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Entre personal reducido y un presupuesto que llega a cuentagotas, México apuesta por un cambio en el sistema de atención a la salud mental en medio de un rezago de tres décadas. Año tras año un quinto de la población requiere atención por una discapacidad psicosocial. La solución podría estar en un modelo que considere los vínculos sociales, la inclusión comunitaria, la igualdad de oportunidades y el respeto a los derechos humanos.
Felipe Orozco abrió los ojos y descubrió que no podía moverse. Tenía las manos y las piernas sujetas con vendas. Estaba atado a una cama del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, en la Ciudad de México, que auspicia el gobierno federal. Era finales de julio de 2017 cuando, por voz de un enfermero, se enteró de que tenía tres semanas así. Aún no recuerda lo que pasó en ese lapso. “Después supe que llegué por un brote psicótico y que en el área de observación me amarraron y medicaron”, cuenta este hombre de 43 años, médico cirujano, a quien diagnosticaron desde los veintitrés con trastorno esquizoafectivo maniaco (una combinación de síntomas de esquizofrenia y de trastornos del estado de ánimo), sobre su primer internamiento forzado.
Cuando recobró el conocimiento lo trasladaron al quinto piso, donde encontró un poco más de libertad —al menos, un par de horas, porque entre las ocho de la mañana y el mediodía, así como por las noches, volvían a inmovilizarlo—. “En una ocasión necesitaba ir al baño y pedí apoyo al enfermero, porque ya no aguantaba, y me dijo que no, que si quería me podía hacer en el colchón. Se siente horrible. Uno no quiere estar sucio, pero mi vejiga ya no aguantaba más. Me tuve que hacer”.
Un año más tarde, en 2018, un nuevo brote lo llevó a otro hospital público, ahora en Puebla. Un despido injustificado elevó sus niveles de estrés y las alucinaciones incrementaron; por ello su psiquiatra de cabecera recomendó internamiento y la única opción era el Hospital Psiquiátrico Doctor Rafael Serrano, del gobierno estatal. “No recuerdo cómo llegué, pero sí que, entrando, me encadenaron. No fueron vendas: eran cadenas, cadenas con candado. En las tres semanas que estuve ahí descubrí el horror”. Entre sus memorias están los baños con mangueras a presión y agua fría que el personal le obligaba a tomar en las madrugadas; que su ropa era una bata que a cada movimiento dejaba ver su desnudez; que la comida no tenía sabor y el personal la arrojaba al piso; que había golpes y burlas y ninguna consulta con los especialistas.
Cuando su papá logró verlo —las visitas no están permitidas con regularidad— lo encontró en tan malas condiciones que firmó su alta voluntaria. Su caso fue retomado por Human Rights Watch, que incluyó a México como uno de los países que todavía encadena a pacientes, según consta en el informe Living in chains (2020). En un análisis reciente, la Secretaría de Salud (SSA) encontró que hay nueve estados donde los centros de atención psiquiátrica tienen salas de aislamiento que, según la dependencia, no deberían existir porque no se consideran medidas terapéuticas. La mayoría están en Chihuahua, con ocho; Ciudad de México, con dos; y Sinaloa, también con dos, aunque Durango, Hidalgo, Sonora, Chiapas, Oaxaca y Veracruz también cuentan con espacios así.
Felipe es testigo del rezago del sistema de atención a la salud mental de este país que, a decir del doctor Juan Manuel Quijada Gaytán, director general de los Servicios de Atención Psiquiátrica de la SSA, tiene treinta años de atraso, pues quedó estancado en el modelo asilar: dejó mayoritariamente la atención en los hospitales psiquiátricos.
Desde 1990, con la Declaración de Caracas, que surgió de la Conferencia Regional para la Reestructuración de la Atención Psiquiátrica en América Latina, se definió que los hospitales psiquiátricos, al aislar a las personas, les generan mayor discapacidad social, condiciones desfavorables que ponen en peligro los derechos humanos y civiles de los pacientes y acaparan los recursos que destinan los países a la salud mental. Esto ha evitado que los servicios sean accesibles y estén descentralizados.
México, junto con otras naciones, se comprometió desde entonces a reestructurar los servicios, mudarlos a un modelo de atención comunitaria, donde cualquiera pueda tener acceso temprano a una clínica o un hospital general sin necesidad de ir a un centro de alta especialización. Esto impulsaría el respeto a las libertades fundamentales de las personas con discapacidades psicosociales. Pero esta transformación no se ha concretado. Miles permanecen en un limbo, sin recibir atención oportuna, dentro de un sistema que estigmatiza y agrede.
LA BÚSQUEDA DE UN MODELO
Alexa Rodríguez es habitante de la Ciudad de México, tiene veintiún años y ha luchado por la correcta atención a su salud mental desde que tiene memoria. Entre el cambio constante de médicos, tratamientos esporádicos, falta de acompañamiento psicosocial y el estigma de los trastornos mentales, tardó años en encontrar un diagnóstico correcto.
De niña, fue paciente del Hospital Psiquiátrico Infantil Doctor Juan N. Navarro, cuando inició un tratamiento enfocado sólo en trastornos alimenticios; en su adolescencia, del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón la Fuente Muñiz, por adicciones, donde obviaron otros síntomas de su padecimiento; recientemente, ya como adulta, del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, donde finalmente fue diagnosticada con trastorno límite de la personalidad (caracterizado por estados de ánimo, comportamiento y relaciones personales inestables). En medio, ha estado internada en un centro de rehabilitación para adicciones, ha tenido seis psicólogos privados y registra ocho ingresos a urgencias por crisis graves, la mayoría tras el aislamiento que trajo consigo la pandemia por covid-19. Un evento que, en su primera ola, paralizó los servicios de salud mental en casi todo el mundo, según un estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), y que provocó un aumento de trastornos mentales que aún no ha sido plenamente contabilizado en México. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo durante la segunda ola de contagios se registró un incremento de 5% en los trastornos depresivos y de ansiedad.
“Ha sido un camino bastante largo y doloroso. Un trastorno mental es mucha frustración para uno y para la familia. Pensamos que es algo lejano, que nunca nos va a pasar y, de pronto, estamos enfrentándonos con un sistema que falla y con el miedo de que te ganen tus emociones y vuelvas a decir: ‘Ya no puedo más’”, expresa la joven.
El cuidado de la salud mental es todo menos sencillo. Año tras año un quinto de la población mexicana requiere atención por una discapacidad psicosocial. Para ponerlo en perspectiva, esto es como si todos los habitantes de los dos estados más poblados del país —el Estado de México y la Ciudad de México— desarrollaran algún trastorno mental durante el mismo periodo: 24.8 millones de personas que requieren asistencia médica.
La mayoría de quienes nadan en ese inmenso mar tiene poquísimas posibilidades de recibir la atención que necesita. La “brecha de tratamiento” —aquella que se obtiene del cálculo entre las personas que pueden requerir algún servicio y la atención que alcanza a brindar el sistema de salud— revela que 81.4% de las personas con trastornos mentales no recibe ayuda o no obtiene la adecuada, según el Diagnóstico Operativo de Salud Mental y Adicciones que realizó la SSA en 2020. La brecha es más amplia para personas que padecen trastornos de ansiedad o fobia social.
El modelo asilar que se ha mantenido determina esta insuficiencia, pues el seguimiento a la salud mental recae principalmente en manos de 35 hospitales psiquiátricos a cargo de los gobiernos federal y estatal que no alcanzan
a abastecer la demanda por falta de personal y presupuesto y porque están concentrados mayoritariamente en el centro del país. Es un problema añejo, de más de un siglo (ver Tabla 1).
El psiquiatra Quijada Gaytán nos remonta a 1910, cuando Porfirio Díaz inauguró el Manicomio General La Castañeda, el primer esfuerzo gubernamental por atender la salud mental. En ese entonces la apertura del “manicomio” (un término ahora en desuso por sus asociaciones negativas) era símbolo de modernidad pero, en medio de la Revolución, el presupuesto se fue agotando, hasta que aquél se convirtió en un espacio deficiente y hacinado, repleto de historias de violaciones a los derechos humanos. Ahí se terminó por estereotipar el tratamiento de la salud mental. La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910–1930 (Tusquets, 2010), de Cristina Rivera Garza, traza con base en registros históricos cómo el proyecto de vanguardia de la época se fue a pique. Durante más de cincuenta años, el gobierno no actualizó su modelo de atención.
Para el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, en 1968, La Castañeda encontró su punto final. En esa época los avances en la neurociencia y la farmacología ya habían demostrado que los trastornos mentales eran tratables, así que el país abrió espacios como el Fray Bernardino y el Psiquiátrico Infantil a donde fueron referidos los pacientes del viejo manicomio. En ese entonces, el gobierno federal tenía ya la preocupación de lograr que el concepto de “salud mental” se integrara a los programas de salud pública, con acceso durante todas las etapas de la vida, desde el nacimiento. Guillermo Calderón Narváez, entonces director de Salud Mental de la SSA, escribió en la cuarta edición de la revista Salud Pública de México del año 1967: “El enfermo mental ha dejado de ser un paria para transformarse en un individuo digno, con derecho a recibir todos los beneficios que la psiquiatría moderna pueda proporcionarle a través del Estado”. Pero, con los años, otra vez el modelo se estancó. México apostó por la institucionalización y se alejó de modelos nuevos, a diferencia de lo que ocurría en otros países como Italia —que entre 1978 y 1999 cerró casi todos sus psiquiátricos, salvo seis que sobrevivieron hasta 2012—, que se mudaron a una atención comunitaria, en clínicas y hospitales generales, que apelaba al ejercicio pleno de los derechos de las personas con discapacidad psicosocial y a erradicar los tratamientos involuntarios prolongados y el aislamiento.
Durante la administración de Vicente Fox (2000–2006) se intentó reformar el sistema y de ese esfuerzo nacieron los Centros Integrales de Salud Mental (Cisame), que buscaban brindar atención a la salud mental sin necesidad de acudir a un hospital psiquiátrico, lo que los acercaba a la ciudadanía. También se abrieron Centros de Atención Primaria en Adicciones (Capa), que ofrecen servicios en esta área. En total, México tiene 35 hospitales psiquiátricos, 66 Cisame y 341 Capa que proveen servicios relacionados con la salud mental, pero éstos no terminan por solventar las necesidades.
Hay estados donde la oferta pública para atender estos padecimientos es mínima. Guerrero, por ejemplo, es de los más abandonados: sólo concentra sus esfuerzos en el tratamiento de adicciones, no tiene ni hospitales psiquiátricos ni Cisame. En Hidalgo, Querétaro, Tlaxcala, Baja California, Colima, Michoacán, Oaxaca y Tabasco también hay carencias graves. “Nos enfocamos en los hospitales psiquiátricos y esto es muy caro”, asegura el doctor Quijada Gaytán. Es costoso para las familias que tienen que trasladarse distancias muy largas para llegar a estos centros, que usualmente no están dentro de su comunidad, pero también para el sistema, que concentra su inversión principalmente en la operación de los hospitales. “No tuvimos una política que le diera vuelta a esto y así llegamos a una realidad: hay poca inversión, hay estigma, hay abandono”.
En México la inversión es minúscula. La OMS estima que 10% del presupuesto de salud pública debe destinarse a la salud mental, pero en el país ésta alcanza apenas 2.1% de los recursos —al menos desde 2013, según el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria—. El año pasado, por ejemplo, el presupuesto fue de tres mil millones de pesos, mientras que a un proyecto como el Tren Maya se le destinó doce veces esa cantidad: 36 288 millones. Esto implica un abandono para la ciudadanía, sobre todo, para aquellos que no cuentan con un seguro médico, ni privado ni público. La misma SSA considera que hay 13.5 millones de personas sin seguridad social que requieren tratamiento, de las cuales, 3.5 millones tienen trastornos severos de la salud mental.
Las carencias son visibles en distintas magnitudes. Se reflejan en la cantidad de personal: hay 0.9 psiquiatras y 2.9 psicólogos por cada cien mil habitantes; y en estados con claras deficiencias como Baja California, Colima, Nayarit y Guerrero no hay registros de psiquiatras en el sistema público. En suma, a diferencia de lo que ocurre a nivel continente, donde la mayoría de los ingresos hospitalarios por asuntos de salud mental se concentra en hospitales generales, en México, la atención se recarga en los psiquiátricos, que se enfocan principalmente en trastornos del humor, del comportamiento en la infancia y la adolescencia, esquizofrenia y trastornos esquizotípicos de ideas delirantes, neuróticos y somatomorfos, trastornos mentales debidos al consumo de sustancias, trastornos mentales orgánicos y trastornos de la personalidad (ver Tabla 2).
Estas insuficiencias afectan la atención que reciben las personas con discapacidad psicosocial, porque limitan el seguimiento puntual de sus casos, obstaculizan el acceso a un tratamiento adecuado y lo retardan. Esto, a su vez, vuelve al sistema propenso a cometer violaciones a los derechos humanos, como internamientos forzosos, encadenamientos, aislamiento, discriminación, humillaciones, maltrato, tortura e incluso, violación sexual, mismos que la Comisión Nacional de Derechos Humanos y organizaciones como Documenta y Human Rights Watch han documentado.
En el estudio “¿Por razón necesaria?”, Documenta reconoce que la salud mental se ha invisibilizado en la agenda pública, relegado al ámbito médico especializado, bajo “una visión limitada” que no considera los vínculos sociales, la inclusión comunitaria, la justicia social, la igualdad de oportunidades y el respeto de los derechos humanos como claves de la recuperación: se ha limitado a segregar. Diana Sheinbaum, coordinadora del programa de Discapacidad y Justicia de esta organización, asegura que la deuda del Estado, que nos ha llevado a este rezago, tiene que ver con la carencia de un marco normativo que garantice el acceso a servicios de salud mental de calidad, respetuosos y cercanos, y que los regule para que impacten de forma positiva. “Hoy en día la calidad en la atención genera sufrimiento. Si tú estás en una situación en la que requieres apoyo y el sistema te interna, te maltrata o te da tratamientos en contra de tu voluntad es un desempoderamiento de tu proyecto de vida, se obstaculiza la recuperación integral y caemos en un círculo vicioso del que no hemos podido salir”, dice.
ENTRE EL ESTIGMA Y EL REZAGO
Felipe se recuerda como un joven de veintitrés años que no sabía que padecía una enfermedad mental. “Tengo alucinaciones visuales y auditivas, pero yo pensé siempre que era mi conciencia”. Su pareja de la universidad notó un cambio en su comportamiento, hablaba solo y se distraía mucho, así que decidió sacarle una cita con un psiquiatra particular, quien confirmó la sospecha: era esquizofrénico. Su primer encuentro con el estigma fue saliendo del consultorio. Su pareja de cuatro años terminó con él tras el diagnóstico. Aunque su familia lo respaldó, los encuentros con el rechazo social no cesaron: perdió empleos, vio mermados sus estudios y se enfrentó a un sistema que prefiere aislar que incluir.
En hospitales públicos y privados atestiguó otros casos de discriminación: compañeros que llevaban más de seis años abandonados en estas instituciones, sin que nadie los visitara ni les hablara; internamientos forzados e inmovilización en contra de la voluntad de las personas; burlas, comentarios hirientes y violencia física. Recientemente, Felipe encontró una clínica privada que cobra catorce mil pesos semanales por el internamiento y que se ha vuelto su lugar de apoyo dadas las condiciones de la atención pública. “La última vez que entré volví a ver a mis compañeros de siempre: Montañés, Jonathan, Rafa, Miguel, Alan. Y temí. Pensé que yo podría terminar también así, en el abandono. Soy privilegiado, porque tengo una red familiar, mis padres y hermanos vieron por mí, me dejaron una pensión y un ingreso fijo, pero la dificultad de que la sociedad nos cobije casi siempre termina por aislarnos”.
Ese contexto arrastrábamos cuando llegó la pandemia, que sacó a relucir dos aspectos: la importancia de atender la salud mental y la obsolescencia de un sistema que no está listo para responder porque el estigma y la discriminación están enquistados.
En el Fray Bernardino es claro. Leonardo Viguri, médico residente de psiquiatría, cuenta que notaron un aumento en los trastornos de ansiedad y depresión que, en muchos casos, no pudieron atender, porque estaban sobrepasados: había una reducción de 30% de camas disponibles, como medida preventiva de contagios por SARS-CoV-2. Encuentra una raíz: “Aquí nos toca recibir pacientes que no son atendidos en otros centros porque tienen un trastorno; aunque requieran atención por diabetes, hipertensión u otras comorbilidades, existe esa idea de que a estas personas les corresponde sólo el hospital psiquiátrico. Esto también ocurrió con el covid: tuvimos que reorganizar el hospital para dar la atención y evitar la exposición”. El médico cuenta el caso de un paciente con esquizofrenia que requería hospitalización pero no había espacio.
