¿Por qué la violencia en México está relacionada con la democracia?

Las entrañas autoritarias de la democracia y las guerras criminales en México

¿Qué tienen que ver las elecciones en los estados con el aumento de la violencia? ¿Por qué México transitó a la democracia manteniendo a las fuerzas armadas y de seguridad pública como instituciones autoritarias? Carlos Bravo Regidor conversa con los investigadores Sandra Ley y Guillermo Trejo, autores de Votos, drogas y violencia (Debate, 2022).

Tiempo de lectura: 27 minutos

Carlos Bravo Regidor (CBR): Su libro propone que los altos niveles de violencia que ha vivido México no son una desviación ni un accidente, sino un atributo inesperadamente constitutivo del proceso de democratización de finales del siglo XX y principios del XXI. Se trata de un argumento trágico, pero que contribuye a entender mejor dónde desembocó la transición a la democracia y por qué sucedió así.

Guillermo Trejo (GT): Sí, el libro es una crítica muy profunda a la forma en que México transitó a la democracia, porque fue una transición que se concentró fundamentalmente en la dimensión electoral y asumió que era la única relevante, en aquel espíritu, propio de los noventa, de pensar la democracia en términos minimalistas o schumpeterianos —y se creía que ésa era la democracia a la que debía aspirar un país—. El minimalismo del fin de la historia consistía en pensar que si hay elecciones competitivas, por un lado, y mercados competitivos, por el otro, ya con esas dos dimensiones se arregla el mundo. En realidad, los países tienen que transitar en múltiples dimensiones. Entonces, una crítica muy fuerte en nuestro libro es que la transición mexicana a la democracia se ciñó a lo que la politóloga Terry Lynn Karl llama “electoralismo”. México pasó de un sistema de partido hegemónico a uno multipartidista, pero con las policías, fuerzas armadas, ministerios públicos y procuradurías del autoritarismo. En pocas palabras, México se democratizó pero con instituciones autoritarias en las entrañas. La gran deuda de esa transición, y ahora de la 4T, es que seguimos con esos enclaves autoritarios. Para nosotros, como investigadores de la violencia, eso es lo fundamental.

CBR: Al leer su libro, recordé algunos debates de la transitología clásica sobre los dilemas entre democracia o justicia y democracia o memoria, y las discusiones que hubo sobre las leyes del punto final, los pactos de olvido, las amnistías. Entonces se teorizaba que la viabilidad de la democracia dependía de lograr acuerdos con las fuerzas autoritarias e incluso se argumentaba la necesidad de transigir con ellas, de brindarles algún tipo de inmunidad y tolerar que sobrevivieran o continuaran hasta cierto punto para hacer posible la democratización. Ustedes advierten que México transitó a una democracia en la que hay competencia y alternancia, pero no Estado de derecho, porque no hubo ninguna reforma profunda de los aparatos de seguridad e inteligencia ni de las fuerzas armadas, tampoco hubo una comisión de la verdad en serio, ningún proceso de justicia transicional. Postulan que ese es el pecado de origen al que hace falta remontarse para pensar la “larga noche de violencia en la que el país lleva sumergido”. Antes de entrar al tema de la violencia, quiero preguntarles sobre esa característica “iliberal” de la democracia mexicana, según el término acuñado por Fareed Zakaria, pues desempeña un papel muy significativo en su argumento: ¿por qué hubo países con transiciones que no se tragaron esos sapos del pasado autoritario y otros que sí lo hicieron? y ¿cómo es que México se convirtió en uno de los segundos?

GT: Uno de los problemas de la transitología de los ochenta y los noventa fue suponer que si querías evitar una reacción fuerte de las fuerzas armadas o de las policías —e incluso un posible golpe de Estado—, lo mejor era optar por una estrategia conservadora y tragarse el sapo de las violaciones graves de derechos humanos en el pasado para abrirle un futuro promisorio a la democracia. Lo que hoy sabemos, gracias a distintos estudios sobre el impacto de largo plazo de la justicia transicional, es que eso no era del todo cierto. Si uno mira hacia América Latina, los países más violentos hoy en día son los que se tragaron el sapo, los que no tuvieron procesos de justicia transicional y no reformaron sus fuerzas armadas ni sus aparatos judiciales, como Brasil, Honduras, El Salvador y México. Los países que sí adoptaron procesos profundos de justicia transicional y que fueron poco a poco reformando sus aparatos de seguridad, como Argentina, Chile, Perú y Guatemala en distintos momentos, han tenido niveles de violencia muy distintos a los de México y no han experimentado guerras criminales.

Una de las preguntas centrales de la transición a la democracia es qué pasa con el ejército. Los países que adoptaron procesos fuertes de justicia transicional —aunque tuvieran sus limitaciones— lograron regresar a sus ejércitos a los cuarteles y evitar que se metieran en las políticas de seguridad pública. En México, durante la presidencia de Vicente Fox, con la Secretaría de Gobernación a cargo de Santiago Creel y la Procuraduría General de la República en manos de un militar, Rafael Macedo de la Concha, se dejó morir el primer intento de una reforma profunda y un programa de justicia transicional. La Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp) nunca prosperó. A final de cuentas, el Estado mexicano nunca hizo el informe, no lo publicó Vicente Fox. Quien terminó con la Femospp —y fue uno de sus primeros actos de gobierno— fue, irónicamente, Felipe Calderón, al mismo tiempo que declaró la guerra contra el narcotráfico. En ese momento, entre 2005 y 2006, para todo fin práctico, México renuncia a mirar su pasado represivo, la guerra sucia, las graves violaciones de derechos humanos cometidas por el ejército, la policía, los órganos de inteligencia y demás. Es entonces cuando Calderón decide enviar a ese ejército que nunca se reformó, al que nunca se le pidieron cuentas, y a esas policías que violaron derechos humanos, a la guerra, y lo que ellos hacen es utilizar las técnicas de la constrainsurgencia de los años setenta para pelear contra el narco. A su vez, el narco tenía policías privadas formadas con desertores del ejército, cuerpos de élite —como el Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales, los llamados “Gafes”, que se fueron con los Zetas— y expolicías. Esas eran las guardias y las milicias privadas de los cárteles.

