Una ciudad de cristal
David López Canales
Fotografía de Nuria López Torres
Durante los últimos años, Tijuana ha batido récord histórico de homicidios y se ha convertido en la ciudad con mayor número de muertos en México. Allí los traficantes matan y mueren por el control del emergente mercado local.
Martín Otero aún no ha cumplido los 30 años. Viste pantalones vaqueros y un polo de manga corta del Manchester United del fútbol inglés y lleva el pelo cortado como en los cuarteles del ejército. Martín, tímido, observa más que hablar mientras ejerce de anfitrión y guía en Una Nueva Visión. Éste es uno de los más de 200 centros privados que existen en Tijuana para tratar las adicciones. Situado en el Fraccionamiento Soler, a apenas tres cuadras de la frontera con Estados Unidos, de esa valla que el presidente Trump quiere convertir en un muro de hormigón, el espacio alberga hoy a 150 hombres. La mayoría jóvenes como Martín que no han alcanzado la treintena y con historiales similares de adicción a la metanfetamina y hojas de ruta de la rehabilitación que los han llevado ya sin éxito antes por otros lugares como éste.
Aquí pasarán al menos cuatro meses sin salir, con las puertas cerradas con cerrojos por las noches, entre las terapias de grupo y los talleres. Cada uno de ellos, porque aquí también coinciden sus perfiles de chicos de clase media y alta, pagando 8 600 pesos al mes (casi 450 dólares). Un dinero que pocas familias de la ciudad se pueden permitir. Recorro con Martín las instalaciones. El comedor, la capilla, los pasillos en los que charlan —“menos de kilos y metralletas, aquí se habla de todo”, dicen—, algunos de los chicos miran curiosos a los visitantes; las habitaciones con literas, con las camas hechas, donde sestean otros internos esperando la hora de la cena. Hasta que llegamos a uno de esos dormitorios, el de Martín, ahora vacío, y éste se sienta en su camastro en la parte baja de la litera y con el mismo silencio cohibido con el que antes me mostraba las estancias ahora coge un cuaderno, me lo extiende y me pide que lo lea. “Esto es lo que estoy trabajando con el psicólogo”, me anuncia.
En la libreta de rayas, con letra redonda, ha empezado a trazar el borrador de una carta que encabeza con un “Hola niño hermoso”. Después continúa: “Primero de todo espero en Dios que estés bien de salud, pequeño, y que tu madre se dé la oportunidad de rehacer su vida con otra persona que valga la pena como padre”. Y sigue: “Sé que cuando tengas cierta edad vendrás a buscarme como yo busqué al asesino de mi padre”. Y añade: “Quiero pedirte perdón por haberte quitado a un ser tan querido de una forma tan cobarde”.
Cuando termino de leerlo miro a Martín y él me devuelve la mirada, y sus ojos brillan por primera vez desde que nos encontramos con un extraño destello que no identifico porque parece vergüenza pero también orgullo. Y entonces, como si hubiera cogido la confianza o el impulso necesarios, como si precisara hacerlo, y me confirmará después que así es, que así se lo ha dicho su psicólogo, Martín rompe su silencio y la apariencia de hombre tímido y acobardado que mostraba. Cuenta que era un niño aún cuando en su estado natal de Sinaloa un tío suyo mató a su padre de una cuchillada y que creció culpando a su madre por lo que había sucedido y con unas ganas de venganza que le crecían por dentro con cada centímetro de altura que ganaba. Cuenta también que con 17 años se metió en un cartel para que su madre sufriese por él y que fue a sueldo de ese cartel, que no quiere decir cuál era, como se convirtió en ese sicario que aquel día mató a un hombre, dos disparos en el pecho con una pistola, luz alta de mediodía sobre ellos, frente a su hijo. Con 21 cambió el cartel por seis años de cárcel y cuando salió desvela que lo buscaron para que ocupara de nuevo su puesto en la organización, pero dice que no quería regresar y que como ya había criado la fama lo respetaron. Pero siguió consumiendo como no había dejado de hacer todos aquellos años hasta que decidió que no, que era hora también de cambiar todo y empezar de cero. Y que había llegado el momento también de enfrentarse a la imagen de aquel niño que nunca se había ido de su cabeza, porque aquel chico a cuyo padre mató aquel día, dice, era él mismo. Martín me confiesa que con esta carta está superando él, 20 años después, la muerte de su padre. Y después vuelve a mirarme fijamente, noto cómo se le relajan los hombros y los brazos posados sobre las piernas y guarda de nuevo silencio.
