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Gaiman, hijo de un par de cienciólogos, fue criado en la dianética. No habla mucho de eso, pero incluso llegó a ser auditor de la Iglesia de la Cienciología, de la que en algún momento su familia fue expulsada.
El caso Neil Gaiman amerita una disección, pues es una acusación investigada por un equipo de periodistas que relata el acoso y abuso sexual a un total de ocho mujeres hasta el momento.
La publicación de acusaciones de violencia sexual en contra de figuras públicas se ha convertido en una dolorosa, pero regular parte del ciclo mediático. Las revelaciones suelen despertar la indignación y el rechazo del público, aunque pocas veces resultan tan decepcionantes para sus propios seguidores como en el caso de Neil Gaiman (Portchester, 64 años), escritor británico creador de obras como The Sandman y Coraline y acusado por ocho mujeres de distintos grados de acoso. En su caso, es posible encontrar una oportunidad para reflexionar acerca de la licencia que reciben los grandes artistas y sobre la urgente necesidad social por pulverizar al genio.
La invasión británica: el origen de la escritura
En la década de los ochenta, el cómic vivió una transformación profunda. Lo que durante años se consideró, al menos en lo comercial, como un medio infantil y adolescente empezó a incluir a una audiencia adulta. Esta expansión fue motivada por factores económicos y sociales: la popularización de las tiendas especializadas con venta directa por encima de los tradicionales puestos de periódicos, la caída en desuso del Comics Code Authority —sistema de clasificación de publicaciones, de acuerdo con su contenido—, la inevitable adultez de los lectores que fueron niños en los cincuenta y sesenta y la necesidad de apelar a sus bolsillos. El cómic, a menudo visto como un reino de inadaptados e incomprendidos, acometió su primera gran expansión.
La apertura permitió lo conocido como “la invasión británica” del cómic americano. En algunos títulos aquí y allá, sobre todo de DC Comics, comenzaron a brillar un grupo de artistas británicos con ideas de una magnitud sin precedentes y el oficio para ejecutarlas: Alan Moore, Dave Gibbons, Grant Morrison, Peter Milligan, Jamie Delano, Steve Dillon y Neil Gaiman. A mediados de los ochenta, esa era una lista de jóvenes promesas; cuarenta años después, tras sagas como Watchmen, Hellblazer, Animal Man, Shade, The Changing Man y The Sandman, es una lista de la nobleza del medio.
Gaiman, hijo de un par de cienciólogos, fue criado en la dianética. No habla mucho de eso, pero incluso llegó a ser auditor de la Iglesia de la Cienciología, de la que en algún momento su familia fue expulsada. Para este movimiento religioso, esta figura se considera una especie de “ministro en entrenamiento”, responsable, según el mismo fundador L. Ron Hubbard, de recuperar “datos de los momentos ‘inconscientes’ más antiguos de la vida del paciente”. Según la “línea temporal” de cada individuo, una cronología empieza desde la formación del cigoto y, de acuerdo con la dianética, puede recordarse con la ayuda del auditor. Otros especialistas, más perspicaces, han sugerido que este usa técnicas hipnóticas para controlar a sus “pacientes”.
Una vez fuera de la religión, incursionó en el periodismo musical y escribió un libro sobre Duran Duran. Sin embargo, tras leer un cómic de Alan Moore —uno de los pocos guionistas de historietas, reconocido de forma universal como superior a Gaiman—, fue que decidió incursionar en este mundo. Sus aspiraciones eran más literarias que superheroicas, pero el momento del medio abría una puerta para la experimentación. Así fue como Gaiman se sumó a ese grupo de revolucionarios ingleses mediante la amistad con Moore, quien le enseñó a escribir guiones. Al paso del tiempo, Gaiman obtendría fama tras tomar la batuta de Miracleman, la serie que Alan Moore revolucionó y una de las primeras obras de la invasión británica.
De aquella lista, The Sandman fue la serie más longeva, con más de 70 números y varios spin-offs. Su protagonista, Dream, es la personificación del sueño y lo irreal; cuando la historia empieza, este ha pasado más de 70 años preso a manos de un ambicioso ocultista, quien lo hostiga para que le conceda sus poderes. Tras escapar, vaga por un mundo, tanto físico como intangible, uno que ha cambiado en su ausencia, para recuperar sus poderes. En su camino aparecen criaturas mitológicas, personajes literarios y religiosos, distintas manifestaciones de lo fantástico y lo grotesco. Poquísimos cómics han alcanzado la estatura de The Sandman (Vertigo, 1989-1996), que algunos califican de mítica. La inspirada mezcla de mitologías de los guiones de Gaiman, su constante uso de referencias literarias, el aire oscuro y decadente de su historia, así como la creación de un ente supernatural que se enfrenta a los problemas más humanos, con familiares y exparejas, mientras experimenta cambios en ese mundo no físico: todos estos ingredientes fueron irresistibles para una audiencia que encontraba algo rara vez visto en el medio.
Gaiman supo administrar el estatus de celebridad dado por su obra. Con vestimenta siempre negra y poseedor de un estilo gótico cuya melena no desentonaría en un video de The Cure, el escritor se convertiría en una especie de oscuro emperador de aquel reino de desadaptados. La publicación de The Sandman daría pie a nuevos proyectos, ya no solo en el medio del cómic sino en la literatura, como la novela infantil Coraline (Bloomsbury y Harper Collins, 2002) que exploraba el lado oscuro de las ficciones, o la novela Dioses americanos (American Gods, Headline, 2001), en la que replicaría la dupla de mitología y contemporaneidad. Ambas recibieron adaptaciones audiovisuales: una exitosa película homónima y una serie con tres temporadas; The Sandman también recibiría una adaptación de Netflix.
En 2011, el escritor se casó con la estrella de rock Amanda Palmer, cantante de la banda The Dresden Dolls, quien siempre demostró tener una postura feminista; en aquel momento, las declaraciones feministas de ambos les valieron el cariño de miles, atraídos por la empatía que su obra y su imagen mostraban por minorías y grupos oprimidos. La lista de premios y reconocimientos obtenida por el escritor inglés durante su carrera es apabullante: doctorados honoris causa, galardones de prestigio para su obra; medallas, diplomas, grados. En 2023, Time lo eligió como una de las personas más influyentes del mundo. “[Neil Gaiman] le da vida a los sueños”, cierra su entrada, firmada por el célebre actor James McAvoy. El autor llevaba la etiqueta de “genio” unida de forma casi indisoluble a su nombre.
La voz de las acusaciones
Esta vida bajo el reflector ocultaba, sin embargo, una sombra más profunda. En 2024, un pódcast llamado Master: the allegations against Neil Gaiman, producido por Tortoise Media, presentó una investigación periodística en la que dos mujeres, una niñera llamada Scarlett Pavlovich y una seguidora que usa el seudónimo de “K”, acusaron a Gaiman de abusar sexualmente de ellas durante el tiempo en que mantenían una relación consensuada. Algunas víctimas narraron sus experiencias de viva voz a lo largo de seis episodios, en los que se incorporaron más testimonios, hasta llegar a cinco. Según lo documentado, utilizaba su fama y riqueza para coaccionar a las víctimas; Palmer, su entonces esposa, usaba también su nombre como artista para, según Pavlovich, conocer jóvenes que después contactaba con Gaiman a sabiendas de que existía la posibilidad de intentar abusar de ellas.
Tras la publicación del reportaje “There is No Safe Word”, publicado en Vulture, la sección de cultura de New York Magazine, las acusaciones se expandieron hace unas semanas. El reportaje sumó tres víctimas a las primeras cinco que hablaron en el pódcast de Tortoise Media, para un total de ocho mujeres que hablaron en su contra. Algunas lo señalaron de acoso sexual, basadas en tocamientos y besos forzados de parte del escritor; las más graves lo acusaron de violación y hasta tráfico de personas, por lo que Pavlovich denunció penalmente a Gaiman y a Palmer. En consecuencia, los representantes del autor inglés renunciaron y varias adaptaciones de sus obras fueron canceladas. Esto también incluyó que adaptaciones al teatro fueran canceladas y que editoriales como Dark Horse lo dejaran de publicar.
Algunos testimonios, sobre todo el de Pavlovich, son particularmente duros. En uno de los relatos de quien trabajó como niñera del hijo del escritor, Gaiman la invitó a tomar un baño en la “absolutamente encantadora” bañera de su jardín. Pavlovich le contestó que “estaba bien así”, pero este presionó; una vez que ella accedió, la volvió a incitar para que “estirara las piernas y se pusiera cómoda”, y cuando por fin lo hizo, procedió a hacer avances sexuales no solicitados.
La noticia corrió y los seguidores de su trabajo alegaron sentir una traición; Gaiman había mostrado simpatía por las minorías, tanto en público como en su obra, en la que sus personajes, a menudo marginales, encontraban la ruta para tomar las riendas de sus destinos. El ojo público escudriñó las sombras que rodearon al escritor; la relación entre Gaiman y buena parte de su audiencia se transformó, quizá para siempre.
El silencio coercionado
El caso amerita una disección. Los señalamientos en contra de Neil Gaiman trascienden la simple “funa” en redes sociales. No es un chisme ni una maledicencia. Tampoco una denuncia anónima que no pasó por ningún veto. Es una acusación investigada por un equipo de periodistas que incluso cuenta, en el caso de Pavlovich, con un reporte previo a la policía en enero de 2023. Todas son alegaciones serias que merecen un tratamiento: la denuncia de Pavlovich, presentada días atrás, será crucial para esclarecerlas y deslindar, o no, responsabilidades. No es un debate entre “creerle a las víctimas” y “separar la obra del autor”, sino una investigación periodística y ahora penal en el sistema judicial inglés.
