Un cuerpo propio. Mujeres contra el androcentrismo médico
Eugenia Coppel
Fotografía de Ana Hop
Una cardióloga neoyorquina demostró en 1991 que muchas mujeres morían por infarto en los hospitales. La razón: los síntomas se habían estudiado siempre en hombres y variaban en el cuerpo de las mujeres. Desde entonces, cada vez más médicas e investigadoras trabajan para entender mejor las diferencias fisiológicas entre sexos y para difundir que el sesgo de género en la medicina destruye vidas.
¿Qué sucedería si de pronto, por arte de magia, los hombres menstruaran y las mujeres no? De esta pregunta partió Gloria Steinem —periodista, activista y uno de los íconos del movimiento feminista estadounidense— para escribir un ensayo satírico que la revista Ms. publicó en 1978. El texto iluminaba con humor la manera en que un grupo social dominante utiliza sus atributos para justificar su condición de superioridad. Si los hombres menstruaran, en un mundo controlado por ellos, escribió, “la menstruación se convertiría en un evento envidiable, petulante y masculino. Harían alarde de la duración y de la cantidad del sangrado, y los chicos hablarían de esto como el anhelado inicio de la masculinidad. Los regalos, las ceremonias religiosas, las cenas y las fiestas de solteros marcarían el día. Para evitar las bajas laborales de cada mes entre los poderosos, el Congreso fundaría el Instituto Nacional de la Dismenorrea [dolores menstruales]. Los doctores harían menos investigaciones sobre los ataques al corazón, pues los hombres estarían protegidos gracias a las hormonas, y sabrían todo sobre los cólicos”.
Lo que sucede en la vida real es, por supuesto, lo contrario a lo que Steinem escribió en “Si los hombres pudieran menstruar”. A pesar de ser una realidad cotidiana para las mujeres en edad fértil y una función biológica estrechamente relacionada con la reproducción, se le ha considerado un asunto vergonzoso, del que no se debe hablar en público. En muchas sociedades antiguas, segregaban a las mujeres menstruantes con base en supersticiones; en la actualidad, incluso la ciencia médica minimiza los dolores asociados a esta función biológica. Las expertas coinciden en que aun en el siglo xxi son escasas las investigaciones sobre el ciclo menstrual y trastornos como la endometriosis o el ovario poliquístico. No existe a la fecha un fármaco específico para aliviar un dolor que, de acuerdo con la revista American Family Physician, se presenta de forma severa en dos de cada 10 mujeres.
Elizabeth Rosales se encuentra en ese grupo. Desde que empezó a menstruar, a los 11 años, no sólo debió lidiar con la presencia del dolor intenso y recurrente en su vida, sino también con defender la veracidad del sufrimiento, que la paralizaba mes con mes, ante familiares y profesionales de la salud. Como le pasa a la mayoría de las mujeres con endometriosis antes de saber que la padecen, Elizabeth emprendió una larga peregrinación en busca de respuestas científicas y tuvo que escuchar a decenas de doctoras y doctores por igual desestimar una y otra vez sus síntomas. Finalmente, recibió un diagnóstico a los 24 años y esto la llevó a fundar, tiempo después, Endometriosis México, la primera y única asociación de pacientes con este padecimiento en el país.
Todavía era una niña en el último grado de primaria cuando tuvo su primer sangrado, abundante y muy doloroso. Comparte su recuerdo de esos días en el colegio: “Me manchaba toda porque era demasiado el flujo. Entonces la maestra me mandaba a la dirección para que los niños no me vieran. Le hablaban a mi mamá y ella me traía ropa para que pudiera cambiarme”. En sexto de primaria ya estaba enterada de que un día le saldrían “unas gotitas” de sangre de entre las piernas y que eso podría hacerla sentir “un poco mal”, pero nunca se imaginó lo que vendría. Las primeras veces que experimentó esa presión feroz y sin tregua en su vientre se preguntó si toda su vida iba a ser así. “Era un cólico que me hacía sudar casi todo el día, que no se iba. No había tiempo de descanso; lo traía fijo, fijo, durante los ocho días que duraba mi ciclo”, relata en entrevista. “Es normal”, recuerda que la consoló su madre, “cada mujer es diferente y unas lo sufren más que otras”. Su hermana mayor fue una de las primeras en dudar: “¿No será que exageras?” Su adolescencia en Monterrey, al norte de México, transcurrió con esos dolores que volvían puntuales, pero cada vez más fuertes y prolongados. “Es normal”, aseguraron dos, tres, nueve ginecólogos más; “el dolor va a cesar cuando crezcas y tengas actividad sexual o te embaraces”, le dijeron, como si dar a luz no fuese también una experiencia dolorosa y como si la reproducción estuviera escrita en su futuro. Cuando los analgésicos comunes perdieron su efecto, los reemplazó por sublinguales, y cuando éstos dejaron de funcionar también, siguieron los calmantes inyectados en las salas de urgencias. “Es
normal”, repitieron enfermeras y residentes un par de años más, “tu dolor es normal”. Y ella comenzó a creerlo. “Muchas veces pensé que a lo mejor sí estaba exagerando y que tenía que acostumbrarme a vivir así. Es una situación muy difícil, porque el dolor se siente, pero los mismos médicos dicen que tienes que aguantarte. Por eso muchas mujeres con endometriosis pierden toda la confianza en sí mismas”, dice.
