El enigma del trabajo y la máquina global
Luego del golpe económico que significó la pandemia del covid-19, que detuvo los engranajes de la “máquina global” y que ha aumentado la precarización laboral, retomamos un fragmento del libro de ensayos Futurabilidad de Franco «Bifo» Berardi, en donde cuestiona si es posible imaginar una nueva visión emancipatoria.
Lo virtual no es sólo el potencial latente en las cosas,
es el potencial del potencial.
Hackear es producir o aplicar la abstracción a la información
y expresar la posibilidad de nuevos mundos,
más allá de la necesidad.
McKenzie Wark, Hacker manifesto
El capitalismo ha muerto y nosotros vivimos dentro de su cadáver, buscando a tientas una salida de su putrefacción, en vano.
Hasta ahora.
El ciclo de acumulación de ganancia y crecimiento económico se basaba en la extracción de plusvalía del trabajo asalariado y en la producción de valor de uso traducido a intercambio y valoración. Dicho ciclo se ha agotado: aún se produce valor de uso, pero lo útil ya no produce plusvalía.
El crecimiento del PBI ya no resulta un modo particularmente útil de medir la salud de las economías modernas. Muchos de los desarrollos más importantes de la economía moderna contribuyeron en poco a los números oficiales de PBI. Navegar en Wikipedia, mirar videos en YouTube y buscar información en Google son actividades que le agregan valor a la vida de las personas, pero en la medida en que se trata de bienes digitales de precio cero, las cifras oficiales de PBI subestiman su impacto. Las mejoras en la eficiencia, que reducen costos, tienen un impacto negativo en el PBI. Considérense los paneles solares: al principio, su instalación hace que suba el PBI, pero luego, los consiguientes ahorros en petróleo y gas hacen que baje.
El capitalismo es la cáscara que contiene a la actividad y a la invención, pero transforma todo lo útil en valor monetario y a cada acto de producción concreto, en una abstracción. El capitalismo es un código semiótico que traduce la actividad concreta en valor abstracto, y esta traducción implica un vaciamiento del mundo concreto de la experiencia.
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Desde los días de mi juventud en que era militante de la organización política italiana Potere operaio, en 1968, creo firmemente que la innovación tecnológica está destinada a reemplazar el trabajo humano y que el principal objetivo del movimiento de los trabajadores debe ser el de pelear por la reducción de la jornada laboral.
El trabajo asalariado implica el sometimiento de la actividad a la economía orientada a las ganancias, y es posible leer la historia de las luchas sociales como una búsqueda de autonomía respecto de esa relación coactiva que plantea el trabajo asalariado.
De hecho, la larga ola de luchas y movimientos sociales que sacudieron al mundo occidental y, en particular, a mi país antes y después de 1968, pueden sintetizarse en pocas palabras: tuvo que ver con los trabajadores que querían trabajar menos y ganar más. Con el propósito de aumentar la productividad y también, controlar la rebelión y el sabotaje, los capitalistas invierten en tecnología e introducen máquinas que les permiten automatizar el proceso de producción.
Las máquinas automáticas pueden hacer trabajos reiterativos. También pueden tomar “decisiones”, si bien sólo en circunstancias previstas con antelación por seres humanos. Aquí, nos proponemos analizar las limitaciones de las máquinas automáticas dentro de su propio ámbito de realización de tareas reiterativas y de toma de determinado tipo de “decisiones”. El desarrollo de la automatización se ve limitado por el conocimiento técnico de los ingenieros, el costo de construcción de las máquinas automáticas, la demanda de dichas máquinas y la disponibilidad de especialistas entrenados capaces de diseñar, construir y operar tales máquinas. Desde un punto de vista puramente técnico, no hay ninguna duda de que es posible diseñar máquinas automáticas para realizar cualquier tarea reiterativa con mayor velocidad, precisión y cuidado de los que son capaces los trabajadores humanos.ii
A fines de los años sesenta estaba persuadido de que los avances tecnológicos de la electrónica y la robótica abrían el camino hacia la liberación de la vida social de la obligación del trabajo. Cincuenta años después, es muy claro que mi predicción era errada. Hoy, en la segunda década del siglo XXI, debo reconocer que las personas trabajan mucho más y cobran mucho menos que hace tres décadas; de hecho, el movimiento de los trabajadores prácticamente ha perdido toda fuerza política.
