¿Realmente el Oscar está cambiando? No.

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A pesar de que la Academia de Hollywood ha decidido agregar miembros de origen extranjero a sus filas y a exigir cuotas de diversidad, el cine más ajeno a la norma se sigue escapando de las nominaciones al Oscar. Como sucede con todas las industrias fílmicas del mundo, prevalecen los grandes presupuestos y las emociones claras.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Reuters.

Apenas despegaba el año, a mediados de enero, cuando el actor estadounidense Paul Walter Hauser hizo una rabieta que, con cierta probabilidad, llegará a la retrospectiva anual de los grandes berrinches en Twitter. Severamente afectado por las películas que los críticos del New York Times querían ver compitiendo en la próxima ceremonia del Oscar, Hauser llamó a sus selecciones “psicóticas”. Algunos usuarios supusieron que la agresión se debió a que éstas eran en su mayoría producciones extranjeras o dirigidas por mujeres, y el actor respondió que lo estaban cancelando: que su carrera, sus caridades y la vida de su hijo llegaban, debido a un puñado de respuestas en Twitter, a un violento fin. A pesar de ello, y aunque Hauser cerró su cuenta de Twitter, en Instagram continúa dando la imagen de una cotidianidad relajada, abundante en las alegrías fugaces que dan la familia y los amigos. 

Es fácil suponer que el actor estaba molesto por no ver solamente películas estadounidenses, industriales y dirigidas por hombres entre las nominadas ideales de los críticos Manohla Dargis y A.O. Scott. A lo largo de los últimos años, el conservadurismo estadounidense ha mostrado un rechazo definitivo a la participación de Roma (2018) y Parasite (2019) en la competencia por el Oscar a Mejor Película. Un ejemplo emblemático lo dio el conductor de televisión Jon Miller cuando Parasite, hecha en Corea, ganó el gran premio y en respuesta tuiteó que “esta gente es la destrucción de America”.

Ignoro si Hauser está más molesto ahora, cuando sabemos que la japonesa Drive My Car (2021), de Ryūsuke Hamaguchi, compite por cuatro premios Oscar, incluyendo Mejor Película; su enojo nunca quedó del todo claro. Pero es inevitable suponer que Miller y muchos otros estadounidenses tendrán ahora la impresión de estar siendo invadidos, sobre todo si consideramos que Madres paralelas (2021), del español Pedro Almodóvar, y The Worst Person in the World (2021), del noruego Joachim Trier, cuentan con dos nominaciones, cada una; por otro lado, en la competencia por Mejor Documental hay dos trabajos producidos fuera de Estados Unidos: la danesa Flee (2021) y la india Writing with Fire (2021).

Pero ¿en verdad el Oscar está cambiando? Durante décadas la premiación de la Academia de Hollywood ayudó a sostener las narrativas de un país conservador que se regodeaba en su hegemonía. Tan fue así que, a lo largo de 93 entregas del Oscar, sólo diez largometrajes producidos fuera de Estados Unidos han recibido el premio a Mejor Película; Parasite fue el primero de ellos que no estaba hablado en inglés. El Oscar, como todos los premios, es la piel de una subjetividad colectiva, es decir, visibiliza las preferencias e inquietudes de un grupo particular, en este caso, la industria cinematográfica estadounidense.

En 2012 cuando terminaba la narrativa de la guerra contra el terrorismo, compitieron por el premio a Mejor Película dos celebraciones a los servicios de inteligencia estadounidenses: Argo (2012) y Zero Dark Thirty (2012). Ganó Argo, de Ben Affleck, que reconstruyó el operativo de la CIA para extraer a diplomáticos estadounidenses durante la revolución iraní en 1979. Si los votantes insinuaron cierto pudor al no premiar la película de Kathryn Bigelow, que mostró la tortura como la mejor herramienta para encontrar a Osama bin Laden, la entrega de la estatuilla, a manos de Michelle Obama, fue un desparrame de nacionalismo y kitsch que destacaba lo obvio: los Oscar son una fiesta de comunicación política.

Ahora que la sociedad estadounidense ha comenzado a preocuparse por la variedad étnica, de género y sexual, la Academia ha decidido agregar miembros de origen extranjero y a exigir cuotas de diversidad. Frente a eso, podemos interpretar que Green Book (2018), una película vendida como antirracista donde un blanco le enseña a un negro a “ser negro”, le quitó el Oscar a Roma a manera de reacción: muchos votantes de la Academia de Hollywood no estaban listos para darle el premio a algo que consideraban foráneo. A pesar de ello, en los años posteriores las medidas de la Academia tendrían mejores resultados, aunque no por eso libres de una carga política.