A los cólicos violentos se fueron sumando síntomas nuevos: diarrea, vómito, inflamación del abdomen y descontrol de los niveles de azúcar en la sangre. Lo último la llevó a visitar un endocrinólogo, quien solicitó una revisión más exhaustiva. Con un ultrasonido, le detectaron dos tumores en un ovario, de 11 centímetros cada uno: una evidencia, al fin, de que ese dolor no era normal. Cuando se los extirparon y los analizaron en una biopsia, supo por fin el nombre de su malestar: endometriosis, una palabra que ella escuchaba por primera vez.
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El endometrio es el tejido que recubre el interior del útero, cuya capa superficial se desprende y se desecha al final de cada ciclo menstrual, lo que provoca el sangrado. La endometriosis es un trastorno que se presenta cuando existe endometrio en otros lugares además del útero: en los ovarios, en las trompas de Falopio o en los tejidos de la pelvis, de manera más común —aunque también puede crecer en otros órganos vitales—, donde forma quistes, adherencias y tumores. Se desconocen las causas de esta patología, que puede afectar la fertilidad y no tiene cura, pero que suele controlarse con un tratamiento hormonal.
Según Endometriosis México, una de cada 10 mujeres en edad fértil vive con este padecimiento —alrededor de 180 millones en el mundo—, aunque la gran mayoría no lo sabe. En los países occidentales, el diagnóstico suele llegar entre siete y nueve años después de su manifestación, en parte porque los síntomas pueden confundirse fácilmente con la dismenorrea común, pero también por los estereotipos de género que hay acerca del ciclo menstrual. Es bastante habitual que los ginecólogos remitan a sus pacientes con endometriosis a un psiquiatra. En una guía clínica para atender a las pacientes con esta condición, publicada en 2017 por el Instituto Nacional de Salud y Cuidados de Excelencia de Inglaterra, la principal recomendación para los profesionales de la salud es creerles a las mujeres.
El prejuicio de género en la atención médica de esta enfermedad está tan extendido que figuras como la actriz y guionista Lena Dunham, creadora de la serie Girls, lo han denunciado públicamente: “Si tu apéndice está explotando, tu riñón está fallando o una válvula de tu corazón necesita reemplazo, los doctores le ponen atención. Yo estaba diciendo ‘este órgano está fallando [el útero], ¡necesito su ayuda!’ Sentí ese dolor durante 13 años antes de escuchar la palabra ‘endometriosis’ de un doctor”, relata en un testimonio para Cosmopolitan. “Las enfermedades de los genitales de las mujeres son cosas de las que generalmente no queremos hablar”, dice más adelante. “Además, existe la idea de que somos histéricas, más susceptibles al dolor o más propensas a inventar. Hay toda una ideología sexista en los doctores, aunque no comprendan que la han internalizado”. Dunham decidió someterse a una histerectomía a los 31 años, renunciando a su deseo de tener hijos biológicos a cambio de su bienestar.
A Rosales, recién diagnosticada, varios doctores le recomendaron priorizar embarazarse antes de comenzar el tratamiento —que consistía en tomar la píldora anticonceptiva durante toda su vida fértil—, argumentando que iba a ser más arduo después. “Ni estaba preparada ni había pensado en tener hijos ni tenía una pareja y tenía otros planes para mi vida”, recuerda la ingeniera electrónica, ahora de 43 años. No se ha sometido a una histerectomía, pero decidió no ser madre por los riesgos que implicaba su caso. “Fue una decisión difícil, porque no cualquier hombre lo acepta”. Algunas de sus compañeras en Endometriosis México sí han logrado embarazarse, pero para quienes no pueden y lo desean, esto suele ser un factor severo de depresión.
Las integrantes de la asociación, todas ellas pacientes, han creado espacios físicos y virtuales desde hace 10 años para brindarse apoyo y difundir información. Durante la pandemia han organizado eventos en línea como conferencias con especialistas y charlas entre ellas. En muchas ocasiones se han acercado a las facultades de medicina para compartir sus experiencias con los futuros médicos y así contribuir a que otras puedan ser diagnosticadas con celeridad, pero sólo la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) ha sido receptiva y les dio un espacio expositor en su feria anual; otras universidades, acusa Rosales, ni siquiera dieron respuesta.
La falta de investigación sobre la endometriosis es un problema que trasciende las fronteras. La periodista francesa Élise Thiébaut, diagnosticada tras vivir 30 años con dolor, escribió al respecto en su libro Ésta es mi sangre, donde plantea que el hecho de que la menstruación siga siendo un tabú impide que se conozca a fondo dicho trastorno. Como Gloria Steinem, también se pregunta, en un artículo del Huffington Post, cuál sería el escenario si por alguna razón este padecimiento afectara al sexo opuesto: “A veces intento imaginar qué hubiera pasado si una enfermedad dolorosa e invasiva se hubiera instalado misteriosamente en la próstata de los hombres durante siglos, ocasionando sufrimientos comparables a una crisis cardiaca y provocando infertilidad en la mitad de ellos. Algo me dice que no los hubieran quemado en lugares públicos acusados de brujería —como se hizo con las mujeres por la creencia de que estaban poseídas por el demonio—, y que ya se habría encontrado un tratamiento desde hace muchísimo tiempo”.