Mi predicción fue equivocada porque no tuve en cuenta varios factores: la resistencia cultural que generaría la posibilidad de liberarse del trabajo, los desequilibrios del desarrollo económico en las distintas áreas del mundo, los efectos de la competencia global en una economía orientada hacia la ganancia y, por último, pero no menos importante, el papel contradictorio que habrían de desempeñar los movimientos de trabajadores industriales en buena parte del mundo, en particular, los partidos comunistas y los sindicatos.
Sin embargo, no reniego de aquella idea teórica de juventud. Aunque la predicción resultó claramente errada, el dilema es hoy más acuciante que nunca.
El trabajo, la ciencia y la tecnología han cooperado hasta alcanzar un punto de automatización ampliada que ha conseguido aumentar enormemente la productividad del trabajo, abriendo el camino hacia una considerable reducción del tiempo de trabajo socialmente necesario. Pero esto aún no se ha traducido en una reducción de las horas de vida que las personas deben dedicarle al trabajo asalariado. Al contrario, hoy tanto los trabajadores industriales como los trabajadores cognitivos trabajan mucho más que en las décadas de los sesenta y los setenta. De la mano del aumento de las cifras de precarización y desempleo, la globalización del mercado laboral ha destruido las viejas regulaciones y limitaciones impuestas a la jornada de trabajo.
En las últimas décadas, pensadores como Rifkin y Gorz predijeron el fin del trabajo como una consecuencia lineal del desarrollo tecnológico, pero la realidad se ha ocupado de refutar su predicción y todo ha marchado en un sentido muy distinto. No la mejora, sino el empeoramiento de las condiciones de los trabajadores; no la liberación, sino el retorno a formas de esclavitud precarias; no el empoderamiento, sino un amplio sentido de indefensión: ésta es la realidad del trabajo actual si se la compara con la imaginación sociológica de la segunda mitad del siglo XX.
En el libro Post-work [Postrabajo], publicado en 1998, los editores Stanley Aronowitz y Jonathan Cutler se ocupan de reconstruir las líneas generales de la historia de la jornada laboral en los Estados Unidos. La lucha por menos horas de trabajo fue uno de los puntos más importantes de la agenda del movimiento de los trabajadores. El sostenido descenso de la extensión de la jornada laboral que se advierte en el transcurso de los siglos XIX y XX constituye el principal logro de la acción progresista de los sindicatos.
A fines de los sesenta estaba persuadido de que los avances tecnológicos de la electrónica y la robótica abrían el camino hacia la liberación de la vida social de la obligación del trabajo. Hoy, en la segunda década del siglo XXI, debo reconocer que las personas trabajan mucho más y cobran mucho menos que hace tres décadas; de hecho, el movimiento de los trabajadores prácticamente ha perdido toda fuerza política.
Luego, a finales del siglo pasado, algo ocurrió, algo que se dio en paradójica simultaneidad con la implementación de la tecnología digital, responsable de acelerar enormemente la productividad y de crear una nueva dimensión de trabajo semiótico.
La globalización del capital, la creación de corporaciones transnacionales y la erosión de las fronteras nacionales condujeron a una completa desterritorialización del mercado laboral que obligó al trabajo a competir contra sí mismo a escala global, al tiempo que los sindicatos y los partidos políticos progresistas (incluidos los comunistas) se mantuvieron mayormente dentro de los límites nacionales y no supieron advertir los peligros que planteaban la globalización y la desregulación del mercado laboral. Como consecuencia de todo ello, el logro más importante del movimiento de los trabajadores —la disminución de la jornada laboral, con la consiguiente liberación de las energías sociales para el cuidado, la educación y el placer— se vio revocado.
