A raíz de la violencia en Baja California, Guanajuato, Jalisco y Chihuahua, la población se pregunta si las cosas empeorarán. Pero seguimos aceptando la versión de las autoridades y estamos atascados en la narrativa del narco, que ya define todo y nada. Necesitamos espabilarnos y comprender las particularidades de la violencia a nivel local, trasnacional y las dinámicas que comparten.
Hace una década, cuando comencé a estudiar desde una perspectiva académica el crimen organizado en México, nadie me preguntaba si las cosas iban a empeorar. Mi investigación era más una curiosidad que un imperativo de política pública. En aquellos años, la violencia, según versiones oficiales y mexicanos y mexicanas que confiaban en la institucionalidad, era algo que ocurría “entre cárteles en una disputa por la plaza”. Se mataban “entre ellos” en lugares estratégicos para el narcotráfico, como Ciudad Juárez y Tijuana. Es decir, la violencia les pasaba a otros, a los que en algo andaban metidos, pero no a “gente buena”.
Las violencias, como las ocurridas en las últimas semanas en Guanajuato, Jalisco, Chihuahua y Baja California, han modificado las preguntas que recibo. La gran preocupación es si las cosas empeorarán. Si la quema de Oxxos en Guanajuato, las muertes en Juárez y los bloqueos en Tijuana son indicios de otra espiral de violencia. La triste constante es que seguimos empeñados en tener un debate público atorado en el lugar común de los (concebidos) cárteles y la (concebida) plaza, y en la misma evaluación de la estrategia de seguridad, reducida a los homicidios —¿subieron o bajaron?—, cuando ya también somos el país de los más de cien mil desparecidos en un continente donde la Guerra Sucia más conocida, la de Argentina —allá se han emitido sentencias por crímenes de lesa humanidad—, resultó en treinta mil desaparecidos.
Encallamos en la “narconarrativa” y eso obedece a la imposibilidad de conocer algunas causas de las violencias porque aceptamos que se trata del “Mayo” o de la “Reina del Sur” e ignoramos lo que sí sabemos y que cada año acumula más evidencia, esto es: los efectos de las violencias en áreas que han sido catalogadas como “estratégicas para el narco”, en vez de ser entendidas como ciudades con habitantes que tienen que (sobre)vivir en un contexto de violencia crónica, como sucede en muchas ciudades fronterizas.
La imposibilidad de saber
Un día después de la violencia en Guanajuato y Jalisco, el presidente López Obrador comentó en su mañanera del 10 de agosto que los eventos fueron una reacción a la captura por parte de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) de dos presuntos líderes criminales, quienes supuestamente se habían reunido en el municipio de Ixtlahuacán del Río en Jalisco. La prensa extranjera, aquella que se preocupó por explicar lo ocurrido y no solo discutir si esto ameritaba cancelar las vacaciones en México, también reprodujo esta versión.
Con un pasado reciente como el del jueves negro en Culiacán, cuando el intento de capturar a Ovidio Guzmán paralizó a la ciudad y atemorizó a sus habitantes, no era difícil aceptar que lo mismo hubiera ocurrido en Jalisco y Guanajuato. Es decir, en el país existe un precedente claro de cómo el intento de capturar a un presunto líder criminal puede detonar una confrontación entre autoridades y criminales. Recordemos el video, publicado por la Sedena, de un militar pidiéndole a Ovidio: “Dile a tu gente que pare todo”, y Ovidio hablando por celular, diciendo: “Ya no quiero que haya desmadre, por favor”. En el caso del jueves negro, el mismo presidente públicamente reconoció haber dado la orden de liberar a Ovidio para evitar más violencia. Una decisión con la que muchos culichis concordaron a fin de evitar años como 2008 y 2009, cuando la violencia en la ciudad se disparó.