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José Botella, un ginecólogo e investigador que llegó a ser rector de la Universidad Complutense de Madrid, afirmaba en sus libros y artículos que la mujer era fisiológicamente frígida, que era incapaz de sentir cualquier tipo de placer en el acto sexual y que la exaltación de la libido femenina se debía a un carácter “masculinoide”. Los textos de Botella circulaban por las facultades de medicina españolas cuando Carme Valls estudiaba en la Universidad de Barcelona. La endocrinóloga, investigadora, docente y exdiputada catalana, hoy de 75 años, es una de las pioneras en el abordaje de la salud con perspectiva de género y ella misma cuenta la anécdota de aquel profesor en uno de sus libros, Mujeres invisibles para la medicina (2020). Ahí explora las múltiples formas en que una ciencia originalmente “hecha por y para hombres” afecta la salud femenina, un tema que ha atravesado su trabajo científico y de activismo y por el que la reconocieron con la Medalla de la Universitat de València en 2019. En la actualidad, además de escribir, dar clases y ofrecer consultas privadas —porque en la sanidad pública de su país no se puede ejercer después de los 65—, dirige el programa Mujer, Salud y Calidad de Vida del Centro de Análisis y Programas Sanitarios (caps) de Cataluña, una organización científica no gubernamental de la que además es vicepresidenta.
Valls reconoce que, en su época de estudiante, aún no era consciente de los sesgos de género en su campo de estudio; por eso no le parecía extraño que, en las clases de anatomía, las láminas siempre mostrasen cuerpos masculinos. Ahora recuerda, entre risas, a sus profesores justificarse: “Decían que eso erotizaba, que si ponían la imagen de una mujer desnuda, ¡uy!, a los chicos jóvenes se les levantaba… Bueno, ¡pero si eran puros músculos!”, dice sonriente, mientras gesticula con las manos al hablar en una videollamada que ocurre por la noche en Barcelona de enero de 2021.
En su libro explica que la ciencia médica, desde su nacimiento, consideró al cuerpo del hombre como el estándar y supuso que, salvo por el aspecto reproductivo, era lo mismo que estudiar el de la mujer. Hoy la ciencia puede comprobar que hay diferencias entre ambos en cómo se enferman del corazón, de las glándulas endócrinas, del músculo esquelético y en la experimentación del dolor, entre otras, pero los materiales didácticos no han cambiado mucho. Un estudio publicado en 2008 en Science Daily analizó 16 mil imágenes de los libros recomendados por las facultades de medicina más prestigiosas y encontró que la figura del hombre como modelo universal estaba presente tres veces más que la de la mujer.
La periodista y activista británica Caroline Criado Pérez menciona dicha investigación en La mujer invisible, que le valió el premio de la Royal Society al mejor libro de ciencia de 2019, donde analiza cómo les afecta a las mujeres contemporáneas, en diversos ámbitos, existir en un mundo hecho a la medida de los hombres. Cuenta que, en 2017, como parte de su investigación, se propuso comprobarlo revisando la enorme sección médica de una librería de Londres: “Las portadas de los libros de anatomía humana todavía estaban adornadas con hombres musculosos. En las ilustraciones de los rasgos comunes a ambos sexos continuaba habiendo penes injustificados. Vi carteles en los que se leía: ‘Otorrinolaringología’, ‘El sistema nervioso’, ‘El sistema muscular’ y ‘El sistema vascular y las vísceras’ y en todos ellos había un dibujo a gran escala de un hombre”.
Las diferencias en la salud de hombres y mujeres interesaron a Valls tras graduarse de la universidad, en 1968, y como médica de atención primaria comenzó a hacer observaciones: “Me di cuenta de que a la asistencia sanitaria primordialmente venían mujeres y que en urgencias veíamos más hombres. Ésa fue mi primera constatación de una diferencia. Pero pensé, y aún lo pienso, que los hombres no se preocupan tanto por su cuerpo y llegan al hospital cuando ya están muy mal, mientras que las mujeres piden ayuda antes”. Su elección de especializarse en endocrinología, después de tres años de práctica, surgió por una motivación personal: “Tenía especial interés en el ciclo menstrual, porque veía que en la facultad no me habían enseñado nada del ciclo y a mí la menstruación me había dolido mucho. ‘Si sólo te lo explican en una hora de clases, no es importante’, pensé toda la vida. Pero las pacientes que yo veía me contaban que tenían menstruaciones muy dolorosas. Me di cuenta de que era un tema casi desconocido”.
Valls comenzó a colaborar con el CAPS y en esta organización encontró una aliada para desarrollar sus trabajos. Desde allí coordinó, en 1990, el primer congreso internacional sobre salud femenina, donde además presentó su tesis sobre morbilidad diferencial. En ella sostiene que las ciencias de la salud carecen —y necesitan— de un estudio ordenado y sistematizado de las diferencias por sexo y por género entre mujeres y hombres; es decir, que necesitan considerar las distintas formas de enfermar y de morir de las mujeres, causadas tanto por tener un cuerpo con características específicas (sexo), como por el significado
social de esas diferencias biológicas (género). La endocrinóloga cree que, si un conocimiento así fuese parte de la formación de los profesionales de la salud, sería más fácil erradicar los sesgos de género, que han provocado históricamente que se diagnostiquen erróneamente las patologías femeninas, se excluya a las mujeres de los ensayos clínicos o se medicalicen innecesariamente procesos como el embarazo, el parto o la menopausia.
