Luca Guadagnino se sirve de William Burroughs para expresar, con toda autenticidad, su visión del amor romántico. De paso, embellece y ‘salva’ de lo grotesco al autor estadounidense.
Hay una escena en Queer (1985), la novela corta de William Burroughs, que no aparece en la película Queer (2024), dirigida y escrita por Luca Guadagnino: William Lee, el alter ego del novelista psiconauta, acaba de ser ignorado por el objeto de su deseo, Gene Allerton, en un bar de la Ciudad de México. Lee, que suele llamar la atención de otros mediante lo que llama rutinas —narraciones grotescas y oníricas de cosas que pueden o no haberle pasado—, se queda solo, pero aun así insiste en montar un pequeño espectáculo al ver que un trabajador ha pescado a un ratón por la cola: cargado con varias tabletas de benzedrina, y su pistola con balas calibre .22, Lee le dispara en la diminuta cabeza al prisionero.
Para el profesor Oliver Harris, especialista en literatura beat, esta escena demuestra que, durante la composición de su obra, Burroughs estaba pensando en la muerte supuestamente accidental de su esposa Joan Vollmer, ocurrida en 1951 en la Ciudad de México. El propio autor lo sugiere en la introducción original del libro. La pareja estaría borracha, jugando a Guillermo Tell con una pistola, pero Burroughs no le habría atinado al vaso que traería Vollmer en la cabeza. Fuera de la muerte del ratón, no hay más momentos en Queer que apunten explícitamente a la muerte de Vollmer. Quizá ni siquiera la escena citada sea un reflejo de ella pero, de serlo, es un momento de fealdad insoslayable, no solo por el maltrato de un animal inocente, sino también porque esta imagen sórdida representaría la muerte de una mujer que amó Burroughs.
Ni Queer ni el resto de las novelas basadas en las experiencias de su autor tienen la intención de expiar o idealizar sus circunstancias; en todo caso, las narran con una ironía cínica tan defensiva como acusatoria, que lo hace ver peor de lo que realmente era al describir, por ejemplo, las aventuras sexuales de William Lee con adolescentes. Por esta razón, fue sorprendente enterarse de que el romántico más popular del cine contemporáneo, Luca Guadagnino, adaptaría Queer al cine. La ausencia del ratón o del encuentro de Lee con unos menores de edad en Quito, Ecuador, demuestra qué visión se impone en la película.
Ya Guadagnino había jugado con imaginería grotesca hace unos años. Si bien la mayoría de su público se acercó a él después de ver Llámame por tu nombre (Call Me By Your Name, 2017), una película sobre la relación entre un estudiante universitario y un adolescente que aprende a amar, Guadagnino ha intentado mezclar su obsesión con lo bello —o, para ser precisos, lo bonito— y un interés cada vez más notable por lo violento. Suspiria (2018), una adaptación del clásico ensangrentado y homónimo de Dario Argento, y Hasta los huesos (Bones and All, 2022), en torno al amor de unos jóvenes caníbales, expresan esta mezcla de erotismo tierno con imágenes inquietantes como símbolo de la pasión romántica. Hasta los huesos culmina cuando la protagonista se come a su amante moribundo: lo ingiere para llevarlo siempre dentro.
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Aunque en la original Queer el deseo no correspondido es un motivo importante, no se puede hablar de una trama basada en ello. Burroughs cuenta cómo Lee navega la Ciudad de México y otras poblaciones de Sudamérica en los años 50, buscando, en palabras de Allen Ginsberg, “un colérico harponazo” (mi traducción). El temperamento adicto de Lee va tras de heroína, sexo gay y nuevas drogas, como el yagé, que le daría poderes telepáticos. Guadagnino añade el amor y la redención mediante secuencias oníricas que subrayan y embellecen la culpa de Burroughs por matar a Vollmer. En un momento de la película alguien le pregunta a Lee (Daniel Craig) con quién se quiere comunicar telepáticamente: ¿acaso con su esposa? Esto sugiere una tristeza que el personaje original no parecía tener, o que se expresaba de maneras menos sentimentales.