Después del éxito de Parasite, la competencia por Mejor Película de este año se concentra en la japonesa Drive My Car y The Power of the Dog (2021), de Jane Campion. Seguramente habrá acusaciones de cuotas pero, la verdad, ambas están entre la minoría de películas originales en la terna. Otras representan el entretenimiento optimista del pasado, como CODA, King Richard y Belfast; mientras tanto, Dune, Don’t Look Up y Nightmare Alley son superproducciones convencionales que sostienen formas anticuadas, en contraste con las dos películas que mencioné, a las que faltaría sumar Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson, y West Side Story (2021), de Steven Spielberg.

Nada nuevo: el cine más ajeno a la norma se filtra a las nominaciones como agua a través de una pared, pero hasta en las categorías técnicas dominan películas que conciben el lenguaje audiovisual como una llave inglesa, como herramienta para contar historias, y no como un fin último. Tan es así que una película excesiva, pero por eso mismo impresionante, como The French Dispatch (2021), de Wes Anderson, se quedó completamente fuera de la premiación. Sus cuadros pictóricos, su montaje desenfrenado, su guion laberíntico son inaceptables para la Academia frente a Don’t Look Up, una contradictoria sátira del cambio climático y el conservadurismo estadounidense que intenta conmover y burlarse a la vez, pero se queda en todo a medias y nos asfixia con obviedades.

Muchos preferimos que, si los premios Oscar se siguen dando por inclinación política, se alejen de la derecha, pero existe también una política de las imágenes en la que no sólo Hollywood, sino todas las industrias del mundo, prefieren defender los grandes presupuestos, las emociones claras. Si hubiera una convicción de enfrentar a las imágenes de siempre, las imágenes conservadoras, Hamaguchi también tendría en competencia su otro estreno formidable de 2021, Wheel of Fortune and Fantasy, y veríamos por ahí las películas recientes de Alexandre Koberidze, Radu Jude o Nadav Lapid. Pero no hay ese deseo. Los premios que dan las industrias buscan legitimar sus formas y sus ideas: crear un statu quo que difunden con su poder económico y someter al público a pagar por ello.

Si lo que a Hauser le enojó fue la posibilidad de un cambio político y estético, tiene muchas razones todavía para estar tranquilo.

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A pesar de que la Academia de Hollywood ha decidido agregar miembros de origen extranjero a sus filas y a exigir cuotas de diversidad, el cine más ajeno a la norma se sigue escapando de las nominaciones al Oscar. Como sucede con todas las industrias fílmicas del mundo, prevalecen los grandes presupuestos y las emociones claras.

Apenas despegaba el año, a mediados de enero, cuando el actor estadounidense Paul Walter Hauser hizo una rabieta que, con cierta probabilidad, llegará a la retrospectiva anual de los grandes berrinches en Twitter. Severamente afectado por las películas que los críticos del New York Times querían ver compitiendo en la próxima ceremonia del Oscar, Hauser llamó a sus selecciones “psicóticas”. Algunos usuarios supusieron que la agresión se debió a que éstas eran en su mayoría producciones extranjeras o dirigidas por mujeres, y el actor respondió que lo estaban cancelando: que su carrera, sus caridades y la vida de su hijo llegaban, debido a un puñado de respuestas en Twitter, a un violento fin. A pesar de ello, y aunque Hauser cerró su cuenta de Twitter, en Instagram continúa dando la imagen de una cotidianidad relajada, abundante en las alegrías fugaces que dan la familia y los amigos. 

Es fácil suponer que el actor estaba molesto por no ver solamente películas estadounidenses, industriales y dirigidas por hombres entre las nominadas ideales de los críticos Manohla Dargis y A.O. Scott. A lo largo de los últimos años, el conservadurismo estadounidense ha mostrado un rechazo definitivo a la participación de Roma (2018) y Parasite (2019) en la competencia por el Oscar a Mejor Película. Un ejemplo emblemático lo dio el conductor de televisión Jon Miller cuando Parasite, hecha en Corea, ganó el gran premio y en respuesta tuiteó que “esta gente es la destrucción de America”.

Ignoro si Hauser está más molesto ahora, cuando sabemos que la japonesa Drive My Car (2021), de Ryūsuke Hamaguchi, compite por cuatro premios Oscar, incluyendo Mejor Película; su enojo nunca quedó del todo claro. Pero es inevitable suponer que Miller y muchos otros estadounidenses tendrán ahora la impresión de estar siendo invadidos, sobre todo si consideramos que Madres paralelas (2021), del español Pedro Almodóvar, y The Worst Person in the World (2021), del noruego Joachim Trier, cuentan con dos nominaciones, cada una; por otro lado, en la competencia por Mejor Documental hay dos trabajos producidos fuera de Estados Unidos: la danesa Flee (2021) y la india Writing with Fire (2021).

Pero ¿en verdad el Oscar está cambiando? Durante décadas la premiación de la Academia de Hollywood ayudó a sostener las narrativas de un país conservador que se regodeaba en su hegemonía. Tan fue así que, a lo largo de 93 entregas del Oscar, sólo diez largometrajes producidos fuera de Estados Unidos han recibido el premio a Mejor Película; Parasite fue el primero de ellos que no estaba hablado en inglés. El Oscar, como todos los premios, es la piel de una subjetividad colectiva, es decir, visibiliza las preferencias e inquietudes de un grupo particular, en este caso, la industria cinematográfica estadounidense.