No es raro que estas investigaciones se encuentren plagadas de acuerdos inescrupulosos y semilegales, en los que un victimario neutraliza a una víctima con pagos que compran su silencio, llamados NDAs (Non-Disclosure Agreements). El equipo legal de Neil Gaiman ofreció sendos acuerdos a dos de las mujeres que lo acusaban y que terminaron rompiéndolos para contar su historia. En tiempos recientes, a la luz de los numerosos NDAs que tenían agresores como Harvey Weisntein y P. Diddy, estos fueron señalados como herramientas para intimidar a víctimas que no cuentan con los recursos legales para defenderse y ven en ese acuerdo su única salida. Las legislaciones del mundo tienen una labor pendiente para nivelar el terreno entre víctimas y victimarios, sobre todo cuando estos últimos tienen poder, cuentan con capital económico y simbólico. Las víctimas de Gaiman, como las de tantas otras celebridades, han mencionado la admiración como una constante en situaciones de abuso.
La pulverización del genio
Esta situación hace pertinente y hasta urgente una revaloración del “genio”. Una búsqueda de las palabras “Neil Gaiman” + “Genius” arroja miles de resultados, entre publicaciones de renombre como The Guardian, sitios populares como Screen Rant y múltiples blogs personales. El adjetivo se volvía sustantivo cuando se usaba para referirse a Gaiman. No obstante, la noción de “genio” debería ser pulverizada para siempre. Lo digo completamente en serio. En cualquiera de sus acepciones, incluso en la más inocua, la palabra está fuera de proporción para referirnos a un ser humano. Cuando concedemos a un autor la genialidad como un atributo individual, comenzamos el proceso de su beatificación. Sin embargo, no existen personas beatas, o al menos no fuera de las religiones organizadas. Una y otra vez, a Gaiman se le endilgó la cualidad de “genio” como si su talento manara de los mismísimos hados. Nunca fue así.
El éxito del escritor de Portchester se explica, antes que su talento, por la convivencia de ese ingenio con las fuerzas comerciales que impulsaron su obra en ese preciso momento histórico, así como por la buena recepción que tenía al convivir con el público. “Pero”, me dirá algún listillo, “¿no demuestra eso entonces que su obra era bien recibida por la audiencia?”. Claro, contestaré, con la nada despreciable acotación que el cómic, como el cine y casi cualquier producto cultural, es un arte colaborativo que solo existe como producto de un trabajo de equipo. Sin el talento de los artistas que lo acompañaron, como Sam Kieth en The Sandman o John Bolton en The Books of Magic, o sin las portadas de Dave McKean o sin el aparato de empaquetado y distribución del sello Vertigo de DC Comics —una rareza editorial que por años contó con una de las mejores editoras de la industria, Karen Berger, quien cuidó los guiones de Gaiman—; vaya, sin todo eso en conjunto, la obra del mentado genio no es más que un puñado de hojas tamaño carta impresas en blanco y negro. Atractivas para absolutamente nadie y capaces de vender casi nada. La pulverización del genio es un paso hacia la destrucción del abuso de su autoridad. Lo digo no solo porque sí: entre los testimonios de algunas de sus víctimas, destaca el hecho de que el famoso escritor exigía ser llamado “maestro”.
¿Hay obra sin lectores?
Vale la pena apuntar una última cosa. Es un poco obvia, y quizá por esto se olvida, pero no puede existir una obra sin lectores. No importa quién sea, sin un público lector, el mejor escritor no es más que un generador de páginas impresas.
“Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”, definió alguna vez Borges. La cita es adecuada porque subraya que un clásico debe su condición y sus interpretaciones a sus lectores: los significados en la obra de Gaiman son responsabilidad tanto suya como de las personas que han dedicado su tiempo y su intelecto a leerla y expandirla mediante sus lecturas.
No solo eso: la condición de clásico puede ser revocada y sus interpretaciones pueden arrancarse de las manos del autor para pasar a las de todas las personas. Lo que el viento se llevó o El nacimiento de una nación fueron, en su momento, clásicos irrefutables; el paso del tiempo y el cambio de perspectiva respecto a sus opiniones raciales han desgastado su importancia. Cerebus, de Dave Sim, se consideró durante años una pieza fundamental de la historia del cómic. Sin embargo, las posturas políticas radicales de Sim, sumadas a las acusaciones de relaciones con menores de edad, han marginado al autor y a la obra, despojándolos del sitio que parecía otrora inamovible. Las relecturas del canon son una constante en el campo de batalla intelectual. Al respecto, la escritora afroamericana Toni Morrison asentó que “El debate sobre el canon, cualquiera que sea el terreno, naturaleza y alcance (de crítica, de historia, de historia del conocimiento, de la definición del lenguaje, la universalidad de los principios estéticos, la sociología del arte, la imaginación humanista), es el choque de culturas. Y todos los intereses están involucrados”. No sería imposible que la obra de Gaiman viviera el destino de una revisión del canon, alejándose del centro y convirtiéndose en una nota al pie de la historia del medio.
El arte puede tocar nuestras emociones más profundas, conmovernos e incluso transformarnos. Esa conexión puede sentirse como una experiencia íntima, una especie de vínculo con sus creadores. Pero este vínculo es artificial: por sí mismo, no existe salvo en nuestra conciencia individual. Un creador puede intuir o saber cuáles son los puntos que conmoverán a su audiencia y puede presionarlos mediante su oficio sin que esto signifique estar conectando con ellos o con su público. En esta época, en la cual podemos curar de forma milimétrica lo que mostramos a los demás y depurar una imagen proyectada, conviene recordar que no hay genios ni santos, y ante la presunción de esas cualidades, la reacción más saludable no es la admiración…, es la duda.
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El caso Neil Gaiman amerita una disección, pues es una acusación investigada por un equipo de periodistas que relata el acoso y abuso sexual a un total de ocho mujeres hasta el momento.
La publicación de acusaciones de violencia sexual en contra de figuras públicas se ha convertido en una dolorosa, pero regular parte del ciclo mediático. Las revelaciones suelen despertar la indignación y el rechazo del público, aunque pocas veces resultan tan decepcionantes para sus propios seguidores como en el caso de Neil Gaiman (Portchester, 64 años), escritor británico creador de obras como The Sandman y Coraline y acusado por ocho mujeres de distintos grados de acoso. En su caso, es posible encontrar una oportunidad para reflexionar acerca de la licencia que reciben los grandes artistas y sobre la urgente necesidad social por pulverizar al genio.
La invasión británica: el origen de la escritura
En la década de los ochenta, el cómic vivió una transformación profunda. Lo que durante años se consideró, al menos en lo comercial, como un medio infantil y adolescente empezó a incluir a una audiencia adulta. Esta expansión fue motivada por factores económicos y sociales: la popularización de las tiendas especializadas con venta directa por encima de los tradicionales puestos de periódicos, la caída en desuso del Comics Code Authority —sistema de clasificación de publicaciones, de acuerdo con su contenido—, la inevitable adultez de los lectores que fueron niños en los cincuenta y sesenta y la necesidad de apelar a sus bolsillos. El cómic, a menudo visto como un reino de inadaptados e incomprendidos, acometió su primera gran expansión.
La apertura permitió lo conocido como “la invasión británica” del cómic americano. En algunos títulos aquí y allá, sobre todo de DC Comics, comenzaron a brillar un grupo de artistas británicos con ideas de una magnitud sin precedentes y el oficio para ejecutarlas: Alan Moore, Dave Gibbons, Grant Morrison, Peter Milligan, Jamie Delano, Steve Dillon y Neil Gaiman. A mediados de los ochenta, esa era una lista de jóvenes promesas; cuarenta años después, tras sagas como Watchmen, Hellblazer, Animal Man, Shade, The Changing Man y The Sandman, es una lista de la nobleza del medio.
Gaiman, hijo de un par de cienciólogos, fue criado en la dianética. No habla mucho de eso, pero incluso llegó a ser auditor de la Iglesia de la Cienciología, de la que en algún momento su familia fue expulsada. Para este movimiento religioso, esta figura se considera una especie de “ministro en entrenamiento”, responsable, según el mismo fundador L. Ron Hubbard, de recuperar “datos de los momentos ‘inconscientes’ más antiguos de la vida del paciente”. Según la “línea temporal” de cada individuo, una cronología empieza desde la formación del cigoto y, de acuerdo con la dianética, puede recordarse con la ayuda del auditor. Otros especialistas, más perspicaces, han sugerido que este usa técnicas hipnóticas para controlar a sus “pacientes”.
Una vez fuera de la religión, incursionó en el periodismo musical y escribió un libro sobre Duran Duran. Sin embargo, tras leer un cómic de Alan Moore —uno de los pocos guionistas de historietas, reconocido de forma universal como superior a Gaiman—, fue que decidió incursionar en este mundo. Sus aspiraciones eran más literarias que superheroicas, pero el momento del medio abría una puerta para la experimentación. Así fue como Gaiman se sumó a ese grupo de revolucionarios ingleses mediante la amistad con Moore, quien le enseñó a escribir guiones. Al paso del tiempo, Gaiman obtendría fama tras tomar la batuta de Miracleman, la serie que Alan Moore revolucionó y una de las primeras obras de la invasión británica.
