La madurez de Almodóvar
David López Canales
Fotografía de Nico Bustos
Conversación con uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo
Pedro Almodóvar es uno de los directores más prestigiosos del mundo. Gatopardo habló con él en Madrid a propósito del estreno de Julieta, su nueva cinta. Ésta es la historia de cómo del dolor físico brotó el guion con mayor angustia en su carrera. Sobre por qué no quiere rodar fuera de su país y por qué siempre rechazó Hollywood. Sobre el Madrid al que llegó con 18 años y al que sigue retratando. Sobre por qué teme no estar a la altura de sí mismo: el cineasta español más reconocido de su tiempo. Sobre cómo ha dirigido 20 largometrajes que son, de cierta manera, sólo uno. Son la película de su vida.
Fue el sábado 9 de abril. Esperó 24 horas desde el estreno. Sólo un día. Después de 20 filmes sabía que llega un momento en el que uno no es capaz de juzgar su propio trabajo. Que después de un año y medio de rodaje y edición, tras haber visto la película decenas de veces en la sala de montaje, se pierde la capacidad de ser espectador. La objetividad, o lo que se aproxime a ese concepto. Y que es necesario entonces ir al cine, con público, con fuego real, para poder recuperarla; para saber qué opina la gente. Ver su reacción en directo. Y escucharla. Desde la respiración a los silencios. Porque hay silencios que dicen más que las palabras.
Así que aquel día compró a través de internet una entrada para la sesión de la noche en el cine del centro de Madrid al que suele acudir. Última fila. Y llegó poco antes de que comenzara el pase. La sala estaba llena, pero sólo lo vieron aquellos compañeros de fila que, sorprendidos, reconocieron enseguida al creador de la historia que se disponían a disfrutar. Julieta, el vigésimo filme de Almodóvar, estaba a punto de comenzar. Y entre el público, sí, estaba Pedro Almodóvar, su director.
Se quedó hasta el final. Hasta esa escena de cierre en la que canta su adorada Chavela Vargas y los títulos de créditos aparecen y son engullidos pantalla arriba. “Se va a acabar mi mundo/ el mundo donde sólo existes tú/ no te vayas, no quiero que te vayas/ porque si tú te vas/ en ese mismo instante muero yo.” Porque Chavela no se fue cuando murió, como cree Almodóvar. “Trascendió”, como siempre dijo ella que haría. Y esa canción de Cuco Sánchez es uno de los muchos homenajes que el director español anuncia que rendirá a la memoria de su amiga, una de las artistas que más le ha influido en su vida.
—¿Y qué escuchó?
—Nada. Ni siquiera al acabar. Los títulos de crédito son un coñazo y yo casi siempre me levanto. Pero habían pasado ya dos minutos desde el final, incluso había terminado Chavela de cantar y la gente estaba paralizada en la butaca. Fui el primero que salió. Aquélla me parecía muy buena reacción.
CONTINUAR LEYENDOEs lunes, agoniza mayo y huele ya a verano en Madrid. Almodóvar (Calzada de Calatrava, Ciudad Real, 1949), con vaqueros, zapatillas de deporte blancas y polo rojo de manga larga se muestra relajado, sonriente y descansado. La semana previa ha estado en Cannes. Volvió a marcharse del festival francés sin la Palma de Oro pero con otro baño del barniz de los aplausos internacionales y de la crítica francesa. Almodóvar juega hoy en casa, como diría una crónica futbolística.
O, lo que es lo mismo, me recibe en su despacho, en la primera planta del edificio que ocupa su productora, El Deseo, en la zona de Las Ventas de Madrid. Al fondo de la calle está la plaza de toros de la capital. Al otro lado de los cristales, un barrio castizo de viviendas de clase media y de bares de toda la vida. Algunos, con fotos y carteles de toreros, donde los aficionados apuran los chatos de vino antes de las corridas o los alargan a la salida mientras se quejan, porque siempre se quejan, por los toros, los toreros, el calor o por lo que toque quejarse ese día. Aquí Almodóvar tiene la cancha a favor porque habla escudado tras su escritorio desnudo de madera y rodeado por ese mundo suyo que intimida. Ahí están el cartel de La ley del deseo, de 1987, pintado por al artista Ceesepe, o esa colección de fotos en las que repite Penélope Cruz y aparecen desde los personajes de la efervescente y creativa Movida madrileña postfranquista hasta Francis Ford Coppola, Spike Lee o Sophia Loren. Todos miran a las visitas por detrás de los hombros de Almodóvar, protegiéndole las espaldas, por encima de ese pelazo blanco eléctrico tan suyo.