En 2012 cuando terminaba la narrativa de la guerra contra el terrorismo, compitieron por el premio a Mejor Película dos celebraciones a los servicios de inteligencia estadounidenses: Argo (2012) y Zero Dark Thirty (2012). Ganó Argo, de Ben Affleck, que reconstruyó el operativo de la CIA para extraer a diplomáticos estadounidenses durante la revolución iraní en 1979. Si los votantes insinuaron cierto pudor al no premiar la película de Kathryn Bigelow, que mostró la tortura como la mejor herramienta para encontrar a Osama bin Laden, la entrega de la estatuilla, a manos de Michelle Obama, fue un desparrame de nacionalismo y kitsch que destacaba lo obvio: los Oscar son una fiesta de comunicación política.

Ahora que la sociedad estadounidense ha comenzado a preocuparse por la variedad étnica, de género y sexual, la Academia ha decidido agregar miembros de origen extranjero y a exigir cuotas de diversidad. Frente a eso, podemos interpretar que Green Book (2018), una película vendida como antirracista donde un blanco le enseña a un negro a “ser negro”, le quitó el Oscar a Roma a manera de reacción: muchos votantes de la Academia de Hollywood no estaban listos para darle el premio a algo que consideraban foráneo. A pesar de ello, en los años posteriores las medidas de la Academia tendrían mejores resultados, aunque no por eso libres de una carga política.

Después del éxito de Parasite, la competencia por Mejor Película de este año se concentra en la japonesa Drive My Car y The Power of the Dog (2021), de Jane Campion. Seguramente habrá acusaciones de cuotas pero, la verdad, ambas están entre la minoría de películas originales en la terna. Otras representan el entretenimiento optimista del pasado, como CODA, King Richard y Belfast; mientras tanto, Dune, Don’t Look Up y Nightmare Alley son superproducciones convencionales que sostienen formas anticuadas, en contraste con las dos películas que mencioné, a las que faltaría sumar Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson, y West Side Story (2021), de Steven Spielberg.

Nada nuevo: el cine más ajeno a la norma se filtra a las nominaciones como agua a través de una pared, pero hasta en las categorías técnicas dominan películas que conciben el lenguaje audiovisual como una llave inglesa, como herramienta para contar historias, y no como un fin último. Tan es así que una película excesiva, pero por eso mismo impresionante, como The French Dispatch (2021), de Wes Anderson, se quedó completamente fuera de la premiación. Sus cuadros pictóricos, su montaje desenfrenado, su guion laberíntico son inaceptables para la Academia frente a Don’t Look Up, una contradictoria sátira del cambio climático y el conservadurismo estadounidense que intenta conmover y burlarse a la vez, pero se queda en todo a medias y nos asfixia con obviedades.

Muchos preferimos que, si los premios Oscar se siguen dando por inclinación política, se alejen de la derecha, pero existe también una política de las imágenes en la que no sólo Hollywood, sino todas las industrias del mundo, prefieren defender los grandes presupuestos, las emociones claras. Si hubiera una convicción de enfrentar a las imágenes de siempre, las imágenes conservadoras, Hamaguchi también tendría en competencia su otro estreno formidable de 2021, Wheel of Fortune and Fantasy, y veríamos por ahí las películas recientes de Alexandre Koberidze, Radu Jude o Nadav Lapid. Pero no hay ese deseo. Los premios que dan las industrias buscan legitimar sus formas y sus ideas: crear un statu quo que difunden con su poder económico y someter al público a pagar por ello.

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Apenas despegaba el año, a mediados de enero, cuando el actor estadounidense Paul Walter Hauser hizo una rabieta que, con cierta probabilidad, llegará a la retrospectiva anual de los grandes berrinches en Twitter. Severamente afectado por las películas que los críticos del New York Times querían ver compitiendo en la próxima ceremonia del Oscar, Hauser llamó a sus selecciones “psicóticas”. Algunos usuarios supusieron que la agresión se debió a que éstas eran en su mayoría producciones extranjeras o dirigidas por mujeres, y el actor respondió que lo estaban cancelando: que su carrera, sus caridades y la vida de su hijo llegaban, debido a un puñado de respuestas en Twitter, a un violento fin. A pesar de ello, y aunque Hauser cerró su cuenta de Twitter, en Instagram continúa dando la imagen de una cotidianidad relajada, abundante en las alegrías fugaces que dan la familia y los amigos. 