El error está —a decir de Diana Sheinbaum— en que, históricamente, la salud mental se separó de la salud física, como si no hubiera correlación entre ambas. También se eludieron los determinantes sociales: la pobreza, la marginación, la violencia, entre otros, como obstáculos para la buena salud mental. “Todas y todos nosotros en algún momento de nuestra vida podemos experimentar una condición de salud mental y, así como cuando tenemos una gripa o un malestar estomacal, deberíamos tener acceso a una atención cercana, sin el prejuicio que está inmerso en el sistema, que malentiende un trastorno, que lo asocia a un desbalance, a una reducción en el funcionamiento del cuerpo”.
Alexa Rodríguez fue una de las pacientes que en 2020, ante una crisis e intento de suicidio, tuvo que volver a casa porque no había camas que permitieran su ingreso, primero en el Nacional de Psiquiatría y luego, en el Fray Bernardino. La pandemia incrementó los niveles de ansiedad y depresión; también los cambios de humor repentinos que la hacían pasar de sentirse sumamente alegre a la tristeza profunda o a la rabia incontrolable. Ricardo Rodríguez, su padre, se recuerda desesperado pidiéndole ayuda al médico de guardia para ingresar a su hija al hospital. Temía que atentara contra su vida. “Te estás jugando ahí la vida de tu hija. Yo sentía que traía una bomba en las manos y que el sistema nos estaba dejando solos”. Finalmente, como medida de emergencia, la ingresaron a un centro privado enfocado en adicciones, donde permaneció tres meses.
Fue hasta mediados de 2021 que volvió a integrarse al sistema público de salud como paciente del Fray Bernardino donde, después de toda una vida buscando una respuesta a lo que sentía, principalmente en los últimos cinco años, encontró el apoyo correcto para tratar el trastorno límite de la personalidad que recién le diagnosticaron. A Alexa le tomó menos tiempo que al promedio de los mexicanos tener un diagnóstico adecuado: las personas usualmente tardan entre siete y treinta años en nombrar correctamente lo que les ocurre, según la Red Voz Pro Salud Mental. En la terapia grupal que le brindan se sintió identificada con algunos síntomas de sus compañeros: la impulsividad, la autoflagelación, los extremos en las emociones y el pensamiento suicida. Entendió que lo que vive no es una enfermedad, sino un trastorno que se puede tratar y con el que puede tener calidad de vida. También, que no es la única en este camino. “Hay muchos espejos en esta vida y en terapia me he visto reflejada en un güey de 34 años, una señora de 51 y una chavita de diecisiete; la vida no es blanco y negro, hay que aprender a aceptar y trabajar para mejorar. Me llegó tarde ese conocimiento”, dice.
Su paso por el sistema de salud pública fue fortuito. Se aceleró por el apoyo de una conocida que trabaja en el hospital que hoy la atiende. Sin embargo, la mayoría de los mexicanos no lo contempla como una alternativa, en gran medida, porque los espacios de atención que oferta son mínimos y están concentrados en la zona centro del país. Aunque el servicio privado pareciera una opción es, en la mayoría de los casos, demasiado costoso: los honorarios de un especialista en salud mental oscilan entre cuatrocientos y dos mil pesos por sesión, es decir, el salario mínimo de entre dos y once días.
Al tiempo, el combo que forman el estigma y el rezago se ve reflejado en la práctica médica. El psiquiatra Héctor Gámez Barrera —del Hospital Psiquiátrico Infantil— cuenta que en esta administración hubo una dificultad enorme para el acceso al litio, un metal cuyas sales son un medicamento clave para el tratamiento del trastorno bipolar (que provoca altibajos emocionales que van de la depresión a la manía intensos). Mientras el gobierno mexicano discutía cómo explotar y nacionalizar sus yacimientos —el más grande del mundo se encontró en Sonora—, en los hospitales públicos la falta de acceso al fármaco provocó graves problemas entre los pacientes que requerían su consumo. “Vimos un incremento en las crisis y en las necesidades
de atención. La bipolaridad, aunque sólo tiene prevalencia de 1%, es un trastorno de difícil control”, explica. Algo parecido ocurrió con la clozapina, un medicamento antipsicótico que se usa como tratamiento para la esquizofrenia y que presentó un fuerte desabasto. Con la política de austeridad del gobierno, que se reflejó en todos los hospitales públicos, al personal se le obligó a reciclar material, incluso documentos importantes; se les prohibió conectar teléfonos celulares a la toma de corriente del inmueble; y se enfrentaron a la dificultad de tener que canalizar estudios a laboratorios privados, lo que dejó estos análisis a expensas de la capacidad económica de los pacientes. En suma, la precariedad laboral juega en contra. La atención a la salud en todo el sistema recae mayoritariamente en los médicos residentes, que tienen contratos laxos, con derechos mínimos, y que suelen tener jornadas extenuantes que merman la calidad de su desempeño (ver Tabla 3).
A modo de resistencia han surgido esfuerzos de personas con discapacidad psicosocial que defienden “el derecho a la locura”; abogan por el reconocimiento a la diversidad al considerar que históricamente se ha excluido y violentado a quienes no se ajustan a los parámetros de normalidad que la sociedad establece.
Óscar Sánchez, integrante de Sin Colectivo, una organización que conforman personas que tienen experiencias como pacientes de la psiquiatría dentro o fuera de las instituciones públicas, nos dice que a través del “orgullo loco” reivindican la injuria, las acciones que se han cometido en contra de su dignidad y credibilidad.
“La discapacidad es una figura que siempre queda excluida. La única voz que importa es la de la persona experta y se minimizan nuestras experiencias: ‘A la loca no le hagas caso’, ‘el loco no sabe’, ‘está delirando’”. La defensa del derecho a la locura tiene que ver con el reconocimiento de la vivencia de los trastornos, así como con el respeto y entendimiento, sin la criminalización que fomenta el mismo sistema de atención. “Creemos que debe haber un proyecto de desinstitucionalización progresivo, que garantice el trato digno a las personas con discapacidad psicosocial. La mera existencia de estas instituciones [psiquiátricos] promueve la exclusión. Entre más espacios así se abran, más personas recluidas va a haber”, recalca. Sin embargo en el país esta desinstitucionalización no se plantea siquiera.
EL CAMBIO DE MODELO
Treinta años después de la Declaración de Caracas, el gobierno mexicano vuelve a intentar una reestructuración del sistema de salud. Ante el mínimo presupuesto, ha buscado juntar los recursos económicos de tres áreas y unificar los servicios, pues desde 2019 promueve fusionar tres organismos de la SSA (Servicios de Atención Psiquiátrica, el Consejo Nacional contra las Adicciones y el Consejo Nacional de Salud Mental) para crear la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones.
Este movimiento tiene como fin mejorar la atención con una visión que trabaje en conjunto adicciones y salud mental. La reforma busca ampliar los servicios con un modelo de capacitación a médicos generales y enfermeras de clínicas comunitarias y centros de salud que puedan atender a la población en un primer nivel, para acercar a México a un modelo de atención comunitaria y descargar así la presión que recae hoy en los hospitales psiquiátricos. Quijada presume haber capacitado a veintiocho mil miembros del personal médico en todo el país, principalmente en el Estado de México y la Ciudad de México. Este modelo busca que en diez años los hospitales generales atiendan los principales problemas de salud mental, como intentos de suicidio, psicosis y agitación psicomotora. Este enfoque sigue la tendencia internacional a la que recientemente se han unido países como Chile y Argentina; también se trató de implementar en el sexenio foxista y fracasó. A largo plazo se busca que, desde las escuelas, el personal médico salga con un perfil que incluya conocimientos sobre salud mental.
La reforma, en específico, la fusión entre adicciones y salud mental, ha despertado críticas porque podría continuar fomentando el estigma y discriminación de las personas con uso problemático de sustancias, explica Katia D’Artigues en su artículo “Seis razones para no aprobar una reforma a la Ley General de Salud sobre salud mental”, que publicó Yo También. Ahí escribe que esta propuesta no establece quién determina que una persona tiene o no una adicción ni cuáles son las consecuencias de que la etiqueten como adicta; considera que hay una regulación débil sobre el derecho al consentimiento informado para tomar o no un tratamiento y que aún se prevén hospitalizaciones involuntarias en “casos urgentes”, determinados por personal médico; asimismo, denuncia que en el proceso de construcción de la reforma se dejó fuera de la discusión a las personas con discapacidad psicosocial, quienes deberían tener un papel activo en las nuevas políticas públicas.
Cristina Mendoza, responsable del programa de salud mental y apoyo psicosocial para México y América Central del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), reconoce que ante las carencias, la capacitación a prestadores de servicios de salud es una forma de fortalecer la atención cercana a la gente. Esto, junto con la telemedicina (atención médica a través del uso de la tecnología), herencia de la pandemia, puede coadyuvar a mejorar el acceso, al incluir a poblaciones vulnerables como migrantes, víctimas de la violencia armada y familiares de desaparecidos, entre otros. “Hay un esfuerzo que tomará bastante tiempo para un país tan grande y tan diverso, que deberá de ir acompañado de campañas de sensibilización”, recalca.
Médicos consultados coinciden en que es urgente expandir la atención a la salud mental, en que las necesidades que se ven al interior de los hospitales psiquiátricos indican que la atención comunitaria nos ayudaría a transitar hacia una sociedad más sana. Calculan que, de haber voluntad política y recursos económicos suficientes, en cinco años podríamos tener los primeros resultados y, en una década, un sistema sólido con tendencia a crecer y mejorar. La brecha en el país aún es amplia y el camino por delante parece no tener fin.
“Hay que reconocer que hay un sistema que falla. No porque no sea visible un trastorno significa que no es importante”, concluye Alexa.
Alejandra Crail. Periodista de investigación independiente y miembro del staff de Gatopardo. Se ha especializado en corrupción, derechos humanos, infancia y género, sobre los que ha publicado en diversos medios, como Emeequis, Vice, La-Lista, Chilango, Life & Style, entre otros. Ha sido galardonada dos veces con el Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter (2018 y 2021) y en 2020 con el Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos. Es autora del libro Resiliencia para pandemials (Grijalbo, 2021) y forma parte del hub de la plataforma latinoamericana Connectas.
Jimena Estíbaliz. (Ciudad de México, 1990). Es ilustradora y diseñadora gráfica. Estudió Diseño y Comunicación Visual en la FAD de la UNAM. Colabora en proyectos de distinta índole editorial, cultural y comercial y su trabajo se caracteriza por la búsqueda continua de contar historias a través de imágenes.
Entre personal reducido y un presupuesto que llega a cuentagotas, México apuesta por un cambio en el sistema de atención a la salud mental en medio de un rezago de tres décadas. Año tras año un quinto de la población requiere atención por una discapacidad psicosocial. La solución podría estar en un modelo que considere los vínculos sociales, la inclusión comunitaria, la igualdad de oportunidades y el respeto a los derechos humanos.
Felipe Orozco abrió los ojos y descubrió que no podía moverse. Tenía las manos y las piernas sujetas con vendas. Estaba atado a una cama del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, en la Ciudad de México, que auspicia el gobierno federal. Era finales de julio de 2017 cuando, por voz de un enfermero, se enteró de que tenía tres semanas así. Aún no recuerda lo que pasó en ese lapso. “Después supe que llegué por un brote psicótico y que en el área de observación me amarraron y medicaron”, cuenta este hombre de 43 años, médico cirujano, a quien diagnosticaron desde los veintitrés con trastorno esquizoafectivo maniaco (una combinación de síntomas de esquizofrenia y de trastornos del estado de ánimo), sobre su primer internamiento forzado.
Cuando recobró el conocimiento lo trasladaron al quinto piso, donde encontró un poco más de libertad —al menos, un par de horas, porque entre las ocho de la mañana y el mediodía, así como por las noches, volvían a inmovilizarlo—. “En una ocasión necesitaba ir al baño y pedí apoyo al enfermero, porque ya no aguantaba, y me dijo que no, que si quería me podía hacer en el colchón. Se siente horrible. Uno no quiere estar sucio, pero mi vejiga ya no aguantaba más. Me tuve que hacer”.
Un año más tarde, en 2018, un nuevo brote lo llevó a otro hospital público, ahora en Puebla. Un despido injustificado elevó sus niveles de estrés y las alucinaciones incrementaron; por ello su psiquiatra de cabecera recomendó internamiento y la única opción era el Hospital Psiquiátrico Doctor Rafael Serrano, del gobierno estatal. “No recuerdo cómo llegué, pero sí que, entrando, me encadenaron. No fueron vendas: eran cadenas, cadenas con candado. En las tres semanas que estuve ahí descubrí el horror”. Entre sus memorias están los baños con mangueras a presión y agua fría que el personal le obligaba a tomar en las madrugadas; que su ropa era una bata que a cada movimiento dejaba ver su desnudez; que la comida no tenía sabor y el personal la arrojaba al piso; que había golpes y burlas y ninguna consulta con los especialistas.
Cuando su papá logró verlo —las visitas no están permitidas con regularidad— lo encontró en tan malas condiciones que firmó su alta voluntaria. Su caso fue retomado por Human Rights Watch, que incluyó a México como uno de los países que todavía encadena a pacientes, según consta en el informe Living in chains (2020). En un análisis reciente, la Secretaría de Salud (SSA) encontró que hay nueve estados donde los centros de atención psiquiátrica tienen salas de aislamiento que, según la dependencia, no deberían existir porque no se consideran medidas terapéuticas. La mayoría están en Chihuahua, con ocho; Ciudad de México, con dos; y Sinaloa, también con dos, aunque Durango, Hidalgo, Sonora, Chiapas, Oaxaca y Veracruz también cuentan con espacios así.
Felipe es testigo del rezago del sistema de atención a la salud mental de este país que, a decir del doctor Juan Manuel Quijada Gaytán, director general de los Servicios de Atención Psiquiátrica de la SSA, tiene treinta años de atraso, pues quedó estancado en el modelo asilar: dejó mayoritariamente la atención en los hospitales psiquiátricos.
Desde 1990, con la Declaración de Caracas, que surgió de la Conferencia Regional para la Reestructuración de la Atención Psiquiátrica en América Latina, se definió que los hospitales psiquiátricos, al aislar a las personas, les generan mayor discapacidad social, condiciones desfavorables que ponen en peligro los derechos humanos y civiles de los pacientes y acaparan los recursos que destinan los países a la salud mental. Esto ha evitado que los servicios sean accesibles y estén descentralizados.
México, junto con otras naciones, se comprometió desde entonces a reestructurar los servicios, mudarlos a un modelo de atención comunitaria, donde cualquiera pueda tener acceso temprano a una clínica o un hospital general sin necesidad de ir a un centro de alta especialización. Esto impulsaría el respeto a las libertades fundamentales de las personas con discapacidades psicosociales. Pero esta transformación no se ha concretado. Miles permanecen en un limbo, sin recibir atención oportuna, dentro de un sistema que estigmatiza y agrede.
LA BÚSQUEDA DE UN MODELO
Alexa Rodríguez es habitante de la Ciudad de México, tiene veintiún años y ha luchado por la correcta atención a su salud mental desde que tiene memoria. Entre el cambio constante de médicos, tratamientos esporádicos, falta de acompañamiento psicosocial y el estigma de los trastornos mentales, tardó años en encontrar un diagnóstico correcto.
De niña, fue paciente del Hospital Psiquiátrico Infantil Doctor Juan N. Navarro, cuando inició un tratamiento enfocado sólo en trastornos alimenticios; en su adolescencia, del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón la Fuente Muñiz, por adicciones, donde obviaron otros síntomas de su padecimiento; recientemente, ya como adulta, del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, donde finalmente fue diagnosticada con trastorno límite de la personalidad (caracterizado por estados de ánimo, comportamiento y relaciones personales inestables). En medio, ha estado internada en un centro de rehabilitación para adicciones, ha tenido seis psicólogos privados y registra ocho ingresos a urgencias por crisis graves, la mayoría tras el aislamiento que trajo consigo la pandemia por covid-19. Un evento que, en su primera ola, paralizó los servicios de salud mental en casi todo el mundo, según un estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), y que provocó un aumento de trastornos mentales que aún no ha sido plenamente contabilizado en México. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo durante la segunda ola de contagios se registró un incremento de 5% en los trastornos depresivos y de ansiedad.
“Ha sido un camino bastante largo y doloroso. Un trastorno mental es mucha frustración para uno y para la familia. Pensamos que es algo lejano, que nunca nos va a pasar y, de pronto, estamos enfrentándonos con un sistema que falla y con el miedo de que te ganen tus emociones y vuelvas a decir: ‘Ya no puedo más’”, expresa la joven.
El cuidado de la salud mental es todo menos sencillo. Año tras año un quinto de la población mexicana requiere atención por una discapacidad psicosocial. Para ponerlo en perspectiva, esto es como si todos los habitantes de los dos estados más poblados del país —el Estado de México y la Ciudad de México— desarrollaran algún trastorno mental durante el mismo periodo: 24.8 millones de personas que requieren asistencia médica.
La mayoría de quienes nadan en ese inmenso mar tiene poquísimas posibilidades de recibir la atención que necesita. La “brecha de tratamiento” —aquella que se obtiene del cálculo entre las personas que pueden requerir algún servicio y la atención que alcanza a brindar el sistema de salud— revela que 81.4% de las personas con trastornos mentales no recibe ayuda o no obtiene la adecuada, según el Diagnóstico Operativo de Salud Mental y Adicciones que realizó la SSA en 2020. La brecha es más amplia para personas que padecen trastornos de ansiedad o fobia social.
