David Pablos es un joven director de cine mexicano que parece vivir en estado constante de creación. Una anécdota histórica y un recuerdo familiar fueron la semilla que terminaría por conformar a su más reciente película El baile de los 41.
Un hombre frente al espejo tiene el torso apretado en un corsé blanco. Se pone un collar de jade. Con un dedo desliza maquillaje a lo largo de la nariz y lo va aplicando en sus pómulos. Un toque de rosa en las mejillas. Los ojos se llenan de lágrimas. Ahora se pone unos aretes, también de jade. Prende un cigarro, aspira con fuerza, las brasas del tabaco se avivan. Se pone labial rojo debajo de su bigote negro arreglado, espeso. Pausa. Levanta su mano izquierda y la posa en el hombro derecho desnudo, roza la gema verde del collar, sube al lóbulo izquierdo para acariciar el arete de jade. La mirada es melancólica y desafiante.
El hombre cierra los ojos.
***
David Pablos llega tarde a su cita. Quedamos a las siete de la noche frente al portón de su casa, pero todavía no está aquí. Mandó un mensaje para avisar que iba a tener tres minutos de retraso, y llega a las 7:03 exactas del martes 20 de octubre de 2020. Le apena no ser puntual.
En su departamento, cada detalle combina con el entorno; entre los colores tenues de los muebles prevalece un gris declinado en un abanico de tonos. Una relación armónica. “Me gusta. Resalta los otros colores, por contraste”, dice, y así el gris cenizo del sillón cubierto de cojines simétricos resalta el verde oscuro de una de las paredes de la sala. Sobriedad y elegancia. Ni un gramo de polvo. Nada fuera de lugar. Libros, cuatro Arieles, viniles y una Diosa de Plata comparten en armonía los estantes de los libreros. Los premios de su segunda película, Las elegidas. Junto con los posters, en español y francés, colgados en una pared del pequeño estudio, dan testimonio de un reconocimiento a su trabajo, pero no ocupan la escena. Se mimetizan con sobriedad entre los demás objetos de la casa.
Descubriré más tarde que hay un espacio de la casa donde el caos tiene permiso de existencia. Está detrás de una puerta que lleva a una entrada de luz del edificio. Es un espacio extraño, al mismo tiempo es interno y externo a la casa. Una pequeña terraza no techada encajada entre las paredes donde se asoman todos los balcones del edificio. Ahí, en ese rincón oscuro en el que no hay luz eléctrica porque está iluminado por la luz del sol, muchas plantas exuberantes se amontonan compitiendo por alcanzar los rayos del sol que llegan de muchos metros arriba. David dice que quiere muchas más plantas de las que tiene. Lo dice mientras saca con delicadeza una orquídea blanca, solitaria, de la entrada de luz, donde la flor ha estado bebiendo agua durante el día, para colocarla en una pulcra alacena de madera oscura, en un comedor en el que parece que nunca nadie ha almorzado. Al colocar la flor voltea a verme satisfecho. Faltaba el candor de una orquídea para que el set fuera perfecto.
David quiere que ese espacio sea su pequeña selva. Así lo dice.
CONTINUAR LEYENDOTambién: “Le dije a Alfonso Herrera: bueno, te vas a pintar los labios, te vas a poner los aretes, te vas a poner esta base, te vas a poner un collar, te vas a ver en el espejo, vas a fumar.” Y lo filmó durante diez minutos, sin cortar.
Cuando me lo cuenta, todavía no he visto El baile de los 41, su tercer largometraje. No sé que esa escena me dará escalofríos cuando la vea en la pantalla, sentado a lado de David en el minúsculo estudio de Coyoacán donde asistiré con él a la última proyección antes de que dé el visto bueno para producir el paquete estándar para la proyección digital en cines. En la sala de cine sólo habrá un sillón. Gris. Habrá una mesita, una pantalla. Me hará llorar.
***
La escena está iluminada con luz de vela, como muchas otras en la película. Pero la razón por la que es la favorita del director no es su belleza estética. “Alfonso de repente conectó con su feminidad y es… ¡hermoso!”.
Frente a ese espejo de época, el actor poco a poco va mudando su expresión, su mirada. Parece un descubrimiento. “Eso no es ficción, es genuino lo que está pasando ahí. Y yo estaba… a mí me emocionó mucho verlo”. Le emociona haber logrado que dos actores heterosexuales como Alfonso Herrera y Emiliano Zurita lograran “intimar” en su actuación, tanto que resultara verosímil su amor. Lo más importante era lograr la intimidad. “Las escenas de sexo son fáciles. Se puede filmar determinada posición, decidir el encuadre, el estilo. Pero la intimidad no se puede fingir”. Y ellos lograron una intimidad profunda, tangible, que es el eje del Baile de los 41.