Es fácil suponer que el actor estaba molesto por no ver solamente películas estadounidenses, industriales y dirigidas por hombres entre las nominadas ideales de los críticos Manohla Dargis y A.O. Scott. A lo largo de los últimos años, el conservadurismo estadounidense ha mostrado un rechazo definitivo a la participación de Roma (2018) y Parasite (2019) en la competencia por el Oscar a Mejor Película. Un ejemplo emblemático lo dio el conductor de televisión Jon Miller cuando Parasite, hecha en Corea, ganó el gran premio y en respuesta tuiteó que “esta gente es la destrucción de America”.

Ignoro si Hauser está más molesto ahora, cuando sabemos que la japonesa Drive My Car (2021), de Ryūsuke Hamaguchi, compite por cuatro premios Oscar, incluyendo Mejor Película; su enojo nunca quedó del todo claro. Pero es inevitable suponer que Miller y muchos otros estadounidenses tendrán ahora la impresión de estar siendo invadidos, sobre todo si consideramos que Madres paralelas (2021), del español Pedro Almodóvar, y The Worst Person in the World (2021), del noruego Joachim Trier, cuentan con dos nominaciones, cada una; por otro lado, en la competencia por Mejor Documental hay dos trabajos producidos fuera de Estados Unidos: la danesa Flee (2021) y la india Writing with Fire (2021).

Pero ¿en verdad el Oscar está cambiando? Durante décadas la premiación de la Academia de Hollywood ayudó a sostener las narrativas de un país conservador que se regodeaba en su hegemonía. Tan fue así que, a lo largo de 93 entregas del Oscar, sólo diez largometrajes producidos fuera de Estados Unidos han recibido el premio a Mejor Película; Parasite fue el primero de ellos que no estaba hablado en inglés. El Oscar, como todos los premios, es la piel de una subjetividad colectiva, es decir, visibiliza las preferencias e inquietudes de un grupo particular, en este caso, la industria cinematográfica estadounidense.

En 2012 cuando terminaba la narrativa de la guerra contra el terrorismo, compitieron por el premio a Mejor Película dos celebraciones a los servicios de inteligencia estadounidenses: Argo (2012) y Zero Dark Thirty (2012). Ganó Argo, de Ben Affleck, que reconstruyó el operativo de la CIA para extraer a diplomáticos estadounidenses durante la revolución iraní en 1979. Si los votantes insinuaron cierto pudor al no premiar la película de Kathryn Bigelow, que mostró la tortura como la mejor herramienta para encontrar a Osama bin Laden, la entrega de la estatuilla, a manos de Michelle Obama, fue un desparrame de nacionalismo y kitsch que destacaba lo obvio: los Oscar son una fiesta de comunicación política.

Ahora que la sociedad estadounidense ha comenzado a preocuparse por la variedad étnica, de género y sexual, la Academia ha decidido agregar miembros de origen extranjero y a exigir cuotas de diversidad. Frente a eso, podemos interpretar que Green Book (2018), una película vendida como antirracista donde un blanco le enseña a un negro a “ser negro”, le quitó el Oscar a Roma a manera de reacción: muchos votantes de la Academia de Hollywood no estaban listos para darle el premio a algo que consideraban foráneo. A pesar de ello, en los años posteriores las medidas de la Academia tendrían mejores resultados, aunque no por eso libres de una carga política.

Después del éxito de Parasite, la competencia por Mejor Película de este año se concentra en la japonesa Drive My Car y The Power of the Dog (2021), de Jane Campion. Seguramente habrá acusaciones de cuotas pero, la verdad, ambas están entre la minoría de películas originales en la terna. Otras representan el entretenimiento optimista del pasado, como CODA, King Richard y Belfast; mientras tanto, Dune, Don’t Look Up y Nightmare Alley son superproducciones convencionales que sostienen formas anticuadas, en contraste con las dos películas que mencioné, a las que faltaría sumar Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson, y West Side Story (2021), de Steven Spielberg.

Nada nuevo: el cine más ajeno a la norma se filtra a las nominaciones como agua a través de una pared, pero hasta en las categorías técnicas dominan películas que conciben el lenguaje audiovisual como una llave inglesa, como herramienta para contar historias, y no como un fin último. Tan es así que una película excesiva, pero por eso mismo impresionante, como The French Dispatch (2021), de Wes Anderson, se quedó completamente fuera de la premiación. Sus cuadros pictóricos, su montaje desenfrenado, su guion laberíntico son inaceptables para la Academia frente a Don’t Look Up, una contradictoria sátira del cambio climático y el conservadurismo estadounidense que intenta conmover y burlarse a la vez, pero se queda en todo a medias y nos asfixia con obviedades.

Muchos preferimos que, si los premios Oscar se siguen dando por inclinación política, se alejen de la derecha, pero existe también una política de las imágenes en la que no sólo Hollywood, sino todas las industrias del mundo, prefieren defender los grandes presupuestos, las emociones claras. Si hubiera una convicción de enfrentar a las imágenes de siempre, las imágenes conservadoras, Hamaguchi también tendría en competencia su otro estreno formidable de 2021, Wheel of Fortune and Fantasy, y veríamos por ahí las películas recientes de Alexandre Koberidze, Radu Jude o Nadav Lapid. Pero no hay ese deseo. Los premios que dan las industrias buscan legitimar sus formas y sus ideas: crear un statu quo que difunden con su poder económico y someter al público a pagar por ello.

