El juicio de las tripas. La furia de la Iglesia Universal en Brasil
Un tuit lo desató todo. Un acto de libertad de expresión en el país de Jair Bolsonaro. El escritor brasileño João Paulo Cuenca cuenta de los días en que la organización evangélica Iglesia Universal del Reino de Dios inició una titánica ofensiva en contra suya, con 143 denuncias por parte de pastores que reclaman indemnización. El relato de un asedio contra un periodista en América Latina.
Traducción de Martín Caamaño
16 DE JUNIO DE 2020, MARTES. A las 16:55 de otra tarde más dedicada a la procrastinación durante la cuarentena, escribo en mi Twitter: “El brasilero sólo será libre cuando el último Bolsonaro sea ahorcado con las tripas del último pastor de la Iglesia Universal”. Es una paráfrasis de un refrán atribuido a los iluministas Voltaire y Diderot, pero que tiene su origen en las confesiones del abate francés Jean Meslier (1664-1729). A lo largo de los siglos, el dicho fue recreado sin cesar por personas de los más variados espectros ideológicos, a partir de la siguiente formulación: “El hombre sólo será libre cuando el último rey sea ahorcado con las tripas del último sacerdote.”
El proverbio iluminista me vino de sopetón, cuando terminaba de leer una noticia sobre los fondos de comunicación del gobierno federal destinados a las emisoras de radios y canales de televisión de grandes iglesias evangélicas, esas fortalezas electorales de ultraderecha que están llevando a Brasil al precipicio. Indignado con la noticia, reescribí la frase de forma satírica, como ya hicieron tantos a lo largo de la historia, de manera distraída, como si sumara otra boutade más a las tantas que corren en las redes sociales, como alguien que hace garabatos en la servilleta de papel de un restaurante o escupe al pasar cerca del busto de un general en una plaza pública.
Sabía que no estaba sólo: buena parte de los contenidos de Twitter consisten en reacciones, insultos y burlas a la política y a las autoridades en general. La red social parece particularmente propicia a encausar la profanación con fines de catarsis –y también a algo más elemental–. Recuerdo el estudio realizado por un psicólogo británico que comprobó que los injurios aumentan nuestra capacidad de soportar el dolor. Ordenó a sus conejillos de indias a enumerar dos listas de palabras: la primera con insultos como los que soltamos al martillarnos nuestro propio dedo; la segunda, con palabras neutras. Después, ordenó a los participantes a poner la mano en un balde lleno de hielo. Los que leyeron la lista con palabras groseras fueron capaces de resistir casi el 50% más de tiempo con la mano en el hielo, y no sólo eso: sentían que el dolor provocado por la baja temperatura era menos intenso. Estudios semejantes fueron realizados durante ejercicios físicos, con resultados parecidos. Richard Stephens, de la Universidad Keele, en Inglaterra, el académico responsable por los experimentos, divulgados en 2009 en la revista NeuroReport, afirmó que maldecir produce una respuesta al estrés natural, así como un aumento de adrenalina y de los latidos cardíacos. Todo eso lleva a un tipo de “anestesia inducida por el estrés”.
Tal recompensa, sin embargo, a veces no vale la pena. Salgo de la computadora para hacer otras cosas y, cuando vuelvo a Twitter, veo que centenas de electores del presidente están enfurecidos, manifestándose en mi página con sus modos rumiantes e injuriosos. En las horas siguientes, invaden mis otros inboxes con amenazas de muerte y más insultos, ataques emprendidos por robots, seres humanos y algún eslabón perdido entre los dos.
Explico la cita en un thread y borro el tuit original, por consejo de un amigo escritor que también es abogado. Siento como si hubiese abierto bajo mis pies un desagüe conectado directamente al Valle de Flegetonte, uno de los ríos del Hades, o a la cloaca de un país entero. Bloqueo mis cuentas para evitar sumergirme en un estercolero de ganado zombi. En Facebook, como no pueden hacer más comentarios, dejan emojis con sonrisas de escarnio en las últimas publicaciones. Los fascistas encontraron en las redes sociales el recurso ideal para hacer alarde de todo su odio y su estupidez. Siguen estimulados por la sensación de que, finalmente, alguien oye sus gruñidos de hiena, incluso aunque sea por medio de las caritas de un muñequito amarillo.
Antes de dormir, hago captura de pantalla de las amenazas de muerte que recibí durante el día. No son las primeras en mi vida y tal vez ya me esté acostumbrando a ellas.