México tampoco consigue llevar a cabo un proceso de justicia transicional porque el PRI logró jugar un papel muy fuerte y le exigió impunidad al nuevo gobierno de Fox a cambio de apoyo para las reformas electorales y para su programa de gobierno. Fox cedió. Además, no había una demanda muy fuerte de parte de sociedad civil. México no tuvo un movimiento de derechos humanos del calado y la fortaleza que tuvieron Chile, Argentina, Colombia ahora y Perú. Era un movimiento muy fragmentado, muy débil y la propia izquierda no exigió eso.

Por lo tanto, es por los gobiernos del PAN, por las élites, por el chantaje del PRI, por la debilidad endémica de la sociedad civil y por la ausencia de un movimiento de derechos humanos que no hubo justicia transicional.

Sandra Ley (SL): Si regresas a esa bibliografía que citabas sobre la transición a la democracia: lo que pasa es que todos tienen cadáveres en el clóset y si les haces frente, ¿cómo vas a poder gobernar?, ¿cómo vas a poder transitar a la democracia? El argumento decía que había que garantizar una estabilidad mínima, pero ahora sabemos que eso significa sacrificar el largo plazo por el muy corto plazo.

También ahora, en 2018, pareció abrirse una puerta para tener una discusión sobre justicia transicional, pero igual se dejó morir. Me parece que también tuvieron mucho que ver las negociaciones y pactos que hizo este gobierno, los diversos apoyos con los que el presidente quiso contar y por los que estuvo dispuesto a renunciar a una agenda que él mismo había propuesto durante su campaña. Es cierto que no se trataba de un verdadero paquete de justicia transicional, pero empezábamos a tener esa discusión y, finalmente, se perdió.

CBR: Su libro también hace un replanteamiento cronológico importante: en contra del hábito de suponer que 2006 fue el año cero de la violencia en México, ustedes ubican el principio del problema más o menos veinte años antes, a mediados de los años ochenta.

SL: Nosotros arrancamos la investigación un par de años después de que empezó oficialmente la guerra contra las drogas, en 2006, pero documentamos lo que había pasado antes para tener una línea base de comparación. Desde un punto de vista teórico, teníamos que investigar los momentos anteriores para averiguar por qué el presente tiene esta forma, pues habríamos esperado otra cosa luego del proceso de transición a la democracia. Ahora, ¿cuándo empieza la democracia en México? Se habla mucho del 2000, aunque la transición comienza desde abajo en los noventa. Entonces, había que recuperar esas experiencias anteriores, en los estados, para saber de dónde veníamos y entender qué pasó a partir de 2006. El proceso de documentación dejaba muy claro que desde antes ya había focos de violencia y cárteles; los grandes periodistas de investigación, como Jesús Blancornelas en Baja California, lo habían estado escribiendo. La violencia no comenzó en 2006 y la democracia tampoco empezó en el 2000. La cuestión, entonces, era hacer el recorrido histórico previo para saber si el problema de la violencia estaba engarzado con el proceso de la transición a la democracia, para ver si estaban relacionados y de qué manera.

Acerca de la violencia, partimos de que el crimen organizado depende de redes de protección para existir. Lo que sucede en los años noventa es que hay alternancias a nivel estatal: llegan al poder gobernadores de otros partidos y nombran nuevos equipos, cambian a todo el personal que estaba en los puestos clave de esas redes de protección del crimen organizado. Por ejemplo, los jefes de seguridad pública o los directores de los penales son figuras cruciales porque proveen información para mantener esas redes, que haya impunidad y no se procesen los delitos. Esos cambios generan una enorme incertidumbre para los grupos criminales, que no pueden pasar un solo día sin protección y entonces buscan otra manera de protegerse. ¿Cómo lo hacen? Con la formación de lo que llamamos “ejércitos privados”. Así, poco a poco vamos viendo alternancias de poder en los estados —Baja California, Chihuahua, Jalisco, Michoacán, Guerrero— y explosiones de violencia vinculadas a esos ejércitos privados. Son las guerras criminales que generan nuevos niveles de violencia, incluso comparables a los de una guerra civil. ¿De dónde parte Felipe Calderón? En ese momento, efectivamente, estábamos enfrentando niveles de violencia sin igual en la historia. No es que el diagnóstico de Calderón estuviera mal, es que la estrategia fue errada.

CBR: Uno de los protagonistas de esta historia son “los especialistas estatales en violencia”, es decir, el personal de las fuerzas de seguridad e inteligencia del régimen autoritario que, por un lado, ejercía labores de represión extrajudicial y, por el otro, gestionaba redes de protección para organizaciones criminales. Ustedes ubican a estos operadores oficiales de la ilegalidad, aunque no los identifican en términos individuales, como personajes que adquieren relevancia en el periodo anterior al punto de partida de su libro, que es la desaparición de la Dirección Federal de Seguridad en 1985. Se trata, según escriben en el segundo capítulo, de “una transformación histórica en la estructura coercitiva mexicana que sorprendentemente han pasado por alto los estudiosos de la narcoviolencia”. ¿Quiénes son estas personas tan decisivas pero, al mismo tiempo, tan espectrales?, ¿cuál es el lugar que ocupan en la evolución de las guerras criminales?, ¿qué más sabemos de ellas?

GT: Esperamos saber más una vez que concluya su tarea el mecanismo actual de esclarecimiento histórico del pasado, que está analizando de 1965 a 1990. También ha servido la evidencia que proviene del trabajo de distintos historiadores e historiadoras, de Alexander Aviña, Adela Cedillo y otros que han fundamentado muy bien el papel de la Dirección Federal de Seguridad y de las fuerzas armadas en la represión de los setenta y los ochenta. Nosotros los citamos como antecedente, pero nuestro punto de partida es cuando se disuelve la Dirección Federal de Seguridad porque significa un antes y un después en la historia represiva de México.