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A pesar de que la Academia de Hollywood ha decidido agregar miembros de origen extranjero a sus filas y a exigir cuotas de diversidad, el cine más ajeno a la norma se sigue escapando de las nominaciones al Oscar. Como sucede con todas las industrias fílmicas del mundo, prevalecen los grandes presupuestos y las emociones claras.

Apenas despegaba el año, a mediados de enero, cuando el actor estadounidense Paul Walter Hauser hizo una rabieta que, con cierta probabilidad, llegará a la retrospectiva anual de los grandes berrinches en Twitter. Severamente afectado por las películas que los críticos del New York Times querían ver compitiendo en la próxima ceremonia del Oscar, Hauser llamó a sus selecciones “psicóticas”. Algunos usuarios supusieron que la agresión se debió a que éstas eran en su mayoría producciones extranjeras o dirigidas por mujeres, y el actor respondió que lo estaban cancelando: que su carrera, sus caridades y la vida de su hijo llegaban, debido a un puñado de respuestas en Twitter, a un violento fin. A pesar de ello, y aunque Hauser cerró su cuenta de Twitter, en Instagram continúa dando la imagen de una cotidianidad relajada, abundante en las alegrías fugaces que dan la familia y los amigos. 

Es fácil suponer que el actor estaba molesto por no ver solamente películas estadounidenses, industriales y dirigidas por hombres entre las nominadas ideales de los críticos Manohla Dargis y A.O. Scott. A lo largo de los últimos años, el conservadurismo estadounidense ha mostrado un rechazo definitivo a la participación de Roma (2018) y Parasite (2019) en la competencia por el Oscar a Mejor Película. Un ejemplo emblemático lo dio el conductor de televisión Jon Miller cuando Parasite, hecha en Corea, ganó el gran premio y en respuesta tuiteó que “esta gente es la destrucción de America”.

Ignoro si Hauser está más molesto ahora, cuando sabemos que la japonesa Drive My Car (2021), de Ryūsuke Hamaguchi, compite por cuatro premios Oscar, incluyendo Mejor Película; su enojo nunca quedó del todo claro. Pero es inevitable suponer que Miller y muchos otros estadounidenses tendrán ahora la impresión de estar siendo invadidos, sobre todo si consideramos que Madres paralelas (2021), del español Pedro Almodóvar, y The Worst Person in the World (2021), del noruego Joachim Trier, cuentan con dos nominaciones, cada una; por otro lado, en la competencia por Mejor Documental hay dos trabajos producidos fuera de Estados Unidos: la danesa Flee (2021) y la india Writing with Fire (2021).

Pero ¿en verdad el Oscar está cambiando? Durante décadas la premiación de la Academia de Hollywood ayudó a sostener las narrativas de un país conservador que se regodeaba en su hegemonía. Tan fue así que, a lo largo de 93 entregas del Oscar, sólo diez largometrajes producidos fuera de Estados Unidos han recibido el premio a Mejor Película; Parasite fue el primero de ellos que no estaba hablado en inglés. El Oscar, como todos los premios, es la piel de una subjetividad colectiva, es decir, visibiliza las preferencias e inquietudes de un grupo particular, en este caso, la industria cinematográfica estadounidense.

En 2012 cuando terminaba la narrativa de la guerra contra el terrorismo, compitieron por el premio a Mejor Película dos celebraciones a los servicios de inteligencia estadounidenses: Argo (2012) y Zero Dark Thirty (2012). Ganó Argo, de Ben Affleck, que reconstruyó el operativo de la CIA para extraer a diplomáticos estadounidenses durante la revolución iraní en 1979. Si los votantes insinuaron cierto pudor al no premiar la película de Kathryn Bigelow, que mostró la tortura como la mejor herramienta para encontrar a Osama bin Laden, la entrega de la estatuilla, a manos de Michelle Obama, fue un desparrame de nacionalismo y kitsch que destacaba lo obvio: los Oscar son una fiesta de comunicación política.

Ahora que la sociedad estadounidense ha comenzado a preocuparse por la variedad étnica, de género y sexual, la Academia ha decidido agregar miembros de origen extranjero y a exigir cuotas de diversidad. Frente a eso, podemos interpretar que Green Book (2018), una película vendida como antirracista donde un blanco le enseña a un negro a “ser negro”, le quitó el Oscar a Roma a manera de reacción: muchos votantes de la Academia de Hollywood no estaban listos para darle el premio a algo que consideraban foráneo. A pesar de ello, en los años posteriores las medidas de la Academia tendrían mejores resultados, aunque no por eso libres de una carga política.