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18 DE JUNIO, JUEVES. “¿En serio has tuiteado eso?”, me pregunta por e-mail la editora de la sucursal brasilera de la Deutsche Welle, red de medios alemana para la cual escribo una columna quincenal. Debido a la repercusión, le propongo rápido explicar, en una nota en el sitio o en la próxima columna, la sátira que hice de una metáfora de casi trescientos años. Pero ella lo rechaza y me despide, con las siguientes palabras: “Este incidente vuelve insostenible tu colaboración con nosotros. Postear en las redes sociales que personas deben ser ahorcadas es abominable. No importa si es una cita, una paráfrasis o una ironía.” El argumento deshonesto, viniendo de una persona adulta y con las funciones cognitivas supuestamente al día, me revuelve el estómago. En ningún momento dije que personas “deben ser ahorcadas”, y creer lo contrario es simplemente desconsiderar la exigencia del lenguaje figurado o de cualquier capacidad de abstracción. El mensaje intolerante me suena todavía peor que toda la letanía fascista de los últimos dos días, le digo a mi psicoanalista por teléfono —la notificación de la editora llega por celular en el medio de la sesión. Media hora después, se publica en el sitio un comunicado en el cual la Deutsche Welle justifica mi despido, diciendo que el medio se opone a cualquier “discurso de odio”. Es una difamación en la que resuenan las manifestaciones promovidas contra mí desde el martes, en medio de una campaña de desinformación promovida por los actores políticos neofascistas que hoy gobiernan el país abusando, ellos sí, de una retórica odiosa. De hecho, estoy seguro de que los editores alemanes y los estúpidos que ocupan el Planalto comprenden la metáfora presente en la formulación iluminista original: que la iglesia y la nobleza (u otras famiglias) deben mantenerse apartadas del poder republicano, por el bien del pueblo. La cuestión aquí no es cognitiva, sino política: el ataque contra mí es del tipo que tiene como objetivo intimidar e invisibilizar voces críticas a los poderosos. En mi caso, usando una acobardada empresa pública alemana. La operación de la Deutsche Welle es un éxito. Uno de los hijos del presidente, Eduardo Bolsonaro, reproduce la decisión de la empresa en sus redes sociales, agregando que “todavía hay esperanza en algunos sectores de los medios” y amenazándome de juicio. Los diputados neofascistas y sus secuaces celebran públicamente. El tumulto en mis perfiles, que ya había disminuido pasado dos días del tuit, explota. Escritores, periodistas y editores muestran solidaridad, estupefactos, y también son (acá es un poco más como atacados) por la turba abominable. Paso la tarde sentado en el sofá, inmóvil, con la computadora en las piernas, pasando la pantalla mientras proliferan las conmemoraciones en mi contra, videos y montajes ofensivas con mi cara, amenazas de muerte y de juicios. No recuerdo otra ocasión en que haya sentido ganas de vomitar al leer algo —bueno, tal vez en ciertos pasajes de Memorias del Subsuelo, de Dostojevski, cuando era adolescente—. Tarde o temprano, este gobierno va a terminar. Como siempre ocurre. Pero estos individuos continuarán habitando el mundo, exactamente como antes. Al final de día, mi analista me manda un mensaje: “Estoy saliendo de vacaciones la próxima semana. Regreso en agosto.” 19 DE JUNIO, VIERNES. Amanezco discutiendo con mis dos mejores amigos de izquierda, ambos bravos y empedernidos activistas por los derechos humanos. Cuando le informo a L. sobre lo que está pasando, lo primero que me responde es: “¿Todavía piensas que no te has equivocado, João Paulo?” La cuchillada por la espalda viene de donde menos se la espera. Intento contraponerme hablando del monopolio de la ofensa por parte de la derecha, hoy al parecer naturalizado, y que vivimos una disputa no sólo ideológica, sino también retórica. L. me responde con un audio nervioso de dos minutos: “No me gustó tu tuit. Me pareció muy duro, inadecuado para el contexto que estamos viviendo. No entiendo cómo escribes ese tuit sin pensar en el contexto y sin pensar que eres un hombre público, que eres una persona con influencia. Es obvio que eso iba a repercutir en ti. No es por ti lo que está pasando, ¿entiendes? Te estoy diciendo esto porque necesito ser sincera contigo. No puede ser que me chantajees.. Pienso que flaqueaste y cediste espacio. ¿No puedes reconocer que cediste espacio en el Brasil del 2020? Eso me parece preocupante. Ya habías tenido problemas con otros medios. Si quieres trabajar en esos lugares no puedes decir todo lo que quieres. Yo tampoco puedo decir todo lo que quiero en las redes. Y ese límite hoy está dado por el contexto en el cual estamos viviendo. ¿Estás decepcionado con la Deutsche Welle? No esperaba nada diferente de ellos o de ningún otro medio. Eso no quiere decir que te esté abandonando. Y no me vengas a decir que estoy acobardada, porque sabes que tengo más trabajo que la mierda aquí, comprando unas peleas que no tienes ni idea”. Hay situaciones que no permiten adversativos. No hay “pero” en un momento como este. L. no tiene que estar de acuerdo con lo que escribí: lo que está en juego es mucho más serio. Siempre es triste perder una amistad a causa de la política —al mismo tiempo no hay motivo mejor—. «Salgo de la computadora. Cuando vuelvo, veo que centenas de electores del presidente están enfurecidos. En las horas siguientes, invaden mis otros inboxes con amenazas de muerte y más insultos, ataques emprendidos por robots, seres humanos y algún eslabón perdido entre los dos». 