A partir del 85 no solo se transforma la Dirección Federal de Seguridad —se convierte en el CISEN y pasa de las fuerzas armadas a las fuerzas civiles—, sino que inicia en México una etapa de descentralización administrativa que afecta todo el aparato represivo. ¿Qué termina pasando? Muchos de los personajes de la guerra sucia, muchos de los generales y coroneles que pelearon en ella, empiezan a desconcentrarse y terminan como jefes de las policías en distintos estados. Se vio muy claramente al inicio de los ochenta, cuando todavía había gobernadores de extracción militar en Chiapas y en Oaxaca o cuando los propios jefes militares de la contrainsurgencia en Guerrero se quedaron como policías estatales, pero es un fenómeno que se tiene que indagar más a fondo. En las entrevistas que tuvimos con distintos actores de los estados sobre los primeros gobiernos de transición, varios dijeron de manera anónima: “Es que cuando llegamos al poder, resulta que quienes estaban enquistados en las policías estatales y en las procuradurías era gente que venía de la guerra sucia”. Entonces entre el 85 y el principio de los noventa ocurre una transferencia de la tecnología de la represión de la contrainsurgencia, que pasa a las policías estatales.

También citamos evidencia del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, que contabiliza a los actores de la represión en México en ese periodo, y encontramos que buena parte de la represión la llevaban a cabo las policías estatales. Así que entre el 85 y principios de los noventa lo que tenemos son policías estatales de origen militar y militarizadas. Una vez que se da la alternancia, desertan de las fuerzas de seguridad y se convierten en los líderes de los ejércitos privados. Cuando ocurre la alternancia de gobernadores y estos cambian a sus jefes de policía y a sus procuradores, sin quererlo y sin saberlo, desmantelan esas redes de protección y generan mucha incertidumbre. De ahí vinieron todos los incentivos de los cárteles para armarse, protegerse y conquistar territorio enemigo. Ese es el antecedente fuerte que casi todos los estudios de la violencia del narco dan por sentado.

CBR: ¿En qué consiste lo que ustedes llaman “la zona gris de la criminalidad”?

SL: Se trata de una reconceptualización que propusimos tras revisar las aproximaciones hechas desde otras disciplinas. La idea que prevalecía entre economistas y sociólogos del crimen era que el crimen existe donde no existe el Estado, donde el Estado no llegó por distintas razones. De modo que el crimen y el Estado se piensan como dos esferas separadas. Eso implica que el Estado tiene que hacerse más grande para que la esfera del crimen se haga chiquita y se concibe como un juego de suma cero: lo que gane el Estado, lo pierde el crimen. Otra manera de verlo es que son esferas paralelas, y quizá la del crimen no se haga más chica, quizá permanezca ahí, entonces podría terminar chocando con la del Estado. De cualquier modo, esta interpretación implica que el Estado necesita crecer en presencia y en policías, de ahí parte la discusión sobre las capacidades institucionales. Visto así, la meta sería que el Estado pudiera llegar a todos lados.

Sin embargo, la realidad es más complicada. No se trata únicamente de capacidad —y, por ello, importa la reconceptualización que proponemos—, sino de que todos los agentes del Estado —de seguridad e inteligencia, el ejército, las fuerzas armadas y las policías— tengan los incentivos para dar la misma lucha frente a los criminales. Esto supone reconocer que hay agentes del Estado que no tienen esos incentivos o que incluso trabajan con los grupos criminales. Muchos de ellos provienen del pasado autoritario, se formaron dentro de un régimen que les dio incentivos para ser parte de esa actividad criminal, pues es una forma de obtener rentas, al tiempo que le eran leales al régimen. Más allá de ese pasado autoritario, el crimen organizado necesita redes de protección y eso genera incentivos para que los agentes del orden colaboren con él. La zona gris de la criminalidad es ese ecosistema de agentes del Estado que trabajan con el crimen organizado para generar redes de protección en las que se intercambia información y en las que hay impunidad. En México, esa zona gris de la criminalidad, que se creó en el pasado autoritario, persiste durante la transición a la democracia.

En suma, nuestro libro propone una forma diferente de pensar el problema, alejada del punto de vista de los economistas, en especial, de la concepción del Estado como un ente racional que maximiza utilidades y le sirve a los electores. En realidad, existen muchos incentivos políticos subyacentes, como hacer que crezca esa zona gris de la criminalidad.

GT: Hay una propuesta un poco radical en nuestro libro sobre la ontología de los criminales. Poco a poco vamos trascendiendo el lenguaje del crimen organizado que lo caracteriza como organizaciones privadas, para hablar cada vez más de estructuras criminales en las que convergen agentes estatales y agentes privados. Esto es algo que nos distingue de las teorías europeas sobre la mafia, que también usan el concepto de la “zona gris”. En esas teorías, los actores de la zona gris son los mafiosos y los financieros, contadores, abogados y, de repente, algún policía, algún juez. Nosotros creemos que los especialistas en violencia —los miembros de las fuerzas armadas, de las policías, de los servicios de inteligencia, los grupos paramilitares, los escuadrones de la muerte— son actores que la bibliografía europea no está realmente tomando en cuenta. En México ellos son los actores centrales de las zonas grises y juegan un papel crucial en la estructuración de las redes criminales. Por eso es tan importante el argumento de que transitamos a la democracia con fuerzas armadas y policías autoritarias, por eso es tan importante el papel de los ministerios públicos y las fiscalías, porque cuidan la impunidad de esas estructuras criminales. Es cierto que algunos miembros de las fuerzas armadas son parte de la zona gris, pero el problema en México es que las fuerzas armadas traen toda la escuela de la contrainsurgencia y la guerra sucia. Los que se coluden utilizan todos esos métodos de contrainsurgencia para servirle al narco y los que no se coluden utilizan los mismos métodos para pelear en nombre del Estado contra el crimen. Por eso son guerras tan letales. La transición a la democracia se hizo con fuerzas que nunca se reformaron y que son igual de represivas en ambos bandos. Por eso era tan fuerte para el ejército tener que confrontarse con los Zetas, porque se estaban enfrentando contra su hermano gemelo. El nuevo hermano gemelo de los Zetas es el cártel Jalisco Nueva Generación, que nace con los Matazetas. Por lo tanto, seguimos reproduciendo toda esta locura de la guerra sucia: se reprodujo con los Gafes, con los Zetas, con la lucha del Estado mexicano contra los Zetas y con el nacimiento del cártel Jalisco Nueva Generación. Es una historia de nunca acabar porque nunca se reformó lo fundamental, que es cómo se ejerce el poder coercitivo del Estado.