Para representar el escándalo homosexual, el “delito nefando” que ni siquiera podía ser nombrado, que en 1901 involucró a decenas de representantes de la élite del Porfiriato, David necesitaba antes que todo a dos grandes actores que tuvieran química.
La historia que había que narrar era la redada policiaca que se dio la noche del 17 de noviembre de 1901 en la Calle de la Paz, en el centro de la Ciudad de México. Fueron arrestados 41 hombres, la mitad de los cuales estaban vestidos de mujeres. Se narra que sólo uno de ellos logró escapar, el número 42. Ignacio de la Torre y Mier, hombre político de primer nivel y yerno de Porfirio Díaz, el presidente. El arresto de los 41 y la humillación pública que le siguió, fue acompañado por una campaña de denigración en los medios de comunicación más importantes de la época, acompañada por las ilustraciones burlescas de José Guadalupe Posada.
Sin embargo, para el grupo de los que él llama con cariño “mis 41”, tenía claro que la mayor parte de ellos serían gay, para generar una interacción que no es fácil encontrar entre hombres heterosexuales, una naturalidad en abrazarse, darse besos, tocarse.
“Si algo me encantaba de Alfonso durante el proceso de ensayos y durante la película es que podía jotear igual que un hombre gay. Y le encantaba. Y le encanta”.
Cuando David dio el corte le dijo emocionado a Alfonso que lo que acababa de pasar había sido muy fuerte. “Me dijo: sí, conecté con algo muy profundo, un lado femenino que no sabía que estaba ahí, y fue muy bonito.” Y ahora, cuando habla con él, meses después de haber filmado esa escena, Alfonso no recuerda lo que pasó. Sólo recuerda estarse poniendo los aretes y de repente todo se volvió un limo negro, se perdió. “Se fue. Se fue”.
La relación con los actores ha sido un elemento esencial en la filmación de Los 41. Una película de época con muchos personajes, tan ambiciosa, no podía ser interpretada por “actores naturales”, muy presentes en el cine mexicano de los últimos años. “No es que los actores naturales no puedan hacer escenas complejas, pero tú necesitas llevarlos de la mano, los tienes que acompañar paso a paso. Si cualquier actor profesionista, para conectar a profundidad, debe tener un rasgo esencial del personaje que interpreta, un actor natural más. Casi debe ser el personaje”. David necesitaba autonomía y complicidad creativa con sus actores para establecer el diálogo que permitiera llevar a cabo una filmación complicada.
La luz en la sala no es directa. De hecho, no hay iluminación directa en ningún rincón de la casa.
Antes de la entrevista, David tarda un poco en decidir en qué sillón acomodarse. Se levanta para sentarse al otro lado de la sala, en otro sillón. Lo hace un par de veces. No se decide. Un elegante gris gainsboro le permitiría un plano general del espacio. Pero ahí estaría lejos de su interlocutor. El otro silloncito, gemelo del anterior, está colocado justo enfrente de mí, a una distancia que permite mayor intimidad, como en un primer plano. Además, está mucho mejor iluminado.
David opta por la luz. Podemos seguir con la entrevista. “Vamos a tener que interrumpir nuestra conversación en unos veinte minutos porque va a llegar el vino que pedí”. La perfección no es fácil de alcanzar.
***
“Todos los que filmamos estamos profundamente enamorados del set. Y de la convivencia que se genera, de la camaradería, de las amistades y de la adrenalina. Pero el rodaje es lo que llamo un estado permanente de creación”.
En el set David Pablos sólo vive para la creación. No tiene que pensar ni siquiera en el transporte. Alguien más lo hará por él. Lo llevan al set, lo traen a su casa, le dan de comer. No tiene que preocuparse de las necesidades básicas del día a día.
Sólo vive para la creación.
Es sorprendente la cantidad de detalles que necesitan encajar para que acontezca una buena toma. Algo tan mundano como que a la mitad de la filmación, en medio de un diálogo, no irrumpa una ambulancia o un avión o un vendedor de gas o de camote. Luego, que coincidan el movimiento de cámara, ni apresurado ni lento, la precisión del foco, la exactitud del plano, la fluidez del movimiento del dolly o de la cámara a mano. Y, por supuesto, que la intención y los tiempos de los actores sean perfectos.