21 DE JUNIO, DOMINGO. El viernes, G. y yo tomamos el coche y nos fuimos hacia el Sur de Minas. Ella está en la búsqueda de un terreno en el interior. Para cierta elite, las grandes ciudades han perdido el estatus de confort material (y espiritual, vía equipos de cultura), cristalizado a fines del siglo XIX y que ahora parece finalmente caducar. Tal vez la pandemia haya acelerado ese proceso de desurbanización simbólica: mi amiga es apenas otra persona más buscando el idilio pastoril en tiempos de cuarentena. En la ruta, para distraernos, entramos en los perfiles de la gente que pide seguirme en Instagram. Son centenas. Vemos sus fotografías tomadas en templos, shoppings, automóviles, cumpleaños, partidos de fútbol, casamientos y bautismos. Llevan anteojos negros, uniforme, traje, quimono, un largo vestido blanco alquilado con bolados en los bordes. Como si G. y yo fuéramos porteros de una discoteca, excluimos a la mayoría con el siguiente criterio: si la persona puede querer matarme o no. Después le mostré un poco del horror en mis buzones de entrada, donde los partidarios del presidente reenvían fotografías de sus cuchillos y fusiles, llamándome parásito, comunista, vago, drogadicto, demonio, desgraciado del infierno. “¿Quién te piensas que eres para hablar del presidente? Vas a ir a la cárcel a entregar tu culo sucio y oloroso.” Dicen tener contactos (ellos siempre tienen muchos contactos) y que me van a ahorcar, a descuartizar, a destripar y a arrancarme la lengua. Dos horas de viaje nos llevaron hasta un terreno en un valle en Extrema, pero no lejos del mundo de los brasileños que vienen frecuentando mis redes. La construcción principal, de la cual sólo quedó el esqueleto, era un retiro evangélico, explicó el agente inmobiliario. Caminamos por el templo abandonado hasta el altar. Atrás del púlpito, en una pared de ladrillo a la vista, vimos el nombre “JESÚS” en un adorno de letras doradas inflables, esas de fiesta de cumpleaños infantil. De allí fuimos a almorzar en Monte Verde. Fue la primera vez desde marzo que me senté en un restaurante. G. es artista visual, recién llegada de un posgrado en Canadá, y, como siempre, la conversación concluyó en planes de contingencia y migración. Pero, por primera vez en mi vida, no quiero irme de Brasil, dice ella, mientras observa, desde la terraza del restaurante, un cartel al lado de un local de recuerdos: “Aquí no tenemos crisis, tenemos a Cristo.” 29 DE JUNIO, LUNES. Un periodista le preguntó hoy al portavoz de la primera ministra Angela Merkel si mi despido tuvo motivos políticos, durante la conferencia de prensa semanal del gobierno alemán. Bastante incómodo, el portavoz respondió que en ese momento no podía dar detalles sobre el tema. Empleados y exempleados de la Deutsche Welle me han escrito desde Alemania, demostrando solidaridad e informando reservadamente que mi despido sucedió por orden directa del Ministerio de Relaciones Exteriores alemán, presionado por el gobierno brasilero vía la embajada en Brasilia. Pierdo el día en comunicaciones con conocidos en la diplomacia brasilera. Dicen que esa administración de Itamaraty es pródiga en comunicarse internamente usando expedientes paralelos y fuera de radar —o sea, no hay ninguna esperanza de que exista algún telegrama o comunicación oficial archivada sobre mi caso—. Más de uno comenta que, para mantener sus puestos, los diplomáticos deben ofrecer pruebas de fidelidad. Tal vez mi cabeza haya sido una de ellas. La paráfrasis de un proverbio iluminista hecha por un escritor comunista y oscuro se convierte en un pequeño affaire d’État en una conferencia de prensa en Berlín, siendo que, desde la campaña electoral, miembros de un gobierno miliciano de extrema derecha en Brasil amenazan con ejecutar a sus opositores (“fusilar a la petralhada” – 1, “mandar a la oposición a la punta de la playa” 2). Además de eso, usan slogans nazifascistas en redes oficiales, como “Brasil por encima de todo”, adaptación de Deutschland über alles (Alemania por encima de todo), frase adoptada por Hitler, y “El trabajo, la unión y la verdad los liberará”, que resuena al slogan Arbeit macht frei (El trabajo libera), fijado en la entrada de los campos de concentración nazis. Sin hablar de “¡Ya hemos pasao!”, frase de los franquistas usada por el asesor especial de la Presidencia de Asuntos Internacionales, un tal Filipe Martins, al saludar a uno de los hijos del presidente en Twitter. Y como si fuera poco, está el exsecretario de Cultura Roberto Alvim haciendo cosplay de Goebbels en cadena nacional y la desfachatez del ministro Paulo Guedes, citando nominalmente al ministro de Economía nazi, Hjalmar Schacht, como un ejemplo a seguir, al referirse al plan de reconstrucción económica de Hitler, que incluyo mano de obra servil y militarizada. Es todo muy ridículo, aunque no tenga gracia. 26 DE JULIO, DOMINGO. Al final del día, respondo el mail de un abogado alemán recomendado por un periodista de la propia Deutsche Welle. Estamos entrando con una solicitud de acceso a la información para que la empresa revele los mensajes intercambiados sobre mi desvinculamiento —de acuerdo con la ley europea, tengo el derecho de acceder a documentos de órganos públicos que lleven mi nombre—. Después de eso, pretendemos pedir la publicación de una disculpa pública, corrigiendo su comunicado cretino, y una indemnización. 