El modelo asilar que se ha mantenido determina esta insuficiencia, pues el seguimiento a la salud mental recae principalmente en manos de 35 hospitales psiquiátricos a cargo de los gobiernos federal y estatal que no alcanzan
a abastecer la demanda por falta de personal y presupuesto y porque están concentrados mayoritariamente en el centro del país. Es un problema añejo, de más de un siglo (ver Tabla 1).
El psiquiatra Quijada Gaytán nos remonta a 1910, cuando Porfirio Díaz inauguró el Manicomio General La Castañeda, el primer esfuerzo gubernamental por atender la salud mental. En ese entonces la apertura del “manicomio” (un término ahora en desuso por sus asociaciones negativas) era símbolo de modernidad pero, en medio de la Revolución, el presupuesto se fue agotando, hasta que aquél se convirtió en un espacio deficiente y hacinado, repleto de historias de violaciones a los derechos humanos. Ahí se terminó por estereotipar el tratamiento de la salud mental. La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910–1930 (Tusquets, 2010), de Cristina Rivera Garza, traza con base en registros históricos cómo el proyecto de vanguardia de la época se fue a pique. Durante más de cincuenta años, el gobierno no actualizó su modelo de atención.
Para el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, en 1968, La Castañeda encontró su punto final. En esa época los avances en la neurociencia y la farmacología ya habían demostrado que los trastornos mentales eran tratables, así que el país abrió espacios como el Fray Bernardino y el Psiquiátrico Infantil a donde fueron referidos los pacientes del viejo manicomio. En ese entonces, el gobierno federal tenía ya la preocupación de lograr que el concepto de “salud mental” se integrara a los programas de salud pública, con acceso durante todas las etapas de la vida, desde el nacimiento. Guillermo Calderón Narváez, entonces director de Salud Mental de la SSA, escribió en la cuarta edición de la revista Salud Pública de México del año 1967: “El enfermo mental ha dejado de ser un paria para transformarse en un individuo digno, con derecho a recibir todos los beneficios que la psiquiatría moderna pueda proporcionarle a través del Estado”. Pero, con los años, otra vez el modelo se estancó. México apostó por la institucionalización y se alejó de modelos nuevos, a diferencia de lo que ocurría en otros países como Italia —que entre 1978 y 1999 cerró casi todos sus psiquiátricos, salvo seis que sobrevivieron hasta 2012—, que se mudaron a una atención comunitaria, en clínicas y hospitales generales, que apelaba al ejercicio pleno de los derechos de las personas con discapacidad psicosocial y a erradicar los tratamientos involuntarios prolongados y el aislamiento.
Durante la administración de Vicente Fox (2000–2006) se intentó reformar el sistema y de ese esfuerzo nacieron los Centros Integrales de Salud Mental (Cisame), que buscaban brindar atención a la salud mental sin necesidad de acudir a un hospital psiquiátrico, lo que los acercaba a la ciudadanía. También se abrieron Centros de Atención Primaria en Adicciones (Capa), que ofrecen servicios en esta área. En total, México tiene 35 hospitales psiquiátricos, 66 Cisame y 341 Capa que proveen servicios relacionados con la salud mental, pero éstos no terminan por solventar las necesidades.
Hay estados donde la oferta pública para atender estos padecimientos es mínima. Guerrero, por ejemplo, es de los más abandonados: sólo concentra sus esfuerzos en el tratamiento de adicciones, no tiene ni hospitales psiquiátricos ni Cisame. En Hidalgo, Querétaro, Tlaxcala, Baja California, Colima, Michoacán, Oaxaca y Tabasco también hay carencias graves. “Nos enfocamos en los hospitales psiquiátricos y esto es muy caro”, asegura el doctor Quijada Gaytán. Es costoso para las familias que tienen que trasladarse distancias muy largas para llegar a estos centros, que usualmente no están dentro de su comunidad, pero también para el sistema, que concentra su inversión principalmente en la operación de los hospitales. “No tuvimos una política que le diera vuelta a esto y así llegamos a una realidad: hay poca inversión, hay estigma, hay abandono”.
En México la inversión es minúscula. La OMS estima que 10% del presupuesto de salud pública debe destinarse a la salud mental, pero en el país ésta alcanza apenas 2.1% de los recursos —al menos desde 2013, según el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria—. El año pasado, por ejemplo, el presupuesto fue de tres mil millones de pesos, mientras que a un proyecto como el Tren Maya se le destinó doce veces esa cantidad: 36 288 millones. Esto implica un abandono para la ciudadanía, sobre todo, para aquellos que no cuentan con un seguro médico, ni privado ni público. La misma SSA considera que hay 13.5 millones de personas sin seguridad social que requieren tratamiento, de las cuales, 3.5 millones tienen trastornos severos de la salud mental.
Las carencias son visibles en distintas magnitudes. Se reflejan en la cantidad de personal: hay 0.9 psiquiatras y 2.9 psicólogos por cada cien mil habitantes; y en estados con claras deficiencias como Baja California, Colima, Nayarit y Guerrero no hay registros de psiquiatras en el sistema público. En suma, a diferencia de lo que ocurre a nivel continente, donde la mayoría de los ingresos hospitalarios por asuntos de salud mental se concentra en hospitales generales, en México, la atención se recarga en los psiquiátricos, que se enfocan principalmente en trastornos del humor, del comportamiento en la infancia y la adolescencia, esquizofrenia y trastornos esquizotípicos de ideas delirantes, neuróticos y somatomorfos, trastornos mentales debidos al consumo de sustancias, trastornos mentales orgánicos y trastornos de la personalidad (ver Tabla 2).
Estas insuficiencias afectan la atención que reciben las personas con discapacidad psicosocial, porque limitan el seguimiento puntual de sus casos, obstaculizan el acceso a un tratamiento adecuado y lo retardan. Esto, a su vez, vuelve al sistema propenso a cometer violaciones a los derechos humanos, como internamientos forzosos, encadenamientos, aislamiento, discriminación, humillaciones, maltrato, tortura e incluso, violación sexual, mismos que la Comisión Nacional de Derechos Humanos y organizaciones como Documenta y Human Rights Watch han documentado.
En el estudio “¿Por razón necesaria?”, Documenta reconoce que la salud mental se ha invisibilizado en la agenda pública, relegado al ámbito médico especializado, bajo “una visión limitada” que no considera los vínculos sociales, la inclusión comunitaria, la justicia social, la igualdad de oportunidades y el respeto de los derechos humanos como claves de la recuperación: se ha limitado a segregar. Diana Sheinbaum, coordinadora del programa de Discapacidad y Justicia de esta organización, asegura que la deuda del Estado, que nos ha llevado a este rezago, tiene que ver con la carencia de un marco normativo que garantice el acceso a servicios de salud mental de calidad, respetuosos y cercanos, y que los regule para que impacten de forma positiva. “Hoy en día la calidad en la atención genera sufrimiento. Si tú estás en una situación en la que requieres apoyo y el sistema te interna, te maltrata o te da tratamientos en contra de tu voluntad es un desempoderamiento de tu proyecto de vida, se obstaculiza la recuperación integral y caemos en un círculo vicioso del que no hemos podido salir”, dice.
ENTRE EL ESTIGMA Y EL REZAGO
Felipe se recuerda como un joven de veintitrés años que no sabía que padecía una enfermedad mental. “Tengo alucinaciones visuales y auditivas, pero yo pensé siempre que era mi conciencia”. Su pareja de la universidad notó un cambio en su comportamiento, hablaba solo y se distraía mucho, así que decidió sacarle una cita con un psiquiatra particular, quien confirmó la sospecha: era esquizofrénico. Su primer encuentro con el estigma fue saliendo del consultorio. Su pareja de cuatro años terminó con él tras el diagnóstico. Aunque su familia lo respaldó, los encuentros con el rechazo social no cesaron: perdió empleos, vio mermados sus estudios y se enfrentó a un sistema que prefiere aislar que incluir.
En hospitales públicos y privados atestiguó otros casos de discriminación: compañeros que llevaban más de seis años abandonados en estas instituciones, sin que nadie los visitara ni les hablara; internamientos forzados e inmovilización en contra de la voluntad de las personas; burlas, comentarios hirientes y violencia física. Recientemente, Felipe encontró una clínica privada que cobra catorce mil pesos semanales por el internamiento y que se ha vuelto su lugar de apoyo dadas las condiciones de la atención pública. “La última vez que entré volví a ver a mis compañeros de siempre: Montañés, Jonathan, Rafa, Miguel, Alan. Y temí. Pensé que yo podría terminar también así, en el abandono. Soy privilegiado, porque tengo una red familiar, mis padres y hermanos vieron por mí, me dejaron una pensión y un ingreso fijo, pero la dificultad de que la sociedad nos cobije casi siempre termina por aislarnos”.
Ese contexto arrastrábamos cuando llegó la pandemia, que sacó a relucir dos aspectos: la importancia de atender la salud mental y la obsolescencia de un sistema que no está listo para responder porque el estigma y la discriminación están enquistados.
En el Fray Bernardino es claro. Leonardo Viguri, médico residente de psiquiatría, cuenta que notaron un aumento en los trastornos de ansiedad y depresión que, en muchos casos, no pudieron atender, porque estaban sobrepasados: había una reducción de 30% de camas disponibles, como medida preventiva de contagios por SARS-CoV-2. Encuentra una raíz: “Aquí nos toca recibir pacientes que no son atendidos en otros centros porque tienen un trastorno; aunque requieran atención por diabetes, hipertensión u otras comorbilidades, existe esa idea de que a estas personas les corresponde sólo el hospital psiquiátrico. Esto también ocurrió con el covid: tuvimos que reorganizar el hospital para dar la atención y evitar la exposición”. El médico cuenta el caso de un paciente con esquizofrenia que requería hospitalización pero no había espacio.
El error está —a decir de Diana Sheinbaum— en que, históricamente, la salud mental se separó de la salud física, como si no hubiera correlación entre ambas. También se eludieron los determinantes sociales: la pobreza, la marginación, la violencia, entre otros, como obstáculos para la buena salud mental. “Todas y todos nosotros en algún momento de nuestra vida podemos experimentar una condición de salud mental y, así como cuando tenemos una gripa o un malestar estomacal, deberíamos tener acceso a una atención cercana, sin el prejuicio que está inmerso en el sistema, que malentiende un trastorno, que lo asocia a un desbalance, a una reducción en el funcionamiento del cuerpo”.
Alexa Rodríguez fue una de las pacientes que en 2020, ante una crisis e intento de suicidio, tuvo que volver a casa porque no había camas que permitieran su ingreso, primero en el Nacional de Psiquiatría y luego, en el Fray Bernardino. La pandemia incrementó los niveles de ansiedad y depresión; también los cambios de humor repentinos que la hacían pasar de sentirse sumamente alegre a la tristeza profunda o a la rabia incontrolable. Ricardo Rodríguez, su padre, se recuerda desesperado pidiéndole ayuda al médico de guardia para ingresar a su hija al hospital. Temía que atentara contra su vida. “Te estás jugando ahí la vida de tu hija. Yo sentía que traía una bomba en las manos y que el sistema nos estaba dejando solos”. Finalmente, como medida de emergencia, la ingresaron a un centro privado enfocado en adicciones, donde permaneció tres meses.
Fue hasta mediados de 2021 que volvió a integrarse al sistema público de salud como paciente del Fray Bernardino donde, después de toda una vida buscando una respuesta a lo que sentía, principalmente en los últimos cinco años, encontró el apoyo correcto para tratar el trastorno límite de la personalidad que recién le diagnosticaron. A Alexa le tomó menos tiempo que al promedio de los mexicanos tener un diagnóstico adecuado: las personas usualmente tardan entre siete y treinta años en nombrar correctamente lo que les ocurre, según la Red Voz Pro Salud Mental. En la terapia grupal que le brindan se sintió identificada con algunos síntomas de sus compañeros: la impulsividad, la autoflagelación, los extremos en las emociones y el pensamiento suicida. Entendió que lo que vive no es una enfermedad, sino un trastorno que se puede tratar y con el que puede tener calidad de vida. También, que no es la única en este camino. “Hay muchos espejos en esta vida y en terapia me he visto reflejada en un güey de 34 años, una señora de 51 y una chavita de diecisiete; la vida no es blanco y negro, hay que aprender a aceptar y trabajar para mejorar. Me llegó tarde ese conocimiento”, dice.
Su paso por el sistema de salud pública fue fortuito. Se aceleró por el apoyo de una conocida que trabaja en el hospital que hoy la atiende. Sin embargo, la mayoría de los mexicanos no lo contempla como una alternativa, en gran medida, porque los espacios de atención que oferta son mínimos y están concentrados en la zona centro del país. Aunque el servicio privado pareciera una opción es, en la mayoría de los casos, demasiado costoso: los honorarios de un especialista en salud mental oscilan entre cuatrocientos y dos mil pesos por sesión, es decir, el salario mínimo de entre dos y once días.
Al tiempo, el combo que forman el estigma y el rezago se ve reflejado en la práctica médica. El psiquiatra Héctor Gámez Barrera —del Hospital Psiquiátrico Infantil— cuenta que en esta administración hubo una dificultad enorme para el acceso al litio, un metal cuyas sales son un medicamento clave para el tratamiento del trastorno bipolar (que provoca altibajos emocionales que van de la depresión a la manía intensos). Mientras el gobierno mexicano discutía cómo explotar y nacionalizar sus yacimientos —el más grande del mundo se encontró en Sonora—, en los hospitales públicos la falta de acceso al fármaco provocó graves problemas entre los pacientes que requerían su consumo. “Vimos un incremento en las crisis y en las necesidades
de atención. La bipolaridad, aunque sólo tiene prevalencia de 1%, es un trastorno de difícil control”, explica. Algo parecido ocurrió con la clozapina, un medicamento antipsicótico que se usa como tratamiento para la esquizofrenia y que presentó un fuerte desabasto. Con la política de austeridad del gobierno, que se reflejó en todos los hospitales públicos, al personal se le obligó a reciclar material, incluso documentos importantes; se les prohibió conectar teléfonos celulares a la toma de corriente del inmueble; y se enfrentaron a la dificultad de tener que canalizar estudios a laboratorios privados, lo que dejó estos análisis a expensas de la capacidad económica de los pacientes. En suma, la precariedad laboral juega en contra. La atención a la salud en todo el sistema recae mayoritariamente en los médicos residentes, que tienen contratos laxos, con derechos mínimos, y que suelen tener jornadas extenuantes que merman la calidad de su desempeño (ver Tabla 3).
A modo de resistencia han surgido esfuerzos de personas con discapacidad psicosocial que defienden “el derecho a la locura”; abogan por el reconocimiento a la diversidad al considerar que históricamente se ha excluido y violentado a quienes no se ajustan a los parámetros de normalidad que la sociedad establece.
Óscar Sánchez, integrante de Sin Colectivo, una organización que conforman personas que tienen experiencias como pacientes de la psiquiatría dentro o fuera de las instituciones públicas, nos dice que a través del “orgullo loco” reivindican la injuria, las acciones que se han cometido en contra de su dignidad y credibilidad.
“La discapacidad es una figura que siempre queda excluida. La única voz que importa es la de la persona experta y se minimizan nuestras experiencias: ‘A la loca no le hagas caso’, ‘el loco no sabe’, ‘está delirando’”. La defensa del derecho a la locura tiene que ver con el reconocimiento de la vivencia de los trastornos, así como con el respeto y entendimiento, sin la criminalización que fomenta el mismo sistema de atención. “Creemos que debe haber un proyecto de desinstitucionalización progresivo, que garantice el trato digno a las personas con discapacidad psicosocial. La mera existencia de estas instituciones [psiquiátricos] promueve la exclusión. Entre más espacios así se abran, más personas recluidas va a haber”, recalca. Sin embargo en el país esta desinstitucionalización no se plantea siquiera.
EL CAMBIO DE MODELO
Treinta años después de la Declaración de Caracas, el gobierno mexicano vuelve a intentar una reestructuración del sistema de salud. Ante el mínimo presupuesto, ha buscado juntar los recursos económicos de tres áreas y unificar los servicios, pues desde 2019 promueve fusionar tres organismos de la SSA (Servicios de Atención Psiquiátrica, el Consejo Nacional contra las Adicciones y el Consejo Nacional de Salud Mental) para crear la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones.
Este movimiento tiene como fin mejorar la atención con una visión que trabaje en conjunto adicciones y salud mental. La reforma busca ampliar los servicios con un modelo de capacitación a médicos generales y enfermeras de clínicas comunitarias y centros de salud que puedan atender a la población en un primer nivel, para acercar a México a un modelo de atención comunitaria y descargar así la presión que recae hoy en los hospitales psiquiátricos. Quijada presume haber capacitado a veintiocho mil miembros del personal médico en todo el país, principalmente en el Estado de México y la Ciudad de México. Este modelo busca que en diez años los hospitales generales atiendan los principales problemas de salud mental, como intentos de suicidio, psicosis y agitación psicomotora. Este enfoque sigue la tendencia internacional a la que recientemente se han unido países como Chile y Argentina; también se trató de implementar en el sexenio foxista y fracasó. A largo plazo se busca que, desde las escuelas, el personal médico salga con un perfil que incluya conocimientos sobre salud mental.