CBR: Una certeza que se desprende de su libro es que tenemos que dejar de pensar los déficits del Estado en materia de seguridad y justicia como resultado solamente de una falta de recursos o de capacidades institucionales. Los altísimos niveles de impunidad que persisten en México son un reflejo de que las instituciones funcionan con una lógica muy distinta a la de las expectativas normativas de cierto institucionalismo o de cierto liberalismo, digamos, abstracto o un poco ingenuo. El problema mismo habita en las instituciones.

SL: Sí, yo creo que el problema está en los incentivos. No me gusta la palabra “voluntad”, porque quién sabe a qué se refiere, prefiero hablar de los incentivos porque estos pueden cambiar. En la discusión que estamos teniendo sobre la zona gris de la criminalidad, podemos pensar cómo se modifican esos incentivos bajo ciertas circunstancias, contextos y parámetros.

GT: Yo creo que este es el corazón del problema: cómo reformas a las policías, las fuerzas armadas, los ministerios públicos, las fiscalías, cuando una parte de ellas forma parte de las estructuras criminales y la otra lo sabe y mira hacia otro lado o trata de combatir a esas estructuras criminales pero con métodos igualmente represivos e ilegales. Tenemos una experiencia muy cerca de México, de un país al que siempre ninguneamos, Guatemala, que logra, con el apoyo de Naciones Unidas, las fiscalías especializadas y la policía nacional, desmantelar más de setenta estructuras criminales en diez años. Es el caso de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, la CICIG. Entre 2008 y 2019 ese país experimenta una de las caídas más estrepitosas en la tasa de homicidios; andaba por ahí de los 44 y ahora anda por los veinte. En comparación, en México tenemos aproximadamente veintinueve homicidios por cada cien mil habitantes.

Esto nos lleva a un punto realmente crucial. Varias personas de la sociedad civil le entregamos una propuesta de justicia transicional al gobierno electo de López Obrador, que contenía un apartado entero sobre un mecanismo internacional contra la impunidad. Hay una racionalidad en ello: muchos colectivos de víctimas ya intentaron todo y se topan una y otra vez con la impunidad de carne y hueso, saben que no hay salida por vías nacionales, que tienen que usar las vías internacionales. Es algo que también sabemos gracias a la bibliografía de justicia transicional. Por eso existen el Sistema Interamericano de Justicia y las instancias internacionales. Aquí radica uno de los grandes malentendidos nacionalistas: algunos no quieren abrirle espacio a las instancias internacionales y se arropan en la bandera, diciendo “no, esto va en contra de la soberanía nacional”. No es así. No te van a hacer la chamba la ONU ni las instancias internacionales, van a coadyuvar, apoyar, fortalecer. En Guatemala fueron las fiscalías locales las que desmantelaron setenta estructuras criminales, pero requirieron apoyo y protección. Quienes van a desmantelar esas estructuras saben que sacarán del armario los esqueletos que guardan sus colegas de la fiscalía, de la policía, de las fuerzas armadas. Desmantelar las estructuras criminales es la parte más compleja y no se puede lograr simplemente votando en las elecciones; se requieren mecanismos extraordinarios de apoyo internacional y mucho apoyo y activismo de diferentes instancias de la sociedad civil. Este gobierno renunció a ello, como renunciaron en su momento Fox, Calderón y Peña Nieto.

CBR: El relato de su libro se divide, a grandes rasgos, en tres momentos. El primero es la explosión de las guerras entre cárteles como consecuencia de la alternancia partidista a nivel subnacional y su efecto desestabilizador en la “zona gris”. El segundo es la intensificación de la guerra del Estado contra las organizaciones criminales y el despliegue de una estrategia federal diferenciada según la identidad partidista de los gobernadores. El tercero es la expansión de la guerra para controlar la política local y someter a la población civil conforme al desarrollo de regímenes de gobernanza criminal. Cada momento da cuenta del carácter dinámico de la violencia y —esto es crucial— de su lógica política.

SL: Desde los noventa hasta 2006 ocurrieron las primeras guerras criminales, que los cárteles empiezan debido a que las alternancias en el poder crean inestabilidad en sus redes de protección y la enfrentan generando sus propios brazos armados, lo que resulta en un nuevo escenario de violencia. Ahí empezamos a tener en México el primer pico de violencia, previo al 2006. Después, en 2006 el presidente Calderón, al identificar una etapa distinta de la violencia en el país, declara la guerra contra el crimen organizado, la guerra contra las drogas. Se trata de una apuesta militar para hacer frente a los cárteles.