24 DE AGOSTO, LUNES. Después de un par de semanas intentando olvidar el tema de “las tripas”, me entero por Folha de S. Paulo que el procurador de la República, Federico de Carvalho Paiva, falló a mi favor en Brasilia, archivando una acusación criminal en mi contra que yo desconocía. Un fragmento: “El mensaje originalmente publicado en la red social Twitter es fruto de la expresión artística de un conocido escritor brasileño. El escritor utilizó el sentido figurado para hacer una crítica legitima al actual presidente de la República. Por más que la crítica se pueda considerar grosera u ofensiva, es preciso considerar que el cargo ejercido es una función pública y está sujeto a crítica pública. Se trata del ejercicio de la libertad de expresión, que no puede ser cercenado por personas ignorantes que no tienen capacidad de comprender una hipérbole. En el caso concreto, el mensaje publicado fue realizado en sentido figurado, utilizando el escritor un texto del renombrado filósofo y escritor francés Diderot. El derecho de expresión intelectual y artística posee matriz constitucional y no puede ser amenazada por el Derecho Penal. El país vivió más de veinte años bajo el régimen de la censura y el actual orden constitucional asegura plena libertad de crítica a los poderosos de turno”. Leyendo la decisión, recuerdo la última vez que vi mi nombre en páginas criminales. Fue cuando me declararon muerto (por equivocación, hasta nuevo aviso), después de que un cadáver fue encontrado por la policía en Lapa, en Río de Janeiro, con mi certificado de nacimiento en el bolsillo. Y de la misma forma en que la investigación sobre mi muerte en los archivos de la Comisaría 5° puede ser leído como un paratexto de mi novela Descubrí que estaba muerto, estas nuevas páginas criminales se transformarán en elementos paratextuales de un nuevo libro, basado en mis diarios recientes. Los franceses llaman l’esprit de l’escalier al momento que sigue a una conversación en la que uno encuentra la respuesta que debería haber dado, pero que ya no sirve más. Porque uno, cabizbajo y un poco humillado, ya descendió la escalera desde lo alto de la cual su interlocutor ahora observa, apoyado en la baranda con aires de triunfo. Pues, si hay algo que la literatura (aquello que Paul Valéry llamó una “vastavenganza de l’esprit de l’escalier”) puede devolvernos, es ese tiempo entre los escalones. Para intentar llegar a alguna réplica extrayendo algo de la experiencia previa. No con el objetivo de alcanzar cualquier tipo de verdad —y sí algo más alto que eso—. 1º DE SEPTIEMBRE, MARTES. El abogado alemán me escribe, diciendo que la Deutsche Welle se niega a proporcionar la comunicación interna con mi nombre. Pero debe haber una buena noticia en eso: si se niegan es porque tienen algo que esconder. Como todavía estamos en la fase de comunicaciones extrajudiciales, el abogado dice que la mejor forma de presionar es recurriendo a la Justicia alemana, lo que implica gastos. No pienso en desistir. 22 DE SEPTIEMBRE, MARTES. De vez en cuando, recuerdo las amenazas y las advertencias de los informantes de la Iglesia Universal que me fueron enviadas vía inbox, dando como cierto el hecho de que sería procesado por ellos. Y hago una búsqueda en Google con mi nombre completo. Descubro en pocos minutos que ocho pastores evangélicos, de estados diferentes, me están procesando por injuria. Las indemnizaciones pedidas varían entre los 10 mil y los 20 mil reales. Todas fueron presentadas por causa del tuit basado en Maslier y dos de ellas son referentes a investigaciones policiales. «La paráfrasis de un proverbio iluminista hecha por un escritor comunista y oscuro se convierte en un pequeño affaire d’État en una conferencia de prensa en Berlín, siendo que, desde la campaña electoral, miembros de un gobierno miliciano de extrema derecha en Brasil amenazan con ejecutar a sus opositores». 24 DE SEPTIEMBRE, JUEVES. Voy al shopping a buscar un pasaporte nuevo —e inútil, por lo menos hasta que Brasil deje de ser uno de los centros mundiales de la pandemia—. La nueva validez es de diez años, pero imagino que no voy a usarlo tanto como el anterior. Almuerzo en un restaurante australiano en el mall. Los empleados usan escudos faciales y máscaras, los televisores están sintonizados en canales de surf, una música eufórica de FM se extiende por el ambiente. Escena tétrica en la que hasta los extras se olvidaron de aparecer: el lugar está desierto. Para leer el menú ahora tengo que apuntar el celular en un gráfico rudimentario. Yo me complico, pero el mozo toma mi aparato y me conduce con los dedos por la lista hasta los platos del día. Cuando me devuelve el teléfono, me apuro en limpiar la pantalla con alcohol. Antes y después del almuerzo, hago anotaciones y repaso lo que estaba haciendo en Madrid en junio de 2019, es el inicio del libro que comienzo a escribir a partir de estos diarios. Paso el resto del día hablando con abogados recomendados por amigos. Intento que me defiendan pro bono, esto es, sin recibir honorarios. Según el último revelamiento por uno de ellos, además de los procesos criminales, hay 17 procesos civiles en mi contra en seis estados diferentes, en municipios en el medio de la nada como Tomar do Geru (Sergipe) y Ouro Preto do Oeste (Rondônia). Todos impulsado por pastores de la Iglesia Universal. Como los juzgados especiales civiles requieren la presencia del acusado o de su abogado, se trata de una acción orquestada por los proxenetas de la fe ajena para enloquecer (o llevar a la quiebra) al enemigo apóstata. Uno tiene que jugar el juego para entender por qué está jugando el juego. 26 DE SEPTIEMBRE, SÁBADO. Despierto con el siguiente mensaje de uno de mis abogados: “Hice un barrido por todos los tribunales del país (menos en TJRR, el Tribunal de Justicia de Roraima, que por el momento está fuera de servicio) y localicé 77 procesos en tu contra, todos en juzgados especiales y todos con la misma causa de pedido, variando el valor dentro de ese parámetro que tú ya sabes. Aunque la búsqueda no haya estado enfocada en mapear la existencia de los procesos, fue posible notar la existencia de al menos dos medidas cautelares: una en Rio de Janeiro, determinando el retiro de contenido supuestamente ilegal, y otra en Acre, denegando un pedido cautelar idéntico. Los procesos están distribuidos en al menos 19 unidades de la Federación, en todas las regiones del país, desde Acre a Rio Grande do Sul. La acción está claramente coordinada”. Hay una organización billonaria, que tiene ramificaciones en prácticamente todos los municipios del país, que están utilizando la Justicia brasileña para