Impone ver también las estatuillas de los premios que brillan en la estanterías rodeadas de libros de cine y guiones. El director es astuto, un hábil psicólogo, porque juega con la afición a favor y en este caso eso significa bajarle la guardia al periodista. Aquí anda uno nervioso tratando de adivinar las caras y los momentos de cada foto mientras él mira de frente a los ojos. Una misión complicada: así no resulta fácil ni cortés inspeccionar los adornos, aunque sea imposible no intentarlo, porque si uno no quisiera observar esta porción del universo privado del cineasta no sería periodista y se habría dedicado a las matemáticas o a cualquier cosa que no requiriese levantar la cabeza de los papeles.
Han pasado ya casi dos meses desde que se infiltró en aquella sala madrileña. Dos meses desde que se estrenó Julieta, que ahora llega a los cines de este lado del océano. Está inspirada en tres relatos de la canadiense Alice Munro. El español los leyó en 2009 y compró los derechos para llevarlos al cine. Pensó primero en rodar en su escenario natal, en Canadá, pero aquel paisaje, aquella luz triste, desoladora, como me cuenta hoy, le hizo rechazar la idea. Después optó por Nueva York. Habría rodado en el estado y en Manhattan. Incluso tenía a la actriz: Meryl Streep. Pero se echó para atrás. No se veía trabajando en inglés y tenía la sensación de que aún faltaba algo en aquella historia. Al final metió el guion a dormir en un cajón. Cuando lo recuperó lo hizo ya con la idea de trabajar en España. Lo reescribió de nuevo y fichó a Emma Suárez y Adriana Ugarte como protagonistas. De Munro quedaba sólo el embrión, el impulso, y la larga secuencia del tren de la que de alguna manera surge todo. Vida y muerte. El resto ya es cosa suya.
El director define su película como un drama “seco y aséptico”. Seco porque no deja llorar a sus actrices, porque no quería lágrimas en esta historia dura de pérdidas, a pesar de la tristeza. Y aséptico porque es un drama-drama. No hay ramalazos de comedia. No hay brochazos de cine negro. Julieta es Almodóvar sin Almodóvar. Almodóvar destilado; la esencia. Almodóvar el genial cineasta sin Almodóvar, el artista que mezclaba géneros. El de las putas, los taxistas, los curas pedófilos, el de las amas de casa desesperadas, las toreras, las madres sufrientes y valientes, las señoras de pueblo. El de los colores saturados. El de los guiños constantes. El de las canciones como personajes. El de las líneas de guion certeras y exuberantes. El de los estilismos coloridos.
Antes de mi encuentro con él me reúno con Agustín Almodóvar. Él no sólo es el hermano pequeño de Pedro, sino su mano derecha y su mejor escudero. Llevan toda la vida trabajando juntos. Tanto que, Agustín, que ejerce de productor en El Deseo, que libera a su hermano de la burocracia y las negociaciones con la industria, que maneja el dinero y los contactos en el día a día, habla en primera persona, aunque se excusa inicialmente al hacerlo. Después de cuatro décadas haciendo cine juntos, no puede evitarlo. Agustín, como me explica, es también “el sparring, el frontón” de Pedro. “Veo la soledad del creador, del artista e intento mantenerme cerca de él en ese proceso, que a veces implica sólo estar ahí, como una pared a la que lanzar una idea.”
El productor me cuenta también que con las películas, como con Julieta, cuando la terminan, sienten mucha “soledad”. La soledad de la incertidumbre. De no tener una “voz amiga” que les diga cómo ve de verdad la película. Una reacción sincera. “Pensamos, ¿nos habremos equivocado? Porque a veces cuando vemos un desastre de alguien importante decimos: ¿no se habrá dado cuenta? ¿Nos pasará eso un día a nosotros?”
—¿Y lo han sentido?
—La soledad sí. Habernos equivocado, no. Al menos en términos creativos. Seguimos teniendo claro lo que queremos y sobre todo tenemos un gran sentido de la sensatez. Si nos equivocamos en una película de nuestro tamaño no pasa nada, podemos seguir. Salvo la sensación de haber fracasado y haber empeñado dos años, no ponemos en riesgo nada. Pero esto no lo hemos sentido.