La reforma, en específico, la fusión entre adicciones y salud mental, ha despertado críticas porque podría continuar fomentando el estigma y discriminación de las personas con uso problemático de sustancias, explica Katia D’Artigues en su artículo “Seis razones para no aprobar una reforma a la Ley General de Salud sobre salud mental”, que publicó Yo También. Ahí escribe que esta propuesta no establece quién determina que una persona tiene o no una adicción ni cuáles son las consecuencias de que la etiqueten como adicta; considera que hay una regulación débil sobre el derecho al consentimiento informado para tomar o no un tratamiento y que aún se prevén hospitalizaciones involuntarias en “casos urgentes”, determinados por personal médico; asimismo, denuncia que en el proceso de construcción de la reforma se dejó fuera de la discusión a las personas con discapacidad psicosocial, quienes deberían tener un papel activo en las nuevas políticas públicas.
Cristina Mendoza, responsable del programa de salud mental y apoyo psicosocial para México y América Central del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), reconoce que ante las carencias, la capacitación a prestadores de servicios de salud es una forma de fortalecer la atención cercana a la gente. Esto, junto con la telemedicina (atención médica a través del uso de la tecnología), herencia de la pandemia, puede coadyuvar a mejorar el acceso, al incluir a poblaciones vulnerables como migrantes, víctimas de la violencia armada y familiares de desaparecidos, entre otros. “Hay un esfuerzo que tomará bastante tiempo para un país tan grande y tan diverso, que deberá de ir acompañado de campañas de sensibilización”, recalca.
Médicos consultados coinciden en que es urgente expandir la atención a la salud mental, en que las necesidades que se ven al interior de los hospitales psiquiátricos indican que la atención comunitaria nos ayudaría a transitar hacia una sociedad más sana. Calculan que, de haber voluntad política y recursos económicos suficientes, en cinco años podríamos tener los primeros resultados y, en una década, un sistema sólido con tendencia a crecer y mejorar. La brecha en el país aún es amplia y el camino por delante parece no tener fin.
“Hay que reconocer que hay un sistema que falla. No porque no sea visible un trastorno significa que no es importante”, concluye Alexa.
Alejandra Crail. Periodista de investigación independiente y miembro del staff de Gatopardo. Se ha especializado en corrupción, derechos humanos, infancia y género, sobre los que ha publicado en diversos medios, como Emeequis, Vice, La-Lista, Chilango, Life & Style, entre otros. Ha sido galardonada dos veces con el Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter (2018 y 2021) y en 2020 con el Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos. Es autora del libro Resiliencia para pandemials (Grijalbo, 2021) y forma parte del hub de la plataforma latinoamericana Connectas.
Jimena Estíbaliz. (Ciudad de México, 1990). Es ilustradora y diseñadora gráfica. Estudió Diseño y Comunicación Visual en la FAD de la UNAM. Colabora en proyectos de distinta índole editorial, cultural y comercial y su trabajo se caracteriza por la búsqueda continua de contar historias a través de imágenes.
Entre personal reducido y un presupuesto que llega a cuentagotas, México apuesta por un cambio en el sistema de atención a la salud mental en medio de un rezago de tres décadas. Año tras año un quinto de la población requiere atención por una discapacidad psicosocial. La solución podría estar en un modelo que considere los vínculos sociales, la inclusión comunitaria, la igualdad de oportunidades y el respeto a los derechos humanos.
Felipe Orozco abrió los ojos y descubrió que no podía moverse. Tenía las manos y las piernas sujetas con vendas. Estaba atado a una cama del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, en la Ciudad de México, que auspicia el gobierno federal. Era finales de julio de 2017 cuando, por voz de un enfermero, se enteró de que tenía tres semanas así. Aún no recuerda lo que pasó en ese lapso. “Después supe que llegué por un brote psicótico y que en el área de observación me amarraron y medicaron”, cuenta este hombre de 43 años, médico cirujano, a quien diagnosticaron desde los veintitrés con trastorno esquizoafectivo maniaco (una combinación de síntomas de esquizofrenia y de trastornos del estado de ánimo), sobre su primer internamiento forzado.
Cuando recobró el conocimiento lo trasladaron al quinto piso, donde encontró un poco más de libertad —al menos, un par de horas, porque entre las ocho de la mañana y el mediodía, así como por las noches, volvían a inmovilizarlo—. “En una ocasión necesitaba ir al baño y pedí apoyo al enfermero, porque ya no aguantaba, y me dijo que no, que si quería me podía hacer en el colchón. Se siente horrible. Uno no quiere estar sucio, pero mi vejiga ya no aguantaba más. Me tuve que hacer”.
Un año más tarde, en 2018, un nuevo brote lo llevó a otro hospital público, ahora en Puebla. Un despido injustificado elevó sus niveles de estrés y las alucinaciones incrementaron; por ello su psiquiatra de cabecera recomendó internamiento y la única opción era el Hospital Psiquiátrico Doctor Rafael Serrano, del gobierno estatal. “No recuerdo cómo llegué, pero sí que, entrando, me encadenaron. No fueron vendas: eran cadenas, cadenas con candado. En las tres semanas que estuve ahí descubrí el horror”. Entre sus memorias están los baños con mangueras a presión y agua fría que el personal le obligaba a tomar en las madrugadas; que su ropa era una bata que a cada movimiento dejaba ver su desnudez; que la comida no tenía sabor y el personal la arrojaba al piso; que había golpes y burlas y ninguna consulta con los especialistas.
Cuando su papá logró verlo —las visitas no están permitidas con regularidad— lo encontró en tan malas condiciones que firmó su alta voluntaria. Su caso fue retomado por Human Rights Watch, que incluyó a México como uno de los países que todavía encadena a pacientes, según consta en el informe Living in chains (2020). En un análisis reciente, la Secretaría de Salud (SSA) encontró que hay nueve estados donde los centros de atención psiquiátrica tienen salas de aislamiento que, según la dependencia, no deberían existir porque no se consideran medidas terapéuticas. La mayoría están en Chihuahua, con ocho; Ciudad de México, con dos; y Sinaloa, también con dos, aunque Durango, Hidalgo, Sonora, Chiapas, Oaxaca y Veracruz también cuentan con espacios así.
Felipe es testigo del rezago del sistema de atención a la salud mental de este país que, a decir del doctor Juan Manuel Quijada Gaytán, director general de los Servicios de Atención Psiquiátrica de la SSA, tiene treinta años de atraso, pues quedó estancado en el modelo asilar: dejó mayoritariamente la atención en los hospitales psiquiátricos.
Desde 1990, con la Declaración de Caracas, que surgió de la Conferencia Regional para la Reestructuración de la Atención Psiquiátrica en América Latina, se definió que los hospitales psiquiátricos, al aislar a las personas, les generan mayor discapacidad social, condiciones desfavorables que ponen en peligro los derechos humanos y civiles de los pacientes y acaparan los recursos que destinan los países a la salud mental. Esto ha evitado que los servicios sean accesibles y estén descentralizados.
México, junto con otras naciones, se comprometió desde entonces a reestructurar los servicios, mudarlos a un modelo de atención comunitaria, donde cualquiera pueda tener acceso temprano a una clínica o un hospital general sin necesidad de ir a un centro de alta especialización. Esto impulsaría el respeto a las libertades fundamentales de las personas con discapacidades psicosociales. Pero esta transformación no se ha concretado. Miles permanecen en un limbo, sin recibir atención oportuna, dentro de un sistema que estigmatiza y agrede.
LA BÚSQUEDA DE UN MODELO
Alexa Rodríguez es habitante de la Ciudad de México, tiene veintiún años y ha luchado por la correcta atención a su salud mental desde que tiene memoria. Entre el cambio constante de médicos, tratamientos esporádicos, falta de acompañamiento psicosocial y el estigma de los trastornos mentales, tardó años en encontrar un diagnóstico correcto.
De niña, fue paciente del Hospital Psiquiátrico Infantil Doctor Juan N. Navarro, cuando inició un tratamiento enfocado sólo en trastornos alimenticios; en su adolescencia, del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón la Fuente Muñiz, por adicciones, donde obviaron otros síntomas de su padecimiento; recientemente, ya como adulta, del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, donde finalmente fue diagnosticada con trastorno límite de la personalidad (caracterizado por estados de ánimo, comportamiento y relaciones personales inestables). En medio, ha estado internada en un centro de rehabilitación para adicciones, ha tenido seis psicólogos privados y registra ocho ingresos a urgencias por crisis graves, la mayoría tras el aislamiento que trajo consigo la pandemia por covid-19. Un evento que, en su primera ola, paralizó los servicios de salud mental en casi todo el mundo, según un estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), y que provocó un aumento de trastornos mentales que aún no ha sido plenamente contabilizado en México. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo durante la segunda ola de contagios se registró un incremento de 5% en los trastornos depresivos y de ansiedad.
“Ha sido un camino bastante largo y doloroso. Un trastorno mental es mucha frustración para uno y para la familia. Pensamos que es algo lejano, que nunca nos va a pasar y, de pronto, estamos enfrentándonos con un sistema que falla y con el miedo de que te ganen tus emociones y vuelvas a decir: ‘Ya no puedo más’”, expresa la joven.
El cuidado de la salud mental es todo menos sencillo. Año tras año un quinto de la población mexicana requiere atención por una discapacidad psicosocial. Para ponerlo en perspectiva, esto es como si todos los habitantes de los dos estados más poblados del país —el Estado de México y la Ciudad de México— desarrollaran algún trastorno mental durante el mismo periodo: 24.8 millones de personas que requieren asistencia médica.
La mayoría de quienes nadan en ese inmenso mar tiene poquísimas posibilidades de recibir la atención que necesita. La “brecha de tratamiento” —aquella que se obtiene del cálculo entre las personas que pueden requerir algún servicio y la atención que alcanza a brindar el sistema de salud— revela que 81.4% de las personas con trastornos mentales no recibe ayuda o no obtiene la adecuada, según el Diagnóstico Operativo de Salud Mental y Adicciones que realizó la SSA en 2020. La brecha es más amplia para personas que padecen trastornos de ansiedad o fobia social.
El modelo asilar que se ha mantenido determina esta insuficiencia, pues el seguimiento a la salud mental recae principalmente en manos de 35 hospitales psiquiátricos a cargo de los gobiernos federal y estatal que no alcanzan
a abastecer la demanda por falta de personal y presupuesto y porque están concentrados mayoritariamente en el centro del país. Es un problema añejo, de más de un siglo (ver Tabla 1).
El psiquiatra Quijada Gaytán nos remonta a 1910, cuando Porfirio Díaz inauguró el Manicomio General La Castañeda, el primer esfuerzo gubernamental por atender la salud mental. En ese entonces la apertura del “manicomio” (un término ahora en desuso por sus asociaciones negativas) era símbolo de modernidad pero, en medio de la Revolución, el presupuesto se fue agotando, hasta que aquél se convirtió en un espacio deficiente y hacinado, repleto de historias de violaciones a los derechos humanos. Ahí se terminó por estereotipar el tratamiento de la salud mental. La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910–1930 (Tusquets, 2010), de Cristina Rivera Garza, traza con base en registros históricos cómo el proyecto de vanguardia de la época se fue a pique. Durante más de cincuenta años, el gobierno no actualizó su modelo de atención.
Para el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, en 1968, La Castañeda encontró su punto final. En esa época los avances en la neurociencia y la farmacología ya habían demostrado que los trastornos mentales eran tratables, así que el país abrió espacios como el Fray Bernardino y el Psiquiátrico Infantil a donde fueron referidos los pacientes del viejo manicomio. En ese entonces, el gobierno federal tenía ya la preocupación de lograr que el concepto de “salud mental” se integrara a los programas de salud pública, con acceso durante todas las etapas de la vida, desde el nacimiento. Guillermo Calderón Narváez, entonces director de Salud Mental de la SSA, escribió en la cuarta edición de la revista Salud Pública de México del año 1967: “El enfermo mental ha dejado de ser un paria para transformarse en un individuo digno, con derecho a recibir todos los beneficios que la psiquiatría moderna pueda proporcionarle a través del Estado”. Pero, con los años, otra vez el modelo se estancó. México apostó por la institucionalización y se alejó de modelos nuevos, a diferencia de lo que ocurría en otros países como Italia —que entre 1978 y 1999 cerró casi todos sus psiquiátricos, salvo seis que sobrevivieron hasta 2012—, que se mudaron a una atención comunitaria, en clínicas y hospitales generales, que apelaba al ejercicio pleno de los derechos de las personas con discapacidad psicosocial y a erradicar los tratamientos involuntarios prolongados y el aislamiento.
Durante la administración de Vicente Fox (2000–2006) se intentó reformar el sistema y de ese esfuerzo nacieron los Centros Integrales de Salud Mental (Cisame), que buscaban brindar atención a la salud mental sin necesidad de acudir a un hospital psiquiátrico, lo que los acercaba a la ciudadanía. También se abrieron Centros de Atención Primaria en Adicciones (Capa), que ofrecen servicios en esta área. En total, México tiene 35 hospitales psiquiátricos, 66 Cisame y 341 Capa que proveen servicios relacionados con la salud mental, pero éstos no terminan por solventar las necesidades.
Hay estados donde la oferta pública para atender estos padecimientos es mínima. Guerrero, por ejemplo, es de los más abandonados: sólo concentra sus esfuerzos en el tratamiento de adicciones, no tiene ni hospitales psiquiátricos ni Cisame. En Hidalgo, Querétaro, Tlaxcala, Baja California, Colima, Michoacán, Oaxaca y Tabasco también hay carencias graves. “Nos enfocamos en los hospitales psiquiátricos y esto es muy caro”, asegura el doctor Quijada Gaytán. Es costoso para las familias que tienen que trasladarse distancias muy largas para llegar a estos centros, que usualmente no están dentro de su comunidad, pero también para el sistema, que concentra su inversión principalmente en la operación de los hospitales. “No tuvimos una política que le diera vuelta a esto y así llegamos a una realidad: hay poca inversión, hay estigma, hay abandono”.
En México la inversión es minúscula. La OMS estima que 10% del presupuesto de salud pública debe destinarse a la salud mental, pero en el país ésta alcanza apenas 2.1% de los recursos —al menos desde 2013, según el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria—. El año pasado, por ejemplo, el presupuesto fue de tres mil millones de pesos, mientras que a un proyecto como el Tren Maya se le destinó doce veces esa cantidad: 36 288 millones. Esto implica un abandono para la ciudadanía, sobre todo, para aquellos que no cuentan con un seguro médico, ni privado ni público. La misma SSA considera que hay 13.5 millones de personas sin seguridad social que requieren tratamiento, de las cuales, 3.5 millones tienen trastornos severos de la salud mental.
Las carencias son visibles en distintas magnitudes. Se reflejan en la cantidad de personal: hay 0.9 psiquiatras y 2.9 psicólogos por cada cien mil habitantes; y en estados con claras deficiencias como Baja California, Colima, Nayarit y Guerrero no hay registros de psiquiatras en el sistema público. En suma, a diferencia de lo que ocurre a nivel continente, donde la mayoría de los ingresos hospitalarios por asuntos de salud mental se concentra en hospitales generales, en México, la atención se recarga en los psiquiátricos, que se enfocan principalmente en trastornos del humor, del comportamiento en la infancia y la adolescencia, esquizofrenia y trastornos esquizotípicos de ideas delirantes, neuróticos y somatomorfos, trastornos mentales debidos al consumo de sustancias, trastornos mentales orgánicos y trastornos de la personalidad (ver Tabla 2).
Estas insuficiencias afectan la atención que reciben las personas con discapacidad psicosocial, porque limitan el seguimiento puntual de sus casos, obstaculizan el acceso a un tratamiento adecuado y lo retardan. Esto, a su vez, vuelve al sistema propenso a cometer violaciones a los derechos humanos, como internamientos forzosos, encadenamientos, aislamiento, discriminación, humillaciones, maltrato, tortura e incluso, violación sexual, mismos que la Comisión Nacional de Derechos Humanos y organizaciones como Documenta y Human Rights Watch han documentado.
En el estudio “¿Por razón necesaria?”, Documenta reconoce que la salud mental se ha invisibilizado en la agenda pública, relegado al ámbito médico especializado, bajo “una visión limitada” que no considera los vínculos sociales, la inclusión comunitaria, la justicia social, la igualdad de oportunidades y el respeto de los derechos humanos como claves de la recuperación: se ha limitado a segregar. Diana Sheinbaum, coordinadora del programa de Discapacidad y Justicia de esta organización, asegura que la deuda del Estado, que nos ha llevado a este rezago, tiene que ver con la carencia de un marco normativo que garantice el acceso a servicios de salud mental de calidad, respetuosos y cercanos, y que los regule para que impacten de forma positiva. “Hoy en día la calidad en la atención genera sufrimiento. Si tú estás en una situación en la que requieres apoyo y el sistema te interna, te maltrata o te da tratamientos en contra de tu voluntad es un desempoderamiento de tu proyecto de vida, se obstaculiza la recuperación integral y caemos en un círculo vicioso del que no hemos podido salir”, dice.