Durante la mayor parte de la película, Guadagnino se adhiere a los eventos y diálogos narrados por Burroughs. En las primeras escenas, el director construye una Ciudad de México tan fantasiosa como la Berlín de Suspiria —fría, desesperantemente negra o gris—, o como la Italia encantadora de Llámame por tu nombre, aunque no modifica mucho la verdadera: la realidad es un estorbo para Guadagnino, salvo que los espacios lo reflejen a él. En Queer, los edificios son estrictamente curvilíneos, de colores pastel, y parecen brotar de la idea de México que atrae a los llamados expats. Las aventuras de William Lee se acompañan de bares ocasionalmente cutres pero avivados por la luz de veladoras y mexicanos atractivos: los cuerpos desnudos son siempre fuertes y tonificados para cargara otros, o para sostenerse encima de ellos. ¡Qué contraste entre la figura delgada de Burroughs y su alter ego, con la del actor atlético que interpretó a James Bond!
De hecho, el elenco entero se distingue mucho de los personajes en los que se basa: Jason Schwartzmann, con todo y maquillaje encima, le hace un favor a Allen Ginsberg, llamado aquí Joe Guidry. El Gene Allerton de Guadagnino, interpretado por Drew Starkey, podrá tener un rostro afeado por sus lentes y su peinado ñoño, pero trae playeras pegadas a unos pectorales que sugieren, más bien, las imágenes del artista gay finlandés Tom of Finland, que solía dibujar caricaturas de hombres musculosos, opuestos al muchacho alto y flaco descrito por Burroughs. Es en este punto donde hay que parar a preguntarse si Guadagnino es un cineasta gay influenciado por ciertas tradiciones de su cultura, o solo un romántico que sigue las tendencias marcadas por Instagram. Algo hay de ambas cosas: la musicalización de artistas confesadamente influenciados por Burroughs, como Nirvana y New Order, sugiere lo último, pero el distanciamiento de un imaginario gay cruento y masculino podría indicar cómo, a su modo, Guadagnino subvierte a Burroughs. Un argumento a favor de esta posibilidad se puede alimentar del último tercio, más o menos, de la película.
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Queer es prácticamente una novela inacabada porque Burroughs temió consecuencias legales por la homosexualidad descrita en el libro —en los años 50 las cortes estadounidenses aún perseguían la literatura considerada perversa— y, por ello, el manuscrito se publicó 30 años después de ser creado, sin demasiada revisión. Sobre todo, su desenlace, en el que Lee y Allerton emprenden un viaje en busca del yagé, parece trunco: en un puñado de páginas Burroughs narra cómo fracasa el intento de adquirir la droga telepática; se separan y, dos años después, Lee sigue pensando en Allerton, quien probablemente regresó a los Estados Unidos. Guadagnino altera este final por completo.
Sería desconsiderado hacer una descripción minuciosa de los últimos actos del Queer de Guadagnino, pero es importante dar algunos detalles que demuestran la autoría del director italiano: las circunstancias son mucho más suaves que en el libro, y las imágenes, más alucinantes. En algún punto se manifiesta una metáfora del amor en la que los cuerpos bailan, se adhieren, como dándole cuerpo a una frase importante de Lee tanto en el libro como en la película: “No soy queer, soy descarnado”. Hay una diferencia importante en ambas versiones, ya que en la de Burroughs parece un resumen de su existencia fantasmal tras la muerte de Vollmer que también alude a la vida en la adicción. Mientras tanto, para Guadagnino la frase parece expresar una soledad que las drogas y la compañía alivian: ser un descarnado, un hombre sin cuerpo, es el intento de habitar a otro bajo el efecto de una droga sagrada, un portal, que abre el universo.
Por supuesto que la versión de Guadagnino es cursi, pero es auténtica porque Guadagnino jamás ha pretendido ser otra cosa. Sus fracasos tienen que ver con su incapacidad de expresar algo más sofisticado que el sentimiento de amor o de darle congruencia a las metáforas que se le ocurren, pero en Queer triunfa al menos su identidad. Esto quizá lo ponga en apuros al compararlo con directores gay más sofisticados y desafiantes, como Alain Guiraudie o Gregg Araki, pero le abre un espacio entre otros, como Andrew Haigh y Pedro Almodóvar, que en el melodrama y su acentuación del sentimiento expresan su diferencia. Guadagnino habla de un Burroughs apto para todo público, porque eso es, en realidad, él mismo.
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