El sueldo de los combatientes es algo de lo que no se habla mucho. La prensa ucraniana ha publicado que se ofrece a los hombres algo más de 230 dólares al mes y que algunos se han echado para atrás. No es el caso de Stephan y Brett, que buscan llegar al centro de reclutamiento de Yavoriv, siguiendo las instrucciones que el primero recibió vía email.

En la ciudad ucraniana de Lviv cientos de personas esperan algún tren que les permita salir del país.

Los desplazados por la guerra.

Nosotros vamos a conseguir grivnas, la moneda local, y comer algo antes que los comercios cierren a las 18:00 horas. Tomamos un taxi que nos cobra diez veces más la carrera, pero lo aceptamos porque entiende inglés y sabe dónde está el alojamiento que tenemos reservado. En el trayecto le pregunto por la guerra y me dice que aquí no pasa nada, que más estropicio causan los choques de vehículos en las calles y, de hecho, vemos dos choques en el camino. Cuando llegamos al hostal, el encargado también nos dice que aquí no pasa nada, pero que si suenan las sirenas tenemos que ir a una iglesia cercana donde hay un refugio contra ataques aéreos.

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En los días siguientes veo que la gente se prepara para una invasión. Hay bolsas de arena en los accesos a los edificios militares y algunas personas van a la filmoteca de la ciudad donde se les enseña a disparar y a hacer bombas molotov. Me cuentan que hay rondas nocturnas en muchos vecindarios y que la gente tiene bombas molotov detrás de las puertas para repeler al enemigo, en caso de ser necesario. Veo a cientos de mujeres y niños que duermen en tiendas de campaña cerca de la estación para poder subir al tren humanitario que cada mañana parte a Przemysl, Polonia, y que cada tarde vuelve con más hombres dispuestos a pelear. Un día escucho una sirena de madrugada, justo antes de que las bombas caigan sobre un edificio militar a cincuenta kilómetros de Lviv. Luego leeré que hubo 35 muertos y 134 heridos y que el blanco fue el centro de reclutamiento de Yavoriv, a donde tenían que llegar Stephan y Brett.

 


Soraya Constante. Periodista formada en Ecuador y España. En este segundo país cursó la Escuela de Periodismo de El País. Ha publicado en medios como El País, Vice News, The New York Times, Univision Noticias, Revista 5W y Gatopardo. Con el trabajo colectivo «Frontera Cautiva» fue finalista de los Premios Gabo en 2019 y con «Migrar es Tocar Tierra» fue nominada al mismo premio en 2020.

Edu León. Fotógrafo español asentado en Latinoamérica desde hace 10 años. Su trabajo se centra en los conflictos sociales y ha dedicado más tiempo a las cuestiones migratorias.En Europa, junto al fotógrafo Olmo Calvo, desarrolló conjuntamente un proyecto llamado «Fronteras Invisibles» que muestra la situación en las fronteras europeas y los controles de identidad en España. Además ha trabajado con organismos internacionales como Cruz Roja, Amnistía Internacional, Intermón Oxfam, entre otros. Colaborador de medios como El País, Univisión Noticias y Getty Images en Latinoamérica, sus imágenes han sido publicadas en medios internacionales como The Guardian, Time, Newsweek, Vice News, New York Times.

 

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