Hablamos de incertidumbres y de inseguridades. De miedos. De esa duda las semanas previas al estreno, cuando el trabajo está hecho pero uno no es capaz de medirlo. Por eso se compró Almodóvar aquella entrada. Él estaba satisfecho con el resultado. Le gustaba Julieta. Se sentía identificado con ella, que es para él la clave de la satisfacción. Y así se lo había transmitido a su hermano. Pero necesitaba observar y sentir cómo se veía su nueva película. Aunque ése no es el único momento de duda que había tenido.
Como si fuera una secuencia de una de sus películas, en ese pequeño refugio de colores cálidos y recuerdos que es su despacho, Pedro Almodóvar parece convertirse ahora en un personaje. En un director de cine que le explica a un periodista de dónde surgen sus historias y cómo se enfrenta a ellas. “La libertad, en el cine y en la vida, tienes que tomártela, no debes esperar a que te la concedan. Es una actitud y un principio”, dice el director con aplomo, como si compartiera, y seguramente lo hace, un consejo de maestro. Como si se hubiera aprendido la línea. “Pero yo ahora no tengo más libertad que antes. O al menos no la siento”, suelta. La frase resulta sorprendente. Uno presupone que el director español, desde hace casi 20 años aclamado internacionalmente, con dos Oscar en su estantería (como mejor película de habla no inglesa por Todo sobre mi madre y como mejor guion original por Hable con ella), con una veintena de películas tras él, no puede haber tenido mayor libertad que la que ahora atesora. “Sigo comportándome con la misma libertad pero reconozco que ahora aparecen fantasmas o un tipo de presión que antes no tenía. Y que es la presión por haber hecho tantas películas antes. Durante la última década he sentido el miedo de no estar a la altura de mí mismo”, confiesa. No retira la mirada directa. “Ahora me da miedo no estar a la altura de Hable con ella. Me pregunto si seré capaz de hacer historias como aquélla o si estaré suficientemente inspirado.”
—¿Cuánto dura ese temor?
—La inseguridad está en todos los procesos. Normalmente cuando escribo hasta que tengo el primer borrador. Una vez que termino de escribir el guion entro de nuevo en crisis, no me gusta nada y vuelvo a reescribirlo, porque es al hacerlo donde va encontrándose a sí misma la historia. Y cuando la doy por terminada, que suele ser en la novena reescritura, ahí empieza la inseguridad de cómo hacerla o con quién.
—¿Es como si fuera siempre una primera película?
—No, pero siento que a pesar de la experiencia puede no salir. Y eso además es que es real y uno debe sentirse así. Tienes que tener confianza sobre todo en que le doy todo a mi película, toda la energía. Nada de lo que acontezca en mi vida en ese proceso puedo registrarlo. Sólo existo para la película. Pero es normal tener dudas. Si no las sufres, tienes un problema.
A sus 66 años, Pedro Almodóvar ha alcanzado, como su hermano la define, “la madurez como persona y la madurez intelectual como artista”. Ahí sitúa esta nueva película, “el epítome de la evolución hacia la simplificación”, como dice Agustín. La compara con el cine de Ingmar Bergman y cómo sus obras finales tendieron cada vez más hacia lo esencial. De ese Bergman crepuscular también me habla el director: “Se convirtió en un viejo muy poco clemente consigo mismo. Yo no sé si eso es cómodo para vivir, pero me parecía admirable”.
Le pregunto también a Rossy de Palma, una de sus actrices de cabecera, que también ha participado en Julieta, y amiga suya desde hace décadas, cómo ve a Almodóvar hoy. “Está muy jovial. No es una mala época para él. Cómo está uno tiene más que ver con la edad o con cómo se siente uno. Con la edad te aíslas más, pero él siempre ha sido más bien solitario. De hecho en Julieta proyecta muchas de sus soledades”, me explica. “Él es feliz rodando. Es su estado más feliz, cuando está abstraído de la realidad. Vive para el cine. Para hacerlo, para verlo o para leer libros que puedan ser llevados al cine”, añade. También se lo pregunto a él.
