La era del cringe

La era del cringe

La palabra cringe es casi omnipresente en las redes sociales; como era de esperarse, hay quienes censuran el uso del anglicismo. En vez de condenar a los hablantes que recurren a ella, este ensayo explica los préstamos entre lenguas y los motivos por los que mucha gente prefiere decir cringe en lugar de grima. ¿Qué exactamente quiere decir cringe? ¿Qué sucede en nuestros tiempos para que acudamos tanto a esta palabra?

Tiempo de lectura: 8 minutos

Abres Tiktok para matar el rato de ocio perfectamente normal y para nada autodestructivo que tienes a las tres de la mañana. Deslizas el pulgar mendigando algo de dopamina: un dato curioso que vas a olvidar mañana, alguien que decida ser guapo en público, las cosquillas cerebrales de un micrófono amplificado. El primer video que te arroja el algoritmo, sin embargo, es de la cuenta oficial de un político o política. Lleva puestos unos audífonos, y la música del video te sugiere que está escuchando a la artista de moda, a cuyo público objetivo está a eones de pertenecer. Se mueve con la música —aunque, lamentablemente, no al ritmo de la música— y luego apunta un dedo hacia la cámara con la irremediable naturalidad de un androide, mientras recita un parlamento que, incluso si lo intentara, no podría oírse más memorizado. Casi en automático frunces el ceño, aprietas los dientes y emites una vocal indefinida, parapetada en la garganta. ¿Será pena ajena? No parece, porque esa va acompañada de un pellizquito de compasión, una empatía traicionera que te empuja a sentirte aunque sea un poquito mal por ese otro ser humano, sin importar quién sea. No. Sientes el regusto del cringe, más despiadado, más parecido al asco, y también al morbo, porque mientras que la pena ajena te pide que huyas de la escena, el cringe te murmura al oído que te quedes, que disfrutes y sufras el momento en la totalidad de su contradicción. No, no es pena ajena, un sentimiento atemporal; el cringe es la certeza repentina y un tanto vaga de que este momento es el resultado trágico de una serie de factores fuera del control de todo el mundo: el internet, el desgaste de la democracia, el pop, el caos, tú.

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En días recientes, la escritora y columnista colombiana Carolina Sanín, inscribiéndose en la larguísima tradición académica hispana de renegar de los préstamos lingüísticos, escribió lo siguiente en Twitter: «¿Para qué dicen “cringe” cuando existe “grima”, una palabra tan expresiva en su lengua? ¿Pura pereza y falta de curiosidad, o creen que decir la palabra en inglés las hace internacionalmente cool (inmunes a dar grima)?».

Equivalentes léxicos castizos los hay varios, si de buscarlos se trata —porque, hemos de asumir, algo sucio o condenable hay en el uso de palabras prestadas de otras lenguas, para grima de las 4000 palabras que el español tomó del árabe en su juventud—. En realidad, grima se queda un poco corta, al menos en los terrenos de arqueología lingüística de los diccionarios, la mayoría de los cuales la definen como disgusto, pena y hasta temor, o a veces, más específicamente, como la experiencia de oír un ruido chirriante o de tocar superficies y sustancias desagradables, pero omiten por completo cualquier referencia al ridículo de un segundo involucrado que nos la provoque. Más cerca estaría alipori, que debe tener contactos en la Real Academia Española, porque a esta le bastaron unas cuantas menciones espolvoreadas en la prensa española (según su propio Corpus de Referencia del Español Actual) para incluirla en su diccionario —trato privilegiado del que no han gozado palabras latinoamericanas con misma escasez de fuentes—. La definición reza sencillamente «vergüenza ajena», aunque tiene el inconveniente de ser una palabra que conocen unas cuatro personas (quizá el doble, contando ahora a todos mis lectores), y que requeriría de un esfuerzo de difusión que, mucho me temo, terminaría por parecerse a una cruzada evangelizadora sobre los beneficios de preferir el español.