Valls comparte un ejemplo común. Durante la adolescencia, cuando el sangrado de la menstruación es más abundante, la pérdida de hierro puede convertirse en anemia. La médica recuerda que cuando ella estudió el fenómeno, fue muy complicado encontrar chicas de entre 13 y 20 años que tuvieran el hierro en niveles adecuados. “Con eso ya van cansadas, pierden memoria, capacidad de concentración, se les rompen las uñas, se les cae el pelo. Pero cuando les explico esto a los médicos me dicen: ‘Ah sí, les falta mucho hierro a todas las mujeres. Es normal’. Y les digo, ‘pero ¿y qué vas a hacer?, ¿no se los das? Si te faltara a ti el hierro, ¿qué harías?’ No porque un hecho sea frecuente quiere decir que lo tengamos que normalizar. Es frecuente y lo tenemos que cambiar. Los médicos tienen que aprender que lo que les han dicho que es normal, a veces no lo es”.
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La escritora y feminista Charlotte Perkins Gilman escribió en 1892 su cuento más famoso, “El tapiz amarillo”, después de sufrir una severa depresión posparto. Ahí ilustraba con claridad cuáles eran las posibilidades de una mujer de finales del siglo XIX—en este caso, de clase alta— ante los malestares de su cuerpo y mente. En un fragmento, la narradora sospecha que la razón por la que no logra sentirse bien es, paradójicamente, la profesión médica de su esposo: “¡Es que no cree que esté enferma! Y ¿qué puede hacer una? Si un médico prestigioso, que además es tu marido, le asegura a amigos y parientes que lo que le pasa a su mujer no es en realidad nada grave, sólo una ínfima depresión nerviosa transitoria (tal vez una ligera propensión a la histeria), ¿qué se puede hacer? Mi hermano, que también es un médico prestigioso, sostiene lo mismo. Es decir que tomo no sé si fosfatos o tónicos y viajo y respiro aire fresco y hago ejercicio y tengo rigurosamente prohibido ‘trabajar’ hasta que vuelva a encontrarme bien. Personalmente, estoy en desacuerdo con sus ideas. Personalmente, creo que un trabajo agradable e interesante me sentaría bien. Pero ¿qué puede hacer una?”.
Fue también Perkins Gilman quien popularizó el término “androcentrismo” para referirse a una visión del mundo que toma por universal la experiencia masculina. En su ensayo de 1911, El mundo hecho a la medida del hombre o nuestra cultura androcéntrica, la autora analiza los efectos negativos que hasta ese momento había tenido la dominación de un solo sexo en distintas áreas de la vida social, como las artes, la educación, la religión, los deportes o la política; una tendencia que podía rastrearse hasta el comienzo de la escritura en el antiguo Egipto. “En este periodo hemos tenido casi de forma universal lo que aquí llamo una cultura androcéntrica. La historia, tal como la conocemos, fue hecha y escrita por hombres. El desarrollo mental, mecánico y social fue casi por completo de ellos. Hasta ahora hemos vivido, sufrido y muerto en un mundo hecho por hombres”, escribió.
Un siglo después, el término de Perkins Gilman sigue sirviendo a quienes buscan explicar las inequidades enraizadas en la medicina. Carme Valls habla de “una cultura androcéntrica que ha considerado como inferiores o menos importantes los problemas de salud de las mujeres”. También señala el reduccionismo reproductivo en el que aún las encasillan y por el cual las políticas relacionadas con la salud femenina se centran en el embarazo, la anticoncepción y la planificación familiar, pero desestiman otros problemas frecuentes de la salud de las mujeres. Valls cuenta que, cuando fue legisladora en el Congreso catalán, entre 1999 y 2006, lanzó una iniciativa que, aunque parezca pequeña, recuerda como un gran logro. En Cataluña existía una red de clínicas públicas llamadas Centros de Atención a la Mujer, que en realidad se dedicaba a la salud reproductiva. Valls exigió llamar a las cosas por su nombre y alegó en una sesión parlamentaria: “¡Pero si la mujer es algo más que un útero con patas!”; ahora esas clínicas se llaman Unidades de Atención a la Salud Sexual y Reproductiva.