atacarme. Además de ser imposible defenderme, creo que no sería suficiente, porque ellos incluso pueden llegar con otras cien demandas al día siguiente. Para que esto no se repita con otras personas, lo ideal sería transformar este caso en una denuncia contra asedio judicial y lawfare, el uso abusivo o ilegitimo de la ley o de los procedimientos legales para perseguir y destruir a alguien. Ese tipo de litigio de mala fe en masa ha sido usado no sólo para hacer inviable la crítica en Brasil, sino también para crear un estado de miedo y amenaza permanente a la libertad de expresión. Por la noche, bajo por Rua Augusta hasta Praça Roosevelt. Ciudadanos sin barbijo, bares llenos. Me siento en el único bar vacío, bebo una cerveza que baja mal. Después voy con P. a una fiesta en una mansión en Jardim Europa, donde una joven vive sola junto a una colección de arte contemporáneo. Por mis cuentas, somos unos seis o siete irresponsables sueltos por la casa. Hay un DJ en el cuarto del televisor. Bebo cerveza, gin, fumo dos habanos cubanos de una pequeña estufa. Cuando llego a casa, no puedo dormir y corro hasta el baño. No recuerdo la última vez que había vomitado tanto. 30 DE SEPTIEMBRE, MIÉRCOLES. Voy a un templo Umbanda a buscar fuerzas en la Tierra. Allí, tengo una sensación de fiebre, siento las manos dormidas, bostezo mucho. Con los ojos cerrados, veo cascadas de luz púrpura. Certezas: de que estoy aquí, estando lejos, de que ahora es mañana, y el adentro es también el afuera. Todo eso traspasa la mimesis, por lejos, aunque haya una compleja tela de símbolos en el altar y en transfiguración. Cesare Pavese: “El único modo de escapar del abismo es mirarlo y medirlo y sondearlo y descender a él.” El abismo como antídoto y ascensión, descender volando. Paso la tarde conversando con un defensor público, una abogada de derechos humanos, un abogado criminalista y un abogado civil. Descubro que, en el ámbito del Ministerio Público Federal, hay más de tres investigaciones, una de ellas en la Procuraduría General de la República. Siento que mi caso es una papa caliente: ni la Defensoría Pública puede encarar este ataque. Las organizaciones de derechos humanos todavía lo estudian. Las indemnizaciones sumadas deben dar un millón de reales. Siento un raro alivio por no tener ningún patrimonio. Sueño que soy un niño que de súbito percibe que está en una película italiana (¿una película de Rossellini?): Todo es blanco y negro. La propia textura del mundo se altera, se granula, se mueve más lento. Veo el vuelo de una mosca entre los pelos de mi brazo, el polvo bailando ondulante por la atmósfera. Estoy en la parte trasera de una carroza y me doy cuenta de que mi tío es un actor, mi amigo es un actor, y ahora entiendo que cada uno tiene dos nombres, uno detrás del otro, el nombre del personaje y el nombre acreditado. Siento una hinchazón extraña en las encías, como de pedazos de vidrio o porotos crudos, agacho la cabeza: sobre mi mano en forma de concha, escupo todos mi dientes viejos, largos y afilados como garras muy antiguas. Guardo esos huesos delgados en el bolsillo de un pantalón de tela antes de despertar. Aún Pavese, en su diario, El oficio de vivir: “Es una desolación tonificante -como una mañana de invierno -sufrir una injusticia. Eso reaviva […] nuestro gusto por la vida; devuelve el sentido de nuestro valor frente a las cosas, da orgullo. Mientras que sufrir por puro azar es una desgracia, es humillante. Yo sufrí así, y hubiese querido que la injusticia y la ingratitud hubiesen sido todavía mayores. A eso se le llama vivir […] Es tan raro sufrir una buena injusticia total. Por lo general, sucede cuando somos un poco culpables, y adiós mañana de invierno”. 1º DE OCTUBRE, JUEVES. Por motivos obvios, pienso en Cristo. Leo un texto de David Bentley Hart, un cristiano ortodoxo norteamericano, filósofo y teólogo, sobre la incompatibilidad del cristianismo con la cultura capitalista, esencialmente secularista. El Nuevo Testamento (que hace poco retradujo) no sólo condena la riqueza personal como un peligro moral, sino como un mal intrínseco. Los primeros cristianos (pre-Constantino, pre-Reforma, pre-lavado del Evangelio para calibre espiritual de las clases medias planetarias) eran parte de una pandilla radical que se tomaba muy en serio la búsqueda de la santidad a través de sus actos, a la luz dura del Juico Final. Y bastante de aquello está relacionado con sus vínculos con los bienes materiales. Transcribo, algo editado, una breve exégesis de Hart: “Cristo claramente quiere decir lo que dice al citar al profeta: él fue ungido por el Espíritu de Dios para predicar las buenas nuevas a los pobres (Lucas 4, 18). Para los prósperos, las noticias que trae son decididamente sombrías: ‘Ay de vosotros los ricos, porque ya estáis recibiendo todo vuestro consuelo; ay de vosotros, los que ahora estáis saciados, porque tendréis hambre; ay de vosotros, los que ahora reís, porque os lamentareis y llorareis’ (Lucas 6, 24-25). […] Cristo no sólo exige que donemos voluntariamente a todos los que nos piden (Mateo 5, 42) y que lo hagamos con tal prodigiosidad que una mano ignore la generosidad de la otra (Mateo 6, 3); él prohíbe explícitamente la acumulación de riqueza terrena –no apenas la acumulación demasiada obsesiva– y permite, al contrario de esto, solo la acumulación de los tesoros del cielo (Mateo 6, 19-20)”. “Sorprende como raramente los cristianos parecen darse cuenta de que esos consejos son declarados, de forma bastante decidida, como órdenes. […] En su epístola, Santiago […] recuerda a sus lectores que ‘Dios eligió a los pobres para que sean ricos en fe y hereden el Reino’, y que los ricos, al contrario, deben ser reconocidos como opresores y perseguidores y blasfemos del santo nombre de Cristo (Santiago 2, 5-7). Santiago incluso advierte a sus lectores contra la presunción de planear