CONTINUAR LEYENDOEs sábado, mediodía y las calles de la Zona Norte de Tijuana bullen de vida. Es probable que este barrio sea el más tristemente famoso de la ciudad. Delimitado al norte por la valla fronteriza y al sur por el centro, el corazón turístico de la urbe de la Avenida de la Revolución, de las cantinas y los restaurantes. La Zona Norte encierra muchos mundos y ninguno bueno. Es la “zona de tolerancia”, como se la denomina. El eufemismo bajo el que la prostitución es legal, desde las mujeres que ejercen en las aceras a los grandes locales de striptease en los que centenares de ellas bailan desnudas, y se marchan después ataviadas con escuetos batines de satén a las habitaciones de las plantas superiores con los clientes que pagan por sus servicios sexuales.
Un negocio para miles de personas que confirma que esta Tijuana que prosperó sobre los cimientos líquidos del alcohol que se prohibió al otro lado de la frontera durante la época de la Ley Seca sigue siendo de alguna manera la misma Tijuana a la que llegan los gringos buscando alcohol barato, noches de farra y sexo. También es el barrio donde resulta fácil identificar a plena luz del día a los halcones que venden el cristal y a sus clientes. Uno de los más castigados por la nueva ola de violencia. Hoy mismo, a dos calles de donde me encuentro, acaban de tirotear por la espalda a un hombre al salir de su coche, en la puerta de una frutería, en una calle abarrotada por un mercadillo callejero donde se venden todo tipo de cachivaches viejos, desde relojes hasta sartenes. La ambulancia ha llegado a tiempo para trasladarlo al hospital todavía vivo. Y la vida, en un lugar donde la violencia es rutina, donde se ha normalizado ya encontrar partes desmembradas de cuerpos, desde brazos a cabezas, en las aceras del barrio, continúa como si nada hubiera pasado. Junto al coche de la víctima un hombre vende zapatos usados sobre una mesa plegable de camping, ajeno a los curiosos que miran los cristales destrozados por las balas que no alcanzaron su objetivo.
Y la Zona Norte es mucho más aún. Es la que delimita con El Bordo, la inmensa canalización hoy en desuso, seca, como un enorme surco de cemento abandonado, del río de Tijuana donde hasta hace tres años miles de personas malvivían bajo sus puentes o en sus compuertas. La mayoría de ellas migrantes que huyendo del infierno de sus países habían llegado al norte buscando el cielo soñado de Estados Unidos y que se quedaron condenados en un purgatorio de miseria y drogas. Hasta que el ayuntamiento los desalojó y anunció que había llevado a aquellas personas a sus lugares de origen o internado en los centros de rehabilitación de la ciudad. Pero era mentira. Así lo cuentan la doctora Patricia González-Zúñiga y Alfonso Chávez, responsables del Proyecto Cuete y de Prevencasa, dos organizaciones que trabajan en esa zona y en otras deprimidas de la ciudad dando asistencia sanitaria básica a los adictos y con programas de prevención de riesgos, como el reparto de jeringuillas a los consumidores de heroína. Como recuerdan, meses después de aquel desalojo los hombres y mujeres que lo habitaban, pobres y drogadictos que habían olvidado el sueño del norte y cómo regresar a su realidad del sur, fueron apareciendo de nuevo y contándoles sus historias. Narrándoles cómo habían sido dispersados a otras colonias a las afueras de la ciudad o fuera de ésta.