Hace algo más de dos años lo operaron de la espalda. El año previo había sufrido fuertes dolores. Aun hoy, dice, está recuperándose. Durante ese periodo apenas escribió. Un tiempo demasiado largo para un creador que, como me explica, trabaja siempre en varios proyectos a la vez: “Continuamente escribo sobre ideas que tengo y que voy dejando en el ordenador. Pero con muchas acabo luego tomando apuntes y van creciendo y convirtiéndose en guiones. Otras no”. Comenzó a escribir de nuevo para rodar Julieta y ahora ya ha cogido ritmo y tiene los cajones llenos con una docena de historias durmientes y otras cinco, de las que saldrá su próxima película, como me dice, con al menos cincuenta folios ya escritos entre sus manos. “Pero han sido dos años muy oscuros. La espalda es complicada y me ha llegado en un momento en el que me estoy haciendo mayor. Además, con el postoperatorio sufrí una sensación terrible de impotencia, de que ya no me valía por mí mismo. He experimentado mi propia fragilidad y ha sido muy fuerte”, me confiesa Almodóvar.
Julieta, el drama más ortodoxo del director español, brotó del dolor. Desde el padecimiento físico se desarrolló esta historia de sufrimiento psicológico, de una madre frágil, muy frágil, que sufre por una hija desaparecida, perdida. Pero me cuenta el director que no hay relación directa entre el dolor personal y el dolor de un guion. “Algunas de las comedias que he hecho en mi carrera, como Mujeres al borde de un ataque de nervios, surgieron cuando vivía historias muy dramáticas en mi vida. Pero no psicoanalizo cada película que hago, porque no tiene una traslación directa. Lo que sí hay es una respuesta directa a mi propia vida”, afirma.
La historia personal de Pedro Almodóvar, el relato esencial biográfico, es ya conocida. Fue ese hijo de Antonio y Francisca, campesinos, de la árida meseta rural de la región de Castilla-La Mancha, que descubrió el cine, que era una ficción, una preciosa quimera a años luz de su realidad, cuando era niño. Cuando cumplió los 18 años se fue a Madrid a estudiar cinematografía, a perseguir el sueño. Pero la agonizante dictadura franquista había cerrado la escuela. Aquél era un oficio subversivo y peligroso. La cultura siempre lo fue. Almodóvar encontró trabajo entonces como empleado en Telefónica, la compañía nacional de teléfonos. Pero no renunció a su utopía. Con el sueldo se compró la cámara Super-8 con la que rodó sus primeros cortos. Estuvo allí trabajando 12 años. Durante los años de la Movida, cuando murió Franco y en España se desembaló la democracia y la noche y el día eran lo mismo pero con farolas encendidas, él trabajaba por las mañanas, hacia cine por las tardes y salía de madrugada. Madrid bullía con una explosión de libertad, de creatividad, de liberación, de drogas y de sexo. Era una ciudad que vivía el movimiento punk, el hippie y la new wave todo junto y todo pasado por el filtro de ese país aún medio cateto, medio gris y medio desarrollado. Pero un país por fin sin miedo y con urgencia por hacer. O que se atrevía a amenazar al miedo, que aún lo había y lo habría durante años.
Su padre, Antonio, murió en 1980. En 1985 los hermanos fundaron El Deseo. Era la época del Almodóvar de los ochenta, el de la melena azabache exuberante y la provocación. Los años del Big Bang de ese universo suyo de amas de casa histéricas, golfos, travestis, ansiolíticos, risas y llantos. En 1987, cuando rodaba Mujeres al borde de un ataque de nervios, con su consolidación y despegue internacional, su madre Francisca, doña Paquita, aún le decía a su Pedro que por qué no se quedaba en la Telefónica, que aquél era un trabajo seguro y un sueldo fijo a final de mes.
Los noventa traen ecos de Tacones lejanos, jardines privados como La flor de mi secreto y en 1999 Todo sobre mi madre y el Oscar. En los 2000 Almodóvar ya es plenamente Almodóvar y empiezan con Hable con ella, La mala educación y siguen con Volver y Los abrazos rotos. Son los años del Oscar compitiendo contra Alfonso y Carlos Cuarón y su Y tu mamá también; y los de la consagración de su musa Penélope. En los que siguen llegándole a su despacho de Madrid guiones de Hollywood, como el de Brokeback mountain, que él rechaza uno por uno. Y así llega esta década y La piel que habito, la comedia Los amantes pasajeros y ahora Julieta.