para obtener lucro de emprendimientos comerciales en la ciudad (4, 13-14). […] Propiedad es robo, pareciera. Justo o no, el texto no distingue la buena riqueza de la mala”. Como vemos, en la aurora de la fe, el precio para volverse cristiano y ser un seguidor del Camino era simple: renunciar a toda reivindicación de propiedad privada y consentir la propiedad común de todo (Hechos 4, 32). Apenas —énfasis en el “apenas”— por el aspecto material, podemos afirmar que buena parte de estas iglesias neopentecostales, erguidas sobre la llamada teología de la prosperidad y un misticismo sin alma, que usan el cristianismo como un parasito a su hospedador, es constituida no sólo por mercaderes del templo, apóstatas, malos lectores de la Biblia o malos cristianos, sino también, y efectivamente, por anticristianos. Cristofóbicos, por lo tanto, para emplear una palabra usada por el presidente de Brasil, son, entre los pastores evangélicos, aquellos que usan el termino para defender una religión que acomoda valores que Cristo y los primeros cristianos no reconocerían: ganancia, violencia, nacionalismo. Usan el nombre de Cristo y una decoración vagamente cristiana para defender el mal en todas sus formas. No es casual que el capitalismo tardío nos esté llevando, con cierta tranquilidad y sin retorno aparente, al apocalipsis —hay quienes llaman al desastre climático provocado por el sistema de “Capitaloceno”—. Los Últimos Días parecen haber llegado, y las únicas salidas que tenemos están previstas en el Evangelio: el socialismo, la distribución de bienes, la lucha contra la acumulación de capital. Para eso, cualquier revolución precisa necesariamente tomar a Cristo de nuevo. Pero, hoy, su nombre está en el corazón de la Bestia. 3 DE OCTUBRE, SÁBADO. Un abogado me actualiza: son por lo menos 83 procesos –el número es todavía mayor porque algunas páginas web de tribunales están fuera de servicio. Leo, con las orejas hirviendo de vergüenza, algunas de las páginas iniciales de los procesos, todas muy parecidas. Tipos adultos, cuyo principal objeto de trabajo es un libro, la Biblia –repleto de metáforas mucho más duras que la de Meslier – aquí, en estos procesos, fingen no comprender el lenguaje figurado. Sigo intentando conseguir la ayuda de organizaciones internacionales o de estudios que acepten trabajar pro bono para defenderme de este litigio de mala fe en todos los sentidos del término. Si yo tuviese tiempo y recursos, iría a alguno de esos lugares en los confines de Brasil a defenderme e intentar conversar a corazón abierto con esa gente. Es el único turismo posible para un brasileño en medio de la pandemia, y daría una buena road movie. L. me escribe desde Nueva York. Quiere hacer ruido con la prensa internacional, dice que esos procesos son mi diploma de radical chic. Le respondo que preferiría recibir ese tipo de condecoración con vino. 8 DE OCTUBRE, JUEVES. Suspenso inmobiliario, esperando la firma de un contrato de alquiler, después de meses buscando inmuebles. Una inversión para quedarme en Brasil, ¡qué momento! Folha de S. Paulo me hace una entrevista sobre los procesos. Tal vez el caso necesite de visibilidad para conmover a algún estudio o a un abogado idealista. Todos con los que conversé hasta ahora me aconsejan o me ayudan a mantener el conteo de los procesos, pero se echan para atrás a la hora de efectivamente ofrecerme la defensa. El consenso entre los abogados parece apuntar a que el caso es indefendible (en el sentido de que no tengo capacidad económica o logística para defenderme en todas esas comarcas) y que la única salida sería contraatacar de alguna forma. Todavía no sabemos cómo. 13 DE OCTUBRE, MARTES. Folha publicó el viernes la nota sobre los procesos de las tripas, como empiezo a llamarlos. Escritores colegas firman una nota de apoyo, asociaciones de renombre la suscriben, como la ABI (Asociación Brasilera de Prensa) y la UBE (Unión Brasilera de Escritores). Me escriben amigos de Europa: “Ven para aquí ahora.” Y también: “Ve a escribir ficción y sé feliz en un lugar que respete tu inteligencia.” No voy ni vengo: ahora no puedo ir a ningún lugar. Algunas entidades y abogados me buscan. Hablan de litigio de mala fe, atentado a la dignidad de la Justicia, violación de la buena fe objetiva procesal, demandas repetitivas, etc. En un comunicado publicado en Folha, la Iglesia Universal crea confusión al decir que no tiene nada que ver con las acciones coordinadas. Además de que los textos son parecidos (o idénticos, aunque sean de estados distantes, como Rondônia e Minas Gerais), están escritos con el lenguaje de un jurista, aunque estén firmados por pastores de esta misma iglesia en páramos alejados de la mano de Dios. Imagino que no es difícil probar el asedio procesual y montar un caso a partir de eso. «Cristofóbicos, para emplear una palabra usada por el presidente de Brasil, son, entre los pastores evangélicos, aquellos que usan el termino para defender una religión que acomoda valores que Cristo y los primeros cristianos no reconocerían: ganancia, violencia, nacionalismo». 14 DE OCTUBRE, MIÉRCOLES. Reunión con un abogado en una oficina de lujo desierta en la Avenida Paulista. Los vidrios del suelo hasta el techo dejan ver el esqueleto del edificio en construcción de al lado, donde trabajan obreros con mamelucos azules. En la mesa, algunas de las acciones repetidas, aunque de estados diferentes y firmadas por diferentes pastores. Hay cerca de media docena de patrones que la organización fue esparciendo por el país, en comarcas muy distantes. Es surrealista: pastores de ciudades como Caixas (MA), Pacajus (CE), y Montes Claros (MG) relatan haber oído la misma provocación en la calle: “¡Ey pastor, te has vuelto famoso, ¿eh? ¿Con tus tripas van a ahorcar a los Bolsonaro?” Cuando estoy casi llegando a casa, recibo por celular la foto de una medida cautelar concedida por un juez de Campos dos Goytacazes, en el estado de Rio de Janeiro. El magistrado determina la “remoción y/o bloqueo integral del perfil @jpcuenca de Twitter”. La celeridad de la decisión se justifica porque “esperar el trámite normal del juicio tendría serios riesgos a la idoneidad moral y religiosa [del pastor que promovió la demanda] que no puede admitirse.” Según el abogado, mientras no sea notificado, todavía tenemos tiempo. Ellos no tienen mi dirección. Decido reírme de la decisión sin sentido. Me actualizan: son 111 procesos. And counting. 