—Y cuando todos estos factores se conjugan, es casi como…
David saca una sonrisa socarrona, me mira y sigue.
—Quizá milagro sea una palabra muy grande, pero cuando todo se conjuga y se genera esa toma buena, sí es casi milagroso.
El piano de Max Richter es un poco invasivo. David se ha levantado para voltear el disco de 33 revoluciones de Voyager, que la Deutsche Grammophon ha sacado en 2019 con lo “esencial” del compositor inglés.
—¿Está bien así o le cambio? ¿No molesta tu grabación?
—Así está muy bien.
Habíamos quedado en la dificultad de lograr una toma. Entiendo que todo tiene que funcionar. David insiste en repetir que todos los departamentos son importantes, que cada película es un extraordinario trabajo en equipo. Me queda claro, es un trabajo en equipo. Pero en el centro está el director. Y David no se imagina haciendo otra cosa que no sea el de director.
***
Lo veo llegar al Festival de Morelia como una garza real (Ardea cinérea, color de ceniza, se diría en latín) a la presentación mundial de su Baile. Llega caminando con paso firme y veloz, elegante en su traje cruzado de diferentes tonos de gris, con cubrebocas color negro y unos rebuscados anillos a los dedos índices. Lo rodea un pequeño rebaño de personas que se mueve a su paso. Muchas de ellas son parte de “sus” 41. El director está en el centro. Tan rápido como han llegado, en rebaño desaparecen.
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“Yo no soy una persona práctica. Vivo en mi cabeza, vivo en mi imaginario”. Por eso está convencido de que nunca podría estar en el departamento de arte. Hay cierta practicidad que deben de tener los que trabajan en un departamento de arte. Que David no tiene. Los años le han enseñado a no conceder confianza con facilidad. Pero en el trabajo le gusta sentirse en familia. Es por eso que desde Las elegidas es Daniela Schneider quien se encarga del diseño de producción, mientras Carolina Costa es la directora de fotografía y Angela Leyton la directora de arte. “El trabajo con Daniela es fundamental. Daniela siempre apuesta por crear mundos, espacios, entornos, que sean inesperados.”
Daniela Schneider sonríe cuando ve pasar a David, sentada a una mesita en el centro de Morelia. No tiene cubrebocas porque está tomando una cerveza antes de la proyección del Baile. Todavía no ha visto el resultado final de su trabajo y en unos minutos lo va a disfrutar en las escasas butacas disponibles en el cine del FICM.
“Daniela es ante todo intuitiva. Sí se documenta, estudia, pero de repente se le vienen ciertas ideas a la cabeza y lucha por indagar y entender cómo realizarlas.” Por ejemplo, en el Baile hay varias escenas filmadas en un largo pasillo iluminado por velas, en el que hay tinas y en las tinas, hombres desnudos.
“Un día estábamos en el proceso de preparar la película, y Ángela Leyton, la decoradora, mano derecha de Daniela tuvo un sueño.”
Le dijo a Daniela que había soñado con un espacio, un pasillo largo, donde había tinas, muchas tinas. Él no recuerda si también habló de los hombres desnudos, pero recuerda que esa imagen de las tinas le intrigó a Daniela y a él. El sueño de Ángela fue desarrollado y forma parte de la estética visual y simbólica de la película.
“También en Las elegidas, Daniela tuvo una idea muy intuitiva de un espacio en blanco. No quiso hacer la casa de citas como la típica casa de citas del cine mexicano. Tuvo la idea de hacer algo abstracto. ¿Qué pasa si no hay muebles? ¿Qué pasa si son paredes blancas? Eso se vuelve muy crudo, poderoso, contundente. Y a partir de esa propuesta vino el complemento de Carolina Costa, mi fotógrafa. Ella dijo, bueno tenemos este espacio minimalista, desnudo, que se decora, que cambia de acuerdo con la luz del día. La luz del día lo va coloreando y la luz del día lo transforma”.
En El baile de los 41, la investigación de Daniela Schenider fue muy rigurosa. Tuvo un equipo de historiadoras del arte, incluso una arquitecta para diseñar los ambientes de la película. Pero un papel importante lo tiene su ímpetu creativo. “Esa intuición es algo que Daniela sabe escuchar. Y yo también. Siempre me dejo llevar por esa intuición”.