En realidad, tratar de encontrarle una «traducción» al cringe, como a cualquier otra palabra migrada de lenguas vecinas, es inútil. Es como ponerle una corbata a alguien en pijama para que se vea mejor. Si nos asomamos a algún manual de traducción, veremos que los préstamos lingüísticos suelen distinguirse entre necesarios e innecesarios. Los primeros son aquellos para los que no hay un equivalente exacto; unas veces porque acompañan algún nuevo invento —por ejemplo el software y el spaghetti, para los cuales no había un equivalente en español, porque las realidades que nombraron no existían tampoco entre hispanohablantes cuando los anglosajones e italianos las inventaron—, y otras veces porque son tan específicos que cualquier intento de traducción les resta eficacia —el jetlag, por ejemplo, que pierde toda gracia cuando se lo desenrolla en el de todas formas insatisfactorio «desfase horario», porque desdibuja la carga semántica de la sensación corporal, más parecida a una resaca; incluso «resaca horaria» (¿«cruda horaria», diríamos en México?) deja fuera la imagen acústica de la aeronave, que en la versión inglesa está ahí, jugueteando con una risita malévola—. Por otro lado, están los préstamos innecesarios, presuntamente tales porque el léxico hispano nos tenía ya lista una alternativa: «¿Te gusta mi outfit?» parecería ignorar que el español posee ya la palabra atuendo, aunque a la enunciante, una muchachita universitaria, le huela un poco más a adulto, a doblaje neutro o a ironía. Con perdón de los manuales de traducción, yo estoy convencido de que no existen los préstamos innecesarios; lo que pasa es que lo que es necesario para unas personas puede no parecerlo para otras, y las variables de la necesidad pueden resultar, en el mejor de los casos, invisibles, o reprobables, en el peor, pero por lo general con base en factores ajenos a la lingüística.

En un artículo sobre el uso de anglicismos en el habla juvenil, Eli-Marie Danbolt distingue tres motivadores para su uso. El primero, y quizá precisamente el que más roña provoque entre los críticos, es el prestigio. No se puede ignorar que hay una diferencia entre los préstamos ya integrados de lenguas en la actualidad menos influyentes y los anglicismos; son polizones del imperio, poder blando cedido en sumisión a los Estados Unidos, etcétera, y su uso se traduce en el espejismo de pertenecer a la cultura dominante. Quizá a eso se refiere Sanín cuando dice «creen que decir la palabra en inglés las hace internacionalmente cool (inmunes a dar grima)», sabrá dios si usando a su vez el anglicismo cool de forma irónica o trágicamente accidental. Podemos estar de acuerdo en que la resistencia al neocolonialismo es saludable. De hecho, creo que señalar el abuso de los anglicismos como búsqueda de prestigio en un contexto específico es una buena práctica, sobre todo si dicho abuso acompaña la marginación social, de cualquier tipo, de quienes no hablan inglés. Otro cuento es proponer alternativas artificiales. Le funciona muy pírricamente a la Real Academia Española —que de las veintitantas academias del español es la única que conserva esa fijación (un poco cringy, la verdad) con la pureza—, y de igualmente poco le sirvió a Mussolini cuando quiso desterrar por decreto las palabras inglesas del italiano —una práctica que hoy trata de resucitar su nieta ideológica, la presidenta del consejo de ministros Giorgia Meloni—. Lo que muestra la evidencia macrohistórica es que los préstamos llegan a una lengua, se quedan un rato y, si llenan algún vacío, se adoptan (y a veces se adaptan, como el espagueti, que ahora escribimos con e al inicio y una sola t), y, si no, con el tiempo se van por donde llegaron. Por eso, aunque valga la pena señalar de qué formas las estructuras geopolíticas se cuelan en nuestras decisiones lingüísticas, no hay razón para deducir que la lengua (suponiendo que de ella se trate la cuestión) está en peligro alguno.

Pero el prestigio no es la única razón por la que se acude a los anglicismos. Danbolt menciona también, por ejemplo, la atenuación y la intensificación. Respecto a lo primero, están los anglicismos eufemísticos —tanto la propia Danbolt como otros autores hacen énfasis en el uso del inglés en terrenos tabú, por ejemplo el sexual—, pero también los que usamos para suavizar; recuerdo haber leído no me acuerdo dónde que a veces las personas bilingües usamos nuestra lengua B como un filtro, como lubricante emocional: decirle a una amiga I love you puede ser menos comprometedor, en la cotidianidad, que darle en la cara con un te quiero, igual que decir que no, pero pronunciado en inglés, resulta un poco menos serio y categórico que en español. Respecto al uso intensificador, puede que este se deba, entre otras cosas, a esa cualidad monosilábica y onomatopéyica del inglés, tan eficaz, que hace palidecer a «aspecto», «estado de ánimo» y «persona que te gusta» ante look, mood y crush. Desde el punto de vista de la lengua, son fenómenos interesantes y dignos de estudio, pero de ninguna forma condenables.

Sospecho —y tómese esto como eso, una sospecha— que una razón más para despreciar el uso de préstamos del inglés quizá tenga que ver con esa otra tradición de repudiar el cronolecto hablado por personas más jóvenes, asociándolo con la estupidez y la incultura, que se repite generación tras generación, como un ritual, entre adultos de cierta edad.