“El manifiesto postrabajo”, incluido en el libro de Cutler y Aronowitz, sostiene: “Los estándares de vida no aumentan, no se disfruta de tiempo de ocio de calidad, el estrés y sus manifestaciones sociales fluyen fuera de control y el futuro dorado que todos estábamos planeando se derrumba a gran velocidad”.iii La extensión de la jornada laboral implica más estrés, menos cuidado de sí, menos tiempo para los hijos y menos tiempo para la educación. Por otra parte, es obvio que también trae consigo el desempleo general: mientras que una parte de la población se ve obligada a trabajar más horas, un número cada vez mayor de personas son empujadas a condiciones de desempleo, en las que se ven obligadas a aceptar cualquier clase de trabajo precarizado.
Tras años de crisis social y aumento de las tasas de desempleo en los Estados Unidos, la política de expansión cuantitativa de Obama logró revertir la tendencia al desempleo y la suba del empleo fue bien recibida por los economistas.
Pero ¿se trata realmente de una mejora para la vida social? La respuesta nos la da Frank Bruni, en una columna del New York Times: “Los nuevos trabajos no parecen ser tan robustos como los de antes. Hacen falta más horas para ganar el mismo dinero o mantener el mismo estándar de vida. Los estudiantes amasan deudas. La movilidad ascendente parece cada vez más un espejismo, un mito”.iv
La tendencia general de la época está bien plasmada en esta oración: “Hacen falta más horas para ganar el mismo dinero o mantener el mismo estándar de vida”. Esto indica una regresión para la humanidad en su conjunto.
EL ENIGMA
Podemos describir la relación que se establece entre el trabajo, la tecnología y la automatización bajo las condiciones de una economía capitalista en términos de un enigma. En palabras sencillas, podemos caracterizar este laberinto conceptual de la siguiente manera: la aplicación de capacidades intelectuales al proceso de trabajo causa un aumento de la productividad y, por ende, hace posible una reducción del tiempo de trabajo necesario para la producción de bienes necesarios para la supervivencia social. Aun si la población crece (como lo hizo durante los últimos cuarenta años o más), aun si las necesidades físicas o culturales de la población mundial se expanden (como lo hicieron durante las últimas décadas, debido a la extensión del mercado a lo largo del mundo y el acceso al consumo industrial de grandes masas de personas), el aumento de la productividad que permite la automatización de las tareas industriales basta para permitir una reducción del tiempo laboral de todos los individuos.
Sin embargo, estas palabras sencillas no coinciden con el funcionamiento actual de la economía capitalista. Es preciso analizar los contenidos del proceso de producción (el trabajo manual, el conocimiento científico, las habilidades técnicas, la automatización de las tareas industriales, la automatización de las tareas cognitivas) en función de aquello que los contiene: la economía capitalista, cuyos rasgos conforman y modelan la aplicación de esas posibilidades técnicas abstractas.
Presto atención entonces a la relación entre el contenido y el contenedor. Pero cuidado: el contenedor no es meramente un contenedor. Es un semiotizador, un paradigma formal, constituido por intereses económicos, normas culturales y expectativas, instituciones políticas, estructuras militares y demás. En cuanto semiotizador, el contenedor produce modelos semióticos para la organización de los contenidos (la vida cotidiana, el lenguaje, el conocimiento, la tecnología).
No la mejora, sino el empeoramiento de las condiciones de los trabajadores; no la liberación, sino el retorno a formas de esclavitud precarias; no el empoderamiento, sino un amplio sentido de indefensión: ésta es la realidad del trabajo actual si se la compara con la imaginación sociológica de la segunda mitad del siglo XX.
La imaginación social está modelada por el contenedor, de modo tal que los contenidos de la actividad social se organizan en función del paradigma de acumulación y crecimiento, al tiempo que dichos contenidos (el conocimiento, el trabajo, la creatividad) producen posibilidades que exceden al contenedor.
La relación entre el semiotizador y los contenidos vivos es un enigma, y es preciso estudiarla como un enigma, no como un secreto. Un secreto, de hecho, es la verdad oculta de un dilema. Cuando nos enfrentamos a un secreto, sabemos que la respuesta verdadera existe, por más que esté oculta y a resguardo. Sólo se trata de encontrar la llave que nos permita abrir la caja y ver la respuesta verdadera que encierra.
