El Chino Kachiyama en Totontepec: un cuento de un autor mixe

El venerable Chino Kachiyama

Un extraño, que asegura ser chino, se presenta inesperadamente en Totontepec, Oaxaca, donde intenta convencer a los pobladores mixes de su valentía y sus habilidades para el escapismo.

Tiempo de lectura: 7 minutos

No estoy seguro de si llegó por la curvosa carretera, atravesando la neblina, o por medios sobrenaturales, pero recuerdo, a través de la hierba crecida entre aquella tarde y ésta, el arribo de Kachiyama en un enero de los años noventa. Cuando lo vi por primera vez, me causó una grata impresión: un hombre bonachón y fornido, chaparrón, cazcorvo, con una panza prominente como de luchador avejentado. Casi era completamente calvo, pero tenía una coleta lacia que le colgaba de la nuca. Recuerdo sobre todo la barba negra y rala y los bigotillos estilo Cantinflas, pero largos, porque solía jalarlos con los dedos hacia abajo para después impulsarlos hacia el viento. El gesto era acompañado por un bufido o un resoplido, para mostrar molestia o sabiduría, como en las películas chafas de kung-fu que veía en la Betamax de mi papá (Super Betamax, debo presumir). Tenía los ojos rasgados el Chino Kachiyama, mas con una peculiaridad: siempre se le observaba un ojo más restirado que el otro, a veces el izquierdo y a veces el derecho.

Las baladas mixes, como las irlandesas, siempre inician con lluvia, y toda esa tarde había llovido muy fuerte, lo cual constituía una rareza en uno de los pocos meses de secas que tenemos en mi pueblo. La tormenta acababa de amainar hacía poco menos de media hora y el petricor me llamó a salir de la casa, sin dirección clara. Solía deambular de esa manera, inventado historias mientras caminaba o recreando a la carrera las que acababa de conocer, pegándole a mis flancos para emular el trote de los caballos. No había avanzado mucho cuando escuché el ruido que hacía una retahíla de chamacos contemporáneos míos, persiguiendo al desconocido mientras él, sonriente, trataba de quitárselos de encima: “¡Soy Kachiyama! ¡Vengo desde la lejana China!”, vociferaba, aunque su nombre sonara más bien japonés. “¡No me molesten, porque los voy a convertir en guajolotes!”, amenazaba divertido, mostrando el puño y con un acento extraño, afectado, supuestamente influido por la lengua materna suya que, por cierto, nunca le escuché. “Es un luchador”, pensé emocionado, recordando la ocasión en que Atlantis y la AAA habían brindado una función en mi pueblo. Seguí a la turba pero no me sumé a ella, la observé a distancia, como era mi costumbre, hasta que el Chino entró en una casa a donde, probablemente, había sido invitado. En cuanto lo perdí de vista regresé corriendo y busqué a mi papá para compartirle, emocionado, mi descubrimiento. No me acuerdo si lo encontré.

Toda la semana, en la escuela, fue tema de diálogo y, también, causa de airados debates: “Qué chino va a ser ese güey, si es rechilango”, decían unos, incrédulos, y otro rebatía: “No, mi papá estuvo en Estados Unidos y conoció a muchos chinos. Dice que sí es chino y que trabaja en un circo en Buenavista”. “A mí me da miedo ese brujo”, recelaba uno muy devoto. “No es brujo, es curandero, sabe de fechas y de plantas”, le respondían. “Ayer fue a cenar a la casa y nos contó que era doctor acupunturista, quiropráctico y a veces escapista, ni mago ni curandero”, sentenció con autoridad el último, cuyo hogar se había honrado con la visita de Kachiyama. Porque el misterioso personaje (cuyo cuerpo me recordaba al de otro doctor, el galeno del mal, el Dr. Wagner Jr.) estuvo casi un mes en Totontepec, de casa en casa, echando las suertes, adivinando, curando, contando historias y, sobre todo, incrementando las dimensiones de su redonda barriga. Yo sólo observaba, tanto las discusiones como los recorridos diarios del Chino, los que alcanzaba a divisar, de lejos, hasta que se me perdía entre la niebla o las puertas de alguna casa.

Un día tocó la fortuna, al menos en mi opinión, de que Kachiyama llegara a la casa de mis abuelos, en donde vivía yo. No sé quién lo habrá invitado o si se invitó él solito, pero recuerdo a mi mamá enfurruñada, haciéndole preguntas con la obvia intención de descubrir un engaño: “¿De qué zona de China viene usted? ¿Habla mandarín u otro idioma? ¿Cómo se dice ‘mentiroso’ en esa lengua?”. Quién sabe si el Chino pasó el examen de mi mamá, pero comió copiosamente y contó numerosas historias de sus hazañas y encuentros con seres sobrenaturales. Ambos estábamos igual de satisfechos, yo de historias y el Chino de comida, pero la gula de él se satisfizo primero y por fin hizo ademán de levantarse de la mesa. Mi mamá, cansina, le dijo con aquel énfasis suyo de dulce reprobación: “¿Un último cafecito, chino timador?”. Recuerdo muy bien el acento y el adjetivo; el tono porque, cuando iba dirigido a mí, dolía más que cualquier grito; y la palabra porque más tarde la busqué en el diccionario de mi abuelo, forrado con nailon azul, compañero de mis lecturas infantiles: “timador” significaba engañabobos.

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