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En fin, que estábamos con el cringe. La filósofa y YouTuber Natalie Wynn recupera la distinción originada por Melissa Dahl en su libro Cringeworthy: A Theory of Awkwardness. Por un lado, está lo que ambas llaman cringe compasivo (compassionate cringe), que implica una identificación emocional con la persona que actúa de forma vergonzosa (esté o no consciente de ello); ocurre, por ejemplo, cuando vemos a alguien sudar y balbucear de nervios mientras habla en público: no hay gozo en la experiencia, sino una empatía dolorosa, porque nos identificamos con la posibilidad de sentir lo mismo en las condiciones dadas. Del otro lado está el cringe despectivo (contemptuous cringe), más cercano al schadenfreude alemán, en el que la identificación se sustituye por distancia. Y hemos vuelto, al fin, a nuestro personaje político con cuenta de TikTok; sabemos que está haciendo el ridículo, pero no sentimos compasión, sino apenas el equivalente emocional a chupar un limón.

Es aquí donde ocurre la magia del préstamo entre lenguas: en su migración al español, este anglicismo dejó parte del equipaje en el camino. Parece ser que, al adoptarlo, conservamos sólo la mitad del concepto, porque mientras que el cringe compasivo sí se parece a nuestra pena ajena (a nuestra lástima, incluso), al cringe despectivo los hispanohablantes le decimos sólo cringe. He aquí, para desgracia de los puristas arqueólogos de equivalentes, un anglicismo que, siendo la misma palabra, tiene un uso distinto en ambas lenguas. Es natural, entonces, que no le sirvan las traducciones ortopédicas propuestas por los defensores de los buenos modales lingüísticos.

Diversos autores —Dahl entre ellos— asocian el cringe despectivo (es decir, nuestro cringe a secas) como un regulador del orden social: resaltamos el ridículo ajeno para alertarnos contra la posibilidad de reproducir uno similar, y también para reforzar lo que socialmente constituye o no un ridículo. En su video sobre el tema, Natalie Wynn compila algunos creadores de contenido que instrumentalizan el cringe para atacar poblaciones marginadas o para apuntalar opresiones sistémicas. Esto no quiere decir, me parece, que, como en el ejemplo del político tiktoker (tictoquero, por favor), no pueda instrumentalizarse también como mecanismo de resistencia. Sabemos, porque lo deducimos del video, que el político en cuestión no está realizando un acto de expresión legítima, sino uno más bien publicitario; está tratando de ejecutar una clásica falacia de apelación a la emoción, de ganar adeptos no por la vía del convencimiento sino del de la identificación. En ese caso, sentir cringe es pararlo en seco: ponerle un alto, aunque sea modesto, al poder.

En cualquier caso, el cringe —lo mismo el concepto que el anglicismo— no se va a ir pronto; estos son sus tiempos; esta es su era. Programas de televisión tales como The Office o Fleabag son ya ejemplos clásicos de la llamada «comedia cringe», que explota las situaciones sociales incómodas, los silencios densos y los ridículos, y a la que no le faltan adeptos en los países hispanohablantes. Además, tras dos décadas de este sinsentido que es el siglo XXI y tres años de pandemia, algo está ocurriendo entre las nuevas generaciones, que encuentran refugio en el cringe. El filósofo y divulgador mexicano Fernando Bustos afirma en un video de Tiktok que lo cringe como estética, de hecho, está ganando terreno frente a lo tradicionalmente considerado cool. «Aquello que daba vergüenza ajena, que da “cosa” o incomodidad (…) hoy en día se ha vuelto un contenido dominante, y esto quizá responde tanto a un cambio generacional como a un hartazgo frente a la estética instagrameable que dominó durante muchísimos años las redes sociales». (Esto, claro, siempre que uno lo haga a propósito, y no como el político de los audífonos.) Deliberado o accidental, el caso es que hay cringe para rato, cuando menos en los rincones de la sociedad que frecuentan, aunque sea para quejarse de ellos, los intelectuales de la cruzada en defensa de la lengua española. Más vale que sus detractores se vayan acostumbrando a su monosilábica impiedad, a su eficacia maligna, a ese dígrafo cr que hace sonar un cruel crujir de cristales en un rincón del hipotálamo, porque se quedará a vivir entre nosotros mientras los hablantes (y no sólo los iluminados) lo encuentren necesario, y tal vez hasta un poco más. Les queda, eso sí, el consuelo de siempre: la certeza diamantina de que, mientras el mundo allá afuera no tiene idea, ellos sí.

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