Pero todo esto lo cuenta también la Wikipedia. La historia de verdad de Pedro Almodóvar se cuenta en sus películas. Porque esa veintena de películas son en cierta manera sólo una. Como si estuviera rodando la misma cinta. Con esas secuencias que van y vienen de una obra a otra, esos personajes reincidentes, esas ideas, esos escenarios. “A lo largo de mis películas podría ir extrayendo una autobiografía con cada secuencia, pero nunca de un modo literal”, lo explica él. “La gente me dice que hablo mucho de mi madre pero no de mi padre. Pero no es cierto: él también está presente, aunque detrás de otros personajes que no son padres. En Tacones lejanos, por ejemplo, el personaje de Marisa Paredes viene de México a morir a Madrid a la misma casa donde vivió. Aquello era una idea de mi padre. Cuando estuvo enfermo hizo todo lo posible por volver a nuestro pueblo, donde ni siquiera teníamos ya una casa. Era algo que nosotros no entendíamos. Pero tuvimos que volver y fuimos a la casa donde se crio, que afortunadamente era de mi tía. Y en la misma cama donde nació, que todavía se conservaba, se despidió de esta vida.”
—¿Por qué lo hace?
—Porque en general en las películas está la propia biografía, pero si no aparece tu biografía están tus ideas. Quien escribe puede escribir como lo hace otro, pero no con el alma de otro. Uno escribe siempre desde sí mismo.
—¿Usted se exhibe en sus películas, muestra sus miedos?
—Sí, pero es muy críptico. Si yo no le cuento que mi padre hizo ese trayecto y que todos lo acompañamos hasta el pueblo usted no sabría que yo me inspiré en él. Pero es tu propia vida porque tienes que darle de alguna manera vida a esas historias. O a veces es la vida de los demás, porque te la cuentan. Pero hay que tener cuidado porque son experiencias que le pertenecen a otras personas.
* * *
“Pedro necesita actores que se dejen hacer, que jueguen y que lo den todo. Es transigente con la dificultad de interpretar, porque a veces no es fácil poner en pie las situaciones a las que expone a sus personajes. Pero a quien más exige es a sí mismo.” El actor Javier Cámara ha trabajado ya en tres películas con Almodóvar en esta última larga década, desde que se estrenó con él en Hable con ella. Aún recuerda cómo en aquel rodaje, en una de las primeras secuencias que tenía con el argentino Darío Grandinetti, pararon la escena cuando se equivocaron con el texto, se disculparon y pidieron repetirla. Un silencio absoluto se extendió entonces por el set. Lo rompió Almodóvar. “Nunca más cortéis una toma”, les recriminó. “Yo soy quien dice acción y yo soy quien ordena cortar. Todos los errores que sucedan son bienvenidos, cualquier problema en la escena se convierte en oro para mí, ya que todo el que participa en ella se pone a buscar una solución y su cara se llena de vida”, les explicó.
No resulta sencillo rodar con Almodóvar. “Depende de cada actor. Hay temor y excitación. Es algo muy potente. No hay actriz que no quiera pasar por sus manos. Es una responsabilidad y al mismo tiempo produce mucha inseguridad en los actores, que de por sí son ya humanamente un material bastante inseguro”, explica Rossy de Palma, con esa ironía tan suya de quien ha ido y ha regresado ya de ese lugar. Es un director exigente. Testarudo. Implacable en muchas ocasiones. Pero es que sus películas no son una película, sino su película. Un actor, sin saberlo, por ese modo críptico de escribir, puede estar interpretándole a él, a su madre, a alguien odiado, a un amor perdido. Meterse en ese universo de Almodóvar no es sólo interpretar sus personajes. Es convertirse también en él. Y eso, a los nuevos —y todos, hasta Rossy, hasta Carmen Maura, hasta Cámara, hasta Penélope, lo fueron alguna vez— les inunda de temor.
Así le pasó también a Adriana Ugarte en Julieta. La actriz madrileña, de 31 años, tiene unos ojos profundos y una voz pausada y cantarina que hipnotiza. Como su presencia en la película. Ella habla de “entrar en el universo afectivo y comunicativo” de Almodóvar. “Creo que la única forma de conseguirlo es siendo tú mismo, no tratando de impresionarlo y de controlar la situación, sino mostrándote ante él con ganas y desarmada, sin temor ni pretensiones”, dice. La actriz cuenta que ella tardó una semana y media de rodaje en aprenderlo, en percatarse de que ahí estaba la clave. Que hasta entonces notaba que se chocaba contra un muro. Que ella quería conseguir un resultado inmediato y el director le exigía más propuestas para su personaje. Y que ella en vez de recibirlo como una búsqueda, como una forma de experimentar, como algo positivo, lo asumía como una crítica y se bloqueaba.