Nuestro libro no solo se ocupa de ese proceso de militarización, que ha llevado a más violaciones de derechos humanos y a más violencia, también se ocupa de cómo suceden estas operaciones militares. No basta con decir que la militarización provocó mayor violencia, hay que explicar cómo y por qué. Y eso tiene que ver con la politización de las operaciones militares. En 2006 estábamos en un contexto de profunda polarización, tras un proceso de desafuero, con una afrenta entre la izquierda y la derecha. La izquierda no reconoce al presidente Calderón y lo tacha de espurio, al tiempo que declara a su propio candidato, López Obrador, como el “presidente legítimo”. Esa polarización afectó profundamente a la violencia porque la estrategia de seguridad se politizó y terminó usándose para ayudar a los correligionarios del presidente y dejar en el desamparo a sus adversarios de izquierda. Entonces empezamos a ver más violencia, cinco veces más violencia en los estados y en los municipios de los estados gobernados por el PRD, mientras que en los municipios de los estados panistas se contuvo la violencia e incluso llegó a reducirse. No es que los panistas no fueran corruptos ni que en sus estados no hubiera una zona gris de la criminalidad, sino que ante los indicios claros de esas zonas grises y redes de protección, el gobierno federal podía hacer caso omiso, podía intentar tapar el sol con un dedo y seguir trabajando con las autoridades locales en reuniones semanales, pensando toda una estrategia de intervención en esos lugares. Mientras tanto, a los estados gobernados por el PRD, donde también había indicios de colusión con el crimen, los dejaban totalmente desprotegidos o los mediatizaban, incluso los procesaban judicialmente a pesar de que no hubiera sustento para hacerlo, como sucedió con el famoso “michoacanazo” antes de las elecciones intermedias de 2009. Eso nos dice algo sobre los incentivos electorales y la politización de la política de seguridad. Los grupos del crimen organizado pudieron hacer una lectura de este escenario político y aprovecharlo para saber dónde tenían la oportunidad de actuar con más impunidad a nivel local.

En un siguiente momento, el asunto no se limitó a que los grupos criminales ejercieran más violencia entre sí y contra el Estado, sino que también se trató de desarrollar controles a nivel local, es decir, de construir regímenes de gobernanza criminal en municipios o regiones gobernados por el PRD. Como quedaron en el desamparo, el crimen organizado aprovechó para incidir en campañas y en el presupuesto local y para extorsionar a la población. Los grupos criminales gobiernan de facto en esas localidades. Esa etapa es totalmente distinta a las anteriores porque el crimen organizado ya opera abiertamente como un actor político. Ahí hay otra conclusión de nuestro libro: no podemos quedarnos con la visión de que los grupos criminales son actores económicos maximizando ganancias. Se trata como tal de actores políticos que están pudiendo ejercer ese poder político y leer esos escenarios de la política para saber dónde maximizar aún más ese poder.

GT: Sin lugar a dudas, 2006 es un cisma en la historia contemporánea del país. Hay un antes y un después en términos de violencia y violaciones graves de derechos humanos en todos los indicadores: homicidios, homicidios asociados al crimen organizado, desapariciones, desplazamiento forzado interno, feminicidios, masacres, además hay violencia selectiva, es decir, contra la prensa, sacerdotes, empresarios… Prácticamente, en cualquier dimensión que uno mire hay un antes y un después de 2006.

Algo que el libro añade a esta discusión, como mencionó Sandra, es la politización. Ningún presidente hasta la fecha, ni de izquierda ni de derecha ni del PRI, ha renunciado al control de la entonces procuraduría, hoy fiscalía. Vienen reformas, pasan reformas, pero continúa el uso político y personal de las distintas formas de impartición de justicia. Ese es un aspecto muy grave en la historia del país, que sigue vigente hasta hoy, aunque si uno mira hacia el pasado reciente, Fox, por ejemplo, nombró a un militar el frente de la procuraduría y de la Femospp –ese intento de comisión de verdad–, pero desde esa procuraduría se fabricó el caso del desafuero para sacar a López Obrador de la contienda electoral. En suma, está todo mezclado: la militarización, la impartición de justicia y la politización.

Luego, con Calderón, como decía Sandra, también hubo un uso político de las instituciones de justicia. Personajes clave del gobierno de Calderón nos lo dijeron anónimamente: en el caso del “michoacanazo”, todo el estudio, el andamiaje y las acusaciones legales estaban listas muchos meses antes, pero se planeó para que coincidieran con el inicio de las campañas electorales. Esa politización tan brutal de la procuración de justicia tiene el impacto que Sandra ya describió. Entonces no es que simplemente se haya declarado la guerra y se haya enviado al ejército, sino que hubo una politización de la acción del Estado en todos sus niveles: se dejaron desatendidos a los enemigos del gobierno federal. ¿En qué resulto esto? En que hubo más violencia, se perdieron más vidas, hubo más violaciones de derechos humanos y también surgió la gobernanza criminal, que erosiona la democracia local. Obviamente, el gobierno federal, ocupado por la derecha, pudo decir “es culpa de la izquierda”. Esto continúa ahora: la izquierda está en el poder sin que hayan cambiado las instituciones judiciales. Sigue presente la posibilidad de que el presidente de la República politice el uso de la justicia para castigar a sus enemigos políticos y proteger a sus aliados. También hay mucha evidencia en nuestro libro sobre cómo los gobernadores panistas encubrieron a sus propias autoridades locales. Pasó en Baja California, en Morelos, en múltiples zonas del país. Por eso logran contener la violencia, pero no construir la paz en esas sociedades porque siguen vigentes muchas de las estructuras de colusión. Por ejemplo, en Tijuana se contuvo y bajó la violencia, pero hoy otra vez es una de las ciudades más violentas de México, y lo mismo en Juárez y en Chihuahua. Entre los gobiernos panistas, por más que hubiera coordinación, fue una coordinación tramposa, corrupta, que no logró desestructurar estas redes porque no era su propósito.

CBR: Sus hallazgos sobre los sesgos partidistas de la estrategia de combate al crimen organizado durante el sexenio de Felipe Calderón son francamente devastadores, pero su libro llega hasta 2012 y uno no puede dejar de preguntarse qué pasó en la década que transcurrió desde entonces.