Después del éxito de Parasite, la competencia por Mejor Película de este año se concentra en la japonesa Drive My Car y The Power of the Dog (2021), de Jane Campion. Seguramente habrá acusaciones de cuotas pero, la verdad, ambas están entre la minoría de películas originales en la terna. Otras representan el entretenimiento optimista del pasado, como CODA, King Richard y Belfast; mientras tanto, Dune, Don’t Look Up y Nightmare Alley son superproducciones convencionales que sostienen formas anticuadas, en contraste con las dos películas que mencioné, a las que faltaría sumar Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson, y West Side Story (2021), de Steven Spielberg.

Nada nuevo: el cine más ajeno a la norma se filtra a las nominaciones como agua a través de una pared, pero hasta en las categorías técnicas dominan películas que conciben el lenguaje audiovisual como una llave inglesa, como herramienta para contar historias, y no como un fin último. Tan es así que una película excesiva, pero por eso mismo impresionante, como The French Dispatch (2021), de Wes Anderson, se quedó completamente fuera de la premiación. Sus cuadros pictóricos, su montaje desenfrenado, su guion laberíntico son inaceptables para la Academia frente a Don’t Look Up, una contradictoria sátira del cambio climático y el conservadurismo estadounidense que intenta conmover y burlarse a la vez, pero se queda en todo a medias y nos asfixia con obviedades.

Muchos preferimos que, si los premios Oscar se siguen dando por inclinación política, se alejen de la derecha, pero existe también una política de las imágenes en la que no sólo Hollywood, sino todas las industrias del mundo, prefieren defender los grandes presupuestos, las emociones claras. Si hubiera una convicción de enfrentar a las imágenes de siempre, las imágenes conservadoras, Hamaguchi también tendría en competencia su otro estreno formidable de 2021, Wheel of Fortune and Fantasy, y veríamos por ahí las películas recientes de Alexandre Koberidze, Radu Jude o Nadav Lapid. Pero no hay ese deseo. Los premios que dan las industrias buscan legitimar sus formas y sus ideas: crear un statu quo que difunden con su poder económico y someter al público a pagar por ello.

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Apenas despegaba el año, a mediados de enero, cuando el actor estadounidense Paul Walter Hauser hizo una rabieta que, con cierta probabilidad, llegará a la retrospectiva anual de los grandes berrinches en Twitter. Severamente afectado por las películas que los críticos del New York Times querían ver compitiendo en la próxima ceremonia del Oscar, Hauser llamó a sus selecciones “psicóticas”. Algunos usuarios supusieron que la agresión se debió a que éstas eran en su mayoría producciones extranjeras o dirigidas por mujeres, y el actor respondió que lo estaban cancelando: que su carrera, sus caridades y la vida de su hijo llegaban, debido a un puñado de respuestas en Twitter, a un violento fin. A pesar de ello, y aunque Hauser cerró su cuenta de Twitter, en Instagram continúa dando la imagen de una cotidianidad relajada, abundante en las alegrías fugaces que dan la familia y los amigos. 

Es fácil suponer que el actor estaba molesto por no ver solamente películas estadounidenses, industriales y dirigidas por hombres entre las nominadas ideales de los críticos Manohla Dargis y A.O. Scott. A lo largo de los últimos años, el conservadurismo estadounidense ha mostrado un rechazo definitivo a la participación de Roma (2018) y Parasite (2019) en la competencia por el Oscar a Mejor Película. Un ejemplo emblemático lo dio el conductor de televisión Jon Miller cuando Parasite, hecha en Corea, ganó el gran premio y en respuesta tuiteó que “esta gente es la destrucción de America”.

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Pero ¿en verdad el Oscar está cambiando? Durante décadas la premiación de la Academia de Hollywood ayudó a sostener las narrativas de un país conservador que se regodeaba en su hegemonía. Tan fue así que, a lo largo de 93 entregas del Oscar, sólo diez largometrajes producidos fuera de Estados Unidos han recibido el premio a Mejor Película; Parasite fue el primero de ellos que no estaba hablado en inglés. El Oscar, como todos los premios, es la piel de una subjetividad colectiva, es decir, visibiliza las preferencias e inquietudes de un grupo particular, en este caso, la industria cinematográfica estadounidense.

En 2012 cuando terminaba la narrativa de la guerra contra el terrorismo, compitieron por el premio a Mejor Película dos celebraciones a los servicios de inteligencia estadounidenses: Argo (2012) y Zero Dark Thirty (2012). Ganó Argo, de Ben Affleck, que reconstruyó el operativo de la CIA para extraer a diplomáticos estadounidenses durante la revolución iraní en 1979. Si los votantes insinuaron cierto pudor al no premiar la película de Kathryn Bigelow, que mostró la tortura como la mejor herramienta para encontrar a Osama bin Laden, la entrega de la estatuilla, a manos de Michelle Obama, fue un desparrame de nacionalismo y kitsch que destacaba lo obvio: los Oscar son una fiesta de comunicación política.