—¿Cuándo cambió?
—Lo noté cuando me vio muy agobiada, porque yo estaba con una autoexigencia constante. Entonces me miró y me dijo: “Quiero que no te agobies, porque estás haciendo un trabajo muy bonito, tesoro”. Ésa fue su frase.
—Qué gusto, ¿no?
—Mucho. Él va directo al corazón.
—¿Qué le diría a alguien que próximamente vaya a rodar por primera vez con él?
—Le diría que se calme. Que no se obsesione por el resultado ni por el éxito. Que le escuche y trate de comprenderlo. Que le confiese sus nervios y su miedo. Si a él le entregas tu miedo y tus nervios te va a abrazar y te va a ayudar. Y también le diría que si alguna vez tiene frío, Pedro se va a dar cuenta y lo evitará. A mí me sucedió.
Así sucede con el Almodóvar director. Pero también está la otra faceta menos conocida, que se desarrolla desde hace más de veinte años en paralelo: la del Almodóvar productor. Porque El Deseo, la compañía de los hermanos, la que preside a la entrada un enorme retrato en blanco y negro de ambos como un matrimonio aristocrático, con Agustín sentado y Pedro en pie tras él, se ha dedicado también a financiar y apoyar los proyectos de otros directores, como a Guillermo del Toro con El espinazo del diablo. O más recientemente los Relatos Salvajes de Damián Szifrón. Ahí cambian los papeles. No son estos directores quienes entran en el mundo del manchego, sino éste quien se embarca en un viaje a otros universos siempre particulares.
Szifrón, director argentino, me cuenta que el español se volcó con su proyecto. “Intervino lo justo y necesario. Y puso a toda la gente de su confianza al servicio de mi película. Incluso viajó conmigo a presentarla a Cannes y San Sebastián, siempre con un excelente humor. Quien conoce algo del mundo del arte, a menudo dominado por egos desenfrenados, sabe que no es necesariamente fácil o natural que alguien tan exitoso y valorado como él adopte un rol servicial y de acompañamiento”, recuerda.
El primero que conoció la faceta de productor de Almodóvar fue Álex de la Iglesia, en 1993, cuando rodó Acción mutante, su primera película. Aún hoy el director recuerda que en aquel momento nadie más hubiera apoyado una película así. También rememora las fricciones que tuvieron entonces. “Pedro venía al rodaje y me decía: ‘Esta escena, Álex, no tiene ritmo. Te estoy viendo rodar y no lo tiene’. Y yo lo decía: ‘Perdona, Pedro, pero sí que lo tiene’. Si en ese momento le doy la razón, creo que me habría despedido. Pero aquello me hacía pensar y reaccionar. Otras veces me decía: ‘Estos actores no lo están haciendo lo suficientemente bien’. O ‘esa secuencia no es lo violenta que a ti te gustaría’. Me hacía pensar y volver a rodar”, cuenta el director.
—¿Y tenía razón?
—Siempre.
Álex de la Iglesia no sólo es uno de los directores más conocidos y admirados del cine español. Es otro cineasta con un universo particular. También fue el hombre que en 2010, cuando era presidente de la Academia del Cine español, se convirtió casi en el actor de una de sus películas para interpretar el papel de Pacificador, así con mayúscula. Pedro Almodóvar y su hermano Agustín abandonaron la Academia en 2004 en desacuerdo por el sistema de votación para elegir las películas que debían representar a España en los Oscar. Dos años antes, Hable con ella, por la que ganó la estatuilla y por la que lo nominaron también como mejor director, no fue elegida para competir como mejor película de habla no inglesa. Aquel año, la gota que desbordó el vaso y desató la tempestad fue que La mala educación no ganó ningún Goya. Sus detractores, como el actor Santiago Segura, decían entonces que los Almodóvar se iban enfadados como un niño porque no les daban premios. Cuando De la Iglesia se puso al frente de la nave de la Academia quiso unir al cine español. Se pasó semanas, me cuenta, telefoneándole. Le decía que debía volver, que era importante que los creadores estuvieran juntos. Almodóvar le respondía que aquello le importaba, pero que le daba pereza. Al final lo convenció. “El amor que le tenemos al cine puede superar las diferencias”, le dijo. Aquel año Almodóvar acudió de nuevo a los Goya, por sorpresa. Entregó el último premio, el de mejor película, y el público se puso en pie. La paz estaba firmada. El cineasta español más internacional volvía a ser parte de la familia. Regresaba el hijo pródigo. El hombre que, como lo ve De la Iglesia, “es la persona con mayor representación internacional cultural de España; la que más ha destacado en el cine después de Luis Buñuel”. Tras aquella gala Álex y Pedro, los cineastas, pero sobre todo los viejos amigos, se rieron juntos.