ENTRE EL ESTIGMA Y EL REZAGO
Felipe se recuerda como un joven de veintitrés años que no sabía que padecía una enfermedad mental. “Tengo alucinaciones visuales y auditivas, pero yo pensé siempre que era mi conciencia”. Su pareja de la universidad notó un cambio en su comportamiento, hablaba solo y se distraía mucho, así que decidió sacarle una cita con un psiquiatra particular, quien confirmó la sospecha: era esquizofrénico. Su primer encuentro con el estigma fue saliendo del consultorio. Su pareja de cuatro años terminó con él tras el diagnóstico. Aunque su familia lo respaldó, los encuentros con el rechazo social no cesaron: perdió empleos, vio mermados sus estudios y se enfrentó a un sistema que prefiere aislar que incluir.
En hospitales públicos y privados atestiguó otros casos de discriminación: compañeros que llevaban más de seis años abandonados en estas instituciones, sin que nadie los visitara ni les hablara; internamientos forzados e inmovilización en contra de la voluntad de las personas; burlas, comentarios hirientes y violencia física. Recientemente, Felipe encontró una clínica privada que cobra catorce mil pesos semanales por el internamiento y que se ha vuelto su lugar de apoyo dadas las condiciones de la atención pública. “La última vez que entré volví a ver a mis compañeros de siempre: Montañés, Jonathan, Rafa, Miguel, Alan. Y temí. Pensé que yo podría terminar también así, en el abandono. Soy privilegiado, porque tengo una red familiar, mis padres y hermanos vieron por mí, me dejaron una pensión y un ingreso fijo, pero la dificultad de que la sociedad nos cobije casi siempre termina por aislarnos”.
Ese contexto arrastrábamos cuando llegó la pandemia, que sacó a relucir dos aspectos: la importancia de atender la salud mental y la obsolescencia de un sistema que no está listo para responder porque el estigma y la discriminación están enquistados.
En el Fray Bernardino es claro. Leonardo Viguri, médico residente de psiquiatría, cuenta que notaron un aumento en los trastornos de ansiedad y depresión que, en muchos casos, no pudieron atender, porque estaban sobrepasados: había una reducción de 30% de camas disponibles, como medida preventiva de contagios por SARS-CoV-2. Encuentra una raíz: “Aquí nos toca recibir pacientes que no son atendidos en otros centros porque tienen un trastorno; aunque requieran atención por diabetes, hipertensión u otras comorbilidades, existe esa idea de que a estas personas les corresponde sólo el hospital psiquiátrico. Esto también ocurrió con el covid: tuvimos que reorganizar el hospital para dar la atención y evitar la exposición”. El médico cuenta el caso de un paciente con esquizofrenia que requería hospitalización pero no había espacio.
El error está —a decir de Diana Sheinbaum— en que, históricamente, la salud mental se separó de la salud física, como si no hubiera correlación entre ambas. También se eludieron los determinantes sociales: la pobreza, la marginación, la violencia, entre otros, como obstáculos para la buena salud mental. “Todas y todos nosotros en algún momento de nuestra vida podemos experimentar una condición de salud mental y, así como cuando tenemos una gripa o un malestar estomacal, deberíamos tener acceso a una atención cercana, sin el prejuicio que está inmerso en el sistema, que malentiende un trastorno, que lo asocia a un desbalance, a una reducción en el funcionamiento del cuerpo”.
Alexa Rodríguez fue una de las pacientes que en 2020, ante una crisis e intento de suicidio, tuvo que volver a casa porque no había camas que permitieran su ingreso, primero en el Nacional de Psiquiatría y luego, en el Fray Bernardino. La pandemia incrementó los niveles de ansiedad y depresión; también los cambios de humor repentinos que la hacían pasar de sentirse sumamente alegre a la tristeza profunda o a la rabia incontrolable. Ricardo Rodríguez, su padre, se recuerda desesperado pidiéndole ayuda al médico de guardia para ingresar a su hija al hospital. Temía que atentara contra su vida. “Te estás jugando ahí la vida de tu hija. Yo sentía que traía una bomba en las manos y que el sistema nos estaba dejando solos”. Finalmente, como medida de emergencia, la ingresaron a un centro privado enfocado en adicciones, donde permaneció tres meses.
Fue hasta mediados de 2021 que volvió a integrarse al sistema público de salud como paciente del Fray Bernardino donde, después de toda una vida buscando una respuesta a lo que sentía, principalmente en los últimos cinco años, encontró el apoyo correcto para tratar el trastorno límite de la personalidad que recién le diagnosticaron. A Alexa le tomó menos tiempo que al promedio de los mexicanos tener un diagnóstico adecuado: las personas usualmente tardan entre siete y treinta años en nombrar correctamente lo que les ocurre, según la Red Voz Pro Salud Mental. En la terapia grupal que le brindan se sintió identificada con algunos síntomas de sus compañeros: la impulsividad, la autoflagelación, los extremos en las emociones y el pensamiento suicida. Entendió que lo que vive no es una enfermedad, sino un trastorno que se puede tratar y con el que puede tener calidad de vida. También, que no es la única en este camino. “Hay muchos espejos en esta vida y en terapia me he visto reflejada en un güey de 34 años, una señora de 51 y una chavita de diecisiete; la vida no es blanco y negro, hay que aprender a aceptar y trabajar para mejorar. Me llegó tarde ese conocimiento”, dice.
Su paso por el sistema de salud pública fue fortuito. Se aceleró por el apoyo de una conocida que trabaja en el hospital que hoy la atiende. Sin embargo, la mayoría de los mexicanos no lo contempla como una alternativa, en gran medida, porque los espacios de atención que oferta son mínimos y están concentrados en la zona centro del país. Aunque el servicio privado pareciera una opción es, en la mayoría de los casos, demasiado costoso: los honorarios de un especialista en salud mental oscilan entre cuatrocientos y dos mil pesos por sesión, es decir, el salario mínimo de entre dos y once días.
Al tiempo, el combo que forman el estigma y el rezago se ve reflejado en la práctica médica. El psiquiatra Héctor Gámez Barrera —del Hospital Psiquiátrico Infantil— cuenta que en esta administración hubo una dificultad enorme para el acceso al litio, un metal cuyas sales son un medicamento clave para el tratamiento del trastorno bipolar (que provoca altibajos emocionales que van de la depresión a la manía intensos). Mientras el gobierno mexicano discutía cómo explotar y nacionalizar sus yacimientos —el más grande del mundo se encontró en Sonora—, en los hospitales públicos la falta de acceso al fármaco provocó graves problemas entre los pacientes que requerían su consumo. “Vimos un incremento en las crisis y en las necesidades
de atención. La bipolaridad, aunque sólo tiene prevalencia de 1%, es un trastorno de difícil control”, explica. Algo parecido ocurrió con la clozapina, un medicamento antipsicótico que se usa como tratamiento para la esquizofrenia y que presentó un fuerte desabasto. Con la política de austeridad del gobierno, que se reflejó en todos los hospitales públicos, al personal se le obligó a reciclar material, incluso documentos importantes; se les prohibió conectar teléfonos celulares a la toma de corriente del inmueble; y se enfrentaron a la dificultad de tener que canalizar estudios a laboratorios privados, lo que dejó estos análisis a expensas de la capacidad económica de los pacientes. En suma, la precariedad laboral juega en contra. La atención a la salud en todo el sistema recae mayoritariamente en los médicos residentes, que tienen contratos laxos, con derechos mínimos, y que suelen tener jornadas extenuantes que merman la calidad de su desempeño (ver Tabla 3).
A modo de resistencia han surgido esfuerzos de personas con discapacidad psicosocial que defienden “el derecho a la locura”; abogan por el reconocimiento a la diversidad al considerar que históricamente se ha excluido y violentado a quienes no se ajustan a los parámetros de normalidad que la sociedad establece.
Óscar Sánchez, integrante de Sin Colectivo, una organización que conforman personas que tienen experiencias como pacientes de la psiquiatría dentro o fuera de las instituciones públicas, nos dice que a través del “orgullo loco” reivindican la injuria, las acciones que se han cometido en contra de su dignidad y credibilidad.
“La discapacidad es una figura que siempre queda excluida. La única voz que importa es la de la persona experta y se minimizan nuestras experiencias: ‘A la loca no le hagas caso’, ‘el loco no sabe’, ‘está delirando’”. La defensa del derecho a la locura tiene que ver con el reconocimiento de la vivencia de los trastornos, así como con el respeto y entendimiento, sin la criminalización que fomenta el mismo sistema de atención. “Creemos que debe haber un proyecto de desinstitucionalización progresivo, que garantice el trato digno a las personas con discapacidad psicosocial. La mera existencia de estas instituciones [psiquiátricos] promueve la exclusión. Entre más espacios así se abran, más personas recluidas va a haber”, recalca. Sin embargo en el país esta desinstitucionalización no se plantea siquiera.
EL CAMBIO DE MODELO
Treinta años después de la Declaración de Caracas, el gobierno mexicano vuelve a intentar una reestructuración del sistema de salud. Ante el mínimo presupuesto, ha buscado juntar los recursos económicos de tres áreas y unificar los servicios, pues desde 2019 promueve fusionar tres organismos de la SSA (Servicios de Atención Psiquiátrica, el Consejo Nacional contra las Adicciones y el Consejo Nacional de Salud Mental) para crear la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones.
Este movimiento tiene como fin mejorar la atención con una visión que trabaje en conjunto adicciones y salud mental. La reforma busca ampliar los servicios con un modelo de capacitación a médicos generales y enfermeras de clínicas comunitarias y centros de salud que puedan atender a la población en un primer nivel, para acercar a México a un modelo de atención comunitaria y descargar así la presión que recae hoy en los hospitales psiquiátricos. Quijada presume haber capacitado a veintiocho mil miembros del personal médico en todo el país, principalmente en el Estado de México y la Ciudad de México. Este modelo busca que en diez años los hospitales generales atiendan los principales problemas de salud mental, como intentos de suicidio, psicosis y agitación psicomotora. Este enfoque sigue la tendencia internacional a la que recientemente se han unido países como Chile y Argentina; también se trató de implementar en el sexenio foxista y fracasó. A largo plazo se busca que, desde las escuelas, el personal médico salga con un perfil que incluya conocimientos sobre salud mental.
La reforma, en específico, la fusión entre adicciones y salud mental, ha despertado críticas porque podría continuar fomentando el estigma y discriminación de las personas con uso problemático de sustancias, explica Katia D’Artigues en su artículo “Seis razones para no aprobar una reforma a la Ley General de Salud sobre salud mental”, que publicó Yo También. Ahí escribe que esta propuesta no establece quién determina que una persona tiene o no una adicción ni cuáles son las consecuencias de que la etiqueten como adicta; considera que hay una regulación débil sobre el derecho al consentimiento informado para tomar o no un tratamiento y que aún se prevén hospitalizaciones involuntarias en “casos urgentes”, determinados por personal médico; asimismo, denuncia que en el proceso de construcción de la reforma se dejó fuera de la discusión a las personas con discapacidad psicosocial, quienes deberían tener un papel activo en las nuevas políticas públicas.
Cristina Mendoza, responsable del programa de salud mental y apoyo psicosocial para México y América Central del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), reconoce que ante las carencias, la capacitación a prestadores de servicios de salud es una forma de fortalecer la atención cercana a la gente. Esto, junto con la telemedicina (atención médica a través del uso de la tecnología), herencia de la pandemia, puede coadyuvar a mejorar el acceso, al incluir a poblaciones vulnerables como migrantes, víctimas de la violencia armada y familiares de desaparecidos, entre otros. “Hay un esfuerzo que tomará bastante tiempo para un país tan grande y tan diverso, que deberá de ir acompañado de campañas de sensibilización”, recalca.
Médicos consultados coinciden en que es urgente expandir la atención a la salud mental, en que las necesidades que se ven al interior de los hospitales psiquiátricos indican que la atención comunitaria nos ayudaría a transitar hacia una sociedad más sana. Calculan que, de haber voluntad política y recursos económicos suficientes, en cinco años podríamos tener los primeros resultados y, en una década, un sistema sólido con tendencia a crecer y mejorar. La brecha en el país aún es amplia y el camino por delante parece no tener fin.
“Hay que reconocer que hay un sistema que falla. No porque no sea visible un trastorno significa que no es importante”, concluye Alexa.
Alejandra Crail. Periodista de investigación independiente y miembro del staff de Gatopardo. Se ha especializado en corrupción, derechos humanos, infancia y género, sobre los que ha publicado en diversos medios, como Emeequis, Vice, La-Lista, Chilango, Life & Style, entre otros. Ha sido galardonada dos veces con el Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter (2018 y 2021) y en 2020 con el Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos. Es autora del libro Resiliencia para pandemials (Grijalbo, 2021) y forma parte del hub de la plataforma latinoamericana Connectas.
Jimena Estíbaliz. (Ciudad de México, 1990). Es ilustradora y diseñadora gráfica. Estudió Diseño y Comunicación Visual en la FAD de la UNAM. Colabora en proyectos de distinta índole editorial, cultural y comercial y su trabajo se caracteriza por la búsqueda continua de contar historias a través de imágenes.
Entre personal reducido y un presupuesto que llega a cuentagotas, México apuesta por un cambio en el sistema de atención a la salud mental en medio de un rezago de tres décadas. Año tras año un quinto de la población requiere atención por una discapacidad psicosocial. La solución podría estar en un modelo que considere los vínculos sociales, la inclusión comunitaria, la igualdad de oportunidades y el respeto a los derechos humanos.
Felipe Orozco abrió los ojos y descubrió que no podía moverse. Tenía las manos y las piernas sujetas con vendas. Estaba atado a una cama del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, en la Ciudad de México, que auspicia el gobierno federal. Era finales de julio de 2017 cuando, por voz de un enfermero, se enteró de que tenía tres semanas así. Aún no recuerda lo que pasó en ese lapso. “Después supe que llegué por un brote psicótico y que en el área de observación me amarraron y medicaron”, cuenta este hombre de 43 años, médico cirujano, a quien diagnosticaron desde los veintitrés con trastorno esquizoafectivo maniaco (una combinación de síntomas de esquizofrenia y de trastornos del estado de ánimo), sobre su primer internamiento forzado.
Cuando recobró el conocimiento lo trasladaron al quinto piso, donde encontró un poco más de libertad —al menos, un par de horas, porque entre las ocho de la mañana y el mediodía, así como por las noches, volvían a inmovilizarlo—. “En una ocasión necesitaba ir al baño y pedí apoyo al enfermero, porque ya no aguantaba, y me dijo que no, que si quería me podía hacer en el colchón. Se siente horrible. Uno no quiere estar sucio, pero mi vejiga ya no aguantaba más. Me tuve que hacer”.
Un año más tarde, en 2018, un nuevo brote lo llevó a otro hospital público, ahora en Puebla. Un despido injustificado elevó sus niveles de estrés y las alucinaciones incrementaron; por ello su psiquiatra de cabecera recomendó internamiento y la única opción era el Hospital Psiquiátrico Doctor Rafael Serrano, del gobierno estatal. “No recuerdo cómo llegué, pero sí que, entrando, me encadenaron. No fueron vendas: eran cadenas, cadenas con candado. En las tres semanas que estuve ahí descubrí el horror”. Entre sus memorias están los baños con mangueras a presión y agua fría que el personal le obligaba a tomar en las madrugadas; que su ropa era una bata que a cada movimiento dejaba ver su desnudez; que la comida no tenía sabor y el personal la arrojaba al piso; que había golpes y burlas y ninguna consulta con los especialistas.
Cuando su papá logró verlo —las visitas no están permitidas con regularidad— lo encontró en tan malas condiciones que firmó su alta voluntaria. Su caso fue retomado por Human Rights Watch, que incluyó a México como uno de los países que todavía encadena a pacientes, según consta en el informe Living in chains (2020). En un análisis reciente, la Secretaría de Salud (SSA) encontró que hay nueve estados donde los centros de atención psiquiátrica tienen salas de aislamiento que, según la dependencia, no deberían existir porque no se consideran medidas terapéuticas. La mayoría están en Chihuahua, con ocho; Ciudad de México, con dos; y Sinaloa, también con dos, aunque Durango, Hidalgo, Sonora, Chiapas, Oaxaca y Veracruz también cuentan con espacios así.
Felipe es testigo del rezago del sistema de atención a la salud mental de este país que, a decir del doctor Juan Manuel Quijada Gaytán, director general de los Servicios de Atención Psiquiátrica de la SSA, tiene treinta años de atraso, pues quedó estancado en el modelo asilar: dejó mayoritariamente la atención en los hospitales psiquiátricos.