De aquella lista, The Sandman fue la serie más longeva, con más de 70 números y varios spin-offs. Su protagonista, Dream, es la personificación del sueño y lo irreal; cuando la historia empieza, este ha pasado más de 70 años preso a manos de un ambicioso ocultista, quien lo hostiga para que le conceda sus poderes. Tras escapar, vaga por un mundo, tanto físico como intangible, uno que ha cambiado en su ausencia, para recuperar sus poderes. En su camino aparecen criaturas mitológicas, personajes literarios y religiosos, distintas manifestaciones de lo fantástico y lo grotesco. Poquísimos cómics han alcanzado la estatura de The Sandman (Vertigo, 1989-1996), que algunos califican de mítica. La inspirada mezcla de mitologías de los guiones de Gaiman, su constante uso de referencias literarias, el aire oscuro y decadente de su historia, así como la creación de un ente supernatural que se enfrenta a los problemas más humanos, con familiares y exparejas, mientras experimenta cambios en ese mundo no físico: todos estos ingredientes fueron irresistibles para una audiencia que encontraba algo rara vez visto en el medio.
Gaiman supo administrar el estatus de celebridad dado por su obra. Con vestimenta siempre negra y poseedor de un estilo gótico cuya melena no desentonaría en un video de The Cure, el escritor se convertiría en una especie de oscuro emperador de aquel reino de desadaptados. La publicación de The Sandman daría pie a nuevos proyectos, ya no solo en el medio del cómic sino en la literatura, como la novela infantil Coraline (Bloomsbury y Harper Collins, 2002) que exploraba el lado oscuro de las ficciones, o la novela Dioses americanos (American Gods, Headline, 2001), en la que replicaría la dupla de mitología y contemporaneidad. Ambas recibieron adaptaciones audiovisuales: una exitosa película homónima y una serie con tres temporadas; The Sandman también recibiría una adaptación de Netflix.
En 2011, el escritor se casó con la estrella de rock Amanda Palmer, cantante de la banda The Dresden Dolls, quien siempre demostró tener una postura feminista; en aquel momento, las declaraciones feministas de ambos les valieron el cariño de miles, atraídos por la empatía que su obra y su imagen mostraban por minorías y grupos oprimidos. La lista de premios y reconocimientos obtenida por el escritor inglés durante su carrera es apabullante: doctorados honoris causa, galardones de prestigio para su obra; medallas, diplomas, grados. En 2023, Time lo eligió como una de las personas más influyentes del mundo. “[Neil Gaiman] le da vida a los sueños”, cierra su entrada, firmada por el célebre actor James McAvoy. El autor llevaba la etiqueta de “genio” unida de forma casi indisoluble a su nombre.
La voz de las acusaciones
Esta vida bajo el reflector ocultaba, sin embargo, una sombra más profunda. En 2024, un pódcast llamado Master: the allegations against Neil Gaiman, producido por Tortoise Media, presentó una investigación periodística en la que dos mujeres, una niñera llamada Scarlett Pavlovich y una seguidora que usa el seudónimo de “K”, acusaron a Gaiman de abusar sexualmente de ellas durante el tiempo en que mantenían una relación consensuada. Algunas víctimas narraron sus experiencias de viva voz a lo largo de seis episodios, en los que se incorporaron más testimonios, hasta llegar a cinco. Según lo documentado, utilizaba su fama y riqueza para coaccionar a las víctimas; Palmer, su entonces esposa, usaba también su nombre como artista para, según Pavlovich, conocer jóvenes que después contactaba con Gaiman a sabiendas de que existía la posibilidad de intentar abusar de ellas.
Tras la publicación del reportaje “There is No Safe Word”, publicado en Vulture, la sección de cultura de New York Magazine, las acusaciones se expandieron hace unas semanas. El reportaje sumó tres víctimas a las primeras cinco que hablaron en el pódcast de Tortoise Media, para un total de ocho mujeres que hablaron en su contra. Algunas lo señalaron de acoso sexual, basadas en tocamientos y besos forzados de parte del escritor; las más graves lo acusaron de violación y hasta tráfico de personas, por lo que Pavlovich denunció penalmente a Gaiman y a Palmer. En consecuencia, los representantes del autor inglés renunciaron y varias adaptaciones de sus obras fueron canceladas. Esto también incluyó que adaptaciones al teatro fueran canceladas y que editoriales como Dark Horse lo dejaran de publicar.
Algunos testimonios, sobre todo el de Pavlovich, son particularmente duros. En uno de los relatos de quien trabajó como niñera del hijo del escritor, Gaiman la invitó a tomar un baño en la “absolutamente encantadora” bañera de su jardín. Pavlovich le contestó que “estaba bien así”, pero este presionó; una vez que ella accedió, la volvió a incitar para que “estirara las piernas y se pusiera cómoda”, y cuando por fin lo hizo, procedió a hacer avances sexuales no solicitados.
La noticia corrió y los seguidores de su trabajo alegaron sentir una traición; Gaiman había mostrado simpatía por las minorías, tanto en público como en su obra, en la que sus personajes, a menudo marginales, encontraban la ruta para tomar las riendas de sus destinos. El ojo público escudriñó las sombras que rodearon al escritor; la relación entre Gaiman y buena parte de su audiencia se transformó, quizá para siempre.
El silencio coercionado
El caso amerita una disección. Los señalamientos en contra de Neil Gaiman trascienden la simple “funa” en redes sociales. No es un chisme ni una maledicencia. Tampoco una denuncia anónima que no pasó por ningún veto. Es una acusación investigada por un equipo de periodistas que incluso cuenta, en el caso de Pavlovich, con un reporte previo a la policía en enero de 2023. Todas son alegaciones serias que merecen un tratamiento: la denuncia de Pavlovich, presentada días atrás, será crucial para esclarecerlas y deslindar, o no, responsabilidades. No es un debate entre “creerle a las víctimas” y “separar la obra del autor”, sino una investigación periodística y ahora penal en el sistema judicial inglés.
No es raro que estas investigaciones se encuentren plagadas de acuerdos inescrupulosos y semilegales, en los que un victimario neutraliza a una víctima con pagos que compran su silencio, llamados NDAs (Non-Disclosure Agreements). El equipo legal de Neil Gaiman ofreció sendos acuerdos a dos de las mujeres que lo acusaban y que terminaron rompiéndolos para contar su historia. En tiempos recientes, a la luz de los numerosos NDAs que tenían agresores como Harvey Weisntein y P. Diddy, estos fueron señalados como herramientas para intimidar a víctimas que no cuentan con los recursos legales para defenderse y ven en ese acuerdo su única salida. Las legislaciones del mundo tienen una labor pendiente para nivelar el terreno entre víctimas y victimarios, sobre todo cuando estos últimos tienen poder, cuentan con capital económico y simbólico. Las víctimas de Gaiman, como las de tantas otras celebridades, han mencionado la admiración como una constante en situaciones de abuso.
La pulverización del genio
Esta situación hace pertinente y hasta urgente una revaloración del “genio”. Una búsqueda de las palabras “Neil Gaiman” + “Genius” arroja miles de resultados, entre publicaciones de renombre como The Guardian, sitios populares como Screen Rant y múltiples blogs personales. El adjetivo se volvía sustantivo cuando se usaba para referirse a Gaiman. No obstante, la noción de “genio” debería ser pulverizada para siempre. Lo digo completamente en serio. En cualquiera de sus acepciones, incluso en la más inocua, la palabra está fuera de proporción para referirnos a un ser humano. Cuando concedemos a un autor la genialidad como un atributo individual, comenzamos el proceso de su beatificación. Sin embargo, no existen personas beatas, o al menos no fuera de las religiones organizadas. Una y otra vez, a Gaiman se le endilgó la cualidad de “genio” como si su talento manara de los mismísimos hados. Nunca fue así.
El éxito del escritor de Portchester se explica, antes que su talento, por la convivencia de ese ingenio con las fuerzas comerciales que impulsaron su obra en ese preciso momento histórico, así como por la buena recepción que tenía al convivir con el público. “Pero”, me dirá algún listillo, “¿no demuestra eso entonces que su obra era bien recibida por la audiencia?”. Claro, contestaré, con la nada despreciable acotación que el cómic, como el cine y casi cualquier producto cultural, es un arte colaborativo que solo existe como producto de un trabajo de equipo. Sin el talento de los artistas que lo acompañaron, como Sam Kieth en The Sandman o John Bolton en The Books of Magic, o sin las portadas de Dave McKean o sin el aparato de empaquetado y distribución del sello Vertigo de DC Comics —una rareza editorial que por años contó con una de las mejores editoras de la industria, Karen Berger, quien cuidó los guiones de Gaiman—; vaya, sin todo eso en conjunto, la obra del mentado genio no es más que un puñado de hojas tamaño carta impresas en blanco y negro. Atractivas para absolutamente nadie y capaces de vender casi nada. La pulverización del genio es un paso hacia la destrucción del abuso de su autoridad. Lo digo no solo porque sí: entre los testimonios de algunas de sus víctimas, destaca el hecho de que el famoso escritor exigía ser llamado “maestro”.
¿Hay obra sin lectores?
Vale la pena apuntar una última cosa. Es un poco obvia, y quizá por esto se olvida, pero no puede existir una obra sin lectores. No importa quién sea, sin un público lector, el mejor escritor no es más que un generador de páginas impresas.
“Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”, definió alguna vez Borges. La cita es adecuada porque subraya que un clásico debe su condición y sus interpretaciones a sus lectores: los significados en la obra de Gaiman son responsabilidad tanto suya como de las personas que han dedicado su tiempo y su intelecto a leerla y expandirla mediante sus lecturas.