El Bordo sigue siendo una zona peligrosa, tierra de nadie, la peor realidad de la migración al Norte. Por allí camina hoy Juan, de Oaxaca, que lleva ocho años viviendo en la calle de los 38 que ha cumplido. Consume al día 500 pesos en heroína y cristal que gana limpiando carros o vendiendo lo que encuentra en la basura. Juan pasea conmigo por la ladera del canal, hablando lentamente y escuchando en silencio. Caminamos con esa calma tensa que produce estar donde uno no debe aunque él diga que está el día tranquilo, que no ha visto jaleo en las conectas del canal. Juan recuerda cómo aquí llegaron a juntarse más de 5 000 personas, cómo en cada compuerta podían vivir hasta 15 personas y cómo se agrupaban entonces según la sustancia que consumieran. Juan me cuenta también que una de las ocasiones que lo detuvo la policía se lo llevaron a la 20, como llaman a la cárcel municipal de la avenida 20 de noviembre, pasó allí el síndrome de abstinencia las horas que lo retuvieron antes de soltarlo y al salir lo esperaba en la puerta un halcón con droga. Se metió allí mismo, frente a la prisión. Y allí mismo le dio la sobredosis. “Me despertaron a puros madrazos”, lo narra, recordando los golpes en el pecho que le dieron para resucitarlo. Su historia es la misma repetida por muchas de las personas a las que conozco durante los días que recorro la ciudad. Adictos encerrados por consumir, que figuran en las estadísticas oficiales como una detención, aunque no sirvan para reducir la criminalidad y la venta de droga, apartados de las calles durante menos de dos días, cuyo organismo se retuerce por la falta de droga entre unos muros carcelarios arañados de gritos de agonía y a los que les esperan los dealers en la puerta con sus globitos de colores. Con su heroína, con su cristal o con las nuevas sustancias que ahora venden, como el fentanilo, “el cocodrilo”, como lo llaman los adictos, la nueva droga química que se produce cada vez más, decenas de veces más potente que la heroína y que causa lesiones aún más graves. Como apuntan los informes de la dea, si con un kilo de heroína se ganan en la calle 80 000 dólares, con uno de fentanilo puro, que después se mezcla y adultera con otros químicos, pueden obtenerse cerca de 20 kilos de droga y entre uno y dos millones de dólares de ingresos. Y así, en las calles adyacentes a la prisión de la ciudad, el mismo círculo vicioso se cierra otra vez y la misma rueda de desolación continúa girando.
“Y eso sucede todos los días”, me lo resume Gato, un hombre de 41 años con camiseta de tirantes azul de baloncesto que consume desde los 12. Lo conozco allí, en la Zona Norte, en el callejón de La Venada. Un pasadizo con montañas de basura y deshechos en el que una treintena de adictos se inyectan heroína. Hombres y mujeres tirados en el suelo, con las ropas sucias, bocas como pianos en ruinas, protuberancias en la piel que han brotado sobre los quistes de los pinchazos infectados y la mirada ausente. Gato cuenta que creció en esta zona, en la calle, cuando sus padres fueron encerrados en la cárcel. También que ya está acostumbrado a los viajes a la 20. Sabe que cuando lo agarran pasará allá 36 horas y después volverá a salir y a consumir y así empezará todo de nuevo otro día más. A su lado asiente Israel Payaso, de 33 años, veinte años consumiendo, dice, “de todo”, desde el cristal al alcohol. En el callejón, me cuentan también, “se retacha la copa”. Favor por favor, se conocen todos y crean comunidad, cuidan unos de otros, aunque sea para ayudarse a encontrarse las venas que se les han secado bajo la piel para poder pincharse.