Dos días después, cuando hubo tiroteos en Ciudad Juárez, la violencia se explicó a partir de una confrontación dentro del Cereso Número 3 entre los “Chapos” y los “Mexicles”. Aunque la situación fue controlada dentro del Cereso, aparentemente los Mexicles perpetraron actos de violencia indiscriminada en la ciudad, con nueve personas asesinadas, incluyendo a un menor de edad, durante las horas de pánico en Juárez.
Cuando los bloqueos y coches quemados fueron noticia en Baja California, el gobierno local primero lo atribuyó a la violencia que había ocurrido en Jalisco, Guanajuato y Chihuahua. Así, su primera reacción fue vincular esta violencia a la ocurrida en otras partes de México, porque se supone pero no se explica. En cambio, hoy todo parece indicar que las violencias de la semana del 8 de agosto, aunque terribles para las poblaciones que las vivieron, no son producto de una “lucha entre cárteles” organizada con precisión desde alguna sierra del país.
Más aún, contrario a lo comunicado por el presidente, esto tampoco es un déjà vu del jueves negro sinaloense. Para el 15 de agosto, durante una conferencia de prensa especial sobre seguridad, la Sedena negó que la violencia en Guanajuato y Jalisco fuera resultado de un operativo diseñado a partir de su propia inteligencia. En cambio, de acuerdo con la propia Secretaría, ellos actuaron en respuesta a reportes sobre personas armadas en la zona y fue cuando llegaron al lugar del reporte que fueron agredidos. Las personas detenidas y puestas a disposición del ministerio público no eran líderes criminales. Solo después de los hechos, la Sedena supo de la presencia del “R. R.” y el “Apá” en la zona.
El problema no es solo que existan distintas versiones de los hechos, emitidas desde el gobierno federal —con el presidente atribuyendo la violencia a una captura que la Sedena dice que nunca ocurrió—, sino que estos lugares comunes de “narcolandia” ofuscan la rendición de cuentas. Me explico. Cuando aceptamos versiones sobre las causas de la violencia del tipo “los criminales se matan entre ellos”, tácitamente aceptamos también que esas son personas que no gozan o incluso que no merecen la protección del Estado. Por ende, cuando ocurren actos de violencia y el Estado nos dice que fueron entre criminales, también abandona su obligación de garantizar derechos. Con esto no quiero decir que no existan las confrontaciones entre grupos criminales —por supuesto que las hay—, pero la responsabilidad de las autoridades no se termina en el acto de decirnos cuántas personas murieron o resultaron heridas. Tiene que investigar y probar la culpabilidad. Esa, por cierto, es la lucha de muchas familias en México que buscan a sus seres queridos. Aun cuando sus hijos o hijas hayan delinquido, tienen derecho a darles un descanso final digno y el Estado, la obligación de demostrar su culpabilidad, en vez de usar sus presuntas actividades criminales para abandonarlos en una fosa clandestina “porque en algo andaban metidos”.
La rendición de cuentas también supone asumir nuestra responsabilidad como ciudadanos de una democracia. A la fecha las autoridades nos han dicho que han arrestado a cincuenta personas vinculadas con las violencias ocurridas en Jalisco, Guanajuato, Chihuahua y Baja California. Nuestra tarea es dar seguimiento a estos casos. Sin duda, no es una tarea fácil. Como bien sabemos, el periodismo en México pasa por un momento crítico, en el que reportar e investigar la violencia y la corrupción que la hace posible es, sin exagerar, un tema de vida o muerte. Además, como ciudadanos, desconfiamos de las instituciones de procuración de justicia. De acuerdo con la Encuesta sobre la Calidad de la Democracia en México (Encade), el 34% de la población considera que ocurren prácticas de corrupción con “mucha frecuencia” entre jueces y magistrados, y el 30% piensa que son “algo frecuentes”. Igualmente preocupante es que un 38% considera “poco probable” que las denuncias en el sistema legal se resuelvan eficiente y puntualmente, mientras que para un 20% de la población es “nada probable”. Esto importa porque si las autoridades nos dicen que los Mexicles son responsables de los asesinatos en Ciudad Juárez, entonces también es preciso saber cómo se determinó su culpabilidad. No basta con que nos digan: fueron los Mexicles o los Chapos o los [inserte el apodo que quiera aquí].