Desde 1990, con la Declaración de Caracas, que surgió de la Conferencia Regional para la Reestructuración de la Atención Psiquiátrica en América Latina, se definió que los hospitales psiquiátricos, al aislar a las personas, les generan mayor discapacidad social, condiciones desfavorables que ponen en peligro los derechos humanos y civiles de los pacientes y acaparan los recursos que destinan los países a la salud mental. Esto ha evitado que los servicios sean accesibles y estén descentralizados.
México, junto con otras naciones, se comprometió desde entonces a reestructurar los servicios, mudarlos a un modelo de atención comunitaria, donde cualquiera pueda tener acceso temprano a una clínica o un hospital general sin necesidad de ir a un centro de alta especialización. Esto impulsaría el respeto a las libertades fundamentales de las personas con discapacidades psicosociales. Pero esta transformación no se ha concretado. Miles permanecen en un limbo, sin recibir atención oportuna, dentro de un sistema que estigmatiza y agrede.
LA BÚSQUEDA DE UN MODELO
Alexa Rodríguez es habitante de la Ciudad de México, tiene veintiún años y ha luchado por la correcta atención a su salud mental desde que tiene memoria. Entre el cambio constante de médicos, tratamientos esporádicos, falta de acompañamiento psicosocial y el estigma de los trastornos mentales, tardó años en encontrar un diagnóstico correcto.
De niña, fue paciente del Hospital Psiquiátrico Infantil Doctor Juan N. Navarro, cuando inició un tratamiento enfocado sólo en trastornos alimenticios; en su adolescencia, del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón la Fuente Muñiz, por adicciones, donde obviaron otros síntomas de su padecimiento; recientemente, ya como adulta, del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, donde finalmente fue diagnosticada con trastorno límite de la personalidad (caracterizado por estados de ánimo, comportamiento y relaciones personales inestables). En medio, ha estado internada en un centro de rehabilitación para adicciones, ha tenido seis psicólogos privados y registra ocho ingresos a urgencias por crisis graves, la mayoría tras el aislamiento que trajo consigo la pandemia por covid-19. Un evento que, en su primera ola, paralizó los servicios de salud mental en casi todo el mundo, según un estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), y que provocó un aumento de trastornos mentales que aún no ha sido plenamente contabilizado en México. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo durante la segunda ola de contagios se registró un incremento de 5% en los trastornos depresivos y de ansiedad.
“Ha sido un camino bastante largo y doloroso. Un trastorno mental es mucha frustración para uno y para la familia. Pensamos que es algo lejano, que nunca nos va a pasar y, de pronto, estamos enfrentándonos con un sistema que falla y con el miedo de que te ganen tus emociones y vuelvas a decir: ‘Ya no puedo más’”, expresa la joven.
El cuidado de la salud mental es todo menos sencillo. Año tras año un quinto de la población mexicana requiere atención por una discapacidad psicosocial. Para ponerlo en perspectiva, esto es como si todos los habitantes de los dos estados más poblados del país —el Estado de México y la Ciudad de México— desarrollaran algún trastorno mental durante el mismo periodo: 24.8 millones de personas que requieren asistencia médica.
La mayoría de quienes nadan en ese inmenso mar tiene poquísimas posibilidades de recibir la atención que necesita. La “brecha de tratamiento” —aquella que se obtiene del cálculo entre las personas que pueden requerir algún servicio y la atención que alcanza a brindar el sistema de salud— revela que 81.4% de las personas con trastornos mentales no recibe ayuda o no obtiene la adecuada, según el Diagnóstico Operativo de Salud Mental y Adicciones que realizó la SSA en 2020. La brecha es más amplia para personas que padecen trastornos de ansiedad o fobia social.
El modelo asilar que se ha mantenido determina esta insuficiencia, pues el seguimiento a la salud mental recae principalmente en manos de 35 hospitales psiquiátricos a cargo de los gobiernos federal y estatal que no alcanzan
a abastecer la demanda por falta de personal y presupuesto y porque están concentrados mayoritariamente en el centro del país. Es un problema añejo, de más de un siglo (ver Tabla 1).
El psiquiatra Quijada Gaytán nos remonta a 1910, cuando Porfirio Díaz inauguró el Manicomio General La Castañeda, el primer esfuerzo gubernamental por atender la salud mental. En ese entonces la apertura del “manicomio” (un término ahora en desuso por sus asociaciones negativas) era símbolo de modernidad pero, en medio de la Revolución, el presupuesto se fue agotando, hasta que aquél se convirtió en un espacio deficiente y hacinado, repleto de historias de violaciones a los derechos humanos. Ahí se terminó por estereotipar el tratamiento de la salud mental. La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910–1930 (Tusquets, 2010), de Cristina Rivera Garza, traza con base en registros históricos cómo el proyecto de vanguardia de la época se fue a pique. Durante más de cincuenta años, el gobierno no actualizó su modelo de atención.
Para el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, en 1968, La Castañeda encontró su punto final. En esa época los avances en la neurociencia y la farmacología ya habían demostrado que los trastornos mentales eran tratables, así que el país abrió espacios como el Fray Bernardino y el Psiquiátrico Infantil a donde fueron referidos los pacientes del viejo manicomio. En ese entonces, el gobierno federal tenía ya la preocupación de lograr que el concepto de “salud mental” se integrara a los programas de salud pública, con acceso durante todas las etapas de la vida, desde el nacimiento. Guillermo Calderón Narváez, entonces director de Salud Mental de la SSA, escribió en la cuarta edición de la revista Salud Pública de México del año 1967: “El enfermo mental ha dejado de ser un paria para transformarse en un individuo digno, con derecho a recibir todos los beneficios que la psiquiatría moderna pueda proporcionarle a través del Estado”. Pero, con los años, otra vez el modelo se estancó. México apostó por la institucionalización y se alejó de modelos nuevos, a diferencia de lo que ocurría en otros países como Italia —que entre 1978 y 1999 cerró casi todos sus psiquiátricos, salvo seis que sobrevivieron hasta 2012—, que se mudaron a una atención comunitaria, en clínicas y hospitales generales, que apelaba al ejercicio pleno de los derechos de las personas con discapacidad psicosocial y a erradicar los tratamientos involuntarios prolongados y el aislamiento.
Durante la administración de Vicente Fox (2000–2006) se intentó reformar el sistema y de ese esfuerzo nacieron los Centros Integrales de Salud Mental (Cisame), que buscaban brindar atención a la salud mental sin necesidad de acudir a un hospital psiquiátrico, lo que los acercaba a la ciudadanía. También se abrieron Centros de Atención Primaria en Adicciones (Capa), que ofrecen servicios en esta área. En total, México tiene 35 hospitales psiquiátricos, 66 Cisame y 341 Capa que proveen servicios relacionados con la salud mental, pero éstos no terminan por solventar las necesidades.
Hay estados donde la oferta pública para atender estos padecimientos es mínima. Guerrero, por ejemplo, es de los más abandonados: sólo concentra sus esfuerzos en el tratamiento de adicciones, no tiene ni hospitales psiquiátricos ni Cisame. En Hidalgo, Querétaro, Tlaxcala, Baja California, Colima, Michoacán, Oaxaca y Tabasco también hay carencias graves. “Nos enfocamos en los hospitales psiquiátricos y esto es muy caro”, asegura el doctor Quijada Gaytán. Es costoso para las familias que tienen que trasladarse distancias muy largas para llegar a estos centros, que usualmente no están dentro de su comunidad, pero también para el sistema, que concentra su inversión principalmente en la operación de los hospitales. “No tuvimos una política que le diera vuelta a esto y así llegamos a una realidad: hay poca inversión, hay estigma, hay abandono”.
En México la inversión es minúscula. La OMS estima que 10% del presupuesto de salud pública debe destinarse a la salud mental, pero en el país ésta alcanza apenas 2.1% de los recursos —al menos desde 2013, según el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria—. El año pasado, por ejemplo, el presupuesto fue de tres mil millones de pesos, mientras que a un proyecto como el Tren Maya se le destinó doce veces esa cantidad: 36 288 millones. Esto implica un abandono para la ciudadanía, sobre todo, para aquellos que no cuentan con un seguro médico, ni privado ni público. La misma SSA considera que hay 13.5 millones de personas sin seguridad social que requieren tratamiento, de las cuales, 3.5 millones tienen trastornos severos de la salud mental.
Las carencias son visibles en distintas magnitudes. Se reflejan en la cantidad de personal: hay 0.9 psiquiatras y 2.9 psicólogos por cada cien mil habitantes; y en estados con claras deficiencias como Baja California, Colima, Nayarit y Guerrero no hay registros de psiquiatras en el sistema público. En suma, a diferencia de lo que ocurre a nivel continente, donde la mayoría de los ingresos hospitalarios por asuntos de salud mental se concentra en hospitales generales, en México, la atención se recarga en los psiquiátricos, que se enfocan principalmente en trastornos del humor, del comportamiento en la infancia y la adolescencia, esquizofrenia y trastornos esquizotípicos de ideas delirantes, neuróticos y somatomorfos, trastornos mentales debidos al consumo de sustancias, trastornos mentales orgánicos y trastornos de la personalidad (ver Tabla 2).
Estas insuficiencias afectan la atención que reciben las personas con discapacidad psicosocial, porque limitan el seguimiento puntual de sus casos, obstaculizan el acceso a un tratamiento adecuado y lo retardan. Esto, a su vez, vuelve al sistema propenso a cometer violaciones a los derechos humanos, como internamientos forzosos, encadenamientos, aislamiento, discriminación, humillaciones, maltrato, tortura e incluso, violación sexual, mismos que la Comisión Nacional de Derechos Humanos y organizaciones como Documenta y Human Rights Watch han documentado.
En el estudio “¿Por razón necesaria?”, Documenta reconoce que la salud mental se ha invisibilizado en la agenda pública, relegado al ámbito médico especializado, bajo “una visión limitada” que no considera los vínculos sociales, la inclusión comunitaria, la justicia social, la igualdad de oportunidades y el respeto de los derechos humanos como claves de la recuperación: se ha limitado a segregar. Diana Sheinbaum, coordinadora del programa de Discapacidad y Justicia de esta organización, asegura que la deuda del Estado, que nos ha llevado a este rezago, tiene que ver con la carencia de un marco normativo que garantice el acceso a servicios de salud mental de calidad, respetuosos y cercanos, y que los regule para que impacten de forma positiva. “Hoy en día la calidad en la atención genera sufrimiento. Si tú estás en una situación en la que requieres apoyo y el sistema te interna, te maltrata o te da tratamientos en contra de tu voluntad es un desempoderamiento de tu proyecto de vida, se obstaculiza la recuperación integral y caemos en un círculo vicioso del que no hemos podido salir”, dice.
ENTRE EL ESTIGMA Y EL REZAGO
Felipe se recuerda como un joven de veintitrés años que no sabía que padecía una enfermedad mental. “Tengo alucinaciones visuales y auditivas, pero yo pensé siempre que era mi conciencia”. Su pareja de la universidad notó un cambio en su comportamiento, hablaba solo y se distraía mucho, así que decidió sacarle una cita con un psiquiatra particular, quien confirmó la sospecha: era esquizofrénico. Su primer encuentro con el estigma fue saliendo del consultorio. Su pareja de cuatro años terminó con él tras el diagnóstico. Aunque su familia lo respaldó, los encuentros con el rechazo social no cesaron: perdió empleos, vio mermados sus estudios y se enfrentó a un sistema que prefiere aislar que incluir.
En hospitales públicos y privados atestiguó otros casos de discriminación: compañeros que llevaban más de seis años abandonados en estas instituciones, sin que nadie los visitara ni les hablara; internamientos forzados e inmovilización en contra de la voluntad de las personas; burlas, comentarios hirientes y violencia física. Recientemente, Felipe encontró una clínica privada que cobra catorce mil pesos semanales por el internamiento y que se ha vuelto su lugar de apoyo dadas las condiciones de la atención pública. “La última vez que entré volví a ver a mis compañeros de siempre: Montañés, Jonathan, Rafa, Miguel, Alan. Y temí. Pensé que yo podría terminar también así, en el abandono. Soy privilegiado, porque tengo una red familiar, mis padres y hermanos vieron por mí, me dejaron una pensión y un ingreso fijo, pero la dificultad de que la sociedad nos cobije casi siempre termina por aislarnos”.
Ese contexto arrastrábamos cuando llegó la pandemia, que sacó a relucir dos aspectos: la importancia de atender la salud mental y la obsolescencia de un sistema que no está listo para responder porque el estigma y la discriminación están enquistados.
En el Fray Bernardino es claro. Leonardo Viguri, médico residente de psiquiatría, cuenta que notaron un aumento en los trastornos de ansiedad y depresión que, en muchos casos, no pudieron atender, porque estaban sobrepasados: había una reducción de 30% de camas disponibles, como medida preventiva de contagios por SARS-CoV-2. Encuentra una raíz: “Aquí nos toca recibir pacientes que no son atendidos en otros centros porque tienen un trastorno; aunque requieran atención por diabetes, hipertensión u otras comorbilidades, existe esa idea de que a estas personas les corresponde sólo el hospital psiquiátrico. Esto también ocurrió con el covid: tuvimos que reorganizar el hospital para dar la atención y evitar la exposición”. El médico cuenta el caso de un paciente con esquizofrenia que requería hospitalización pero no había espacio.
El error está —a decir de Diana Sheinbaum— en que, históricamente, la salud mental se separó de la salud física, como si no hubiera correlación entre ambas. También se eludieron los determinantes sociales: la pobreza, la marginación, la violencia, entre otros, como obstáculos para la buena salud mental. “Todas y todos nosotros en algún momento de nuestra vida podemos experimentar una condición de salud mental y, así como cuando tenemos una gripa o un malestar estomacal, deberíamos tener acceso a una atención cercana, sin el prejuicio que está inmerso en el sistema, que malentiende un trastorno, que lo asocia a un desbalance, a una reducción en el funcionamiento del cuerpo”.
Alexa Rodríguez fue una de las pacientes que en 2020, ante una crisis e intento de suicidio, tuvo que volver a casa porque no había camas que permitieran su ingreso, primero en el Nacional de Psiquiatría y luego, en el Fray Bernardino. La pandemia incrementó los niveles de ansiedad y depresión; también los cambios de humor repentinos que la hacían pasar de sentirse sumamente alegre a la tristeza profunda o a la rabia incontrolable. Ricardo Rodríguez, su padre, se recuerda desesperado pidiéndole ayuda al médico de guardia para ingresar a su hija al hospital. Temía que atentara contra su vida. “Te estás jugando ahí la vida de tu hija. Yo sentía que traía una bomba en las manos y que el sistema nos estaba dejando solos”. Finalmente, como medida de emergencia, la ingresaron a un centro privado enfocado en adicciones, donde permaneció tres meses.
Fue hasta mediados de 2021 que volvió a integrarse al sistema público de salud como paciente del Fray Bernardino donde, después de toda una vida buscando una respuesta a lo que sentía, principalmente en los últimos cinco años, encontró el apoyo correcto para tratar el trastorno límite de la personalidad que recién le diagnosticaron. A Alexa le tomó menos tiempo que al promedio de los mexicanos tener un diagnóstico adecuado: las personas usualmente tardan entre siete y treinta años en nombrar correctamente lo que les ocurre, según la Red Voz Pro Salud Mental. En la terapia grupal que le brindan se sintió identificada con algunos síntomas de sus compañeros: la impulsividad, la autoflagelación, los extremos en las emociones y el pensamiento suicida. Entendió que lo que vive no es una enfermedad, sino un trastorno que se puede tratar y con el que puede tener calidad de vida. También, que no es la única en este camino. “Hay muchos espejos en esta vida y en terapia me he visto reflejada en un güey de 34 años, una señora de 51 y una chavita de diecisiete; la vida no es blanco y negro, hay que aprender a aceptar y trabajar para mejorar. Me llegó tarde ese conocimiento”, dice.
Su paso por el sistema de salud pública fue fortuito. Se aceleró por el apoyo de una conocida que trabaja en el hospital que hoy la atiende. Sin embargo, la mayoría de los mexicanos no lo contempla como una alternativa, en gran medida, porque los espacios de atención que oferta son mínimos y están concentrados en la zona centro del país. Aunque el servicio privado pareciera una opción es, en la mayoría de los casos, demasiado costoso: los honorarios de un especialista en salud mental oscilan entre cuatrocientos y dos mil pesos por sesión, es decir, el salario mínimo de entre dos y once días.