No solo eso: la condición de clásico puede ser revocada y sus interpretaciones pueden arrancarse de las manos del autor para pasar a las de todas las personas. Lo que el viento se llevó o El nacimiento de una nación fueron, en su momento, clásicos irrefutables; el paso del tiempo y el cambio de perspectiva respecto a sus opiniones raciales han desgastado su importancia. Cerebus, de Dave Sim, se consideró durante años una pieza fundamental de la historia del cómic. Sin embargo, las posturas políticas radicales de Sim, sumadas a las acusaciones de relaciones con menores de edad, han marginado al autor y a la obra, despojándolos del sitio que parecía otrora inamovible. Las relecturas del canon son una constante en el campo de batalla intelectual. Al respecto, la escritora afroamericana Toni Morrison asentó que “El debate sobre el canon, cualquiera que sea el terreno, naturaleza y alcance (de crítica, de historia, de historia del conocimiento, de la definición del lenguaje, la universalidad de los principios estéticos, la sociología del arte, la imaginación humanista), es el choque de culturas. Y todos los intereses están involucrados”. No sería imposible que la obra de Gaiman viviera el destino de una revisión del canon, alejándose del centro y convirtiéndose en una nota al pie de la historia del medio.
El arte puede tocar nuestras emociones más profundas, conmovernos e incluso transformarnos. Esa conexión puede sentirse como una experiencia íntima, una especie de vínculo con sus creadores. Pero este vínculo es artificial: por sí mismo, no existe salvo en nuestra conciencia individual. Un creador puede intuir o saber cuáles son los puntos que conmoverán a su audiencia y puede presionarlos mediante su oficio sin que esto signifique estar conectando con ellos o con su público. En esta época, en la cual podemos curar de forma milimétrica lo que mostramos a los demás y depurar una imagen proyectada, conviene recordar que no hay genios ni santos, y ante la presunción de esas cualidades, la reacción más saludable no es la admiración…, es la duda.
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![](https://cdn.prod.website-files.com/65c3e2124e0ae36491eed349/67ab927d267ba41b37d2c083_Actualidad-Neil%20Gaiman-Ilustraci%C3%B3n.webp)
Gaiman, hijo de un par de cienciólogos, fue criado en la dianética. No habla mucho de eso, pero incluso llegó a ser auditor de la Iglesia de la Cienciología, de la que en algún momento su familia fue expulsada.
El caso Neil Gaiman amerita una disección, pues es una acusación investigada por un equipo de periodistas que relata el acoso y abuso sexual a un total de ocho mujeres hasta el momento.
La publicación de acusaciones de violencia sexual en contra de figuras públicas se ha convertido en una dolorosa, pero regular parte del ciclo mediático. Las revelaciones suelen despertar la indignación y el rechazo del público, aunque pocas veces resultan tan decepcionantes para sus propios seguidores como en el caso de Neil Gaiman (Portchester, 64 años), escritor británico creador de obras como The Sandman y Coraline y acusado por ocho mujeres de distintos grados de acoso. En su caso, es posible encontrar una oportunidad para reflexionar acerca de la licencia que reciben los grandes artistas y sobre la urgente necesidad social por pulverizar al genio.
La invasión británica: el origen de la escritura
En la década de los ochenta, el cómic vivió una transformación profunda. Lo que durante años se consideró, al menos en lo comercial, como un medio infantil y adolescente empezó a incluir a una audiencia adulta. Esta expansión fue motivada por factores económicos y sociales: la popularización de las tiendas especializadas con venta directa por encima de los tradicionales puestos de periódicos, la caída en desuso del Comics Code Authority —sistema de clasificación de publicaciones, de acuerdo con su contenido—, la inevitable adultez de los lectores que fueron niños en los cincuenta y sesenta y la necesidad de apelar a sus bolsillos. El cómic, a menudo visto como un reino de inadaptados e incomprendidos, acometió su primera gran expansión.
La apertura permitió lo conocido como “la invasión británica” del cómic americano. En algunos títulos aquí y allá, sobre todo de DC Comics, comenzaron a brillar un grupo de artistas británicos con ideas de una magnitud sin precedentes y el oficio para ejecutarlas: Alan Moore, Dave Gibbons, Grant Morrison, Peter Milligan, Jamie Delano, Steve Dillon y Neil Gaiman. A mediados de los ochenta, esa era una lista de jóvenes promesas; cuarenta años después, tras sagas como Watchmen, Hellblazer, Animal Man, Shade, The Changing Man y The Sandman, es una lista de la nobleza del medio.
Gaiman, hijo de un par de cienciólogos, fue criado en la dianética. No habla mucho de eso, pero incluso llegó a ser auditor de la Iglesia de la Cienciología, de la que en algún momento su familia fue expulsada. Para este movimiento religioso, esta figura se considera una especie de “ministro en entrenamiento”, responsable, según el mismo fundador L. Ron Hubbard, de recuperar “datos de los momentos ‘inconscientes’ más antiguos de la vida del paciente”. Según la “línea temporal” de cada individuo, una cronología empieza desde la formación del cigoto y, de acuerdo con la dianética, puede recordarse con la ayuda del auditor. Otros especialistas, más perspicaces, han sugerido que este usa técnicas hipnóticas para controlar a sus “pacientes”.
Una vez fuera de la religión, incursionó en el periodismo musical y escribió un libro sobre Duran Duran. Sin embargo, tras leer un cómic de Alan Moore —uno de los pocos guionistas de historietas, reconocido de forma universal como superior a Gaiman—, fue que decidió incursionar en este mundo. Sus aspiraciones eran más literarias que superheroicas, pero el momento del medio abría una puerta para la experimentación. Así fue como Gaiman se sumó a ese grupo de revolucionarios ingleses mediante la amistad con Moore, quien le enseñó a escribir guiones. Al paso del tiempo, Gaiman obtendría fama tras tomar la batuta de Miracleman, la serie que Alan Moore revolucionó y una de las primeras obras de la invasión británica.
De aquella lista, The Sandman fue la serie más longeva, con más de 70 números y varios spin-offs. Su protagonista, Dream, es la personificación del sueño y lo irreal; cuando la historia empieza, este ha pasado más de 70 años preso a manos de un ambicioso ocultista, quien lo hostiga para que le conceda sus poderes. Tras escapar, vaga por un mundo, tanto físico como intangible, uno que ha cambiado en su ausencia, para recuperar sus poderes. En su camino aparecen criaturas mitológicas, personajes literarios y religiosos, distintas manifestaciones de lo fantástico y lo grotesco. Poquísimos cómics han alcanzado la estatura de The Sandman (Vertigo, 1989-1996), que algunos califican de mítica. La inspirada mezcla de mitologías de los guiones de Gaiman, su constante uso de referencias literarias, el aire oscuro y decadente de su historia, así como la creación de un ente supernatural que se enfrenta a los problemas más humanos, con familiares y exparejas, mientras experimenta cambios en ese mundo no físico: todos estos ingredientes fueron irresistibles para una audiencia que encontraba algo rara vez visto en el medio.
Gaiman supo administrar el estatus de celebridad dado por su obra. Con vestimenta siempre negra y poseedor de un estilo gótico cuya melena no desentonaría en un video de The Cure, el escritor se convertiría en una especie de oscuro emperador de aquel reino de desadaptados. La publicación de The Sandman daría pie a nuevos proyectos, ya no solo en el medio del cómic sino en la literatura, como la novela infantil Coraline (Bloomsbury y Harper Collins, 2002) que exploraba el lado oscuro de las ficciones, o la novela Dioses americanos (American Gods, Headline, 2001), en la que replicaría la dupla de mitología y contemporaneidad. Ambas recibieron adaptaciones audiovisuales: una exitosa película homónima y una serie con tres temporadas; The Sandman también recibiría una adaptación de Netflix.
En 2011, el escritor se casó con la estrella de rock Amanda Palmer, cantante de la banda The Dresden Dolls, quien siempre demostró tener una postura feminista; en aquel momento, las declaraciones feministas de ambos les valieron el cariño de miles, atraídos por la empatía que su obra y su imagen mostraban por minorías y grupos oprimidos. La lista de premios y reconocimientos obtenida por el escritor inglés durante su carrera es apabullante: doctorados honoris causa, galardones de prestigio para su obra; medallas, diplomas, grados. En 2023, Time lo eligió como una de las personas más influyentes del mundo. “[Neil Gaiman] le da vida a los sueños”, cierra su entrada, firmada por el célebre actor James McAvoy. El autor llevaba la etiqueta de “genio” unida de forma casi indisoluble a su nombre.
La voz de las acusaciones
Esta vida bajo el reflector ocultaba, sin embargo, una sombra más profunda. En 2024, un pódcast llamado Master: the allegations against Neil Gaiman, producido por Tortoise Media, presentó una investigación periodística en la que dos mujeres, una niñera llamada Scarlett Pavlovich y una seguidora que usa el seudónimo de “K”, acusaron a Gaiman de abusar sexualmente de ellas durante el tiempo en que mantenían una relación consensuada. Algunas víctimas narraron sus experiencias de viva voz a lo largo de seis episodios, en los que se incorporaron más testimonios, hasta llegar a cinco. Según lo documentado, utilizaba su fama y riqueza para coaccionar a las víctimas; Palmer, su entonces esposa, usaba también su nombre como artista para, según Pavlovich, conocer jóvenes que después contactaba con Gaiman a sabiendas de que existía la posibilidad de intentar abusar de ellas.