Por el contrario, un enigma es inescrutable: no hay ninguna verdad oculta por descubrir en el centro, no hay ninguna respuesta definitiva a la pregunta. Un enigma es un dilema infinito sobre el cual sólo es posible decidir en virtud de un acto de intuición ético-estético, no de una solución matemática, como la que ofreceríamos para un problema. Al hablar acerca del significado antropológico de la regresión infinita, Paolo Virno afirma que hay un momento en el que uno siente que ya ha buscado lo suficiente y, entonces, decide.v
El rasgo enigmático de la pregunta y el juicio ético reside en lo siguiente: no hay ninguna verdad, no hay ninguna solución al problema y, en términos estrictos, no hay ningún problema. Sólo la condición vibracional de deambular en un espacio de posibilidad.
En el ámbito social lo decisivo es la fuerza. El semiotizador capitalista tiene fuerza, mientras que las formas de vida que se sienten contenidas y estrujadas, apretujadas y comprimidas dentro de ese contenedor formal no tienen la fuerza suficiente como para romper el contenedor y salir a la luz.
EL RECHAZO DEL TRABAJO EN TIEMPOS PRECARIOS
Desde fines de la década de los sesenta, la expresión “rechazo del trabajo” tiene una vasta circulación dentro de la literatura obrerista italiana. Ésta refleja una situación antropológica particular: la migración masiva de personas jóvenes del sur del país hacia las ciudades industriales del norte. Estas personas vivieron ese cambio en sus vidas con recelo. Salir de los ociosos días de sol de su infancia mediterránea para caer en la niebla y el ruido del oscuro espacio de las fábricas las hizo sentir fuera de lugar, incómodas. Tras entrar en contacto con la cultura metropolitana de los estudiantes, su desagrado por el trabajo se convirtió en una protesta cultural contra la alienación.
La pregunta era: ¿Esto es vida? No, esa reiteración inútil de gestos inútiles no era (ni es) vida.
El rechazo del trabajo fue una declaración de guerra contra el aburrimiento y la tristeza, basada en la situación especial de una generación de trabajadores que habían crecido en una década de educación de masas, en la cual las actitudes culturales y las expectativas existenciales estaban en expansión.
Sin embargo, sería erróneo limitar el concepto de rechazo del trabajo a esa situación histórica, ya que tiene un significado mayor: la resistencia al trabajo es una fuente de innovación técnica en la medida en que hace posible una reducción del tiempo de trabajo.
En la peculiar constelación de la segunda mitad del siglo pasado, por un momento coincidieron la conciencia social y la tecnoevolución, y las potencias del conocimiento le abrieron la puerta a la emancipación de la vida del trabajo asalariado, de manera tal que tuvo sentido dar la bienvenida a la red digital como la nueva gran fuerza de liberación. Pero la emancipación del trabajo no era un proceso puramente técnico. Exigía conciencia política y una profunda transformación de las expectativas culturales. No hubo ninguna de estas dos cosas. Los sindicatos se opusieron a la introducción de tecnologías de ahorro de trabajo y dedicaron toda su influencia y sus energías a defender los empleos y las condiciones laborales existentes. Vincularon su identidad a la composición industrial del trabajo y se convirtieron en una fuerza conservadora que se opuso a la innovación, posibilitando así que sólo los capitalistas financieros sacaran provecho de la tecnooportunidad.
Pero ¿se trata realmente de una mejora para la vida social? La respuesta nos la da Frank Bruni, en una columna del New York Times: “Los nuevos trabajos no parecen ser tan robustos como los de antes. Hacen falta más horas para ganar el mismo dinero o mantener el mismo estándar de vida. Los estudiantes amasan deudas. La movilidad ascendente parece cada vez más un espejismo, un mito”.
En ese momento la conciencia social y la evolución tecnológica se distanciaron, lo que marcó el ingreso en una era de tecnobarbarie: la innovación provocó precariedad, la riqueza creó miseria de masas, la solidaridad se transmutó en competencia, el cerebro conectivo se escindió del cuerpo social y la potencia del conocimiento quedó desvinculada del bienestar social.