Los heroinómanos, los tecatos, como los llaman aquí, porque cocinan la droga en latas de cerveza Tecate cortadas, son la escala más baja de esa sociedad de adictos y consumidores. Pero ésta es mucho más compleja que esos lugares literalmente miserables y olvidados de toda esperanza como ese callejón o como El Bordo. Durante los últimos años no sólo se han ido enganchando al cristal también desde las clases medias y altas de la ciudad, hombres, sobre todo, a quienes el cristal, como explican los expertos, les permite enfocarse y rendir más. También ha bajado la edad de consumo y se ha incrementado la clientela femenina. Hoy, de hecho, ya no sólo se venden esas drogas químicas en las colonias más deprimidas.
“Es un negocio que está siempre activo, a cualquier hora”. “Ahora se lleva en bicicleta”. “Sirven a domicilio para las grandes cantidades”. “Y los taxis y los Uber también hacen reparto”. Es viernes por la mañana y sentadas en sillas formando un amplio corro las chicas ingresadas en el centro de rehabilitación Casa Corazón, uno de los seis para mujeres que hay en la ciudad, van contando en voz alta la realidad que conocen y en la que han vivido inmersas hasta hace pocas semanas. Hasta que sus familias las internaron. Aquí está Clarissa Hernández, 23 años, nacida en Los Ángeles, que empezó a consumir cristal con 19, que cruzaba armas y drogas a Estados Unidos en su coche —4 000 dólares por viaje, al menos cuatro a la semana— y que hace un año esquivó la muerte, de milagro, cuando a la colonia Mariano Matamoros, en ese salvaje Este de la ciudad, llegaron tres hombres armados y dispararon indiscriminadamente en la conecta en la que ella estaba. Aquel día mataron a un amigo suyo y uno de los sicarios disparaba aún al cuerpo ya inerte en el suelo mientras ella chillaba que lo dejase. Aquel día aquel asesino la miró gritar paralizada, la apuntó con su arma y disparó. Aquel día la suerte le dio una vida extra porque el arma se había quedado sin balas. Y aquí está también Shaday Morales, 15 años que parecen incluso menos, cara y cuerpo de niña, nacida en Tijuana, de clase acomodada, que empezó con 6 años a beber la cerveza que se dejaba su padre, a los 11 comenzó a fumar cigarrillos, poco después marihuana, a los 13 probó las pastillas de clorazepam y a los 14 ya esnifaba el cristal que su novio de 24, traficante y ladrón, le daba. Hasta que se fugó con él, la familia la encontró, la convenció para rehabilitarse y ella aceptó. Shaday dice que ahora está de maravilla y que las relaciones con sus padres nunca habían sido tan buenas.
Tijuana es una ciudad diferente. Una ciudad particular y especial como lo son siempre esos lugares de frontera situados entre dos mundos. Pero Tijuana, como señalan los expertos, como me explica Víctor Clark Alfaro, especialista en seguridad y derechos humanos, que durante los años más duros de las balaceras hace una década tuvo que vivir con escoltas, no es un caso aislado. “Este modelo de Tijuana se reproduce en el país. Los carteles están abriendo mercados. Y la violencia también… El gran vacío además es que no existe una actividad preventiva, y toda la acción se pone en el combate”, lo explica. Tijuana se convierte así en un termómetro para el país. Y las cifras confirman esa realidad.
Los informes de Aduanas y de la Patrulla Fronteriza en Estados Unidos muestran cómo en los dos últimos años se han triplicado las incautaciones de metanfetamina en la frontera. Los de la dea explican cómo la producción de esa droga es tan abundante que los precios se mantienen tan bajos como hace una década y cómo los carteles tratan de abrir nuevos mercados en la costa Este de Estados Unidos para hacer crecer la demanda y con ella el precio. Lo que no cuentan es que no sólo se buscan esos nuevos consumidores en el Norte, donde primero es necesario cruzar la mercancía ilegalmente. Sino que hay tanto excedente que también al otro lado de la frontera se explota el mercado para dar salida al producto. Los informes de la Comisión Nacional contra las Adicciones en México revelan que durante los últimos seis años se incrementó un 47 por ciento el consumo de drogas entre la población de 12 a 65 años de edad, un 125 por ciento entre los adolescentes y hasta un 222 por ciento entre las mujeres.