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Yentl, un personaje de ficción que creó el Nobel de literatura Isaac Bashevis Singer, es una joven judía, de inicios del siglo xx, tan interesada en estudiar el Talmud que decide cortarse el pelo y actuar como hombre para poder acceder a una educación que, en su tiempo, estaba vetada para las mujeres. En ella se basó la cardióloga neoyorkina Bernadine Healy —la primera mujer en dirigir los Institutos Nacionales de Salud (NIH) de su país— cuando acuñó el término “síndrome de Yentl”, en 1991, al denunciar en The New England Journal of Medicine que había sesgos de género en la atención primaria de enfermedades cardiovasculares. Escribió que, si un hombre y una mujer llegaban a la sala de urgencias con síntomas de infarto, era menos probable que a ella se le hiciera un diagnóstico eficaz y, por lo tanto, se le diera un tratamiento oportuno, y que esto se debía a que los síntomas de infarto en las mujeres no siempre son los que los libros catalogan como típicos; es decir, los más frecuentes que padecen los hombres, como el dolor aplastante en el centro del pecho que irradia hacia el brazo izquierdo. En el cuerpo de la mujer son comunes los síntomas atípicos: un estado nauseoso o de indigestión, falta de aire, angustia, así como un dolor abdominal alto que sube hacia el cuello y las mandíbulas. Healy denunció la falsa pero extendida creencia de que ellas enferman menos del corazón por la protección que les brindan sus hormonas, la cual se explicaba por décadas de ensayos clínicos realizados únicamente con varones, lo que, a su vez, provocó que los síntomas de éstos se tomaran como la norma. Otra cardióloga, Nanette Wenger, considera que el origen del mito está en el hecho de que los hombres se infartan más jóvenes, cuando están “en el pico de sus carreras y son más visibles”, dijo a CNN, mientras que las mujeres lo hacen de forma más común después de los 65, relegadas a sus hogares y condenadas a la invisibilidad.
Uno de los casos emblemáticos de mala praxis por sesgo de género en la atención de infartos es el de Paula Upshaw, una mujer de Maryland, Estados Unidos, de 34 años que llegó a la sala de urgencias con los síntomas típicos de un ataque al corazón. Los conocía bien porque era profesional de la salud y trabajaba como terapeuta respiratoria. Probablemente por su sexo y edad, quienes la revisaron nunca consideraron que en efecto se tratara de un infarto, a pesar de que le realizaron un electrocardiograma por insistencia de la paciente. Probablemente no lo miraron. Al final, le dijeron que sus síntomas eran el resultado de una indigestión y la enviaron a casa con una receta de antiácidos y medicamento contra las úlceras. Pero el dolor no cesó e insistió con dos visitas más al hospital en un lapso de casi dos semanas. Tras el tercer electrocardiograma, y un tercer diagnóstico erróneo, Upshaw se negó a retirarse hasta que la ingresaran. Al día siguiente, un cardiólogo de guardia, que revisaba los electrocardiogramas del día anterior, preguntó: “¿Quién es el paciente de 34 años con un infarto masivo?” Ese mismo día, la operaron de emergencia, una cirugía de bypass de la arteria coronaria para redirigir su flujo sanguíneo.
Por el daño irreparable que sufrieron los músculos de su corazón, debido a la falta de atención temprana, Upshaw vivió el resto de sus días —hasta los 58 años— con una capacidad cardíaca limitada. “Siempre les digo a las mujeres que soliciten ver los resultados de sus pruebas”, dijo al L.A. Times en 2003. “Incluso si no sabes lo que significan, actúa como si lo supieras, porque eso forzará al médico a explicarse y tendrá que mirar el estudio. Ésa es la culpa con la que vivo a diario: que no fui una buena abogada para
mí misma”.
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Gabriela Borrayo nació en Tetitlán, Nayarit, en 1968. Es la sexta de ocho hermanos en una familia que describe como tradicional y es hija de un agricultor de caña de azúcar y una ama de casa. En sus recuerdos, la educación siempre fue igualitaria. “Nunca vi diferencias en el trato entre mujeres y hombres, ni de niña ni de joven ni como estudiante, hasta que llegué a la especialidad en cardiología”, cuenta en entrevista en marzo de 2021, antes de entrar a una junta con algunos de sus colegas médicos. Va vestida con un saco color vino y una mascada de flores al cuello. Lleva una mascarilla KN95, la melena oscura, suelta. “Todo estuvo muy bien mientras fui residente, pero cuando me empezaron a dar cargos de mayor responsabilidad, empezaron los problemas”, dice a través de Zoom.
En octubre de 2020, la Asociación Nacional de Cardiólogos de México (ANCAM) la nombró presidenta, la primera en sus 37 años, y Borrayo tomó las riendas a pesar de las resistencias que encontró, como intentos de sabotaje por parte del grupo dominante en uno de los gremios con mayor índice de masculinización (80% hombres y 20% mujeres). Un año antes recibió el Premio Nacional de Salud por Excelencia en Cardiología y, entre los años 2015 y 2016, dirigió el hospital público Centro Médico Nacional Siglo XXI. De su gestión en ANCAM espera incrementar el número de cardiólogas, así como concientizar a la población femenina sobre las enfermedades cardiovasculares.
Además de ocupar puestos de liderazgo en instituciones de salud públicas y privadas, es investigadora, autora de artículos científicos y mamá de dos hijos universitarios. El tema que más ha estudiado es el infarto, que es la muerte o daño del músculo cardíaco —el miocardio— a causa de la obstrucción de alguna de las arterias coronarias que nutren el corazón. Se convirtió en experta en el tema durante los programas de maestría y doctorado en Ciencias Médicas, que terminó con mención honorífica en la UNAM. Su análisis de una base de datos de más de 50 mil pacientes del Instituto Nacional del Seguro Social (IMSS) con ataques al corazón fue el punto de partida para lo que se convertiría en el programa Código Infarto. La doctora lo llama “mi programa orgullo”: trabajó en el protocolo durante tres meses, en un cubículo de dos y medio metros cuadrados, antes de presentarlo al director de la organización de salud pública más grande del país.