Ahora que la sociedad estadounidense ha comenzado a preocuparse por la variedad étnica, de género y sexual, la Academia ha decidido agregar miembros de origen extranjero y a exigir cuotas de diversidad. Frente a eso, podemos interpretar que Green Book (2018), una película vendida como antirracista donde un blanco le enseña a un negro a “ser negro”, le quitó el Oscar a Roma a manera de reacción: muchos votantes de la Academia de Hollywood no estaban listos para darle el premio a algo que consideraban foráneo. A pesar de ello, en los años posteriores las medidas de la Academia tendrían mejores resultados, aunque no por eso libres de una carga política.

Después del éxito de Parasite, la competencia por Mejor Película de este año se concentra en la japonesa Drive My Car y The Power of the Dog (2021), de Jane Campion. Seguramente habrá acusaciones de cuotas pero, la verdad, ambas están entre la minoría de películas originales en la terna. Otras representan el entretenimiento optimista del pasado, como CODA, King Richard y Belfast; mientras tanto, Dune, Don’t Look Up y Nightmare Alley son superproducciones convencionales que sostienen formas anticuadas, en contraste con las dos películas que mencioné, a las que faltaría sumar Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson, y West Side Story (2021), de Steven Spielberg.

Nada nuevo: el cine más ajeno a la norma se filtra a las nominaciones como agua a través de una pared, pero hasta en las categorías técnicas dominan películas que conciben el lenguaje audiovisual como una llave inglesa, como herramienta para contar historias, y no como un fin último. Tan es así que una película excesiva, pero por eso mismo impresionante, como The French Dispatch (2021), de Wes Anderson, se quedó completamente fuera de la premiación. Sus cuadros pictóricos, su montaje desenfrenado, su guion laberíntico son inaceptables para la Academia frente a Don’t Look Up, una contradictoria sátira del cambio climático y el conservadurismo estadounidense que intenta conmover y burlarse a la vez, pero se queda en todo a medias y nos asfixia con obviedades.

Muchos preferimos que, si los premios Oscar se siguen dando por inclinación política, se alejen de la derecha, pero existe también una política de las imágenes en la que no sólo Hollywood, sino todas las industrias del mundo, prefieren defender los grandes presupuestos, las emociones claras. Si hubiera una convicción de enfrentar a las imágenes de siempre, las imágenes conservadoras, Hamaguchi también tendría en competencia su otro estreno formidable de 2021, Wheel of Fortune and Fantasy, y veríamos por ahí las películas recientes de Alexandre Koberidze, Radu Jude o Nadav Lapid. Pero no hay ese deseo. Los premios que dan las industrias buscan legitimar sus formas y sus ideas: crear un statu quo que difunden con su poder económico y someter al público a pagar por ello.

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Fotografía de Reuters.

¿Realmente el Oscar está cambiando? No.

¿Realmente el Oscar está cambiando? No.

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Tiempo de Lectura: 00 min

A pesar de que la Academia de Hollywood ha decidido agregar miembros de origen extranjero a sus filas y a exigir cuotas de diversidad, el cine más ajeno a la norma se sigue escapando de las nominaciones al Oscar. Como sucede con todas las industrias fílmicas del mundo, prevalecen los grandes presupuestos y las emociones claras.

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Apenas despegaba el año, a mediados de enero, cuando el actor estadounidense Paul Walter Hauser hizo una rabieta que, con cierta probabilidad, llegará a la retrospectiva anual de los grandes berrinches en Twitter. Severamente afectado por las películas que los críticos del New York Times querían ver compitiendo en la próxima ceremonia del Oscar, Hauser llamó a sus selecciones “psicóticas”. Algunos usuarios supusieron que la agresión se debió a que éstas eran en su mayoría producciones extranjeras o dirigidas por mujeres, y el actor respondió que lo estaban cancelando: que su carrera, sus caridades y la vida de su hijo llegaban, debido a un puñado de respuestas en Twitter, a un violento fin. A pesar de ello, y aunque Hauser cerró su cuenta de Twitter, en Instagram continúa dando la imagen de una cotidianidad relajada, abundante en las alegrías fugaces que dan la familia y los amigos. 

Es fácil suponer que el actor estaba molesto por no ver solamente películas estadounidenses, industriales y dirigidas por hombres entre las nominadas ideales de los críticos Manohla Dargis y A.O. Scott. A lo largo de los últimos años, el conservadurismo estadounidense ha mostrado un rechazo definitivo a la participación de Roma (2018) y Parasite (2019) en la competencia por el Oscar a Mejor Película. Un ejemplo emblemático lo dio el conductor de televisión Jon Miller cuando Parasite, hecha en Corea, ganó el gran premio y en respuesta tuiteó que “esta gente es la destrucción de America”.