Tras la publicación del reportaje “There is No Safe Word”, publicado en Vulture, la sección de cultura de New York Magazine, las acusaciones se expandieron hace unas semanas. El reportaje sumó tres víctimas a las primeras cinco que hablaron en el pódcast de Tortoise Media, para un total de ocho mujeres que hablaron en su contra. Algunas lo señalaron de acoso sexual, basadas en tocamientos y besos forzados de parte del escritor; las más graves lo acusaron de violación y hasta tráfico de personas, por lo que Pavlovich denunció penalmente a Gaiman y a Palmer. En consecuencia, los representantes del autor inglés renunciaron y varias adaptaciones de sus obras fueron canceladas. Esto también incluyó que adaptaciones al teatro fueran canceladas y que editoriales como Dark Horse lo dejaran de publicar.
Algunos testimonios, sobre todo el de Pavlovich, son particularmente duros. En uno de los relatos de quien trabajó como niñera del hijo del escritor, Gaiman la invitó a tomar un baño en la “absolutamente encantadora” bañera de su jardín. Pavlovich le contestó que “estaba bien así”, pero este presionó; una vez que ella accedió, la volvió a incitar para que “estirara las piernas y se pusiera cómoda”, y cuando por fin lo hizo, procedió a hacer avances sexuales no solicitados.
La noticia corrió y los seguidores de su trabajo alegaron sentir una traición; Gaiman había mostrado simpatía por las minorías, tanto en público como en su obra, en la que sus personajes, a menudo marginales, encontraban la ruta para tomar las riendas de sus destinos. El ojo público escudriñó las sombras que rodearon al escritor; la relación entre Gaiman y buena parte de su audiencia se transformó, quizá para siempre.
El silencio coercionado
El caso amerita una disección. Los señalamientos en contra de Neil Gaiman trascienden la simple “funa” en redes sociales. No es un chisme ni una maledicencia. Tampoco una denuncia anónima que no pasó por ningún veto. Es una acusación investigada por un equipo de periodistas que incluso cuenta, en el caso de Pavlovich, con un reporte previo a la policía en enero de 2023. Todas son alegaciones serias que merecen un tratamiento: la denuncia de Pavlovich, presentada días atrás, será crucial para esclarecerlas y deslindar, o no, responsabilidades. No es un debate entre “creerle a las víctimas” y “separar la obra del autor”, sino una investigación periodística y ahora penal en el sistema judicial inglés.
No es raro que estas investigaciones se encuentren plagadas de acuerdos inescrupulosos y semilegales, en los que un victimario neutraliza a una víctima con pagos que compran su silencio, llamados NDAs (Non-Disclosure Agreements). El equipo legal de Neil Gaiman ofreció sendos acuerdos a dos de las mujeres que lo acusaban y que terminaron rompiéndolos para contar su historia. En tiempos recientes, a la luz de los numerosos NDAs que tenían agresores como Harvey Weisntein y P. Diddy, estos fueron señalados como herramientas para intimidar a víctimas que no cuentan con los recursos legales para defenderse y ven en ese acuerdo su única salida. Las legislaciones del mundo tienen una labor pendiente para nivelar el terreno entre víctimas y victimarios, sobre todo cuando estos últimos tienen poder, cuentan con capital económico y simbólico. Las víctimas de Gaiman, como las de tantas otras celebridades, han mencionado la admiración como una constante en situaciones de abuso.
La pulverización del genio
Esta situación hace pertinente y hasta urgente una revaloración del “genio”. Una búsqueda de las palabras “Neil Gaiman” + “Genius” arroja miles de resultados, entre publicaciones de renombre como The Guardian, sitios populares como Screen Rant y múltiples blogs personales. El adjetivo se volvía sustantivo cuando se usaba para referirse a Gaiman. No obstante, la noción de “genio” debería ser pulverizada para siempre. Lo digo completamente en serio. En cualquiera de sus acepciones, incluso en la más inocua, la palabra está fuera de proporción para referirnos a un ser humano. Cuando concedemos a un autor la genialidad como un atributo individual, comenzamos el proceso de su beatificación. Sin embargo, no existen personas beatas, o al menos no fuera de las religiones organizadas. Una y otra vez, a Gaiman se le endilgó la cualidad de “genio” como si su talento manara de los mismísimos hados. Nunca fue así.
El éxito del escritor de Portchester se explica, antes que su talento, por la convivencia de ese ingenio con las fuerzas comerciales que impulsaron su obra en ese preciso momento histórico, así como por la buena recepción que tenía al convivir con el público. “Pero”, me dirá algún listillo, “¿no demuestra eso entonces que su obra era bien recibida por la audiencia?”. Claro, contestaré, con la nada despreciable acotación que el cómic, como el cine y casi cualquier producto cultural, es un arte colaborativo que solo existe como producto de un trabajo de equipo. Sin el talento de los artistas que lo acompañaron, como Sam Kieth en The Sandman o John Bolton en The Books of Magic, o sin las portadas de Dave McKean o sin el aparato de empaquetado y distribución del sello Vertigo de DC Comics —una rareza editorial que por años contó con una de las mejores editoras de la industria, Karen Berger, quien cuidó los guiones de Gaiman—; vaya, sin todo eso en conjunto, la obra del mentado genio no es más que un puñado de hojas tamaño carta impresas en blanco y negro. Atractivas para absolutamente nadie y capaces de vender casi nada. La pulverización del genio es un paso hacia la destrucción del abuso de su autoridad. Lo digo no solo porque sí: entre los testimonios de algunas de sus víctimas, destaca el hecho de que el famoso escritor exigía ser llamado “maestro”.
¿Hay obra sin lectores?
Vale la pena apuntar una última cosa. Es un poco obvia, y quizá por esto se olvida, pero no puede existir una obra sin lectores. No importa quién sea, sin un público lector, el mejor escritor no es más que un generador de páginas impresas.
“Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”, definió alguna vez Borges. La cita es adecuada porque subraya que un clásico debe su condición y sus interpretaciones a sus lectores: los significados en la obra de Gaiman son responsabilidad tanto suya como de las personas que han dedicado su tiempo y su intelecto a leerla y expandirla mediante sus lecturas.
No solo eso: la condición de clásico puede ser revocada y sus interpretaciones pueden arrancarse de las manos del autor para pasar a las de todas las personas. Lo que el viento se llevó o El nacimiento de una nación fueron, en su momento, clásicos irrefutables; el paso del tiempo y el cambio de perspectiva respecto a sus opiniones raciales han desgastado su importancia. Cerebus, de Dave Sim, se consideró durante años una pieza fundamental de la historia del cómic. Sin embargo, las posturas políticas radicales de Sim, sumadas a las acusaciones de relaciones con menores de edad, han marginado al autor y a la obra, despojándolos del sitio que parecía otrora inamovible. Las relecturas del canon son una constante en el campo de batalla intelectual. Al respecto, la escritora afroamericana Toni Morrison asentó que “El debate sobre el canon, cualquiera que sea el terreno, naturaleza y alcance (de crítica, de historia, de historia del conocimiento, de la definición del lenguaje, la universalidad de los principios estéticos, la sociología del arte, la imaginación humanista), es el choque de culturas. Y todos los intereses están involucrados”. No sería imposible que la obra de Gaiman viviera el destino de una revisión del canon, alejándose del centro y convirtiéndose en una nota al pie de la historia del medio.
El arte puede tocar nuestras emociones más profundas, conmovernos e incluso transformarnos. Esa conexión puede sentirse como una experiencia íntima, una especie de vínculo con sus creadores. Pero este vínculo es artificial: por sí mismo, no existe salvo en nuestra conciencia individual. Un creador puede intuir o saber cuáles son los puntos que conmoverán a su audiencia y puede presionarlos mediante su oficio sin que esto signifique estar conectando con ellos o con su público. En esta época, en la cual podemos curar de forma milimétrica lo que mostramos a los demás y depurar una imagen proyectada, conviene recordar que no hay genios ni santos, y ante la presunción de esas cualidades, la reacción más saludable no es la admiración…, es la duda.
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El caso Neil Gaiman amerita una disección, pues es una acusación investigada por un equipo de periodistas que relata el acoso y abuso sexual a un total de ocho mujeres hasta el momento.
La publicación de acusaciones de violencia sexual en contra de figuras públicas se ha convertido en una dolorosa, pero regular parte del ciclo mediático. Las revelaciones suelen despertar la indignación y el rechazo del público, aunque pocas veces resultan tan decepcionantes para sus propios seguidores como en el caso de Neil Gaiman (Portchester, 64 años), escritor británico creador de obras como The Sandman y Coraline y acusado por ocho mujeres de distintos grados de acoso. En su caso, es posible encontrar una oportunidad para reflexionar acerca de la licencia que reciben los grandes artistas y sobre la urgente necesidad social por pulverizar al genio.
La invasión británica: el origen de la escritura
En la década de los ochenta, el cómic vivió una transformación profunda. Lo que durante años se consideró, al menos en lo comercial, como un medio infantil y adolescente empezó a incluir a una audiencia adulta. Esta expansión fue motivada por factores económicos y sociales: la popularización de las tiendas especializadas con venta directa por encima de los tradicionales puestos de periódicos, la caída en desuso del Comics Code Authority —sistema de clasificación de publicaciones, de acuerdo con su contenido—, la inevitable adultez de los lectores que fueron niños en los cincuenta y sesenta y la necesidad de apelar a sus bolsillos. El cómic, a menudo visto como un reino de inadaptados e incomprendidos, acometió su primera gran expansión.