Código Infarto es un protocolo diseñado para garantizar el diagnóstico y tratamiento oportunos de los pacientes en la sala de urgencias, mediante la capacitación de doctoras y doctores, enfermeras y enfermeros, así como camilleros, vigilantes, asistentes médicos y jefes de servicio, para que sus acciones coordinadas acorten el tiempo de atención y se puedan evitar las muertes súbitas. En la aplicación IMSS Digital se pueden encontrar las unidades médicas que siguen el protocolo y localizar la más cercana. De acuerdo con Borrayo, el tiempo en que se realiza el electrocardiograma, cuando un paciente llega a urgencias, se ha reducido de 15 a siete minutos. Según las cifras del propio IMSS, desde que la estrategia se puso en marcha, en 2015, se han reducido las muertes por esta causa en 58%.
A pesar de los avances para erradicar la creencia de que las cardiopatías afectan únicamente a los hombres, aún hacen falta esfuerzos. “Esto viene de la falta de información, porque los mismos especialistas no la hemos sabido transmitir. No hemos sido muy claros en comunicar que la mujer se muere más del corazón”, reflexiona Borrayo. La historia ha sido distinta en el caso del cáncer de mama, una enfermedad para cuya prevención se han hecho campañas muy exitosas, pero que afecta a muchas menos mujeres. En 2019 se registraron 7 527 fallecimientos por cáncer de mama en México, mientras 72 768 mujeres murieron por cardiopatías; en promedio, 200 al día, según el INEGI. Si bien, en números absolutos, mueren más hombres por fallas del corazón (83 258), al analizar los decesos por infarto en hospitales se observa una mayor mortalidad en ellas. Las causas están relacionadas con el sesgo de género en la atención médica y la autopercepción del rol de género. Lo explica Borrayo: “Las mujeres tardan más en llegar al servicio de urgencias, entre 30 y 60 minutos, pues en muchos casos tienen la experiencia [previa] de los dolores de parto y el dolor de infarto no es tan fuerte. Además, sus síntomas son atípicos y, por una situación cultural, la mujer dice ‘yo debo estar bien, me voy a aguantar’. Cuando una mujer con infarto llega por fin a urgencias con síntomas que no son de libro, alguien que no esté bien formado puede decirle ‘usted trae broncas de estrés o problemas psiquiátricos’”. Por eso, durante las capacitaciones a los profesionales de Código Infarto también se hace énfasis en la necesidad de creerles a las mujeres. El fenómeno no es exclusivo de México. En Estados Unidos, la American Heart Association lanzó la iniciativa Go Red for Women, una plataforma para aumentar la concientización de la salud cardíaca en las mujeres.
A todo esto hay que sumar que las mujeres tienen más factores de riesgo acumulados, por padecer en mayor proporción hipertensión arterial (en México, 45% contra 33% de hombres de la misma edad, según el INEGI), diabetes (25% contra 20%) y sobrepeso u obesidad (31% contra 22%). Otros riesgos exclusivos en ellas son haber tenido la menstruación o la menopausia a edades tempranas, el consumo de anticonceptivos, padecer el síndrome del ovario poliquístico o preeclampsia durante el embarazo.
Borrayo sabe que es muy importante que se reconozca a las mujeres como un grupo de alto riesgo en las cardiopatías. Por eso se unió con otras colegas en la creación de la Iniciativa por el Corazón de la Mujer, que recientemente se formalizó como un capítulo de la ANCAM. Las profesionales que la integran han organizado congresos médicos y charlas dirigidas a la población, en vivo y ahora también a través de un canal de YouTube. Una de sus primeras acciones, en 2015, fue una campaña en la vía pública, afuera del World Trade Center, en la Ciudad de México, donde un grupo de enfermeras evaluó a 500 mujeres, de 40 a 45 años, que iban pasando por ese sitio. La cardióloga recuerda de memoria sus hallazgos: “Tenían un índice de masa corporal de 27 o 28 [el índice normal está entre 18.5 y 24.9], más de 90 centímetros de perímetro abdominal, hipertensas en un 56% y diabéticas, que no lo sabían, 11%. También medimos el colesterol y 70% tenía una alteración. Ahí nos dimos cuenta de que las mexicanas van caminando por la calle con una bombita de tiempo”.
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Cuando Luz María Moreno cursó Medicina en la UNAM, entre 1969 y 1975, 70% de los estudiantes matriculados eran hombres y 30% eran mujeres. Hoy la proporción se ha invertido con cerca de 65% de alumnas. Sin embargo, de acuerdo con la fundadora y coordinadora del Programa de Estudios de Género en Salud del Departamento de Salud Pública de la UNAM, el aumento no ha puesto fin a la discriminación sexista por parte del profesorado ni ha erradicado el discurso androcéntrico que forma parte de la socialización médica en la facultad. “La medicina es un campo muy androcéntrico y jerárquico, donde las mujeres ocupan una posición de inferioridad”, dice acerca del discurso masculino implícito que permea la investigación y la educación médicas.