—¿Ha sido injusto el cine español con él?, le pregunto a De la Iglesia.
—No lo sé. Desde luego mi visión es que su cine es muy especial y hay gente a la que le gusta y otra a la que no. Pero la presencia de Pedro en los Goya merecía más premios. Pero bueno, también le ha pasado a otros. Los premios no son el resultado de una carrera, como mucha gente cree. El señor Alfred Hitchcock es para mí el mejor director del siglo XX y no tuvo ni un solo Oscar. Le dieron uno honorífico al final de su vida y por vergüenza.
La más curioso de todo ese universo almodovariano ya tan famoso es que parece trascender las salas de cine. Todo lo que le rodea, aunque no sea por voluntad propia, tiene siempre un halo, un destello, de historia extraída de uno de sus guiones. Sucedió con ese melodrama, con aire de comedia, de los Goya. Pero también cuando acude a festivales como el de Cannes y la prensa habla de “desencuentros” porque aún no ha ganado esa Palma de Oro o de “maldiciones”. O con la propia relación del público español con la obra del cineasta.
Las películas de Almodóvar, da la sensación en España, hay que ir a verlas. Casi como una obligación. O como una necesidad. Sobre todo en ciertos círculos o capas de la sociedad. Ir, opinar y comparar. Tanto los grandes admiradores de su cine como los detractores. Con Almodóvar existe cierta impresión de que todo se convierte en extremos y que el terreno intermedio, la escala de grises, no existe. Que a Pedro Almodóvar se le ama o se le odia. Su hermano Agustín, menos diplomático que él, dice que eso es lo que sucede por vivir en un país “muy iconoclasta en el que lo peor que te puede pasar es tener éxito”. Almodóvar sonríe al otro lado de su mesa y vuelve a mirarme a los ojos. “Yo esa sensación no la registro”, me dice. “No lo siento tan polarizado y tan dramático. Si yo viviera dentro de una hostilidad tal no viviría aquí. Pero que no la registre no quiere decir que no exista. Vivo bien y me siento querido en este país”, añade. Y sonríe de nuevo. “Hay gente que adora mis películas y otra a la que no le gusta. Pero a Spielberg también le pasa.”
* * *
“Está repleta de un precioso y dulce sufrimiento. Y cuando termina, la realidad de cuánto significa la película para ti se queda dentro, no te la puedes sacar del corazón.” Así comenzaba en 2002 la crítica que Elvis Mitchell escribió en The New York Times sobre Hable con ella. Si la reacción en España se debate entre los extremos, en el melodrama, fuera del país su acogida también genera esa extraña sensación de que todo lo que sucede ha salido de ese cajón donde el cineasta deja reposar y madurar sus historias. En Francia, donde los Almodóvar miran siempre de reojo, la crítica le aplaude. Y en Estados Unidos este español que en 2000 recogió su Oscar agradeciéndoselo a la Virgen de Guadalupe, al Sagrado Corazón y al Cristo de Medinaceli, entre otras estampitas, despierta una adoración casi religiosa. “En su mundo, las mujeres fueron antes hombres, los hombres posan como mujeres, los transexuales pueden ser padres o madres. Almodóvar preside por encima de sus cambiantes personajes como un predicador benevolente: acepta y perdona a casi todos, sin importar cómo de terribles sean sus pecados”, escribía también en The New York Times en 2004 la periodista Lynn Hirschberg en un amplísimo perfil sobre el español que se titulaba con un elocuente “El redentor”.