La apertura permitió lo conocido como “la invasión británica” del cómic americano. En algunos títulos aquí y allá, sobre todo de DC Comics, comenzaron a brillar un grupo de artistas británicos con ideas de una magnitud sin precedentes y el oficio para ejecutarlas: Alan Moore, Dave Gibbons, Grant Morrison, Peter Milligan, Jamie Delano, Steve Dillon y Neil Gaiman. A mediados de los ochenta, esa era una lista de jóvenes promesas; cuarenta años después, tras sagas como Watchmen, Hellblazer, Animal Man, Shade, The Changing Man y The Sandman, es una lista de la nobleza del medio.
Gaiman, hijo de un par de cienciólogos, fue criado en la dianética. No habla mucho de eso, pero incluso llegó a ser auditor de la Iglesia de la Cienciología, de la que en algún momento su familia fue expulsada. Para este movimiento religioso, esta figura se considera una especie de “ministro en entrenamiento”, responsable, según el mismo fundador L. Ron Hubbard, de recuperar “datos de los momentos ‘inconscientes’ más antiguos de la vida del paciente”. Según la “línea temporal” de cada individuo, una cronología empieza desde la formación del cigoto y, de acuerdo con la dianética, puede recordarse con la ayuda del auditor. Otros especialistas, más perspicaces, han sugerido que este usa técnicas hipnóticas para controlar a sus “pacientes”.
Una vez fuera de la religión, incursionó en el periodismo musical y escribió un libro sobre Duran Duran. Sin embargo, tras leer un cómic de Alan Moore —uno de los pocos guionistas de historietas, reconocido de forma universal como superior a Gaiman—, fue que decidió incursionar en este mundo. Sus aspiraciones eran más literarias que superheroicas, pero el momento del medio abría una puerta para la experimentación. Así fue como Gaiman se sumó a ese grupo de revolucionarios ingleses mediante la amistad con Moore, quien le enseñó a escribir guiones. Al paso del tiempo, Gaiman obtendría fama tras tomar la batuta de Miracleman, la serie que Alan Moore revolucionó y una de las primeras obras de la invasión británica.
De aquella lista, The Sandman fue la serie más longeva, con más de 70 números y varios spin-offs. Su protagonista, Dream, es la personificación del sueño y lo irreal; cuando la historia empieza, este ha pasado más de 70 años preso a manos de un ambicioso ocultista, quien lo hostiga para que le conceda sus poderes. Tras escapar, vaga por un mundo, tanto físico como intangible, uno que ha cambiado en su ausencia, para recuperar sus poderes. En su camino aparecen criaturas mitológicas, personajes literarios y religiosos, distintas manifestaciones de lo fantástico y lo grotesco. Poquísimos cómics han alcanzado la estatura de The Sandman (Vertigo, 1989-1996), que algunos califican de mítica. La inspirada mezcla de mitologías de los guiones de Gaiman, su constante uso de referencias literarias, el aire oscuro y decadente de su historia, así como la creación de un ente supernatural que se enfrenta a los problemas más humanos, con familiares y exparejas, mientras experimenta cambios en ese mundo no físico: todos estos ingredientes fueron irresistibles para una audiencia que encontraba algo rara vez visto en el medio.
Gaiman supo administrar el estatus de celebridad dado por su obra. Con vestimenta siempre negra y poseedor de un estilo gótico cuya melena no desentonaría en un video de The Cure, el escritor se convertiría en una especie de oscuro emperador de aquel reino de desadaptados. La publicación de The Sandman daría pie a nuevos proyectos, ya no solo en el medio del cómic sino en la literatura, como la novela infantil Coraline (Bloomsbury y Harper Collins, 2002) que exploraba el lado oscuro de las ficciones, o la novela Dioses americanos (American Gods, Headline, 2001), en la que replicaría la dupla de mitología y contemporaneidad. Ambas recibieron adaptaciones audiovisuales: una exitosa película homónima y una serie con tres temporadas; The Sandman también recibiría una adaptación de Netflix.
En 2011, el escritor se casó con la estrella de rock Amanda Palmer, cantante de la banda The Dresden Dolls, quien siempre demostró tener una postura feminista; en aquel momento, las declaraciones feministas de ambos les valieron el cariño de miles, atraídos por la empatía que su obra y su imagen mostraban por minorías y grupos oprimidos. La lista de premios y reconocimientos obtenida por el escritor inglés durante su carrera es apabullante: doctorados honoris causa, galardones de prestigio para su obra; medallas, diplomas, grados. En 2023, Time lo eligió como una de las personas más influyentes del mundo. “[Neil Gaiman] le da vida a los sueños”, cierra su entrada, firmada por el célebre actor James McAvoy. El autor llevaba la etiqueta de “genio” unida de forma casi indisoluble a su nombre.
La voz de las acusaciones
Esta vida bajo el reflector ocultaba, sin embargo, una sombra más profunda. En 2024, un pódcast llamado Master: the allegations against Neil Gaiman, producido por Tortoise Media, presentó una investigación periodística en la que dos mujeres, una niñera llamada Scarlett Pavlovich y una seguidora que usa el seudónimo de “K”, acusaron a Gaiman de abusar sexualmente de ellas durante el tiempo en que mantenían una relación consensuada. Algunas víctimas narraron sus experiencias de viva voz a lo largo de seis episodios, en los que se incorporaron más testimonios, hasta llegar a cinco. Según lo documentado, utilizaba su fama y riqueza para coaccionar a las víctimas; Palmer, su entonces esposa, usaba también su nombre como artista para, según Pavlovich, conocer jóvenes que después contactaba con Gaiman a sabiendas de que existía la posibilidad de intentar abusar de ellas.
Tras la publicación del reportaje “There is No Safe Word”, publicado en Vulture, la sección de cultura de New York Magazine, las acusaciones se expandieron hace unas semanas. El reportaje sumó tres víctimas a las primeras cinco que hablaron en el pódcast de Tortoise Media, para un total de ocho mujeres que hablaron en su contra. Algunas lo señalaron de acoso sexual, basadas en tocamientos y besos forzados de parte del escritor; las más graves lo acusaron de violación y hasta tráfico de personas, por lo que Pavlovich denunció penalmente a Gaiman y a Palmer. En consecuencia, los representantes del autor inglés renunciaron y varias adaptaciones de sus obras fueron canceladas. Esto también incluyó que adaptaciones al teatro fueran canceladas y que editoriales como Dark Horse lo dejaran de publicar.
Algunos testimonios, sobre todo el de Pavlovich, son particularmente duros. En uno de los relatos de quien trabajó como niñera del hijo del escritor, Gaiman la invitó a tomar un baño en la “absolutamente encantadora” bañera de su jardín. Pavlovich le contestó que “estaba bien así”, pero este presionó; una vez que ella accedió, la volvió a incitar para que “estirara las piernas y se pusiera cómoda”, y cuando por fin lo hizo, procedió a hacer avances sexuales no solicitados.
La noticia corrió y los seguidores de su trabajo alegaron sentir una traición; Gaiman había mostrado simpatía por las minorías, tanto en público como en su obra, en la que sus personajes, a menudo marginales, encontraban la ruta para tomar las riendas de sus destinos. El ojo público escudriñó las sombras que rodearon al escritor; la relación entre Gaiman y buena parte de su audiencia se transformó, quizá para siempre.
El silencio coercionado
El caso amerita una disección. Los señalamientos en contra de Neil Gaiman trascienden la simple “funa” en redes sociales. No es un chisme ni una maledicencia. Tampoco una denuncia anónima que no pasó por ningún veto. Es una acusación investigada por un equipo de periodistas que incluso cuenta, en el caso de Pavlovich, con un reporte previo a la policía en enero de 2023. Todas son alegaciones serias que merecen un tratamiento: la denuncia de Pavlovich, presentada días atrás, será crucial para esclarecerlas y deslindar, o no, responsabilidades. No es un debate entre “creerle a las víctimas” y “separar la obra del autor”, sino una investigación periodística y ahora penal en el sistema judicial inglés.
No es raro que estas investigaciones se encuentren plagadas de acuerdos inescrupulosos y semilegales, en los que un victimario neutraliza a una víctima con pagos que compran su silencio, llamados NDAs (Non-Disclosure Agreements). El equipo legal de Neil Gaiman ofreció sendos acuerdos a dos de las mujeres que lo acusaban y que terminaron rompiéndolos para contar su historia. En tiempos recientes, a la luz de los numerosos NDAs que tenían agresores como Harvey Weisntein y P. Diddy, estos fueron señalados como herramientas para intimidar a víctimas que no cuentan con los recursos legales para defenderse y ven en ese acuerdo su única salida. Las legislaciones del mundo tienen una labor pendiente para nivelar el terreno entre víctimas y victimarios, sobre todo cuando estos últimos tienen poder, cuentan con capital económico y simbólico. Las víctimas de Gaiman, como las de tantas otras celebridades, han mencionado la admiración como una constante en situaciones de abuso.
La pulverización del genio
Esta situación hace pertinente y hasta urgente una revaloración del “genio”. Una búsqueda de las palabras “Neil Gaiman” + “Genius” arroja miles de resultados, entre publicaciones de renombre como The Guardian, sitios populares como Screen Rant y múltiples blogs personales. El adjetivo se volvía sustantivo cuando se usaba para referirse a Gaiman. No obstante, la noción de “genio” debería ser pulverizada para siempre. Lo digo completamente en serio. En cualquiera de sus acepciones, incluso en la más inocua, la palabra está fuera de proporción para referirnos a un ser humano. Cuando concedemos a un autor la genialidad como un atributo individual, comenzamos el proceso de su beatificación. Sin embargo, no existen personas beatas, o al menos no fuera de las religiones organizadas. Una y otra vez, a Gaiman se le endilgó la cualidad de “genio” como si su talento manara de los mismísimos hados. Nunca fue así.