En la UNAM, el currículum formal sólo incluye una asignatura optativa para analizar la práctica médica con perspectiva de género. La imparte Moreno, una mujer de 72 años que fue la responsable de introducir este enfoque en la facultad hace casi dos décadas. La semilla se sembró en ella unos cuantos años atrás, gracias a su participación en un seminario que impartió Graciela Hierro, una de las precursoras del feminismo en México y la fundadora del Programa Universitario de Estudios de Género.
“Ingresé por curiosidad, sin saber exactamente de qué se trataba, pero ahí me di cuenta de que siempre había sido feminista, aunque no lo hubiera identificado como tal”, dice con ritmo pausado y por videoconferencia desde su casa en la Ciudad de México.
La mayoría de sus estudiantes son mujeres —alumnas de primero y segundo año de la carrera— y la profesora ha observado que, a cada inicio de curso, llegan con mayor interés y sensibilidad, incluso identificándose como feministas. “Es una buena noticia, aunque para mí lo ideal sería poder llegar a quienes no tienen ninguna sensibilidad, en quienes realmente puedes crear una conciencia de género”. Conoce las dificultades que esto representa; cuando empezó a hacer difusión entre colegas sobre las relaciones entre género y salud, recibió muchas bromas pesadas y descalificaciones: “Yo siempre he dicho que hay que ser terca y dejar que se nos resbale; hay que tener mucha resistencia a la frustración”. En 2008 se formalizó el Programa de Estudios de Género en Salud que aún dirige y a través del cual se organizan seminarios, foros y otras actividades académicas. Desde ahí, Moreno y algunas de sus compañeras han hecho esfuerzos para incluir sus temas de estudio en alguna asignatura obligatoria, pero sólo han recibido negativas: “A muchos profesores les parece que estos temas no tienen importancia. Dicen que los y las estudiantes ya llevan demasiadas materias. Incluso les he propuesto hacer talleres de reflexión en los que juntemos a varios grupos, pero hay mucha oposición”.
Moreno nació en Tlaxcala, en el centro del país. Sus padres eran profesores de primaria. Cuando estaba por elegir la carrera de medicina, su padre le sugirió que considerara mejor ser docente y una cuñada opinó que le iba a ser muy difícil encontrar marido si cursaba una carrera tan larga. Pero ella continuó con sus planes y se mudó de ciudad. De sus años como estudiante no recuerda haber sufrido ningún episodio de discriminación de género. “Como tengo perfil indígena, percibía más la discriminación étnica que la de género, pero sí debo haberla vivido. Yo creo que estaba muy bien socializada”, dice. Contra las predicciones de su cuñada, en la facultad conoció a su marido, hoy oncólogo, con quien tuvo dos hijas y un hijo. Llevan casados 46 años.
La profesora adoptó su actual línea de investigación varios años más tarde, tras la crianza de sus hijos y su encuentro con el feminismo. En 1995 se inscribió a una maestría en enseñanza y presentó una tesis sobre la relación entre el cáncer de cérvix y los estereotipos de género. “Me pregunté por qué las mexicanas no acudían a hacerse la prueba de Papanicolaou, cuando es relativamente sencilla y previene el cáncer cervicouterino. La prueba resolvió el problema en los países desarrollados, pero en México menos de 50% de las mujeres acude de forma periódica a checarse. Hay muchas que no lo hacen nunca”, explica.
En el estudio, analizó dos grupos de pacientes diagnosticadas con cáncer. El primero estaba conformado por mujeres que sólo se habían hecho la prueba una vez y así habían descubierto que estaban en una etapa avanzada de la enfermedad. En el segundo grupo, las mujeres habían acudido a revisiones periódicas, por lo que descubrieron un cáncer temprano y curable.
“Encontré que había diferencias en cuanto a la construcción de género en uno y otro grupo”, dice la académica. Las mujeres del primer grupo habían tenido relaciones violentas y habían asumido el rol de sumisión; habían tenido más hijos, desde más jóvenes —lo que implica un mayor riesgo para este tipo de cáncer—; tenían un menor nivel de escolaridad; la relación con sus padres era distante; y la sexualidad permanecía como un tema tabú. Las mujeres del otro grupo, en cambio, mostraban mayor apertura para hablar de sexualidad; se apartaban más del rol tradicional de género; eran más conscientes sobre su derecho a una vida libre de violencia, por lo que habían roto con relaciones de este tipo; y habían tenido más parejas. Moreno concluye que una construcción de género más conservadora y estereotipada, resultado de una formación en el patriarcado, está asociada a un menor acceso a la salud sexual y reproductiva. Y que la inequidad de género cuesta vidas.
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Se sabe que la causa del cáncer cervicouterino es la evolución de ciertos tipos del Virus del Papiloma Humano (VPH). Pero es menos conocido —y Luz María Moreno se sorprendió al enterarse un día, a través de sus alumnos— que entre los médicos se habla, entre risas, de otro síndrome con sonido similar: el PVH, las siglas de “Pinches Viejas Histéricas”. El término despectivo hace referencia a una tendencia real a acudir a los centros de salud con malestares y quejas que médicas y médicos por igual minimizan o no diagnostican. El fenómeno se conoce como “hiperfrecuentación de los servicios”, es más común en las mujeres y algunos expertos en salud mental lo han estudiado con perspectiva de género. Entre ellos, Shoshana Berenzon, profesora- investigadora del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente Muñiz y Premio Nacional de Psiquiatría 2018, quien coordinó un estudio cualitativo con usuarias de los centros de atención primaria en la Ciudad de México, mujeres de bajos recursos de entre 17 y 70 años.