A sus 38 años, David Pablos sabe que lo que mejor se le da es lo intangible. Su capacidad se decanta al relacionarse con los demás. El trabajo de director significa leer a las personas, entender, traducir un lenguaje para la pantalla.
—¿Te das cuenta de que todo esto es muy abstracto? Se me da muy bien. Las cosas prácticas no se me dan.
—¿Quién resuelve las cosas prácticas en tu vida? —pregunto.
—Yo las resuelvo, porque también he aprendido a transitar de mi imaginario y la abstracción al mundo concreto. Pero ha sido un proceso no tan fácil. La necesidad me ha llevado a eso.
Ha tenido que aprender a cocinar hace poco tiempo porque le gusta más que alguien se encargue de hacerlo y le permita vivir en la abstracción.
—La abstracción requiere mucho tiempo. La planeación requiere mucho tiempo.
***
David no recuerda la edad exacta, pero dice que tendría ocho o nueve años. Estaba en casa de un tío escritor, aficionado al arte. De niño le gustaba mucho merodear por su casa, porque su tío tenía una colección increíble de libros y películas. A lado de su casa, el tío escritor tenía otras dos estancias que funcionaban como bodegas, donde tenía su colección de lo que fuera. A David le gustaban mucho esos espacios atiborrados de objetos, le gustaba descubrir lo que había, porque además su tío tenía objetos artísticos que el niño consideraba extraños. En una de las habitaciones había unas cajas. Cada una escenificaba un momento de la historia de México. El niño podía ya identificar casi todas las escenas retratadas, hasta que vio una donde había unos hombres, con bigotes, vestidos de mujer, bailando con otros hombres de traje. La imagen le impactó mucho, además porque no la reconocía.
Así que le preguntó a su mamá: “¿Esta escena de qué es?».
Y la respuesta fue plana: “Es el baile de los 41”. Su madre le contó la historia del baile de manera somera, pero el niño nunca olvidó esa imagen.
Años después descubrió la ilustración de José Guadalupe Posada, que retrató de forma caricatural a los hombres regodeándose en el baile, y que también aparece reproducida en un artículo del periódico La Jornada del 8 de noviembre de 2001 firmado por su tío escritor. Carlos Monsiváis.
Un sonido agrio inunda el espacio de la sala y nos hace dar un pequeño brinco.
—Creo que ese es el vino.
***
—Este tío que te cuento, Carlos Monsiváis, era una mente genial, un gran pensador, un gran escritor, pero era un inútil en la vida cotidiana. No sabía cocinar, no sabía manejar, no sabía usar la computadora. Había cosas que tenían que ver con el día a día, con la vida práctica, que sencillamente no manejaba. Era como un niño.
Me mira muy serio y luego suelta una carcajada.
—Te estás regodeando en lo que te estoy diciendo, ¿verdad? Lo sé y sé que lo vas a publicar. Pero yo no llego al extremo de mi tío, para nada, porque yo sí puedo resolver mi vida práctica, pero me es más fácil estar en la abstracción.
Le contesto que dirigir una película es una actividad práctica. Pero David no está de acuerdo.
—Hay una parte técnica, pero yo creo que el reto más grande de un director está en la abstracción, no en la técnica—dice, su argumento es que hay un asistente de dirección, que ayuda al director en ese terreno. Pero lo que hace un director es otra cosa.
Si durante una escena algo no funciona con los actores, hay que entender qué es. El director tiene que saber cómo dirigirse al actor, cómo hacerle entender, cómo hacerlo florecer y sacar todo lo necesario para traducir eso para la cámara. Quizás la acción que ejecutó el actor no tiene lógica en la escena. O su inflexión de voz o su acento son inciertos. Quizás una pausa es demasiado larga, y a lo mejor esa pausa es lo que le está dando al traste a la escena entera. Es una cuestión de ritmo. Son puras abstracciones.
***
El ritmo lo es todo. Acompaña el espectador en su experiencia cinematográfica, que es lo más importante. Por esto entre los directores favoritos de David Pablos, un lugar especial lo tiene Stephen Spielberg. Además de un apego emocional de su generación, que ha crecido con Shindler’s List, E.T. y Jurassic Park, lo que lo conecta con Spielberg es su maestría invisible.