18 DE OCTUBRE, DOMINGO. El diario El País publica una nota en su edición del domingo: “La cruzada judicial de 111 pastores evangélicos contra un escritor brasileño por un tuit”. Casi no me reconozco en la foto publicada en el diario: parezco envejecido. Algunas historias son buenas de recordar, aunque sean pésimas mientras dura la experiencia. Otras son malas de cualquier forma. Un colega me ofrece contactarme con una red gringa de asistencia para escritores en peligro. Un amigo de un amigo, corresponsal de guerra en Medio Oriente, me escribe: “en el peor escenario, algún idiota odioso puede querer meterte una bala”. Él sigue: “Espero que hagas discretamente tu salida hacia Buenos Aires, o mejor, a Montevideo, más tranquila, y de allá para un refugio incógnito en el campo, donde puedas continuar respirando fuera del estado de sitio. De mi perspectiva paramilitar, considero que sería importante tener a tu lado un seguridad profesional discreto para ayudarte en la fuga. Con eso me refiero a un capanga local o un matón, pero un ex operador de elite en un Ejercito de primera. Si quieres que haga algunos llamados, contáctame por Signal. Aguanta fuerte y sigue con suerte.” Agradezco a la escritora y al compañero zapatista, pero creo que no es para tanto. Consigo que uno de los abogados con quien estaba conversando acepte defenderme pro bono, pero todavía esperamos el apoyo de una organización gringa. Conversaciones sobre estrategias de defensa, grupos de WhatsApp, amigos preocupados. Cuando me olvido un poco del caso, recibo un mensaje dándome fuerzas. Pierdo plazos de entrega de proyectos, no logro leer más y, principalmente, escribir el libro en el que debería estar trabajando. 26 DE OCTUBRE, LUNES. Estoy obsesionado por las memorias de Ricardo Piglia, tal vez por estar intentando levantar una novela de ficción sobre mis propios diarios. Escribe: “La experiencia personal, escrita en un diario, está intervenida, a veces, por la historia o la política o la economía, es decir, que lo privado cambia y se ordena muchas veces por factores externos. […] Basta un cambio de ministro, una caída en el precio de la soja, una información falsa manejada como verdadera por los servicios de información o de inteligencia del Estado, y cientos y cientos de pacíficos y distraídos individuos se ven obligados a cambiar drásticamente su vida y dejar de ser, por ejemplo, elegantes ingenieros electromecánicos, en una fábrica obliga a cerrar por una decisión tomada una mañana de mal humor por el ministro de Economía, para convertirse en taxistas rencorosos y resentidos que sólo hablan con sus pobres pasajeros de ese acontecimiento macroeconómico que les cambió la vida de un modo que podríamos asociar con la forma en la que los héroes de la tragedia griega eran manejados por el destino.” Hay pocas cosas más argentinas que comparar a un taxista con un héroe griego – y tal vez por eso yo sea a veces tan argentino, no sólo porque mi padre haya nacido en San Pedro, en la provincia de Buenos Aires–. Hoy el PEN Internacional, el PEN América y el PEN Brasil publicarán en conjunto una nota de apoyo. El tono es muy firme, el peso de esas instituciones todavía es grande, incluso en remotas democracias disfuncionales como la nuestra. Ayer, una entrevista mía grabada en Rio en agosto salió al aire por SVT, la televisión estatal sueca. En el video, aparezco caminando por las calles de Copacabana con barbijo, camisa y zapatos, como un alienígena. Al fondo del plano, los brasileños juegan futevôlei en la arena. Me veo hablando sobre los recientes acontecimientos delante de un cielo nublado y sólo consigo pensar en el tamaño de la derrota que sería irse del país en este momento. El abogado me actualiza: hasta ahora hay 130 procesos, con las demandas sumando más de dos millones de reales. Ese ya no es el punto: los números no hacen ninguna diferencia. 2 DE NOVIEMBRE, LUNES. Me lastimé las lumbares el fin de semana al vaciar el contenido de 35 cajas grandes de libros, retiradas de una celda de zinc en un triste guardamuebles en Marginal Pinheiros. Después de un año y medio lejos de ellos, ahora tengo organizados en la pared los brasileños, los argentinos, los franceses, los rusos, los japoneses, los anglosajones, los germánicos, los clásicos, los ensayos, los teóricos, los otros, etc. Una vida entera delante de los ojos: por cada volumen, una librería en una ciudad en un punto del mundo, un escenario y una escena, una época y un destino. Esos libros, en la pared y en ese orden, tal vez se confundan con algún orden concreto que necesito para existir en el mundo. No como reflejo o balance de una experiencia previa de lectura o de plan para el futuro, sino como mi propia casa. Hay un lindo texto de Walter Benjamin sobre desempacar una biblioteca que termina exactamente con esta imagen: “Libros como ladrillos”, y el lector desapareciendo dentro de ella, como debe ser. Ahora, pensándolo mejor, ya no estoy hablando de un lugar para vivir, y sí de un círculo mágico, un laberinto, una sacristía, un altar. 