El éxito del escritor de Portchester se explica, antes que su talento, por la convivencia de ese ingenio con las fuerzas comerciales que impulsaron su obra en ese preciso momento histórico, así como por la buena recepción que tenía al convivir con el público. “Pero”, me dirá algún listillo, “¿no demuestra eso entonces que su obra era bien recibida por la audiencia?”. Claro, contestaré, con la nada despreciable acotación que el cómic, como el cine y casi cualquier producto cultural, es un arte colaborativo que solo existe como producto de un trabajo de equipo. Sin el talento de los artistas que lo acompañaron, como Sam Kieth en The Sandman o John Bolton en The Books of Magic, o sin las portadas de Dave McKean o sin el aparato de empaquetado y distribución del sello Vertigo de DC Comics —una rareza editorial que por años contó con una de las mejores editoras de la industria, Karen Berger, quien cuidó los guiones de Gaiman—; vaya, sin todo eso en conjunto, la obra del mentado genio no es más que un puñado de hojas tamaño carta impresas en blanco y negro. Atractivas para absolutamente nadie y capaces de vender casi nada. La pulverización del genio es un paso hacia la destrucción del abuso de su autoridad. Lo digo no solo porque sí: entre los testimonios de algunas de sus víctimas, destaca el hecho de que el famoso escritor exigía ser llamado “maestro”.
¿Hay obra sin lectores?
Vale la pena apuntar una última cosa. Es un poco obvia, y quizá por esto se olvida, pero no puede existir una obra sin lectores. No importa quién sea, sin un público lector, el mejor escritor no es más que un generador de páginas impresas.
“Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”, definió alguna vez Borges. La cita es adecuada porque subraya que un clásico debe su condición y sus interpretaciones a sus lectores: los significados en la obra de Gaiman son responsabilidad tanto suya como de las personas que han dedicado su tiempo y su intelecto a leerla y expandirla mediante sus lecturas.
No solo eso: la condición de clásico puede ser revocada y sus interpretaciones pueden arrancarse de las manos del autor para pasar a las de todas las personas. Lo que el viento se llevó o El nacimiento de una nación fueron, en su momento, clásicos irrefutables; el paso del tiempo y el cambio de perspectiva respecto a sus opiniones raciales han desgastado su importancia. Cerebus, de Dave Sim, se consideró durante años una pieza fundamental de la historia del cómic. Sin embargo, las posturas políticas radicales de Sim, sumadas a las acusaciones de relaciones con menores de edad, han marginado al autor y a la obra, despojándolos del sitio que parecía otrora inamovible. Las relecturas del canon son una constante en el campo de batalla intelectual. Al respecto, la escritora afroamericana Toni Morrison asentó que “El debate sobre el canon, cualquiera que sea el terreno, naturaleza y alcance (de crítica, de historia, de historia del conocimiento, de la definición del lenguaje, la universalidad de los principios estéticos, la sociología del arte, la imaginación humanista), es el choque de culturas. Y todos los intereses están involucrados”. No sería imposible que la obra de Gaiman viviera el destino de una revisión del canon, alejándose del centro y convirtiéndose en una nota al pie de la historia del medio.
El arte puede tocar nuestras emociones más profundas, conmovernos e incluso transformarnos. Esa conexión puede sentirse como una experiencia íntima, una especie de vínculo con sus creadores. Pero este vínculo es artificial: por sí mismo, no existe salvo en nuestra conciencia individual. Un creador puede intuir o saber cuáles son los puntos que conmoverán a su audiencia y puede presionarlos mediante su oficio sin que esto signifique estar conectando con ellos o con su público. En esta época, en la cual podemos curar de forma milimétrica lo que mostramos a los demás y depurar una imagen proyectada, conviene recordar que no hay genios ni santos, y ante la presunción de esas cualidades, la reacción más saludable no es la admiración…, es la duda.
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Gaiman, hijo de un par de cienciólogos, fue criado en la dianética. No habla mucho de eso, pero incluso llegó a ser auditor de la Iglesia de la Cienciología, de la que en algún momento su familia fue expulsada.
La publicación de acusaciones de violencia sexual en contra de figuras públicas se ha convertido en una dolorosa, pero regular parte del ciclo mediático. Las revelaciones suelen despertar la indignación y el rechazo del público, aunque pocas veces resultan tan decepcionantes para sus propios seguidores como en el caso de Neil Gaiman (Portchester, 64 años), escritor británico creador de obras como The Sandman y Coraline y acusado por ocho mujeres de distintos grados de acoso. En su caso, es posible encontrar una oportunidad para reflexionar acerca de la licencia que reciben los grandes artistas y sobre la urgente necesidad social por pulverizar al genio.
La invasión británica: el origen de la escritura
En la década de los ochenta, el cómic vivió una transformación profunda. Lo que durante años se consideró, al menos en lo comercial, como un medio infantil y adolescente empezó a incluir a una audiencia adulta. Esta expansión fue motivada por factores económicos y sociales: la popularización de las tiendas especializadas con venta directa por encima de los tradicionales puestos de periódicos, la caída en desuso del Comics Code Authority —sistema de clasificación de publicaciones, de acuerdo con su contenido—, la inevitable adultez de los lectores que fueron niños en los cincuenta y sesenta y la necesidad de apelar a sus bolsillos. El cómic, a menudo visto como un reino de inadaptados e incomprendidos, acometió su primera gran expansión.
La apertura permitió lo conocido como “la invasión británica” del cómic americano. En algunos títulos aquí y allá, sobre todo de DC Comics, comenzaron a brillar un grupo de artistas británicos con ideas de una magnitud sin precedentes y el oficio para ejecutarlas: Alan Moore, Dave Gibbons, Grant Morrison, Peter Milligan, Jamie Delano, Steve Dillon y Neil Gaiman. A mediados de los ochenta, esa era una lista de jóvenes promesas; cuarenta años después, tras sagas como Watchmen, Hellblazer, Animal Man, Shade, The Changing Man y The Sandman, es una lista de la nobleza del medio.
Gaiman, hijo de un par de cienciólogos, fue criado en la dianética. No habla mucho de eso, pero incluso llegó a ser auditor de la Iglesia de la Cienciología, de la que en algún momento su familia fue expulsada. Para este movimiento religioso, esta figura se considera una especie de “ministro en entrenamiento”, responsable, según el mismo fundador L. Ron Hubbard, de recuperar “datos de los momentos ‘inconscientes’ más antiguos de la vida del paciente”. Según la “línea temporal” de cada individuo, una cronología empieza desde la formación del cigoto y, de acuerdo con la dianética, puede recordarse con la ayuda del auditor. Otros especialistas, más perspicaces, han sugerido que este usa técnicas hipnóticas para controlar a sus “pacientes”.
Una vez fuera de la religión, incursionó en el periodismo musical y escribió un libro sobre Duran Duran. Sin embargo, tras leer un cómic de Alan Moore —uno de los pocos guionistas de historietas, reconocido de forma universal como superior a Gaiman—, fue que decidió incursionar en este mundo. Sus aspiraciones eran más literarias que superheroicas, pero el momento del medio abría una puerta para la experimentación. Así fue como Gaiman se sumó a ese grupo de revolucionarios ingleses mediante la amistad con Moore, quien le enseñó a escribir guiones. Al paso del tiempo, Gaiman obtendría fama tras tomar la batuta de Miracleman, la serie que Alan Moore revolucionó y una de las primeras obras de la invasión británica.
De aquella lista, The Sandman fue la serie más longeva, con más de 70 números y varios spin-offs. Su protagonista, Dream, es la personificación del sueño y lo irreal; cuando la historia empieza, este ha pasado más de 70 años preso a manos de un ambicioso ocultista, quien lo hostiga para que le conceda sus poderes. Tras escapar, vaga por un mundo, tanto físico como intangible, uno que ha cambiado en su ausencia, para recuperar sus poderes. En su camino aparecen criaturas mitológicas, personajes literarios y religiosos, distintas manifestaciones de lo fantástico y lo grotesco. Poquísimos cómics han alcanzado la estatura de The Sandman (Vertigo, 1989-1996), que algunos califican de mítica. La inspirada mezcla de mitologías de los guiones de Gaiman, su constante uso de referencias literarias, el aire oscuro y decadente de su historia, así como la creación de un ente supernatural que se enfrenta a los problemas más humanos, con familiares y exparejas, mientras experimenta cambios en ese mundo no físico: todos estos ingredientes fueron irresistibles para una audiencia que encontraba algo rara vez visto en el medio.
Gaiman supo administrar el estatus de celebridad dado por su obra. Con vestimenta siempre negra y poseedor de un estilo gótico cuya melena no desentonaría en un video de The Cure, el escritor se convertiría en una especie de oscuro emperador de aquel reino de desadaptados. La publicación de The Sandman daría pie a nuevos proyectos, ya no solo en el medio del cómic sino en la literatura, como la novela infantil Coraline (Bloomsbury y Harper Collins, 2002) que exploraba el lado oscuro de las ficciones, o la novela Dioses americanos (American Gods, Headline, 2001), en la que replicaría la dupla de mitología y contemporaneidad. Ambas recibieron adaptaciones audiovisuales: una exitosa película homónima y una serie con tres temporadas; The Sandman también recibiría una adaptación de Netflix.