“Es un gran realizador, pero no te dice ‘mira lo que estoy haciendo, mira mi virtuosismo’. Es virtuoso pero su virtuosismo pasa a segundo plano porque lo más importante es la experiencia, es cómo el espectador está viviendo la película, como le está enganchando el espectador o cómo lo va llevando. No es alguien que arroja luz sobre su manufactura, que muchos cineastas de festivales de cine es lo primero que hacen: miren mi virtuosismo, miren lo bien que filmo, miren lo que puedo hacer”. El cine tiene que ser una experiencia para el público, que necesita ser abrazado, mimado, acurrucado por el director.
De Hitchcock le gusta la puesta en escena, sensible, inteligente.
De Bergman le encanta el trazo actoral, la forma en la que cuenta la complejidad de lo humano a través del movimiento del cuerpo en el espacio. Un autor con el que nunca se cansa de dialogar.
También Leone y Scorsese son parte del bagaje fílmico de David, que repite una frase atribuida al propio Scorsese, pero que varios directores comparten: hago el cine que yo quiero ver.
A David le hubiera gustado mucho ver una película como El baile de los 41 a sus 15 años. La primera vez que vio a dos hombres besándose fue a los 13 años. Recuerda haberlo visto, junto con varios compañeros, en un video que ponían en su escuela.
—De esos que te ponen para enfrentar a la adolescencia… —se ríe del recuerdo que, repentino, se asoma a su presente y yo con él.
—¡Sí! ¡sí! ¡sí! No te rías, es lo que es, todos vivimos eso. Y recuerdo que en este video sobre educación sexual había una imagen de alguna marcha gay y dos hombres besándose y recuerdo la reacción de todos mis compañeros, fue de asco. Y yo no creo que hay nada asqueroso en ver a dos hombres besándose. Simplemente era algo que nunca habíamos visto. Y lo desconocido genera quizá rechazo, asombro.
Si David hubiera visto una película como la suya, a sus 15 años, probablemente le hubiera ayudado.
—Creo que afianza un proceso. Te hace sentir menos inseguro respecto a lo que vives. Ahora recuerdo el ensayo de Monsiváis sobre la redada de los 41. Él dice: el baile de los 41, pese que en su momento fue una exposición vergonzosa, fue ignominia, fue burla, fue desprecio, arrojó visibilidad—dice sobre este evento que hizo que otros hombres afines, en otras partes del país, supieran que no estaban solos—. Creo que eso se vuelve muy importante en el proceso personal y es algo que yo hubiera agradecido enormemente a mis 15 años.
***
Ignacio de la Torre, como lo ha dibujado David Pablos, se veía como el próximo presidente de México, el sucesor de Porfirio Díaz. Y si no llegó a serlo fue porque era homosexual.
“Y sí, la homosexualidad marcó su vida y de alguna manera marcó su destino también, pero es un rasgo más de este hombre. Era un gran empresario, un hombre con una agenda, increíblemente ambicioso, un hombre que planificaba, un gran manipulador, tenía muchísimas otras características fundamentales además de ser homosexual. Y por eso, cuando veo comentarios de por qué no casteé a actores homosexuales, me parece irrelevante. Honestamente”.
Le habría cambiado la vida ver lo que hoy quiere mostrar con decisión: la afectividad entre hombres, un abanico de masculinidades dentro de la comunidad gay.
“En el cine mexicano la gran mayoría de las veces el hombre gay es la jota. Y no lo digo de manera despectiva, de ninguna manera es despectivo. O el extremo opuesto, el hombre gay musculoso muy masculino, que tampoco está mal. Pero hay un abanico enorme de posibilidades de ser homosexual. Y para mí era importante, en este grupo de 41 hombres, mostrar eso, y cómo conviven de manera afectiva distintas masculinidades, y cómo se crean relaciones y lazos afectivos estrechos”.
***
Esa escena me hizo llorar, dije. Es una escena trágica. Trágica en el sentido griego. Ignacio de la Torre se prepara para participar al baile del “Club de los 41”, junto con su amor, Evaristo Rivas. Hay una dosis poderosa de melancolía en la escena, que condensa la imposibilidad de su amor y al mismo tiempo la asunción profunda de las consecuencias de sus acciones que serán terribles.
Frente al espejo Ignacio desafía el sistema. Es el acto de hibris típico de la tragedia y de los mitos de la antigua Grecia, esa transgresión a los límites que imponen los dioses que a los humanos no les está permitido desafiar. La consecuencia para quien se mancha con el pecado de hibris es la némesis, el castigo de los dioses que tiene como efecto devolver al individuo dentro de los límites que cruzó. Némesis es la consecuencia, la ira, el desdén. Es el castigo infligido, según justicia por los dioses, a los que han pecado de hibris. Es la consecuencia, que lleva al destino inevitable, el ananké.