SL: Sobre lo que está pasando hoy en Guanajuato, por ejemplo, yo diría, como documentamos en el libro, que las autoridades pudieron sentarse a trabajar de manera periódica al ver señales de violencia importante. Como sabes, Guanajuato es un bastión panista muy importante. Lo que estamos viendo hoy es el resultado de trabajar sin cambiar las cosas. No es que no pudieran trabajar juntos, con sus copartidarios, con los priistas; sí podían dialogar y entenderse. Pero ahora se enfrentan a la consecuencia de haber trabajado de manera sesgada. Y ni siquiera en sus propios bastiones hicieron un trabajo genuino de desmantelamiento de las estructuras de criminalidad. Encima, la actual administración está politizando a la fiscalía, utilizándola para unos y no para otros. El presente que estamos viviendo es el resultado de años de politizar el aparato de justicia. Ahora les toca a los panistas enfrentar un gobierno de oposición que está haciendo exactamente lo mismo que ellos hicieron en su momento.

GT: La politización de la procuración de justicia, de las policías y los ejércitos y, en particular, de los ministerios públicos y las cortes es típica de los regímenes autoritarios. Ni los gobiernos de izquierda ni los de derecha ni los del PRI renuncian a esa politización. Es un rasgo que venimos arrastrando desde el autoritarismo y ningún gobierno ha querido acabar con él.

En nuestro libro hay una crítica al PRI, a la transición y a los gobiernos de la alternancia, en particular, al gobierno de Calderón. En 2012 vino el veredicto electoral contra él y, tristemente, el electorado se decantó por un candidato que ofrecía más de lo mismo, pero bien hecho y con mano dura. En 2018 el electorado la da un no brutal al PRI, saca por segunda vez al partido en el poder, castiga lo que se había hecho hasta entonces y favorece lo que parecía —ahora sí— la democratización de las instituciones judiciales, las fuerzas armadas, las policías y la lucha contra la impunidad, por parte del primer gobierno de izquierda en la historia reciente del país. El gran problema es que López Obrador fue un switcher, siguiendo la terminología de Susan Stokes, como Fujimori, Menem o Carlos Andrés Pérez: prometió una cosa en campaña e hizo otra en el poder. El gobierno actual ha claudicado y, por eso, siguen vigentes muchos elementos de la discusión de 2012. Yo habría esperado que el mecanismo de justicia transicional, creado por decreto presidencial, rebasara el periodo que analiza de la violencia, de 1965 a 1990, y llegara hasta nuestros días. El país requiere de múltiples comisiones de la verdad para que entendamos qué pasó más allá de 1990, en particular, qué ha pasado del 2006 al presente.

No utilizamos ligeramente el concepto de conflictos bélicos. Lo que se ha vivido en México no son guerras civiles, pero tampoco son conflictos criminales ni se trata solamente de altas tasas de homicidios. Estamos hablando de conflictos bélicos con actores armados. Nos decían que no usáramos el término de “criminal wars”, sino el de “crime wars”, pero eso quiere decir que los grupos criminales están peleándose por el trasiego, por el control territorial en ausencia del Estado. En cambio, lo que tenemos es que el Estado es parte central de todos estos conflictos. Por eso utilizamos el concepto de “guerras criminales”, en las que participan grupos del crimen organizado y estructuras estatales, en otras palabras, son guerras de distintos tipos entre los grupos criminales y entre esos grupos y el Estado, a sabiendas de que los actores estatales están presentes en todos los conflictos. Hay mucha discusión sobre si se trata de guerras civiles. No lo son. No son grupos que intentan tomar el poder, que intentan tomar Palacio Nacional, pero sí están reconstituyendo los órdenes políticos locales, como dijo Sandra, con la gobernanza criminal y, por lo tanto, tienen ambiciones político-económicas. En el fondo, ¿de qué se trata? Lo que quieren es controlar mercados criminales, entonces son actores económicos, pero también quieren controlar espacios locales, de modo que es difícil separar lo político de lo económico y creo que hacerlo resulta en una discusión un poco artificial. Tienen ambiciones político-económicas y, fundamentalmente, actores son subnacionales, locales. No tienen ideologías muy específicas o claras, no son movimientos políticos. Son movimientos armados con ambiciones económicas que quieren controlar economías ilícitas y, para hacerlo, necesitan controles de facto de la política local.

CBR: Aunque no se ocupen explícitamente del tema, de su libro se desprende un cuestionamiento fuerte de un hábito muy arraigado en la representación mediática de la violencia. Me refiero a la fijación con las cifras y las tendencias de los homicidios, un indicador quizá práctico, sencillo de entender, pero tremendamente limitado porque sus vaivenes no necesariamente reflejan la evolución ni la complejidad del fenómeno de la violencia, al menos, como ustedes proponen entenderla.

SL: En un momento, con las estadísticas, tuvimos una gran discusión sobre qué estaba pasando: si se estaba midiendo diferente, si efectivamente estaban cambiando las cosas en términos de estrategias. Sin embargo, una de las lecciones de la última parte de nuestro libro es que, hoy por hoy, no podemos seguir hablando únicamente en términos de homicidios porque la realidad es más compleja: empezamos a ver niveles de desaparición aún más altos y ataques a la prensa, a las autoridades, a los partidos y, lo decía Guillermo, a sacerdotes o miembros de iglesias. Estamos hablando de un proceso mucho más complejo que requiere una medición mucho más fina.