También tiene algo muy de Almodóvar el hecho de que a pesar de ese éxito internacional, de esa devoción, de esas múltiples ofertas que le llegaban y le llegan de Los Ángeles, nunca haya hecho una película allí por encargo. Ni siquiera una suya. Algo de él y, de nuevo, de esas inseguridades que mueven a los creadores. “Siempre existe el miedo a perder las señas de identidad”, me confiesa el director cuando se lo pregunto. Almodóvar cuenta que le cuesta mucho viajar en avión. Que no duerme y le duele la espalda y que por eso intenta evitarlo y reducirlo al máximo, aunque sabe que este año debe viajar tres veces a Estados Unidos para promocionar Julieta. Pero reconoce que sí ha tenido la tentación de rodar en inglés. “Siempre me decía a mí mismo: un poco más adelante, un poco más adelante… Y ahora me parece que ya es un poco tarde para hacerlo. Aunque no tengo nada descartado. No sé si lo haría en América o en otro país de habla inglesa, porque dependería de la historia. Pero sí sé que eso lo diferenciaría del resto de mi cine, que todo está hecho en español”, explica.
—¿Le da miedo esa idea?
—Sí, siempre te impone. Al final acabo acojonándome. Ahora teóricamente no. Pero una vez que te pones a trabajar… Y eso que no planifico tanto. No sé bien aún cómo van a ser mis próximos cinco años. Pero me van a sorprender a mí el primero.
Cuesta imaginarse a Pedro Almodóvar, que en Julieta ha sido menos Almodóvar para ser, paradójicamente, más Almodóvar, renunciando a España. Ni siquiera cambiando Madrid, donde vive, donde se obliga a salir a caminar cada día al menos media hora, donde tiene, como confiesa, la seguridad de conocer aquello que lo rodea “aunque la ciudad cambie y esté viva y lo que yo conozco no lo represente todo”. Porque lo sencillo es pensar que Almodóvar tiene mucho de Madrid (de España). Resulta evidente. No hay más que ver sus películas, sus territorios. Pero ésa es sólo una parte. Pero Madrid (y España) también tiene algo de Almodóvar. Su visión, su cine, ha encontrado los moldes que se repiten, los patrones que se comparten, los ha humanizado, los ha convertido en personajes.
Como me dice el director, “la realidad, sola, sin que te acerques a ella, aunque tú te alejes, encuentra por dónde entrar”. Recientemente a este periodista le alquiló un apartamento en el centro una señora que trabajaba para una agencia inmobiliaria. Vestía traje de falda y chaqueta roja y tenía el pelo muy teñido, muy rubio, e hierático a golpe de laca. Era una vendedora nata. Incluso trataba de convencerle a uno con argumentos un tanto absurdos como la capacidad de un armario de la cocina para guardar sartenes o que la anterior pareja de inquilinos eran gays. Todo con ese punto de la señora cotilla que escruta mientras y que quiere más información para seguir compartiéndola. Pensé que aquella señora resultaba típicamente Almodóvar. Se había escapado de un casting o de un sueño del director o era sencillamente, sí, uno de esos personajes de Madrid a los que él ha puesto bajo los focos. El día de la firma del contrato la impresión cobró aún más sentido y se cerró el círculo cuando me reveló que ella había vendido a Almodóvar la casa en la que ahora vive y cuando empezó a contar cosas como las plazas de garaje que el director también había comprado aunque no conduce o la enorme terraza con vistas al parque del Oeste que posee la vivienda a pesar del vértigo que él sufre. El universo de Almodóvar había explosionado. Se había extendido como si hubiera estallado un bote de pintura roja salpicándolo todo. Como si se le hubieran escapado los personajes del cajón. O quizá lo que sucede es que ese universo nunca ha existido. Tal vez sea sólo un reflejo de España. Un cristal en el que el director obliga a mirarse a su país y en el que amores y odios se interpretan como lo que cada uno siente frente a su propia imagen, frente a lo que se es y no lo que se cree ser.
Doña Paquita, la madre del director, era una mujer que en aquella España rural sabía leer y escribir y que ayudaba a otros vecinos del pueblo redactando cartas a sus familiares. Almodóvar aprendió viéndola cómo completaba ella los vacíos, los silencios, cuando aquellos vecinos se quedaban callados y no sabían cómo decir algo. Descubrió cómo mezclaba la realidad que le contaban con la ficción con la que llenaba esos huecos. Un guion no deja de ser lo mismo. Completar los huecos que deja la realidad o maquillar la verdad que no se quiere ocultar pero tampoco se quiere mostrar a quemarropa. Como esas cartas escritas por su madre. O la larga y desesperada misiva que escribe en su última película el personaje de Julieta a su hija desaparecida. O la que Pedro Almodóvar lleva escribiéndose a sí mismo 40 años. La misma que también le envía a su país. //
*Este texto se publicó en el número 173 de Gatopardo en julio de 2016.
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