La consecuencia será la humillación pública y la cárcel para los 41. Para el número 42, “el yerno de la Nación”, el castigo será tal vez peor: Estará obligado a ser devuelto a los límites que se atrevió a cruzar. Su condena será volver para siempre a la vida familiar con Amada, su esposa, la hija de Porfirio Díaz.
***
David recordaba mal. Cuando vio por primera vez la maqueta del “baile de los 41” en casa de su tío escritor no tenía ocho o nueve años, tenía por lo menos trece. Lo sé porque Monsiváis se había enamorado del trabajo de los artistas Teodoro y Susana Torres, que reproducían el mundo en miniaturas de plomo. Así le encargó muchas obras, entre las cuales una especial: el baile de los 41. Teodoro y Susana tuvieron que estudiar y documentarse mucho para reconstruir la escena, pero al final lo lograron, y se la entregaron a Carlos Monsiváis, que la sumó a su inmensa colección. Ahora está resguardada, junto con decenas de maquetas más, en la bóveda del Museo del Estanquillo. Monsiváis consideró este episodio tan fundante para la historia mexicana que lo hizo fundir en el plomo para insertarlo en la historia del arte popular.
Era 1995 y David Pablos tenía trece años.
—¿Cómo recuerdas esa caja?
—Una caja más o menos de este tamaño.
Abre los brazos y al verlo pienso a una caja para pizza. Pero se trata un cubo de cristal y madera de unos 50 cm de lado. Adentro, un baile en miniatura.
—Bueno, no tan miniatura. Las personitas tenían tamaño tipo G.I. Joe.
Lo que recuerda son hombres en vestido, bigotones, bailando con otros hombres de traje. No recuerda más, sólo la imagen de un hombre, sin peluca. Uno traía un vestido rojo, otro rosa. No recuerda cuántos hombres eran. Cree recordar que había una orquesta, o unos músicos tocando.
***
La puerta está abierta. Espesa. Gorda. Más de lo que parece en las películas. Los pasillos desbordan objetos. Aquí, bajo tierra, en la bóveda de lo que fue un banco, está resguardada la Colección Monsiváis. Lo que hace 30 años era el campo de exploración de David en las tres casas que conformaban el predio de su tío en la colonia Portales, hoy está catalogado, empacado, resguardado en las celdas de un caveau del Centro Histórico.
En esas casas trabajó para Monsiváis, entre 2004 y 2006, Evelio Álvarez, ahora subdirector de colecciones del Museo del Estanquillo. Hoy sigue cuidando el tesoro monumental con el mismo entusiasmo y me acompaña en este recorrido secreto en los subterráneos del centro de la Ciudad de México, junto con el director del museo, Henoc de Santiago, que me abrió las puertas de esta cripta encantada.
Hay una maqueta empacada de una plaza de toros, un pueblo de la provincia mexicana, el infierno y el purgatorio, realizados por los Torres. Cientos de figuritas representando escenas inanimadas. Evelio abre una gaveta con una minúscula llave y salen los penes gigantes de las ilustraciones homoeróticas que Sergéi Eisenstein dibujó entre 1930 y 1932 en México.
Pero yo vine a buscar la caja de vidrio de los recuerdos de David Pablos.
En una mesita en medio de la celda rodeada de gavetas repletas de tesoros que pertenecieron a Monsiváis, está la maqueta del baile de los 41. Evelio y Henoc la han preparado para la ocasión. Las pequeñas figuras de plomo dan vueltas inmóviles, sonriendo tras sus bigotes en el vértigo del último baile. Trajes negros, vestidos amarillos, verdes, morados, azules, blancos. También rojos y rosado. No hay orquesta, pero en el silencio de la bóveda todos estamos bailando.
El éxtasis es interrumpido por un policía de plomo que irrumpe con una macana, presagio de lo que vendrá. Sabemos cómo acabó la historia.
No hay caja. Esta maqueta nunca la tuvo. David la vio así, desnuda, con el número 42, Ignacio de la Torre, levantando la falda del vestido blanco mientras intenta escapar a través de un arco.
Tengo frente a mis ojos la semilla que inquietó de tal forma a David Pablos que, 25 años después, le dio vida, de manera casi perfecta, en forma de película. La perfección no es fácil de alcanzar. Y lo bailado nadie te lo quita.
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