No obstante, la potencia del general intellect se mantiene intacta. Sin embargo, no es capaz de desencadenar un proceso de emancipación social debido a que la conjunción entre los cuerpos se ha vuelto frágil y precaria, mientras que la conexión entre los cerebros sin cuerpo se ha vuelto permanente, universal y obsesiva, a tal punto que ha reemplazado la vida por una proyección espectral de la vida sobre la omnipresente pantalla. Durante las últimas décadas, la innovación tecnológica aumentó enormemente la productividad del trabajo y creó las condiciones para una potencial abundancia de bienes.
¿Es esto la prueba de una eficiencia superior del capitalismo? Para nada. Es el logro de la cooperación de millones de trabajadores cognitivos del mundo entero. Es el resultado de la creatividad y el conocimiento: fueron los ingenieros, los diseñadores y los filósofos los que lo hicieron posible. Enriquecieron y mejoraron la vida cotidiana, si la miramos prestando atención al valor de uso.
Si traducimos la innovación al lenguaje de la economía, si reemplazamos “valor de uso” por la lógica de la valorización y la acumulación de capital, todo cobra otra forma.
A pesar de la increíble expansión del universo de bienes y servicios útiles, la distribución de la riqueza es tan desigual y desequilibrada que la riqueza parece estar retrocediendo y la vida, volviéndose cada vez peor.
En la jerga económica, de hecho, se llama “crecimiento” al aumento del producto bruto interno en términos de valor, de riqueza monetaria. El código capitalista transforma la expansión de lo útil en acumulación financiera y empobrecimiento de la vida cotidiana. La prescripción del crecimiento como un modelo cultural funciona sobre la producción social como un constreñimiento semiótico que distorsiona las cosas y transforma la posible riqueza en una miseria concreta.
En 2015 la producción mundial de petróleo fue tan abundante que el precio del barril de crudo cayó a un nivel sin precedentes. Lo mismo puede decirse de la producción metalúrgica. En el mismo período, también cayó la demanda en todos los países del mundo. Los economistas describieron esta coyuntura como una catástrofe y anunciaron un derrumbe generalizado de la economía mundial: sobreproducción, deflación y desempleo. Pero en realidad todo esto fue la prueba de que el capitalismo implica una transliteración del mundo real de la utilidad en el mundo abstracto del valor, que convierte la riqueza en miseria, la abundancia en escasez y la potencia en impotencia.
EMPRESAS FALSAS
A las 9:30 horas de un día soleado, los teléfonos de Candelia, un proveedor de elegantes muebles de oficina de Lille, Francia, suena constantemente, recibiendo órdenes de clientes de todo el país, de Alemania y de Suiza. La fotocopiadora golpetea rítmicamente a medida que más de una docena de trabajadores procesan ventas, atienden a los proveedores y acuerdan el envío de escritorios y sillas. Sabine de Buyzer, que trabaja en el departamento de contabilidad, se inclina sobre su computadora y observa una columna de números. A Candelia le está yendo bien. Las ganancias de la semana sobrepasan los gastos, incluso teniendo en cuenta los impuestos y los salarios. “Tenemos que ser redituables”, dice la señorita De Buyzer. “Todos nos estamos esforzando para asegurar el éxito”.
Éste es un sentimiento que cualquier jefe querría oír, pero en este caso todo el negocio es falso. También lo son los clientes y los proveedores de Candelia, desde las compañías que encargan los muebles a los choferes de camiones que hacen las entregas. Incluso el banco del que Candelia obtiene sus préstamos es irreal.
Más de cien empresas Potemkin, como Candela, funcionan hoy en Francia, y hay unas mil más en toda Europa. En Seine-Saint-Denis, a las afueras de París, un negocio de mascotas llamado Animal Kingdom vende productos como comida para perros y ranas. ArtLim, una compañía de Limoges, ofrece porcelana fina. Prestige Cosmétique de Orléans vende perfumes. Todas las mercaderías de estas empresas son imaginarias.