En 2011, el escritor se casó con la estrella de rock Amanda Palmer, cantante de la banda The Dresden Dolls, quien siempre demostró tener una postura feminista; en aquel momento, las declaraciones feministas de ambos les valieron el cariño de miles, atraídos por la empatía que su obra y su imagen mostraban por minorías y grupos oprimidos. La lista de premios y reconocimientos obtenida por el escritor inglés durante su carrera es apabullante: doctorados honoris causa, galardones de prestigio para su obra; medallas, diplomas, grados. En 2023, Time lo eligió como una de las personas más influyentes del mundo. “[Neil Gaiman] le da vida a los sueños”, cierra su entrada, firmada por el célebre actor James McAvoy. El autor llevaba la etiqueta de “genio” unida de forma casi indisoluble a su nombre.
La voz de las acusaciones
Esta vida bajo el reflector ocultaba, sin embargo, una sombra más profunda. En 2024, un pódcast llamado Master: the allegations against Neil Gaiman, producido por Tortoise Media, presentó una investigación periodística en la que dos mujeres, una niñera llamada Scarlett Pavlovich y una seguidora que usa el seudónimo de “K”, acusaron a Gaiman de abusar sexualmente de ellas durante el tiempo en que mantenían una relación consensuada. Algunas víctimas narraron sus experiencias de viva voz a lo largo de seis episodios, en los que se incorporaron más testimonios, hasta llegar a cinco. Según lo documentado, utilizaba su fama y riqueza para coaccionar a las víctimas; Palmer, su entonces esposa, usaba también su nombre como artista para, según Pavlovich, conocer jóvenes que después contactaba con Gaiman a sabiendas de que existía la posibilidad de intentar abusar de ellas.
Tras la publicación del reportaje “There is No Safe Word”, publicado en Vulture, la sección de cultura de New York Magazine, las acusaciones se expandieron hace unas semanas. El reportaje sumó tres víctimas a las primeras cinco que hablaron en el pódcast de Tortoise Media, para un total de ocho mujeres que hablaron en su contra. Algunas lo señalaron de acoso sexual, basadas en tocamientos y besos forzados de parte del escritor; las más graves lo acusaron de violación y hasta tráfico de personas, por lo que Pavlovich denunció penalmente a Gaiman y a Palmer. En consecuencia, los representantes del autor inglés renunciaron y varias adaptaciones de sus obras fueron canceladas. Esto también incluyó que adaptaciones al teatro fueran canceladas y que editoriales como Dark Horse lo dejaran de publicar.
Algunos testimonios, sobre todo el de Pavlovich, son particularmente duros. En uno de los relatos de quien trabajó como niñera del hijo del escritor, Gaiman la invitó a tomar un baño en la “absolutamente encantadora” bañera de su jardín. Pavlovich le contestó que “estaba bien así”, pero este presionó; una vez que ella accedió, la volvió a incitar para que “estirara las piernas y se pusiera cómoda”, y cuando por fin lo hizo, procedió a hacer avances sexuales no solicitados.
La noticia corrió y los seguidores de su trabajo alegaron sentir una traición; Gaiman había mostrado simpatía por las minorías, tanto en público como en su obra, en la que sus personajes, a menudo marginales, encontraban la ruta para tomar las riendas de sus destinos. El ojo público escudriñó las sombras que rodearon al escritor; la relación entre Gaiman y buena parte de su audiencia se transformó, quizá para siempre.
El silencio coercionado
El caso amerita una disección. Los señalamientos en contra de Neil Gaiman trascienden la simple “funa” en redes sociales. No es un chisme ni una maledicencia. Tampoco una denuncia anónima que no pasó por ningún veto. Es una acusación investigada por un equipo de periodistas que incluso cuenta, en el caso de Pavlovich, con un reporte previo a la policía en enero de 2023. Todas son alegaciones serias que merecen un tratamiento: la denuncia de Pavlovich, presentada días atrás, será crucial para esclarecerlas y deslindar, o no, responsabilidades. No es un debate entre “creerle a las víctimas” y “separar la obra del autor”, sino una investigación periodística y ahora penal en el sistema judicial inglés.
No es raro que estas investigaciones se encuentren plagadas de acuerdos inescrupulosos y semilegales, en los que un victimario neutraliza a una víctima con pagos que compran su silencio, llamados NDAs (Non-Disclosure Agreements). El equipo legal de Neil Gaiman ofreció sendos acuerdos a dos de las mujeres que lo acusaban y que terminaron rompiéndolos para contar su historia. En tiempos recientes, a la luz de los numerosos NDAs que tenían agresores como Harvey Weisntein y P. Diddy, estos fueron señalados como herramientas para intimidar a víctimas que no cuentan con los recursos legales para defenderse y ven en ese acuerdo su única salida. Las legislaciones del mundo tienen una labor pendiente para nivelar el terreno entre víctimas y victimarios, sobre todo cuando estos últimos tienen poder, cuentan con capital económico y simbólico. Las víctimas de Gaiman, como las de tantas otras celebridades, han mencionado la admiración como una constante en situaciones de abuso.
La pulverización del genio
Esta situación hace pertinente y hasta urgente una revaloración del “genio”. Una búsqueda de las palabras “Neil Gaiman” + “Genius” arroja miles de resultados, entre publicaciones de renombre como The Guardian, sitios populares como Screen Rant y múltiples blogs personales. El adjetivo se volvía sustantivo cuando se usaba para referirse a Gaiman. No obstante, la noción de “genio” debería ser pulverizada para siempre. Lo digo completamente en serio. En cualquiera de sus acepciones, incluso en la más inocua, la palabra está fuera de proporción para referirnos a un ser humano. Cuando concedemos a un autor la genialidad como un atributo individual, comenzamos el proceso de su beatificación. Sin embargo, no existen personas beatas, o al menos no fuera de las religiones organizadas. Una y otra vez, a Gaiman se le endilgó la cualidad de “genio” como si su talento manara de los mismísimos hados. Nunca fue así.
El éxito del escritor de Portchester se explica, antes que su talento, por la convivencia de ese ingenio con las fuerzas comerciales que impulsaron su obra en ese preciso momento histórico, así como por la buena recepción que tenía al convivir con el público. “Pero”, me dirá algún listillo, “¿no demuestra eso entonces que su obra era bien recibida por la audiencia?”. Claro, contestaré, con la nada despreciable acotación que el cómic, como el cine y casi cualquier producto cultural, es un arte colaborativo que solo existe como producto de un trabajo de equipo. Sin el talento de los artistas que lo acompañaron, como Sam Kieth en The Sandman o John Bolton en The Books of Magic, o sin las portadas de Dave McKean o sin el aparato de empaquetado y distribución del sello Vertigo de DC Comics —una rareza editorial que por años contó con una de las mejores editoras de la industria, Karen Berger, quien cuidó los guiones de Gaiman—; vaya, sin todo eso en conjunto, la obra del mentado genio no es más que un puñado de hojas tamaño carta impresas en blanco y negro. Atractivas para absolutamente nadie y capaces de vender casi nada. La pulverización del genio es un paso hacia la destrucción del abuso de su autoridad. Lo digo no solo porque sí: entre los testimonios de algunas de sus víctimas, destaca el hecho de que el famoso escritor exigía ser llamado “maestro”.
¿Hay obra sin lectores?
Vale la pena apuntar una última cosa. Es un poco obvia, y quizá por esto se olvida, pero no puede existir una obra sin lectores. No importa quién sea, sin un público lector, el mejor escritor no es más que un generador de páginas impresas.
“Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”, definió alguna vez Borges. La cita es adecuada porque subraya que un clásico debe su condición y sus interpretaciones a sus lectores: los significados en la obra de Gaiman son responsabilidad tanto suya como de las personas que han dedicado su tiempo y su intelecto a leerla y expandirla mediante sus lecturas.
No solo eso: la condición de clásico puede ser revocada y sus interpretaciones pueden arrancarse de las manos del autor para pasar a las de todas las personas. Lo que el viento se llevó o El nacimiento de una nación fueron, en su momento, clásicos irrefutables; el paso del tiempo y el cambio de perspectiva respecto a sus opiniones raciales han desgastado su importancia. Cerebus, de Dave Sim, se consideró durante años una pieza fundamental de la historia del cómic. Sin embargo, las posturas políticas radicales de Sim, sumadas a las acusaciones de relaciones con menores de edad, han marginado al autor y a la obra, despojándolos del sitio que parecía otrora inamovible. Las relecturas del canon son una constante en el campo de batalla intelectual. Al respecto, la escritora afroamericana Toni Morrison asentó que “El debate sobre el canon, cualquiera que sea el terreno, naturaleza y alcance (de crítica, de historia, de historia del conocimiento, de la definición del lenguaje, la universalidad de los principios estéticos, la sociología del arte, la imaginación humanista), es el choque de culturas. Y todos los intereses están involucrados”. No sería imposible que la obra de Gaiman viviera el destino de una revisión del canon, alejándose del centro y convirtiéndose en una nota al pie de la historia del medio.
El arte puede tocar nuestras emociones más profundas, conmovernos e incluso transformarnos. Esa conexión puede sentirse como una experiencia íntima, una especie de vínculo con sus creadores. Pero este vínculo es artificial: por sí mismo, no existe salvo en nuestra conciencia individual. Un creador puede intuir o saber cuáles son los puntos que conmoverán a su audiencia y puede presionarlos mediante su oficio sin que esto signifique estar conectando con ellos o con su público. En esta época, en la cual podemos curar de forma milimétrica lo que mostramos a los demás y depurar una imagen proyectada, conviene recordar que no hay genios ni santos, y ante la presunción de esas cualidades, la reacción más saludable no es la admiración…, es la duda.
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