Así, la imposibilidad de saber —en la que estamos sumidos como país— no es si el “R. R.” y el “Apá” efectivamente estaban en Ixtlahuacán del Río en una reunión. La imposibilidad de saber está en que no salimos del titular noticioso que nos anuncia el arresto. Deberíamos exigir que el Estado cumpla con su función de investigar y demostrar la culpabilidad de presuntos líderes criminales o actores estatales perpetradores de violencias. Con Ayotzinapa tenemos una gran oportunidad: aplaudamos el informe y las órdenes de aprehensión, pero celebremos el día que tengamos las sentencias.
Los efectos de la violencia
En México “el narco” se ha vuelto esa categoría que describe desde la delincuencia organizada que roba la tienda de abarrotes de la esquina hasta las operaciones criminales trasnacionales. Es todo y nada. Más allá de estos problemas conceptuales, la “narconarrativa” también nos distrae de la evidencia apabullante sobre los efectos de la violencia y las dinámicas entre las economías lícitas e ilícitas que existen en el país.
Es cierto que su ubicación fronteriza hace de Tijuana una ciudad importante para actividades criminales trasnacionales, como el tráfico de sustancias ilícitas y de personas, pero estas también ocurren a la par de actividades criminales locales que se benefician de la economía legal. Cuando la alcaldesa de Tijuana, Montserrat Caballero, publicó un video pidiéndole al crimen organizado que “cobrara las facturas a quienes no les pagaron”, evidenció precisamente estas dinámicas.
Al respecto, el crecimiento económico de Baja California se debe en gran medida a su integración con la economía de California. Esta megarregión —conocida localmente como CaliBaja, que incluye todos los municipios de Baja California y los condados Imperial y San Diego en California— genera anualmente un PIB de 250 mil millones de dólares. Ese crecimiento económico, si bien no ha generado mayor equidad en el estado, es tierra fértil para las actividades del cobro de piso. En el informe “Impuesto criminal: la extorsión empresarial en Baja California” publicado en 2021 por México Evalúa, se afirma que los negocios pagan desde dos mil hasta cien mil pesos a los extorsionadores. Más aún, el 91% de los entrevistados en la entidad reportó presencia de por lo menos una autoridad —policía municipal o estatal, Guardia Nacional o fuerzas armadas— donde está el negocio, lo que sugiere que la victimización no es producto de una ausencia de los agentes del Estado.
Este tipo de actividad criminal predatoria necesita también de un equilibrio delicado, en particular en ciudades fronterizas que dependen considerablemente de Estados Unidos. En ese sentido, si un grupo criminal genera ingresos de cobrar piso, el ingreso desaparece si los negocios no pueden operar. Por ejemplo, tras los bloqueos del 12 de agosto en el estado, la Coparmex de Tijuana reportó que nueve de cada diez consultas médicas y cirugías programadas en la ciudad habían sido canceladas por la violencia. Esta afectación al turismo médico no es menor para el estado: anualmente Baja California recibe a 2.5 millones de pacientes que provienen de Estados Unidos.
Esto es relevante —insisto— porque si bien el cobro de piso requiere de muestras públicas de violencia que convenzan a las víctimas potenciales de que tienen que pagar o habrá consecuencias, no toda violencia es útil para el negocio. Por lo tanto, cuando la alcaldesa de Tijuana se dirige de manera abierta a “los criminales” y pide que solo cobren a quienes no les han pagado, habría que preguntarse quiénes son aquellas personas que se benefician de estas muestras públicas de violencia y cuáles son las estructuras con autoridades, en los tres niveles de gobierno, que permiten que sucedan en primer lugar. Si algo desnudó el comentario de la alcaldesa, reiterado a pesar de que el secretario de Gobernación lo atribuyó a sus nervios, es que la violencia no es algo que le pasa a otros, a los que en algo andaban metidos, sino a poblaciones enteras en México.