Al tiempo, el combo que forman el estigma y el rezago se ve reflejado en la práctica médica. El psiquiatra Héctor Gámez Barrera —del Hospital Psiquiátrico Infantil— cuenta que en esta administración hubo una dificultad enorme para el acceso al litio, un metal cuyas sales son un medicamento clave para el tratamiento del trastorno bipolar (que provoca altibajos emocionales que van de la depresión a la manía intensos). Mientras el gobierno mexicano discutía cómo explotar y nacionalizar sus yacimientos —el más grande del mundo se encontró en Sonora—, en los hospitales públicos la falta de acceso al fármaco provocó graves problemas entre los pacientes que requerían su consumo. “Vimos un incremento en las crisis y en las necesidades
de atención. La bipolaridad, aunque sólo tiene prevalencia de 1%, es un trastorno de difícil control”, explica. Algo parecido ocurrió con la clozapina, un medicamento antipsicótico que se usa como tratamiento para la esquizofrenia y que presentó un fuerte desabasto. Con la política de austeridad del gobierno, que se reflejó en todos los hospitales públicos, al personal se le obligó a reciclar material, incluso documentos importantes; se les prohibió conectar teléfonos celulares a la toma de corriente del inmueble; y se enfrentaron a la dificultad de tener que canalizar estudios a laboratorios privados, lo que dejó estos análisis a expensas de la capacidad económica de los pacientes. En suma, la precariedad laboral juega en contra. La atención a la salud en todo el sistema recae mayoritariamente en los médicos residentes, que tienen contratos laxos, con derechos mínimos, y que suelen tener jornadas extenuantes que merman la calidad de su desempeño (ver Tabla 3).
A modo de resistencia han surgido esfuerzos de personas con discapacidad psicosocial que defienden “el derecho a la locura”; abogan por el reconocimiento a la diversidad al considerar que históricamente se ha excluido y violentado a quienes no se ajustan a los parámetros de normalidad que la sociedad establece.
Óscar Sánchez, integrante de Sin Colectivo, una organización que conforman personas que tienen experiencias como pacientes de la psiquiatría dentro o fuera de las instituciones públicas, nos dice que a través del “orgullo loco” reivindican la injuria, las acciones que se han cometido en contra de su dignidad y credibilidad.
“La discapacidad es una figura que siempre queda excluida. La única voz que importa es la de la persona experta y se minimizan nuestras experiencias: ‘A la loca no le hagas caso’, ‘el loco no sabe’, ‘está delirando’”. La defensa del derecho a la locura tiene que ver con el reconocimiento de la vivencia de los trastornos, así como con el respeto y entendimiento, sin la criminalización que fomenta el mismo sistema de atención. “Creemos que debe haber un proyecto de desinstitucionalización progresivo, que garantice el trato digno a las personas con discapacidad psicosocial. La mera existencia de estas instituciones [psiquiátricos] promueve la exclusión. Entre más espacios así se abran, más personas recluidas va a haber”, recalca. Sin embargo en el país esta desinstitucionalización no se plantea siquiera.
EL CAMBIO DE MODELO
Treinta años después de la Declaración de Caracas, el gobierno mexicano vuelve a intentar una reestructuración del sistema de salud. Ante el mínimo presupuesto, ha buscado juntar los recursos económicos de tres áreas y unificar los servicios, pues desde 2019 promueve fusionar tres organismos de la SSA (Servicios de Atención Psiquiátrica, el Consejo Nacional contra las Adicciones y el Consejo Nacional de Salud Mental) para crear la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones.
Este movimiento tiene como fin mejorar la atención con una visión que trabaje en conjunto adicciones y salud mental. La reforma busca ampliar los servicios con un modelo de capacitación a médicos generales y enfermeras de clínicas comunitarias y centros de salud que puedan atender a la población en un primer nivel, para acercar a México a un modelo de atención comunitaria y descargar así la presión que recae hoy en los hospitales psiquiátricos. Quijada presume haber capacitado a veintiocho mil miembros del personal médico en todo el país, principalmente en el Estado de México y la Ciudad de México. Este modelo busca que en diez años los hospitales generales atiendan los principales problemas de salud mental, como intentos de suicidio, psicosis y agitación psicomotora. Este enfoque sigue la tendencia internacional a la que recientemente se han unido países como Chile y Argentina; también se trató de implementar en el sexenio foxista y fracasó. A largo plazo se busca que, desde las escuelas, el personal médico salga con un perfil que incluya conocimientos sobre salud mental.
La reforma, en específico, la fusión entre adicciones y salud mental, ha despertado críticas porque podría continuar fomentando el estigma y discriminación de las personas con uso problemático de sustancias, explica Katia D’Artigues en su artículo “Seis razones para no aprobar una reforma a la Ley General de Salud sobre salud mental”, que publicó Yo También. Ahí escribe que esta propuesta no establece quién determina que una persona tiene o no una adicción ni cuáles son las consecuencias de que la etiqueten como adicta; considera que hay una regulación débil sobre el derecho al consentimiento informado para tomar o no un tratamiento y que aún se prevén hospitalizaciones involuntarias en “casos urgentes”, determinados por personal médico; asimismo, denuncia que en el proceso de construcción de la reforma se dejó fuera de la discusión a las personas con discapacidad psicosocial, quienes deberían tener un papel activo en las nuevas políticas públicas.
Cristina Mendoza, responsable del programa de salud mental y apoyo psicosocial para México y América Central del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), reconoce que ante las carencias, la capacitación a prestadores de servicios de salud es una forma de fortalecer la atención cercana a la gente. Esto, junto con la telemedicina (atención médica a través del uso de la tecnología), herencia de la pandemia, puede coadyuvar a mejorar el acceso, al incluir a poblaciones vulnerables como migrantes, víctimas de la violencia armada y familiares de desaparecidos, entre otros. “Hay un esfuerzo que tomará bastante tiempo para un país tan grande y tan diverso, que deberá de ir acompañado de campañas de sensibilización”, recalca.
Médicos consultados coinciden en que es urgente expandir la atención a la salud mental, en que las necesidades que se ven al interior de los hospitales psiquiátricos indican que la atención comunitaria nos ayudaría a transitar hacia una sociedad más sana. Calculan que, de haber voluntad política y recursos económicos suficientes, en cinco años podríamos tener los primeros resultados y, en una década, un sistema sólido con tendencia a crecer y mejorar. La brecha en el país aún es amplia y el camino por delante parece no tener fin.
“Hay que reconocer que hay un sistema que falla. No porque no sea visible un trastorno significa que no es importante”, concluye Alexa.
Alejandra Crail. Periodista de investigación independiente y miembro del staff de Gatopardo. Se ha especializado en corrupción, derechos humanos, infancia y género, sobre los que ha publicado en diversos medios, como Emeequis, Vice, La-Lista, Chilango, Life & Style, entre otros. Ha sido galardonada dos veces con el Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter (2018 y 2021) y en 2020 con el Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos. Es autora del libro Resiliencia para pandemials (Grijalbo, 2021) y forma parte del hub de la plataforma latinoamericana Connectas.
Jimena Estíbaliz. (Ciudad de México, 1990). Es ilustradora y diseñadora gráfica. Estudió Diseño y Comunicación Visual en la FAD de la UNAM. Colabora en proyectos de distinta índole editorial, cultural y comercial y su trabajo se caracteriza por la búsqueda continua de contar historias a través de imágenes.
Entre personal reducido y un presupuesto que llega a cuentagotas, México apuesta por un cambio en el sistema de atención a la salud mental en medio de un rezago de tres décadas. Año tras año un quinto de la población requiere atención por una discapacidad psicosocial. La solución podría estar en un modelo que considere los vínculos sociales, la inclusión comunitaria, la igualdad de oportunidades y el respeto a los derechos humanos.
Felipe Orozco abrió los ojos y descubrió que no podía moverse. Tenía las manos y las piernas sujetas con vendas. Estaba atado a una cama del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, en la Ciudad de México, que auspicia el gobierno federal. Era finales de julio de 2017 cuando, por voz de un enfermero, se enteró de que tenía tres semanas así. Aún no recuerda lo que pasó en ese lapso. “Después supe que llegué por un brote psicótico y que en el área de observación me amarraron y medicaron”, cuenta este hombre de 43 años, médico cirujano, a quien diagnosticaron desde los veintitrés con trastorno esquizoafectivo maniaco (una combinación de síntomas de esquizofrenia y de trastornos del estado de ánimo), sobre su primer internamiento forzado.
Cuando recobró el conocimiento lo trasladaron al quinto piso, donde encontró un poco más de libertad —al menos, un par de horas, porque entre las ocho de la mañana y el mediodía, así como por las noches, volvían a inmovilizarlo—. “En una ocasión necesitaba ir al baño y pedí apoyo al enfermero, porque ya no aguantaba, y me dijo que no, que si quería me podía hacer en el colchón. Se siente horrible. Uno no quiere estar sucio, pero mi vejiga ya no aguantaba más. Me tuve que hacer”.
Un año más tarde, en 2018, un nuevo brote lo llevó a otro hospital público, ahora en Puebla. Un despido injustificado elevó sus niveles de estrés y las alucinaciones incrementaron; por ello su psiquiatra de cabecera recomendó internamiento y la única opción era el Hospital Psiquiátrico Doctor Rafael Serrano, del gobierno estatal. “No recuerdo cómo llegué, pero sí que, entrando, me encadenaron. No fueron vendas: eran cadenas, cadenas con candado. En las tres semanas que estuve ahí descubrí el horror”. Entre sus memorias están los baños con mangueras a presión y agua fría que el personal le obligaba a tomar en las madrugadas; que su ropa era una bata que a cada movimiento dejaba ver su desnudez; que la comida no tenía sabor y el personal la arrojaba al piso; que había golpes y burlas y ninguna consulta con los especialistas.
Cuando su papá logró verlo —las visitas no están permitidas con regularidad— lo encontró en tan malas condiciones que firmó su alta voluntaria. Su caso fue retomado por Human Rights Watch, que incluyó a México como uno de los países que todavía encadena a pacientes, según consta en el informe Living in chains (2020). En un análisis reciente, la Secretaría de Salud (SSA) encontró que hay nueve estados donde los centros de atención psiquiátrica tienen salas de aislamiento que, según la dependencia, no deberían existir porque no se consideran medidas terapéuticas. La mayoría están en Chihuahua, con ocho; Ciudad de México, con dos; y Sinaloa, también con dos, aunque Durango, Hidalgo, Sonora, Chiapas, Oaxaca y Veracruz también cuentan con espacios así.
Felipe es testigo del rezago del sistema de atención a la salud mental de este país que, a decir del doctor Juan Manuel Quijada Gaytán, director general de los Servicios de Atención Psiquiátrica de la SSA, tiene treinta años de atraso, pues quedó estancado en el modelo asilar: dejó mayoritariamente la atención en los hospitales psiquiátricos.
Desde 1990, con la Declaración de Caracas, que surgió de la Conferencia Regional para la Reestructuración de la Atención Psiquiátrica en América Latina, se definió que los hospitales psiquiátricos, al aislar a las personas, les generan mayor discapacidad social, condiciones desfavorables que ponen en peligro los derechos humanos y civiles de los pacientes y acaparan los recursos que destinan los países a la salud mental. Esto ha evitado que los servicios sean accesibles y estén descentralizados.
México, junto con otras naciones, se comprometió desde entonces a reestructurar los servicios, mudarlos a un modelo de atención comunitaria, donde cualquiera pueda tener acceso temprano a una clínica o un hospital general sin necesidad de ir a un centro de alta especialización. Esto impulsaría el respeto a las libertades fundamentales de las personas con discapacidades psicosociales. Pero esta transformación no se ha concretado. Miles permanecen en un limbo, sin recibir atención oportuna, dentro de un sistema que estigmatiza y agrede.
LA BÚSQUEDA DE UN MODELO
Alexa Rodríguez es habitante de la Ciudad de México, tiene veintiún años y ha luchado por la correcta atención a su salud mental desde que tiene memoria. Entre el cambio constante de médicos, tratamientos esporádicos, falta de acompañamiento psicosocial y el estigma de los trastornos mentales, tardó años en encontrar un diagnóstico correcto.
De niña, fue paciente del Hospital Psiquiátrico Infantil Doctor Juan N. Navarro, cuando inició un tratamiento enfocado sólo en trastornos alimenticios; en su adolescencia, del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón la Fuente Muñiz, por adicciones, donde obviaron otros síntomas de su padecimiento; recientemente, ya como adulta, del Hospital Psiquiátrico Fray Bernardino Álvarez, donde finalmente fue diagnosticada con trastorno límite de la personalidad (caracterizado por estados de ánimo, comportamiento y relaciones personales inestables). En medio, ha estado internada en un centro de rehabilitación para adicciones, ha tenido seis psicólogos privados y registra ocho ingresos a urgencias por crisis graves, la mayoría tras el aislamiento que trajo consigo la pandemia por covid-19. Un evento que, en su primera ola, paralizó los servicios de salud mental en casi todo el mundo, según un estudio de la Organización Mundial de la Salud (OMS), y que provocó un aumento de trastornos mentales que aún no ha sido plenamente contabilizado en México. En Estados Unidos, por ejemplo, sólo durante la segunda ola de contagios se registró un incremento de 5% en los trastornos depresivos y de ansiedad.
“Ha sido un camino bastante largo y doloroso. Un trastorno mental es mucha frustración para uno y para la familia. Pensamos que es algo lejano, que nunca nos va a pasar y, de pronto, estamos enfrentándonos con un sistema que falla y con el miedo de que te ganen tus emociones y vuelvas a decir: ‘Ya no puedo más’”, expresa la joven.
El cuidado de la salud mental es todo menos sencillo. Año tras año un quinto de la población mexicana requiere atención por una discapacidad psicosocial. Para ponerlo en perspectiva, esto es como si todos los habitantes de los dos estados más poblados del país —el Estado de México y la Ciudad de México— desarrollaran algún trastorno mental durante el mismo periodo: 24.8 millones de personas que requieren asistencia médica.
La mayoría de quienes nadan en ese inmenso mar tiene poquísimas posibilidades de recibir la atención que necesita. La “brecha de tratamiento” —aquella que se obtiene del cálculo entre las personas que pueden requerir algún servicio y la atención que alcanza a brindar el sistema de salud— revela que 81.4% de las personas con trastornos mentales no recibe ayuda o no obtiene la adecuada, según el Diagnóstico Operativo de Salud Mental y Adicciones que realizó la SSA en 2020. La brecha es más amplia para personas que padecen trastornos de ansiedad o fobia social.
El modelo asilar que se ha mantenido determina esta insuficiencia, pues el seguimiento a la salud mental recae principalmente en manos de 35 hospitales psiquiátricos a cargo de los gobiernos federal y estatal que no alcanzan
a abastecer la demanda por falta de personal y presupuesto y porque están concentrados mayoritariamente en el centro del país. Es un problema añejo, de más de un siglo (ver Tabla 1).
El psiquiatra Quijada Gaytán nos remonta a 1910, cuando Porfirio Díaz inauguró el Manicomio General La Castañeda, el primer esfuerzo gubernamental por atender la salud mental. En ese entonces la apertura del “manicomio” (un término ahora en desuso por sus asociaciones negativas) era símbolo de modernidad pero, en medio de la Revolución, el presupuesto se fue agotando, hasta que aquél se convirtió en un espacio deficiente y hacinado, repleto de historias de violaciones a los derechos humanos. Ahí se terminó por estereotipar el tratamiento de la salud mental. La Castañeda. Narrativas dolientes desde el Manicomio General. México, 1910–1930 (Tusquets, 2010), de Cristina Rivera Garza, traza con base en registros históricos cómo el proyecto de vanguardia de la época se fue a pique. Durante más de cincuenta años, el gobierno no actualizó su modelo de atención.
Para el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, en 1968, La Castañeda encontró su punto final. En esa época los avances en la neurociencia y la farmacología ya habían demostrado que los trastornos mentales eran tratables, así que el país abrió espacios como el Fray Bernardino y el Psiquiátrico Infantil a donde fueron referidos los pacientes del viejo manicomio. En ese entonces, el gobierno federal tenía ya la preocupación de lograr que el concepto de “salud mental” se integrara a los programas de salud pública, con acceso durante todas las etapas de la vida, desde el nacimiento. Guillermo Calderón Narváez, entonces director de Salud Mental de la SSA, escribió en la cuarta edición de la revista Salud Pública de México del año 1967: “El enfermo mental ha dejado de ser un paria para transformarse en un individuo digno, con derecho a recibir todos los beneficios que la psiquiatría moderna pueda proporcionarle a través del Estado”. Pero, con los años, otra vez el modelo se estancó. México apostó por la institucionalización y se alejó de modelos nuevos, a diferencia de lo que ocurría en otros países como Italia —que entre 1978 y 1999 cerró casi todos sus psiquiátricos, salvo seis que sobrevivieron hasta 2012—, que se mudaron a una atención comunitaria, en clínicas y hospitales generales, que apelaba al ejercicio pleno de los derechos de las personas con discapacidad psicosocial y a erradicar los tratamientos involuntarios prolongados y el aislamiento.
Durante la administración de Vicente Fox (2000–2006) se intentó reformar el sistema y de ese esfuerzo nacieron los Centros Integrales de Salud Mental (Cisame), que buscaban brindar atención a la salud mental sin necesidad de acudir a un hospital psiquiátrico, lo que los acercaba a la ciudadanía. También se abrieron Centros de Atención Primaria en Adicciones (Capa), que ofrecen servicios en esta área. En total, México tiene 35 hospitales psiquiátricos, 66 Cisame y 341 Capa que proveen servicios relacionados con la salud mental, pero éstos no terminan por solventar las necesidades.