Francia cuenta con más de cien empresas ficticias en las que se entrena a trabajadores sin empleo, como la boutique de mascotas Animal Kingdom. Estas empresas son parte de una elaborada red de entrenamiento que, en efecto, funciona como un universo económico paralelo. Durante años, su objetivo fue entrenar a estudiantes y trabajadores desempleados que procuraban ingresar a distintas industrias. Hoy están siendo utilizadas para combatir el alarmante aumento del desempleo a largo plazo, uno de los problemas más acuciantes que han aparecido tras la larga crisis económica europea.
En ese momento, la conciencia social y la evolución tecnológica se distanciaron, lo que marcó el ingreso en una era de tecnobarbarie: la innovación provocó precariedad, la riqueza creó miseria de masas, la solidaridad se transmutó en competencia, el cerebro conectivo se escindió del cuerpo social y la potencia del conocimiento quedó desvinculada del bienestar social.
A la señorita De Buyzer no le importa que Candelia sea una operación fantasma. Hace dos años perdió su trabajo como secretaria y desde entonces no ha logrado conseguir un empleo estable. Desde enero, sin embargo, se levanta temprano cada mañana, se maquilla y se dispone a ir a la oficina. A las nueve de la mañana llega a una pequeña oficina en un barrio de bajos ingresos de Lille, donde la falta de empleo se encuentra entre las más altas del país. Si bien no recibe un salario, la señorita De Buyzer, de 41 años, aprecia tener una rutina regular. Confía en que Candelia le permita encontrar un trabajo real, tras incontables búsquedas y entrevistas que no le han permitido llegar a ninguna parte.vi
Esta historia increíble parece salida de una novela de Philip K. Dick. Trata acerca de un mundo en el que las personas se levantan por la mañana y van a trabajar a un lugar que no produce nada y no les paga un salario. Pero no es una novela, es la descripción de una sociedad cegada por sus propios prejuicios, sobre todo, el dogma del trabajo asalariado y el crecimiento económico.
La gente ha sido educada para creer que el trabajo es el fundamento de la identidad y de la dignidad y sólo han socializado en el contexto de su entorno laboral, por lo que los deprime darse cuenta de que su trabajo ya no es necesario.
La depresión es una consecuencia de la confusión obsesiva entre identidad y trabajo y de la internalización del vínculo entre la supervivencia y la desinversión de la propia vida. A este vínculo lo llamamos “salario”. Pero la utilidad de nuestras habilidades y nuestro conocimiento no puede reducirse a un intercambio abstracto. La actividad útil de millones de trabajadores cognitivos se materializa actualmente en la máquina universal que reemplaza al trabajo humano.
Por más que se la niegue, se la esconda o se la olvide, esta máquina produce efectos en el inconsciente social. Y el inconsciente social percibe el carácter absurdo de una maquinaria que nos obliga a renunciar a la vida para sobrevivir.
Cortesía de Caja Negra Editora y traducción de Hugo Salas.
Franco “Bifo” Berardi
(Bolonia, Italia, 1949).
Escritor, filósofo y activista nacido en Bolonia, en 1949. Es una importante figura del movimiento autonomista italiano. Graduado en Estética por la Universidad de Bolonia, participó de los acontecimientos de mayo del ’68 desde esa ciudad. Fue fundador de la histórica revista A/traverso, fanzine del movimiento creativo en el que participó entre 1975 y 1981, y promotor de la mítica Radio Alice, primera radio pirata italiana. Vivió en París, donde conoció a Félix Guattari, y en Nueva York. En 2002 fundó TV Orfeo, la primera televisión comunitaria italiana. Actualmente es profesor de Historia Social de los Medios en la Academia de Bellas Artes de Brera, en Milán. Ha escrito numerosos ensayos y ponencias sobre las transformaciones del trabajo y los procesos de comunicación en el capitalismo posindustial. Sus textos han sido publicados en distintos idiomas. Algunos de sus títulos son: Mutazione e Cyberpunk, Cibernauti, La fábrica de la infelicidad, Generación post-alfa, Félix y La sublevación.
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