7 DE NOVIEMBRE, SÁBADO. Descubro que Trump finalmente perdió la elección mientras estoy comiendo ostras con A. en el Mercado Municipal de São Paulo, lleno como en Navidad. Actualizaba el New York Times en el celular cada cinco minutos, desde temprano. Hasta que cambió todo. Nos abrazamos y nos besamos, pido una botella de champagne, después voy al Box62, en Sacolão da Bela Vista, a festejar con amigos. Un día feliz: esta elección altera el equilibrio de las fuerzas, más aquí que en los Estados Unidos. Tal vez el péndulo esté empezando a volver, apartándose de la barbarie. 16 DE NOVIEMBRE, LUNES. Estamos tan acostumbrados a las malas noticias que recibimos las buenas con desconfianza. Boulos en segunda vuelta en São Paulo, con el candidato bolsonarista en cuarto lugar. Crivella aparentemente aniquilado en Rio de Janeiro. El consorcio político de milicianos con la Iglesia Universal es humillado, y en su propia cuna. No voté –no transferí mi residencia, no quise viajar–. 19 DE NOVIEMBRE, JUEVES. Todavía me estoy adaptando al apartamento nuevo. Como el apartamento ocupa el piso entero, la luz entra por dos lados y puedo emprender largas caminatas dentro de él. Por las ventanas altas, el palillero plúmbeo y discontinuo de la ciudad de São Paulo. Aunque esté 16 pisos por encima del suelo, todos los días despierto con los automóviles rayando el asfalto de la Radial. Sobre el caso de las tripas, ayer un editor del New York Times se puso en contacto, pasamos una hora al teléfono y hay unas fotos agendadas para el sábado por la mañana. Quieren que salga en la edición del domingo. Pero el Times es como ciertos amores: sólo creo si lo veo. Hoy descubrí en Folha de S. Paulo que la Asociación Brasilera de Prensa entró con una representación de mi caso en el Ministerio Público Federal. Pedirán la apertura de una investigación civil. Dice la noticia: “La ABI pide que en la investigación sean oídos Cuenca y el obispo Edir Macedo, de la Iglesia Universal. La asociación también quiere que sean escuchados representantes legales de Folha, del diario O Globo y de The Intercept Brasil para esclarecer los impactos de la práctica de asedio judicial contra periodistas. La asociación también requiere que todas las acciones judiciales movidas por miembros de la iglesia sean requisadas a los tribunales, para que los autores esclarezcan sus motivaciones. La ABI pide incluso que la Fiscalía realice una audiencia pública para debatir el uso del asedio procesual contra la libertad de expresión.” Pienso cuál corbata podría usar. ¿Roja, con un pequeño Exú, tal vez? 22 DE NOVIEMBRE, DOMINGO. “Mr. Cuenca dice esperar que este calvario produzca cambios en el sistema judicial para evitar barreras legales parecidas. Y tal vez todo eso se convierta en tema de su próximo proyecto literario”, escribió el New York Times. Salió la triste noticia en el diario norteamericano, venida del zoológico melancólico del Tercer Mundo. Me dieron casi una página entera, foto abierta arriba, el personaje exótico sosteniendo una taza de café en la ventana, resaca estampada en el rostro. Ya el viernes, nervioso como una debutante, di comienzo a una arenga doméstica –desmesurada, irresponsable, ruidosa– que termino recién con el almuerzo de hoy, abriendo el texto del Times en el móvil, mientras almorzaba y tomaba una cerveza. Los amigos festejan, me llaman “Mr. Cuenca”. Yo brindo, me río, hago bromas. Pero, en silencio, desconfió que esta clase de cosas necesitan dejar de suceder. 11 DE DICIEMBRE, VIERNES. Despierto con la noticia y tomo, corriendo, un vuelo a Rio de Janeiro: mi abuela de 98 años murió mientras dormía. Me hago cargo de todos los trámites de sepultura, para proteger a mi madre, que está aislada en casa. Los recuerdos que tengo de doña Carmen Beatriz da Cunha Bastos, mi abuela, están entre los primeros de mi vida: tardes enteras oyendo óperas como Madame Butterfly, Aída, Tosca y, claro, Carmen, a volumen alto y con ella traduciéndome trechos de los libretos, explicando detalles de las tramas, historia de amor entre lo sublime, lo sórdido y lo extraordinario. Yo tenía 5 años y tal vez venga de ahí cierta tendencia a la tragedia y los amores imposibles –aquel niño melómano y apasionado aún vive en mí. Ya adolescente, yo oía compilados de Bach y Mozart en cassetes e iba con ella al Theatro Municipal de Rio. A los 12 años, la acompañaba vestido con mocasines y cachemira, como si fuese un señor de 70 años. Después, tomábamos el té entre las columnas persas del Salão Assyrio, el cinematográfico restaurante en el subsuelo del teatro. Mi abuela me enseñó a comer con cubiertos de plata, a decir palabras en francés, a besar las manos de las señoras y, sobre todo, a reconocer la elegancia de quien no necesita de ningún gesto para imponerse en silencio –actitud felina que yo me pasaría la vida intentando emular, sin éxito. En el velorio, me quiebro. El salón 3 del Memorial do Carmo está completamente vacío. Sólo velo el pequeño cajón repleto de crisantemos blancos. Mi abuela parece radiante como siempre. Mientras espero la hora de la cremación sentado a su lado, recibo por celular la noticia de que una ONG que brinda asistencia jurídica a periodistas y medios de comunicación independientes, la Media Legal Defense Initiative, aceptó ayudar a defenderme. Hago una rápida conversión del valor ofrecido en libras para el costo de los juicios y no logro evitar el pensamiento de que jamás recibí nada parecido por el adelanto de un libro. El abogado me actualiza otra vez: ahora son 143 procesos judiciales, por un total de 2,4 millones de reales. Cuando salgo para acompañar a mi abuela hasta la puerta del crematorio, el hall está lleno de militares usando trajes camuflados y boinas rojas. Son muy jóvenes y todos cargan fusiles, con la excepción de un pequeño grupo llevando instrumentos musicales en los hombros. Le pregunto a un empleado de quién es el entierro. No está autorizado a decírmelo, responde.
1. Militante del Partido de los Trabajadores (PT).
2. Lugar donde fusilaban a los militantes de izquierda durante la dictadura militar.
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