Hay estados donde la oferta pública para atender estos padecimientos es mínima. Guerrero, por ejemplo, es de los más abandonados: sólo concentra sus esfuerzos en el tratamiento de adicciones, no tiene ni hospitales psiquiátricos ni Cisame. En Hidalgo, Querétaro, Tlaxcala, Baja California, Colima, Michoacán, Oaxaca y Tabasco también hay carencias graves. “Nos enfocamos en los hospitales psiquiátricos y esto es muy caro”, asegura el doctor Quijada Gaytán. Es costoso para las familias que tienen que trasladarse distancias muy largas para llegar a estos centros, que usualmente no están dentro de su comunidad, pero también para el sistema, que concentra su inversión principalmente en la operación de los hospitales. “No tuvimos una política que le diera vuelta a esto y así llegamos a una realidad: hay poca inversión, hay estigma, hay abandono”.
En México la inversión es minúscula. La OMS estima que 10% del presupuesto de salud pública debe destinarse a la salud mental, pero en el país ésta alcanza apenas 2.1% de los recursos —al menos desde 2013, según el Centro de Investigación Económica y Presupuestaria—. El año pasado, por ejemplo, el presupuesto fue de tres mil millones de pesos, mientras que a un proyecto como el Tren Maya se le destinó doce veces esa cantidad: 36 288 millones. Esto implica un abandono para la ciudadanía, sobre todo, para aquellos que no cuentan con un seguro médico, ni privado ni público. La misma SSA considera que hay 13.5 millones de personas sin seguridad social que requieren tratamiento, de las cuales, 3.5 millones tienen trastornos severos de la salud mental.
Las carencias son visibles en distintas magnitudes. Se reflejan en la cantidad de personal: hay 0.9 psiquiatras y 2.9 psicólogos por cada cien mil habitantes; y en estados con claras deficiencias como Baja California, Colima, Nayarit y Guerrero no hay registros de psiquiatras en el sistema público. En suma, a diferencia de lo que ocurre a nivel continente, donde la mayoría de los ingresos hospitalarios por asuntos de salud mental se concentra en hospitales generales, en México, la atención se recarga en los psiquiátricos, que se enfocan principalmente en trastornos del humor, del comportamiento en la infancia y la adolescencia, esquizofrenia y trastornos esquizotípicos de ideas delirantes, neuróticos y somatomorfos, trastornos mentales debidos al consumo de sustancias, trastornos mentales orgánicos y trastornos de la personalidad (ver Tabla 2).
Estas insuficiencias afectan la atención que reciben las personas con discapacidad psicosocial, porque limitan el seguimiento puntual de sus casos, obstaculizan el acceso a un tratamiento adecuado y lo retardan. Esto, a su vez, vuelve al sistema propenso a cometer violaciones a los derechos humanos, como internamientos forzosos, encadenamientos, aislamiento, discriminación, humillaciones, maltrato, tortura e incluso, violación sexual, mismos que la Comisión Nacional de Derechos Humanos y organizaciones como Documenta y Human Rights Watch han documentado.
En el estudio “¿Por razón necesaria?”, Documenta reconoce que la salud mental se ha invisibilizado en la agenda pública, relegado al ámbito médico especializado, bajo “una visión limitada” que no considera los vínculos sociales, la inclusión comunitaria, la justicia social, la igualdad de oportunidades y el respeto de los derechos humanos como claves de la recuperación: se ha limitado a segregar. Diana Sheinbaum, coordinadora del programa de Discapacidad y Justicia de esta organización, asegura que la deuda del Estado, que nos ha llevado a este rezago, tiene que ver con la carencia de un marco normativo que garantice el acceso a servicios de salud mental de calidad, respetuosos y cercanos, y que los regule para que impacten de forma positiva. “Hoy en día la calidad en la atención genera sufrimiento. Si tú estás en una situación en la que requieres apoyo y el sistema te interna, te maltrata o te da tratamientos en contra de tu voluntad es un desempoderamiento de tu proyecto de vida, se obstaculiza la recuperación integral y caemos en un círculo vicioso del que no hemos podido salir”, dice.
ENTRE EL ESTIGMA Y EL REZAGO
Felipe se recuerda como un joven de veintitrés años que no sabía que padecía una enfermedad mental. “Tengo alucinaciones visuales y auditivas, pero yo pensé siempre que era mi conciencia”. Su pareja de la universidad notó un cambio en su comportamiento, hablaba solo y se distraía mucho, así que decidió sacarle una cita con un psiquiatra particular, quien confirmó la sospecha: era esquizofrénico. Su primer encuentro con el estigma fue saliendo del consultorio. Su pareja de cuatro años terminó con él tras el diagnóstico. Aunque su familia lo respaldó, los encuentros con el rechazo social no cesaron: perdió empleos, vio mermados sus estudios y se enfrentó a un sistema que prefiere aislar que incluir.
En hospitales públicos y privados atestiguó otros casos de discriminación: compañeros que llevaban más de seis años abandonados en estas instituciones, sin que nadie los visitara ni les hablara; internamientos forzados e inmovilización en contra de la voluntad de las personas; burlas, comentarios hirientes y violencia física. Recientemente, Felipe encontró una clínica privada que cobra catorce mil pesos semanales por el internamiento y que se ha vuelto su lugar de apoyo dadas las condiciones de la atención pública. “La última vez que entré volví a ver a mis compañeros de siempre: Montañés, Jonathan, Rafa, Miguel, Alan. Y temí. Pensé que yo podría terminar también así, en el abandono. Soy privilegiado, porque tengo una red familiar, mis padres y hermanos vieron por mí, me dejaron una pensión y un ingreso fijo, pero la dificultad de que la sociedad nos cobije casi siempre termina por aislarnos”.
Ese contexto arrastrábamos cuando llegó la pandemia, que sacó a relucir dos aspectos: la importancia de atender la salud mental y la obsolescencia de un sistema que no está listo para responder porque el estigma y la discriminación están enquistados.
En el Fray Bernardino es claro. Leonardo Viguri, médico residente de psiquiatría, cuenta que notaron un aumento en los trastornos de ansiedad y depresión que, en muchos casos, no pudieron atender, porque estaban sobrepasados: había una reducción de 30% de camas disponibles, como medida preventiva de contagios por SARS-CoV-2. Encuentra una raíz: “Aquí nos toca recibir pacientes que no son atendidos en otros centros porque tienen un trastorno; aunque requieran atención por diabetes, hipertensión u otras comorbilidades, existe esa idea de que a estas personas les corresponde sólo el hospital psiquiátrico. Esto también ocurrió con el covid: tuvimos que reorganizar el hospital para dar la atención y evitar la exposición”. El médico cuenta el caso de un paciente con esquizofrenia que requería hospitalización pero no había espacio.
El error está —a decir de Diana Sheinbaum— en que, históricamente, la salud mental se separó de la salud física, como si no hubiera correlación entre ambas. También se eludieron los determinantes sociales: la pobreza, la marginación, la violencia, entre otros, como obstáculos para la buena salud mental. “Todas y todos nosotros en algún momento de nuestra vida podemos experimentar una condición de salud mental y, así como cuando tenemos una gripa o un malestar estomacal, deberíamos tener acceso a una atención cercana, sin el prejuicio que está inmerso en el sistema, que malentiende un trastorno, que lo asocia a un desbalance, a una reducción en el funcionamiento del cuerpo”.
Alexa Rodríguez fue una de las pacientes que en 2020, ante una crisis e intento de suicidio, tuvo que volver a casa porque no había camas que permitieran su ingreso, primero en el Nacional de Psiquiatría y luego, en el Fray Bernardino. La pandemia incrementó los niveles de ansiedad y depresión; también los cambios de humor repentinos que la hacían pasar de sentirse sumamente alegre a la tristeza profunda o a la rabia incontrolable. Ricardo Rodríguez, su padre, se recuerda desesperado pidiéndole ayuda al médico de guardia para ingresar a su hija al hospital. Temía que atentara contra su vida. “Te estás jugando ahí la vida de tu hija. Yo sentía que traía una bomba en las manos y que el sistema nos estaba dejando solos”. Finalmente, como medida de emergencia, la ingresaron a un centro privado enfocado en adicciones, donde permaneció tres meses.
Fue hasta mediados de 2021 que volvió a integrarse al sistema público de salud como paciente del Fray Bernardino donde, después de toda una vida buscando una respuesta a lo que sentía, principalmente en los últimos cinco años, encontró el apoyo correcto para tratar el trastorno límite de la personalidad que recién le diagnosticaron. A Alexa le tomó menos tiempo que al promedio de los mexicanos tener un diagnóstico adecuado: las personas usualmente tardan entre siete y treinta años en nombrar correctamente lo que les ocurre, según la Red Voz Pro Salud Mental. En la terapia grupal que le brindan se sintió identificada con algunos síntomas de sus compañeros: la impulsividad, la autoflagelación, los extremos en las emociones y el pensamiento suicida. Entendió que lo que vive no es una enfermedad, sino un trastorno que se puede tratar y con el que puede tener calidad de vida. También, que no es la única en este camino. “Hay muchos espejos en esta vida y en terapia me he visto reflejada en un güey de 34 años, una señora de 51 y una chavita de diecisiete; la vida no es blanco y negro, hay que aprender a aceptar y trabajar para mejorar. Me llegó tarde ese conocimiento”, dice.
Su paso por el sistema de salud pública fue fortuito. Se aceleró por el apoyo de una conocida que trabaja en el hospital que hoy la atiende. Sin embargo, la mayoría de los mexicanos no lo contempla como una alternativa, en gran medida, porque los espacios de atención que oferta son mínimos y están concentrados en la zona centro del país. Aunque el servicio privado pareciera una opción es, en la mayoría de los casos, demasiado costoso: los honorarios de un especialista en salud mental oscilan entre cuatrocientos y dos mil pesos por sesión, es decir, el salario mínimo de entre dos y once días.
Al tiempo, el combo que forman el estigma y el rezago se ve reflejado en la práctica médica. El psiquiatra Héctor Gámez Barrera —del Hospital Psiquiátrico Infantil— cuenta que en esta administración hubo una dificultad enorme para el acceso al litio, un metal cuyas sales son un medicamento clave para el tratamiento del trastorno bipolar (que provoca altibajos emocionales que van de la depresión a la manía intensos). Mientras el gobierno mexicano discutía cómo explotar y nacionalizar sus yacimientos —el más grande del mundo se encontró en Sonora—, en los hospitales públicos la falta de acceso al fármaco provocó graves problemas entre los pacientes que requerían su consumo. “Vimos un incremento en las crisis y en las necesidades
de atención. La bipolaridad, aunque sólo tiene prevalencia de 1%, es un trastorno de difícil control”, explica. Algo parecido ocurrió con la clozapina, un medicamento antipsicótico que se usa como tratamiento para la esquizofrenia y que presentó un fuerte desabasto. Con la política de austeridad del gobierno, que se reflejó en todos los hospitales públicos, al personal se le obligó a reciclar material, incluso documentos importantes; se les prohibió conectar teléfonos celulares a la toma de corriente del inmueble; y se enfrentaron a la dificultad de tener que canalizar estudios a laboratorios privados, lo que dejó estos análisis a expensas de la capacidad económica de los pacientes. En suma, la precariedad laboral juega en contra. La atención a la salud en todo el sistema recae mayoritariamente en los médicos residentes, que tienen contratos laxos, con derechos mínimos, y que suelen tener jornadas extenuantes que merman la calidad de su desempeño (ver Tabla 3).
A modo de resistencia han surgido esfuerzos de personas con discapacidad psicosocial que defienden “el derecho a la locura”; abogan por el reconocimiento a la diversidad al considerar que históricamente se ha excluido y violentado a quienes no se ajustan a los parámetros de normalidad que la sociedad establece.
Óscar Sánchez, integrante de Sin Colectivo, una organización que conforman personas que tienen experiencias como pacientes de la psiquiatría dentro o fuera de las instituciones públicas, nos dice que a través del “orgullo loco” reivindican la injuria, las acciones que se han cometido en contra de su dignidad y credibilidad.
“La discapacidad es una figura que siempre queda excluida. La única voz que importa es la de la persona experta y se minimizan nuestras experiencias: ‘A la loca no le hagas caso’, ‘el loco no sabe’, ‘está delirando’”. La defensa del derecho a la locura tiene que ver con el reconocimiento de la vivencia de los trastornos, así como con el respeto y entendimiento, sin la criminalización que fomenta el mismo sistema de atención. “Creemos que debe haber un proyecto de desinstitucionalización progresivo, que garantice el trato digno a las personas con discapacidad psicosocial. La mera existencia de estas instituciones [psiquiátricos] promueve la exclusión. Entre más espacios así se abran, más personas recluidas va a haber”, recalca. Sin embargo en el país esta desinstitucionalización no se plantea siquiera.
EL CAMBIO DE MODELO
Treinta años después de la Declaración de Caracas, el gobierno mexicano vuelve a intentar una reestructuración del sistema de salud. Ante el mínimo presupuesto, ha buscado juntar los recursos económicos de tres áreas y unificar los servicios, pues desde 2019 promueve fusionar tres organismos de la SSA (Servicios de Atención Psiquiátrica, el Consejo Nacional contra las Adicciones y el Consejo Nacional de Salud Mental) para crear la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones.
Este movimiento tiene como fin mejorar la atención con una visión que trabaje en conjunto adicciones y salud mental. La reforma busca ampliar los servicios con un modelo de capacitación a médicos generales y enfermeras de clínicas comunitarias y centros de salud que puedan atender a la población en un primer nivel, para acercar a México a un modelo de atención comunitaria y descargar así la presión que recae hoy en los hospitales psiquiátricos. Quijada presume haber capacitado a veintiocho mil miembros del personal médico en todo el país, principalmente en el Estado de México y la Ciudad de México. Este modelo busca que en diez años los hospitales generales atiendan los principales problemas de salud mental, como intentos de suicidio, psicosis y agitación psicomotora. Este enfoque sigue la tendencia internacional a la que recientemente se han unido países como Chile y Argentina; también se trató de implementar en el sexenio foxista y fracasó. A largo plazo se busca que, desde las escuelas, el personal médico salga con un perfil que incluya conocimientos sobre salud mental.
La reforma, en específico, la fusión entre adicciones y salud mental, ha despertado críticas porque podría continuar fomentando el estigma y discriminación de las personas con uso problemático de sustancias, explica Katia D’Artigues en su artículo “Seis razones para no aprobar una reforma a la Ley General de Salud sobre salud mental”, que publicó Yo También. Ahí escribe que esta propuesta no establece quién determina que una persona tiene o no una adicción ni cuáles son las consecuencias de que la etiqueten como adicta; considera que hay una regulación débil sobre el derecho al consentimiento informado para tomar o no un tratamiento y que aún se prevén hospitalizaciones involuntarias en “casos urgentes”, determinados por personal médico; asimismo, denuncia que en el proceso de construcción de la reforma se dejó fuera de la discusión a las personas con discapacidad psicosocial, quienes deberían tener un papel activo en las nuevas políticas públicas.
Cristina Mendoza, responsable del programa de salud mental y apoyo psicosocial para México y América Central del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), reconoce que ante las carencias, la capacitación a prestadores de servicios de salud es una forma de fortalecer la atención cercana a la gente. Esto, junto con la telemedicina (atención médica a través del uso de la tecnología), herencia de la pandemia, puede coadyuvar a mejorar el acceso, al incluir a poblaciones vulnerables como migrantes, víctimas de la violencia armada y familiares de desaparecidos, entre otros. “Hay un esfuerzo que tomará bastante tiempo para un país tan grande y tan diverso, que deberá de ir acompañado de campañas de sensibilización”, recalca.
Médicos consultados coinciden en que es urgente expandir la atención a la salud mental, en que las necesidades que se ven al interior de los hospitales psiquiátricos indican que la atención comunitaria nos ayudaría a transitar hacia una sociedad más sana. Calculan que, de haber voluntad política y recursos económicos suficientes, en cinco años podríamos tener los primeros resultados y, en una década, un sistema sólido con tendencia a crecer y mejorar. La brecha en el país aún es amplia y el camino por delante parece no tener fin.
“Hay que reconocer que hay un sistema que falla. No porque no sea visible un trastorno significa que no es importante”, concluye Alexa.
Alejandra Crail. Periodista de investigación independiente y miembro del staff de Gatopardo. Se ha especializado en corrupción, derechos humanos, infancia y género, sobre los que ha publicado en diversos medios, como Emeequis, Vice, La-Lista, Chilango, Life & Style, entre otros. Ha sido galardonada dos veces con el Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter (2018 y 2021) y en 2020 con el Premio Breach / Valdez de Periodismo y Derechos Humanos. Es autora del libro Resiliencia para pandemials (Grijalbo, 2021) y forma parte del hub de la plataforma latinoamericana Connectas.
Jimena Estíbaliz. (Ciudad de México, 1990). Es ilustradora y diseñadora gráfica. Estudió Diseño y Comunicación Visual en la FAD de la UNAM. Colabora en proyectos de distinta índole editorial, cultural y comercial y su trabajo se caracteriza por la búsqueda continua de contar historias a través de imágenes.
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