En las entrevistas, las pacientes reportaron sentirse mal, intranquilas, irritables o desesperadas y algunas presentaron quejas como dolor de cuerpo, cansancio, jaquecas, bochornos, fallas en la memoria, insomnio, temblor en las manos y presión alta. Esto lo asociaron con tener problemas en casa, falta de recursos económicos y vivir en un ambiente de violencia, entre otros factores. Pero también reconocieron que no hablan de lo anterior con los médicos: ni ellos preguntan ni le dan importancia ni hay tiempo suficiente para que ellas expresen sus preocupaciones en consulta. En su curso, Moreno hace énfasis en que sus estudiantes tomen en cuenta las condicionantes de género en las pacientes: “Lo que vemos es que probablemente estas mujeres sufran violencia y eso hace que vayan a los servicios de salud como un refugio; habría que estudiar bien cada caso antes de catalogarlas de manera despectiva”.
El androcentrismo médico puede expresarse como un mal chiste, pero en la práctica puede destrozar vidas. Está el caso de la violencia obstétrica, aquélla que sufren las mujeres durante el embarazo, el parto o el posparto —atropellos a sus derechos humanos y reproductivos por parte del personal de salud, disfrazados de burlas, regaños, ironías o humillaciones, pero que conllevan manipulación de la información, prácticas invasivas como la cesárea no justificada, el aplazamiento de la atención urgente o la esterilización forzada—. De 8.7 millones de mexicanas que tuvieron al menos un parto entre 2011 y 2016, un tercio de ellas (33%) refirió haber sufrido algún tipo de maltrato (ENDIREH, 2016).
Mariana Campos hizo público en sus redes sociales, el pasado 8M, que fue víctima de violencia obstétrica.La coordinadora del Programa de Gasto Público y Rendición de Cuentas de la organización México Evalúa decidió contar su historia para visibilizar este tipo de agresión contra las mujeres. Narró que hace nueve años perdió a su hija recién nacida por negligencias de sus médicos (un hombre y una mujer), a quienes denunció en un caso que llegó hasta la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). La economista explica que sus doctores le recetaron en la semana 38 del embarazo un medicamento contraindicado, lo que dañó la circulación del feto. Cuando Campos comenzó a sentir cambios en el movimiento habitual de su hija, de inmediato llamó a uno de los médicos, que no le dio importancia al hecho y le prescribió reposo. Insistió en hablar con su doctor por teléfono, pero éste “estaba en una celebración de Año Nuevo que imagino no quería interrumpir” y ante la falta de respuesta, se fue al hospital. “Al llegar, una enfermera y un médico de guardia me hicieron un monitoreo fetal; desde el inicio éste mostró que mi hija estaba grave, que era una situación de vida o muerte. Pero no me practicaron la cesárea de emergencia porque el médico de guardia quería que me la practicara mi médico tratante. Dijo que lo quería esperar. Ellos deciden por nosotras”. El doctor llegó varias horas después, indicó suministrar suero glucosado y se volvió a ir. “Se fue del hospital, nos abandonó estando mi hija tan grave, todavía en mi vientre. Siguió perdiendo el tiempo, negándome el derecho a una atención oportuna de la urgencia del embarazo, que está considerada en la norma de atención al embarazo. Mi hija moría poco a poco”. El médico volvió a aparecer cuando Campos exigió por teléfono su presencia en el quirófano, pero fue demasiado tarde. “Mi hija nació muy grave y murió una hora después. Uno de mis mayores dolores es que nunca vi sus ojos abiertos. Cuando salí de la sala de recuperaciones recibí la noticia de su muerte y cuando la cargué, ella ya estaba muerta y con sus ojitos cerrados”.
Su batalla legal se extendió por nueve años y terminó con un amparo otorgado a los médicos por la SCJN. “La falta de profesionalismo y hasta la posible corrupción que sucedió en la atención de mi asunto por parte de la Primera Sala de la SCJN es una violación a mis derechos humanos y a los de mi hija: su derecho a la vida, nuestro derecho a la salud y mi derecho a la justicia”, escribió al final de un testimonio que recibió más de 3 800 reacciones en Twitter. Algunas mujeres compartieron sus propias historias en los comentarios. Campos le respondió a una de ellas: “Todos los casos tienen un común denominador: no escuchan a la paciente, ignoran cómo te sientes, te minimizan”.
Desde que, hace 30 años, Bernadine Healy escribió El síndrome de Yentl para hacer un llamado a la comunidad médica, se han hecho avances significativos que pueden llevar al optimismo. Revistas como The Lancet exigen investigaciones en las que se estudie de forma proporcional a hombres y a mujeres y artículos que presenten sus resultados desagregados por sexo. Una veintena de universidades estadounidenses ha adoptado un programa multidisciplinar de salud femenina impartido a los residentes internistas, The Women’s Health Track. Como afirma Carme Valls, “la ciencia médica es androcéntrica pero eso ha de cambiar; tenemos que darle la vuelta”.
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