GT: En los primeros años de Peña Nieto, múltiples voces empezaron a identificar caídas en la tasa de homicidio. Fue un debate tan bizantino: bajó un puntito, bajó medio puntito, mira la tendencia. Es de una miopía, de una estrechez de miras… Nada más estamos viendo si bajó la tasa de homicidios. Hoy seguimos en lo mismo: que si bajó tantito, que si la tendencia ya va para abajo. Sin embargo, este año será el más grave para la prensa. México lleva varios años siendo el país más peligroso para ejercer el periodismo y este año probablemente romperá sus propios récords. Sin embargo, estamos obsesionados con que si la tasa bajó medio puntito. Perdemos toda la visión del bosque. Eso también pasó durante la presidencia de Peña Nieto. Teníamos ante nuestros ojos múltiples manifestaciones de violencia selectiva y masiva, pero como la tasa de homicidio venía bajando… Incluso había personas que decían: “tenemos que escribir la teoría ya”, es decir, escribir las grandes explicaciones sobre cómo México había logrado solucionar el problema. Vivíamos en un momento de ilusión absoluta con el peñanietismo, cuando el presidente mismo sale en la portada de la revista Time como el hombre que iba a salvar al país. Ese no fue un momento de polarización, sino uno en el que se desdibujan todos los partidos políticos y se da la convergencia entre el PAN, el PRD y el PRI para las reformas estructurales. Hubo una coordinación.

Lo que vimos con el PAN se repitió colosalmente con el regreso del PRI al poder, con todos los “gobers” priistas cercanos al peñanietismo en Veracruz, Chihuahua, Quintana Roo, Coahuila. Hubo una explosión de zonas grises. Las de Veracruz prácticamente se ampliaron a su máximo histórico, también las de Chihuahua y Quintana Roo. Esas zonas grises se vuelven especialmente complicadas porque empieza a desaparecer gente y empiezan a aparecer fosas clandestinas, asesinan a líderes locales, defensores de derechos humanos, hay nuevas olas de feminicidios. Tendríamos que aprender de los errores de interpretación durante esos primeros años de Peña Nieto, tendríamos que hacer sonar las alarmas para evitar las ilusiones actuales.

SL: Para mí, es un poco frustrante escuchar la sorpresa que provoca que el crimen organizado reparta despensas. Es como si no hubiéramos puesto atención a esos focos de alarma que se estaban prendiendo desde antes, me refiero a las autoridades y los candidatos asesinados… eran pistas sobre el control político subnacional por parte de estos actores. Deberíamos estar poniendo mucha más atención en ello porque, desafortunadamente, sigue ocurriendo. La gobernanza criminal ha ido creciendo. A veces se manifiesta de maneras más visibles, pero en términos empíricos es más difícil de documentar. Si ha habido una gran controversia con la medición de homicidios, imagínate lo que supone medir un proceso tan complejo como la gobernanza criminal. Creemos que nuestro libro contribuye a sentar las bases teóricas y empíricas de ese concepto que, con el tiempo, ha ido ganando más fundamento y relevancia.

Para nuestra mala suerte, la politización continúa. Estamos viendo nuevos estallidos de violencia y cómo se dejan de lado. Otra vez oímos que es cosa de las autoridades locales, que ellas lo tienen que atender. Atacan a periodistas y, de nuevo, sobreviene la politización, pero ya no se limita a los enemigos partidistas del gobierno federal, sino que se generaliza a todo el que hable mal del presidente, y esto ha llegado a la sociedad civil. La politización está permeando y afectando las posibilidades de ejercer justicia, de documentar la verdad y hacerla pública.

Ambos elementos, la politización y la gobernanza criminal, siguen presentes, sin lugar a dudas. Son saldos básicos del proceso de democratización que no se han atendido. Hay cambios de partido en los gobiernos locales y volvemos a ver estos procesos. Actualmente hay nuevos procesos a nivel municipal, me refiero a las reelecciones, pero se reitera que la alternancia partidista es un mecanismo que sigue generando enorme incertidumbre. Las redes de protección y la zona gris de la criminalidad se han ensanchado con los procesos de gobernanza criminal. Además, hay muchos actores más. La sociedad civil también se vuelve parte. El crimen organizado ha podido estirarse todavía más y alcanzar esos controles con los que trata de construir legitimidad a nivel local. No se la gana porque haga un buen trabajo, sino porque en muchos de esos lugares no queda de otra. A través de la coerción compran la protección de la sociedad. En suma, no sólo son más amplias las zonas grises de la criminalidad, sino que incluyen a nuevos actores.

CBR: En una parte de su libro enfatizan la importancia de la coordinación social a nivel local para evitar el dominio de los grupos del crimen organizado, por ejemplo, en algunas comunidades indígenas de la región de La Montaña en Guerrero o en el caso emblemático de Ciudad Juárez. Pero la expansión de la “zona gris” y el establecimiento de verdaderos regímenes de gobernanza criminal en varias regiones también inhiben la posibilidad de esa coordinación, ¿no es así?

GT: Es un reto para la coordinación social y, al final del libro, discutimos un poco los mecanismos con los que la sociedad podría lograrlo. Hace rato hablamos de apoyos internacionales, pero la coordinación social ha surgido en distintas comunidades indígenas del país. Nosotros nos referimos a La Montaña en Guerrero, pero ha ocurrido en algunas zonas de Michoacán. Hay que poner atención porque no son autodefensas, como las que la gente tiene en mente a partir del caso de Michoacán, son policías comunitarias que surgen de movimientos sociales y de estructuras comunitarias, con sistemas de cargos, asambleas comunitarias y demás.

Algo que sí cambió con el gobierno actual es que el ejército ya no está en campaña, ya no está en un conflicto bélico contra el narcotráfico, pero sigue siendo un ejército. Ahora es un ejército de ocupación. No trae las bayonetas, como con Calderón y Peña Nieto, sino que está haciendo presencia y está tratando de contener. Pero venimos arrastrando múltiples conflictos bélicos, al menos desde 1989. Son más de tres décadas de conflicto y no van a desaparecer simplemente porque el señor presidente dice que esta es la etapa de los abrazos o porque el ejército ya no dispara. Insisto: es un ejército de ocupación, los múltiples conflictos bélicos ahí están. Michoacán está en un momento complicadísimo de su conflicto bélico, Zacatecas también, Baja California y Tijuana, Guanajuato, muchas partes de Veracruz y de Tamaulipas. Son zonas que continúan en guerra y donde se entremezcla el pasado con el presente. Las nuevas formas de gobernanza criminal siguen mutando, siguen reinventándose.