Abrir el foco de lo que sucede en Tijuana, sin embargo, no es una cuestión sólo de números. El Ejército rechaza participar en este reportaje. Lo justifica porque el narcomenudeo, como lo entienden, no está entre sus competencias en la guerra contra el narco que el presidente Felipe Calderón declaró en 2006. También lo rechaza la policía federal. Sí, responde, en cambio, la Agencia de Investigación Criminal de la Procuraduría General de la República. Lo hace Óscar Santiago, director de la Oficina Nacional de Política de Drogas. Santiago explica que durante los últimos años ha habido una realidad cambiante porque los carteles se han visto obligados a enfrentarse a un mercado que también ha cambiado. La legalización de la marihuana en algunos estados de Estados Unidos, en California, sobre todo, habría obligado así a algunos traficantes a buscar nuevos productos con los que comerciar. Pero Santiago trata, sobre todo, de disipar una idea: la de que “todos los crímenes” que se cometen en Tijuana están asociados con la droga.
Cuando le digo que nueve de cada diez sí, según cuentan los propios investigadores del estado, guarda silencio y se queda sin palabras. “Desconozco esas cifras… Acaba de citar a la fuente y no puedo desmentirlo”, se excusa. Pareciese que la realidad tiene dos dimensiones o explicaciones. Una, la local, donde prefieren que ese récord de muertos sea por la guerra de los carteles por esas esquinas y que los cadáveres pertenezcan a esos hombres de las escalas más bajas, porque así se reduce, teóricamente, el impacto en el resto de la sociedad. La otra, la nacional, donde esa idea asusta porque implica aceptar que el narco se mata sin control hoy por inundar el país con las drogas que antes exportaba mayoritariamente al norte.
Pero no sólo es Tijuana. El año 2017 se convirtió, con un balance oficial de 25 339 homicidios, en el más sangriento en el país desde que hace 30 años comenzó el registro de estos delitos. Y en 2018 la cifra superó los 33 000. Santiago no puede negar esos hechos y sí conoce esos datos. “Pero como ocurre en cualquier parte del mundo. Porque al final del día el que tiene un mercado no lo quiere perder. Y si existe otro que dice ‘si hay mercado, yo quiero entrar’ y ahí es cuando empieza la disputa. Lo peor es cuando concluye en violencia, con pérdidas de vida. Y ése es un problema que estamos buscando atender”, dice. Después, sabiendo que soy español, completa su explicación insistiendo en una idea: “Como sucede también en su país”.
El domingo anterior a mi encuentro en la Ciudad de México con Santiago, la conocida y principal avenida Insurgentes de la capital había amanecido con los cuerpos descuartizados de dos narcomenudistas sobre el asfalto. Un aviso entre carteles rivales por control territorial. Ese mismo fin de semana, en Tijuana, en esa Tijuana en la que resulta imposible olvidarse de aquella célebre y tan repetida cita atribuida a Porfirio Díaz de “pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, entre la mañana del sábado y la del domingo, se registraban 12 homicidios. Dos cabezas aparecían en la delegación Sánchez Taboada y otra más en la Lázaro Cárdenas. El cuerpo muerto de un hombre tiroteado se recogía frente al hotel Eduardo, en la Zona Norte, al mismo tiempo que la policía encontraba un cadáver calcinado en otro de los barrios del este. Las mismas noticias, sin embargo, de prácticamente cualquier fin de semana. La misma rutina de los dos últimos años. Como ocurre en cualquier parte del mundo.
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