Ignoro si Hauser está más molesto ahora, cuando sabemos que la japonesa Drive My Car (2021), de Ryūsuke Hamaguchi, compite por cuatro premios Oscar, incluyendo Mejor Película; su enojo nunca quedó del todo claro. Pero es inevitable suponer que Miller y muchos otros estadounidenses tendrán ahora la impresión de estar siendo invadidos, sobre todo si consideramos que Madres paralelas (2021), del español Pedro Almodóvar, y The Worst Person in the World (2021), del noruego Joachim Trier, cuentan con dos nominaciones, cada una; por otro lado, en la competencia por Mejor Documental hay dos trabajos producidos fuera de Estados Unidos: la danesa Flee (2021) y la india Writing with Fire (2021).

Pero ¿en verdad el Oscar está cambiando? Durante décadas la premiación de la Academia de Hollywood ayudó a sostener las narrativas de un país conservador que se regodeaba en su hegemonía. Tan fue así que, a lo largo de 93 entregas del Oscar, sólo diez largometrajes producidos fuera de Estados Unidos han recibido el premio a Mejor Película; Parasite fue el primero de ellos que no estaba hablado en inglés. El Oscar, como todos los premios, es la piel de una subjetividad colectiva, es decir, visibiliza las preferencias e inquietudes de un grupo particular, en este caso, la industria cinematográfica estadounidense.

En 2012 cuando terminaba la narrativa de la guerra contra el terrorismo, compitieron por el premio a Mejor Película dos celebraciones a los servicios de inteligencia estadounidenses: Argo (2012) y Zero Dark Thirty (2012). Ganó Argo, de Ben Affleck, que reconstruyó el operativo de la CIA para extraer a diplomáticos estadounidenses durante la revolución iraní en 1979. Si los votantes insinuaron cierto pudor al no premiar la película de Kathryn Bigelow, que mostró la tortura como la mejor herramienta para encontrar a Osama bin Laden, la entrega de la estatuilla, a manos de Michelle Obama, fue un desparrame de nacionalismo y kitsch que destacaba lo obvio: los Oscar son una fiesta de comunicación política.

Ahora que la sociedad estadounidense ha comenzado a preocuparse por la variedad étnica, de género y sexual, la Academia ha decidido agregar miembros de origen extranjero y a exigir cuotas de diversidad. Frente a eso, podemos interpretar que Green Book (2018), una película vendida como antirracista donde un blanco le enseña a un negro a “ser negro”, le quitó el Oscar a Roma a manera de reacción: muchos votantes de la Academia de Hollywood no estaban listos para darle el premio a algo que consideraban foráneo. A pesar de ello, en los años posteriores las medidas de la Academia tendrían mejores resultados, aunque no por eso libres de una carga política.

Después del éxito de Parasite, la competencia por Mejor Película de este año se concentra en la japonesa Drive My Car y The Power of the Dog (2021), de Jane Campion. Seguramente habrá acusaciones de cuotas pero, la verdad, ambas están entre la minoría de películas originales en la terna. Otras representan el entretenimiento optimista del pasado, como CODA, King Richard y Belfast; mientras tanto, Dune, Don’t Look Up y Nightmare Alley son superproducciones convencionales que sostienen formas anticuadas, en contraste con las dos películas que mencioné, a las que faltaría sumar Licorice Pizza (2021), de Paul Thomas Anderson, y West Side Story (2021), de Steven Spielberg.

Nada nuevo: el cine más ajeno a la norma se filtra a las nominaciones como agua a través de una pared, pero hasta en las categorías técnicas dominan películas que conciben el lenguaje audiovisual como una llave inglesa, como herramienta para contar historias, y no como un fin último. Tan es así que una película excesiva, pero por eso mismo impresionante, como The French Dispatch (2021), de Wes Anderson, se quedó completamente fuera de la premiación. Sus cuadros pictóricos, su montaje desenfrenado, su guion laberíntico son inaceptables para la Academia frente a Don’t Look Up, una contradictoria sátira del cambio climático y el conservadurismo estadounidense que intenta conmover y burlarse a la vez, pero se queda en todo a medias y nos asfixia con obviedades.

Muchos preferimos que, si los premios Oscar se siguen dando por inclinación política, se alejen de la derecha, pero existe también una política de las imágenes en la que no sólo Hollywood, sino todas las industrias del mundo, prefieren defender los grandes presupuestos, las emociones claras. Si hubiera una convicción de enfrentar a las imágenes de siempre, las imágenes conservadoras, Hamaguchi también tendría en competencia su otro estreno formidable de 2021, Wheel of Fortune and Fantasy, y veríamos por ahí las películas recientes de Alexandre Koberidze, Radu Jude o Nadav Lapid. Pero no hay ese deseo. Los premios que dan las industrias buscan legitimar sus formas y sus ideas: crear un statu quo que difunden con su poder económico y someter al público a pagar por ello.

Si lo que a Hauser le enojó fue la posibilidad de un cambio político y estético, tiene muchas razones todavía para estar tranquilo.

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