Un elemento fundamental de los regímenes autoritarios es que niegan los conflictos y las violaciones de los derechos humanos. Qué ironía que un gobierno de izquierda, electo democráticamente, diga una y otra vez que no hay masacres, que no hay violaciones graves de derechos humanos, que niegue y minimice la violencia contra periodistas, sacerdotes, empresarios y empresarias. Los niveles de violencia nos siguen asaltando. Vamos a terminar el sexenio actual con mucha más violencia que en cualquier otro, que en cualquiera de las etapas anteriores de esta larga historia de conflictos bélicos. El país está atrapado en ellos.

CBR: Un par de preguntas para terminar. La primera es deliberadamente pesimista. Al terminar de leer su libro, queda la sensación de que la democracia mexicana ya naufragó en la violencia, entonces ¿tiene sentido seguir hablando de una “zona gris” si la colusión entre el crimen y las autoridades ha crecido tanto que lo que cuesta trabajo es encontrar zonas “blancas”? Y la segunda, un poco en el sentido contrario, ¿dónde está, para ustedes, el horizonte? Tras haber estudiado un proceso de deterioro tan devastador, ¿en dónde ubican sus esperanzas, si las tienen?

SL: La primera pregunta es difícil y hasta existencial. Entiendo muy bien el dilema y la frustración: “¿para qué seguimos hablando de una zona gris?” Sin embargo, creo que debemos valorar el concepto y su evolución, tenemos que entender el proceso de cómo surgen las zonas grises. Hacerlo tiene un enorme poder, por ejemplo, hemos entendido que tener más policías no va a funcionar. Esto me regresa a una observación que hiciste sobre nuestro trabajo: que insistimos mucho en lo local. En ese nivel, yo todavía puedo identificar experiencias en algunos estados, donde hay agentes de los gobiernos que hacen esfuerzos importantes. Claro, todavía parecen experimentos que ocurren dentro de algunas policías locales, como en la ciudad de Chihuahua. Ahí empezaron a pensar en otra forma de vincular la investigación, el aparato policial, la inteligencia, y creo que algo nos dice esto sobre lo que podemos hacer. Shannan Mattiace, Guillermo y yo hemos hecho algunos trabajos, intentando imaginar otras formas desde lo local, desde esas comunidades, en las que no sólo tiene que actuar el Estado. Esa es una manera distinta de pensarlo, en la que entra también la sociedad civil. La zona gris de la criminalidad se puede hacer más ancha o más delgada, no es estática y sí puede cambiar. En ese sentido, yo creo que todavía es útil hablar de zonas grises, de otro modo ya no podríamos concebir una salida. La salida existe, pero no será fácil y tampoco ocurrirá en el corto plazo. Otra vez regresamos a la desgracia de que los experimentos locales y las políticas nacionales están sujetas a un calendario electoral. Esa es nuestra enorme tragedia. Sin embargo, tenemos buenas experiencias que nos dan pistas y no debemos obviarlas porque nos ayudan a pensar cómo esa zona gris de la criminalidad puede ser maleable. Aún tiene sentido hablar de la zona gris de la criminalidad, aún tiene sentido pensar en formas novedosas de modificarla, de reducirla, en el largo plazo. Ahora bien, ¿cómo seguimos adelante con nuestro trabajo? La inspiración que Guillermo y yo encontramos está en la sociedad civil mexicana que, con todo y todo, ha sido una parte fundamental de los ejercicios de verdad y documentación. El periodismo también ha sido importante para los colectivos de víctimas, para exigir justicia.

GT: El Estado mexicano ha intentado destruir las estructuras criminales mediante la guerra, pero no funciona, es contraproducente, genera más violencia y violaciones graves de derechos humanos. También ha intentado contenerlas, a veces tramposa y corruptamente, pero otra vez el monstruo lo termina devorando. La sociedad civil intenta resistir, a veces con éxito, otras no y termina por ser conquistada. Lo que está faltando es desmantelar las estructuras criminales. ¿Cómo hacerlo si no es mediante la violencia y la guerra? Pues mediante la inteligencia y la audacia judicial.

Esa es la gran experiencia de Guatemala. Los Zetas intentaron penetrar ese país en 2011. Uno de los logros más importantes de la CICIG, la fiscalía, la policía y las autoridades locales, en coadyuvancia con las Naciones Unidas, fue desmantelar a los Zetas sin un baño de sangre, mediante procesos judiciales y tribunales. Enjuiciaron en tres momentos diferentes a veinte, cuarenta, treinta miembros de las estructuras criminales de los Zetas, pero incluyeron a alcaldes, miembros del ejército y policías. Desestructuraron toda esa red y no nada más a los Zetas como tal, mediante inteligencia y acción judicial. México está a años luz de eso. Si uno contrasta la actual fiscalía mexicana con las fiscalías de Claudia Paz en Guatemala o la de Thelma Aldana, pues nosotros estamos a años luz.

Entonces ¿qué se puede hacer? Desarrollar toda esa capacidad de investigación, procuración de justicia y sanción, esa capacidad de desmantelar las estructuras criminales. ¿Van a desaparecer las zonas grises? Nunca. No hay sociedad en el mundo que no tenga zona gris. No terminan desapareciendo ni convirtiéndose en zonas blancas. El chiste es cómo recuperar la transición a la democracia, cómo democratizar al país de forma que vayamos haciendo más estrechas esas zonas grises. Estamos en un momento tan complicado que debemos trabajar de la mano de la sociedad civil organizada y con los organismos internacionales. No hay que tirar balazos, pero tampoco sirven los abrazos. Necesitamos inteligencia judicial y procuración de justicia. En ello, otra vez, el actual gobierno nos debe tanto como nos debió Peña Nieto y como nos debieron los gobiernos del PAN.

 

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